Tres semanas después de los acontecimientos de esa noche, Mary Lamb decidió internarse por Holborn Passage. Desde aquel encuentro, con frecuencia se había imaginado a William Ireland entre los libros, y en su mente se había convertido en una figura de cierto interés. Los amigos de Charles eran demasiado ruidosos y hablaban hasta por los codos. William se mostraba más sensible. Poseía un mayor refinamiento de espíritu o, al menos, eso era lo que la joven suponía. Se le aceleró la respiración cuando se acercó a la librería y leyó el letrero que colgaba sobre la puerta: «Samuel Ireland, librero». Pasó junto a la ventana salediza y había decidido seguir deprisa su camino cuando del interior llegó una estentórea carcajada semejante a un bramido. Se detuvo, se volvió y observó cómo un hombre mayor palmeaba la espalda de William en presencia de un tercero. William reparó en su presencia, como si la estuviera esperando, y se dirigió con diligencia a la puerta.
– Señorita Lamb, ¿por qué no entra? Nos ha encontrado por casualidad.
Casi contra su voluntad, Mary se vio obligada a entrar en la librería; no le gustaba reunirse con gente a la que no conocía. Reconoció a Samuel Ireland por el parecido con su hijo y, en medio de un arrebato de desconcierto, acabó por estrechar la mano del anciano caballero, que aún no había abandonado su expresión risueña.
Samuel se dirigió a ella:
– Señorita Lamb, encantado de conocerla. Por lo que veo, el señor Malone ya se ha presentado. A buen seguro, está enterada de su erudición. Señorita Lamb, le garantizo que hemos encontrado una joya.
– Padre, es algo más precioso que cualquier joya.
– Fíjese en esto. -Samuel Ireland sostuvo un disco de lacre rojo, con los bordes ligeramente descoloridos-. Es su sello.
– Es su estratagema -acotó el anciano.
– Es lo que nos ha explicado, señor Malone. -Samuel Ireland todavía sonreía a Mary, pero a la joven no le dijo nada su actitud triunfal-. Si fuera tan amable, estaría muy bien que repitiese las explicaciones.
Acercó el sello a Mary para que lo estudiase y Malone acortó distancias a fin de explicarle los detalles. La muchacha reparó en la acidez de su aliento de viejo.
– Esto es el estafermo. -Mary vio un palo colgado de una barra, con un saquillo en un extremo-. Se trata de un instrumento de justas y torneos que da vueltas. El jinete cabalgaba hasta el estafermo y lo golpeaba con la lanza o el instrumento lo golpeaba. ¿Comprende el significado y la importancia del sello? Lo siento, pero no he oído su nombre. «Shake» y «spear», literalmente «sacudir» y «alancear», como el estafermo. Fíjese en esto. Aquí están las iniciales.
En la base del sello Mary distinguió una uve doble y una ese corrientes. En ese momento comprendió el regocijo y el buen humor de los presentes.
– Es probable que lo utilizase para la correspondencia -comentó William- y para documentos de teatro. El señor Malone ha tenido la amabilidad de identificarlo. Es el autor de un índice de las obras de teatro de Shakespeare.
Malone vestía chaleco de seda de color verde brillante, del que extrajo una pequeña libreta de papel encuadernado. Se volvió hacia el padre de William y afirmó:
– Necesitamos algo más que el objeto propiamente dicho. Señor Ireland, necesitamos la fons et origo.
– ¿Cómo dice, señor?
– Me refiero a la procedencia, al origen.
Samuel Ireland miró a su hijo y Mary reparó en que William negaba de inmediato con la cabeza.
– Señor Malone, no tenemos derecho a…
– ¿Se trata de un cliente?
– No estoy autorizado a responder.
– En ese caso, lo siento mucho. Es imprescindible conocer la fuente de los tesoros.
Samuel Ireland no hizo caso del comentario de Malone y cogió a Mary del brazo.
