Capítulo 7

Araminta estaba impertérrita, de pie en el salón-tocador delante de Monk. Aquélla era una habitación cómoda y confortable especialmente destinada a las mujeres de la casa. Estaba suntuosamente decorada con mobiliario estilo Luis XVI, todo volutas y arabescos, clorados y terciopelos. Las cortinas eran de brocado y el papel que revestía las paredes era de color rosa con relieves dorados. Era una habitación opresivamente femenina en la que Araminta parecía fuera de lugar, no ya por su apariencia, puesto que era una mujer de figura esbelta y osamenta delicada y con una cabellera que era como una llamarada, sino por su actitud, que era casi agresiva. No era una persona propicia a las concesiones, no poseía una suavidad a tono con la dulzura del saloncito rosa.

– Lamento tener que decirle lo que le voy a decir, señor Monk. -Lo miró sin titubeo alguno-. Como es natural, me importa mucho el buen nombre de mi hermana pero, dadas las actuales condiciones de tensión y la tragedia que estamos viviendo, creo que lo único que sirve es la verdad. Aquellos de nosotros que se sienten heridos por las circunstancias tendrán que soportarlas lo mejor que puedan. Monk abrió la boca intentando encontrar unas palabras de ánimo y de consuelo, pero era evidente que Araminta no las necesitaba. Siguió hablando con un dominio tal en la expresión de su rostro que no revelaba tensión alguna ni el más mínimo temblor en sus labios o en su voz.

– Mi hermana Octavia era una persona encantadora y sumamente afectuosa. -Elegía las palabras con mucho cuidado; lo que le decía había sido ensayado antes de que llegara Monk-. Como la mayoría de personas que son conscientes de gustar a los demás, disfrutaba de esa admiración, es más, se sentía hambrienta de ella. Como es lógico, sufrió muchísimo cuando mataron a su marido, el capitán Haslett, en Crimea. Pero esto había ocurrido hacía casi dos años, mucho tiempo para que una persona con el carácter de Octavia se conformara con estar sola.

Esta vez él no la interrumpió, sino que esperó a que continuase hablando, demostrándole únicamente a través de su mirada que le prestaba una atención absoluta.

Los sentimientos más íntimos de Araminta se revelaban a través de una sorprendente inmovilidad, como si hubiera algo dentro de ella que le impidiese moverse.

– Lo que trato de decirle, señor Monk, por mucho que me apene tanto a mí como a mi familia, es que Octavia de vez en cuando alentaba en los lacayos una admiración totalmente personal y de naturaleza mucho más familiar que la debida.

– ¿A qué lacayo se refiere, señora? -No sería él quien pusiera el nombre de Percival en boca de Araminta.

Una sombra de irritación torció el gesto de Araminta.

– A Percival, por supuesto. No hace falta que se ande con comedias conmigo, señor Monk. ¿Acaso Harold se da esos aires? Además, usted lleva el tiempo suficiente en la casa para haberse dado cuenta de que Harold está encandilado con la camarera del salón y que no es probable que mire a nadie más con los mismos ojos… por mucho que esto pudiera beneficiarlo. -Araminta hizo un gesto nervioso con los hombros, como quien se sacude una idea desagradable-. Es más que probable que esa chica no sea tan encantadora como él imagina, de manera que le conviene creer más en los sueños que sufrir la desilusión de la realidad. -Por vez primera apartó de él los ojos-. Estoy segura de que se convierte en una chica sosa y aburrida cuando uno se ha cansado de mirar su cara bonita.

Si Araminta hubiera sido una mujer del montón, quizá Monk habría sospechado que por su boca hablaba la envidia pero, tratándose de una mujer excepcionalmente guapa como ella, no era muy probable.

– Los sueños imposibles terminan siempre cuando uno despierta -admitió Monk-, pero a lo mejor sale de esa obsesión antes de que descubra la realidad. Esperémoslo.

– Es un asunto que no me interesa -dijo Araminta, volviendo a mirarlo fijamente y recordándole el tema que interesaba-. Lo que yo quiero es informarle de la relación de mi hermana con Percival, no de las fantasías que pueda hacerse Harold con la camarera del salón. Dado que es irrefutable que quien mató a mi hermana es una persona que vive en esta casa, importa que usted sepa que entre ella y el lacayo existía una relación que excedía lo normal en estos casos.

– Me parece una información importante -repuso Monk, sereno-. Pero ¿por qué no me lo dijo antes, señora Kellard?

– Porque no lo creí necesario, evidentemente -replicó ella de inmediato-. No es muy agradable tener que admitir una cosa como ésta… y menos a la policía.

No precisó si lo había hecho por las implicaciones del crimen o por la indignidad que suponía tener que tratar un asunto como aquél con una persona del nivel social de un policía, pero por la expresión de desprecio que su boca dibujaba Monk dedujo que se trataba de lo último.

– Gracias por decirlo ahora, entonces. -Monk trató de disimular lo mejor que pudo la indignación que pudiera revelar su expresión, y se vio recompensado e insultado a la vez al ver que ella parecía no haberse dado cuenta-. Haré las oportunas pesquisas en este sentido -terminó.

– Lo encuentro muy natural. -Levantó sus finas y rojizas cejas-. No habría pasado por el desagradable trance de confesarle una cosa así simplemente para que usted me prestase oído y se cruzara de brazos.

Monk se tragó cualquier comentario que habría podido hacerle y se limitó a abrir la puerta para que ella pasara primero y a desearle buenos días.

No le quedaba otra alternativa que enfrentarse con Percival ahora que ya había reunido, gracias a las informaciones de todos, los fragmentos de cosas conocidas e imaginadas y las valoraciones de los personajes. Nada que pudiera añadirse podría probar nada, las palabras sólo revelarían miedo, oportunismo o malicia. Era indudable que Percival, con mayor o menor motivo, gozaba de las antipatías de algunos de sus compañeros de trabajo. Era arrogante y áspero y había jugado, como mínimo, con el afecto de una mujer, lo que había dado lugar a un testimonio endeble y nada fiable, por no decir otra cosa peor.

Esta vez Percival presentó una actitud diferente; seguía presente aquel miedo impregnándolo todo, pero era mucho menos invasor. En la manera de ladear la cabeza y en la insolencia al mirar se evidenciaba una recuperación de la antigua confianza. Monk se dio cuenta inmediatamente de que habría sido inútil tratar de sembrar el pánico en él intentando forzar una confesión.

– ¿Usted dirá, señor? -dijo Percival esperando con aire expectante, plenamente consciente de las celadas y posibles trampas verbales.

– Tal vez la discreción le impidió confesarlo antes -dijo Monk-, pero la señora Haslett era una de las que profesaba por usted algo más que la consideración propia de su condición, ¿no es verdad? -Percival sonrió mostrando los dientes-. No deje que la modestia guíe su respuesta, ya que la información me ha llegado a través de otra fuente.

La boca de Percival esbozó una sonrisa cargada de afectación, pero no por esto se olvidó de cuál era su situación.

– Sí, señor. La señora Haslett me tenía… una gran consideración.

De pronto a Monk le enfureció aquella vanidad del hombre, su intolerable engreimiento. Recordó a Octavia muerta, tendida y con aquella herida oscura que le bajaba a lo largo de la bata. Le había parecido tan vulnerable entonces, tan indefensa e incapaz de protegerse… lo cual en realidad era absurdo, ya que ella era la única persona de toda aquella tragedia que ahora estaba más allá de la conmiseración o de las mezquinas fantasías de la dignidad, pero a Monk le herían amargamente las referencias que hacía de ella aquel repugnante hombrecillo, su autocomplacencia, incluso sus pensamientos mismos.

– ¡Qué cosa tan estupenda para usted! -le dijo Monk con acritud-, aunque a veces debía resultar embarazoso, ¿no?

– No, señor -se apresuró a responder Percival con un evidente sentimiento de vanidad-. Ella era muy discreta.

– Ya lo supongo -admitió Monk, despreciando a Percival todavía más que antes-. Después de todo, era una señora, aunque ocasionalmente lo olvidase. Los finos labios de Percival se torcieron en un gesto de irritación. El desprecio de Monk le había llegado al alma. No le gustaba que le recordasen que el hecho de que una señora admirase a un lacayo como él era rebajarse.

– Veo que no lo entiende -dijo Percival con desprecio. Miró a Monk de arriba abajo y se irguió un poco más, antes de añadir-: La verdad, no me extraña.

Monk no tenía ni idea de qué mujeres ni de qué clase le habían admirado a él de forma similar. Su memoria estaba en blanco, pero se le estaba acabando la paciencia.

– No lo entiendo pero lo imagino -replicó agresivamente-. He detenido a algunas putas en diversas ocasiones.

Las mejillas de Percival se encendieron, pero no se atrevió a decir lo que se le ocurría. Le devolvió la mirada con ojos brillantes.

– ¿De veras, señor? Su trabajo debe de ponerlo en contacto con muchos tipos de personas que desconozco por completo. ¡Es lamentable! -Ahora sus ojos lo miraban de tú a tú y con dureza-. Pero entiendo que es necesario, como limpiar cloacas: alguien tiene que hacerlo.

– Una situación precaria, ¿no? -dijo Monk haciendo caso omiso de aquellas insinuaciones-. Si gozas de la admiración de una señora, debe ser difícil saber dónde estás. Tan pronto hay que hacer de criado, mostrarse disciplinado y respetuosamente inferior, como hay que hacer de amante, lo que te lleva a creer que eres más poderoso, más dueño de la situación de lo que eres en realidad. -Sonrió de una manera bastante parecida a como sonreía Percival-. Después, antes de tener tiempo de saber dónde estás, vuelves a quedar rebajado a la condición de lacayo: «sí, señora», «no, señora». Y al final, cuando la señora se ha aburrido o ya tiene bastante, te dice que ya puedes retirarte, y que te vayas a tu habitación. ¡Qué difícil no cometer errores! -Miró la cara de Percival y las emociones sucesivas que se iban reflejando en ella-. ¡Qué difícil no perder los estribos!

