CAPÍTULO V

Tras despedirse de Mary Lamb en la esquina de High Holborn y verla fundirse con la gente, William Ireland regresó a la librería. Allí encontró solo a su padre. Samuel Ireland deambulaba de un extremo a otro y se oía el roce de sus zapatos de charol en el suelo de tablas de madera.

– El señor Malone te envía saludos. Se fue porque tenía una cita con el oculista.

– Se le notaba satisfecho, ¿no?

– Estaba encantado más allá de todo lo imaginable. -Samuel Ireland caminó hasta el final de la tienda antes de volverse hacia su hijo-. ¿Cuándo verás de nuevo a tu mecenas?

William no había sido tan explícito con su padre como con Mary Lamb; apenas si le había contado que había encontrado la escritura de una casa en la biblioteca de una anciana dama que, a su vez, lo había autorizado a quedarse con ciertos artículos que para ella carecían de interés. En lo que a la mecenas se refería, sólo se trataba de «simples papeles». También le había comentado que prestó juramento solemne de que jamás revelaría su nombre. William sabía de la grandilocuencia y propensión de su padre a la elaboración de tramas extravagantes. Por ejemplo, fue a raíz de un impulso repentino que su padre había llamado a Edmond Malone.

– Le dije que la visitaría dentro de unos días.

– ¿Unos días? ¿Sabes lo que tenemos aquí?

– Un sello.

– Es una mina, una mina de oro. ¿Sabes el precio que estos objetos alcanzarían en subasta?

– Padre, ni se me ha ocurrido planteármelo.

– Supongo que tu mecenas no lo sabe porque, de estar al tanto, no los pondría sin más a tu disposición. ¿Sería mejor que dijera «tu benefactora»? -William se negó a considerar si el tono de su padre era irónico-. Está por encima de esas cuestiones, ¿no?

– Solamente se trata de un regalo. Ya te expliqué que encontré una escritura en la casa de su difunto marido…

– ¿Estos papeles carecen de valor económico para ti? -Samuel Ireland volvió a deambular por la librería. William tuvo claro que su padre se hallaba preso de una energía o vigor extraño que no intentó disimular-. William, quiero preguntarte una cosa. ¿Posees acaso la capacidad de progresar y de triunfar en esta vida?

Más que una pregunta era un desafío.

– Eso espero. Supongo que sí.

– De ser así, aprovecha la oportunidad que se te presenta. Estoy seguro de que habrá más papeles shakespearianos. Encontrar en el mismo lugar una escritura y un sello va más allá de la mera coincidencia. William, debes buscarlos. -Dio la espalda a su hijo a fin de acomodar los libros de una estantería-. Tu mecenas no tiene por qué enterarse. Los venderemos en privado.

William reparó en que un pelo cano colgaba de la espalda de la chaqueta de su padre y refrenó el deseo de quitarlo.

– Padre, no es posible venderlos.

– ¿No es posible?

– No me beneficiaré de la generosidad de esa mujer.

Su padre hizo un esfuerzo notorio por erguirse.

– ¿No estás dispuesto a tomar en consideración mis opiniones… ni mis sentimientos sobre este asunto?

– Claro que sí, siempre estoy dispuesto a hacer caso de tus consejos, padre, pero lo que acabo de decir se trata de uno de mis principios.

– Eres demasiado joven para hablar de principios. -Samuel Ireland seguía de espaldas-. ¿Crees que tus principios te permitirán acceder a una vida mejor?

– No me conducirán a otra peor.

– ¿Estás dispuesto a trabajar en una tienda hasta el fin de tus días? -Aunque se volvió, el señor Ireland no miró a su hijo. Se acercó al mostrador y lo recorrió con la palma de la mano-. ¿No tienes más ambición que la de ser un tendero? -William guardó silencio, con lo cual obligó a su padre a retomar la palabra-. Si cuando salí al mundo hubiera contado con una benefactora, con una mecenas como la tuya, lo habría aprovechado.

– ¿En qué te habrías aprovechado?

– Lo habría aprovechado para escalar.

– Padre, ¿cómo pretendes que consiga algo así?

– Guardando dinero en el banco. -Sólo en ese momento el señor Ireland miró a su hijo-. ¿Tienes idea de lo que es la pobreza? Llegué al mundo con los bolsillos vacíos. Tuve que pelear para ganarme el pan. Asistí a la escuela gratuita de Monmouth Street. Bueno, ya te lo he contado. -A decir verdad, no era la primera vez que William oía la historia de su padre-. Mendigué y pedí prestado un puñado de chelines para montar un tenderete en la calle. Prosperé muy despacio, pero prosperé. Lo sabes perfectamente.

