Thomas de Quincey también disponía de un ejemplar de las octavillas repartidas a las puertas del Drury Lane. Charles Lamb se la había entregado como recuerdo de la velada. De Quincey y Lamb se habían hecho amigos y compañeros de taberna, y Charles lo había ayudado a conseguir trabajo como aprendiz de escribiente en la South Sea House de Threadneedle Street. De Quincey tenía buena caligrafía, ya que había cursado el bachillerato en Manchester, y además poseía sólidos conocimientos matemáticos. Cuando salían de trabajar, muchas tardes se reunían en la Billiter Inn. Fue en la taberna donde Charles le mostró la octavilla cinco noches después del estreno de Vortigern.
– Han acusado a nuestro amigo de «flagrante falsificación» -comentó Lamb con marcado retintín.
– ¿Lo han hecho?
– Sin embargo, yo dudo de que Ireland sea tan prolífico. Es imposible que escriba con tanta soltura. Algunos fragmentos poéticos son sublimes. Estabas presente y los oíste. -Presionó el brazo de De Quincey-. Tengo una teoría: pienso que esa obra la escribió un contemporáneo de Shakespeare, tal vez un poeta menor. Ireland está tan seducido por Shakespeare que incluye su apellido en todos los papeles que encuentra.
– Mi opinión acerca de él es más benigna que la tuya.
– ¿La obra es de Shakespeare?
– Ni soñarlo, es de Ireland.
– ¡Imposible! ¿Cómo podría haber engañado al mundo entero?
– Como mínimo, ha timado a Londres. Charles, es mucho más inteligente de lo que te figuras. Cada vez que lo oigo hablar compruebo su mordacidad. Es muy agudo.
– Sí, claro, pero escribir una obra del siglo xvi… y poesía… No lo creo capaz.
– Chatterton hizo lo mismo y era incluso más joven. No lo consideres algo imposible.
– Pero es improbable, altamente improbable.
– Sabe escribir, ya has visto sus artículos. Diría que el señor Ireland es más profundo de lo que estás dispuesto a reconocer.
– Le explicaré a Mary cuál es tu opinión.
– Ni se te ocurra. -De Quincey fue muy insistente-. Por nada del mundo se lo digas a tu hermana.
– Ya sé lo que vas a decir.
– De todos modos, escúchame. Está demasiado…, de momento está demasiado frágil. -De Quincey buscó la expresión más adecuada-: Podría quebrarse.
– Querrás decir que se le podría quebrar el corazón. Déjate de tonterías.
– Con sinceridad, Charles, en ocasiones ni siquiera ves lo que tienes delante de las narices.
– No puedo ver lo que no existe.
– Mary existe. ¿No te das cuenta de que bebe los vientos por él? ¿Qué me dices de su enfermedad y su nerviosismo? William Ireland la ha afectado profundamente y él no parece tener la menor intención de hacer nada al respecto.
Si la descripción de De Quincey lo sorprendió, Charles no lo demostró. A lo largo de las últimas semanas, los ataques de malhumor y el desasosiego de Mary se habían acentuado. Charles lo había atribuido a la tensión debida a la creciente senilidad de su padre. Sabía que Mary protegía a Ireland e incluso que le tenía afecto, pero ¿estaba secretamente enamorada del joven?
– De modo que mi hermana es Ofelia -comentó Charles-. ¡Penoso!
– Charles, ¿por qué interpretas todo como si fuera un drama? Mary no es el personaje de una obra, sufre de verdad. -De Quincey permaneció en silencio unos instantes-. Ireland forja sentimientos de la misma manera que trabaja las palabras.
– Y por eso no puedo explicarle tu hipótesis, ¿no es así?
– Será mejor que no lo hagas.
De Quincey caminó desde la Billiter Inn hasta su alojamiento en Berners Street. Había alquilado una habitación cerca de la casa abandonada en la que había vivido recién llegado a Londres porque no había renunciado a la esperanza de toparse con Anne en las atestadas calles del barrio. En cierta ocasión, incluso creyó divisarla en la esquina de Newman Street, pero cuando corrió hasta allí comprobó que no había nadie. La imaginó consumida de pena y agobiada por la soledad…, la imaginó zambulléndose en el Támesis…, la imaginó ultrajada y golpeada. ¡Vaya con la musa de fuego…, la que ilumina las tinieblas londinenses! Pensaba en esas palabras cuando, de repente, vio que William Ireland entraba en la papelería del final de Berners Street. Aunque era tarde, Ireland había abierto la puerta sin llamar. De Quincey pasó por delante velozmente y, a través de la ventana salediza, echó un vistazo a la planta baja. El anciano que se encontraba detrás del mostrador entregó un paquete a William. Fue lo único que tuvo tiempo a ver.