Ya había vuelto… ya había aparecido la primera sombra de miedo real, aquellas gotitas de sudor que brotaban en el labio, la respiración entrecortada…

– Yo no perdí nunca los estribos -dijo Percival con la voz rota y la mirada cargada de desdén-. Yo no sé quién la mató… yo no fui.

– ¿No? -preguntó Monk enarcando, muy altas, las cejas-. ¿Quién más podía tener un motivo? Ella no «admiraba» a nadie más, ¿verdad? Ella no dejó dinero alguno, no encontramos nada que pueda indicarnos que supiera alguna cosa vergonzosa para alguna persona. No encontramos a nadie que la odiase…

– Porque ustedes no son muy listos, ¿sabe? -Percival tenía entrecerrados y muy brillantes sus ojos oscuros-. Ya le he dicho que Rose la odiaba porque estaba más celosa de ella que una gata. ¿Y el señor Kellard? ¿O está usted tan bien enseñado que no acusa a un aristócrata si puede colgarle el muerto a un criado?

– Seguro que a usted le gustaría que yo le preguntase por qué el señor Kellard iba a querer matar a la señora Haslett. -Monk también estaba alterado, pero no quería replicar a la pulla porque hubiera equivalido a admitir que lo había herido. Si por él fuera, estaba igualmente dispuesto a acusar a una persona de la familia que a un criado, pero sabía qué diría Runcorn y qué quería empujarlo a hacer, por lo que se sentía frustrado por igual ante él que ante Percival-. Y usted me lo dirá tanto si se lo pregunto como si no, con tal de apartar la atención de usted.

Aquello robó a Percival buena parte de su satisfacción, que era precisamente lo que Monk se había propuesto. No obstante, no podía continuar en silencio.

– A él le gustaba la señora Haslett -dijo Percival con voz dura, pero tranquila-. Y cuanto más se lo sacaba ella de encima, más le gustaba a él… las cosas estaban así.

– ¿O sea que la mató él? -dijo Monk, dejando los dientes al descubierto en un gesto que no llegaba a sonrisa-. ¡Extraña manera de convencerla! Así la dejaba definitivamente fuera de su alcance, ¿no le parece? ¿O le atribuye una cierta necrofilia?

– ¿Cómo?

– Una relación sexual con una persona muerta -le explicó Monk.

– ¡Qué asco! -exclamó Percival con una mueca.

– O quizás estaba tan colado por ella que decidió que, ya que no podía ser para él, que no fuera para nadie -apuntó Monk en tono sarcástico. Pero éste no era el tipo de pasión que ninguno de los dos atribuía a Myles Kellard y él lo sabía.

– ¡Usted se hace el loco a sabiendas! -le espetó Percival hablando entre dientes-. No es que sea usted muy inteligente, como demuestra claramente su forma de llevar este caso, pero tampoco es tan tonto como quiere hacer creer. Lo que quería el señor Kellard era acostarse con ella y punto, nada más. Pero no es un hombre al que le guste que le den esquinazo. Y si a él le gustaba la señora Haslett y ella le dijo que se lo contaría a todo el mundo, él tuvo que matarla para hacerla callar. No podía taparle la boca como hizo con la pobre Martha. Una cosa es violar a una criada, eso a nadie le importa… pero violar a la hermana de tu mujer es harina de otro costal. Para un asunto así el viejo ya no le cubriría las espaldas.

Monk lo miró fijamente. Esta vez Percival había atraído su atención sin paliativos y él lo sabía; la victoria resplandecía en sus ojos, que tenía entrecerrados. Le molestaba hacerlo, pero no tenía más remedio que preguntar:

– ¿Quién es Martha?

Percival esbozó una lenta sonrisa. Tenía unos dientes pequeños y regulares. -Era -le corrigió-. Sólo Dios sabe dónde habrá ido a parar… estará en un asilo, suponiendo que esté viva.

– Bien, ¿quién era la chica?

Miró a Monk con mirada satisfecha.

– La camarera del salón antes de Dinah. Una chica preciosa, de cuerpo alto y esbelto. Con andares de princesa. Él se encaprichó con la chica y no aceptó un no por respuesta. No tragaba que ella se negara en serio. La violó y santas pascuas.

– ¿Y usted cómo lo sabe? -Monk se sintió escéptico, aunque sabía que podía haber algo de verdad. Percival lo decía con demasiada seguridad para que fuera puramente una invención maliciosa, ahora su piel no rezumaba el sudor del miedo. Estaba muy tranquilo, el cuerpo distendido pero excitado.

– Los criados son invisibles -replicó Percival con ojos muy abiertos-. ¿No lo sabía? Forman parte del mobiliario. Oí lo que decía sir Basil cuando lo arregló todo. Echaron a la calle a la pobre desgraciada por tener la lengua larga y poca moralidad. Tuvo que largarse sin tiempo siquiera para contar lo que había pasado. Cometió el error de acudir a él porque tenía miedo de haber quedado embarazada, y lo estaba. Lo bueno del caso es que él no dudó de sus palabras, sabía que decía la verdad. Pero le dijo que todo había sucedido de aquella manera porque ella debía de haberlo incitado, que la culpa era suya. La echó sin referencias. -Se encogió de hombros-. ¡Sabe Dios qué habrá sido de ella!

Monk pensó que la ira de Percival era más producto de la ofensa a los de su clase que lástima de la chica en particular, aunque le avergonzó pensar así. Sabía que se mostraba duro al hacerse aquellas consideraciones y que no tenía pruebas, pese a lo cual no varió de actitud.

– ¿Y ahora no sabe usted dónde está?

Percival soltó un resoplido.

– ¿Una criada sin trabajo ni referencias, sola en Londres y con un hijo? ¿Dónde le parece que puede estar? No puede ir a un taller porque tiene un niño ni tampoco a un burdel por la misma razón. Estará en un asilo, supongo… o en el cementerio.

– ¿Cuál era su nombre completo?

– Martha Rivett.

– ¿Cuántos años tenía?

– Diecisiete.

A Monk no le sorprendió el caso, pero sintió una rabia incontenible y un absurdo deseo de llorar. No sabía por qué le daba lástima una muchacha que ni siquiera conocía. Seguramente había visto a centenares como ella, muchachas sencillas, violadas, expulsadas a la calle sin la menor sombra de remordimiento. Seguro que había visto rostros como el de ella, rostros de mujeres derrotadas en los que se leía la esperanza y la muerte de la esperanza y que había visto también sus cuerpos agredidos por el hambre, la violencia y la enfermedad.

¿Por qué sentía aquel dolor? ¿Por qué no se había curtido aquella herida? ¿Acaso aquel hecho le recordaba algo o alguien que lo tocaba muy de cerca? ¿Era lástima o remordimiento? Tal vez no lo sabría nunca. Era un recuerdo que se había desvanecido, como casi todo lo demás.

– ¿Quién más se enteró? -preguntó con una voz cargada de emoción, aunque los sentimientos que revelaba podían ser otros.

– Que yo sepa, sólo lady Moidore. -En los ojos de Percival brilló una chispa fugaz-. Quizá fue esto lo que descubrió la señora Haslett. -Levantó ligeramente los hombros-. Quizás ella lo amenazó con contárselo todo a la señora Kellard. Y a lo mejor hasta llegó a decírselo aquella misma noche… -Dejó la frase colgada en el aire. No necesitaba añadir que tal vez Araminta había matado a su hermana en un acceso de rabia y de vergüenza para impedir que fuera con el cuento a toda la casa. Las posibilidades eran muchas, todas detestables, y no tenían nada que ver con Percival ni con ninguno de los demás criados.

– ¿Y usted no se lo dijo a nadie? -le preguntó Monk con evidente escepticismo-. ¿Usted estaba al tanto de una cosa tan importante como ésta y la guardó en secreto? ¡Eso era ni más ni menos lo que quería la familia! Fue muy discreto y obediente. ¿Y por qué, si puede saberse? -Dejó traslucir en su voz una imitación lo más exacta posible del desprecio que Percival le había demostrado unos momentos antes-. Saber una cosa así es un arma… ¿quiere hacerme creer que no la utilizó?

Pero Percival no se sintió derrotado.

– No entiendo a qué se refiere, señor.

Monk sabía que mentía.

– No había razón para decírselo a nadie -prosiguió Percival-, ¿qué interés podía tener? -Volvió a sus labios la sonrisa desdeñosa-. A sir Basil seguramente no le iba a gustar y a lo mejor también yo acababa en un asilo. Pero ahora es diferente, ahora es una cuestión de deber que cualquier amo comprendería. Ahora se trata de esconder un crimen…

– ¿O sea que de pronto la violación se ha convertido en crimen? -Monk se sentía asqueado-. ¿Desde cuándo? ¿Desde que el cuello de usted está en peligro?

Si el comentario asustó o descolocó a Percival no se reflejó en la expresión de su rostro.

– No, la violación no, señor… el asesinato. El asesinato siempre ha sido un delito. -Sus hombros volvieron a levantarse en un expresivo gesto-. Suponiendo que se le llame asesinato, no justicia, privilegio o cosa parecida.

– Como ocurre con la violación de una criada, por ejemplo. -Monk por una vez estaba de acuerdo con él, también él odiaba aquel tipo de cosas-. Muy bien, puede marcharse. -¿Quiere que le diga a sir Basil que quiere verlo?

