Mi querido De Quincey:
Seguramente ya te han informado de la espantosa calamidad que ha acontecido a nuestra familia. En un ataque de locura, mi pobre y queridísima hermana ha dado muerte a su madre. En la actualidad se encuentra en un manicomio, desde el cual temo que será trasladada a la cárcel y, si Dios no lo impide, al cadalso. Dios me ha permitido no perder la razón: como, bebo, duermo y creo que me conservo en mi sano juicio. Mi padre está cada vez más ido, así que he de cuidar de él y de nuestra vieja criada. A Dios gracias, me encuentro muy sereno y sosegado, y preparado para llevar a cabo lo que sea más conveniente. Te escribo esta carta de la forma más fidedigna que puedo, pero sin mencionar nada de lo que ha quedado atrás. En mi caso «todo esto es ya pasado» y debo hacer algo más que sentir. Te ruego que no se te ocurra venir a visitarme. Escríbeme. Si te presentas no te recibiré. Que Dios todopoderoso te ame tanto como a todos nosotros…
C. Lamb
Superados el desconcierto y la consternación iniciales, De Quincey se tumbó en la cama totalmente vestido, miró al techo y al cabo de unos segundos exclamó:
– ¡Qué magnífico relato!
Una semana después, el juez y los miembros del jurado se reunieron en una habitación de la planta alta de una posada de Holborn. Charles había llegado temprano y estaba sentado en la primera fila de sillas. La estancia estaba abarrotada de vecinos y curiosos, ansiosos por ver el comportamiento de lo que la Westminster Gazette había descrito como «la desdichada joven». En Holborn jamás se había cometido un asesinato de esas características.
Mary fue conducida a la presencia del jurado por el alguacil del distrito, acompañado de su ayudante y del médico de un manicomio privado de Hoxton, en el que la muchacha permanecía encerrada. Su expresión triste y la actitud desganada con la que siguió las instrucciones del alguacil y del médico despertaron la simpatía del público. Explicaron a los miembros del tribunal cómo habían ocurrido los hechos y, a continuación, el juez interrogó al doctor Philip Girtin. El médico declaró que había examinado tres veces a la joven y llegado a la conclusión de que no estaba en sus cabales. Informó al jurado de que su trastorno se debía «a una mente en exceso sensible», desgastada «por las atormentadoras fatigas producidas por demasiadas obligaciones». Nadie mencionó el nombre de William Ireland.
– ¿Está en condiciones de someterse a un tribunal? -preguntó el juez al médico.
– Señor, es evidente que no. En modo alguno sería capaz de soportar esa prueba divina. La sumiría en una locura todavía más profunda, de la que resultaría muy difícil arrancarla.
Durante la vista Mary permaneció sentada y con las manos cruzadas sobre el regazo. De vez en cuando miró a Charles, pero su expresión no reveló la más mínima emoción.
– Doctor Girtin, ¿qué recomienda?
– Creo que lo mejor es que esta desdichada mujer quede a mi cuidado en Hoxton. No creo que represente un peligro para los demás, pero aconsejo que permanezca recluida mientras yo lo considere necesario.
– Por si…
– Por si acaso siguiera siendo un peligro para sí misma.
Los miembros del jurado estuvieron de acuerdo con la opinión del médico. Mary fue entregada a la custodia de Philip Girtin y, cumpliendo con el ritual de los oficiales de justicia, le ataron los brazos a los lados del cuerpo con una tira de cuero.
Al abandonar la posada, Charles supuso que no volvería a ver a su hermana fuera de los límites del manicomio; sólo entonces, durante su regreso a Laystall Street, se dio cuenta de que había llorado.
Los temores de Charles fueron infundados. Mary comenzó a recuperar el juicio gracias a los cuidados de Philip Girtin. El médico le leyó a Gibbon y a Tyndale y, en esas ocasiones, la mujer tuvo la sensación de que volvía a charlar con su hermano. El doctor también la hizo jugar a la lotería y a las cartas para poner a prueba su comprensión de los números. Más adelante, Mary analizó con él los poemas de Homero y citó con gran fruición a Shakespeare.
Philip Girtin había prohibido a Charles las visitas ante el temor de que las asociaciones resultasen demasiado dolorosas, si bien al cabo de tres meses de encierro le pidió que acudiese a Hoxton. Su gabinete daba al jardín en el que tenían su recreo Mary y el resto de los pacientes.
– Acabo de regresar del Ministerio del Interior -explicó el médico-. He consultado el caso de su hermana con el delegado de enfermedades mentales. Está de acuerdo conmigo en que la señorita Lamb estará a salvo en su compañía, siempre y cuando usted se comprometa solemnemente a tenerla a su cargo durante toda la vida.
– Por supuesto, es lo menos que…
– Quiero que venga a visitarla cada tarde durante dos semanas. Debo averiguar antes si su presencia la altera demasiado.
