Una semana después de aceptar la invitación, William Ireland fue citado ante el comité Shakespeare. La reunión tuvo lugar el domingo por la mañana en una dependencia situada sobre la cafetería de Warwick Lane; se trataba del despacho de la Caledonian Society, cuyas paredes estaban decoradas con diversos grabados de los regimientos de los Highlands. William se presentó con su padre, quien se quedó a su espera en el rellano. Samuel Ireland pidió de inmediato café, tostadas y aguardiente al local que había debajo y, en el preciso momento en el que William se disponía a prestar testimonio, entreabrió la puerta para oírlo.
Los señores Ritson y Stevens estaban sentados detrás de una estrecha mesa de roble. El señor Ritson era un hombre impaciente, animado y muy dado a adoptar expresiones faciales de asombro o incredulidad; William calculó que no superaba los treinta y cinco años y se fijó en que llevaba la corbata elegantemente anudada. El señor Stevens era mayor y presentaba un aspecto de mayor seriedad; más tarde William comentó que parecía un hombre a punto de ahogar una camada de cachorrillos. Junto a ellos se sentaban dos hombres más, uno de los cuales comenzó a tomar notas en cuanto William entró. La habitación olía a tinta, polvo y, ligeramente, a peras.
– Antes de empezar me gustaría hacer una declaración exacta y precisa.
Tras haber rechazado una silla, William permaneció en pie ante los miembros del comité y miró la cúpula de Saint Paul a través del ventanuco con parteluces.
– Señor Ireland, no somos un tribunal de justicia. -Ritson extendió las manos como si se defendiera-. Nos limitamos a realizar una investigación. No hay recompensas ni castigos.
– Sus palabras me alegran, ya que mi padre cree que lo castigan.
– ¿Por qué?
– Es sospechoso de falsificar vilmente los documentos. ¿Acaso me equivoco?
– No se lo ha acusado de nada.
– No es eso lo que he dicho. No mencioné la palabra acusado, sólo dije sospechoso.
– El mundo está plagado de recelos. -Stevens, que había observado con atención a William, se decantó por romper su silencio-. Señor Ireland, no somos perfectos, sino falibles. Ni siquiera hemos llegado a la conclusión de que los papeles sean inventados. No lo sabemos.
– Tiene usted la oportunidad de disipar hasta la más pequeña de las dudas -añadió Ritson.
– En ese caso, debo prestar declaración.
– Señor Ireland, ¿responderá a una pregunta antes de tomar la palabra? Le aseguro que es muy sencilla.
– Por supuesto.
Ritson apoyó las manos en la mesa y recitó:
– William Henry Ireland, ¿jura que, según su mejor saber y entender, a partir de las circunstancias por usted conocidas en relación con el descubrimiento de los mentados papeles, éstos pueden considerarse expresiones auténticas de la pluma de William Shakespeare?
– Perdone, ¿me autoriza a leer mi declaración?
– Ya lo creo.
William retrocedió un paso y sacó un papel del bolsillo interior de su chaqueta:
– «Se ha sostenido en distintos impresos públicos que el presente comité se ha creado para investigar la participación de mi padre en el descubrimiento y la presentación de los documentos shakespearianos. A fin de liberarlo de las mentiras que lo rodean, juro que Samuel Ireland recibió los papeles de mi persona como textos propios de Shakespeare y que nada sabe acerca del origen ni de la fuente de los que proceden.» -Volvió a guardar el papel en el bolsillo-. ¿Es suficiente?
– Sí, es suficiente en lo que a su padre se refiere -replicó Stevens-, pero no ha respondido a nuestra pregunta. ¿Podemos preguntar qué papel ha desempeñado usted en este asunto?
– Por supuesto.
– En ese caso, ¿puede esclarecernos la naturaleza del origen o fuente?
– Señor, ¿le molestaría ser más concreto?
– Veamos. ¿Se trata de una persona, un lugar, un legado o un regalo? ¿Qué es?
– Sin temor a equivocarme, puedo decir que se trata de una persona.
– ¿De quién?
– En este punto he de manifestar que me encuentro en situación desventajosa.
– ¿Qué quiere decir?
– Me es del todo imposible nombrar o identificar de cualquier otra manera a dicha persona.
– ¿Por qué?
– Porque he prestado juramento ante un determinado individuo.
– ¿Quiere decir ante el individuo que le entregó los papeles?
– Ni más ni menos.