– Si quiere conservar su puesto, mejor que no se lo diga en estos términos.

Percival no se molestó en responder, salió caminando con absoluta naturalidad e incluso con una cierta gracia, el cuerpo totalmente distendido.

Monk estaba demasiado preocupado, demasiado furioso ante aquella terrible injusticia y los sufrimientos que comportaba y también receloso de su entrevista con Basil Moidore como para permitirse sentimientos de desprecio hacia Percival.

Pasó casi un cuarto de hora antes de que apareciera Harold para decirle que sir Basil se entrevistaría con él en la biblioteca.

– Buenos días, Monk. ¿Quería verme? -Basil estaba de pie junto a la ventana con la butaca y la mesa situadas entre los dos, lo que imponía una cierta distancia. Tenía aire preocupado y en su rostro se marcaban unas arrugas que denotaban impaciencia. Monk lo irritaba con sus preguntas, su actitud, la forma misma de su cara.

– Buenos días, señor -contestó Monk-. Esta mañana he sabido algunas cosas y quisiera preguntarle si son verdad y, si es así, que me diga qué más sabe al respecto.

Basil no mostró ningún signo de preocupación, sino tan sólo un limitado interés. Su luto era riguroso, pero elegante y distinguido. No era el luto propio de una persona hundida por la pena.

– ¿De qué se trata, inspector?

– De una sirvienta que trabajó en esta casa hace dos años y cuyo nombre era Martha Rivett.

A Basil se le tensaron los rasgos y se apartó de la ventana irguiéndose todavía más.

– ¿Y eso qué tiene que ver con la muerte de mi hija?

– ¿La muchacha fue víctima de una violación, sir Basil?

Sir Basil abrió más los ojos y en su rostro asomó un sentimiento de desagrado, sustituido poco después por una expresión concentrada.

– ¡No tengo ni la más mínima idea!

Monk consiguió a duras penas dominarse.

– ¿No acudió a usted para comunicarle que la habían violado?

La boca de sir Basil esbozó una media sonrisa mientras la mano, que colgaba a un lado del cuerpo, comenzó a abrirse y a cerrarse.

– Mire, inspector, si usted tuviera una casa con un personal tan numeroso como yo en la mía, formado en gran parte por mujeres jóvenes, imaginativas y dadas a reacciones histéricas, a buen seguro que tendría que escuchar un montón de historias sobre enredos, ataques y contraataques de todo tipo. No le niego que vino a verme para decirme que había sufrido una agresión, pero no puedo saber si era verdad lo que decía o si había quedado en estado debido a su conducta y quería descargar las culpas en otra persona, para que nosotros nos ocupásemos de ella. Es posible que alguno de los criados llevara sus desahogos más allá… -Distendió las manos y se encogió ligeramente de hombros.

Monk se mordió la lengua pero dirigió a Basil una mirada cargada de dureza.

– ¿Eso cree usted, señor? Usted habló con la chica. Tengo entendido que ella acusó al señor Kellard, dijo que había sido él quien la había asaltado. Imagino que usted también hablaría con el señor Kellard. ¿Le dijo, quizá, que él no tenía nada que ver?

– ¿Y eso qué le importa, inspector? -dijo Basil fríamente.

– En caso de que el señor Kellard violara a la chica, sí me importa, sir Basil, ya que este hecho podría ser la raíz del crimen que nos ocupa.

– ¿En serio? No entiendo por qué. -En su voz no había ni deseo de conciliación ni tampoco ultraje.

– Bueno, entonces tendré que explicárselo -dijo Monk entre dientes-. En el supuesto de que el señor Kellard violara a aquella desgraciada, el hecho se ocultó y echaron a la chica a la calle, abandonada a lo que pudiera depararle el destino, lo que dice muchas cosas acerca de la manera de ser del señor Kellard y de que está convencido de que puede forzar a las mujeres a aceptar sus atenciones con independencia de cuáles puedan ser sus sentimientos. Es muy probable que admirara a la señora Haslett y de que intentara también obligarla a aceptar sus atenciones.

– ¿Y que la asesinara? -Basil estaba considerando la posibilidad, había cautela en su voz, el inicio de una nueva línea de pensamiento, aunque profundamente marcada por la duda-. Martha no insinuó en ningún momento que la amenazara con arma alguna y es perfectamente evidente que no la lastimó en absoluto.

– ¿La hizo usted examinar? -le preguntó Monk a quemarropa.

A Basil se le encalabrinaron los nervios.

– ¡No, naturalmente! ¿Para qué? Ella no dijo en ningún momento que hubiera mediado violencia, ¡ya se lo he dicho!

– Creo que no lo explicó porque lo consideró inútil, y no iba desencaminada: denunció que la habían violado y la echaron a la calle sin referencias, sin otro sitio donde vivir o morir. -Así que hubo pronunciado aquellas palabras se dio cuenta de que eran fruto del genio, no de la reflexión.

A Basil se le encendieron las mejillas debido a la indignación.

– ¡Una mocosa que hace de criada en mi casa se queda embarazada y acusa al marido de mi hija de haberla violado! ¡Por el amor de Dios, hombre! ¿Cree usted que iba a dejarla en mi casa? ¿O que la recomendaría a algún amigo? -Seguía en el extremo opuesto de la estancia, mirando a Monk por encima de la mesa y de la butaca que los separaban-. Mi deber es proteger a mi familia y de manera especial a mi hija procurando su bienestar, así como el bienestar de mis amigos. Recomendar una chica así a un amigo y darle unas referencias sin considerar lo que había afirmado acerca de su amo habría demostrado una falta de responsabilidad absoluta.

Monk habría querido preguntarle acerca de su responsabilidad sobre Martha Rivett, pero sabía que de haberle hecho una afrenta de tal naturaleza probablemente habría propiciado la queja que Runcorn estaba esperando y le habría proporcionado una excusa para censurarlo y quizás incluso retirarle el caso de las manos.

– ¿Usted no creyó lo que dijo la chica, señor? -A duras penas conseguía dominarse-. ¿Negó el señor Kellard que había mantenido relaciones con ella?

– No, no lo negó -respondió Basil con viveza-. Dijo que ella lo había incitado y que había consentido plenamente y que sólo más tarde, cuando descubrió que estaba embarazada, lo acusó para protegerse. Yo diría que quería obligarnos a ocuparnos de ella para impedir que divulgara el incidente. Esa chica tenía una moral muy laxa y se había propuesto sacar tajada de la ocasión, es de lo más evidente.

– O sea que usted dio el caso por cerrado y supongo que creyó la versión que le dio el señor Kellard.

Basil lo miró con frialdad.

– No, la verdad es que no. Yo no digo que él no impusiera sus pretensiones a la chica, pero es un detalle que ahora importa poco. Los hombres tienen apetencias naturales, siempre ha sido así. Soy del parecer de que la chica coqueteó con él y de que él interpretó mal sus avances. ¿Insinúa usted que intentó lo mismo con mi hija Octavia?

– Podría ser.

Basil frunció el ceño. -Y en caso de que lo hiciera, ¿por qué su comportamiento debía conducir necesariamente al asesinato, que es lo que usted parece apuntar? Si ella lo hubiera atacado, caería dentro de lo posible, pero ¿matarla?

– A lo mejor ella amenazó con decirlo -replicó Monk-. Parece que eso de violar a una criada se puede aceptar, pero ¿habría usted visto con igual condescendencia que hubiera violado a su hija? ¿Y qué me dice de la señora Kellard, si se hubiera enterado?

Basil tenía el rostro surcado por profundas arrugas, que ahora el disgusto y la ansiedad hacían más trágicas.

– Ella no lo sabe -dijo lentamente, mirando a Monk a los ojos-. Confío en que le he hablado claramente, ¿verdad, inspector? Si ella se enterara del fallo de Myles, se vendría abajo y no serviría de nada. Es su marido y continuará siéndolo. No sé qué hacen las mujeres del mundo de usted cuando se encuentran en una situación así, pero las de nuestro mundo arrostran los problemas con dignidad y en silencio. ¿Me ha comprendido?

– Del todo -respondió Monk con acritud-. Si ella no lo sabe, no seré yo quien se lo diga a menos que sea necesario… y supongo que entonces ya será de dominio público. También yo quisiera pedirle un favor, señor, y es que no advierta al señor Kellard que yo estoy al corriente del asunto. No me hago muchas ilusiones con respecto a que confiese algo, pero espero mucho de su reacción inmediata cuando se lo diga.

– O sea que usted quiere que yo… -comenzó a decir Basil, evidentemente indignado, aunque calló al darse cuenta de lo que iba a decir.

– Eso mismo -admitió Monk torciendo el gesto-. Dejando aparte los fines de la justicia con respecto a la señora Haslett, usted y yo sabemos que fue alguien de la casa. Si usted protege al señor Kellard para ahorrarse un escándalo, o un disgusto en el caso de la señora Kellard, no hace más que alargar las pesquisas, las sospechas, las penas que sufre lady Moidore, cuando es evidente que al final alguien de la casa tendrá que pagar los platos rotos.

Se miraron un momento y sus miradas reflejaron la mutua antipatía que se tenían… pero también que se habían entendido perfectamente.

– En caso de que sea preciso que la señora Kellard se entere, se lo diré yo -dictaminó Basil.

– Como usted quiera -accedió Monk-, aunque yo que usted no esperaría mucho. Si yo puedo sacar partido de la noticia, también ella…

Basil se irguió.

– ¿Y a usted quién se lo ha dicho? ¡Seguro que no ha sido Myles! ¿Ha sido lady Moidore?

– No, no he hablado con lady Moidore.

– Bueno, no me entretenga más, hombre. ¿Quién ha sido?

– Prefiero callármelo, señor.