– ¿Le recordaré lo sucedido?
– Así lo creo. Sin embargo, si supera esa prueba, como pienso que ocurrirá, procederemos a darle el alta. Señor Lamb, todo debe estar en calma y ordenado.
Charles observó a su hermana a través de la ventana. Mary cosía y cada tanto levantaba la cabeza y miraba a los otros pacientes.
Charles se trasladó a una casa nueva en Islington, junto al New, en la que Mary reanudó su vida en libertad. Cuando Charles iba a trabajar a la East India House, la cuidaba la sobrina de Tizzy; la anciana criada se retiró a una pequeña propiedad en Devizes, pero insistió en que no podía dejar a Charles y a Mary en manos de una «desconocida». El señor Lamb murió a resultas de su avanzada senilidad pocos meses después del asesinato de su esposa. Sus últimas palabras, musitadas al oído de Charles, fueron: «Y eso también es cierto».
En ese nuevo ambiente, Mary se mostró tranquila e incluso serena la mayor parte del tiempo. Poco después de la llegada de su hermana a Islington, Charles escribió a De Quincey:
Mi pobre y queridísima hermana ha recuperado el juicio; ha recobrado asimismo una espantosa sensación y recuerdo de lo ocurrido, terrible para su mente, aunque templada con la resignación religiosa y los razonamientos de una sólida sensatez que sabe distinguir entre un acto cometido en un ataque transitorio de frenesí y la culpa atroz del asesinato de una madre.
Por las tardes, cuando Charles regresaba de Leadenhall Street, se reunían y hablaban de todo lo imaginable. De forma gradual, colaboraron en la redacción de una serie de relatos tomados de las obras de Shakespeare. Les resultó imposible saber de quién había surgido la idea, ya que cada uno intentó atribuir el honor al otro, pero lo cierto es que su trabajo obtuvo un éxito extraordinario. Publicado por Liveright & Eider, el primer volumen cosechó muchas críticas halagüeñas en Westminster Words, Gentleman's Magazine y otras publicaciones periódicas.
No obstante, también se dieron momentos en los que Mary no estuvo tan entera. Por ejemplo, en cierta ocasión dijo a Charles: «Las ideas me llegan espontáneamente. ¿No las ves volar por la sala?». Su mal se tornó cada vez más perceptible y agorero. En esas ocasiones, cruzaban los campos y Charles la acompañaba hasta el manicomio privado de Hoxton; Mary iba con la camisa de fuerza puesta y se entregaba sin resistencia a los cuidados de Philip Girtin. Tras enterarse de uno de estos internamientos, De Quincey escribió a Charles:
Debido al dolor, a la angustia y a la peculiar desolación de tus expectativas, te veo como a un hombre llamado al silencio, como un alma distinta a las demás y peculiar para Dios.
El incendio que aquel fatídico domingo William Ireland desató en la librería no causó víctimas.
– Huele a salchichas -había comentado Rosa Ponting.
– No, mi amor. Huele a humo. -Samuel Ireland se había asomado por la escalera y tras ver las llamas que iluminaban la librería, se limitó a exclamar-: ¡Ay, Dios mío!
Echó a correr y cogió a Rosa en el preciso momento en el que su mujer se disponía a retirar un huevo cocido en la pantalla de la chimenea.
– Sammy, ¿adónde vamos? ¿Qué pasa?
– Saldremos y subiremos la escalera.
La sacó de la estancia a empujones y la acarreó los dos tramos de escalera que los separaban del dormitorio. La ventana de su alcoba daba al balcón de un vecino de Holborn Passage.
– Sammy, yo no paso por ahí. Soy incapaz de hacerlo.
– De acuerdo. ¿Prefieres derretirte como el sebo?
El señor Ireland abrió la ventana con tanta fuerza que rompió el marco y, de alguna manera, Rosa se las apañó para atravesar el espacio disponible.
Poco después de que hubieran escapado, las llamas consumieron la casa hasta los cimientos.
Los papeles shakespearianos fueron destruidos. Ésa había sido, en definitiva, la intención de William. No mucho después del incendio, envió una carta a su padre, que se había mudado con Rosa a Winchelsea, en la que pedía su perdón.
Reconozco que soy culpable de la falta de haberte dado los manuscritos y lo lamento. No obstante, te aseguro que lo hice sin ninguna mala intención y que nunca imaginé las consecuencias que se desatarían. Tal como me has dicho incansablemente, «la verdad encuentra su fundamento» al margen de cualquier calumnia maligna, por lo que tu reputación pronto aparecerá sin mácula ante los ojos del mundo.
Samuel Ireland jamás respondió a su hijo.
