La alegría de Monk duró poco. Cuando al día siguiente volvió a Queen Anne Street fue acogido en la cocina por la señora Boden, que lo miró desconsolada y angustiada, el rostro sonrosado y unos mechones de pelo asomando, desordenados y tiesos, por debajo del gorro blanco.
– Buenos días, señor Monk. ¡Me alegra que haya venido!
– ¿Qué pasa, señora Boden? -A Monk le cayó el alma a los pies, pese a que no sabía de nada específico que pudiera asustarlo-. ¿Ha ocurrido algo?
– Encuentro a faltar uno de los cuchillos grandes, señor Monk. -Se secó las manos en el delantal-. Habría jurado que lo tenía la última vez que hice un roastbeef, pero Sal dice que lo corté con el otro y ahora pienso que quizá tiene razón. -Se metió dentro del gorro los cabellos que se le desmandaban y se secó la cara con gesto nervioso-. No hay nadie que se acuerde y May se ha puesto fuera de sí sólo de pensarlo. Se me revuelve el estómago cuando pienso que puede haber sido el cuchillo con el que mataron a la pobre señorita Octavia.
– ¿Cuándo se dio cuenta, señora Boden? -preguntó Monk con cautela.
– Ayer por la tarde. -Lanzó un resoplido-. La señorita Araminta ordenó que cortaran un trozo fino de carne para sir Basil. Había llegado tarde y quería comer un bocado. -Hablaba cada vez más alto, con una nota de histeria-. Fui a buscar el mejor cuchillo y vi que no estaba en su sitio. Entonces comencé a buscarlo, pensando que quizás había quedado en otro lugar. Pero no, no estaba en parte alguna.
– ¿Y no lo había vuelto a ver desde la muerte de la señora Haslett?
– No lo sé, señor Monk -dijo levantando las manos en el aire-. Yo me figuraba que lo había visto, pero tanto Sal como May han dicho que ellas no habían visto el cuchillo y que la última vez que corté carne utilicé el viejo. Yo es que me quedé tan trastornada que no me acordaba de nada, es la pura verdad.
– Entonces supongo que lo mejor es que tratemos de encontrarlo -admitió Monk-. Daré orden al sargento Evan para que haga un registro. ¿Quién más está enterado?
La mujer se había quedado en blanco, no entendía nada.
– ¿Quién más lo sabe, señora Boden? -le repitió Monk con calma.
– ¡Y yo qué sé, señor Monk! No sé a quién preguntar. Lo he buscado, naturalmente, y ya he preguntado a todo el mundo si había visto el cuchillo.
– Cuando dice a todo el mundo, ¿a quién se refiere, señora Boden? ¿A quién más, aparte del personal de la cocina?
– Pues… ahora no puedo pensar -había empezado a entrarle pánico porque veía la urgencia que reflejaba la expresión de Monk y no entendía el motivo-. A Dinah, he preguntado a Dinah porque a veces cambian las cosas de sitio en la despensa… y quizá también se lo he dicho a Harold. ¿Por qué? Ninguno de los dos sabía dónde está el cuchillo… o me lo habrían dicho.
– Hay una persona que no se lo habría dicho -le señaló Monk.
Tardó varios segundos en captar lo que quería decir, después se llevó la mano a la boca y soltó un grito ahogado.
– Se lo comunicaré a sir Basil -dijo Monk-. Será lo mejor. -Era un eufemismo que significaba pedirle permiso para el registro. Sin su consentimiento no podía llevarlo a cabo y oponerse a los deseos de sir Basil equivalía a perder el puesto de trabajo. Dejó a la señora Boden sentada en la silla de la cocina y a May corriendo a buscar el frasco de las sales… y muy probablemente un buen trago de brandy del fuerte.
Le sorprendió que después de que le hubieran acompañado a la biblioteca sólo transcurrieran cinco minutos antes de que entrara Basil con el rostro tenso y enfurruñado y una mirada sombría en sus ojos oscuros.
– ¿Qué hay, Monk? ¿Sabe algo finalmente? ¡Santo Dios, ya sería hora!
– La cocinera me ha informado de que ha encontrado a faltar un cuchillo de cortar carne y por esto quisiera pedirle permiso para practicar un registro en la casa.
– ¡Búsquelo, no faltaría más! -dijo Basil-. ¿O quiere que lo busque yo?
– Necesitaba su permiso, Sir Basil -dijo Monk hablando entre dientes-. No voy a ponerme a revolver sus cosas sin autorización, a menos que usted me lo pida.
– ¿Mis cosas? -pareció sorprendido y lo miró con los ojos muy abiertos y llenos de incredulidad.
– ¿No es suyo todo lo que hay en la casa, señor, dejando aparte lo que pueda ser del señor Cyprian o del señor Kellard… y quizá lo del señor Thirsk?
Basil sonrió con aire desolado, un ligero movimiento de las comisuras de los labios.
– Dejando aparte las pertenencias de la señora Sandeman que, efectivamente, son suyas, todo lo demás es mío, efectivamente. Cuenta usted con mi permiso para registrar todo lo que le plazca. Seguramente necesitará ayuda. Pida a mi mozo de cuadra que vaya a buscar con el coche pequeño a las personas que necesite, a su sargento… -Se encogió de hombros, pero se notaba que su cuerpo, debajo de la chaqueta negra de barathea, estaba tenso-. O a sus agentes…
– Gracias -respondió Monk-, es usted muy amable. Procederé inmediatamente.
– Quizá podría esperar en la escalera de los criados -dijo Basil levantando un poco la voz-. Si la persona que retiene el cuchillo se entera de que se va a hacer un registro, lo más probable es que lo saque de su escondrijo antes de que se inicie. Desde lo alto de la escalera usted podrá vigilar el pasillo hasta el extremo opuesto, el lugar de donde arranca la escalera de las sirvientas. -Daba muchas más explicaciones que las habituales en él. Era la primera vez que Monk advertía un cambio en su compostura-. No le puedo indicar lugar más estratégico que éste. De nada serviría que uno de los criados montara guardia. Todos son sospechosos -observó la cara de Monk.
– Gracias -volvió a decir Monk-, muy precavido por su parte. ¿Puedo apostar a una de las sirvientas de arriba en el rellano principal? Así podrá observar todas las idas y venidas que se salgan de lo normal. Y quizá se podría pedir a las lavanderas y demás criados que se quedasen abajo hasta que terminemos el registro… y también a los mozos de cuadra.
– Sí, sí, claro -Basil estaba recuperando sus dotes de mando-. Y también al ayuda de cámara.
– Gracias, sir Basil. Será una gran ayuda.
Basil enarcó las cejas.
– ¿Qué otra cosa quiere que haga, hombre de Dios? ¿No se da cuenta de que a quien asesinaron fue a mi hija? -Había recobrado totalmente su dominio. Monk no podía responder nada a esto, salvo volver a manifestar su agradecimiento, pedir permiso para bajar, escribir una nota para Evan, que debía de estar en la comisaría, y hacerla llevar por el mozo de cuadra para que volviera con Evan y otro agente.
El registro comenzó cuarenta y cinco minutos más tarde y se inició en las habitaciones de las sirvientas, situadas en uno de los extremos de la buhardilla, exiguos y fríos desvanes que daban a las lascas de pizarra gris que cubrían los establos y tejados de Harley Mews, situados más allá. Cada una de estas habitaciones estaba amueblada con un camastro de hierro provisto de colchón, almohada y ropa de cama, una silla de respaldo duro y un sencillo tocador de madera con un espejo de pared sobre el mismo. No se habría tolerado que ninguna criada se presentase a trabajar sin haberse aseado primero y vestido con el uniforme en perfectas condiciones. Había también un armario ropero, además de un aguamanil y una jofaina para lavarse. La única cosa que diferenciaba una habitación de otra era el dibujo de las esteras de nudos colocadas en el suelo y las escasas estampas que pertenecían a cada uno de sus habitantes, un dibujo de la familia, en un caso una silueta, algún texto religioso o reproducción de alguna pintura famosa.
Ni Monk ni Evan encontraron ningún cuchillo. El agente, siguiendo instrucciones precisas, registró el exterior de la casa, simplemente porque era la otra única zona a la que tenían acceso los criados sin abandonar el terreno de la propiedad y de la que, por consiguiente, se ocupaban.
