– Buenos días, Monk -dijo Runcorn con una expresión satisfecha sobre su rostro enjuto y de rasgos enérgicos. Llevaba el cuello de pajarita algo torcido y al parecer le apretaba un poco-. Acérquese a Queen Anne Street, a casa de sir Basil Moidore -dijo ese nombre como si le fuera muy familiar y observó la cara de Monk por si demostraba ignorancia. Como no detectó nada, prosiguió en tono más impaciente-. Han encontrado muerta, apuñalada, a la hija de sir Basil, Octavia Haslett, de estado viuda. Parece que un ladrón estaba saqueando sus joyas cuando ella despertó y lo sorprendió con las manos en la masa. -Su sonrisa se hizo más tensa-. Ya que dicen que usted es nuestro mejor detective, ¡a ver si lleva esto mejor que el caso Grey!
Monk sabía muy bien lo que eso significaba: no moleste a la familia, son gente de calidad y es evidente que nosotros no lo somos. Sea comedido, no sólo en sus palabras, en su forma de comportarse o en la manera de abordarlos, sino, lo que es más importante, en lo que pueda averiguar.
Como no tenía otra alternativa, Monk acogió las palabras con mirada absolutamente indiferente, como si no captara la indirecta.
– Sí, señor Runcorn. ¿Qué número de Queen Anne Street?
– El diez. Que lo acompañe Evan. Imagino que cuando lleguen a la casa ya se habrá emitido algún dictamen médico con respecto a la hora del crimen y al tipo de arma utilizado. ¡Venga, no se quede ahí como un pasmarote, hombre! ¡Manos a la obra!
Monk no dio tiempo a Runcorn a añadir nada más, giró sobre sus talones y, dando grandes zancadas, dijo por lo bajo:
– Sí, señor.
Después salió dando casi un portazo.
Evan, con la expectación reflejada en su rostro sensible y cambiante, ya subía las escaleras a su encuentro.
– Un asesinato en Queen Anne Street -le anunció Monk, sintiendo que su irritación se desvanecía sólo con ver a aquel muchacho.
A Monk le encantaba Evan y, como no recordaba a otra persona por la que sintiera tanta simpatía y su memoria sólo alcanzaba hasta aquella mañana de cuatro meses atrás en la que se había despertado en el hospital -de hecho, al principio había pensado que se encontraba en un asilo-, su amistad con él todavía le resultaba más preciosa. Además, confiaba en Evan, por algo era una de las dos personas del mundo que sabían que en su vida había un espacio en blanco. En cuanto a la otra persona, Hester Latterly, difícilmente habría podido considerarla una amiga, puesto que aunque era una mujer inteligente y valiente también era testaruda y profundamente irritante, aunque reconocía que le había sido de gran ayuda en el caso Grey. Su padre había sido una de las víctimas de dicho caso y su muerte había obligado a Hester a abandonar el trabajo de enfermera en la guerra de Crimea, prácticamente terminada en aquel momento, a fin de reconfortar a su familia en su dolor. Era muy difícil, sin embargo, que Monk volviera a verla, a no ser cuando tuvieran que ir a declarar en el juicio de Menard Grey. Eso a Monk le traía sin cuidado ya que la consideraba acida y nada atractiva como mujer, es decir, todo lo contrario de su cuñada, cuyo rostro acudía a menudo a sus pensamientos para dejar en ellos un rastro fugaz de dulzura.
Evan dio media vuelta, siguió a Monk escaleras abajo pisándole los talones y, después de atravesar el despacho de recepción, salieron los dos a la calle. Era un día de finales de noviembre, despejado y ventoso. El viento agitaba las amplias faldas de las mujeres; un hombre que caminaba con el cuerpo ladeado y se agarraba con trabajo el sombrero de copa saltó para evitar el barro de un coche de caballos que pasó a gran velocidad. Evan hizo una seña a un hansom cab, moderno cabriolé que databa de nueve años atrás, mucho más práctico que los anticuados carruajes.
– Queen Anne Street -ordenó al cochero y, así que él y Monk se hubieron acomodado, el coche se puso rápidamente en marcha a través de Tottenham Court Road y se dirigió hacia el este, pasó por Portland Place y Langham Place y, tras doblar en ángulo recto, enfiló Chandos Street hasta Queen Anne Street. Durante el trayecto Monk puso a Evan al corriente de lo que Runcorn le había dicho.
– ¿Quién es ese sir Basil Moidore? -preguntó Evan con su aire inocentón.
– No tengo ni idea -admitió Monk-, no me ha dado detalles. -Y seguidamente refunfuñó por lo bajo-: O no lo conoce o deja que lo descubramos nosotros, probablemente para que metamos la pata.
Evan sonrió. Estaba más que enterado de las malas relaciones existentes entre Monk y su superior y de las razones que ocultaban. No era fácil trabajar con Monk: era un hombre tozudo, ambicioso, intuitivo, de réplica pronta, ingeniosa y cortante. Por otro lado, la injusticia le alteraba el equilibrio emocional y le importaba poco ofender a quien fuese con tal de ajustarlo todo a derecho. Tenía poca paciencia con los tontos, entre los que incluía a Runcorn, y ésa era una opinión que en épocas pasadas se había esforzado muy poco en disimular.
Runcorn también era ambicioso, pero perseguía otros objetivos: pretendía entrar con buen pie en la sociedad, aspiraba al encomio de sus superiores y valoraba por encima de todo la seguridad. Tenía en mucho las escasas victorias que había conseguido sobre Monk y las paladeaba con delectación.
Estaban en Queen Anne Street, calle caracterizada por la elegancia y discreción de sus casas de armoniosas fachadas, altos ventanales e imponentes zaguanes. Se apearon, Evan pagó al cochero y, tras llamar a la puerta de servicio del número diez, se dieron a conocer. Era un fastidio bajar las escaleras que conducían al semisótano en lugar de subir los peldaños que llevaban al pórtico de entrada, pero era mucho menos humillante que llamar a la puerta principal y encontrarse con un lacayo de librea que, sin dignarse a mirarlos, quizá los habría enviado abajo.
– ¿Sí? -les dijo un limpiabotas de rostro descolorido y con el delantal torcido.
– Inspector Monk y sargento Evan. Venimos a ver a lord Moidore -replicó Monk con voz tranquila. Cualquiera que fueran sus sentimientos hacia Runcorn o la intolerancia general que le inspiraban los tontos, el dolor, la confusión y la conmoción que provoca una muerte repentina le despertaban una profunda piedad.
– ¡Oh…! -El limpiabotas los miró sorprendido, como si con su sola presencia hubieran transformado la pesadilla en realidad-. ¡Oh… sí! Mejor será que pasen. -Retrocedió para abrir y volviéndose hacia la cocina en demanda de ayuda, llamó con voz lastimera y acongojada-: ¡Señor Phillips! ¡Señor Phillips! ¡La policía!
Del fondo de la inmensa cocina surgió el mayordomo. Era un hombre delgado y ligeramente encorvado, pero su cara tenía la expresión autocrática de los que están acostumbrados a mandar… y a hacerse obedecer sin discusión. La mirada que dirigió a Monk dejaba traslucir una mezcla de ansiedad y de desdén, aunque de ella tampoco estaba ajena una cierta sorpresa ante el traje de buen corte, la pulcra camisa y las botas de cuero fino y bruñido que componían el atuendo de Monk. El aspecto de Monk no se acomodaba a la idea que se hacía de la posición social de un policía, sin duda por debajo de los buhoneros. Después observó a Evan, y pareció que aquella nariz larga y algo ganchuda, lo mismo que aquellos ojos y boca de expresión imaginativa, tampoco le cuadraban. Cuando no podía encasillar a la gente en los compartimentos que les tenía previamente asignados sentía una extraña desazón, como si se tambaleara el orden del universo. Estaba aturullado.
– Sir Basil les recibirá en la biblioteca -dijo con altivez-. Vengan por aquí.
Y sin molestarse en comprobar si le seguían, salió muy tieso de la cocina, ignorando a la cocinera, que se encontraba sentada en una mecedora. Lo siguieron a través del pasillo, pasaron por delante de la puerta de la bodega, por la despensa, por la antecocina, por la puerta que daba al exterior y conducía a la lavandería, por la sala de estar del ama de llaves y, finalmente, a través de una puerta tapizada de paño verde, accedieron a la planta principal.
Distribuidas sobre el parquet del vestíbulo había unas magníficas alfombras persas y las paredes estaban revestidas de madera hasta media altura y decoradas con excelentes paisajes. Monk tuvo el destello de un recuerdo que venía de épocas distantes, acaso el detalle de un robo, y las palabras «pintura flamenca» le vinieron a la cabeza. A partir del accidente quedaban muchas cosas atrás que estaban veladas y de las que sólo recuperaba de cuando en cuando algún atisbo, como el movimiento entrevisto por el rabillo del ojo al volver la cabeza, ya demasiado tarde para captarlo.