– Señorita Lamb, ¿ha visto la escritura?
– ¿Qué escritura?
– Padre, me he limitado a mencionar su existencia.
– Con eso no es suficiente. La señorita Lamb debería verla. William me ha dicho que admira usted todo lo que tiene que ver con Shakespeare.
– Desde luego. Lo admiro profundamente.
– Pues aquí tiene. -Mary se sobresaltó al percatarse de que el padre de William se parecía lejanamente a un buhonero. No era así como había imaginado a la familia del muchacho-. Señorita Lamb, ésta es la pieza auténtica. -Extendió un rollo de papel vitela y, con gran delicadeza, lo acarició con el índice-. Es de primera calidad.
– Lo he analizado a conciencia -informó Malone. Mary se dijo que la boca del anciano volvía a acercarse con peligro-. Es la misma letra. No me cabe la menor duda.
A falta de algo mejor, Mary replicó:
– Estoy muy satisfecha.
William reparó en la turbación de la joven.
– Señorita Lamb, ¿me permite acompañarla durante una parte del camino?
– Sí, por supuesto.
Tras una apresurada despedida, William la condujo hacia el frescor reconfortante de Holborn Passage.
– Lamento haberla puesto nerviosa -se disculpó William-. Mi padre y el señor Malone se dejaron llevar por el entusiasmo.
– Señor Ireland, no es necesario que se disculpe. El entusiasmo no tiene nada de malo. Lo que ocurre es que noto la falta de aire.
Pasaron en silencio junto al tenderete del fabricante de flores artificiales, que siempre se instalaba en la esquina de Holborn Passage con King Street.
– Señorita Lamb, tengo que hacerle una confesión.
– ¿A mí?
– Le conté que la escritura procede de una tienda de antigüedades de Grosvenor Square, pero no es así. Procede de la misma persona que me dio el sello.
– No comprendo…
– ¿No comprende qué tiene que ver con usted? Evidentemente, nada, pero no puedo ser más explícito.
– No. Lo que quería decir es por qué esa persona se desprendió de objetos tan valiosos.
– Señorita Lamb, ¿me permite contarle una historia? Hace un mes estaba en la cafetería de Maiden Lane. ¿Sabe a cuál me refiero? Tiene una magnífica barra de caoba francesa. Llevaba conmigo una vieja edición en tinta negra, más dificultosa de leer que las demás, de Los cuentos de Canterbury, de Chaucer, que acababa de comprar a un cliente de Long Acre. Volvía las páginas cuando oí una voz que se dirigió con claridad a mí: "Señor, ¿conoce las virtudes de los libros?".
»Se trataba de una mujer madura que ocupaba la mesa situada a mis espaldas. Vestía de negro de la cabeza a los pies, incluidos la toca, el chal y el paraguas. No es habitual que una mujer vaya sola a una cafetería, ni siquiera en Maiden Lane, por lo que me sentí algo inquieto. Estaba claro que no era una mujer pública. Señorita Lamb, le ruego que disculpe mi falta de delicadeza, pero su edad y aspecto demostraban de forma incuestionable que no lo era. Llegué a la conclusión de que estaba ebria o había perdido la cabeza. "Señora, ¿de qué virtudes habla?"
«"¿Entiende de estas cosas? Me refiero a papeles, libros y otros artículos de ese tipo."
»"Se trata de mi profesión."
»"No confío en los abogados." Reparé en que bebía una infusión de sasafrás, brebaje que me desagrada profundamente. "Como seguramente ha notado, soy viuda."
»"Lo siento."