– Lo sé.

– ¿También sabes emularlo? ¿Sabes por dónde empezar?

Samuel Ireland subió poco a poco la escalera y, como si se hubiese quedado sin resuello, hizo un alto en un peldaño.

William esperó a que su padre se internase en la habitación de la planta alta; entonces, se acercó al sello rojo de Shakespeare, lo cogió y rompió a llorar.


***

Tres días después, William entró en la librería silbando Dulce Julie y subió a la carrera hasta el comedor. Rosa Ponting y su padre estaban sentados junto al fuego de carbón y elaboraban la lista de conocidos a los que, de manera rentable y útil, podían enviar como presente navideño la botella de una bebida preparada con leche y cerveza.

– Cummings es demasiado viejo -argüía Rosa-. Se le derramará.

– Padre, te traigo un regalo. -Del bolsillo interior de su chaqueta, William extrajo una hoja de desteñido papel vitela-. Se trata de un regalo para todas las épocas. -Samuel Ireland abandonó presuroso la silla y agarró el papel con impaciencia-. Se trata de su testamento.

– ¿Me estás hablando de un testamento, no de una última voluntad?

– Sin el menor atisbo de dudas. ¿No recuerdas que me dijiste una vez que murió papista?

Samuel Ireland se acercó a la mesa y desenrolló el documento.

– Se trataba de una sospecha, nada más.


***

Habían debatido la cuestión durante su reciente visita a Stratford. Tras dejar la casa natal, donde habían tomado el té con el señor Hart, caminaron por Henley Street en dirección al río. Evaluaron el testamento de John Shakespeare, escondido tras una viga del tejado, y se preguntaron si el hijo habría seguido las convicciones religiosas de su padre. Samuel Ireland llevaba un bastón coronado con una piedra preciosa, con el cual golpeaba el suelo a fin de resaltar sus palabras.

– Existió una obra de teatro sobre el papista Tomás Moro y se atribuyó a Shakespeare, pero se trata de una cuestión bastarda.

– ¿Una cuestión bastarda? Padre, ¿qué es eso?

Se miraron unos segundos y Samuel golpeó un adoquín con el bastón.

– No es nada, una simple expresión. Quiere decir que no forma parte del canon.

William miró hacia delante y ni siquiera reparó en la pequeña piara de cochinillas que atravesaban Henley Street.

– De todas maneras, se trata de una expresión interesante: una cuestión bastarda.

– William, algunas frases se emplean demasiado a la ligera. La erudición no es exacta. ¿Has visto esas pequeñas criaturas?

– ¿De modo que los eruditos pueden equivocarse?

– Dan demasiada importancia a las fuentes, a los orígenes. En vez de estudiar la maravillosa sublimidad de los versos del bardo, los eruditos van a la caza de los originales que Shakespeare pudo copiar. Se trata de un falso saber.

– Hay quienes dicen que, en realidad, Shakespeare lo copió todo.

– Ésa es, ni más ni menos, la conjetura a la que me refiero. Me parece absurda y disparatada. Él fue un ser magnífico y original.

– ¿Estás diciendo que carecía de orígenes?

– William, ¿por qué no lo dejamos en que los orígenes carecen de importancia?

– Me alegra oírtelo decir. -El joven se percató de que, durante unos segundos, su padre lo observaba con una mirada penetrante-. Shakespeare es único.


***

Samuel Ireland seguía estudiando el pergamino extendido en la mesa del comedor.

– Padre, el testamento demuestra que no era papista. ¿Has entendido lo que dice el texto?

– Aquí pone algo según lo cual encomienda su alma a Jesucristo.

– No aparecen María ni los santos. No hay supersticiones ni intolerancia.

Samuel Ireland se frotó los ojos con un gesto que tuvo mucho de nervioso.

– William, ¿no existe la menor confusión?

– Padre, mira la firma. Es idéntica a la de la escritura.

Rosa Ponting seguía analizando la lista de las personas a las que enviaría la bebida como regalo navideño.

– Sammy, es una pérdida de tiempo. Si tu hijo no tiene intención de vender, ¿para qué sirven esas cosas?