Siguió andando y entró en la casa en la que se alojaba. Pese a las advertencias que había hecho a Charles, De Quincey seguía considerándose amigo de Ireland. En algunos sentidos incluso lo admiraba. Lo consideraba un excelente actor cuyo escenario era el mundo, aunque también era el primero en reconocer que, en el fondo, no lo entendía.
De Quincey estaba a punto de entrar en su habitación cuando llamaron a la puerta de la casa. Ireland estaba en el umbral y aferraba el paquete envuelto en basto papel de estraza.
– Lo vi pasar -le explicó William-. Usted no reparó en mi presencia.
– ¿Dónde estaba?
– En Askew. El dueño es un viejecito encantador que me guarda el catálogo de Zurich.
– Adelante, señor dramaturgo, tengo una botella que reclama su presencia.
La habitación de De Quincey estaba en la planta baja y daba a Berners Street.
– Tom, no soy el dramaturgo, sino el médium.
– Lo sé. Tú eres aquello que los matemáticos denominan el término medio, sin el cual no hay término mayor ni menor.
– ¿Y la obra es el término mayor?
– Siempre y cuando Shakespeare no sea el menor. Cuidado con el siete que hay en la alfombra.
La habitación de De Quincey carecía de ornamentos: la cama, un montón de libros apilados en la alfombra y poco más. El tráfico de Londres discurría junto a la ventana y el zumbido constante de la ciudad se percibía con claridad.
– Muchas veces me he preguntado dónde se alojaba -comentó Ireland.
– Este sitio me gusta -De Quincey era muy desenvuelto-. Aquí me considero un londinense más. Abriré la botella de la que te he hablado.
– He vivido toda la vida en la ciudad y existen varios lugares que amo, pero no siento verdadera pasión por ella.
– ¿Por qué? Esta ciudad es quien te ha moldeado.
– También podría destruirme. -William se acercó a la ventana y miró al barrendero que limpiaba la calle de punta a punta-. Esta noche ponen la última función de la obra.
– ¿De Vortigern?
– Ha estado seis noches en cartel. Me figuré que continuaría…
– ¿Estabas seguro de que seguiría en cartel?
Ireland se volvió e inquirió:
– ¿Qué quieres decir?
De Quincey quedó momentáneamente desconcertado.
– Shakespeare es un gusto adquirido, no es para el público moderno.
– Pero si hemos tenido defensores… Este recorte es de la Evening Gazette.
William sacó un papel del bolsillo y leyó en voz alta:
Del profundo olvido arrebatada aparece la obra mentada.
Exige respeto, ya que el nombre de Shakespeare trae aparejada.
Ese nombre, fuente de asombros y de ciencia,
tiene derecho, como mínimo, a una justa audiencia.
De Quincey rió.
– Los versos son en verdad lamentables.
– En eso coincidimos. Yo lo habría hecho mejor. -Ireland estudió con atención al de Manchester-. Por otro lado, lo que expresa tiene sentido.
– Por supuesto.
William pareció tranquilizarse.
– Tom, le diré algo que sólo un puñado de personas conoce. Confío en su discreción. -De Quincey hizo un ligerísimo asentimiento-. Entre la cantidad de papeles que mi mecenas me dio he encontrado otro Enrique.
– ¿Qué dice?
– Lo que oye, Enrique II. ¿No le parece extraordinario?
De Quincey se acercó al arcón de nogal que tenía junto a la cama y extrajo una botella de oporto. Al otro lado del lecho había un lavamanos y un aguamanil; De Quincey cubrió esa distancia y retiró dos vasos del armario de la parte inferior. Reparó por primera vez en que el esmalte del lavamanos estaba desportillado y ennegrecido.
– ¿Se lo ha mostrado a alguien?
– Mi padre lo ha visto y se lo ha pasado al señor Malone, que lo ha identificado como obra del bardo.
– ¿Alguien más ha leído el manuscrito?
– Nadie, todavía no lo ha leído nadie más. Aguardamos el momento oportuno, en el que todos comprendan el verdadero valor de Vortigern. ¿Brindamos?
De Quincey sirvió el oporto y levantaron los vasos.