– ¡Me importa un rábano lo que usted prefiera! ¿Quién ha sido?

– Ya que me obliga… le diré que me niego a decírselo.

– ¿Cómo dice? -intentó sostener la mirada de Monk hasta que comprendió que no estaba en condiciones de intimidarlo sin una amenaza específica y que no estaba preparado para formularla. Volvió a bajar los ojos; no estaba acostumbrado a que lo retasen, por esto le fallaba la reacción rápida-. Bueno, prosiga sus averiguaciones de momento, pero acabaré por enterarme, se lo prometo.

Monk no se apoyó excesivamente en su victoria, era demasiado endeble y el enfrentamiento que había surgido entre los dos demasiado volátil.

– Sí, señor, es muy posible. Puesto que ella es la única persona más que, según a usted le consta, está enterada del asunto, ¿podría hablar con lady Moidore?

– Dudo que ella pueda facilitarle ningún dato. El que se ocupó del asunto fui yo.

– De eso estoy seguro, señor, pero también ella se enteró del lance y es posible que observara emociones en la gente que a usted le pasaron por alto. Pudo tener oportunidades que usted no tuvo, ocasiones que brinda la vida doméstica; las mujeres suelen tener más sensibilidad para este tipo de cosas.

Basil titubeó.

Monk pensó en varios aspectos de la situación: el final abrupto del caso, hacer justicia a Octavia… y entonces la cautela le apuntó que Octavia estaba muerta y que Basil podía pensar que lo que ahora más importaba era salvaguardar la fama de los vivos. Ya no podía hacer nada por Octavia, pero podía proteger a Araminta de sufrir una terrible vergüenza o algún daño. Monk acabó por no decir nada.

– Muy bien -admitió Basil a contrapelo-, pero que esté presente la enfermera y, en caso de que lady Moidore se sintiera mal, que abandone inmediatamente el interrogatorio. ¿Está claro?

– Sí, señor -dijo Monk al momento, al tiempo que pensaba que para él supondría una ventaja imprevista contar con las impresiones de Hester-. Gracias.

Volvieron a hacerlo esperar mientras Beatrice se vestía convenientemente para recibir a la policía y, alrededor de media hora más tarde, apareció Hester en la salita para acompañarlo a la sala de estar.

– Cierre la puerta -le ordenó Monk así que la vio entrar.

Hester obedeció y lo observó llena de curiosidad.

– ¿Sabe algo? -le preguntó a Monk con cautela, como si previera que, independientemente de lo que hubiera podido averiguar, era algo que no le gustaba del todo.

Esperó a que hubiera cerrado la puerta y a que se situase en el centro de la habitación.

– Hace dos años que en esta casa había una sirvienta que acusó a Myles Kellard de haberla violado y que, a consecuencia de esto, fue despedida sin referencias.

– ¡Oh! -Hester pareció sobresaltarse. Era evidente que no se había enterado del particular a través de los criados. Así que de su rostro hubo desaparecido la sorpresa, apareció la cólera y se le encendieron las mejillas-. ¿Se refiere a que la echaron a la calle? ¿Qué le pasó a Myles?

– Nada -dijo Monk secamente-. ¿Qué esperaba que le pasase?

Hester estaba muy erguida, los hombros echados para atrás y la barbilla levantada, y lo miraba fijamente. Fue percatándose con rapidez de que lo que él acababa de decir era un hecho inexorable, mientras que sus ilusiones iniciales de justicia y transparencia chocaban siempre con la realidad.

– ¿Quién está enterado? -preguntó al fin.

– Sólo sir Basil y lady Moidore, que yo sepa -replicó Monk-. Por lo menos eso cree sir Basil.

– ¿Y a usted quién se lo dijo? Sir Basil no, seguro.

Monk sonrió, pero su boca se torció en una mueca de desagrado.

– Percival, cuando se dio cuenta de que yo iba estrechando el círculo en torno a él. No estaba dispuesto a sumirse en las tinieblas por culpa de ellos, no quería acabar como la pobre Martha Rivett. Si Percival tiene que hundirse, hará cuanto esté en su mano para arrastrar tras él a cuantos más mejor.

– A mí ese hombre no me gusta -dijo Hester con voz tranquila y bajando los ojos-, pero no le censuro que se defienda. Creo que yo haría lo mismo. Quizá sería capaz de soportar una injusticia por alguien a quien amase, pero no por esta clase de gente, no por personas que piensan que otros deben cargar con sus culpas para poder salir con las manos limpias. ¿Qué preguntará a lady Moidore? Si usted sabe que es verdad…

– No, no lo sé -la contradijo Monk-, Myles Kellard dice que la chica era ligera de cascos y que lo incitó, y a Basil le tiene sin cuidado que eso sea verdad o no. Ella no podía seguir en la casa habiendo acusado a Kellard, y además estaba embarazada. Lo único que le importaba a Basil era quitarse el problema de encima y proteger a Araminta.

Hester puso cara de sorpresa.

– ¿Ella no sabe nada?

– ¿A usted le parece que sí? -le preguntó él a bocajarro.

– Lo que a mí me parece es que ella lo odia por algo. Tal vez no sea por esto pero…

– Puede ser por cualquier otra razón -admitió él- pero, aun así, no veo que saberlo pueda ser un motivo para matar a Octavia… aunque ésta hubiera descubierto el día anterior lo de la violación.

– Yo tampoco -admitió ella-. Hay algo muy importante que todavía no sabemos.

– Y no creo que me entere a través de lady Moidore. De todos modos, lo mejor que puedo hacer es verla ahora. No quisiera que sospechasen que usted y yo hablamos de ellos, de lo contrario a partir de ahora no se manifestarían con la misma libertad delante de usted. ¡Vamos!

Hester, obediente, volvió a abrir la puerta y lo acompañó a través del amplio vestíbulo hasta la sala de estar. El día era frío y ventoso y en los largos ventanales repiqueteaban las primeras gotas de lluvia. El fuego crepitaba en la chimenea y su fulgor iluminaba la roja alfombra Aubusson y se propagaba hasta el terciopelo de las cortinas que colgaban de las barras coronadas por bastidores con abundantes y ricos pliegues y faldones rematados de flecos que rozaban el suelo.

Beatrice Moidore estaba sentada en la butaca más grande, vestida de luto riguroso, como si quisiera recordarles con su atuendo la desgracia que la abatía. Pese a su hermosa cabellera, o quizá por ella, parecía muy pálida, pero le brillaban los ojos y parecía estar muy atenta.

– Buenos días, señor Monk. Siéntese, por favor. Parece que quiere hacerme algunas preguntas, ¿no es así?

– Buenos días, lady Moidore. Sí, quisiera preguntarle algunas cosas, si usted me permite. Sir Basil me ha pedido que la señorita Latterly estuviera presente en la conversación por si usted se encontraba mal y necesitaba de su ayuda. -Obedeciendo a su invitación se sentó en una de las butacas colocadas frente a ella. Hester se quedó de pie como correspondía a su condición.

Por los labios de Beatrice pasó una media sonrisa, provocada por algo que él no pudo entender.

– Muy precavido -dijo con expresión indescifrable-. ¿Qué me quiere preguntar? No sé nada más que no supiera ya la última vez que hablamos.

– Yo sí, señora.

– ¿En serio? -esta vez apareció en su rostro la sombra del miedo, lo miró con desconfianza y sus blancas manos, que descansaban en su regazo, se tensaron.

¿Miedo por quién? No por ella. ¿Quién la inquietaba hasta tal punto que, aun sin saber qué había averiguado Monk, temía por esa persona?

– ¿Qué quería preguntarme, señor Monk? -Tenía la voz quebrada, pero la mirada límpida.

– Quiero excusarme por suscitar una cuestión que puede resultarle dolorosa, pero sir Basil me ha confirmado que hace unos dos años una de las sirvientas de esta casa, una muchacha llamada Martha Rivett, denunció que el señor Kellard la había violado. -Observó su expresión y vio que se le tensaban los músculos del cuello y se le marcaba el ceño entre sus cejas delicadas. Sus labios se torcieron en una mueca de desagrado.

– No veo qué puede tener que ver con la muerte de mi hija. Eso ocurrió hace dos años y ella no tenía ninguna relación con el asunto. Ni siquiera llegó a enterarse.

– ¿Pero es verdad, señora? ¿Violó el señor Kellard a la camarera del salón?

– No lo sé. Como mi marido la despidió, debo suponer que ella era como mínimo en parte culpable de lo ocurrido. Sí, es posible. -Hizo una profunda aspiración y tragó saliva. Monk vio el movimiento forzado del cuello-. Es muy posible que la chica tuviera otra relación y quedara embarazada y que, al objeto de protegerse, echase la culpa a una persona de la familia, pensando que nosotros nos sentiríamos responsables y nos haríamos cargo de ella. Son cosas que, desgraciadamente, ocurren.

– Sí, supongo que sí -admitió él, consiguiendo con gran esfuerzo mantener un tono de voz neutro. Sabía perfectamente que Hester estaba detrás de la silla e imaginaba cómo se sentiría-. Pero si esto era lo que esperaba, debió llevarse un buen chasco, ¿verdad?

Beatrice palideció y movió apenas la cabeza hacia atrás, como si acabara de recibir un golpe pero optara por ignorarlo.

– Es terrible, señor Monk, acusar falsamente a una persona de un hecho como ése.

– ¿Ah, sí? -preguntó Monk, sardónico-, pues no veo que haya afectado en nada al señor Kellard.

– Será porque no prestamos ningún crédito a la chica -respondió Beatrice ignorando la pulla.

– ¿De veras? -prosiguió él-, pues yo me figuraba, a juzgar por sus palabras, que sir Basil había creído lo que le había dicho la chica.

