Por fin llegó la noche del estreno de Vortigern. El teatro Drury Lane estaba lleno hasta los topes, del patio a los palcos. Desde un hueco entre bastidores y el telón, William escrutó los rostros de los conocidos. Cerca del escenario se encontraban Charles y Mary Lamb con su padre. Samuel Ireland, Rosa Ponting y Edmond Malone ocupaban el palco Hamlet. Tom Coates y Benjamin Milton estaban en el patio y detrás se distinguía a Selwyn Onions y Siegfried Drinkwater. Thomas de Quincey acababa de franquear una entrada lateral y buscaba un sitio libre. Dos parlamentarios acompañados por sus esposas se habían instalado en el palco Macbeth y habían reservado el Otelo para la innumerable parentela de Kemble. En el palco Lear se sentaban el conde de Kilmartin y su querida. Por lo visto, todo Londres había hecho acto de presencia. William fue incapaz de mezclarse con ellos y, presa de un terror absoluto, optó por quedarse entre bastidores. Habría sido tan incapaz de asistir a la representación en tanto público como de interpretarla en persona. La sentía demasiado próxima.
La zona que se extendía tras el telón era un hormiguero. El director de escena centraba un canto rodado de grandes dimensiones, a la vez que el primer utilero acomodaba las ramas de un árbol artificial. El escenario representaba la arboleda de un bosque de la antigua Britania y varios ayudantes se afanaban en colocar arbustos y piedras cubiertas de musgo sobre las tablas de madera. Con ayuda de una polea izaban la luna, lo que llevó al director de escena a entonar una de sus melodías favoritas: ¿Por qué no hay monos en la Luna? William tuvo un recuerdo repentino y rememoró la imagen de su padre cantándola mientras se desplazaban en un bote de remos cerca de Hammersmith; la tarde era bochornosa y William evocó el sudor de su padre mientras remaba.
– Señor Ireland, será una noche inolvidable. -Sheridan estaba justo a espaldas de William, a la sombra de un roble nudoso-. Tengo grandes expectativas.
– ¿Cree que el público nos será favorable?
– Por descontado. ¿Existe inglés incapaz de emocionarse ante una nueva obra de Shakespeare? Señor Ireland, aplaudirán, lanzarán vítores y hasta es posible que reclamen la presencia del autor.
– Pero el autor no saldrá.
– Señor, sólo era una broma. De todos modos, podría saludar en tanto que su descubridor.
– Claro que no, eso es impensable.
– ¿Ni siquiera está dispuesto a explicar las circunstancias del descubrimiento?
– Soy incapaz, señor Sheridan, no puedo. -La propuesta del empresario pareció aterrar al joven-. No tengo palabras para dirigirme a este público. Es demasiado… es demasiado imponente.
– De acuerdo, señor Ireland. Si lo prefiere, quédese en los camerinos. Recaerá en mí la tarea de hablar en su nombre, un joven que, gracias a la buena fortuna, se ha topado con una colección de papeles hasta ahora desconocidos e inéditos de Shakespeare, etcétera, etcétera, etcétera. El material es insuperable. Podría convertirlo en epílogo para una última actuación. ¿Le parece bien así? -preguntó, y adoptó una postura estudiada.
Las palabras, otrora mi oficio, ansían alabar
al más grande de nuestros poetas y a su osado amigo.
Shakespeare y Ireland están ahora unidos
y despiertan los aplausos de un país agradecido.
– ¿Le parece adecuado?
– Señor, a continuación podría añadir:
¿Dónde están los sucesores de su estirpe?
¿Qué traen para satisfacer la fama del poeta?
Débiles y efímeros temas de una era bastarda
alimento apenas suficiente para el bautismo en las tablas.
– Señor Ireland, no cabe duda de que tiene dotes. De todas maneras, no debemos quejarnos de la era bastarda, no sería bueno para los negocios. Creo que en su lugar podríamos condenar a los críticos. ¿Está de acuerdo con algo del estilo?
Y la malicia en los críticos tanto arrecia
que por nimios errores obras enteras desprecian.
William apostilló de su cosecha:
Jueces ecuánimes de la totalidad seréis,
de los que juzgan sólo la mitad porque sólo fallos ven.