Al cabo de algún tiempo, William publicó un folleto del tres al cuarto que llevaba por título Las recientes invenciones de Shakespeare reveladas y explicadas por el señor W. H. Ireland, único agente y autor de esas transacciones falsas. Concluía su explicación con unas «disculpas generalizadas», en las que precisaba que «no pretendía hacer daño a nadie. En realidad, no hice daño a nadie. No redacté los papeles con fines pecuniarios y en modo alguno me beneficié de ellos»; también precisaba en sus páginas que «Puesto que apenas tengo diecisiete años y medio, hasta cierto punto mi juventud tendría que haberme protegido de la malicia de mis perseguidores». Un suelto aparecido en el Morning Chronicle sintetizó a la perfección la respuesta pública a su folleto: «W. H. Ireland ha dado la cara y ha anunciado que es el autor de los papeles que él mismo atribuyó a Shakespeare; lo cual, en caso de ser cierto, demuestra que es un mentiroso».
En el verano de 1804, Mary Lamb sufrió uno de sus peores ataques. Llevaba varias semanas recluida en el manicomio cuando Philip Girtin habló con Charles, que había ido a visitarla.
– Necesita alguna ocupación, un entretenimiento.
– Doctor Girtin, ¿qué me aconseja?
– Me contó que en cierta ocasión dirigió una obra en la que participaron usted y sus amigos. ¿Estoy en lo cierto?
– Desde luego. Estábamos ensayando algunas escenas del Sueño de una noche de verano cuando…, cuando enfermó.
– ¿Se atreve a recuperar esa historia? Tal vez ello le proporcione un sentido de la existencia como…, ¿de qué manera puedo explicarlo?, bueno, como continuidad.
Charles convenció a Tom Coates y Benjamin Milton de que representasen una versión reducida del entremés de los artesanos. Sus amigos temían acudir a un manicomio privado, pero Charles puso de relieve la pulcritud, la limpieza y el orden del establecimiento de Philip Girtin. También añadió que estaba convencido de que con su actuación contribuirían enormemente a la recuperación de Mary.
Coates y Milton accedieron a desempeñar los papeles de Píramo y Tisbe, mientras Charles hacía doblete como Lanzadera y Muro.
Una tarde de domingo de finales de primavera se pusieron los trajes y actuaron ante un grupo de pacientes de Girtin, que ocupaban pequeñas sillas en el comedor colectivo; eran quince, incluida Mary Lamb. Los hombres vestían chaqueta negra, chaleco blanco y pantalón y medias de seda negra. Llevaban el pelo empolvado y rizado que resaltaba la extraordinaria pulcritud de su aspecto. Las damas iban igualmente elegantes, con vestidos de algodón bordados, chales verdes y cofias.
Charles había decidido variar el espectáculo teatral e incluir algunos fragmentos de los parlamentos pronunciados por Teseo y Oberón en la misma obra, aunque optó por excluir los siguientes versos de Teseo:
El loco, el amante y el poeta
son todo imaginación…
La función discurrió sobre ruedas, a pesar de que el público tenía la costumbre de guardar una solemne compostura durante las escenas cómicas y reír a mandíbula batiente tras las peroratas más serias. Sentada en la primera fila, Mary Lamb parecía encantada con las personificaciones. Disfrutó mucho con la actuación de Benjamin Milton en el papel de Tisbe y se mondó de risa cuando entonó su lamento sobre el cadáver de Píramo:
¡… esa nariz de cereza,
esas mejillas de amarillenta retama
se han ido, se han ido!
¡Gemid, amantes!
¡Sus ojos eran verdes como los puerros!
Mary sólo mostró inquietud cuando su hermano se adelantó en el papel de Oberón y comenzó a recitar el discurso final:
Nosotros iremos a nuestro más noble lecho nupcial,
el cual bendeciremos;
y la familia procreada
será siempre venturosa.
Mary suspiró ruidosamente cuando su hermano recitó: «…se tendrán fidelidad de amor» y, de repente, se inclinó como si fuera a rezar. Sus brazos colgaron a los lados del cuerpo. Tiempo después, Tom Coates comentó que «murió del mismo modo silencioso como había vivido». Dictaminaron que su muerte se había debido a un «trastorno arterial».
William Ireland no abandonó el mundo de las letras. Publicó más de sesenta y siete obras, entre las que se incluyen Baladas a modo de los antiguos y El genio abandonado, poema que ilustra el destino inoportuno y desafortunado de muchos poetas británicos y que contiene imitaciones de sus diversos estilos.
También abrió una biblioteca de pago en Kennington. Entre los libros que envió a los suscriptores figuraba Cuentos de Shakespeare, de Charles y Mary Lamb. Jamás volvió a aludir a su aventura shakespeariana, aunque cada año, con motivo del aniversario de la muerte de Mary Lamb, depositaba un ramo de flores rojas junto a su tumba de Saint Andrew's, en Holborn. Charles Lamb envejeció al servicio de la East India House, junto a Tom Coates y Benjamin Milton, y fue enterrado en el mismo cementerio que su hermana.