Beatrice volvió a tragar saliva y pareció bajar un poco de nivel en la butaca donde estaba sentada.

– ¿Qué quiere de mí, señor Monk? Aun suponiendo que la chica dijera la verdad y que fuera víctima de una agresión de Myles, como ella dijo… ¿qué tendría que ver este asunto con la muerte de mi hija?

En aquel momento Monk lamentó haberla interrogado de manera tan abrupta. La desgracia que sufría era importante y ella reaccionaba con evasivas o con una actitud antagónica.

– Demostraría simplemente que el señor Kellard tiene apetencias que está dispuesto a satisfacer -repuso Monk con voz tranquila-, independientemente de lo que pueda suponer para la persona afectada y, teniendo en cuenta el hecho ocurrido, que puede obrar con entera impunidad.

Ante aquellas palabras Beatrice se quedó tan blanca como el pañuelo de batista que estrujaba entre sus dedos.

– ¿Insinúa que Myles intentó forzar a Octavia? -La idea la aterraba, un terror que abarcaba también a su otra hija. Monk sintió una puñalada del remordimiento por haberla obligado a pensar en aquella posibilidad, aunque no tenía otra alternativa si quería ser sincero.

– ¿Le parece imposible, señora? Según tengo entendido, su hija era una mujer muy atractiva y era cosa sabida que él la había admirado en otros tiempos.

– Pero… pero ella no… me refiero a que el cadáver… -Su voz se extinguió, le habría sido imposible articular las palabras en voz alta.

– No, no me refiero a que llegara a abusar de ella -la tranquilizó Monk-, pero es posible que ella supiera previamente que él iría a verla, que se hubiera preparado para defenderse y que, en la lucha, resultara muerta ella y no él.

– ¡Esto es… grotesco! -protestó lady Moidore con los ojos desorbitados-. Atacar a una criada es una cosa, pero ir deliberadamente de noche y con toda la sangre fría a la habitación de la propia cuñada con intención de obrar de la misma manera, en contra de la voluntad de la interesada… es… una cosa muy diferente y, además, horrible. ¡Yo diría que es una perversidad!

– ¿Cree que hay tanta distancia de uno a otro caso?-dijo inclinándose poco más hacia ella con voz tranquila y apremiante-. ¿Cree de veras que, en el caso de Martha Rivett, no fue también contra la voluntad de la chica? Y encima, ella estaba menos preparada para defenderse: era más joven, tenía más miedo y era más vulnerable, porque era una sirvienta de esta casa y no podía encontrar demasiada protección.

Era tal la lividez del rostro de Beatrice que no era sólo Hester la que temía que pudiera desmayarse, sino que hasta el propio Monk temía haber sido excesivamente brutal. Hester dio un paso adelante, pero se quedó en silencio, con los ojos fijos en Beatrice.

– ¡Es verdaderamente terrible! -La voz de Beatrice era áspera, a duras penas podía articular las palabras-. Dice usted que no nos ocupamos debidamente de nuestros criados, que no obramos con ellos de una manera… decente… ¡que somos inmorales!

No podía disculparse porque era ni más ni menos lo que había dicho.

– No me refería a la familia en su totalidad, señora… sino al señor Kellard en particular y que, quizá para ahorrar a su hija la vergüenza y el dolor de saber lo que había hecho su marido, ustedes le ocultaron los hechos… y para esto no tenían más remedio que echar a la chica a la calle y evitar así que nadie se enterara.

Se llevó las manos a la cara y se restregó las mejillas, después fue subiendo las manos hasta llegar a los cabellos y se pasó los dedos entre ellos, alterando la compostura del peinado. Tras un momento de penoso silencio, apartó los dedos de los cabellos y lo miró fijamente.

– ¿Qué quiere que hagamos, señor Monk? Si Araminta lo supiera, su vida quedaría destrozada. Ni podría vivir con él, ni divorciarse de él, porque él no la ha abandonado. El adulterio no es motivo suficiente para la separación, a menos que sea la mujer quien lo cometa. Si es el hombre, no significa nada. Usted debe de saberlo. Lo único que puede hacer una mujer es esconderlo si no quiere verse cubierta públicamente de oprobio y convertirse en un ser digno de lástima para la familia… y digno de desprecio para los demás. A ella no se le puede achacar nada… y además es mi hija. ¿Usted no protegería a una hija suya, señor Monk?

Monk no tenía respuesta para aquella pregunta. No sabía qué era amar a un hijo de aquella manera avasalladora y absoluta, no sabía nada de aquella ternura, de aquel vínculo, de aquella responsabilidad. No tenía hijos, sólo una hermana, Beth, y recordaba muy poco de ella, sólo que lo seguía con ojos llenos de admiración, recordaba su batita blanca con los bordes raídos y que a veces Beth se caía cuando corría tras él para darle alcance. Recordaba haber estrechado su manita suave y húmeda con la suya mientras recorrían juntos la orilla y él la levantaba para escalar las rocas hasta que llegaban a la arena suave de la playa. Sintió que lo invadía una oleada de afecto, una mezcla de exasperación impaciente y de ansia de protección que lo abarcaba todo.

– Tal vez sí, señora, aunque creo que si yo tuviera una hija sería más parecida a una camarera de salón, como Martha Rivett -dijo Monk, implacable, dejando colgado en el aire que se interponía entre él y Beatrice todo el sentido de sus palabras, mientras observaba el dolor y el remordimiento pintados en el rostro de la mujer.

Se abrió la puerta y entró Araminta con el menú de la tarde en la mano. Se detuvo, sorprendida al ver a Monk en el cuarto de su madre y después miró a ésta. Ignoró a Hester, una sirvienta más que cumplía con las funciones que le competían.

– Mamá, ¿no te encuentras bien? ¿Qué ha pasado? -Se volvió hacia Monk con un brillo acusador en los ojos-. Mi madre no se encuentra bien, inspector. ¿Quiere tener un mínimo de cortesía y dejarla en paz? Ella no puede decirle nada que no le haya dicho ya. La señorita Latterly le abrirá la puerta y el lacayo le indicará la salida. -Se volvió hacia Hester, la voz tensa por la irritación-. Y usted, señorita Latterly, vaya a buscar una tisana y las sales para mi madre. No entiendo cómo ha permitido tal cosa. Tendrá que tomarse sus obligaciones más en serio o de lo contrario tendremos que buscar una sustituta que esté más atenta a sus deberes.

– Si estoy aquí es porque sir Basil me ha autorizado a entrar, señora Kellard -respondió Monk con brusquedad-. Todos sabemos que hablar de ciertas cosas es sumamente doloroso, pero posponerlas no hará sino prolongar la tristeza. En esta casa se cometió un crimen y lady Moidore está tan interesada en descubrir al culpable como puede estarlo cualquiera.

– ¿Qué dices, mamá? -preguntó Araminta en actitud desafiante.

– Así es -dijo Beatrice con voz tranquila-. Yo creo…

Araminta la miró con los ojos muy abiertos.

– ¿Qué es lo que piensas? ¡Oh…! -De pronto pensó en algo que la hirió con la fuerza de un golpe físico. Se volvió muy lentamente hacia Monk-. ¿Cuáles eran sus preguntas, señor Monk?

Beatrice hizo una aspiración y retuvo el aire, como si no se atreviera a exhalarlo hasta que Monk hubiera hablado.

– Lady Moidore ya las ha respondido -replicó Monk-. Gracias por ofrecer su colaboración, pero hablábamos de una cuestión de la que usted no tiene conocimiento alguno.

– No me había ofrecido a colaborar. -Araminta no miraba a su madre, sino que ahora dirigía sus ojos imperturbables hacia Monk-. Quería informarme y nada más.

– Lo siento -dijo Monk no sin un leve deje de sarcasmo-, me figuraba que quería ayudarnos.

– ¿O sea que se niega a decírmelo?

No podía seguir contestándole con evasivas.

– Si quiere que se lo diga francamente, señora, se lo diré: efectivamente, me niego.

Lentamente, en los ojos de Araminta apareció la expresión de un sentimiento que era una curiosa mezcla de dolor, aceptación, casi un placer sutil.

– ¿Porque tiene que ver con mi marido? -Se volvió apenas hacia Beatrice. Esta vez lo que había entre ellas era miedo, un miedo que casi se palpaba-. ¿Intentas protegerme, mamá? Tú sabes algo que involucra a Myles, ¿verdad? -su voz dejaba traslucir todo un torbellino de emociones. Beatrice tendió las manos hacia ella, pero las dejó caer.

– No creo -dijo en voz muy baja-, no veo razón para hablar de Myles… -Arrastraba la voz, su falta de sinceridad pesaba en el aire.

Araminta se volvió a Monk.

– ¿Y usted qué me dice, señor Monk? -dijo con voz monocorde-. Se hablaba de esto, ¿no es así?

– Todavía no puedo decir nada, señora. Es imposible afirmar nada hasta disponer de más datos.

– Pero ¿hace referencia a mi marido? -insistió ella.

– No hablaré de este asunto hasta que disponga de más datos que confirmen la verdad -replicó Monk-. No sólo pecaría de injusto… sino también de malévolo.

Aquella curiosa sonrisa asimétrica de Araminta denotaba dureza. Su mirada volvió a trasladarse de él a su madre.

– Corrígeme si me equivoco, mamá. -En el tono de voz de Araminta se percibía una cruel imitación de la forma de hablar de Monk-. ¿Tiene esto algo que ver con la atracción que despertaba Octavia en Myles y con la posibilidad de que él se hubiera mostrado demasiado insistente con ella y que, al ver que ella lo rechazaba, la hubiera matado?

– Te equivocas -dijo Beatrice con una voz que era apenas un murmullo-. No tienes motivo para pensar esto de tu marido.