– Si el que lo hizo fue un miembro de la familia, seguro que se lo habrá llevado al otro extremo de Londres -observó Evan con una media sonrisa-. Puede estar en el fondo del río, en cualquier cloaca o en un depósito de basura.
– Ya lo sé -dijo Monk sin interrumpir su trabajo-. Myles Kellard parece el sospechoso más probable en este momento. O Araminta, en caso de que estuviera enterada. Pero ¿se le ocurre algo mejor?
– No -admitió Evan con aire apenado-, me he pasado la última semana y media persiguiendo mi sombra por todo Londres buscando las joyas y me apuesto lo que quiera a que se deshicieron de ellas la misma noche en que las robaron. También he comprobado el historial de los criados, todos con unos antecedentes ejemplares y yo diría que de una monotonía mortal. -Vaciaba cajones de ropa femenina limpia y en buen uso mientras iba hablando, palpándola cuidadosamente con sus largos dedos y poniendo una cara de extrema contrariedad causada por su propia intromisión-. Ya estoy empezando a pensar que los amos no ven personas, sino sólo delantales, uniformes y gorros de encaje -prosiguió-. Les importa un pepino la cabeza de la persona que lleva estas prendas con tal de disponer de té caliente, tener mesa puesta, chimenea limpia, encendida y bien provista, comida a punto, servida a la hora y retirados los platos y que cada vez que hacen sonar la campanilla alguien responda a ella y haga lo que ellos necesiten que haga. -Dobló la ropa con todo esmero y volvió a colocarla en su sitio-. ¡Ah… y que la casa esté limpia y en los cajones de la cómoda encuentren la ropa a punto! Las personas que hacen todas estas cosas no son nadie.
– Se está volviendo cínico, Evan.
Evan sonrió.
– Estoy aprendiendo, señor Monk.
Después de registrar las habitaciones de las sirvientas bajaron al segundo piso de la casa. A un lado del rellano estaban las habitaciones del ama de llaves, de la cocinera, de las doncellas de las señoras y ahora también la de Hester, mientras que al otro estaban las habitaciones del mayordomo, de los dos lacayos, del limpiabotas y del ayuda de cámara. -¿Empezamos por Percival? -preguntó Evan, mirando a Monk no sin cierta aprensión.
– Podemos seguir por orden -respondió Monk-. El primero es Harold.
Pero en la habitación de Harold no encontraron nada aparte de las cosas particulares de un joven normal y corriente que trabaja como criado en una casa importante: un traje de vestir para las raras ocasiones en que tenía permiso para salir, cartas de su familia, varias de su madre, unos cuantos recuerdos de la infancia, una fotografía de una mujer de mediana edad y de rostro afable que tenía los mismos cabellos que él y unos rasgos igual de suaves, posiblemente su madre, y un pañuelo femenino de batista barata, cuidadosamente doblado y colocado dentro de una Biblia… seguramente de Dinah.
Entre las habitaciones de Percival y Harold había la misma diferencia que existía entre Percival y Harold. En la del primero había libros de poesía, algunos de filosofía sobre las condiciones y el cambio social y una o dos novelas. No había cartas, ningún testimonio familiar ni de otro tipo de vínculos. Tenía dos trajes en el armario para sus salidas particulares y algunas botas muy elegantes, varias corbatas y pañuelos, una sorprendente cantidad de camisas y algunos vistosos gemelos y botones de cuello. Debía de convertirse en un petimetre cuando se lo proponía. Monk sintió un alfilerazo de cosa conocida al revisar las pertenencias de aquel joven que se vestía y se conducía por encima de su nivel de vida. ¿No habría empezado también él comportándose de aquella misma manera? ¿Viviendo en casa de otra persona e imitando sus maneras con intención de subir de nivel? Por otra parte sentía la curiosidad de saber de dónde sacaba Percival el dinero para aquel tipo de cosas: su coste estaba muy por encima del salario de un lacayo, aunque se hubiera pasado ahorrando años y años.
– ¡¡Señor Monk!!
Miró sobresaltado a Evan, que estaba de pie con el rostro lívido, con el cajón de la cómoda ante él, en el suelo. En sus manos sostenía una prenda larga de seda de color marfil cubierta de manchas oscuras y entre cuyos pliegues asomaba una hoja afilada y cruel, también cubierta de manchones de óxido producidos por la sangre al secarse.
Monk miró aquello, estupefacto. Se había esperado una serie de intentos infructuosos, simplemente algo que demostrase que por lo menos estaba haciendo lo que podía… y ahora Evan tenía en sus manos lo que era evidentemente el arma homicida, envuelta en un salto de cama de mujer, todo ello escondido en la habitación de Percival. Era una conclusión tan sorprendente que le costaba asimilarla.
– ¡Bueno, queda descartado Myles Kellard! -dijo Evan, tragando saliva, dejando el cuchillo y la prenda de seda con sumo cuidado en un extremo de la cama y retirando la mano rápidamente como quien desea apartarse de ella.
Monk volvió a colocar en el armario las cosas que ya había revisado y se quedó de pie muy erguido y con las manos en los bolsillos.
– Pero ¿por qué lo tenía metido aquí dentro? -dijo lentamente-. ¡Es una prueba inequívoca!
Evan frunció el ceño.
– Supongo que no quería dejar el cuchillo en el cuarto de la víctima, pero tampoco podía arriesgarse a llevarlo por la casa descubierto, con la sangre pegada a la hoja… Podía encontrarse a alguien…
– ¿A quién? ¡Por el amor de Dios!
El rostro sereno de Evan ahora mostraba una profunda turbación, se le habían ensombrecido los ojos y torcía los labios en un gesto de repugnancia que era más que física.
– ¡No sé! Podía encontrar a alguien en el rellano por la noche…
– ¿Y cómo iba a explicar su presencia… con o sin cuchillo? -preguntó Monk.
– ¡Yo qué sé! -Evan movió la cabeza-. ¿Qué trabajo hacen los lacayos? Podía decir que había oído algo raro, que se había figurado que algún intruso entraba, que había oído ruidos en la puerta… No sé. Pero claro, habría sido más convincente sin un cuchillo en la mano… manchado de sangre, además.
– Naturalmente. Lo lógico habría sido dejarlo en la habitación de ella -argumentó Monk.
– A lo mejor lo cogió sin pensar. -Evan levantó los ojos y encontró los de Monk-. Lo tenía en la mano y salió con el cuchillo. Quizá tuvo un ataque de pánico. Después salió y cuando estaba hacia la mitad del pasillo ya no se atrevió a retroceder.
– ¿Y el salto de cama? -dijo Monk-. Lo envolvió en la prenda para taparlo. No es el pánico del que usted habla. ¿Y por qué demonios iba a querer el cuchillo? ¡No tiene sentido!
– Para nosotros, no -admitió Evan lentamente y con los ojos clavados en la prenda de seda arrugada que tenía en la mano-. Para él debe de tenerlo… ¡está aquí!
– ¿Y no es posible que no haya tenido ocasión de desembarazarse de este cuchillo desde entonces hasta ahora? -Monk frunció el ceño-. ¡No puede haberlo olvidado!
– ¿Y qué otra explicación puede haber? -Evan se sentía impotente-. ¡El cuchillo es éste!
– Sí, pero ¿será Percival el que lo ha puesto aquí? ¿Por qué no lo encontramos cuando buscamos las joyas?
Evan se sonrojó.
– Bueno, no saqué los cajones, ni miré detrás. Y yo diría que el agente tampoco. Si quiere que le hable con sinceridad, estaba absolutamente convencido de que no íbamos a encontrar nada… aparte de que el jarrón de plata tampoco habría encajado en este escondrijo. -Parecía nervioso.
Monk se puso muy serio.
– Supongo que, aunque entonces hubiéramos mirado, tampoco lo habríamos encontrado. No sé, Evan. ¡Lo encuentro tan… estúpido! Percival puede ser arrogante, antipático, desdeñoso con los demás, de manera especial con las mujeres y, a juzgar por su guardarropa, saca dinero de alguna parte, pero de tonto no tiene un pelo. ¿Por qué iba a esconder en su cuarto una cosa tan comprometedora como ésta?