– Por Enrique -auguró Ireland.
– Por Enrique. Que gane el mejor.
– ¿Por qué has dicho eso?
– Por nada, sólo es una frase.
– Mi padre quiere verlo publicado, pero le he aconsejado que espere, ya que si viera la luz tan poco después de Vortigern…
– ¿Parecería demasiada casualidad?
– Exactamente. En Pericles hay un verso sobre el inmenso mar de gozos que se abalanza sobre él.
– «Alcanza las orillas de mi mortalidad y me ahoga con su dulzor.» ¿Es éste?
– Veo que lo conoces. Hay quienes dicen que Pericles no salió de la pluma de Shakespeare.
– Hay quienes dicen cualquier cosa.
– Ése es mi dilema. -Ireland apuró el oporto-. ¿Me permites? -Se sentó en el borde de la cama-. La marea de visitantes ha crecido tanto que mi padre ha impreso tarjetas de entrada -apostilló cuando De Quincey le llenó el vaso-. Tal como predijo, nuestro modesto museo se ha convertido en un santuario. ¿Ya le he contado que una mañana se presentó el príncipe de Gales?
– ¡No!
– Iba vestido de azul cielo. Era la imagen misma de la sempiterna corrupción. Un cortesano cabeza hueca entró a la carrera y nos pidió que nos preparásemos. ¿Qué pretendía? ¿Quería que vistiéramos ropa de la corte? Poco después, Su Alteza Gorda entró contoneándose como un pato. La reverencia de mi padre fue tan profunda que se le vio el… -A Ireland se le escapó la risa-. Mejor no decirlo.
– ¿Qué hizo el príncipe?
– Pidió los papeles, tomó asiento en la silla que el cortesano le acercó y, a continuación, según sus propias palabras, los «examinó atentamente» durante un par de minutos. La librería quedó impregnada del olor a su agua de colonia.
– ¿Qué opinión le merecieron los papeles?
– Repetiré sus palabras exactas. -Aunque De Quincey no se apercibió, Ireland imitó a la perfección la voz y la actitud del príncipe de Gales-. «Los documentos guardan un claro parecido con los de su época, aunque sería injustificable decidirlo de forma concluyente y a partir de una inspección tan superficial.» A lo que mi padre replicó: «Por supuesto. Su Alteza, sería impensable».
– ¿Qué más pasó?
– Su Alteza Gorda añadió: «Confío…, confío en que la nación inglesa experimente la gratificación que espera obtener de dichos papeles».
– ¿Qué quiso decir?
– Sólo Dios lo sabe. Cuando se fue mi padre me explicó que la realeza tiene prohibido manifestar su opinión. Repliqué que disentía y cité las guerras americanas.
– ¿Permaneció mucho rato en la librería?
– En absoluto. Se levantó dispuesto a irse y mi padre revoloteó a su alrededor. Que si gracioso señor, que si era un privilegio inimaginable, que si poseía un entusiasmo desbordante y toda la pesca. En cuanto el príncipe se marchó, mi padre besó la silla que había utilizado y juró que nadie volvería a sentarse en ella.
– Pero tú no te quedaste tan impresionado.
– ¿Impresionado con ese charlatán? Prefiero hacer una reverencia al barrendero que, por el simple hecho de haber nacido, ya tiene más dignidad.
– Y trabajo.
– Ni más ni menos. -William dejó el vaso y cogió el paquete con el que había salido de Askew-. Debo regresar a casa. Nunca se sabe lo que puede pasar en el trayecto entre Berners Street y Holborn.
Su padre lo aguardaba. Se encontraba detrás del mostrador y William supo enseguida que estaba inquieto.
– Han formado un comité investigador -informó Samuel.
– Perdona, padre, ¿qué has dicho?
– Han creado un comité investigador para analizar tus papeles.
– Creía que eran nuestros papeles. ¿A qué comité te refieres?
– Los señores Stevens y Ritson, enemigos del señor Malone, han convencido a terceros para que los ayuden en la investigación del material que has encontrado. El señor Malone me ha enviado una carta en la que hace referencia a la malicia de esos hombres y a la pretensión de mancillar su reputación.
– ¿Su reputación? ¿Qué hay de la mía y de la tuya? -A Samuel Ireland se le encogió el corazón-. Es espantoso, escandaloso. Prácticamente le están diciendo al mundo entero que sospechan que jugamos sucio. -William se desternilló de risa-. Como si eso fuera posible.
– No hay motivos para reírse.