Ahora, sin embargo, no le quedaba más remedio que seguir al mayordomo y poner toda su atención en los datos que se tenían del caso. Debía salir airoso, sin dejar que nadie advirtiera hasta qué punto se movía a trompicones, elaborando y reconstruyendo hipótesis a partir de retazos para llegar al nivel de conocimientos que los demás le suponían. No tenían por qué saber que se valía de esas relaciones del hampa con las que cuenta todo detective. Era un policía famoso y la gente esperaba de él resultados brillantes. Lo leía en los ojos de todos, lo oía en sus palabras, el elogio espontáneo dispensado como algo que es de dominio público. Sabía también que se había hecho demasiados enemigos para permitirse el lujo de equivocarse. Lo percibía a través de palabras dichas a medias, en el tono de un comentario, en la pulla y el nerviosismo que la seguía, en la mirada desviada a un lado. Sólo gradualmente había ido descubriendo lo que había hecho en años anteriores para ganarse tanto miedo, envidia o antipatía de aquella gente. En una progresión lenta iba descubriendo pruebas de su extraordinaria pericia, de su instinto, de su persecución incansable de la verdad, de las largas horas consagradas al trabajo, de su implacable ambición y de su intolerancia frente a la pereza, la debilidad ajena, la deficiencia propia. Pese a todas las mermas que sufría desde el accidente, había conseguido resolver el dificilísimo caso Grey.
Estaban en la biblioteca. Phillips abrió la puerta, los anunció y se hizo a un lado para dejarlos pasar.
La estancia era de tipo tradicional, con las paredes cubiertas de estanterías. Una gran ventana mirador dejaba entrar la luz a raudales y la alfombra verde y demás accesorios infundían una sensación de bienestar, casi la impresión de estar en un jardín.
No había tiempo para detenerse en esas observaciones. Basil Moidore estaba de pie en el centro de la habitación. Era un hombre alto, de cuerpo algo desmadejado y nada atlético aunque no gordo todavía, y se mantenía muy erguido. No podía haber sido apuesto en ningún momento de su vida, sus rasgos eran demasiado cambiantes, su boca demasiado grande y las arrugas profundamente incisas en torno a ella más bien denotaban voracidad y temperamento que ingenio. Tenía unos ojos que llamaban la atención por lo oscuros y, pese a no ser bellos, eran penetrantes y extremadamente inteligentes. Su cabello fuerte y lacio estaba jaspeado de gris.
Ahora aquel hombre se sentía a la vez furioso y terriblemente desgraciado. Estaba pálido y abría y cerraba, nervioso, los puños.
– Buenos días, señor Moidore -Monk se presentó y presentó a Evan.
Odiaba tener que hablar con aquellos que habían sido golpeados por la desgracia, y además la muerte de un hijo era una de las más terribles, pero ya estaba acostumbrado. No había pérdida de memoria capaz de borrar la familiaridad con el dolor, el verlo reflejado en estado puro en los demás.
– Buenos días, inspector -respondió Moidore como un autómata-, me temo que no conseguirá nada, aunque sé que debe intentarlo. Un indeseable penetró en mi casa durante la noche y asesinó a mi hija. No puedo decirle otra cosa.
– ¿Podríamos ver la habitación donde ocurrió el hecho? -preguntó Monk con voz tranquila-. ¿Ha venido ya el médico?
Las gruesas cejas de sir Basil se enarcaron por la sorpresa. -Sí… aunque ahora ya no sé qué beneficio podemos obtener de un médico, la verdad.
– Simplemente determinar la hora de la muerte y las causas de la misma.
– A mi hija la acuchillaron en una hora cualquiera de la noche. No se necesita médico para saberlo. -Sir Basil inspiró con fuerza y después fue soltando lentamente el aire. Su mirada vagó un momento por la habitación, incapaz de centrar su interés en Monk. El inspector y Evan no eran más que funcionarios con un papel secundario en la tragedia y él estaba demasiado afectado para concentrarse en una sola idea. En sus pensamientos se introducían hechos tan nimios como un cuadro torcido en la pared, un rayo de sol que incidía en el título de un libro o el jarrón con unos crisantemos tardíos colocado sobre la mesilla baja. Monk vio el estado de ánimo de aquel hombre reflejado en su cara y lo comprendió.
– Uno de los criados nos mostrará la habitación -dijo Monk excusándose para salir de allí lo antes posible.
– Oh… sí, naturalmente. Y todo lo que haga falta -respondió Basil volviendo a la realidad.
– Imagino que usted no oiría ningún ruido extraño durante la noche, ¿verdad? -le preguntó Evan desde la puerta.
Sir Basil frunció el ceño.
– ¿Cómo? No, en absoluto, de otro modo ya lo habría dicho. -Todavía no habían abandonado la habitación, pero la atención de aquel hombre ya se había desentendido de ellos y se centraba ahora en las hojas que azotaban los cristales, movidas por el viento.
Phillips, el mayordomo, los esperaba en el vestíbulo. Sin decir palabra los condujo a través de la amplia y curvada escalinata hasta el rellano, alfombrado en tonos rojos y azules y decorado con varias mesillas arrimadas a las paredes. El rellano se extendía unos quince metros a derecha e izquierda hasta unas ventanas en forma de tribuna que lo iluminaban desde ambos extremos. Siguieron al criado hacia la izquierda y se pararon ante la tercera puerta.
– La habitación de la señorita Octavia -dijo Phillips con voz pausada-. Si me necesitan, toquen la campanilla.
Monk abrió la puerta y entró en la habitación. Llevaba a Evan pegado a los talones. La habitación era de techo alto con molduras de yeso y de él colgaban unas arañas de cristal. Las cortinas con dibujos de flores verdes y rosas estaban descorridas y dejaban penetrar la luz. Había tres butacas tapizadas, un tocador con un espejo de tres cuerpos y una gran cama cuyo dosel estaba revestido con la misma tela que las cortinas. Atravesado en la cama yacía el cuerpo de una mujer joven, cubierto tan sólo por un camisón de seda de color marfil. Una herida de color púrpura le atravesaba el cuerpo desde el pecho hasta casi las rodillas. Tenía los brazos extendidos y, desparramada sobre los hombros, la espesa mata de cabellos castaños.
A Monk le sorprendió encontrar a su lado a un hombre delgado de talla mediana y expresión inteligente, en actitud grave y ensimismada. Los rayos de sol que se filtraban a través de la ventana arrancaban reflejos a sus rubios cabellos, de apretados rizos y chispeados de hebras canosas.
– ¿Policía? -preguntó mirando a Monk de arriba abajo-. Yo soy el doctor Faverell -dijo a modo de presentación-. El criado avisó al policía de guardia y éste me avisó a mí… a eso de las ocho.
– Me llamo Monk -le replicó Monk- y éste es el sargento Evan. ¿Puede facilitarnos alguna información?
Evan cerró la puerta tras ellos y se acercó más a la cama; tenía el rostro contraído por una mueca de dolor.
– Ha muerto durante la noche -replicó Faverell, sombrío-. A juzgar por la rigidez del cuerpo, yo diría que la muerte debió de ocurrir hará unas siete horas. -Se sacó el reloj del bolsillo-. Ahora son las nueve y diez, lo que quiere decir que, como máximo, debe de haber muerto a las tres de la madrugada. Una sola herida profunda, muy profunda, y de corte irregular. La pobre ha debido de perder la conciencia casi inmediatamente y seguramente ha muerto dos o tres minutos después.
– ¿Es usted el médico de la familia? -preguntó Monk.
– No, pero vivo en la esquina de Harley Street y el policía sabía mi dirección.
Monk se acercó un poco más a la cama y Faverell se hizo a un lado para dejarle sitio. El inspector se inclinó sobre el cadáver para examinarlo. La cara de la mujer tenía una expresión de ligera sorpresa, como si la realidad de la muerte la hubiera cogido desprevenida; pese a la palidez, todavía se apreciaban en ella signos de belleza. Los huesos de la frente y de los pómulos eran anchos, grandes las cuencas de los ojos, delicadamente delimitadas por las cejas, gruesos los labios. Sí, ese rostro evidenciaba una profunda emoción, una suave feminidad, y pertenecía a una mujer que seguramente a él le habría gustado. Por espacio de un momento la curva de aquellos labios le trajo el recuerdo de otra persona, aunque le habría sido imposible decir de quién.
La mirada de Monk descendió al cuerpo y, bajo la tela rasgada del camisón, descubrió arañazos y manchas de sangre en la garganta y en los hombros. La seda también estaba rasgada desde el dobladillo hasta la ingle aunque, movido quizá por un impulso de decencia, alguien había doblado la tela por encima del cuerpo. Monk le miró las manos y se las levantó suavemente, pero vio que tenía las uñas impolutas y sin el más mínimo rastro de piel ni de sangre. Si se había peleado con su atacante, no lo había marcado. Observó el cuerpo con más detenimiento para ver de descubrir magulladuras. Pese a haber muerto pocos momentos después de sufrir el ataque, el cadáver habría debido presentar algún moretón en la piel. Lo primero que Monk le examinó fueron los brazos, ya que en ellos suele haber siempre alguna marca en caso de lucha, pero no vio nada. Como tampoco encontró señal alguna en las piernas ni en el cuerpo.
