Capítulo 10

– Lo siento mucho -dijo Rathbone con voz suave, pero mirando a Hester con intensa preocupación-. He hecho todo lo que he podido, pero los ánimos estaban muy exacerbados y no había nadie más a quien poder atribuirle responsabilidades con suficiente fundamento.

– ¿Y Kellard? -preguntó Hester, ni esperanzada ni convencida-. Si damos por hecho que Octavia se quería defender, eso no significa que se defendiera precisamente de Percival. De hecho, tendría más sentido que se hubiera defendido de Myles, en cuyo caso de poco le habría servido gritar. Lo único que él habría dicho entonces era que la había oído gritar y que había ido a ver qué le pasaba. Por lo tanto, habría contado con una excusa más plausible que Percival para estar en ese cuarto. Y además, ella habría podido sacudirse de encima a Percival con la simple amenaza de que aquello le iba a costar el puesto. Eso es algo que no podía hacer con Myles. Por otra parte, quizás Octavia tampoco habría querido que Araminta se enterase de cómo se comportaba su marido.

– Sí, lo sé.

Rathbone estaba de pie en su despacho, junto a la repisa de la chimenea, a poca distancia de Hester. Ésta estaba anonadada por la derrota, se sentía vulnerable, abatida por el terrible fracaso. Tal vez había juzgado mal las cosas. ¿No podía ser, después de todo, que Percival fuera culpable? A excepción de Monk, todos los demás lo creían. Pese a todo, había cosas que no cuadraban…

– ¿Hester?

– ¡Huy, lo siento! -se disculpó-. Estaba divagando…

– No podía hacer recaer las sospechas sobre Myles Kellard.

– ¿Por qué?

Rathbone sonrió levemente.

– ¿Qué pruebas puedo aportar que refrendaran que tenía el mínimo interés amoroso por su cuñada? ¿Quién de su familia lo corroboraría? ¿Araminta? Ella sabe que, si corría la voz, se convertiría en el hazmerreír de la buena sociedad londinense. Como circulara ese rumor, la compadecerían y, si admitiera abiertamente que lo sabe, la despreciarían. Pese a que sólo la conozco superficialmente, para ella sería igualmente intolerable.

– Dudo que Beatrice mintiera -dijo Hester, aun cuando se dio cuenta inmediatamente de que acababa de decir una tontería-. El hecho es que Kellard violó a la sirvienta Martha Rivett. Y Percival lo sabía.

– ¿Y qué sacamos con eso? -la cortó Rathbone-. ¿Qué crédito prestará el jurado a Percival? ¿O tengo que citar a declarar a la propia Martha? ¿O a sir Basil, que fue quien la despidió?

– No, claro que no -respondió Hester, desesperada, volviéndose hacia el otro lado-. No sé qué otra cosa podríamos hacer. Lamento dar la impresión de falta de lógica, pero la realidad es que… -Se calló y volvió a mirar a Rathbone-. Lo van a colgar, ¿verdad?

– Sí -la observó con expresión grave y llena de tristeza-. Aquí no hay circunstancias atenuantes. ¿Qué se puede decir para defender a un lacayo que pretende seducir a la hija de su amo y que, al verse rechazado, la mata con un cuchillo de cocina?

– Nada -dijo Hester quedamente-. Absolutamente nada, salvo que es un ser humano y que, colgándolo, también nosotros nos degradamos.

– Mi querida Hester… -Lentamente y con toda deliberación, con los ojos abiertos pero bajas las pestañas, Rathbone se inclinó hacia ella hasta besarla, no con pasión sino con extrema suavidad y con una intimidad tan morosa como delicada.

Cuando por fin se apartó de ella, Hester se sintió más sola que nunca en su vida y, al observar la expresión de Rathbone, comprendió que aquel acto también a él lo había cogido por sorpresa. Rathbone tomó aliento como si se dispusiera a decir algo, pero de pronto cambió de parecer y se apartó, se acercó a la ventana y se quedó junto a ésta, medio de espaldas a Hester.

– Siento muchísimo no haber podido hacer más por Percival -volvió a decir, con la voz ligeramente ronca e impregnada de una sinceridad de la que ella no podía dudar-, y no sólo por él sino también porque usted había depositado su confianza en mí.

– En este aspecto puede estar completamente tranquilo -se apresuró a decir ella-. Ya suponía que haría todo cuanto estuviera en su mano, pero no esperaba milagros. He podido darme cuenta de qué pasiones que hacen presa en el público. Quizá no se nos ofreció ocasión de hacer otra cosa. Se trataba simplemente de probar todo cuanto estuviera a nuestro alcance. Lamento haber hablado de forma tan precipitada. Comprendo que usted no podía hacer insinuaciones contra Myles, ni contra Araminta. Solamente habría conseguido que el jurado todavía se ensañara más con Percival. Lo veo claramente cuando me libro de la sensación de frustración y recurro más a la inteligencia. Rathbone le sonrió, le brillaban los ojos.

– Es usted muy práctica.

– No se burle de mí -dijo Hester sin sombra de resentimiento-. Sé que es una reacción poco femenina, pero no le veo la gracia en eso de comportarse tontamente cuando no hay necesidad de ello.

Rathbone sonrió más abiertamente.