– ¿Por arrogancia? -sugirió Evan, vacilante-. A lo mejor se figura que somos unos ineptos y que no hay motivo para tenernos miedo. Y hasta ahora no se había equivocado.
– Pero sí, sí que tenía miedo -insistió Monk, acordándose de la palidez de Percival y del sudor que brillaba en su piel-. Yo hablé con él en la sala del ama de llaves y me di cuenta de que estaba atemorizado, le olí el miedo. Luchaba para sacudírselo de encima, y trataba de echar las culpas a quien fuese: a la lavandera, a Kellard, incluso a Araminta.
– ¡No sé qué decirle! -Evan sacudió la cabeza, había extrañeza en su mirada-. La señora Boden nos dirá si el cuchillo es éste, y la señora Kellard si esta prenda era de su hermana. ¿Cómo se le llama a esto?
– Salto de cama -replicó Monk-, batín.
– De acuerdo… salto de cama. Supongo que vale más que digamos a sir Basil lo que hemos encontrado.
– Sí. -Monk cogió el cuchillo, dobló la seda sobre la hoja y salió de la habitación.
– ¿Va a detenerlo? -preguntó Evan, bajando la escalera un peldaño por detrás de él.
Monk vaciló. -A mí esto no acaba de convencerme -dijo, pensativo-. Cualquiera puede haberlo metido en la habitación y sólo un imbécil lo dejaría en el sitio.
– Pero estaba muy bien escondido.
– Y ¿por qué iba a tenerlo escondido? -insistió Monk-. Sería una estupidez. Percival es demasiado astuto para una cosa así.
– Entonces, ¿qué? -Más que ganas de discutir, Evan sentía la confusión, y el desconcierto propio de aquella serie de descubrimientos tan desagradables y sin sentido-. ¿La lavandera? ¿Es una chica tan celosa que asesina a Octavia y después esconde el arma y el salto de cama en la habitación de Percival?
Habían llegado al rellano principal, donde esperaban una al lado de la otra Maggie y Annie, que los miraban con los ojos muy abiertos.
– Muy bien, chicas, se han portado muy bien. Muchas gracias -les dijo Monk con sonrisa tensa-. Ahora ya pueden ir a cumplir con sus obligaciones.
– ¡Ha encontrado algo! -Annie tenía los ojos clavados en la prenda de seda que Monk llevaba en la mano, se había quedado muy pálida y parecía asustada. Maggie estaba muy cerca de ella y su rostro expresaba el mismo miedo.
De nada habría servido mentir, no habrían tardado en descubrirlo.
– Sí -admitió-. Tenemos el cuchillo. Y ahora vayan a cumplir con sus obligaciones, porque de lo contrario la señora Willis se enfurecerá con ustedes.
Bastaba el nombre de la señora Willis para romper el estado de trance en que se encontraban. Se escabulleron rápidamente y corrieron a buscar los sacudidores y las escobas. Monk vio desaparecer sus faldas grises cuando doblaban el ángulo y antes de precipitarse hacia el armario de las escobas, muy juntas y hablando en un murmullo. Basil estaba esperando a los policías en su estudio, sentado ante su escritorio. Los hizo pasar de inmediato y abandonó los papeles que estaba escribiendo. Los miró con expresión seria y sombría.
– Ustedes dirán.
Monk cerró la puerta tras él.
– Hemos encontrado un cuchillo, señor, y una prenda de seda que creo que es un salto de cama. Las dos cosas están manchadas de sangre.
Basil exhaló un lento suspiro, su rostro apenas había cambiado, sólo muy levemente, como si por fin se viera obligado a aceptar la realidad.
– Ya veo. ¿Y dónde han encontrado estas… cosas?
– Detrás de un cajón de una cómoda, en la habitación de Percival -respondió Monk, observándolo atentamente.
Si la revelación le produjo sorpresa ésta no se hizo patente en su expresión. Su rostro entristecido, con aquella nariz ancha y corta y aquella boca cuyos labios estaban surcados de arrugas, permaneció atento pero cansado. Quizá no se podía esperar otra cosa de él. Hacía semanas que su familia estaba sumida en la tragedia y que todos sospechaban de todos. Por fin se pondría punto final a aquella situación, su familia más inmediata quedaría libre de aquella carga y experimentaría un alivio reparador. No era culpa de él que éste no fuera total. Por mucho que le repugnara la idea, no podía dejar de pensar que quizás el culpable era su yerno, y Monk ya había tenido ocasión de comprobar que entre él y Araminta había un afecto más profundo que el habitual entre el común de los padres e hijas. Ella era la única persona de la familia que poseía aquella misma fuerza interior de su padre, sus dotes de mando, su decisión, su dignidad y casi su autodominio. De todos modos, podía ser un juicio erróneo, ya que Monk no había tenido ocasión de conocer a Octavia, pese a saber de ella que padecía el fallo de la bebida y la vulnerabilidad de amar demasiado a su marido para poder recobrarse de su muerte… suponiendo que esto último también pudiera considerarse un fallo. Tal vez lo fuera, sin embargo, para Basil y para Araminta, que además no sentían ninguna simpatía por Harry Haslett.
– Supongo que lo detendrá. -Por la entonación no podía considerarse una pregunta.
– Todavía no -dijo Monk lentamente-. El hecho de que se hayan descubierto estos dos objetos en su habitación no quiere decir que haya sido él quien los escondió.
– ¿Cómo? -Basil torció el gesto y se le subieron los colores a la cara al inclinar el cuerpo sobre el escritorio. De haber sido otro se habría levantado, pero él no se levantaba ante criados o policías, dos ocupaciones que para él pertenecían a la misma categoría social-. ¡Por el amor de Dios, hombre! ¿Qué más quiere? ¡Ha encontrado en posesión de Percival el mismo cuchillo con que la mató y una prenda que pertenecía a mi hija!
– Sí, hemos encontrado estas dos cosas en su habitación -contestó Monk-. Pero la puerta no estaba cerrada con llave, cualquiera habría podido entrar en su cuarto y esconderlas en él.
– ¡No diga cosas absurdas, por favor! -dijo Basil con voz cargada de indignación-. ¿Quiere decirme quién puede tener interés en esconder estos objetos?
– Pues cualquier persona interesada en comprometer a Percival para sacudirse las culpas de encima -replicó Monk-. Es un acto reflejo del instinto de conservación.
– ¿Quién, por ejemplo? -preguntó Basil en tono sarcástico-. Dispone de todas las pruebas que demuestran que ha sido Percival. Motivos no le faltaban… que Dios nos ayude. La pobre Octavia tenía una debilidad en la elección de los hombres. Aunque yo sea su padre, no tengo más remedio que admitirlo. Percival es arrogante y presuntuoso. Cuando ella lo rechazó y lo amenazó con echarlo a la calle, a Percival le entró pánico. Había llegado demasiado lejos. -A sir Basil le tembló la voz y, pese a que no era un hombre del gusto de Monk, por un momento sintió lástima de él. Octavia había sido su hija, independientemente de lo que él pensara de su marido o de que no aprobara su conducta, pero sólo pensar que había sido violada tenía que herirlo por encima de lo soportable, sobre todo delante de un inferior como Monk.
Hizo esfuerzos para dominarse y prosiguió:
– Puede ser también que fuera ella misma la que cogió el cuchillo -dijo en voz baja- temiendo que él pudiera ir a visitarla y cuando, efectivamente, se presentó en su habitación, la pobre trató de defenderse. -Tragó saliva-. Naturalmente, él pudo más que ella y al final la apuñaló. -Se volvió y se quedó de espaldas a Monk-. Entonces sintió pánico -prosiguió- y salió del cuarto llevándose el cuchillo y de momento lo dejó escondido, porque en aquel momento no estaba en condiciones de deshacerse de él. -Se apartó en dirección a la ventana escondiendo la cara y respiró profundamente-. ¡Qué abominable tragedia! Tendrá que detenerlo inmediatamente y llevárselo de mi casa. Comunicaré a mi familia que usted ha resuelto el enigma de la muerte de Octavia. Le quedo muy agradecido por su diligencia y por su discreción.
– No, señor -dijo Monk con voz monocorde, aunque una parte de su persona habría querido estar de acuerdo con él-. No puedo detenerlo simplemente por esta razón. No es suficiente… a menos que confesara. Si lo niega y dice que otra persona puso estas cosas en su habitación…
Basil dio media vuelta: su mirada era muy dura y sombría.