– ¡Felicitaciones, señor Ireland, es usted todo un poeta!
– Señor, no albergo semejantes ambiciones.
– Déjese de tonterías. Estoy convencido de que algún día escribirá una obra de teatro.
El director de escena se acercó a Sheridan y declaró que la utilería era «fascinante» y «asombrosa».
– Señor Sheridan, el público se derretirá. La utilería es selvática y de antaño.
– ¿Han dejado espacio para que Kemble se despliegue?
– Dispone de una meseta pedregosa.
– ¿Y la señora Siddons? Me preocupa que se enganche la peluca en las ramas. ¿Recuerda el desastre de Los mellizos de Tottemham?
– No correrá esa suerte. He colocado las ramas a cierta altura.
– ¿Hay anchura suficiente en el escenario para los guerreros, incluidos los escudos y las lanzas?
– Señor, resultarán aterradores. Los hemos pintado con índigo. El trabajo ha corrido a cargo de uno de los acuarelistas.
Había llegado el momento de la salida del escenario de todos los trabajadores: los encargados de vestuario, los tramoyistas, los ayudantes y los responsables de los decorados. William se dirigió a la zona de los camerinos, en la que los guerreros ya se habían congregado; en el teatro los apodaban «los caballeros ambulantes» y no tenían texto propio. Los susurros y parloteos cesaron cuando la orquesta entonó los primeros compases de la obertura especialmente compuesta por el director Crispin Bank, titulada El sueño de Vortigern. Caracterizado como Vortigern, Charles Kemble se dirigió a los bastidores que se hallaban a oscuras. Vestía una falda escocesa, peto de bronce y casco de plata coronado con un penacho rosa y azul. Dirigió una mirada a William, pero imbuido en su papel de Vortigern pareció no verlo. Carraspeo y echó un vistazo a la tramoya. Al otro lado del escenario maquillaban y empolvaban a la señora Siddons. La obertura concluyó. El público guardó silencio. William reculó un poco más entre los taburetes y la utilería arrinconados. No soportaba ese silencio.
El telón se levantó con gran estrépito y sonó un coro de vítores y hurras que cogió a William por sorpresa. El público aplaudió el decorado. Al cabo de unos segundos, Ireland oyó con claridad la voz de Vortigern, que regañó a su hija por prometerse en secreto con el general romano Constancio. Envuelta en ropajes de una época imprecisa, la señora Siddons ocupó su sitio en el centro del escenario. Extendió los brazos, con lo que impidió que la mayor parte del público viese a Kemble, y enumeró las virtudes de su amado:
No existe frente tan arrugada que deje de alisarse ante la suya
ni tan tormentosa que no reaccione ante la dulzura
que, intensa como el sol cuando asoma por el este,
espanta la noche. Empero, ¿por qué imploro así?
William percibió la satisfacción del público; resultó palpable la sensación de contento y hasta de sorpresa ante la calidad de los versos. Se aproximaba el fin del primer acto cuando la señora Siddons se puso a cantar:
En Pentecostés me trajeron
rosas y azucenas para mi alegría colmar;
también violetas me ofrecieron
para con mis cabellos dorados entrelazar.
Ante la mención del tono del pelo, en el patio sonaron risas, pero la actriz continuó con voz clara y resuelta. William observó que, al finalizar el acto, la señora Siddons abandonaba el escenario hecha un mar de lágrimas; se refugió en los brazos de su ayudante, una anciana a la que todos llamaban «Golpetón», que la condujo al camerino.
Cuando se inició el segundo acto, el estado de ánimo del público había cambiado. Vortigern estaba en escena y se disponía a reunir las tropas antes de entrar en lucha con los romanos. Pronunció un largo discurso que al final incluyó un apostrofe a la Parca como modo de animar a los soldados:
Oh, abre de par en par tus horrorosas fauces
y con burdas risas y trucos fantásticos
apoya los temblorosos dedos a los lados de sus cuerpos.
Cuando esta burla solemne toque a su fin…
Una vez pronunciado ese verso, William oyó que del patio brotaba un único chillido de mofa. Una vez expresada, la burla resultó contagiosa. Kemble repitió las palabras. La totalidad del público se mondó de risa. Al cabo de dos o tres minutos, Kemble reanudó su parlamento:
Cuando esta burla solemne toque a su fin
nos encargaremos…
Fue imposible controlar al público. Para asombro de William, se produjo un ataque generalizado e interminable de histeria, que se prolongó durante varios minutos. Oyó golpes secos y dedujo, con acierto, que era el sonido de la fruta que los asistentes arrojaron al escenario.