***

Una fría noche de la semana siguiente, Samuel y William Ireland estaban invitados a la biblioteca de la Church House contigua a Saint Mildred, en Fetter Lane. Al llegar fueron recibidos por los doctores Parr y Warburton, que iban vestidos de la misma forma, de negro clerical, medias y puñetas blancas y pelucas grises empolvadas.

– Encantado -saludó el doctor Parr.

– Es un placer inconmensurable -añadió el doctor Warburton.

Ambos hicieron una elegante reverencia.

– El señor Malone ha escrito al arzobispo.

– El arzobispo no cabe en sí de alegría.

William quedó tan desconcertado ante los ancianos clérigos que se sintió obligado a mirar hacia otro lado. Se concentró en un grabado de Abraham e Isaac, rodeado de un grueso marco negro.

– Es una gran alegría saber que nuestro primer poeta ha quedado al margen de toda sospecha de papismo.

El joven también reparó en que los eclesiásticos olían a naranjas podridas.

– ¿Compartirán un amontillado con nosotros? -inquirió el doctor Parr.

– El más seco de los secos.

El doctor Warburton tocó la campanilla y un niño negro, que también vestía de negro, con puñetas blancas y peluca gris, se presentó con una bandeja de plata con cuatro vasos y un decantador. El doctor Parr sirvió amontillado y propuso un brindis por el «genial bardo».

Samuel Ireland extrajo del portafolios el documento que, hacía una semana, William le había entregado con actitud triunfal.

– Señor, ¿entiende la caligrafía isabelina?

– La conozco de toda la vida.

– En ese caso, la lectura del testamento no le causará dificultades.

El doctor Parr cogió el papel vitela y lo pasó a su colega. De un modo ritual con el que era evidente que disfrutaba, el doctor Warburton se calzó las gafas y leyó en voz alta:

– «Oh, Señor, perdona nuestros pecados y cuídanos como la dulce ave que, al amparo de sus alas extendidas, recibe a sus polluelos, se cierne sobre ellos y los mantiene…», ¿qué significa esto?

Entregó el documento al doctor Parr.

– «Sanos», Warburton.

– «…y los mantiene sanos y salvos. Manteneos sano y salvo, soberano Jacobo divinamente nombrado». Parr, es extraordinario. Estaba de acuerdo con nuestra iglesia anglicana. La imagen del ave es impresionante.

William se acercó a una ventana y miró hacia Fetter Lane. En la pared, bajo un olmo, se podía leer en una placa: «Aquí se contuvo el gran incendio de Londres». Entre la ventana y los estantes de la biblioteca colgaba un tapiz que representaba a «Jesús entre los doctores del templo». Algunos hilos sobresalían de los lados del tapiz e, impulsivamente, el joven los arrancó y se los guardó en el bolsillo. Se dio la vuelta y reparó en que el criado negro lo había visto; el muchacho meneó la cabeza y sonrió. Como los demás estaban muy concentrados en el examen del testamento de Shakespeare, William se acercó hasta él y comentó:

– Es un recuerdo, un recuerdo de este lugar.

El muchacho tenía los ojos grandes y la mirada temblorosa. Daba la impresión de que observaba a William como si estuviese bajo el agua.

– Señor, no es asunto mío.

William quedó sorprendido por la pureza de su dicción. El chico podría haber sido inglés. El único contacto de William con un negro había sido con el barrendero del cruce de London Stone, que prácticamente era incapaz de articular palabra.

– ¿Cuánto hace que trabajas aquí?

– Señor, desde que era muy pequeño. Me trajeron desde el otro lado del océano y aquí me redimieron.

El joven Ireland no estuvo muy seguro de a qué se refería al decir «redimir», pero notó cierta connotación de deuda o adquisición. Por otro lado, podía significar, lisa y llanamente, que lo habían bautizado.


***

Alice, la madre de Joseph, había embarcado junto a su pequeño en una nave que zarpaba de Barbados con un cargamento de caña de azúcar; Alice acababa de convertirse en la querida del capitán y le había suplicado que su hijo realizase con ellos la travesía hasta Inglaterra. Entonces Joseph contaba seis años. Cuando llegaron al puerto de Londres, el capitán llevó a madre e hijo a la Misión Evangélica para hombres de mar, situada en Wapping High Street, y les pidió que lo esperasen allí. Pasaron la noche entera sentados en los escalones. Por la mañana, Alice rogó a Joseph que esperase al capitán mientras ella iba a buscar alimentos. Jamás regresó. Mejor dicho, todavía no había vuelto siete horas después, cuando Hannah Carlyle encontró al chiquillo negro acurrucado junto a la puerta de la misión. «Por Dios, ¿qué es esto?», preguntó la mujer sin dirigirse a nadie en concreto. El crío sólo conocía la jerga autóctona de su país y la señora Carlyle no entendió su respuesta. «Bendita sea tu lengua pagana», añadió la mujer. «Tienes la piel negra y el alma blanca. La Providencia te ha enviado con algún propósito.»