– Padre, reírse es imprescindible. ¿De qué forma esperas que reaccione?
– Supongo que ya sabes lo que debes hacer. Tienes que sacar a la luz a tu benefactora.
– ¿Por qué tendría que mostrar el más mínimo respeto hacia esos caballeros? Para mí no significan nada.
– Pues lo son todo. Se convertirán en tu juez y jurado. Debes conducirlos a la fuente de los papeles.
– No puedo hacerlo.
– William, lamento presionarte, pero debes tomar en consideración al resto del mundo. Se lo debes al público inglés. Esos papeles son su patrimonio.
– Ya te he dicho que mi mecenas no será mencionada ni identificada. Me ha dado esos papeles con órdenes severas de guardar el secreto. Existe la posibilidad de que, en presencia de esos caballeros, mi benefactora declare que no me conoce ni tiene idea de mis actos. Padre, ¿lo habías pensado?
– Debes convencerla…
– No hay manera de convencerla.
– William, reflexiona sobre las consecuencias que supone eso para mí.
– Padre, ya sabías en qué condiciones te entregaba los documentos.
– Eres muy cruel con tu progenitor.
– No, sólo soy honesto.
William subió la escalera y se acostó.
Por la mañana llegó una carta para el señor W. H. Ireland. La remitía el señor Ritson y en ella le preguntaba con suma amabilidad si estaba dispuesto a responder a las preguntas que ciertos caballeros instruidos se habían planteado después de examinar los papeles recientemente atribuidos al señor William Shakespeare. También manifestaban su deseo de interrogar a los señores Edmond Malone y Samuel Ireland…
– Incluir mi nombre en la misiva es abominable -intervino Samuel Ireland.
La carta también decía que querían interrogar a los señores Edmond Malone y Samuel Ireland en el transcurso de sus pesquisas, que se llevarían a cabo sin la más mínima sospecha de reprobación o culpabilidad. Abrigaban la esperanza de que el señor William Ireland aceptase la invitación con el mismo espíritu con el que ésta se planteaba, es decir, el de un debate abierto y sin restricciones.
– Su sintaxis no es nada del otro mundo -decretó William después de leer la carta a su padre-. Se atragantan con sus propias palabras.
– Como decía lady Macbeth, las conciencias culpables suelen dar esa impresión.
– Ella no pecó por envidia o celos, sino por ambición. ¡Esos hombres son tontos de capirote! No les interesa probar ni refutar nada, sólo quieren destruir.
– ¿Qué responderás?
– Padre, ¿qué me sugieres?
– ¿Sugerir? No sugiero nada. Ya te aconsejé anoche. No tengo nada más que decir.
– Pues entonces los ignoraré. Pasaré por encima de ellos. Los venceré.
Dicha decisión se puso a prueba el día siguiente, cuando en la Pall Mall Review apareció un suelto titulado «Shakespeare e Ireland»; en él se hacía referencia a que «el desdichado hijo» había de cargar con «los pecados del padre» y citaba la parábola de Abraham e Isaac. Concluía de la siguiente guisa: «¿Al comité se le ofrecerá el sacrificio del joven Ireland en el altar de las ambiciones de su padre?».
– ¡Es intolerable! -exclamó Samuel Ireland, y arrojó el periódico-. ¿Por qué la reprobación cae sobre mi cabeza?
– Padre, no puedo ni imaginármelo.
– No hay derecho. No es justo. Ni tan siquiera conozco a tu benefactora. Jamás he estado en la casa donde se guardan los papeles.
Rosa Ponting había bajado la escalera y escuchaba en silencio.
– Sammy, ¿de qué te acusan?
– Rosa, me acusan de falsificar los papeles de Shakespeare.
– Padre, no estoy para nada de acuerdo con lo que dices. Simplemente sospechan que los has utilizado…
– No lo creo, William. Insinúan con claridad que soy un falsificador y un criminal.
– ¡Dios nos libre! -Rosa ya se había imaginado la cárcel y el patíbulo-. ¡Sammy un delincuente!
– Rosa, no llegará a esos extremos -aseguró William, que parecía empeñado en mantener la calma.
– William Ireland, nada sucederá si cumples con tus deberes y obligaciones. Debes contarle todo al comité.
– ¿Por qué soy yo el que tiene que sentarse en el banquillo? -El joven se volvió hacia su padre-. Yo no te pedí que mostrases los papeles a los señores Malone y Sheridan. Me daba por satisfecho con que saliesen de forma gradual al mundo. Eres el único responsable de que se haya desencadenado esta vorágine pública.