– Pero tú sí -dijo Araminta con decisión, con dureza, con lentitud, como queriendo herir sus propias carnes-. Mamá, no merezco que me mientas.

Beatrice cedió al fin, no le quedaban arrestos para continuar mintiendo. Tenía demasiado miedo, era un sentimiento que se palpaba en el ambiente como un presagio eléctrico de tormenta. Estaba inmóvil, de una manera absolutamente artificial, sin mirar a ninguna parte, las manos enlazadas en el regazo.

– Martha Rivett acusó a Myles de haberla forzado -dijo con voz inexpresiva, exenta de apasionamiento-, por esto se marchó. Tu padre la despidió. Estaba… -Vaciló, pensando quizá que habría sido un golpe innecesario decir a su hija que la chica estaba embarazada. Araminta no había tenido hijos. Pese a todo, Monk sabía lo que Beatrice había estado a punto de decir como si lo hubiera dicho realmente-. Era una chica irresponsable. No podíamos seguir teniéndola en casa y consentir que dijera este tipo de cosas.

– Ya lo comprendo -dijo Araminta con el rostro lívido, sólo dos manchas de color en las mejillas.

Volvió a abrirse la puerta y esta vez entró Romola, que no pudo disimular su sorpresa al ver aquella escena congelada ante sus ojos: Beatrice sentada muy erguida en el sofá, Araminta tiesa como un palo, el rostro tenso y los dientes apretados, Hester de pie detrás de la otra butaca grande, indecisa y sin saber qué hacer, y Monk sentado en una postura forzada y con el cuerpo inclinado hacia delante. Romola echó una ojeada al menú que Araminta sostenía en la mano, pero enseguida apartó de él los ojos. Incluso ella se había dado cuenta de que acababa de interrumpir algo sumamente doloroso y que la cena era una cuestión que carecía de toda importancia.

– ¿Qué pasa? -preguntó mirándolos a todos, uno por uno-. ¿Se ha sabido quién mató a Octavia?

– No, no se ha sabido -Beatrice se había vuelto a ella y le había hablado en un tono curiosamente áspero-. Estábamos hablando de la sirvienta que despedimos hace dos años.

– ¿Por qué? -en la voz de Romola se percibía un sentimiento de incredulidad-. ¿Qué importancia tiene esto ahora?

– Probablemente ninguna -admitió Beatrice.

– Entonces, ¿se puede saber por qué perdéis el tiempo hablando de este asunto? -Romola se colocó en el centro de la habitación y se sentó en una de las butacas pequeñas, después de lo cual se recompuso cuidadosamente el vuelo de la falda-. Ponéis una cara como si hubiera ocurrido algo terrible. ¿Le ha ocurrido algo a la chica?

– No tengo ni idea -le espetó Beatrice, y añadió algo más dando rienda suelta a su indignación-, pero no me extrañaría nada.

– ¿Por qué? -Romola estaba hecha un lío y ahora parecía tener miedo; todo aquello era demasiado para ella-. ¿No se la despidió con referencias? Y a propósito, ¿por qué la despidieron? -Se volvió para mirar a Araminta, con las cejas levantadas.

– No, no le di referencias -dijo Beatrice sin vacilación alguna.

– ¿Ah, no? ¿Por qué? -Romola miró primero a Araminta y después apartó los ojos de ella-. ¿No era honrada, quizá? ¿Robó algo? ¡A mí nadie me dio ninguna explicación!

– ¿Y á ti qué te importaba? -le respondió Araminta con brusquedad.

– Si era una ladrona, me importaba. Podía haberme robado a mí.

– No creo. Lo que pasó fue que dijo que la habían violado -dijo Araminta mirándola fijamente.

– ¿Violado? -Romola se quedó de una pieza y su expresión pasó del miedo a la incredulidad total-. ¿Violado… has dicho? ¡Dios mío! -parecía que se hubiera sacado un peso de encima y el color volvió a su hermosa piel-. Comprendo muy bien que, tratándose de una chica falta de principios morales, no había más remedio que despedirla. Esto es indiscutible. Seguro que se dedicó a la mala vida, la mayoría de esas chicas terminan así. Pero ¿por qué hablamos de esta chica ahora? Nosotros no podemos hacer nada por ella, ni ahora ni nunca.

Hester ya no pudo reprimirse por más tiempo.

– A la chica la violaron, señora Moidore… un hombre más corpulento y más fuerte que ella la forzó. Esto no tiene nada que ver con la moral. Podía haberle ocurrido a cualquier mujer.

Romola la miró como si a Hester acabaran de salirle unos cuernos en la frente.

– ¡Claro que tiene que ver con la moral! A las mujeres decentes no las viola nadie, no dejan que les ocurra ese tipo de cosas, no incitan a los hombres, ni frecuentan determinados sitios con determinadas compañías. No sé de qué medio social debe usted de proceder para hacer este tipo de afirmaciones. -Acompañó sus palabras con unos movimientos de la cabeza-. Me parece que sus experiencias como enfermera son la causa de su falta de sensibilidad y perdone si se lo digo con estas palabras, pero usted me ha obligado. Las enfermeras tienen fama de conducta ligera, es cosa sabida, y nada envidiable por cierto. Las mujeres respetables que se comportan con moderación y se visten con decoro no excitan ese tipo de pasiones de que usted habla ni se ponen en situación de que les ocurran ese tipo de cosas. Hasta la misma idea es absurda, y repulsiva.

– No es absurda -la contradijo Hester abiertamente-, más bien es aterradora, de eso no hay duda. Sería muy cómodo creer que si una persona se comporta discretamente no corre peligro de que la asalten ni de que la conviertan en víctima de determinadas agresiones. -Aspiró largamente-. Sería absolutamente falso y, por otra parte, produciría una sensación de seguridad completamente equivocada, una creencia errónea de que una es moralmente superior y puede librarse del dolor y la humillación que reporta un acto de esta naturaleza. A todas nos gustaría pensar que no puede ocurrirnos a nosotras ni a ninguna de nuestras amistades, pero sería un error -se calló al ver que la incredulidad de Romola se transformaba en indignación, en el caso de Beatrice en sorpresa y en un fogonazo de respeto y, en el de Araminta, en un extremado interés y en algo que parecía un momentáneo destello de cordialidad.

– ¡Usted se propasa! -dijo Romola-. ¡Y se olvida de quién es, además! Quizá no lo ha sabido nunca. Ignoro a qué personas tuvo bajo su cuidado antes de venir a esta casa, pero le puedo asegurar que aquí no tenemos nada que ver con hombres que se dedican a forzar mujeres.

– ¡Tú eres una imbécil! -le dijo Araminta con desprecio-. A veces me pregunto en qué mundo vives.

– ¡Minta! -la reconvino su madre con voz compungida y las manos enlazadas-. Creo que ya hemos hablado bastante del asunto. Que el señor Monk siga los trámites que considere oportunos. De momento no podemos aportarle nada más. Hester, ¿tiene la bondad de ayudarme a subir la escalera? Tengo ganas de retirarme a mi cuarto. No bajaré a cenar ni quiero ver a nadie hasta que me encuentre mejor.

– Me parece muy oportuno -dijo Araminta fríamente-, pero estoy segura de que nos arreglaremos. No te necesitamos, yo me ocuparé de todo e informaré a papá. -Se volvió hacia Monk-. Buenos días, señor Monk. De momento tiene suficientes asuntos para mantenerlo ocupado durante un tiempo, aunque dudo que le sirva para otra cosa que para aparentar que es usted muy diligente. Sea lo que fuere lo que usted sospecha, no veo cómo podrá probarlo.

– ¿Sospecha? -Romola miró primero a Monk y después a su cuñada, mientras su voz subía de tono a causa del miedo que la embargaba-. ¿Qué sospecha? ¿Qué tiene que ver todo esto con Octavia?

Pero Araminta ignoró sus palabras y pasó junto a ella en dirección a la puerta.

Monk se levantó y se excusó con Beatrice, hizo una inclinación de cabeza a Hester y les abrió la puerta para que pasaran primero ellas dos, seguidas de Romola, nerviosa y contrariada, pero impotente para hacer nada.


Así que Monk entró en la comisaría, el sargento levantó la cabeza del escritorio y, con aire muy serio y los ojos brillantes, le anunció:

– El señor Runcorn quiere verle, señor. Parece que inmediatamente.

– ¿Ah, sí? -replicó Monk con rostro malhumorado-, supongo que no va a alegrarse mucho, pero le informaré de lo que hay.

– Está en su despacho.

– Gracias -dijo Monk-. ¿Está el señor Evan?

– No, señor. Ha venido pero ha vuelto a salir. No ha dicho adónde iba.

Tras esta respuesta Monk subió la escalera en dirección al despacho de Runcorn. Llamó con los nudillos en la puerta y, así que éste le respondió, entró. Runcorn estaba sentado detrás de su mesa grande y bruñida, sobre la cual tenía dos elegantes sobres y media docena de hojas escritas y dobladas por la mitad colocadas al lado de los mismos. En las otras mesillas había cuatro o cinco periódicos, algunos abiertos y otros doblados. Levantó los ojos, el rostro sombrío por la furia y los ojos entrecerrados y echando chispas.

– Y bien, supongo que habrá visto los periódicos, ¿no? ¿Ha leído lo que dicen de nosotros? -agitó uno en el aire y Monk leyó los titulares que aparecían a media página: el asesino de queen anne street todavía anda suelto. la policía sin pistas.

Y seguidamente el periodista se explayaba cuestionándose la utilidad de la nueva fuerza policial y preguntándose si el dinero que costaba estaba bien empleado o si había sido una idea impracticable.