– La han movido de sitio -dijo, transcurridos unos momentos, al observar el rastro de las manchas hasta el borde del camisón y tan sólo huellas de sangre en las sábanas debajo del cuerpo donde habría debido haber un charco abundante-. ¿La ha movido usted?
– No -respondió Faverell, corroborando la respuesta con un movimiento de la cabeza-. Lo único que he hecho ha sido descorrer las cortinas. -Echó un vistazo al suelo cubierto con una alfombra de rosas rojas-. ¡Allí! -exclamó indicando el sitio con el dedo-. Eso podría ser sangre, y en aquella butaca hay un desgarrón. Supongo que, la pobre, se ha defendido.
Monk miró a su alrededor. Había varios objetos de tocador que parecían estar fuera de sitio, si bien habría sido difícil saber cuál era su disposición original. Descubrió, sin embargo, un platito de cristal tallado hecho añicos y pétalos secos de rosa esparcidos sobre la alfombra debajo del mismo. No había reparado en ellos hasta aquel momento debido al dibujo floral de la alfombra.
Evan se acercó a la ventana.
– El pestillo no está corrido -dijo, moviendo el batiente para comprobarlo.
– He cerrado yo -intervino el médico-. Cuando he llegado estaba abierta y en la habitación hacía mucho frío. Ya lo he tenido en cuenta para el rigor, no hace falta que me lo pregunte. La camarera me ha dicho que ha encontrado abierta la ventana por la mañana cuando ha entrado con la bandeja del desayuno para la señora Haslett, y me ha dicho que normalmente no dormía con la ventana así. También se lo he preguntado.
– Gracias -dijo Monk secamente.
Evan levantó la ventana para abrirla completamente y miró al exterior.
– Mire, señor Monk, aquí hay una especie de enredadera y está rota en varios sitios, como si alguien se hubiera afianzado en ella. Hay tallos machacados y hojas desprendidas. -Se asomó un poco más-. En la pared hay una buena cornisa hasta el bajante de la tubería. Un hombre un poco ágil no tendría mucha dificultad en encaramarse por él.
Monk se le acercó para asomarse también.
– ¿Por qué no se ha metido en la habitación de al lado? -pensó en voz alta-. Está más cerca de la tubería, es más fácil acceder a ella y habría tenido menos posibilidades de que le descubrieran.
– Quizá sea la habitación de un hombre -apuntó Evan-. No suele haber joyas… o pocas. Unos pocos cepillos con dorso de plata y algunos gemelos no se pueden comparar con el joyero de una mujer.
A Monk le contrarió no haberlo pensado. Volvió a meter la cabeza dentro y se dirigió al médico.
– ¿Alguna cosa más?
– Nada más, señor Monk. -Parecía impresionado e incómodo-. Le haré un informe escrito, si quiere, pero ahora tengo pacientes vivos que me necesitan. Tengo que irme. Buenos días.
– Buenos días. -Monk lo acompañó hasta la puerta que daba al rellano-. Evan, vaya a ver a la camarera que la ha encontrado y envíeme a la doncella de la señora para que examine la habitación y vea si falta alguna cosa, especialmente joyas. Después probaremos con los prestamistas y los peristas. Yo voy a hablar con alguna persona de la familia que duerma en este piso. La habitación de al lado resultó ser la de Cyprian Moidore, hermano mayor de la víctima. Monk habló con él en la sala de día. Era una habitación muy recargada de muebles, pero muy confortable en cuanto a temperatura; seguramente las sirvientas de la planta baja habían limpiado las cenizas de las chimeneas, barrido y sacudido las alfombras y encendido las chimeneas antes de las ocho menos cuarto, mientras las criadas del piso superior procedían a despertar a la familia.
Cyprian Moidore se parecía a su padre en cuanto a constitución y gesto: la misma nariz corta y fuerte, la misma boca ancha con una movilidad extraordinaria que en un hombre más débil se convertiría en relajamiento; pero sus ojos eran más dulces y su cabello todavía se conservaba oscuro.
Estaba profundamente afectado.
– Buenos días, señor -dijo Monk entrando en la habitación y cerrando la puerta.
Cyprian no respondió.
– ¿Puedo hacerle una pregunta? ¿Ocupa usted la habitación situada al lado de la habitación de la señora Haslett?
– Sí -dijo Cyprian mirándolo directamente a los ojos, una mirada sin agresividad ninguna, sólo afectada por el golpe.
– ¿A qué hora se acuesta, señor Moidore?
– Alrededor de las once o poco más tarde -dijo con gesto de disgusto-. No oí absolutamente nada, si es lo que va a preguntarme.
– ¿Pasó usted toda la noche en su cuarto? -Monk procuró formular la pregunta de manera que no resultase ofensiva, pero era imposible.
Cyprian sonrió levemente.
– Anoche sí. Mi esposa duerme en la habitación contigua a la mía, la primera que se encuentra al subir la escalera. -Se metió las manos en los bolsillos-. La habitación de mi hijo es la de enfrente y la de mis hijas la que sigue a continuación. De todos modos, creía que había quedado claro que quien entró en el cuarto de Octavia lo hizo por la ventana.
– Es lo más probable, señor -admitió Monk-, pero es posible que intentaran entrar en otras habitaciones, como también es posible que entraran por otro sitio y salieran por la ventana. Lo único que sabemos es que la enredadera está rota. ¿La señora Haslett era de sueño ligero?
– No… -respondió sin ningún titubeo, pero seguidamente la duda asomó a su rostro. Se sacó las manos de los bolsillos-. Bueno, eso creo. ¿Qué más da ahora? ¿No le parece que todo este interrogatorio es una pérdida de tiempo? -Se acercó un paso al fuego-. Está claro que alguien ha entrado en su cuarto, que ella lo ha descubierto y que, en lugar de huir corriendo, el miserable la ha apuñalado vilmente. -Su rostro se ensombreció-. ¡Valdría más que saliera a buscarlo por ahí en lugar de dedicarse a hacer preguntas impertinentes! Además, a lo mejor estaba despierta. Las personas a veces se despiertan durante la noche.
Monk se tragó la respuesta que instintivamente iba a darle.
– Mi intención era determinar la hora en que ha ocurrido el hecho -prosiguió Monk con voz monocorde-. Sería un dato útil cuando tuviéramos que interrogar al policía que estuviera de ronda o a cualquiera que se encontrara en las inmediaciones a esa hora. Y por supuesto, podría ser útil cuando detuviésemos a alguien y pudiese demostrar que en ese momento estaba en otro sitio.
– Si estaba en otro sitio querría decir que no es la persona que buscamos… digo yo -le espetó Cyprian con aspereza.
– Si no supiéramos la hora, a lo mejor nos figurábamos que sí lo era -saltó Monk inmediatamente-. ¡No querrá que colguemos a un inocente! ¡Vamos, digo yo!
Cyprian no se molestó en contestar.
Las tres mujeres cuyo parentesco con la muerta era más próximo esperaban a Monk en el salón, todas junto al fuego: lady Moidore, con la espalda muy erguida y el rostro lívido, sentada en el sofá; su hija superviviente, Araminta, en uno de los grandes sillones a su derecha, ojerosa como si llevase varias noches sin dormir, y su nuera, Romola, de pie detrás de ella, con el horror y la confusión pintados en el rostro.
– Buenos días, señora -dijo Monk haciendo una inclinación de cabeza en dirección a lady Moidore y saludando después a las otras dos mujeres.
Ninguna correspondió a su saludo. Tal vez no estimaban necesario andarse con aquellas sutilezas dadas las circunstancias.
– Siento en el alma tener que molestarlas en un momento tan trágico -dijo articulando las palabras con dificultad. Detestaba tener que dar el pésame a personas que acababan de sufrir una pérdida tan lamentable. Era un extraño que se introducía en su casa y lo único que podía ofrecerles eran palabras rimbombantes y convencionales. De todos modos, no decir nada habría sido una imperdonable grosería-. Quisiera testimoniarle mi más sentido pésame, señora.
Lady Moidore movió apenas la cabeza a manera de reconocimiento a sus palabras, aunque no dijo ni media palabra.
Monk identificó a cada una de las otras dos mujeres gracias a que una tenía en común con su madre sus hermosos cabellos, de una tonalidad rojiza encendida que, en la media luz de aquella estancia, destacaba casi con igual vitalidad que las llamas de la chimenea. La esposa de Cyprian, en cambio, era mucho más morena, tenía los ojos castaños y el cabello casi negro. Monk se volvió hacia la madre.