Stevens miró a Ritson, que enarcó las cejas y simuló sorprenderse.
Ireland carraspeó y volvió a mirar por el ventanuco con parteluces.
– ¿No puede poner nombre al susodicho benefactor?
– No puedo decir nada más. ¿Pretende usted que viole una sagrada promesa?
– Me parece que no lo entiendo.
– He jurado que jamás revelaré el nombre de mi mecenas. ¿Pretende que falte a mi palabra?
– ¡Dios no lo permita!
Airado, William miró a Stevens como si hubiese detectado cierta ironía en su respuesta, pero Ritson intervino sin perder un segundo:
– Señor Ireland, ¿ese caballero no está dispuesto a hablar discretamente con los miembros del comité?
– Yo no he dicho en ningún momento que fuera un caballero.
– ¿No es un caballero?
– No se confunda. Simplemente afirmo que, hasta ahora, no he dado a conocer el género de mi mecenas.
– Sea del género que sea, ¿esa persona está dispuesta a presentarse ante este comité que garantiza la más estricta reserva?
– Mi mecenas está en el extranjero, se ha marchado a Alsacia.
– ¿Con qué motivo?
– Este asunto le ha causado tal perturbación mental, que Londres se le ha vuelto insoportable.
– Señor Ireland, todo cuanto nos dice es muy insatisfactorio.
– Señor Stevens, le guste o no, es así.
Alguien llamó a la puerta.
– ¿Puedo pasar? -Samuel Ireland entró y saludó con una reverencia a los miembros del comité-. Soy su padre. No estamos ante un tribunal, por lo que tengo derecho a estar aquí. -Se detuvo junto a su hijo y sonrió-. William Ireland ha borrado hasta la menor sombra de duda en lo que se refiere a mi participación en este asunto. -Samuel había oído hasta la última palabra pronunciada por William-. ¿También ha hablado de su mecenas?
– Su hijo se ha referido a dicho individuo, pero todavía no ha tenido la amabilidad de proporcionarnos un nombre -repuso Stevens.
– Señor, yo no puedo darle un nombre, pero estoy en condiciones de confirmar la existencia de dicho caballero. Lo he visto con mis propios ojos. -William miró a su padre y meneó la cabeza-. Es de estatura media y presenta una cicatriz en la mejilla izquierda que, según me contó, se debe a un concurso de tiro con arco. Tiene ligeras dificultades al hablar, dificultades que atribuyo a su timidez.
– ¿Dónde vive ese interesante caballero?
– Tengo entendido que su alojamiento se encuentra en el Middle Temple, pero no estoy seguro…
– Señor…
– Sin lugar a dudas, mi hijo ya le ha dicho que es de lo más esquivo. En este momento no está en el país. Si mal no recuerdo, mencionó que tenía que viajar a Alsacia.
A renglón seguido, Ritson interrogó a Samuel Ireland sobre la naturaleza y la procedencia de los documentos shakespearianos; por su parte, Ireland refirió que su asombro y contento fueron cada vez mayores ante la multitud de papeles que su hijo trasladó a la librería.
– Caballeros, parecía maná divino. Superó con creces toda satisfacción.
– Señor, ese comentario es muy shakespeariano.
– Provocó hambre en los ojos que alimentó y, cuanto más ofreció, mayor fue el deseo.
– Señor Ireland, quiero que nos diga algo sin ostentaciones. -Durante la conversación, Ritson no había quitado ojo a William, pero en ese momento se volvió hacia Samuel-. En su opinión, ¿los documentos son lo que pretenden ser? ¿Se trata de auténticos textos shakespearianos?
– No es una pregunta para un librero.
– Perdone, ha sido una falta de delicadeza por mi parte.
– Señor, no puedo decir que tenga autoridad sobre estas cuestiones… -Samuel pareció titubear-. Claro que, pensándolo bien, considero que los papeles son verdaderos y auténticos. Me enorgullezco de ser una persona detallista y reparé, en particular, en el hilo que unía el fajo de manuscritos. Es muy antiguo. Reconozco que tal vez se trata de un detalle simbólico, aunque es…
– ¿Es suficiente?
– Es suficiente para llegar a la convicción de que mi hijo no pudo inventar semejantes pruebas. -Miró a William-. Es imposible imaginar o creer que mi hijo haya escrito Vortigern.
En cuanto salieron de Warwick Lane, William se volvió hacia su padre y lo increpó:
– ¿Por qué mentiste en lo referente a mi mecenas?