– ¿Quién? -dijo.
– Tal vez Rose -replicó Monk.
Basil lo miró fijamente.
– ¿Cómo?
– La lavandera, que está enamorada de él y podría haberse sentido lo bastante celosa para matar a la señora Haslett y después querer involucrar a Percival. De este modo se habría podido vengar de los dos.
Basil enarcó las cejas.
– ¿Insinúa, inspector, que mi hija rivalizaba con una lavandera por el amor de un lacayo? ¿Cree usted que alguien le prestaría crédito?
¡Qué fácil habría sido hacer lo que ellos querían y detener a Percival! Runcorn se habría sentido aliviado y frustrado a un tiempo. Y en cuanto a Monk, habría podido salir de Queen Anne Street y tomar un nuevo caso en sus manos. Lo que pasaba es que no creía que éste estuviera zanjado. No, todavía no lo estaba.
– Lo que yo insinúo, Sir Basil, es que el lacayo es un fanfarrón -dijo en voz alta-. Y que quizá quiso poner celosa a la lavandera contándole una serie de fantasías y ella fue lo bastante crédula para figurarse que eran verdad.
– ¡Ah! -admitió sir Basil. De pronto se había esfumado de él la rabia-. Bueno, le corresponde a usted averiguar la verdad, a mí me importa muy poco. En cualquier caso, detenga a la persona culpable y llévesela. De todos modos, yo despediré al criado… y además, sin referencias. Usted ocúpese de lo suyo.
– Existe otra posibilidad -dijo Monk fríamente-: el culpable podría ser el señor Kellard. Parece innegable que sabe recurrir a la violencia cuando alguien se niega a satisfacer sus deseos.
Basil levantó los ojos.
– ¿Ah, sí? Pues yo no recuerdo haberle dicho nunca tal cosa. Lo que le dije fue que la chica hizo una acusación y que mi yerno la negó.
– He encontrado a la chica -dijo Monk mirándolo con dureza, al tiempo que volvía a sentir toda aquella repugnancia que ya había experimentado. El hombre era duro, casi brutal en su indiferencia-. He oído su versión de los hechos y la creo. -No dijo nada acerca de lo que había dicho Martha Rivett sobre Araminta y su noche de bodas, pero aquel dato explicaba las emociones que Hester había visto en ella y aquella amargura continua y subyacente en relación con su marido. Si Basil no lo sabía, de nada habría servido ponerlo al corriente de una información tan íntima y dolorosa.
– ¿De veras? -Basil lo miró con rostro desolado-. Muy bien, por fortuna no es usted quien tiene que dirimir el caso. Tampoco habría ningún tribunal que aceptase, por considerarla inconsistente, la palabra de una sirvienta inmoral contra la de un caballero de intachable reputación.
– Lo que pueda creer quien sea es totalmente irrelevante -dijo Monk, con bastante tirantez-. Yo no puedo demostrar que Percival sea el culpable, y lo que es más, no tengo el convencimiento de que lo sea.
– ¡Entonces vaya y convénzase de una vez! -dijo Basil, perdiendo la paciencia-. ¡Por el amor de Dios, haga su trabajo!
– Señor… -dijo Monk para despedirse. Estaba demasiado furioso para añadir nada más. Giró sobre sus talones y salió cerrando con fuerza.
Evan estaba esperándolo en el vestíbulo con aire desolado. Seguía con la prenda y el cuchillo en las manos.
– ¿Y bien? -inquirió Monk.
– Sí, es el cuchillo de cocina que la señora Boden echaba en falta -respondió Evan-. Todavía no he interrogado a nadie al respecto. -Su rostro traicionaba la desazón que le provocaba la muerte, la soledad, la indignidad-. He dicho que quería ver a la señora Kellard.
– Muy bien. Yo me haré cargo de ella. ¿Dónde está?
– No lo sé. Se lo he preguntado a Dinah y me ha dicho que esperase.
Monk lanzó un juramento. Odiaba que lo dejaran en el vestíbulo como un mendigo, pero no tenía otra alternativa. Pasó un cuarto de hora largo antes de que volviera a aparecer Dinah y lo acompañara al salón-tocador, donde lo esperaba Araminta, de pie en el centro de la habitación, con expresión tensa y sombría pero guardando las formas.
– ¿Qué desea, señor Monk? -dijo con voz contenida e ignorando a Evan, que aguardaba en silencio junto a la puerta-. Creo que ha encontrado el cuchillo en uno de los dormitorios de los criados. ¿Es así?
– Sí, señora Kellard. -Monk no sabía cómo podía reaccionar aquella mujer ante la prueba visual y tangible del asesinato. Hasta aquel momento todo habían sido palabras, posibilidades, cosas terribles, pero que sólo cabía imaginar. Pero aquello era una realidad: una prenda de ropa de su hermana, la sangre de su hermana. A lo mejor toda su férrea energía se venía abajo. No le inspiraba simpatía aquella mujer, era demasiado distante, sólo sentía por ella lástima y admiración-. También encontramos un salto de cama de seda manchado de sangre. Lamento tener que pedirle que identifique esta prenda de ropa, pero es indispensable que sepamos si pertenecía a su hermana. -La sostenía medio escondida, sabía que Araminta no había reparado en ella.
Parecía muy tensa, como si para ella aquel hecho fuera más importante que doloroso. Monk pensó que tal vez ésta era su manera de dominarse.
– ¿Ah, sí? -tragó saliva-. Puede mostrarme la prenda, señor Monk, estoy preparada y haré cuanto esté en mi mano para ayudarle.
Monk le acercó la prenda y la sostuvo ante ella, tratando de ocultar la sangre. Estaba salpicada, como si la prenda estuviera abierta en el momento en que la mujer fue apuñalada; la mayor parte de las manchas procedía de la utilización de aquella prenda como envoltorio del cuchillo.
Estaba muy pálida, pero no se abstuvo de mirarla.
– Sí -dijo con voz tranquila y lenta-, es de Octavia y llevaba esta prenda la noche que la mataron. Hablé con ella en el rellano antes de que entrara en el cuarto de mamá para darle las buenas noches. Me acuerdo perfectamente, los lirios del encaje. Siempre me había gustado este salto de cama. -Respiró profundamente-. ¿Puedo preguntarle dónde lo ha encontrado? -Estaba tan blanca como la seda que Monk tenía en la mano.
– Detrás de un cajón del cuarto de Percival -respondió Monk.
Araminta se quedó inmóvil.
– Ya entiendo.
Monk esperó a que añadiera algo más, pero Araminta no dijo nada.
– Todavía no he pedido explicaciones a Percival -prosiguió él observándole la cara.
– ¿Explicaciones? -Araminta volvió a tragar saliva, esta vez con tal esfuerzo que Monk hasta vio la tensión de su garganta-. ¿Qué explicación quiere que dé? -Parecía confundida, aunque no furiosa, en ella no había cólera ni deseo de venganza, por lo menos de momento-. Escondió estas cosas después de haber matado a mi hermana y todavía no se le había presentado ocasión de deshacerse de ellas. ¿Qué otra explicación quiere?
Monk habría querido ayudarle, pero no podía.
– Conociendo a Percival, señora Kellard, ¿qué le parece más probable? ¿Qué escondiera en su habitación una prueba tan concluyente como ésta o que buscara un sitio menos comprometido para él? -preguntó Monk.
Por el rostro de Araminta cruzó la sombra de una sonrisa. Incluso ahora veía un humor amargo en la suposición.
– ¿En plena noche, inspector? Supongo que lo escondió en el único sitio donde su presencia no pudiera despertar sospechas: su propia habitación. Tal vez quería trasladarlo a otro sitio más tarde, pero no tuvo oportunidad. -Hizo una profunda aspiración y arqueó las cejas-. Para hacer esta maniobra, es preciso que nadie lo observe, supongo.
– Esto por descontado. -Monk coincidía con ella.
– Entonces ha llegado el momento de que lo interrogue. ¿Necesita refuerzos? Lo digo por si se pone violento. ¿O quiere que le envíe a uno de los mozos de cuadra para que lo proteja?
¡Qué mujer tan práctica!