– ¿Señora Moidore?
– ¿Sí? -Lo miró, alarmada.
– El dormitorio de usted se encuentra situado entre el de la señora Haslett y la tubería principal por la que al parecer ha trepado el intruso. ¿No ha oído ningún ruido anormal durante la noche, algo que le llamara la atención?
Se quedó muy pálida. Era evidente que no se le había ocurrido que el asesino había pasado por delante de su ventana. Se agarró al respaldo de la silla de Araminta.
– No, nada. No suelo dormir muy bien, pero anoche sí. -Cerró los ojos-. ¡Qué cosa tan espantosa!
Araminta demostró más entereza. Estaba sentada muy rígida y era muy delgada, su cuerpo era casi huesudo bajo la tela fina de la bata matinal. A nadie se le había ocurrido todavía ponerse de luto. La joven tenía una cara enjuta, los ojos muy abiertos y su boca era curiosamente asimétrica. Habría sido guapa a no ser por cierta acritud, algo quebradizo que se escondía bajo su apariencia externa.
– No podemos ayudarle, inspector -le dijo con franqueza, sin evitar sus ojos ni dispuesta a excusarse por nada-. Anoche vimos a Octavia antes de que se retirase a su habitación, a eso de las once o unos minutos antes. Yo la vi en el rellano, después entró en el cuarto de mi madre para desearle buenas noches y vi que luego se metía en su habitación. Nosotros nos retiramos a la nuestra. Mi marido le dirá lo mismo. Esta mañana nos ha despertado llorando la doncella, Annie, para anunciarnos que había ocurrido algo terrible. Yo he sido la primera en abrir la puerta del cuarto después de Annie. He visto al momento que Octavia estaba muerta y que ya no se podía hacer nada por ella. He hecho salir enseguida a Annie y la he enviado con la señora Willis, el ama de llaves. La pobre estaba muy impresionada. Yo entretanto he ido a buscar a mi padre, que estaba reuniendo al servicio para la oración matinal y le he comunicado lo ocurrido. Mi padre ha ordenado a uno de los criados que avisara a la policía. La verdad es que no sé qué más podemos decir.
– Gracias, señora.
Monk miró a lady Moidore. Tenía la frente ancha y corta y la nariz fuerte que su hijo había heredado de ella, aunque la cara de la madre era mucho más delicada y la boca de expresión sensata, casi ascética. Cuando hablaba, pese a estar tan probada por el dolor, tenía esa belleza que es propia de las personas vitales y dotadas de imaginación.
– No puedo añadir nada más, inspector -dijo con voz muy tranquila-. Mi habitación se encuentra en la otra ala de la casa y no me he enterado de la tragedia ni de que hubiera entrado nadie hasta que mi doncella, Mary, me ha despertado y mi hijo ha venido a verme después para decirme lo que había… ocurrido.
– Gracias, señora. Espero que ya no será necesario volver a molestarlas. -No había esperado descubrir nada nuevo, se trataba únicamente de una formalidad que habría sido imprudente pasar por alto. Se excusó y salió para reunirse con Evan, que estaba en las dependencias de los criados.
Tampoco lo que había descubierto Evan parecía demasiado importante: sólo había conseguido hacer una lista de joyas desaparecidas, gracias a la información facilitada por la doncella de las señoras. Efectivamente, faltaban dos sortijas, un collar, un brazalete y, por extraño que pueda parecer, un jarroncito de plata.
Abandonaron la casa de los Moidore poco antes de mediodía. Ahora las cortinas estaban corridas y había crespones negros en la puerta. En señal de respeto a la difunta, los lacayos estaban esparciendo paja en la calzada para amortiguar el estrépito producido por los cascos de los caballos.
– ¿Y ahora qué? -preguntó Evan al pisar la acera-. El limpiabotas ha dicho que en el extremo del lado este, esquina con Chandos Street, estaban dando una fiesta. Uno de los cocheros o de los lacayos podría haber visto algo… -Levantó las cejas con aire esperanzado.
– Y también hay que localizar al agente que estaba de ronda -añadió Monk-. Yo buscaré al policía y usted encárguese de la fiesta. ¿Dice que era en la casa de la esquina?
– Sí, señor Monk… una familia apellidada Bentley.
– Informe a la comisaría cuando haya terminado las pesquisas.
– Sí, señor. -Evan giró sobre sus talones y se alejó rápidamente, con unos movimientos más armónicos de lo que se habría presumido de un cuerpo tan larguirucho y huesudo.
Monk tomó un cabriolé para trasladarse a la comisaría, donde tenía intención de averiguar la dirección del agente que había patrullado por la zona durante la noche.
Una hora más tarde estaba sentado en la pequeña y gélida salita delantera de una casa próxima a Euston Road, tomando a pequeños sorbos una taza de té en compañía de un agente soñoliento y sin afeitar, que demostraba estar sumamente nervioso. Ya llevaban más de cinco minutos conversando cuando Monk se percató de que el hombre lo conocía de tiempo y de que las angustias que parecía estar pasando no tenían nada que ver con ninguna omisión o posible fallo en sus deberes durante la pasada noche, sino con algo que había ocurrido en una ocasión anterior, de la que Monk no conservaba recuerdo alguno.
Sin darse cuenta, se puso a escrutar la cara del hombre, tratando inútilmente de extraer de ella algún recuerdo, y por dos veces perdió el hilo de la conversación.
– Lo siento, Miller, ¿qué decía? -se disculpó la segunda vez.
Miller estaba intimidado, como si no supiera muy bien si la pregunta obedecía a una distracción por parte de Monk o presuponía una crítica solapada a lo que acababa de decir, por considerarlo increíble.
– Decía que anoche pasé con una frecuencia de veinte minutos por el lado oeste de Queen Anne Street, señor. Después seguía por Wimpole Street abajo y otra vez hacia arriba por Harley Street. No fallé una sola vez porque, como no ocurrió nada anormal, no tuve que pararme en ninguna ocasión.
Monk puso cara de extrañeza.
– ¿No vio a nadie rondando por allí? ¿A nadie?
– Gente vi mucha, pero nadie sospechoso -replicó Miller-. Había una gran fiesta en la otra esquina de Chandos Street, la que da a Cavendish Square. Hasta las tres de la madrugada hubo mucho ajetreo de cocheros y lacayos arriba y abajo, pero no vi a nadie que hiciera nada raro, ni menos aún que trepara por las tuberías para meterse por las ventanas de las casas. -En su expresión se adivinó que iba a añadir algo más, pero de pronto cambió de parecer.
– ¿Sí? -insistió Monk.
Pero Miller no cedió. Monk volvió a preguntarse si sería por lo que había ocurrido entre ellos en otro tiempo y si Miller quizás habría añadido algo más de ser él otra persona. ¡Era tanto lo que ignoraba! Ignorancia en relación con los procedimientos policiales, las conexiones con el hampa, el inmenso arsenal de cosas que todo buen detective debe poseer. El hecho de no saber le dificultaba el camino a cada paso que daba, obligándolo a trabajar con mucho más ahínco para esconder su vulnerabilidad, aunque no lo suficiente para eliminar el miedo profundo provocado por la ignorancia que tenía de su persona. ¿Qué hombre era aquel de quien tantos años de su vida se extendían detrás de su persona, qué muchacho aquel que un día saliera de Northumberland pletórico de ambiciones tan absorbentes que hasta le habían impedido escribir regularmente a su única pariente, su hermana pequeña, que a pesar de su silencio había seguido queriéndolo tiernamente? Monk había encontrado sus cartas en su habitación, unas cartas cariñosas y amables, llenas de referencias a hechos que habrían debido serle familiares.
Y ahora estaba sentado en aquella estancia pequeña y ordenada, tratando de conseguir datos de un hombre que era evidente que lo temía. ¿Por qué? Una pregunta imposible de contestar.
– ¿No vio a nadie más? -preguntó Monk, esperanzado.
– Sí, señor -respondió Miller de pronto, ávido de complacerle y comenzando a dominar su nerviosismo-. Vi a un médico que había ido a hacer una visita en la casa situada cerca de la esquina de Harley Street y Queen Anne Street. Lo vi salir, pero no lo había visto entrar.
– ¿Sabe su nombre?
– No, señor -respondió Miller volviendo a encresparse, como a la defensiva-. Salió por la puerta principal y se la abrió el dueño de la casa. La mitad de las luces de la casa estaban encendidas, seguro que había acudido allí porque lo habían llamado…
Monk ya iba a disculparse por el desaire involuntario, pero cambió de parecer. Le resultaría más rentable mantener a Miller en vilo.
– ¿Recuerda la casa?
– Debe de ser la tercera o la cuarta del lado sur de Harley Street, señor Monk.
– Gracias. Iré a preguntar, a lo mejor vieron algo. -Después se preguntó por qué demonios tenía que darle explicaciones a aquel hombre.