– ¿Acaso tú no mentiste? Dudo mucho de que nadie haya viajado a Alsacia.
– Da igual el sitio al que haya ido. No responderá ante el comité. -Caminaron unos instantes en silencio-. Padre, no tendrías que haber mentido. Es muy poco habitual en ti.
– William, quería ayudarte. Me exoneraste tal como correspondía y deseaba mostrarte mi apoyo.
– Sólo conducirá a más mentiras. Tendrías que haber permanecido al margen de todo esto.
– Este asunto también me atañe.
– No hasta el extremo de la falsedad. Padre, deberías reflexionar antes de hablar. Has arrojado todavía más dudas sobre esta cuestión. ¿Qué es eso de un hombre con una cicatriz en la cara y tartamudo? Tendré que hacer frente a una persona totalmente ficticia. Para mí, ello no es más que una complicación, un estorbo. -Se tapó la cara con las manos-. ¿No te das cuenta de lo espantoso que es eso? -No se percató de que acababa de suspirar.
– William, lamento haberte alarmado.
– Tengo la sensación de que no sé dónde piso. Si eres capaz de mentir en mi nombre, ¿en qué puedo apoyarme?
– Vamos, vamos. Seguro que no es tan grave.
– Padre, ¿crees que los papeles son auténticos?
– Por supuesto. ¿Por qué lo preguntas?
– En ese caso, ¿para qué mezclar lo auténtico y lo falso? ¿Para qué llevar barro al pozo? ¿No te das cuenta? Si lo haces, todo se convierte en un infierno.
Samuel Ireland se notaba cada vez más encolerizado por lo que consideraba la impertinencia de su hijo; después explicaría a Rosa que William lo había tratado como a un niño.
– William, mi mente es un auténtico torbellino. Este asunto me perturba hasta el extremo de que no tengo reposo de noche ni de día.
– Lo siento muchísimo. No deseo ofenderte. Te respeto.
– No es suficiente. William, con esas críticas me hieres, me resultan insoportables.
William lanzó un grito en plena calle. Fue un aullido, un alarido que alarmó a los que pasaron con prisas a su lado.
Estupefacto, Samuel miró a su hijo y preguntó:
– ¿Qué te pasa?
– ¡Y pensar que lo hice para que estuvieses satisfecho! -Desesperado e impaciente, William hizo señas al conductor de un tílburi-. Padre, ven conmigo…, ahora mismo.
Durante el corto trayecto, el joven Ireland no habló; se limitó a mirar las calles y los pasajes conocidos. En cuanto llegaron a Holborn Passage, William entró como una tromba en la librería y subió la escalera hasta su habitación. Dio un portazo mientras su padre lo esperaba en la tienda. Samuel sudaba ligeramente y acarició un estante de libros antiguos que incluían la palabra «incunables». Por algún motivo inexplicable, repitió de viva voz el estribillo de la opereta titulada El carbonero musical:
– «Casita, casita, ¿quién vive en esta casita?»
Fue entonces cuando oyó el estrépito de las pisadas de su hijo en la escalera de madera. William entró en la librería esgrimiendo una hoja de papel viejo, amarillento y manchado.
– Padre, ¿ves esto? Se trata de un auténtico documento shakespeariano.
– Pero no hay nada escrito en él.
– Ni más ni menos, ahí quería llegar. -William tuvo dificultades para respirar-. Hay algo que hace tiempo que pretendo decirte.
– Claro, el nombre. Dime el nombre de tu benefactora.
– No hay nombre, ni benefactora. -William aferró del brazo a su padre-. Yo soy el nombre.
– Me parece que no… -Samuel estudió la expresión ansiosa y suplicante de su hijo.
– ¿Todavía no te has dado cuenta? Yo soy la benefactora. La dama de la cafetería no existe. La inventé.
– En nombre de Dios, ¿qué estás diciendo? -De repente, a Samuel se le había secado la garganta.
William se arrodilló.
– Te imploro perdón con toda la humildad posible. Actué así movido por el placer inocente y la total embriaguez con mis dotes. Lo hice para que estuvieses contento conmigo…
– ¡Arriba, señor! Levántate.
Samuel forcejeó con su hijo y poco a poco lo obligó a ponerse de pie.
– Padre, te he causado muchos problemas y lo lamento.
– Ya lo sé, pero todo se aclarará si me dices el nombre de tu benefactora.