William permaneció muy tranquilo, casi indiferente. Con profunda concentración se estudió la palma de la mano y se preguntó si en su línea de la vida aparecía una ligera interrupción o desvío.
Los actores se esforzaron por llegar al final del segundo acto, que en varias ocasiones se vio interrumpido por carcajadas y descaradas mofas. La señora Jordan recorrió el escenario a la manera clásica: con una zancada seguida de un paso corto. De modo incomprensible, movió las manos ante el rostro, como si contemplase un objeto lejano a través de un velo, lo que llevó a un asistente a gritar: «¡Está en esa esquina!». Por otro lado, había insistido en llevar muselina blanca, como corresponde a una matrona romana, pero en mitad del escenario una punta de la tela se enganchó en un arbusto. Con el pretexto de apartar una hojas, el señor Harcourt se arrodilló a fin de liberar los ropajes de su compañera de reparto. Harcourt también era célebre como actor cómico y no pudo abstenerse de adoptar una de sus más famosas «caras cómicas». En esa representación exhibió lo que denominaba su «rostro de orgía romana», mezcla de lascivia, cinismo y hastío, que consistía en inclinar la boca hacia abajo y enarcar las cejas hacia arriba. Siempre que adoptaba esa expresión el público se lo agradecía.
La batalla entre romanos y britanos tuvo lugar en el tercer acto y no fue lo que se dice éxito. El índigo que cubría las pieles de los antiguos británicos empezó a correrse y, en el desesperado combate cuerpo a cuerpo, salpicó con generosidad las caras y las armaduras de madera de los soldados de la infantería romana. Terminada la función, uno de los caballeros ambulantes comentó que «parecíamos papagayos». Para rematar, en pleno fragor de la batalla, el señor Harcourt cayó herido de muerte en el instante preciso en que se disponían a bajar el telón; tuvo la desgracia de quedar justo en el medio del escenario, por lo que el telón dividió su cuerpo. La cabeza y el torso del señor Harcourt quedaron del lado de los actores, mientras que la mitad inferior de su cuerpo permaneció a la vista del público. Intentó cambiar de posición porque, como explicó después del estreno a la señora Siddons, «no podía agonizar en escena toda la noche». Las risotadas se oyeron incluso en Bow Street y Covent Garden.
William permaneció impasible incluso cuando Sheridan lo abordó:
– Supuse que Shakespeare había escrito una tragedia pero, por lo que parece, ha creado una comedia.
– Señor, me he quedado sin palabras.
– ¿Usted? Es imposible.
– Sinceramente, no sé qué decir.
– Nada, señor Ireland, no diga nada. No se trata de un humor muy sutil, aunque ha surtido el efecto deseado. Lo felicito.
– Señor Sheridan, no tiene motivos para alabarme.
– Tengo todos los motivos del mundo. Al fin y al cabo, nos ha porporcionado…, ¿cómo expresarlo? ¡Nos ha proporcionado una novedad fantasiosa!
– No es de mi factura. Shakespeare…
– Es el apellido ideal en el cartel. Lo conservaremos.
– ¿Mantendrá la obra en cartel?
– Siempre y cuando el público inglés siga teniendo sentido del humor.
Los dos últimos actos transcurrieron con más tranquilidad; sonó alguna que otra risa, pero también aplausos al final de varios monólogos. En la última escena, Vortigern y Edmunda se reúnen entre los muertos de ambos bandos. Exhaustos tras los acontecimientos de la velada, Kemble y la señora Siddons permanecieron juntos y se cogieron las manos en una actitud de perdón mutuo antes de caer sobre el escenario y expirar. La señora Siddons recitó:
Mientras te beso, pienso que el dulce amor
reposa en tu frente y agita tus cabellos plateados.
Kemble respondió:
Sonríes como si un ángel besase tus labios
y te hablara al oído de goces venideros.