Se levantó, dio las gracias a Miller y salió nuevamente en dirección a la calle principal, donde seguramente encontraría coches de alquiler. Habría debido dejar estas gestiones en manos de Evan, que sabía de sus contactos con el hampa, pero ya era demasiado tarde. Se movía por instinto, empujado por su inteligencia, olvidando hasta qué punto su memoria había quedado presa de aquel mundo de sombras la noche en que volcó el coche en que viajaba y se rompió las costillas y el brazo y todo quedó borrado para él, desde su identidad hasta sus vínculos con el pasado.
¿Quién más podía haber estado en la calle de noche en la zona de Queen Anne Street? Un año atrás habría sabido dónde encontrar a los maleantes, ladrones, vagabundos, pero ahora no contaba con otra cosa que suposiciones y deducciones a base de tanteos, que lo pondrían en evidencia ante Runcorn, quien estaba esperando la primera oportunidad para hacerlo caer en la trampa. Así que hubiera acumulado errores suficientes, Runcorn caería en la cuenta de la increíble y maravillosa verdad y encontraría la excusa que andaba buscando desde hacía tanto tiempo para despedir a Monk y sentirse por fin seguro. Sería la manera de acabar de una vez por todas con aquel duro y ambicioso teniente que llevaba peligrosamente pegado a los talones.
Localizar al médico no fue difícil, le bastó volver a Harley Street y llamar una por una a las casas del lado sur hasta dar con la que buscaba y hacer en ella las preguntas pertinentes.
– Así es -dijo no sin cierta sorpresa el dueño de la casa, después de recibirlo un tanto fríamente. Parecía cansado e irritado-. Aunque no veo por qué ha de interesar esto a la policía.
– Anoche asesinaron a una mujer en Queen Anne Street -replicó Monk. El periódico de la tarde publicaría la noticia y dentro de una o dos horas pasaría a ser de dominio público-. Quizás el médico vio a alguien merodeando por los alrededores.
– Dudo que ese médico conozca de vista a las personas que van matando a mujeres por la calle.
– No, por la calle no, fue en casa de sir Basil Moidore -le corrigió Monk, aunque la diferencia tenía poca importancia-. Se trata de saber a qué hora estuvo aquí el médico y qué camino siguió. De todos modos, puede que tenga razón y no sea de ninguna importancia.
– Supongo que sabe lo que se lleva entre manos -dijo el hombre con cierta vacilación, demasiado preocupado y absorto en sus propios asuntos para ocuparse de los ajenos-, pero corren unos tiempos en que los criados suelen tener compañías un poco extrañas. Yo diría más bien que debe de tratarse de alguien a quien una criada debió de dejar entrar en la casa, algún galán poco recomendable.
– La víctima fue la hija de sir Basil, la señora Haslett -dijo Monk con amarga satisfacción.
– ¡Dios mío! ¡Qué cosa tan terrible! -La expresión del caballero cambió instantáneamente. Con una sola frase el peligro había pasado de afectar a una persona apartada de su mundo para golpear a una persona de su propio círculo, es decir, a convertirse en una amenaza próxima y alarmante. La helada mano de la violencia había alcanzado a alguien que pertenecía a su propia clase y, al hacerlo, había pasado a convertirse en una realidad-. ¡Es espantoso! -La sangre huyó de su rostro cansado y su voz se quebró un instante-. ¿Se puede saber qué hacen ustedes? ¡Hay que poner más policía en las calles, más patrullas! ¿De dónde había salido ese hombre? ¿Qué hacía en este barrio?
Monk sonrió con amargura al ver al hombre presa de tal agitación. Si la víctima hubiera sido una criada, la culpa habría sido de ella por tener malas compañías; si se trataba de una señora, en cambio, había que reforzar la vigilancia policial y cazar al criminal sin pérdida de tiempo.
– ¿Y bien? -inquirió el hombre, advirtiendo una mal disimulada sonrisa en el rostro de Monk.
– Así que lo encontremos, sabremos qué hacía -replicó Monk con voz suave-. Entretanto, si tiene la bondad de darme el nombre del médico, iré a su casa a preguntarle si observó algo que se saliera de lo normal en su trayecto de ida o de vuelta.
El hombre anotó el nombre en un trozo de papel y se lo tendió.
– Gracias, señor. Buenos días.
El doctor, sin embargo, le dijo que no había visto nada, ya que iba absorto en sus asuntos, por lo que no pudo serle de ninguna ayuda. Ni siquiera había visto a Miller haciendo la ronda. Lo único que hizo fue confirmar con toda exactitud la hora en que llegó y salió de la casa.
A media tarde Monk estaba de vuelta en la comisaría, donde Evan ya lo estaba esperando con la noticia de que habría sido totalmente imposible que hubiera pasado nadie por el extremo oeste de Queen Anne Street sin ser detectado por alguno de los criados que esperaban a sus amos fuera de la casa donde se celebraba la fiesta. Había un número suficiente de invitados, teniendo en cuenta los llegados a última hora y los que se habían marchado temprano, para ocupar con sus coches las cocheras instaladas en la parte trasera de la casa y llenar completamente la calle en su fachada anterior.
– ¿Cree que con tantos criados y cocheros pululando por los alrededores de la casa se habría detectado la presencia de una persona extraña? -preguntó Monk.
– Sí. -Evan no tenía ninguna duda al respecto-. Dejando aparte el hecho de que muchos de ellos se conocen, todos llevaban librea. Cualquiera que hubiera ido vestido de manera diferente habría destacado como un caballo en un campo donde sólo pastaran vacas.
Monk no pudo por menos de sonreír ante la imagen rural a la que había recurrido Evan. Era hijo de un párroco de pueblo y de cuando en cuando dejaba aflorar algún recuerdo o peculiaridad relacionado con sus orígenes. Era una de las muchas características de Evan que complacían a Monk.
– ¿No podría tratarse de uno de ellos? -preguntó Monk, dubitativo, sentándose ante su escritorio.
Evan negó con la cabeza.
– No, estaban todos de cháchara y de broma, hablaban con las camareras, trataban de ligárselas y, además, el sitio estaba profusamente iluminado con las lámparas de los coches. Como uno se hubiera desmandado y le hubiera dado por trepar por una tubería y subirse a los tejados, seguro que lo habrían visto al momento. No hubo ninguno que se desmarcara y se fuera a deambular solo por la calle, esto por descontado.
Monk no siguió insistiendo. No creía que pudiera tratarse de alguna incursión de un lacayo al que le hubiera dado por ahí. Seleccionaban a los lacayos por su talla y su porte y todos iban magníficamente vestidos. No estaban en condiciones de trepar por las tuberías ni de hacer acrobacias en los muros de casas de dos y tres pisos de altura ni menos de colgarse en los salientes de los edificios en plena oscuridad. Éste era un arte para el que había que ir vestido ad hoc.
– Debió de venir por el otro lado -concluyó-, por la parte de Wimpole Street, entre el momento en que Miller bajaba por esa calle y el que subía por Harley Street. ¿Y por la parte de atrás? Me refiero a Harley Mews.
– No hay manera de saltar por el tejado, señor Monk -replicó Evan-. Lo he examinado bien: habría corrido el riesgo de despertar al cochero y a los mozos de cuadra de los Moidore, que duermen sobre los establos. Además, no hay ningún ladrón que se precie que quiera importunar a los caballos. No, señor Monk, lo mejor es entrar por delante, como demuestra la situación de la tubería y el estado de la enredadera, y los indicios señalan que éste fue el camino que siguió. Como usted dice, debió de introducirse en la casa entre las rondas de Miller. No era fácil que lo detectasen.
Monk titubeó. Odiaba poner al descubierto sus flaquezas, pese a que sabía que Evan estaba al tanto de su estado y que, de haberse sentido tentado a hacer partícipe a Runcorn de lo que sabía, ya lo habría hecho semanas atrás, concretamente en el curso del caso Grey, cuando Monk estaba confundido, asustado y a punto de volverse loco, aterrado por las imágenes que su inteligencia evocaba partiendo de retazos de recuerdos que iban repitiéndose como pesadillas. Evan y Hester Latterly eran las dos únicas personas de este mundo en las que podía confiar plenamente. Pero prefería no pensar en Hester, no era una mujer atractiva. De nuevo asomó a sus pensamientos el dulce rostro de Imogen Latterly, recordó sus bellos ojos asustados cuando acudió a él en demanda de ayuda, su voz suave, el crujido de la falda al pasar junto a él, semejante al crujido de las hojas. Pero Imogen era la esposa del hermano de Hester y para Monk era tan inalcanzable como una princesa.
– ¿Y si voy a The Grinning Rat y hago unas cuantas preguntas? -Evan interrumpió sus pensamientos-. Como alguien trate de desembarazarse del collar y de los pendientes acabarán en manos de un perista, pero las noticias de asesinatos circulan rápido, sobre todo cuando se trata de uno que la policía quiere resolver a toda costa. Los ladrones corrientes seguro que querrán estar limpios respecto a este asunto.