La piel del niño despertó pocos comentarios entre los críos blancos e ilegítimos del barrio, hijos de marineros que vivían como salvajes en los callejones próximos al río y en los almacenes de los muelles. Se trataba de un mundo extraño donde Joseph tuvo la sensación de que el mar entraba en Londres. El viento era como la brisa marítima y los pájaros como las aves marinas. Las maromas, los palos, los barriles y las tablazones le hicieron creer que se encontraba como en un barco varado en tierra.

Al final, Hannah Carlyle se llevó de Wapping a Joseph y lo entregó a su prima, el ama de llaves de la Church House de Fetter Lane. Así fue como el chiquillo se crió en compañía de Parr y Warburton; los doctores le enseñaron inglés y de ellos adquirió aquella dicción ligeramente anticuada que tanto había sorprendido a William Ireland. Los eclesiásticos también se turnaron para meterse en su cama. El doctor Parr le chupaba el miembro y se masturbaba, mientras que el doctor Warburton se limitaba a acariciarlo antes de dejar escapar un suspiro y regresar a su habitación.


***

– Señor, quizá le interese saber que me llamo Shakespeare, Joseph Shakespeare.

William no pudo disimular su sonrisa.

– ¿Cómo es eso posible?

– Señor, era el apellido que se daba a los esclavos infortunados. Se trataba de una broma.

El doctor Parr leía en voz alta otro fragmento del testamento:

– «Nuestros pobres y débiles pensamientos se elevan hasta alcanzar la cumbre y luego, como los copos de nieve en los árboles sin hojas, caen y se deslizan hasta que dejan de existir.» -Se secó los labios con un pañuelo blanco que guardaba bajo la puñeta-. Debería leerse desde todos los pulpitos de Inglaterra.

William se acercó a los mayores y, con el pretexto de preguntar la hora, susurró al oído, de su padre:

– Esto no se considerará un asunto bastardo.

– En los oficios religiosos leemos excelentes fragmentos -aseguró Warburton-. Nuestras letanías están cargadas de belleza, pero este hombre se ha distanciado de todos nosotros. La composición en su totalidad transmite sentimientos auténticos.

– ¿Es el estilo de Shakespeare? -inquirió William.

– No me cabe la menor duda. El mundo debe conocer este texto.

– Me propongo escribir un artículo sobre el tema para la Gentleman's Magazine -aseguró Samuel.

Su hijo lo miró anonadado.

Bebieron más amontillado y volvieron a brindar por «el bardo» antes de que los doctores Parr y Warburton acompañasen a sus visitantes hasta la puerta de la Church House.

– Ha sido un gran privilegio tocar el papel en el que Shakespeare escribió -reconoció Parr.

– Señor Ireland, ha sido un honor. -Warburton miró Fetter Lane abajo, como si esperase la llegada de un ejército invasor-. Ha supuesto una gran alegría.

Mientras cruzaban Fetter Lane, William agarró del brazo a su padre y le soltó:

– No sabía que te proponías escribir un artículo.

– ¿Qué tiene de malo?

– Padre, tendrías que haberme informado.

– ¿Desde cuándo un padre tiene que pedir permiso a su hijo? ¿Es eso lo que estás diciendo?

– Tendrías que haberme consultado.

– ¿Consultarte? ¿Qué es lo que hay que consultar? Como ha dicho el simpático Warburton, debemos dar la buena nueva al mundo.

A decir verdad, William pretendía escribir un artículo sobre el tema. Desde el día en el que había mostrado la primera rúbrica a su padre, el joven albergaba la ambición de redactar ensayos biográficos sobre Shakespeare, el tema que se convertiría en su clave para publicar.

– Padre, quizá también hay otros que quieren escribir acerca de ello.

– Nadie más conoce el tema tan a fondo como nosotros. Vaya, supongo que no te refieres a ti mismo, ¿eh?