Cuando el telón cayó por última vez, sonaron aplausos y los vítores se mezclaron con unos pocos abucheos y silbidos. Los actores se congregaron en el escenario mientras se levantaba el telón y saludaron. Cuando entregaron un gran ramo de azucenas a la señora Siddons, numerosos espectadores llamaron a gritos al autor, lo que desató risas en el patio. Tras la conmovedora interpretación del himno nacional por parte de los actores y del público, el telón volvió a bajar y la señora Siddons corrió hacia el camerino sin mirar a William Ireland. Por su parte, Kemble se acercó y le rodeó los hombros con el brazo.
– Señor, hemos sobrevivido. ¡Encontramos aguas procelosas y quedamos atrapados bajo cubierta, pero navegamos al retumbo de los cañones! ¡Dios bendiga el teatro londinense!
William se mostró singularmente indiferente ante aquel transcurso de la velada. El temor y el asombro experimentados al reparar en las primeras manifestaciones de ridículo lo habían abandonado y se sentía muy cansado.
Samuel Ireland y Rosa Ponting aguardaban a William en el pasillo que conectaba la parte trasera del escenario con los camerinos.
– Ahora sé lo que significa de verdad estar orgulloso -declaró su padre-. Has superado con creces todas mis expectativas.
– Ha sido una verdadera delicia. -Rosa Ponting lo miró con expresión de curiosidad y comprensión-. No hagas caso a los cuatro que rieron.
– No ha sido nada -corroboró Samuel Ireland-, una nimiedad, una claque puesta adrede.
– Los Lamb se acercaron a felicitar a tu padre.
– ¿Los Lamb?
William ya no se acordaba de que los había visto entre el auditorio; tenía la sensación de que había transcurrido una eternidad.
– Charles y Mary estaban junto a la orquesta, en compañía de un peculiar caballero entrado en años. Miraron a su alrededor y nos vieron. Nos asignaron un palco muy bonito. Todos se fijaron en tu padre.
– ¿Dónde está Sheridan? -quiso saber Samuel Ireland-. Me gustaría estrecharle la mano. Es un gran creador. Habría que organizar una celebración y brindar.
– Disculpa, padre. Quédate a saludar al señor Sheridan. Yo volveré andando a casa.
Samuel Ireland no necesitó más alicientes para permanecer en los pasillos del teatro. Ataviada con un vestido de raso y encaje primorosamente confeccionado por su modista y confidente de Harley Street, Rosa se mostraba impaciente por conocer a las señoras Siddons y Jordan. William se alejó en solitario del Drury Lane. Al llegar a la esquina de Catherine Street con Tavistock Street reparó en un hombre de levita y sombrero raídos que repartía octavillas entre los que salían del teatro; su actitud era inquieta y ansiosa, y se movía entre los corrillos de personas para depositar en sus manos las hojas. Se acercó a William, que cogió la octavilla y leyó el titular en negrita que decía «Flagrante falsificación».
El joven Ireland se detuvo y le preguntó:
– Discúlpeme, señor, ¿quién es usted?
– Un admirador de Shakespeare, señor.
– ¿La obra no le gusta?
– Claro que no. Se trata de un fraude, una pura engañifa.
– ¿Cómo lo sabe?
– Porque me lo explicó un amigo que tengo en el teatro. -William sospechó que el hombre era un actor sin trabajo-. Jamás me pareció auténtica.
– No estoy de acuerdo. Acabo de verla y le garantizo que es real.
– Ay, señor, puede ser real e irreal a la vez. ¿Comprende lo que quiero decir?
El hombre abordó otro grupo sin dar tiempo a que William le preguntase a qué se refería. El joven caminó hacia Covent Garden con la octavilla en la mano y, algunas yardas más adelante, avistó a los Lamb. Mary iba del bracete de su padre y charlaba de forma animada con él. Como no quería que lo viesen, William aminoró el paso hasta que los Lamb se adentraron en el espacio adoquinado del mercado. Luego observó que Mary se alejaba deprisa hacia el sector de las arcadas donde los alfareros montaban sus puestos y que Charles la seguía. ¿Los hermanos habían tenido una discusión?
William se dio la vuelta y enfiló sus pasos a Holborn. Esa noche durmió a pierna suelta y por la mañana despertó mucho más tarde que de costumbre.