– Sí… -Monk se agarró rápidamente a lo que acababa de decir-. Yo probaré con los peristas y prestamistas, usted vaya a The Grinning Rat a ver si se entera de algo. -Se metió la mano en el bolsillo y sacó de él su hermoso reloj de oro. Seguro que había tenido que ahorrar mucho tiempo para costearse una vanidad como aquélla, pero no recordaba haber vivido sin aquel reloj, ni tampoco la satisfacción de haberlo comprado. Sus dedos se pasearon por su lisa superficie y sintió el vacío que había dejado en él la huida de la memoria, de los recuerdos, del placer de saborearlos. Al abrirlo, la tapadera emitió un chasquido.
– Es una buena hora para hacerlo. Nos vemos mañana por la mañana.
Evan volvió a su casa y se cambió de ropa antes de intentar volver a ponerse en contacto con el grupo marginal que tan arduamente había conseguido localizar. La chaqueta bien cortada y de aspecto convencional, además de la camisa limpia que ahora llevaba, igual podían tomarse por la indumentaria propia de un estafador, pero era bastante más probable que se le tomase por un empleado con aspiraciones sociales, o por un comerciante modesto.
Cuando, una hora después de haber hablado con Monk, salió de sus aposentos, su aspecto había cambiado radicalmente. Se había peinado para atrás con ayuda de un poco de gomina y algún que otro mejunje los hermosos cabellos castaños de generosa onda y se había afeado la cara de forma similar, aparte de haberse puesto una camisa vieja sin cuello y una chaqueta que le colgaba, fláccida, de los hombros enjutos. Tenía preparadas para la ocasión un par de botas que un mendigo había abandonado al encontrar otras mejores. Le rozaban los pies, pero solventó el inconveniente poniéndose un par más de calcetines para así caminar mejor. Ataviado de esta guisa, se encaminó hacia la taberna de Pudding Lane, donde cenaría a base de sidra y pastel de anguila y mantendría aguzado el oído. En Londres había una enorme variedad de establecimientos públicos, desde los espaciosos y respetables que ofrecían banquetes a las personas de buena cuna y provistas de caudales, seguidos de los también acogedores pero menos ostentosos que servían de lugar de reunión y punto de encuentro para realizar transacciones en el campo de todo tipo de profesiones, desde abogados y estudiantes de medicina a actores y aspirantes a político, hasta aquellos establecimientos que eran como una especie de teatrillos de variedades embrionarios, donde se daban cita reformadores, agitadores y panfletistas, filósofos callejeros y representantes de movimientos obreros, para llegar finalmente al peldaño más bajo, en el que se encontraban los lugares frecuentados por jugadores, oportunistas, borrachos y grupos marginales del mundo criminal. The Grinning Rat era una taberna que pertenecía a este último grupo, razón por la cual Evan la había elegido hacía muchos años y donde, si su presencia no era grata en aquellos momentos, por lo menos era tolerada.
Desde la calle veía las luces que se reflejaban a través de las ventanas en la sucia acera y en la cuneta. Alrededor de la puerta pululaban media docena de hombres y varias mujeres, todos vestidos con ropas tan oscuras y gastadas por el mucho uso que eran como manchas de diferente densidad en aquella luz borrosa que se filtraba hasta la calle. Incluso cuando alguien abría la puerta de la taberna en medio de una explosión de carcajadas, como aquel hombre y aquella mujer que salieron por la escalera cogidos del brazo y tambaleándose, no se atisbaba otra cosa que marrones y pardos entremezclados con algún que otro aleteo rojo oscuro. El hombre dio unos pasos vacilantes hacia atrás y una mujer que se apoyaba en el desagüe gritó una obscenidad a la pareja. Pero ellos la ignoraron y desaparecieron Pudding Lane arriba, en dirección a East Cheap. Evan también la ignoró y se sumergió en el interior, en el calor y las voces, el olor a cerveza, serrín y humo. Se abrió paso a empellones entre un grupo de hombres ocupados en jugar a los dados, otro en el que se hacía alarde de los méritos de unos perros de lucha y un defensor de la abstinencia que se desgañitaba inútilmente anunciando su credo para llegar a un ex boxeador cuyo rostro castigado exhibía una expresión bonachona y unos ojos hinchados.
– Hola, Tom -le dijo Evan en tono amable.
– Hola -dijo en tono infantil el púgil, sabiendo que aquel rostro le resultaba familiar, pero incapaz de asociarlo a un nombre.
– ¿Has visto a Willie Durkins? -preguntó Evan con naturalidad y fijándose en que el hombre tenía la jarra casi vacía-. Voy a por una pinta de sidra. ¿Te traigo una?
Tom no titubeó un instante y se limitó a asentir alegremente mientras apuraba el fondo de la jarra para dejarla totalmente disponible.
Evan la cogió, se abrió paso hasta la barra y pidió dos sidras, mientras departía un momento con el camarero, que descolgó su jarra de entre las muchas colgadas de los ganchos que tenía sobre su cabeza. Los clientes habituales tenían jarra propia. Evan volvió junto a Tom, que lo aguardaba con aire esperanzado, y le tendió la jarra de sidra. Así que Tom hubo bebido casi la mitad de la jarra con desmesurada sed, Evan formuló de nuevo la pregunta con discreto interés.
– ¿Has visto a Willie? -repitió.
– No, esta noche no, señor. -Tom había añadido aquel «señor» como para darle las gracias por la pinta, aunque seguía sin recordar su nombre-. ¿Para qué lo quiere? A lo mejor yo le puedo echar una mano.
– Quisiera pasarle un aviso -mintió Evan sin mirar a Tom a la cara y fijando los ojos en la jarra.
– ¿Sobre qué cosa?
– Un asunto feo en la zona oeste -le respondió Evan-. Tienen que cargarle el muerto a alguien, y como conozco a Willie… -Levantó súbitamente los ojos y sonrió a Tom, en un gesto simpático, lleno de inocencia y buen humor-. No me gustaría que le echaran el guante… lo echaría de menos.
Tom farfulló unas palabras de reconocimiento. No estaba seguro del todo, pero tenía la impresión de que aquel lechuguino tan simpático o era uno de la pasma o era un soplón de los que dan información a la pasma. Él habría sido el primero en ofrecerla, si tuviese alguna… siempre que el asunto lo mereciera, naturalmente. Nada de raterías corrientes, eso por descontado; eran una forma de ganarse la vida como otra cualquiera. No, deberían ser informaciones sobre los que se meten donde no los llaman, o sobre asuntos feos que despertaban demasiado interés por parte de la policía: asesinatos, incendios premeditados o falsificaciones importantes, asuntos del género que saca de sus casillas a los caballeros influyentes de la City. Así no hacían más que poner en un aprieto a los que se dedicaban a modestas chapuzas como robos con escalo, hurtos callejeros o alguna que otra falsificación de billetes y documentos legales. Con tanta policía merodeando era más que peliagudo comerciar con mercancía robada o vender licores ilegales. El contrabando a pequeña escala que se realizaba en el río se resentía, lo mismo que el juego y el trabajo de los tahúres y estafadores relacionados con el deporte, el boxeo sin guantes y, naturalmente, la prostitución. Si Evan hubiera hecho alguna pregunta a Tom relacionada con alguna de esas actividades, éste se habría ofendido y así se lo habría hecho saber. El hampa dirigía ese tipo de negocios desde siempre y nadie podía pretender cambiar esa situación.
Pero había cosas que no se podían hacer. Lo contrario habría sido una insensatez y una falta de consideración con los que se ganaban la vida lo más discretamente posible.
– ¿De qué asunto feo se trata, señor?
– Asesinato -replicó Evan muy serio-. La hija de un hombre muy importante asesinada por un ladrón en su propio dormitorio. Una estupidez…
– No lo sabía. -Tom parecía indignado-. ¿Y eso cuándo ha sido? ¡Nadie ha dicho nada!
– Anoche -respondió Evan bebiendo un poco más de sidra.
Desde algún lugar situado a su izquierda le llegó una sonora carcajada y alguien se puso a decir pestes contra cierto caballo que había ganado una carrera.
– No lo sabía -repitió Tom en tono lastimero-. ¡No entiendo cómo puede haber gente a la que le da por esas cosas! Yo a ésos los llamo imbéciles. ¡Mira que matar a una señora! Que le hubiera soltado un guantazo si la tía se despertaba y empezaba a gritar tendría un pase, pero hay que ser un baboso rematado para armar ruido y despertar a la clientela.
– ¡Y encima apuñalarla! -dijo Evan asintiendo-. ¿Por qué no le arreó un sopapo, como tú bien has dicho? No había ninguna necesidad de matarla. Ahora la mitad de la policía se pondrá a patrullar por el West End. -Era una exageración en toda regla, pero Evan sabía por qué lo decía-. ¿Más sidra?