– No has entendido una sola palabra de lo que te he dicho. Padre, escucha con atención. La benefactora no existe. Soy el único responsable de los papeles shakespearianos.
– ¿Estás diciendo que los encontraste?
– No, estoy diciendo que los escribí, los creé.
– William, déjate de chanzas y acertijos.
– Te aseguro que no es nada de eso. Yo fabriqué todos los documentos que estás convencido que proceden de la pluma de Shakespeare.
– No estoy dispuesto a seguir escuchándote. -Samuel le volvió la espalda y se dedicó a observar el estante de incunables.
William lo cogió de los hombros y lo obligó a darse la vuelta.
– Te mostraré hasta el último truco de mi falsificación, de la tinta al lacre. ¿Te gustaría saber cómo se elabora tinta como la de antes? Mezclé los tres líquidos que los encuadernadores emplean para vetear las tapas de piel de becerro y que, cuando fermentan, adquieren un tono marrón oscuro.
– Sigues protegiendo a tu mecenas. Es un gesto muy noble de tu parte.
– Decoloré los papeles con agua en la que había remojado tabaco. Mira esta hoja. -Samuel Ireland se negó a darse por enterado-. Luego los ahumé. ¿Por qué crees que encendí la chimenea en pleno verano?
– No quiero saber nada más. Me niego a creerte.
– Conseguí el papel por mediación del señor Askew, de Berners Street. Me dio las guardas de viejos volúmenes en folio y en cuarto. El pobre está tan entrado en años que no tuvo la más mínima sospecha de mis intenciones.
– No hay una sola palabra sincera en lo que dices.
– Padre, lo que te digo es la verdad.
– ¿Te atreves a plantarte ante mí y decirme que tú sólito, pese a ser nada más que un muchacho, has producido tal cantidad de papeles? ¡Es ridículo! ¡Es irrisorio!
– Pero es la verdad.
– No, no es verdad, sino fantasía. Este asunto te ha derretido los sesos. Ya no distingues lo verdadero de lo falso. William, te conozco.
– No me conoces en lo más mínimo.
– Sé que no existe manera ni método mediante los cuales hayas podido falsificar el estilo de Shakespeare.
– Lo haré ahora mismo, en este instante. Padre, te demostraré que soy el falsificador. Acompáñame.
– No pienso ir contigo. Estas falsedades y disparates no convencerán a nadie.
– Escribiré para ti versos de Shakespeare que luego el señor Malone dictaminará que son auténticos.
William se volvió al oír un ruido repentino. Alguien acababa de cerrar la puerta de la librería y se alejaba a toda velocidad.
Mary Lamb había decidido entregar personalmente la carta a William Ireland. Convenció a Charles de que manifestase su pesar y sorpresa por la investigación de los papeles shakespearianos así como su confianza en su autenticidad.
Mary le había dicho a Charles que esperaba que eso no fuese demasiado pedir, ironizando acerca de que su tiempo se había vuelto muy precioso.
Charles le había dado largas hasta que, aquel domingo por la mañana, su hermana se presentó en su alcoba con pluma y tinta. Él todavía no se había levantado. Mary anunció que había llegado la hora, que no quería seguir esperando porque deseaba poner fin al tormento de William.
Charles estudió el rostro tenso y pálido de su hermana y temió que estuviera a punto de echarse a llorar. Le preguntó si no estaba exagerando.
Mary replicó que para nada e insistió en que William estaba en peligro y corría riesgos.
El joven Lamb no quiso seguir alterándola, por lo que tomó la pluma y redactó una breve carta de apoyo y aliento. Mary la cogió de la almohada en la que Charles se había apoyado y se dirigió con aire triunfal hacia la puerta. Subió a su cuartito y dirigió el sobre a «William Ireland, caballero». Luego lo acercó a sus labios y besó el nombre. Pocos minutos más tarde abandonó rauda la casa y caminó deprisa hasta Holborn Passage. Había llegado a la puerta de la librería justo en el instante en que William contaba a su padre que se había inventado a la mujer de la cafetería. En principio, no supo a qué se refería William, pero enseguida se tapó la boca con la mano. Se quedó petrificada, miró con un lento gesto a su alrededor y entreabrió un poco más la puerta.