William se ruborizó.

– Tengo tantos motivos como tú.

– Eres un muchacho, William, todavía careces de aptitudes para la composición.

– ¿Cómo lo sabes?

Sensus communis. Por sentido común. Te conozco.

De repente, William se encolerizó muchísimo:

– ¡No le habrías dicho lo mismo al joven Milton ni a Pope! Chatterton tenía mi edad cuando murió.

– Milton y Pope poseían auténtico genio. Seguramente no creerás que…

– Está claro que no lo he heredado, es harto evidente.

Durante el resto de la velada no se dirigieron la palabra.


***

La semana anterior, Samuel Ireland había escrito a Philip Dawson, el director de la Gentleman's Magazine.

Dawson era un hombre de negocios astuto, discreto y sensato, pero cuando leyó la carta de Ireland echó la cabeza hacia atrás, lanzó un silbido y declaró:

– Esto es todo un descubrimiento. Doy mi palabra de que lo es.

Se dirigió al armario y sacó una botella de soda. Bebía únicamente soda porque, como siempre afirmaba, así su mente se mantenía clara y transparente. Los conocidos lo apodaban «Soda» y con ese mote firmaba las cartas más personales. No obstante, se había limitado a firmar como «Dawson» su respuesta a Samuel Ireland, en la que le solicitaba que lo visitase.


***

Mientras se dirigía a las oficinas de la Gentleman 's Magazine, en Saint John's Gate de Clerkenwell, Samuel Ireland experimentó durante unos instantes el malestar de su hijo. En cuanto William le mostró los primeros papeles, Samuel imaginó en el acto los beneficios que obtendría. Conocía a varios eruditos y coleccionistas dispuestos a pagar más que una módica suma por cualquier rúbrica o escritura. No tenía demasiada importancia que William se negase a venderlos; Samuel estaba seguro de que, con el paso de las semanas y los meses, lo convencería. Un hijo suyo jamás desecharía la posibilidad de alzarse con beneficios económicos. A medida que se encaminaba hacia Saint John's Gate, lo que más lo preocupaba era la seriedad de su tarea. Estaba a punto de revelar al público inglés una serie de artículos shakespearianos desconocidos y hasta entonces ocultos. A renglón seguido, Samuel Ireland se convertiría en tema polémico. Ya se había preguntado cómo lo definirían: ¿librero, comerciante o dueño de una tienda? ¿Cual era la mejor manera de comportarse en presencia de eruditos y hombres de letras?


***

Philip Dawson estaba sentado ante el escritorio, en el extremo de una habitación larga y de techos bajos; se encontraba encima de la casa del guarda y el tejado se apoyaba en grandes vigas de madera del siglo xv. En cuanto vio a Samuel Ireland, Dawson se puso de pie y acortó distancias; enseguida reparó en el corte elegante de la chaqueta del visitante, en su tez rubicunda, la boca de labios carnosos y los ojos de mirada penetrante e inquisitiva.

– Señor Ireland, ha producido una maravilla -comentó Dawson tras la presentación formal y sin dejar de mirarlo de manera franca.

– Señor Dawson, desde luego que se trata de una maravilla. ¿Puedo beber un vaso de agua antes de que hablemos? -Ireland tenía la boca seca.

– ¿Le va bien un vaso de soda?

– Perfecto. -Bebió a grandes sorbos y no pudo reprimir un eructo cuando dejó el vaso sobre el escritorio-. Le pido mil disculpas.

– Les ocurre a muchos invitados. La soda remueve las entrañas.

– Y tanto. Supongo que ha leído mi carta.

– Señor Ireland, ahora lo único que necesito es la prueba, el documento propiamente dicho.

– Gracias a una feliz coincidencia… -Samuel se agachó sobre el portafolios y extrajo el testamento de William Shakespeare que, por razones de seguridad, había envuelto con un pañuelo de hilo y guardado en un sobre.

Dawson lo cogió y lo examinó con sumo cuidado.

– Es extraordinario.

– Es realmente extraordinario.

– Resulta obvio que los sentimientos son ortodoxos.

– Lo cual representa un gran consuelo. Señor Dawson, si nuestro bardo hubiese sido puritano o papista…

– Habría arrojado una extraña luz sobre sus dramas.

– Habría resultado inquietante.

– La cuestión está en saber si lo considerarán auténtico.