– Gracias -declinó Monk-, creo que el sargento Evan y yo podremos arreglarnos. Gracias por su ayuda. Lamento haberle tenido que hacer estas preguntas y que haya necesitado ver el salto de cama. -Habría querido añadir alguna cosa menos convencional, pero no era mujer a la que pudiera ofrecérsele algo que se acercara ni de lejos a la conmiseración. Lo único que estaba dispuesta a aceptar era respeto y comprensión.
– Era necesario, inspector -reconoció Araminta, muy envarada.
– Señora… -Monk inclinó la cabeza para excusarse y, con Evan siguiéndole a la distancia de un paso, se dirigió a la despensa del mayordomo para preguntar a Phillips si podía ver a Percival.
– ¡Claro! -dijo Phillips con voz grave-. ¿Puedo permitirme preguntarle, señor, si ha descubierto algo en el curso de su búsqueda? Una de las sirvientas de arriba me ha dicho que sí, pero ya se sabe que son jóvenes y que pecan de excesiva imaginación.
– Sí, hemos descubierto algo -replicó Monk-. Hemos encontrado el cuchillo que le faltaba a la señora Boden y un salto de cama que pertenecía a la señora Haslett. Parece que el cuchillo es el mismo que utilizaron para matarla.
Phillips se quedó blanco y Monk llegó a temer incluso que fuera a desmayarse, pero se mantuvo más erguido que un soldado en un desfile.
– ¿Puedo preguntarle dónde lo ha encontrado? -No reservaba para Monk la palabra «señor». Phillips era mayordomo y se tenía por muy superior a un policía desde el punto de vista social. Ni siquiera las desesperadas circunstancias que estaban viviendo podían alterar aquella realidad.
– Me parece que de momento sería mejor que consideráramos el asunto como una cuestión confidencial -replicó Monk fríamente-. Puede ser un indicio para averiguar quién pudo esconderlo pero no constituye una prueba concluyente por sí misma.
– Ya comprendo -dijo Phillips dándose cuenta de la evasiva y reaccionando ante ella con una mayor palidez en su rostro y unas maneras más envaradas. Él estaba al frente de los criados, estaba acostumbrado a mandar y le molestaba que un mero policía se introdujera en el terreno de responsabilidades que sólo a él competían. Toda la parte de la casa que se extendía al otro lado de la puerta tapizada de paño verde constituía sus dominios-. ¿Qué quiere usted de mí? Por supuesto, cuente conmigo. -No era más que un formalismo, no tenía otra alternativa, pero había que cubrir las apariencias.
– Muy agradecido -dijo Monk, disimulando un tonillo de burla. A Phillips no le habría gustado que se rieran de él-. Me gustaría ver a los criados uno por uno, empezando por Harold, a continuación Rhodes, el ayuda de cámara, y, en tercer lugar, Percival.
– ¡No faltaría más! Puede utilizar la sala de estar de la señora Willis, si usted gusta.
– Gracias, me parece muy bien. No tenía nada que decir a Harold ni a Rhodes pero, para guardar las apariencias, les preguntó qué habían hecho en el día del crimen y si sus habitaciones estaban cerradas con llave. Sus respuestas no le revelaron nada que no supiera ya.
Cuando entró Percival ya sabía que había ocurrido algo importante. Era mucho más inteligente que sus dos compañeros y tal vez algo en las maneras de Phillips lo había puesto sobre aviso o se había enterado de que se había encontrado algo en la habitación de un criado. Sabía también que los miembros de la familia estaban cada vez más asustados. Los veía todos los días, se daba cuenta de que estaban sobre ascuas, había descubierto la sospecha en sus ojos, un cambio en las mutuas relaciones, la desaparición de la confianza. De hecho, él mismo había tratado de enfrentar a Monk con Myles Kellard y por esto debía de suponer que ellos tratarían de hacer lo mismo con él, recogiendo cualquier brizna de información con tal de enfrentar a la policía con el personal de servicio. Entró con el miedo pintado en el rostro, su cuerpo estaba tenso, tenía los ojos muy abiertos y a un lado de la cara se le apreciaba un tic nervioso.
Evan se movió silenciosamente para intercalarse entre él y la puerta.
– Usted dirá, señor -dijo Percival sin esperar a que hablara Monk, si bien le brillaban los ojos como si se hubiera percatado del cambio de postura de Evan y de su significado.
Monk tenía ocultos la prenda de seda y el cuchillo detrás del cuerpo. Se los colocó delante y los levantó, el cuchillo en la mano izquierda, el salto de cama colgando, aquella prenda de mujer salpicada de sangre y de aspecto tétrico. Observó minuciosamente el rostro de Percival, todos los rasgos de su expresión. Vio sorpresa en él, un leve rastro de confusión, como si no acabara de entender lo que pasaba, pero no un resurgimiento de un nuevo miedo. En realidad, había incluso un tenue rayo de esperanza, como si a través de las nubes hubiera penetrado el haz de un rayo de sol. No era la reacción que cabía esperar de un hombre culpable. En aquel instante se convenció de que Percival no sabía dónde habían encontrado aquellos objetos.
– ¿Había visto esto con anterioridad? -le preguntó. Aunque la respuesta le serviría de muy poco, por algo debía de empezar.
Percival estaba muy pálido, aunque más tranquilo que cuando había entrado. Ahora ya sabía de dónde venía la amenaza y este hecho lo perturbaba menos que si lo hubiera ignorado.
– Es posible. El cuchillo es como tantos de la cocina. La prenda de seda es como otras que he llevado a veces a la lavandería. Lo que puedo decirle es que no había visto ninguna de estas dos cosas en este estado. ¿Es el cuchillo con el que mataron a la señora Haslett?
– Eso parece, ¿no cree?
– Sí, señor.
– ¿No quiere saber dónde los hemos encontramos? -Monk trasladó la mirada a Evan y vio también la duda en su rostro, reflejo exacto de lo que también él sentía. Si Percival sabía que habían encontrado aquello en su habitación quería decir que era un consumado actor, capaz de un autodominio digno de admiración… y por otra parte un total imbécil por no haber encontrado con anterioridad la manera de desembarazarse de aquellos objetos tan comprometedores.
Percival se encogió ligeramente de hombros pero no dijo nada.
– Detrás del cajón inferior de la cómoda que hay en su habitación.
Percival se quedó petrificado. Era evidente la súbita afluencia de sangre en su cara, la dilatación de sus ojos, el sudor que había cubierto su labio superior y su frente. Aspiró aire para disponerse a hablar, pero le falló la voz.
En aquel mismísimo instante Monk tuvo el súbito convencimiento de que Percival no había matado a Octavia Haslett. Era arrogante, egoísta y probablemente se había equivocado con ella -y también con Rose-, también era un hecho que disponía de un dinero que habría requerido una explicación, pero no era culpable de asesinato. Monk volvió a mirar a Evan y vio reflejado en él los mismos pensamientos, incluso aquella sorpresa que revelaba la infelicidad de su mirada.
Monk volvió a mirar a Percival.
– ¿Debo pensar que usted no sabe cómo fueron a parar a ese lugar?
Percival tragó saliva con un gesto convulsivo.
– No… no lo sé.
– Ya me lo figuraba.
– ¡No lo sé! -La voz de Percival subió una octava y se convirtió en una especie de graznido quebrado por el miedo-. ¡Juro por Dios que yo no la maté! Yo nunca había visto estas dos cosas, por lo menos en este estado. -Los músculos de todo su cuerpo estaban sometidos a una tensión tan fuerte que le provocaba temblores-. Mire usted… cuando hablé con usted exageré las cosas… le dije que yo gustaba a la señorita Octavia… fue una fanfarronada. Nunca en la vida tuve nada que ver con ella. -Se movía lleno de agitación-. El único hombre que a ella le interesaba fue el capitán Haslett. Mire lo que le digo: yo con ella fui educado y nada más. Si entré en su habitación fue sólo para entrarle bandejas o flores o notas, que es el trabajo que me toca hacer. -Las manos se le movían convulsivamente-. No sé quién la mató… ¡yo no! Alguien tiene que haber escondido estas cosas en mi cuarto. ¿Cómo quiere que yo guardase esto en mi cuarto? -Hablaba de forma atropellada-. No soy tan tonto como eso. Yo habría limpiado el cuchillo y lo habría vuelto a dejar en su sitio, en la cocina… y en cuanto a esa pieza de ropa, la habría quemado. ¿Por qué no? -tragó saliva y se volvió hacia Evan-. No habría dejado esas cosas allí escondidas esperando a que usted las encontrase.