»"No hay de qué lamentarse. Era una bestia, pero me dejó muchos papeles." Como es lógico, me mostré interesado. "No tengo habilidad para manejar papeles y necesito ayuda." Pensé de nuevo que tal vez se trataba de una de esas ilusas que a menudo rondan por las calles de Londres, si bien mostraba cierto cuidado y firmeza que apuntaban a lo contrario. "Señor, es posible que le resulte extraño que me dirija a usted en estos términos pero, como ya he explicado, siento aversión por los abogados, los picapleitos y otros de su misma calaña. Durante las últimas semanas me he dicho que, si por casualidad me topo con una persona hábil para estudiar y descifrar papeles, me abalanzaré sobre ella." Al oír esas palabras esbocé una sonrisa. "Compréndalo, señor, no estoy acostumbraba a pronunciar floridos discursos. ¿Será tan amable de decirme su apellido?" La viuda abrió su bolso de seda negra y percibí con claridad un perfume de violetas. "¿No le parece un aroma maravilloso? No tengo tarjeta, salvo la de mi marido, pero la dirección es la misma." Vi que su marido, Valentine Strafford, había sido importador de té y que vivía en una buena zona…, en Great Titchfield Street, en la parroquia de Marylebone. Le dije mi nombre y me comprometí a visitarla. Es lo que exige la urbanidad.
»Tres días después, de camino a un encuadernador de Clipstone Street, por casualidad pasé delante de su casa. Señorita Lamb, ¿conoce el barrio? No es antiguo, pero resulta interesante. Entonces no me proponía visitarla, aunque debo reconocer que esa mujer me había dejado muy intrigado. Miré por una ventana de la planta baja y vi montones de papeles y rollos de manuscritos encima de una mesa larga. También había archivos y cajas, así como otros documentos atados con cintas y lazos. Por lo tanto, había dicho la verdad sobre los papeles de su marido. Sin titubear, de manera instintiva subí los escalones y llamé. Me sorprendí cuando la viuda en persona abrió la puerta. "Señor Ireland, estaba segura de que vendría. Lo estaba esperando."
»La viuda me condujo a la habitación de la planta baja, donde guardaba los papeles. En el fondo había un jardín largo y estrecho, con una de esas construcciones decorativas pero inútiles que representan un estanque de piedra. Se han puesto de moda. "Señora Strafford, no sé si podré ayudarla."
»"Déjese de tonterías." Cuando entró vi cómo abría desmesuradamente los ojos. "Estas cosas le encantan." Me ofreció una infusión de sasafrás, que rechacé. Era evidente que el negocio de su marido la traía sin cuidado. "Quede claro que su trabajo será remunerado."
»"Quiero echar un vistazo antes de hablar de pagos."
»"Es posible que los papeles no le interesen."
»"También podrían interesarme mucho. Ante todo tengo que consultarlos."
»Así fue como me puse manos a la obra. Se trataba de una colección interesante. Contenía registros de pagos de la abadía de Bermondsey, fechados en el siglo xiii, y fragmentos de un registro de propiedad del xvi, procedente de la parroquia devoniana de Morebath. Espero no aburrirla. También guardaba un mapa del litoral entre Gravesend y Cliffe; aunque la fecha no era legible, por la caligrafía deduje que procedía de mediados del siglo xvii. Está claro que no pude establecer cómo habían llegado esos papeles a manos del marido. Hallé un largo inventario de artículos firmado por el interventor de impuestos de la aduana de Londres y fechado en el año decimotercio del reinado de Ricardo II, así como varias hojas con divisas y emblemas heráldicos. Me pareció una colección elaborada al azar, pero tan curiosa que me aguijoneó y despertó mi afán de aventuras.
»Fue entonces cuando encontré una escritura, recientemente certificada por el notario y sellada con el distintivo lacre verde de la oficina del gobernador de Londres. Mi padre me había mostrado varios ejemplos y me quedó claro que no se trataba de una antigüedad. Aludía a una propiedad de Knightrider Street y en el documento constaba con precisión que hacía sólo dos años que Strafford había adquirido una morada por doscientas treinta y cinco libras. Salí al pasillo y llamé a la señora Strafford, que bajó enseguida de la primera planta.
»"Señor Ireland, ¿ha encontrado algo que merezca la pena?"