– ¿Qué me dice? -preguntó Runcorn.

– Pues que no he leído este periódico -respondió Monk-, no he tenido mucho tiempo para periódicos.

– No le estoy diciendo que lea periódicos, ¡maldita sea! -estalló Runcorn-, lo que quiero es que actúe para que no anden echándonos toda esta basura encima… ¡o ésta! -Le mostró el siguiente-. ¡O esta otra! -Los arrojó todos sobre la mesa, de modo que patinaron sobre la bruñida superficie y fueron a parar al suelo en desordenado montón. Después tomó una de las cartas-. Ésta es del Home Office. -Sus dedos la aferraron con tal fuerza que los nudillos le quedaron blancos-. Me hacen una serie de preguntas embarazosas, Monk, y estoy incapacitado para contestarlas. No voy a estarlo defendiendo a usted indefinidamente, no puedo. ¿Se puede saber qué hace, hombre de Dios? Si la persona que mató a aquella pobre mujer vive en la casa, no tiene que buscar muy lejos, digo yo. ¿Por qué no soluciona el problema de una vez? ¿Quiere explicármelo? ¿Cuántos sospechosos tiene? Cuatro o cinco, a todo tirar. ¿Qué demonios le pasa para atascarse de este modo?

– Si tenemos cuatro o cinco quiere decir que sobran tres o cuatro ¿no? A menos que pudiera demostrarse que hubo una conspiración -dijo Monk en tono sarcástico. Runcorn descargó un puñetazo sobre la mesa.

– ¡No sea usted impertinente, maldita sea! No porque tenga la lengua larga va a librarse del asunto. ¿Quiénes son los sospechosos? Uno es el lacayo ese, cómo se llama… Percival creo. ¿Quién más? Que yo sepa, aquí se acaba la historia. ¿Por qué no lo soluciona de una vez, Monk? Está empezando a parecerme un incompetente. Usted era antes nuestro mejor detective, pero no hay duda de que últimamente ha perdido los papeles. ¿Quiere decirme por qué no detiene de una vez a ese maldito lacayo?

– Porque no tengo ninguna prueba que demuestre que haya hecho nada -respondió Monk, tajante.

– Pero ¿quién más puede ser? Procure esforzarse un poco. Usted era el policía más inteligente, el más racional que teníamos. -Sus labios se curvaron-. Antes del accidente sus planteamientos eran más lógicos que el álgebra, e igual de aburridos. Pero esto aparte, sabía qué se llevaba entre manos. En cambio ahora ya estoy empezando a dudarlo.

Monk consiguió a duras penas refrenar su indignación.

– Si pensamos en Percival también tendremos que pensar en una de las lavanderas -dijo Monk con voz hosca…

– ¿Cómo? -Runcorn se quedó boquiabierto, su sorpresa rayaba en la burla-. ¿Una de las lavanderas? ¡No sea absurdo, hombre! ¿Por qué iba a matarla una lavandera? Si todo lo que sabe hacer es esto, mejor que encargue del asunto a otra persona. ¡Una lavandera! ¿Cómo quiere que una lavandera se levante de la cama en plena noche, vaya sigilosamente hasta el cuarto de su ama y la apuñale hasta matarla? Si hiciera una cosa así querría decir que está como una chota. ¿Está como una chota la lavandera, Monk? No me diga que no sabe identificar a un loco cuando lo tiene delante.

– No, la chica no está como una chota, pero es muy celosa -respondió Monk.

– ¿Celosa? ¿De su ama? ¡Qué cosa tan absurda! ¿Cómo va a compararse una lavandera con su señora? Esto necesita una explicación, Monk. Usted va recogiendo migajas y nada más.

– La lavandera está enamorada del lacayo, lo que no es particularmente difícil de entender -dijo Monk con una enorme pero envenenada paciencia-. El lacayo se da muchos aires de superioridad y se tiene creído que la señora estaba encaprichada con él, lo que tanto puede ser verdad como no. Lo cierto es que ha hecho creer a la lavandera que era así.

Runcorn frunció el ceño.

– ¿O sea que fue la lavandera? Entonces, ¿no puede detenerla?

– ¿Por qué?

Runcorn lo miró fijamente.

– De acuerdo, pero ¿y los demás sospechosos? Usted habló de cuatro o cinco, pero hasta ahora sólo me ha citado a dos.

– Myles Kellard, el marido de la otra hija…

– ¿Qué motivos habría tenido? -Runcorn ahora empezaba a preocuparse-. Usted no ha hecho ninguna acusación, ¿verdad? -Se le habían puesto sonrosadas las enjutas mejillas-. Se trata de una situación muy delicada. No podemos andar por ahí acusando a personas como sir Basil Moidore y a su familia. Por el amor de Dios, ¿ha perdido la cabeza?

Monk lo miró con desprecio.

– Esta es ni más ni menos la razón de que no acuse a nadie, señor Runcorn -le dijo fríamente-. Parece que Myles Kellard se sentía fuertemente atraído por su cuñada, de lo que estaba enterada su esposa…

– Pero no veo razón para matarla -protestó Runcorn-. Si él hubiera matado a su esposa, todavía tendría una justificación. ¡Por el amor del cielo, Monk, procure pensar con claridad!

Monk se abstuvo de hablarle de Martha Rivett y lo dejó para cuando hubiera localizado a la chica, en caso de que fuera posible, hubiera escuchado su versión de la historia y emitido algún juicio para saber a qué atenerse.

– Si insistió en cortejarla -dijo Monk prosiguiendo con su racha de paciencia- y ella se defendió, quizá se produjera una lucha en la que acabó apuñalada.

– ¿Con un cuchillo de cocina? -Runcorn enarcó las cejas-. ¿Lo guardaba, quizá, la señora en su habitación?

– No creo que los hechos obedecieran a un azar -dijo Monk devolviéndole la pelota con furia-. Si la señora tenía motivos para pensar que el hombre podía ir a verla a su habitación, probablemente se llevara el cuchillo a su cuarto con toda intención.

Runcorn refunfuñó.

– También pudo ser la señora Kellard -prosiguió Monk-. Tenía motivos sobrados para odiar a su hermana.

– ¡Pues vaya con la señora Haslett! -exclamó con gesto de desagrado-. Primero el lacayo y después el marido de su hermana.

– No existen pruebas de que alentara al lacayo -dijo Monk, malhumorado-. Y por supuesto tampoco a Kellard. No sé si usted considera inmoral que una mujer sea guapa, en cuyo caso sí podría creer que ella tenía la culpa en ambas situaciones.

– Usted siempre ha tenido unas ideas un poco extrañas acerca de lo que está bien y de lo que no lo está -dijo Runcorn. Parecía disgustado y confuso. Aquellos horribles titulares eran un presagio de la amenaza de la opinión pública. Las cartas del Home Office seguían, inmóviles y blancas, sobre su mesa. Eran educadas pero frías, y le advertían que sería muy mal visto que no encontrara la manera de poner fin pronto a aquel caso y, por supuesto, de manera satisfactoria.

– Mire, no se quede ahí parado -dijo a Monk-. Vaya por ahí y procure descubrir cuál de los sospechosos es el culpable. ¡Sólo tiene cinco y sabe que tiene que ser forzosamente uno de ellos! Es un asunto de eliminación. Para empezar, descarte de plano a la señora Kellard. Una pelea cae dentro de lo posible, pero ¿apuñalar a su hermana por la noche? Esto ya es sangre fría. No podía irse de rositas como quien no ha hecho nada.

– Ella no podía saber que Paddy el Chino estaba en la calle -apuntó Monk.

– ¿Cómo? Ah, bueno, tampoco lo sabía el lacayo. Yo en este asunto buscaría a un hombre, o quizás a la lavandera. Bueno, haga lo que le parezca, pero haga algo. No se quede aquí delante tapándome el fuego.

– Usted me mandó llamar.

– Sí, pero ahora le mando salir. Y cierre la puerta cuando haya salido, que en el pasillo hace frío.


Monk pasó los dos días y medio siguientes buscando en los asilos, recorriendo interminables trayectos en coche a través de estrechos callejones y a pie a lo largo de aceras mojadas de lluvia que brillaban a la luz de los faroles, entre el matraqueo producido por los carros y el griterío de las calles, el ruido de las ruedas de los carruajes y el repiqueteo de los cascos de los caballos en el empedrado. Empezó por la zona situada al este de Queen Anne Street, donde en Farringdon Road estaba el asilo de Clerkenwell, y depués fue a Gray's Inn Road, donde estaba el de Holborn. El segundo día se dirigió a la parte oeste y probó fortuna en el asilo de St. George, en Mount Street, y seguidamente en el de St. Marylebone, en Northumberland Street. La tercera mañana fue al asilo de Westminster, en Poland Street, y a la salida ya comenzó a sentirse descorazonado. Eran ambientes que lo deprimían más que ninguno de cuantos conocía. Experimentaba un miedo que sentía nacer en su interior a partir del nombre de la institución y, así que veía los muros planos y parduscos del edificio erguidos ante él, experimentaba una desazón que lo penetraba y un frío que no tenía nada que ver con el viento cortante de noviembre que soplaba y gemía a lo largo de la calle.

Llamó a la puerta y, en cuanto la abrió un hombre delgado de cabellos oscuros y expresión lúgubre, Monk, para evitar confusiones respecto al motivo de su visita, se apresuró a decirle su nombre y su profesión. No dejaría ni por un instante que supusieran que buscaba cobijo o el mísero alivio que aquel tipo de edificios podían brindar y para cuya finalidad habían sido construidos y subsistían.

– Mejor que pase. Preguntaré al director si puede recibirlo -dijo el hombre sin el más mínimo interés-, pero si necesita ayuda, mejor que no se ande con mentiras -añadió después de un momento de reflexión.