– No, eso creo -admitió Monk-. A menos que usted estuviera absolutamente seguro de que no íbamos a hacer ningún registro. Usted intentó orientar nuestras pesquisas hacia Rose y hacia el señor Kellard e incluso hacia la señora Kellard. A lo mejor usted se figuró que había conseguido que sospecháramos de ellos y entretanto escondió estas cosas para comprometer a alguien más.
Percival se pasó la lengua por los labios resecos.
– Entonces, ¿por qué no lo he hecho? Yo entro y salgo de las habitaciones con relativa facilidad, entro a recoger ropa y llevarla a la lavandería, a mí nadie me dice nada. No habría guardado esto en mi habitación, lo habría escondido en otro sitio… en el cuarto del señor Kellard por ejemplo, para que ustedes lo encontraran.
– Usted no sabía que hoy haríamos el registro -le señaló Monk, llevando la argumentación hasta el extremo, pese a que ni él creía en sus palabras-. Quizás usted lo tenía planeado, pero nosotros nos adelantamos.
– Ustedes llevan semanas en la casa -protestó Percival-. Yo ya lo habría hecho, y les habría dicho alguna cosa para incitarlos a buscar. Me habría costado muy poco decir que había visto algo o inducir a la señora Boden a que revisara los cuchillos de la cocina para que se diera cuenta de que le había desaparecido uno. ¡Vamos, hombre! ¿No habría podido hacerlo?
– Sí -admitió Monk-, es posible.
Percival tragó saliva y se atragantó.
– ¿Qué me dice, entonces? -preguntó así que recuperó la voz.
– Que de momento se puede marchar.
Percival lo miró largo rato con los ojos muy abiertos, después dio media vuelta y salió, casi chocando con Evan y dejando abierta la puerta. Monk miró a Evan.
– No creo que haya sido él -dijo Evan en voz muy baja-. La cosa no cuadra.
– No, yo tampoco lo creo -Monk coincidió con él.
– ¿No podría escaparse? -preguntó Evan, lleno de ansiedad.
Monk negó con un gesto.
– Lo sabríamos dentro de una hora, y enseguida enviarían a la mitad de la policía de Londres tras él. Y él lo sabe.
– ¿Quién lo hizo entonces? -preguntó Evan-. ¿Kellard?
– ¿O quizá Rose se figuró que Percival se relacionaba con la señora y lo hizo ella por celos? -dijo Monk pensando en voz alta.
– O bien otra persona que aún no se nos ha ocurrido -añadió Evan con una media sonrisa absolutamente desprovista de humor-. ¿Qué debe de opinar la señorita Latterly?
Monk no tuvo ocasión de contestar porque Harold introdujo la cabeza por la puerta. Estaba muy pálido, tenía muy abiertos los ojos y parecía angustiado.
– El señor Phillips pregunta si están ustedes bien.
– Sí, gracias. Haga el favor de decir al señor Phillips que de momento no hemos llegado a ninguna conclusión. ¿Tiene la bondad de decir a la señorita Latterly que venga?
– ¿Se refiere a la enfermera, señor? ¿No se encuentra usted bien? ¿O es que va usted a…? -dejó la frase colgada, su imaginación corría más de lo debido.
Monk sonrió con amargura.
– No, no voy a decir nada que provoque desmayos. La necesito porque quiero que me dé su opinión sobre un asunto. ¿Quiere decirle que venga, por favor?
– Sí, señor. Yo… sí, señor. -Y se retiró apresuradamente, contento de liberarse de una situación que lo superaba.
– Sir Basil no estará contento -dijo Evan secamente.
– No, supongo que no -admitió Monk-, ni él ni nadie. Todos están deseosos de que detengamos al pobre Percival, de sacarse el asunto de delante y de que nosotros nos vayamos de esta casa.
– Y otro que todavía se pondrá más furioso será Runcorn -dijo Evan poniendo cara larga.
– Sí -dijo Monk lentamente, no sin cierta satisfacción-. Sí, ¿verdad?
Evan se sentó en el brazo de una de las mejores butacas de la señora Willis y dejó balancear las piernas.
– Lo que yo me digo es si el hecho de que no detenga a Percival hará que la persona que sea intente algo más espectacular.
Monk refunfuñó y sonrió ligeramente.
– No deja de ser una idea reconfortante.
Se oyó un golpe en la puerta y, al acudir Evan a abrirla, entró Hester. Parecía desconcertada y llena de curiosidad.
Evan cerró la puerta y se apoyó contra ella.
Monk la puso brevemente al corriente de lo ocurrido, añadiendo a ello lo que él pensaba y lo que pensaba Evan a modo de explicación.
– Una persona de la familia -dijo ella en voz baja.
– ¿Por qué lo dice?
Hester levantó levemente los hombros, no los encogió propiamente, pero frunció el ceño mientras se sumía en sus pensamientos.
– Lady Moidore tiene miedo de algo, no de lo que ya ha ocurrido, sino de algo que teme que ocurra. La detención de un lacayo no la perturbaría, sería como sacarse un peso de encima -sus ojos grises miraban de una manera muy directa-. Entonces ustedes se irían, la gente y los periódicos se olvidarían del asunto y todo el mundo comenzaría a recuperarse. Desaparecerían las mutuas sospechas y todos dejarían de querer demostrar que no eran culpables.
– ¿Y Myles Kellard? -preguntó Monk.
Hester frunció el ceño y buscó lentamente las palabras más adecuadas.
– Si él es el culpable debe de pasar verdadero pánico. No me parece que tenga tanto aplomo como para cubrirse de una manera tan fría. Me refiero al hecho de coger el cuchillo y el salto de cama y esconderlos en la habitación de Percival. -Vaciló-. Me parece que, si la ha matado él, la que escondió las pruebas debe de ser otra persona. Tal vez Araminta. A lo mejor por esto Kellard le tiene tanto miedo.
– ¿Y Lady Moidore lo sabe? ¿O lo sospecha?
– Tal vez.
– O a lo mejor Araminta mató a su hermana al encontrar a su marido en su habitación -apuntó de pronto Evan-. Cae dentro de lo posible. A lo mejor se fue a la habitación de su hermana durante la noche, encontró a su marido, la mató a ella y dejó que el marido cargara con las culpas.
Monk lo miró con considerable respeto. Era una solución que no se le había ocurrido y ahora la veía plasmada en palabras.
– Es muy posible -dijo en voz alta-, me parece mucho más probable que si Percival hubiera ido a la habitación de Octavia y, al verse rechazado, la hubiese apuñalado. Para empezar, difícilmente iría armado con un cuchillo de cocina si quisiera seducir a una mujer y, a menos que ella esperase que él penetraría en su habitación, tampoco lo habría tenido ella. -Se repantigó cómodamente en una de las butacas de la señora Willis-. Y si ella hubiera pensado en la posibilidad de que él fuera a su cuarto -prosiguió-, seguramente habría tenido mejores maneras de defenderse, simplemente informando a su padre de que el lacayo se había propasado, lo que habría sido suficiente para que él lo despidiese. Basil ya había demostrado que estaba más que dispuesto a despedir a un criado en el caso de la camarera involucrada inocentemente en un asunto relacionado con la familia. Con mucho mayor motivo lo habría hecho tratándose de una persona que no era inocente.
Monk vio que lo habían entendido inmediatamente.
– ¿Se lo dirá a sir Basil? -preguntó Evan.
– No tengo elección. Está esperando que detenga a Percival.
– ¿Y a Runcorn? -insistió Evan.
– También tendré que decírselo. Sir Basil se pondrá…
Evan sonrió, no era necesario decir nada más.
Monk se volvió a Hester.
– Tenga cuidado -le recomendó-, sea quien fuere, lo seguro es que quiere que detengamos a Percival. Si no lo hacemos, se sentirá contrariado y puede hacer alguna barbaridad.
– Tendré cuidado -dijo Hester con voz tranquila.
Tanta compostura irritaba a Monk.