Tom volvió a indicar sus deseos limitándose a ofrecerle la jarra vacía sin decir palabra. Evan se levantó para servirlo.
– Willie es incapaz de hacer una cosa así -dijo Tom cuando volvió Evan-. ¡No se chupa el dedo!
– Si pensara que ha sido él no me andaría pasándole avisos -respondió Evan-, ¡dejaría que lo colgasen!
– ¡Claro! -asintió Tom con voz lúgubre-. Y encima, antes de colgarlo los polis ya se lo habrían pateado todo para chinchar y para estropearnos el negocio.
– ¡Exactamente! -dijo Evan escondiendo la cara en la jarra-. Así que dime, ¿dónde está Willie?
Esta vez Tom no se anduvo con evasivas.
– Mincing Lane -dijo en tono malhumorado-. Si está dispuesto a esperarse una hora o así, esta noche acabará dejándose caer por el carretón del que vende empanadas de anguila y yo casi diría que, si lo informa del asunto, le quedará muy agradecido. -Sabía que aquel Evan, quienquiera que fuera, quería algo a cambio. La vida era así.
– Gracias -dijo Evan dejando media jarra, que a buen seguro Tom estaría encantado de terminar-, me parece que probaré. Buenas noches.
– Buenas noches -Tom se apoderó de la jarra antes de que algún camarero excesivamente celoso de sus deberes la retirase de la mesa.
Evan se lanzó a la calle dispuesto a afrontar aquella tarde que iba haciéndose más fría y echó a andar con brío, el cuello subido y sin mirar a derecha ni izquierda, hasta Mincing Lane, dejando atrás a los grupitos de ociosos que haraganeaban en los portales. No tardó en localizar al vendedor de empanadas de anguilas con su carreta, un tipo delgaducho con chistera en la cabeza y delantal en la cintura, envuelto en el delicioso aroma que despedían los dos pucheros que tenía delante.
Evan le compró una empanada y la consumió con delectación, la pasta estaba crujiente y la carne de anguila le pareció deliciosa.
– ¿Ha visto a Willie Durkins? -le preguntó a bocajarro.
– No, esta noche no. -El hombre parecía desconfiar: uno no facilita información así por las buenas y menos sin saber con quién está hablando.
Evan no tenía la menor idea de si debía creer o no en sus palabras pero, como no tenía nada mejor que hacer, se instaló nuevamente en la sombra, helado y aburrido, y decidió esperar. Llegó un cantante callejero que entonaba una balada en la que se contaban las andanzas de un cura que había seducido a una maestra de escuela y la había abandonado después, así como al hijo fruto del encuentro. Evan recordó haber leído el suceso en la prensa de unos meses atrás, aunque había que reconocer que la versión cantada era mucho más pintoresca. En menos de quince minutos, el cantante callejero y el carromato del vendedor de empanadas de anguila se habían atraído a una docena o más de clientes, todos los cuales se surtieron de empanadas y se quedaron a escuchar la balada. Gracias a su colaboración, el cantor callejero cenó gratis… y disfrutó de un público agradable.
De la zona oscura del sur salió de pronto un hombre enjuto, pero de expresión risueña, que se compró una empanada y la consumió con la misma delectación que Evan, después de lo cual compró una segunda con la que tuvo el gusto de obsequiar a un zarrapastroso chiquillo que merodeaba por los alrededores.
– ¿Has tenido una buena noche, Tosher? -le preguntó el vendedor de empanadas con aire de saber de qué hablaba.
– La mejor del mes -replicó Tosher-. ¡Me he encontrado un reloj de oro! ¡No salen muchos!
El empanadero soltó una carcajada.
– Algún señor elegante estará maldiciendo su suerte… -soltó una media sonrisa-. ¡Qué lástima!, ¿verdad?
– ¡Una lástima espantosa! -le confirmó Tosher mientras se le escapaba la risa.
Evan estaba lo bastante al corriente de la vida callejera para saber de qué iba la cosa. «Tosher» era el nombre que se daba a los que vagaban por las cloacas buscando objetos perdidos. En su opinión, tanto ellos como los pilletes que vagabundeaban por el río se tenían bien ganado lo que encontraban. Había que reconocer que no era ningún regalo. Había más gente que iba y venía: vendedores ambulantes que habían dado por terminada la jornada laboral, un cochero, un par de barqueros que subían la escalera que llevaba al río, una prostituta y, finalmente, cuando Evan ya estaba tieso de frío y tan envarado que ya ni se podía mover e incluso estaba a punto de desistir de su empeño, Willie Durkins.
Reconoció a Evan a la primera ojeada y su cara redonda adoptó una expresión cautelosa.
– ¡Hola, señor Evan! ¿Se puede saber qué quiere? No está en su terreno.
Evan no se molestó en mentir, no habría servido de nada y habría sido una prueba de mala fe.
– Es por lo del asesinato de anoche en la zona oeste, en Queen Anne Street.
– ¿De qué asesinato habla? -Willie parecía confundido, estado que reflejó su expresión cauta, sus ojos entrecerrados, en parte porque le daba en ellos el farol debajo del cual se había situado el carro del empanadero.
– Del asesinato de la hija de sir Basil Moidore, apuñalada en su propia habitación… por un ladrón.
– ¡Vaya, vaya! ¡Conque Basil Moidore, eh! -comentó Willie con aire dubitativo-. La casa debe valer un perú, pero seguro que está de criados hasta la bandera. ¿Y cómo se le ocurre a un ladrón entrar en una casa así? ¿Será estúpido? ¡Si es que hay cada imbécil!
– Mejor aclarar las cosas -dijo Evan avanzando los labios y haciendo unos ligeros movimientos con la cabeza.
– Yo no sé nada -se apresuró a decir Willie por pura rutina.
– Es posible, pero seguro que conoces a los ladrones de casas que trabajan en la zona -le espetó Evan.
– Pero no habrá sido ninguno -exclamó Willie al momento.
La expresión de Evan se ensombreció.
– ¡Como que no iban a darse cuenta si hubieran visto a algún intruso! -exclamó con sarcasmo.
Willie lo miró de reojo y se quedó pensativo. Evan tenía pinta de ingenuo, rostro de soñador, más propia de un señor que de un sargento de la pasma. Nada que ver con Monk, con ése mejor no tener que habérselas porque era un hombre ambicioso, tenía una mente retorcida y una lengua viperina. Lo sabía por intuición y por el gris de esos ojos que sostenían siempre la mirada: era peligroso andarle con triquiñuelas.
– Se trata de la hija de sir Basil Moidore -dijo Evan casi como hablando consigo mismo-. A alguien tendrán que colgar… no tienen más remedio, y hasta que den con el hombre indicado tendrán que apretarle los tornillos a un montón de gente, si es necesario.
– ¡Está bien, está bien! -refunfuñó Willie-. Anoche estaba por allí Paddy el Chino. Pero no fue él… no tuvo ocasión. O sea que no lo moleste porque está más limpio que una patena. Lo que puede hacer es preguntarle. Como éste no le ayude, no habrá quien lo haga. Y ahora déjeme en paz… porque seguro que me llaman alguna cosa fea como me vean aquí hablando con usted.
– ¿Dónde encontraré a Paddy el Chino? -preguntó Evan agarrándolo por el brazo tan fuerte que Willie soltó un quejido.
– ¡Suélteme! ¿Me quiere romper el brazo o qué?
Evan lo apretó con más fuerza todavía.
– Dark House Lane, Billingsgate… mañana por la mañana, cuando abren el mercado. Lo conocerá al momento, tiene el cabello negro como el hollín y unos ojos que parece chino. ¿Me suelta o qué?
Evan le agradeció la información, y en un momento Willy desapareció Mincing Lane abajo, hacia el río y las escaleras del Ferry.
Luego volvió directamente a su casa, se lavó mal que bien la cara con agua tibia de un cuenco y se metió en la cama.
Se levantó a las cinco de la mañana, volvió a ponerse la misma ropa, salió con disimulo de su casa y tomó una serie de omnibuses hasta Billingsgate y a las seis y cuarto de la mañana, con las primeras luces del día, se encontró metido en la barahúnda de carromatos de los verduleros, los carros de los pescaderos y demás, en la misma puerta de Dark House Lane. Era un callejón tan estrecho que las casas se levantaban a ambos lados como contrafuertes de peñascos, con los carteles que anunciaban hielo fresco ocupando toda la anchura de la calle. A ambos lados se acumulaban montañas de pescado de todas las especies, fresco, mojado y escurridizo, amontonado en mostradores detrás de los cuales se apostaban los vendedores pregonando la mercancía, con sus delantales blancos destacando como las ventrechas de los pescados, con sus sombreros blancos contrastando sobre las piedras oscuras de las paredes que tenían detrás.