– No puedes dirigirte a tu padre en esos términos. -Rosa se mostró muy severa-. Ya está bastante agobiado.
– Me limito a decir la verdad. Padre, por pura curiosidad, déjame que te haga una pregunta. ¿Y si los papeles no fueran los manuscritos auténticos de William Shakespeare?
– Eso es imposible. -Samuel Ireland negó con la cabeza-. Si ahora mismo el presunto falsificador se plantase ante mí y confesara, no le creería.
– ¿Ésa es tu solemne opinión y conclusión definitiva?
– Los documentos son demasiado voluminosos y muestran todas las huellas de su época.
– Está bien, sólo planteaba una hipótesis. Ya está decidido. Como sé que eres inocente, responderé al señor Ritson para comunicarle que estoy de acuerdo y acepto su petición.
– ¿Qué será de tu pobre padre? -inquirió Rosa-. ¿No merece un mínimo de consideración?
– Cuando me presente ante esos caballeros, lo exoneraré de toda culpa.
– ¿Culpa?
– Quiero decir, responsabilidad.
– Mary, mira esto.
Charles Lamb dobló el periódico y, por encima de la mesa del desayuno, le mostró a su hermana un suelto referente a la inminente comparecencia de William Ireland ante el comité investigador.
Mary leyó deprisa.
– ¡Esto es una persecución! -Dejó caer la taza sobre el plato y sobresaltó a su padre-. ¿William será interrogado y difamado por todo aquel que se considera una autoridad? -Charles quedó sorprendido ante la vehemencia de su hermana; en las últimas semanas parecía haber perdido el interés por William Ireland y se mostraba muy serena y reservada-. ¿Quién se atreve a poner en duda que se trata de obras auténticas? Charles, ¿le escribirás para manifestarle nuestro apoyo?
– No sé si lo necesita…
– Está bien, yo me encargaré. Si no tienes valor para ser leal con un amigo, ocuparé tu lugar. -Mary se levantó de la mesa-. Le escribiré ahora mismo, en este instante.
El señor Lamb miró a su hija.
– Hoy no hay mermelada. Mañana habrá mermelada.
– Señor Lamb, no te inquietes. -La señora Lamb miró con desagrado a su hija-. Mary, haz el favor de sentarte. Estoy segura de que Charles escribirá encantado al señor Ireland.
– No puedes hablar en nombre de Charles.
– ¡Tizzy! Más agua caliente.
– Mamá, ¿me has oído?
– Mary, siempre te escucho, aunque a veces preferiría no hacerlo.
– Claro que le escribiré. -Charles se alarmó ante el tono estridente de su hermana-. Le expresaré nuestra preocupación.
Mary se sentó al tiempo que Tizzy se presentaba con el agua caliente.
– Debes decirle que creemos a pies juntillas en la autenticidad de los papeles.
– ¿Debo decírselo?
– Se trata de algo de suma importancia.
La señora Lamb miró con parsimonia a su hijo.
– Charles, con eso no harás ningún daño a nadie y alegrarás a tu hermana. -Mary se dedicó a lustrar el cuchillo de la mantequilla con el chal-. Mary, ¿no crees que lo que estás haciendo es una grosería?
– Mamá, estuve leyendo La consolación de la filosofía, de Boecio.
– Y eso, ¿qué tiene que ver?
– La urbanidad no es más que un mero juego. Debemos vivir en el mundo eterno.
– Dios mediante, es allí donde moraremos, pero todavía no nos ha llegado la hora.
Convencido de que la tormenta había amainado, Charles recuperó el periódico y leyó una gacetilla sobre un asesinato reciente en la White Hart Inn. La víctima era una lavandera entrada en años, cuyo cuerpo apareció boca abajo en un barril de cerveza; aún no habían detenido al homicida. Comenzó a leer en voz alta, pero Mary lo interrumpió:
– No soporto tanta violencia. Vaya por donde vaya, en Londres sólo veo barbarie y crueldad.
– Mary, las ciudades son lugares de muerte. -Charles todavía albergaba en su seno un duendecillo perverso con el que le gustaba tomar el pelo a su hermana-. Hace poco leí que las primeras ciudades se construyeron sobre cementerios.
– Por lo tanto, somos muertos andantes. Papá, ¿lo has oído?
El señor Lamb imitó el sonido de una trompeta y rió.