– Parece que no valora el riesgo -dijo con voz áspera-, sería un peligro físico para usted.
– Sé lo que es el peligro físico -lo miró, imperturbable, y con un brillo irónico en los ojos-. He visto muchas más muertes que usted y he estado más cerca de la mía que en todo lo que llevo de vida en Londres.
Como la réplica de Monk era inútil, se abstuvo de darla. Esta vez ella tenía razón: Monk lo había olvidado. Se excusó secamente y se dirigió a la parte frontal de la casa para informar a un airado sir Basil.
– En nombre de Dios, ¿qué otra cosa necesita? -gritó, golpeando con el puño en la mesa y haciendo saltar los adornos-. ¡Ha encontrado el arma y la ropa de mi hija manchada de sangre en la habitación de este hombre! ¿Qué espera? ¿Una confesión?
Monk explicó con toda la claridad y la paciencia que le fue posible por qué consideraba que todavía no contaba con suficientes pruebas, pero Basil estaba furioso y se lo sacó de delante con cajas destempladas, al tiempo que llamaba a Harold para que acudiera inmediatamente y le encargaba que fuese a llevar una carta.
Cuando Monk volvió a la cocina, recogió a Evan, salieron los dos a Regent Street y se montaron en un cabriolé para trasladarse a la comisaría e informar a Runcorn. Harold ya se les había adelantado con la carta de sir Basil.
– ¿Se puede saber qué diablos pretende, Monk? -preguntó Runcorn, inclinándose sobre el escritorio y estrujando la carta con la mano-. Tiene pruebas bastantes para hacer colgar dos veces al hombre. ¿Quiere decirme a qué está jugando? ¿Por qué ha dicho a sir Basil que no piensa detenerlo? ¡Vuelva a la casa y deténgalo inmediatamente!
– No creo que sea culpable -dijo Monk con voz imperturbable.
Runcorn estaba anonadado. En su cara alargada se perfiló una expresión de incredulidad.
– ¿Cómo dice?
– Que no creo que sea culpable -repitió claramente Monk con un matiz cortante en la voz.
A Runcorn se le subió el color a las mejillas en forma de manchas en la piel.
– ¡No diga cosas absurdas! ¡Claro que es culpable! -gritó-. ¡Santo Dios, hombre! ¿Acaso no ha encontrado en su habitación el cuchillo y la ropa de la muerta manchada de sangre? ¿Qué más quiere? ¿Qué justificación de inocencia pretende encontrar?
– Que no fue él quien los puso allí -Monk mantenía baja la voz-. Sólo un imbécil dejaría unos objetos como éstos en un lugar donde fuera tan fácil encontrarlos.
– Pero no fue usted quien los encontró, ¿verdad? -exclamó Runcorn, furioso, ahora de pie-. No los encontró hasta que la cocinera le dijo que le faltaba el cuchillo. El condenado lacayo no podía haber sabido que ella lo había encontrado a faltar. No sabía que usted había registrado el sitio.
– Ya lo habíamos registrado una vez, cuando buscábamos las joyas desaparecidas -señaló Monk.
– Pues quiere decir que no registraron bien, ¿no cree? -remachó Runcorn con satisfacción, pasando también ahora por encima de sus palabras-. Usted no esperaba encontrar estas dos cosas y por esto no hizo un registro concienzudo. Una negligencia… usted se figura ser más listo que nadie y saca conclusiones precipitadas. -Se inclinó sobre la mesa, con las manos sobre la misma y los dedos extendidos-. Bueno, pues esta vez se ha equivocado, ¿no le parece? Y ha demostrado una incompetencia total. Si usted hubiera hecho bien su trabajo y la primera vez hubiera hecho un registro a fondo habría encontrado el cuchillo y la ropa y habría ahorrado a la familia muchos quebraderos de cabeza y a la policía tiempo y esfuerzos -gritó agitando la carta-. Si pudiera, le aseguro que le deduciría del salario todas las horas de trabajo que han desperdiciado los agentes por culpa de su incompetencia. Usted ha perdido facultades, Monk, ya no tiene el olfato de antes. Procure paliar sus deficiencias aunque sólo sea en parte volviendo ahora mismo a Queen Anne Street, pidiendo disculpas a sir Basil y deteniendo a ese maldito lacayo.
– Estas cosas no estaban en el sitio donde las encontramos cuando lo registramos la primera vez -repitió Monk. No dejaría que echaran las culpas a Evan y creía que lo que había dicho seguramente era verdad. Runcorn parpadeó.
– Muy bien, entonces quiere decir que lo había metido en otro sitio… y que después lo escondió en el cajón -Runcorn iba levantando cada vez más la voz aun en contra de su voluntad-. Vuelva a Queen Anne Street y detenga al lacayo… ¿he hablado con bastante claridad? No sé cómo decírselo más claramente. ¡Váyase, Monk… y detenga a Percival bajo acusación de asesinato!
– No, no creo que sea culpable.
– A la gente le importa un pepino lo que usted pueda creer o dejar de creer. ¡Haga lo que le he mandado! -A Runcorn le iban subiendo los colores por momentos y se agarraba con fuerza a la superficie de la mesa.
Monk hizo esfuerzos para dominarse y discutir la cuestión. Sólo habría querido una cosa: poder decir a Runcorn que era un imbécil y marcharse.
– Los hechos no cuadran -se esforzó en decir-. Si tuvo ocasión de desembarazarse de las joyas, ¿por qué no la tuvo también para desembarazarse del cuchillo y del salto de cama al mismo tiempo?
– Probablemente no se desembarazó de las joyas -dijo Runcorn con un súbito arranque de satisfacción-. Estoy convencido de que las tiene en su cuarto y, si busca bien, seguro que las encontrará. Metidas dentro de una bota vieja, cosidas en un bolsillo o lo que sea. Después de todo, lo que buscaba esta vez era un cuchillo y ya ha descartado todos los sitios que eran demasiado pequeños para esconderlo.
– La primera vez buscamos joyas -señaló Monk con una sombra de sarcasmo que no pudo disimular-. Difícilmente nos habría pasado inadvertido un cuchillo de trinchar carne y un salto de cama.
– De haber hecho bien su trabajo, así habría sido -admitió Runcorn-, lo que simplemente quiere decir que no lo hicieron bien… ¿no le parece, Monk?
– O esto o estas cosas no estaban allí entonces -admitió Monk, mirándolo fijamente y sin parpadear-, que es lo que le he dicho antes. Sólo un imbécil lo guardaría cuando habría podido limpiar el cuchillo y volverlo a colocar en la cocina sin problema alguno. A nadie le habría sorprendido ver a un lacayo en la cocina, no hacen más que entrar y salir llevando y trayendo recados. Y son los últimos en acostarse porque tienen que cerrar la puerta con llave.
Runcorn ya abría la boca para contradecir sus palabras, pero Monk le hizo callar.
– A nadie le habría sorprendido ver a Percival rondando por la casa a medianoche o más tarde. Podía justificar su presencia en cualquier lugar de la casa, salvo en la habitación de un familiar, naturalmente, diciendo simplemente que había oído golpes en una ventana o que temía que una puerta hubiera quedado abierta. Los señores habrían valorado su diligencia.
– Cualidad para usted envidiable -continuó Runcorn-, ya que ni el más ferviente de sus admiradores la ensalzaría en usted.
– Le habría costado muy poco meter el salto de cama en el hornillo de la cocina, encajar nuevamente la tapadera y quemarlo sin dejar rastro -prosiguió Monk, pasando por alto la interrupción-. Ahora bien, si hubiéramos encontrado las joyas, la cosa habría tenido más sentido. Yo entendería que alguien escondiera unas joyas en la esperanza de poder venderlas algún día o incluso de pensar deshacerse de ellas o de negociarlas a cambio de algo. Pero ¿por qué iba a guardar un cuchillo?
– No sé, Monk -dijo Runcorn entre dientes-. Yo no tengo el cerebro de un lacayo homicida, pero lo que no me puede negar es que había escondido estas dos cosas, ¿no le parece? Usted las encontró.