»"Señora Strafford, me parece que sí. Quiero mostrarle un documento. ¿Lo había visto con anterioridad?"
»"No, nunca."
»"En ese caso, le informo de que posee usted otra casa."
»"Mi marido jamás la mencionó. ¿En qué estaría pensando? ¿Ha dicho en Knightrider Street? Queda cerca de Saint Paul, ¿no? Estoy segura de que no es una finca barata." La viuda me lanzó una mirada interrogativa, pero yo no entiendo nada de esas cosas. "Deberíamos visitarla sin más dilaciones."
»Alquilamos un tílburi cubierto. Personalmente prefiero el cabriolé. Los tílburis huelen a paja húmeda y a paraguas mojados, ¿no le parece? De todas maneras, no había disponibles más vehículos. Durante un rato estuvimos retenidos en Holborn, ya que unos caballos habían mutilado a un niño, y luego nos dirigimos al este hasta Knightrider Street. Señorita Lamb, ¿conoce esa calle? Se curva como la pared de un anfiteatro romano.
»La señora Strafford se apeó del tílburi sin darme tiempo a pagar la carrera y era tal su impaciencia que pasó de largo ante la puerta que correspondía. La llamé y permanecimos juntos en medio de la calle. La tarde era oscura y tras la ventana brillaba una vela. Nos llevamos una sorpresa mayúscula. A mí me habría parecido maravilloso que el presuntamente difunto señor Strafford viviese allí y, a juzgar por su expresión de horror, a la señora Strafford se le había ocurrido lo mismo. Enseguida se armó de valor y subió los escalones que conducían a la puerta. Llamó con los nudillos y entonces me di cuenta de que no llevaba guantes. Qué extraño, ¿no le parece? En ese momento, una mano anónima retiró la vela. Aguardamos con creciente impaciencia hasta que abrió la puerta una anciana que parecía encorvada a causa de una espantosa enfermedad. "No hay nadie", espetó.
»Me llevé una gran sorpresa cuando la señora Strafford pasó sin más junto a la anciana y gritó: "¡Baja! ¡Baja de una buena vez!".
»"El señor Strafford ya no viene por aquí."
»"¿Cómo dice?" La señora Strafford estaba a punto de subir la escalera, pero se volvió.
»"Hace como mínimo ocho meses que no se presenta. Los últimos dos meses nadie me ha pagado."
»"¿Usted es el ama de llaves?"
»"Lo era, pero no me han pagado."
»"De eso nos ocuparemos enseguida." En ese momento me percaté de que la señora Strafford no era una mujer remolona. "¿Cuánto le debía mi marido?"
»Si la repentina aparición de la señora Strafford la sorprendió, la anciana no lo demostró. "Sesenta chelines. Me pagaba siete con seis por semana."
»"Supongo que acepta billetes." La viuda sacó del bolso tres billetes de una libra. "Valen tanto como el metal."
»Las mujeres siguieron conversando, pero yo sentía curiosidad por averiguar qué había tras las puertas de esa vieja casa. Señorita Lamb, por si no lo sabe tengo debilidad por las pruebas del pasado. Más allá de la escalera divisé un trastero; en cuanto entré, reparé en el ligero olor a papeles viejos, para mí tan refrescante como el de las hierbas y las plantas. ¿Qué representa la dulzura de las flores comparada con el aroma del polvo y el encierro? En un rincón había un voluminoso buró de madera. Lo abrí y encontré montones de documentos doblados, atados o en hojas individuales.
»De repente la señora Strafford apareció a mis espaldas. "¿Qué hay aquí? ¿Más papeles? Dios mío, mi esposo estaba hasta el cuello de papeles."
»"Es posible que la casa esté repleta de documentos. ¿Qué puedo hacer…?"
»"¿Qué puede hacer con ellos? Señor Ireland, quédeselos. Usted ha encontrado la casa y puede quedarse con los papeles que contiene."