Samuel Ireland se llevó una soberana sorpresa. Había dado por supuesto la autenticidad de los documentos. ¿Existía algún motivo por el cual la benefactora de William los hubiese podido falsificar?

– Señor, le garantizo que su procedencia es incuestionable. De eso puede estar seguro.

– Me alegro pero, de todas maneras, necesitamos un paleógrafo.

– Lo siento, pero no entiendo lo que quiere decir.

Samuel Ireland jamás había oído esa palabra.

– Un paleógrafo, un intérprete de antiguas caligrafías.

– El señor Edmond Malone ya ha verificado la firma.

– Malone es erudito, pero no paleógrafo. ¿Me permite un momento? -Dawson se sentó ante el escritorio y escribió con rapidez una tarjeta-. ¡Jane! -En la puerta apareció una joven que sostenía una bandeja de madera con tipos de metal-. ¿Puedes llevar esta tarjeta al señor Baker? Ya sabes dónde vive.

Jane despertó el interés de Samuel Ireland. Llevaba el pelo oscuro pegado al rostro ovalado, según el estilo conocido como «marroquí», y le recordó aquel cuadro de lady Keppel, que colgaba en Somerset House.

– El señor Baker es toda una autoridad en caligrafías del siglo xvi -apostilló Dawson-. En la tarjeta le pido que venga a vernos. ¿Le apetece más soda?

Ireland aceptó y la bebió de un trago.


***

– Señor Baker, es usted rápido.

Jonathan Baker era un hombre bajo, fornido y su expresión denotaba un completo hastío. Tenía las comisuras de los labios caídas y los párpados pesados. A Samuel Ireland le recordó a Pantalone, el personaje de la ópera bufa. Baker se presentó en la oficina ataviado con un sombrero con visera de una época imposible de precisar.

– Señor Dawson, le garantizo que cuando usted me llama, salgo volando. -Su voz era aflautada, casi juguetona-. ¿Me permite ver el documento? -Ni siquiera había mirado a Samuel Ireland, como si hasta el mero saludo pudiese perjudicar su análisis. Cogió el testamento y lo analizó a la luz que se colaba por la ventana-. El papel es de buena calidad, la marca de agua corresponde a la época y la tinta es excelente. Fíjese cómo se ha difuminado en la trama. -Había olvidado que todavía llevaba la cabeza cubierta, por lo que se disculpó y se quitó el sombrero-. Es una buena caligrafía del siglo dieciséis. En el pasado he estudiado la rúbrica de Shakespeare…

– Señor, ¿dónde la ha estudiado?

– Señor Dawson, su testamento se encuentra en la Rolls Chapel, bajo cristal, eso sí, pero la he estudiado a fondo. -Sacó del bolsillo una tira de papel-. La he trazado con un micromemnonígrafo de mi propia invención. -En la tira de papel figuraban diversas líneas y números-. Como ve, tengo mi personal método caligráfico, basado en principios exactos.

Su tono de voz era tan animado y elegante que, en principio, Samuel Ireland no comprendió muy bien lo que decía, aunque comenzó a sentirse incómodo a medida que Baker estudiaba la firma del testamento. ¿Y si ese hombre sospechaba que se trataba de una falsificación?

Baker examinó el testamento, prácticamente rozó el papel vitela con la nariz y, de vez en cuando, dejó escapar alguna que otra exclamación.

– Hay varias anormalidades -decretó por último-. De todos modos, se producen en determinadas circunstancias. En conjunto, me inclino por creer que el documento es auténtico. Felicitaciones, señor. -Miró a Ireland por primera vez-. Supongo que es usted quien lo ha traído aquí.

– Ese honor me pertenece.

– En ese caso, ha realizado un gran servicio.


***

Cuando le refirió la escena a su hijo, Samuel Ireland imitó los actos de Dawson y Baker: la forma en la que Baker se había inclinado, en la que Dawson había esgrimido una botella de soda en el aire y en la que Jane había gritado «¡hurra!» desde la puerta. Al principio, William se mostró horrorizado cuando su padre mencionó la llegada del paleógrafo. ¿Qué derecho tenía el mentado Dawson a recabar la participación de un desconocido? También había reído a mandíbula batiente cuando su padre le comunicó la verificación del documento.

– Padre, ¿acaso esperabas otra cosa? -preguntó William-. ¿Quién se atrevería a dudar de ti?

William abandonó por un instante la estancia. Lo embargaba un regocijo tan intenso que no quería que nadie lo viese.

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