– Las encontramos, efectivamente -asintió Monk en un alarde de paciencia que hizo subir más el color de las mejillas de Runcorn-, pero esto es precisamente lo que intento demostrarle, señor Runcorn. No hay pruebas que demuestren que fue Percival quien las guardó, ni tampoco que fue él quien las escondió en el cajón. Habría podido ser cualquiera. Su habitación no está cerrada con llave.
Runcorn levantó las cejas.
– ¡Vaya! Primero quiere demostrarme que a nadie se le ocurriría guardar un cuchillo manchado de sangre. Y ahora me dice que fue otra persona, no Percival. Usted se contradice, Monk. -Se inclinó un poco más sobre la mesa y se quedó mirando el rostro de Monk-. No hace más que decir necedades. El cuchillo estaba allí, o sea que, pese a todas sus confusas argumentaciones, alguien debió de esconderlo. Además, estaba en la habitación de Percival. ¿A qué espera? Mire, váyase y deténgalo.
– Alguien se lo guardó con toda deliberación y lo escondió en la habitación de Percival para hacer que pareciera culpable. -Monk dejó a un lado la indignación que sentía y comenzó a levantar la voz, exasperado y negándose a claudicar ni en lo físico ni en lo intelectual-. Si alguien guardó el cuchillo, quiere decir que pensaba utilizarlo.
Runcorn parpadeó.
– Pero ¿quién? ¿Esta lavandera de que habla? No tiene ninguna prueba contra ella. -Hizo un gesto con la mano como descartando la idea-. Ni la más mínima. ¿Quiere decirme qué le pasa, Monk? ¿Por qué se ha emperrado en no detener a Percival? ¿Qué favor le ha hecho este hombre? No creo que se ponga usted de espaldas movido sólo por el ánimo de llevar la contraria. -Entrecerró los párpados, su cara estaba a muy pocos palmos de la de Monk.
Monk seguía sin decidirse a dar un paso atrás.
– ¿Por qué se ha empeñado en culpar a una persona de la familia? -dijo Runcorn entre dientes-. ¡Santo Dios!, ¿no le bastó con el caso Grey y con llevarse a toda la familia por delante? ¿Se le ha metido en la sesera que el culpable tiene que ser forzosamente Myles Kellard por el solo hecho de que se aprovechó de una camarera? Usted quiere castigarlo por esto, ¿verdad? ¿De eso se trata?
– No se aprovechó de una camarera, la violó -lo corrigió Monk con voz clara. Su dicción se hacía más precisa a medida que Runcorn iba perdiendo el control y la rabia le hacía pronunciar las palabras de forma más confusa.
– Está bien, la violó, si lo prefiere… ¡No me sea pedante, se lo ruego! -le gritó Runcorn-. Aprovecharse de una camarera no es el paso previo para asesinar a la cuñada.
– ¡Violar! Violar a una camarera de diecisiete años que, además, está a tu servicio, que es una persona que depende de ti y que por este motivo no se atreverá a poner muchas objeciones ni a defenderse no está tan lejos de ir de noche a la habitación de tu cuñada con intención de aprovecharte de ella y, si la cosa se tercia, violarla. -Monk pronunció la palabra en voz muy alta y clara, dando el valor que correspondía a cada letra-. Si ella dice que no y tú te figuras que lo que dice es sí, ¿qué diferencia hay entre una mujer y otra en lo tocante a este punto?
– Si usted no sabe qué diferencia hay entre una señora y una sirvienta, Monk, quiere decir que es usted más ignorante de lo que aparenta. -El rostro de Runcorn se contrajo como consecuencia de todo el odio y el miedo acumulados durante su larga relación-. Esto no demuestra otra cosa que, pese a toda su ambición y a su arrogancia, usted no deja de ser el paleto provinciano que ha sido toda su vida. Por muchos trajes buenos que lleve y por bien que quiera hablar no se va a convertir en un señor: el patán que lleva debajo acabará apareciendo siempre. -Le brillaron los ojos en un arranque desatado de triunfo amargo. ¡Por fin había dicho algo que bullía en su interior desde hacía años! Sentía una incontenible alegría.
– Hace tiempo que trata de reunir el valor suficiente para decirme todo esto. Desde el día que se dio cuenta de que yo le estaba pisando los talones, ¿no es verdad? -le dijo Monk en tono de mofa-. ¡Lástima que no haya tenido también el valor de enfrentarse con los periódicos y con los señores del Home Office que tanto miedo le meten en el cuerpo! Si usted fuera bastante hombre les diría que no piensa detener a nadie, ni siquiera a un lacayo, sin antes contar con pruebas razonables suficientes para declararlo culpable. Pero no es su caso, ¿verdad? Usted es un alfeñique. Usted se vuelve del otro lado y hace como si no viera lo que no gusta a los señores. Detendrá a Percival porque se pone a tiro. ¿A quién le importa Percival? Sir Basil quedará contento y usted puede empapelarlo y así dejar contentas a todas esas personas que le dan tanto miedo. Puede presentarlo a sus superiores como un caso cerrado, tanto si es verdad como si no lo es, y después ya pueden colgar a ese pobre desgraciado y dejar cerrado el expediente.
Clavó los ojos en Runcorn con inefable desprecio.
– El público le aplaudirá -prosiguió- y los caballeros dirán de usted que es un funcionario probo y obediente. ¡Santo Dios, Percival puede ser un cerdo, un tipo egoísta y arrogante, pero por lo menos no es un cobarde ni un adulador como usted! ¡No pienso detenerlo hasta que se demuestre que es culpable!
La cara de Runcorn se había cubierto de manchas de color púrpura y estaba agarrado con fuerza a la mesa. Le temblaba todo el cuerpo y sus músculos estaban tan tensos que parecía que los hombros le reventarían de un momento a otro la tela de la chaqueta.
– Yo no le he pedido nada, Monk, se lo he ordenado. ¡Vaya a detener a Percival, ahora!
– No.
– ¿No? -En los ojos de Runcorn aleteó una extraña luz: miedo, incredulidad, exaltación-. ¿Se niega usted, Monk?
Monk tragó saliva, sabía lo que hacía.
– Sí. Usted se equivoca y yo me niego.
– ¡Queda usted despedido! -Extendió el brazo en dirección a la puerta-. Usted ya no trabaja en la Fuerza de la Policía Metropolitana. -Tendió su pesada mano hacia él-. Entrégueme su identificación oficial. A partir de este momento deja de ostentar el cargo que tenía, no desempeña ninguna función, ¿me ha entendido? ¡Está usted despedido! ¡Y ahora, salga inmediatamente!
Monk hurgó en su bolsillo y buscó sus documentos. Tenía las manos torpes y le enfurecía poner en evidencia sus gestos desmañados. Le arrojó los papeles sobre la mesa, dio media vuelta y salió del despacho dando grandes zancadas y dejando abierta la puerta.
Al salir al pasillo casi chocó con dos agentes y un sargento cargado con un montón de papeles que estaban allí parados, estupefactos, como si no creyeran lo que veían sus ojos: eran los testigos de un hecho histórico, de la caída de un gigante, de ahí esas miradas en las que se mezclaba el remordimiento con la sensación de triunfo, y también cierto sentimiento de culpabilidad, porque no se esperaban que Monk fuera tan vulnerable. Se sentían superiores, y asustados a la vez.
Los había sorprendido demasiado inesperadamente para que pudieran fingir que no escuchaban, pero él estaba tan absorto en las emociones que lo embargaban que no advirtió el azoramiento de los agentes.
Cuando llegó al pie de la escalera, el agente de servicio ya había tenido tiempo de adoptar una actitud normal y de colocarse de nuevo detrás de su mesa. Abrió la boca para decir algo, pero Monk no le prestó atención, por lo que quedó dispensado de la necesidad.
Hasta que se encontró en la calle bajo la lluvia no sintió el primer estremecimiento que le produjo la comprobación de que no sólo había arruinado su profesión sino incluso su fuente de subsistencia. Hacía quince minutos que era un policía admirado y a veces temido, competente en su trabajo, con una sólida reputación y una gran pericia. Ahora se había convertido en un parado, no tenía trabajo y no tardaría en no tener dinero. Y habría quedado al margen de Percival.
No, había quedado al margen del odio entre Runcorn y él, un odio que se había ido elaborando a lo largo de los años, al margen de la rivalidad, del miedo, de los malentendidos.
¿Quizá también al margen de la inocencia y de la culpa?