»Reflexioné unos instantes y, a través de una ventana mugrienta, contemplé el patiecillo empedrado. "No, no sería justo. Planteémoslo de otra manera. Si encuentro algo de valor para mí, pero no para usted, puedo quedármelo."
»"De acuerdo."
»"¿Así de simple?"
»"No resulta difícil dar lo que jamás he poseído. Señor Ireland, aquí tiene las llaves del ama. Venderé la casa en cuanto termine su trabajo."
»A la mañana siguiente regresé a Knightrider Street y di a mi padre la excusa de que tenía que examinar la biblioteca de un caballero de Bow Lane. Ya le he explicado mi deseo de que esta historia se convirtiese en una aventura. Comencé por la planta superior y registré con minuciosidad cada estancia. En su mayor parte, la casa carecía de muebles, salvo el cuartucho que la anciana ama de llaves había ocupado, pero sí había varios cofres y cajas en los que hallé más documentos. En ese momento tuve claro que el señor Strafford había sido un empedernido y apasionado coleccionista de manuscritos. Encontré registros de defunciones, papeles teatrales escritos en largos rollos, correspondencia diplomática y hasta varios folios de una Biblia iluminada. Señorita Lamb, le ruego que me diga si la aburro. La segunda mañana descubrí la escritura con la firma de William Shakespeare. Me refiero a la escritura que mi padre acaba de mostrarle. Al principio no reparé en la rúbrica y aparté el documento a un lado, junto con otros. Sin duda algo debió llamar mi atención. Quizá no fue más que la proximidad de la uve doble, la ese y la hache. Repasé la página y una hora después la llevé a la librería. Era el regalo perfecto para mi padre. Ayer mismo encontré el sello.
– ¿La mujer está enterada de la existencia del sello? -Mary había escuchado la narración sumida en el silencio, pero ahora sentía mucha curiosidad.
– ¿La señora Strafford? Claro que sí pero, de todas maneras, no lo valora. Shakespeare no le interesa para nada. Carece de nuestro…, carece de nuestro entusiasmo.
– A su marido no le ocurría lo mismo.
– Todavía no sé si coleccionaba esos objetos de forma deliberada o al tuntún. Quedan muchas cajas y cajones por examinar. Me sentí obligado a hablar a mi padre de los papeles de Strafford, pero no he entrado en detalles. Lo conozco y sé que sería indiscreto.
– No se imagina cuánto lo envidio.
– Señorita Lamb, ¿por qué?
Hasta entonces nadie se había dirigido a William en esos términos:
– Porque tiene una finalidad, un propósito.
– Yo no le daría tanta importancia.
– Pues yo, sí.
– En ese caso, podría compartir este…, podría compartir este propósito con usted.
– ¿De qué manera?
– La haré partícipe de mis descubrimientos. Así satisfarán a mi padre y también a usted.
– ¿Está dispuesto a hacerlo?
– Por supuesto. Lo haré voluntariamente y de buena gana. Quede claro que puede contárselo a su hermano.
Habían paseado hasta Catton Street y parecían poco dispuestos a separarse. Por consiguiente, Mary volvió a caminar con él por High Holborn. Tal y como ella se había confesado, sentía un peculiar interés por ese joven, pero era incapaz de explicar los motivos de esta atracción. También percibió el detalle de que William no tenía madre, aunque no habría podido explicar el porqué; quizá fue la intensidad del joven lo que le indicó cierto desasosiego interior. Más tarde comentó a su hermano que William tenía una «mirada solitaria» y Charles rió ante esa muestra de sentimentalismo. De todos modos, para Mary se trató de una descripción exacta.
– La soledad no está lejos de la sensibilidad -comentó su hermano.
– Charles, estoy hablando en serio. -El color encendió las mejillas de Mary-. El señor Ireland necesita protección.
– ¿De qué hay que protegerlo?
– No estoy segura. Al parecer, libra una batalla con el mundo. Se considera la parte perjudicada y no dejará de plantarle cara.