William le había mentido. La había traicionado. Mary se dio cuenta de que pensaba en otras cosas: en el vuelo de los gorriones de rincón en oscuro rincón, en los restos de cristal sobre el adoquinado, en una cortina de hilo arremolinada a causa de la brisa, en el cielo plomizo que amenazaba con descargar lluvia. Con la misma brusquedad se sintió muy animada. Nada podía rozarla ni herirla. «Tras prestar valerosos servicios -se dijo para sus adentros-, he sido licenciada de la vida.»
Se movió a gran velocidad, sin saber qué dirección tomaba ni preocuparse por ello, cuando la abrumó la espantosa sensación de la ausencia de William. Ya nadie volvería a caminar a su lado. Tuvo que sentarse para combatir el pánico creciente que la embargaba y se dejó caer en los escalones que conducían a la iglesia de Saint Giles-in-the-Fields.
El ambiente estaba impregnado del hedor a caballos cuando, por fin, se incorporó y emprendió el retorno a su casa.
Tras salir de la tienda y comprobar que Mary corría por el pasaje, William Ireland desanduvo lo recorrido. Aunque la reconoció en el acto, no la llamó.
Volvió a entrar en la librería. Su padre subía despacio la escalera. William recogió hasta el último objeto de material shakespeariano que encontró. Del pequeño armario situado bajo la escalera, retiró el manuscrito de Vortigern y lo sumó a los restantes papeles y documentos que antaño había preparado y escrito con tanto mimo. Reunió las páginas inéditas de Enrique II, en las que había trabajado en su habitación durante muchos días y semanas, a fin de copiar con fidelidad la caligrafía aprendida a partir de las firmas de Shakespeare. Subió a su habitación sin hacer ruido y recogió las tintas y las hojas que había preparado. También había restos de originales con la marca de agua de la jarra, correspondiente al reinado de Isabel, que había comprado al señor Askew de Berners Street. Añadió los libros, las dedicatorias amorosamente inventadas y los pequeños dibujos con los que las había embellecido. Cogió una cerilla de azufre y el yesquero y prendió fuego a la pira. El material no ardió con facilidad ni rapidez, ya que la tinta y el lacre reaccionaron al contacto con las llamas y provocaron un intenso humo negro que ocultó la librería. William abrió la puerta y la repentina corriente de aire avivó las llamas. A causa del humo no vio el alcance del incendio, pero sí oyó su crepitar. El suelo y los estantes de madera se consumieron en un abrir y cerrar de ojos y enseguida se dio cuenta de que las llamas alcanzaban la escalera.
Mary fue derecha a su cuarto y cerró la puerta con llave. «Vaya, Tizzy dice que baje a tomar el té. ¿Qué toca hoy? ¿Indio o chino? Me encanta el tintineo de la cucharilla en la taza. Me gusta que las yemas de mis dedos acaricien el borde de porcelana…» Alguien llamó a la puerta. Mary apoyó la cara en la madera y sintió su frialdad.
– Tizzy, ya voy.
– Señorita Lamb, no espere a que se enfríe.
– No. Seguirá caliente.
Aguardó a que Tizzy bajase la escalera y quitó el cerrojo a la puerta. La cerró sin hacer ruido y aguzó el oído para detectar sonidos procedentes de abajo.
Mary entró en la cocina poco después, en el preciso momento en el que la señora Lamb acomodaba la servilleta a su esposo.
– Mary, siéntate y empieza. No puedo entender que hayas vivido tanto tiempo en esta casa y que todavía confundas los horarios. ¿Por qué te equivocas? ¿A qué se debe? -Mary había clavado la mirada en su madre y su boca se abría y cerraba como si de pronto se hubiese quedado sin habla-. ¿Te encuentras mal?
El señor Lamb se puso a gemir con un quejido ronco y constante al tiempo que Mary cogió la tetera y la sostuvo delante de su cuerpo, como si se parapetase tras ella.
– ¿No ves lo que es? -preguntó a su padre.
– Mary, es una tetera -respondió la señora Lamb mientras se acercaba a su hija y la cogía de las muñecas-. Déjala ahora mismo sobre la mesa.
Se produjo un forcejeo repentino, la tetera cayó sobre la mesa y el agua y las hojas de té se dispersaron por la madera oscura. Mary empuñó el tenedor que empleaban para tostar los bollos en la chimenea y lo clavó en el cuello de su madre. La señora Lamb cayó al suelo sin emitir sonido alguno. En ese mismo instante Charles entró en la cocina y gritó alegremente:
– Buon giorno!