Un porteador, cargado con una cesta de bacalao en la cabeza, apenas si conseguía sortear la doble hilera de comerciantes que atestaban el callejón casi hasta su mismo centro. Evan entrevió en el extremo opuesto los enmarañados obenques de las barcas ostreras posadas en el agua y el ocasional gorro de estambre rojo de algún marinero.
Los olores eran invasores: arenques rojos, todo tipo de pescado blanco, desde espadines a rodaballos, además de langostas y buccinos y, por encima de todo, aquel olor salado a mar y a algas, como si la calle fuera una playa. Aquello le trajo el recuerdo instantáneo de las excursiones a la orilla del mar que había hecho siendo niño, la frialdad del agua, la visión de un cangrejo corriendo de medio lado y desapareciendo en la arena.
Aunque aquí el ambiente era muy otro. A su alrededor no se oía la suave cadencia del oleaje sino la cacofonía de cien voces:
– ¡Eh! ¡Eh! ¡Aquí los mejores arenques de Yarmouth! ¡Merluza! ¡Rodaballo! ¡Pescado vivo! ¡Qué guapas langostas! ¡Cangrejos machos de los finos! ¡Todo vivo! ¡Menuda raya la que tengo! ¡Todo vivo! ¡Qué barato! ¡Lo mejorcito del mercado! ¡Bacalao fresco! ¡Un vasito de menta para pasar el frío! ¡Medio penique el vaso! ¡Aquí tiene, caballero! ¡Pasteles de pasas y carne, a medio penique la pieza! ¡Venga, señora! ¡Vaya bacalao éste! ¡Platija viva! ¡Buccinos… mejillones… ahora o nunca! ¡A la rica gamba! ¡Anguilas! ¡Lenguados! ¡Caracol de mar! ¡Impermeables para la lluvia… a un chelín la pieza! ¡Guardan del agua!
Y entre tantas voces la de un vendedor que gritaba:
– ¡Alimento para la cabeza! ¡Venga a leer la noticia! ¡Asesinato terrible en Queen Anne Street! ¡La hija de un lord muerta a navajazos en su propia cama!
Evan se abrió camino lentamente entre la multitud de verduleros, pescaderos y amas de casa hasta descubrir a un fornido pescadero de aspecto marcadamente oriental.
– ¿Eres Paddy el Chino? -le preguntó todo lo discretamente que pudo tratando de imponerse al griterío y procurando que no lo oyera nadie.
– ¡El mismo! ¿Quiere un poco de bacalao fresco, señor? ¡El mejor del mercado!
– Lo que yo quiero es información. A ti no te costará nada y yo estoy dispuesto a pagar por ella… siempre que no sean embustes -le replicó Evan, manteniéndose muy erguido y examinando el pescado como si tuviera intención de comprar.
– ¿Y por qué tengo que vender información si esto es un mercado de pescado? ¿Qué quiere saber? ¿El horario de las mareas? -Paddy enarcó las negras cejas con aire sarcástico-. Yo a usted no lo conozco…
– Soy de la policía metropolitana -dijo Evan con voz tranquila-. Un conocido de toda confianza me ha facilitado tu nombre… uno de Pudding Lane. ¿Qué prefieres? ¿Que haga las cosas a lo bruto o que hablemos como caballeros y así cuando yo me vaya podrás continuar vendiendo pescado y yo me iré a lo mío? -Lo dijo en tono cortés, pero una sola vez levantó los ojos y los clavó en los de Paddy con mirada dura y directa.
El Chino titubeó.
– La alternativa es detenerte y conducirte delante del señor Monk, que se encargará de hacerte las preguntas pertinentes. -Evan sabía qué fama tenía Monk, a pesar de que el propio interesado se estaba enterando de ella justo en aquellos momentos.
Paddy se decidió de pronto.
– ¿Qué quiere saber?
– El asesinato de Queen Anne Street. Tú estuviste en la zona la otra noche…
– ¡Aquí… pescado fresco… al buen bacalao! -gritó Paddy-. Sí, estuve -repuso en voz baja cargada de dureza-, pero yo no robé nada y seguro como que me tengo que morir que los corchetes no se la cargaron. -Ignorando por un momento a Evan vendió tres bacalaos grandes a una mujer y se guardó el chelín y los seis peniques que ésta pagó por ellos.
– Lo sé -admitió Evan-. Lo que quiero saber es qué viste.
– Un condenado policía que se paseaba Harley Street arriba y Wimpole Street abajo cada veinte minutos, igual que un reloj -replicó Paddy, mirando primero al pescado que vendía y al momento siguiente a la gente que pasaba-. Usted me arruina la venta, señor mío. La gente se pregunta por qué no compra.
– ¿Qué más? -lo acució Evan-. Cuanto antes me lo digas, más pronto te compraré el pescado y me largaré.
– Un matasanos que salía de la tercera casa de Harley Street y una criada de juerga con su maromo. ¡Pero si aquello estaba como Piccadilly! No me dejaron hacer nada.
– ¿A qué casa ibas? -le preguntó Evan, cogiendo un pescado y examinándolo.
– A la de Queen Anne Street esquina sudoeste con Wimpole Street.
– ¿En qué sitio exacto estuviste esperando? -Evan sintió un curioso alfilerazo de curiosidad, algo así como una excitación mezclada con horror-. ¿Y a qué hora?
– Me pasé allí la mitad de la maldita noche -dijo Paddy, malhumorado-. Desde las diez hasta casi las cuatro. Estaba en el extremo de Queen Anne Street por la parte de Welbeck Street. Desde allí dominaba todo Queen Anne Street hasta Chandos Street. En el otro extremo daban una fiesta… Estaba todo lleno de criados.
– ¿Y por qué no te fuiste con la música a otra parte? ¿Por qué te pasaste rondando toda la noche por aquellos andurriales si la calle estaba tan concurrida?
– ¡Aquí! ¡Bacalao fresco… está vivo… lo mejorcito del mercado! -gritó Paddy por encima de la cabeza de Evan-. ¡Venga, señor! Eso mismo… va a ser uno con seis… aquí tiene. -Su voz volvió a bajar de tono-. Porque sabía un buen sitio, por supuesto… y yo siempre voy preparado. ¡No soy un aficionado, oiga! Me figuraba que al final se marcharían, pero la maldita criada se pasó la mitad de la noche pelando la pava en el patio. ¡Si es que parecía una gata! ¡Si es que ya no hay moral!
– ¿Viste a alguien subiendo o bajando por Queen Anne Street? -A Evan le costaba Dios y ayuda disimular la ansiedad que dejaba traslucir su voz. Quienquiera que fuera la persona que había matado a Octavia Haslett no había pasado por delante de los lacayos y cocheros que estaban de palique en el otro extremo ni tampoco había trepado por la parte de las cocheras: tenía que haber ido por ese otro lado y, suponiendo que Paddy dijera la verdad, él tenía que haberla visto.
Evan sintió que un estremecimiento le recorría todo el cuerpo.
– Por delante de mí no pasó un alma, salvo el matasanos y la criada -repitió Paddy con voz irritada-. Me pasé la condenada noche con los ojos como platos, esperando que se presentase una oportunidad… que no llegó. La casa a la que fue el matasanos tenía todas las luces encendidas y la puerta no paraba de abrirse y cerrarse, de abrirse y cerrarse. No me atrevía a pasar por delante. Y lo único que faltaba era la condenada chica con ese tipo. Por delante de mí no pasó nadie, lo juro por mi vida. Sí, puedo jurarlo. Y que el señor Monk me haga lo que se le antoje: la verdad no podrá cambiarla. El que destripó a esa pobre señora ya estaba dentro de la casa, esto es la fetén. Y que tenga suerte y lo encuentre, aunque yo no puedo ayudarlo. Y ahora llévese un pescado de éstos y págueme el doble por él y váyase de aquí, que me hace polvo el negocio.
Evan cogió el pescado y le pagó tres chelines. Paddy el Chino era un contacto que valía la pena conservar.
«Ya estaba dentro de la casa.» Aquellas palabras seguían resonando en sus oídos. Claro que tendría que hacer comprobaciones con la criada cortejada, pero si conseguía convencerla de que hablara, bajo amenaza de ir con el cuento a su señora en caso de que se pusiera difícil, y lo que decía ella coincidía con lo que había dicho el Chino, querría decir que éste tenía razón: la persona que había matado a Octavia Haslett, quienquiera que fuese, ya estaba en la casa, no era un desconocido al que se sorprendía en el momento de perpetrar un robo sino un asesino que había obrado con premeditación y que después había tratado de disfrazar la fechoría. Evan dio media vuelta, se abrió camino entre el carro de un pescadero y la carretilla de un verdulero y siguió a lo largo de la calle.
Ya imaginaba la cara que pondría Monk cuando se lo contara, y la de Runcorn. El asunto había tomado un cariz completamente diferente, se había puesto muy feo y además muy peligroso.