Monk ya le iba a replicar cuando descubrió a uno de los «pobres externos» que sí la necesitaban y a los que las circunstancias los obligaban a buscar la caridad de aquellas sórdidas instituciones para sobrevivir a cambio de que los desposeyeran de la voluntad, la dignidad, la identidad e incluso la ropa y el aspecto personal, lugares donde los alimentaban a base de pan y patatas, donde separaban familias, hombres de mujeres e hijos de padres, donde los albergaban en dormitorios comunes, los vestían de uniforme y los hacían trabajar desde la madrugada hasta el anochecer. Quien acudiera a un sitio como aquél en demanda de ayuda tenía que estar muy desesperado, pero ¿quién puede dejar que su esposa o sus hijos perezcan de hambre?

Monk se dio cuenta de que la negativa que pugnaba por salir se le quedaba atravesada en la garganta. Lo único que conseguiría con ello sería humillar inútilmente al hombre. Se contentó, pues, con dar las gracias al portero y seguirlo obedientemente.

El director del asilo tardó casi un cuarto de hora en llevarlo a la pequeña cámara que daba al patio de trabajo, donde había varias hileras de hombres sentados en el suelo con martillos, cinceles y montones de piedras.

La cara de aquel hombre tenía un color desvaído, llevaba el cabello cortado a ras del cráneo y tenía unos ojos sorprendentemente negros y cercados por unos hoyos circulares, como si no durmiera nunca.

– ¿Ocurre algo, inspector? -le preguntó con voz cansada-. No vaya a figurarse que aquí albergamos a criminales. Tendría que ser una persona muy desesperada para recurrir a este asilo, un bergante realmente fracasado.

– Yo busco una mujer que parece que fue víctima de una violación -replicó Monk con un deje oscuro e indignado en la voz-. Me gustaría oír la versión de sus propios labios.

– ¿Es usted nuevo en el oficio? -dijo el director del asilo con aire dubitativo observándolo de arriba abajo, escrutando la madurez de su rostro, las ligeras arrugas de su piel, la nariz poderosa, la seguridad y la indignación-. No -respondió a su propia pregunta-, entonces, ¿de qué le va a servir verla? No irá a juzgar ni a condenar a nadie fundándose en las palabras de una indigente, ¡hasta aquí podríamos llegar!

– No, no, se trata simplemente de corroborar unos hechos.

– ¿Qué?

– Simplemente queremos confirmar lo que ya sabemos… o sospechamos.

– ¿Cómo se llama la mujer?

– Martha Rivett. Es posible que ingresara aquí hace unos dos años: estaba embarazada. Yo diría que el niño pudo nacer unos siete meses más tarde, si es que no lo perdió.

– Martha Rivett… Martha Rivett… ¿una chica alta, rubia, de unos diecinueve o veinte años?

– Diecisiete. Lamento decirle que no sé cómo era físicamente, sólo sé que hacía de camarera de salón, por lo que deduzco que tenía que ser una chica guapa, seguramente alta.

– Nosotros tenemos a una Martha que tendría esa edad, cuando vino. Estaba embarazada. No recuerdo su apellido, pero mandaré a por ella y usted le puede preguntar lo que quiera -se brindó el director.

– ¿No podría acompañarme hasta donde está? -sugirió Monk-. No me gustaría que ella se figurara… -Se calló sin saber qué palabras emplear.

El director del asilo sonrió irónicamente.

– Bueno, a mí me parece que ella preferiría hablar sin que la oyeran las demás, pero haremos lo que usted quiera.

Monk cedió, y se sintió aliviado. No tenía deseo alguno de ver otras dependencias de la casa, ya se le había metido hasta lo más profundo de la nariz el olor del lugar, un olor a col hervida, a polvo, a desagües atascados… y tanta miseria lo agobiaba.

– Sí, gracias. Mejor será que lo hagamos como usted dice.

El director del asilo despareció y volvió a los quince minutos acompañado de una muchachita delgada y de espalda encorvada, con el rostro descolorido y cerúleo. Tenía el cabello castaño, fuerte pero sin brillo, y en sus ojos azules no había vida. No era difícil imaginar que había sido hermosa dos años atrás; ahora, sin embargo, estaba apática y clavó en Monk unos ojos indiferentes. Ocultaba los brazos bajo la pechera del delantal y el vestido gris de tela ordinaria y áspera se adaptaba mal a su cuerpo.

– Usted dirá, señor -dijo con actitud obediente.

– Martha -dijo Monk hablándole con voz suave. Sentía un dolor en el estómago, algo que se removía dentro y que lo ponía enfermo-. Martha, ¿trabajó usted para sir Basil Moidore hace un par de años?

– Yo no cogí nada. -No había protesta en su voz, simplemente una constatación de los hechos.

– Ya lo sé -se apresuró a decir Monk-. Lo único que quiero saber es esto: ¿fue usted objeto por parte del señor Kellard de unas atenciones que no deseaba? -¡Qué manera meliflua de expresarse! Pero no quería que malinterpretara sus palabras, que se figurase que volvían a acusarla de mentirosa, de enredadora, recordándole viejas e infructuosas acusaciones que nadie había creído… quizás hasta podía pensar que la iban a castigar por calumniadora. Observó su cara, pero atisbó reflejada en ella nada más que una leve reacción, tan leve que ni siquiera sabía cómo interpretarla-. ¿Lo que ocurrió fue lo que le acabo de decir, Martha?

La chica estaba indecisa, lo observaba fijamente pero sin decir palabra. La desgracia y la vida en el asilo le habían arrebatado toda voluntad de luchar.

– Martha -dijo él con voz suave-, es posible que este hombre forzara también a otra persona, no una sirvienta esta vez, sino una señora. Lo que necesito saber es si usted deseaba sus atenciones o no, y también si el culpable de la situación de usted fue él u otra persona.

La muchacha lo miró en silencio, pero esta vez con una chispa en los ojos, una sombra de vida.

Monk esperaba.

– ¿La señora lo ha dicho? -preguntó ella finalmente-. ¿Ha dicho que ella no quería?

– No, no ha dicho nada. Está muerta.

Los ojos de la chica se desorbitaron de horror: estaba empezando a comprender a medida que el recuerdo se hacía más claro y preciso.

– ¿La mató él?

– No lo sé -respondió Monk con toda franqueza-. ¿Se mostró brutal con usted?

La chica asintió, y el recuerdo de lo ocurrido hizo aparecer en su cara una expresión de dolor intenso que espoleó el miedo.

– Sí.

– ¿Usted se lo dijo a alguien?

– ¿De qué me habría servido? Ni siquiera quisieron creer que yo no quería. Me dijeron que tenía la lengua muy larga, que era una liosa y que tenía mi merecido. Me echaron sin referencias y no pude encontrar trabajo. Si no tienes referencias nadie te da trabajo. Además, estaba embarazada… -Las lágrimas pusieron un velo en sus ojos, pero de pronto volvió la vida a ellos en forma de pasión y de ternura.

– ¿Tiene usted un hijo? -le preguntó Monk, aunque temía saberlo y hasta sintió una contracción en su interior, como si esperase un golpe.

– Es una niña, está aquí con los demás niños -contestó en voz baja-. La veo de cuando en cuando, no es una niña fuerte. ¿Cómo iba a serlo si se ha criado aquí dentro?

Monk decidió que hablaría con Callandra Daviot. Estaba seguro de que estaba en condiciones de dar trabajo a otra camarera. Pese a que Martha Rivett sólo era una entre decenas de millares de personas, siempre era mejor salvar a una que a ninguna.

– ¿Estuvo violento con usted? -le repitió Monk-. ¿Le dejó usted bien claro que no quería sus atenciones?

– No me quiso creer… decía que las mujeres no hablan en serio cuando se niegan -le contestó ella con una leve sonrisa, más bien una mueca-. Me dijo que con la señorita Araminta le ocurría lo mismo, que también a ella le gustaba que la forzara… pero yo no lo creo. Yo estaba en la casa cuando se casaron, ella entonces lo quería. ¡Tenía que haberle visto la cara! La señorita estaba radiante, era feliz. Pero después de la noche de bodas cambió todo. Por la noche estaba alegre como unos cascabeles, llevaba un vestido de color cereza, estaba llena de vida. Al día siguiente todo aquel fuego no era más que un montón de cenizas frías. Ya nunca más le volví a ver aquella cara de felicidad mientras estuve en la casa.

– Comprendido -dijo Monk con voz tranquila-. Gracias, Martha, me ha hecho un gran favor. Procuraré devolvérselo, no pierda la esperanza.

Por un breve espacio de tiempo Monk le había restituido su dignidad, pese a que no había vida en su sonrisa.

– Para mí no hay esperanza, señor. Nadie se casaría conmigo. Aquí metida no tengo trato con nadie. Los que están aquí dentro son más pobres que una rata, y no hay quien vaya a buscar camareras en los asilos. De todos modos, yo tampoco abandonaría nunca a Emmie. Aunque ella se muriera un día, no hay nadie que contrate a una camarera si no dispone de referencias… y yo ahora ya no tengo la presencia de antes.

– Volverá a tenerla. Lo único que le pido es que no renuncie a la esperanza -la instó Monk.

– Gracias, señor, usted no sabe qué dice.

– Sí, lo sé.

La chica sonrió como disculpando la ignorancia de Monk y pidió permiso para retirarse: tenía que volver al patio para limpiar y remendar ropa.

Monk dio las gracias al director del asilo y también se fue, pero no a la comisaría para notificar a Runcorn que tenía un sospechoso con más visos de culpabilidad que Percival. Esto podía esperar. Lo primero que haría sería ir a ver a Callandra Daviot.

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