– Querida Hester, a mí me ocurre lo mismo que a usted. Lo encuentro absurdo. Basta con que nos comportemos así cuando no hay más remedio. ¿Qué hará ahora? ¿Cómo piensa ganarse la vida cuando lady Moidore considere que ya no tiene necesidad de una enfermera?

– Pondré un anuncio solicitando un empleo similar, hasta que encuentre algún trabajo en la administración.

– Me encanta que lo diga. Por lo que veo, no ha renunciado a la esperanza de reformar la medicina inglesa.

– Esto por descontado, aunque no tengo un programa a plazo fijo, según parece usted apuntar por el tono de voz. Me contentaré con iniciar la labor.

– Estoy seguro de que lo hará. -Al decirlo desapareció la sonrisa de su rostro-. Difícilmente se consigue torcer una voluntad como la suya, por muchos que sean los Pomeroy de turno.

– Y me pondré en contacto con el señor Monk y volveré a revisar el caso -añadió-, lo haré hasta que esté segura de que no se puede hacer nada más.

– Si descubre algo, hágamelo saber. -Ahora se había puesto muy serio-. ¿Me lo promete? Todavía nos quedan tres semanas de tiempo para apelar.

– Si descubro algo, se lo diré -respondió Hester, que ahora volvía a sentir dentro de ella una espantosa desazón. Aquel breve e inefable momento de emoción se había desvanecido y había vuelto el recuerdo de Percival-. Lo haré. -Hester le dijo adiós y aprovechó el permiso de que disfrutaba para localizar a Monk.


Hester volvió a Queen Anne Street con paso ligero, pero ahora que se veía obligada a reflexionar nuevamente sobre la realidad sentía un peso de plomo que le oprimía la cabeza.

Le sorprendió enterarse a través de Mary, así que entró en casa, de que Beatrice seguía confinada en su habitación y que pensaba cenar en su cuarto. Había ido al cuarto de plancha a buscar un delantal limpio y en él encontró a Mary doblando piezas de ropa blanca.

– ¿Está enferma? -preguntó Hester, preocupada, sintiendo un repentino acceso de remordimiento, no sólo por lo que podía ser descuido de sus deberes sino por haber pensado que aquella postración sólo obedecía al deseo de que la mimaran un poco más y de atraer una atención que los suyos no le ofrecían espontáneamente. Lo cual no dejaba de ser un misterio. Beatrice era una mujer encantadora y, además, llena de vida e individualista, no una mujer plácida al estilo de Romola. Aparte de esto, era inteligente, imaginativa y a veces dotada de una considerable dosis de humor. ¿Por qué razón una mujer así no había de ser el motor que movía su casa?

– Estaba muy pálida -comentó Mary poniendo cara larga-, aunque siempre lo está. Si quiere que le diga la verdad, me parece que está enfadada… pero yo no soy quién para decirlo.

Hester sonrió. Que Mary considerase que no era quién para decirlo no había sido nunca razón para hacerla callar, ni siquiera para hacerla dudar de manifestar sus opiniones.

– ¿Enfadada con quién? -preguntó Hester con curiosidad.

– Con todos en general y con sir Basil en particular.

– ¿Sabe usted por qué?

Mary se encogió de hombros haciendo un gesto gracioso.

– Yo me figuro que será por las cosas que dijeron en el juicio sobre la señorita Octavia. -Se puso ceñuda de pronto-. ¿No le pareció horrible? Dijeron que la señorita se ponía achispada y animaba al lacayo a que la cortejara. -Se calló y miró a Hester con toda intención-. Son cosas que te dejan asombrada, ¿no encuentra?

– ¿No era verdad?

– No, que yo sepa. -Mary parecía indignada-. Que algunas veces estuviera achispada, no le digo que no, pero la señorita Octavia era una señora y, aunque Percival hubiera sido el único hombre de una isla desierta, la señorita Octavia no habría dejado que le pusiera la mano encima. Y si quiere que le diga lo que pienso, desde que se murió el capitán Haslett no creo que la haya tocado nunca ningún hombre. Y eso precisamente era lo que ponía furioso al señor Myles. Mire, si ella lo hubiera matado a él, me lo habría creído.

– ¿Por qué? ¿La deseaba él? -preguntó Hester utilizando abiertamente la palabra por vez primera.

Mary abrió un poco más sus ojos oscuros y no se anduvo con titubeos.

– ¡Y cómo! Tenía que haberle visto la cara. Le advierto una cosa: la señorita era guapísima, ¿sabe usted?, era guapa de una manera que no tenía nada que ver con la señorita Araminta. Usted no la conoció, pero era una mujer tan llena de vida… -De pronto volvió a entrarle una especie de tristeza y pareció como si se quedara anonadada ante la magnitud de la desgracia y la indignación que había tratado de frenar-. ¡Lo que han dicho de la señorita es muy ruin! ¡No entiendo cómo se atreve la gente a decir estas cosas! -Levantó la barbilla y los ojos le relucieron de indignación-. ¡Todas esas cosas tan feas que dijo de Dinah y de la señora Willis y de todos! Ellas no se lo perdonarán nunca, ¿sabe? ¿Por qué lo hizo?

– ¿Será por despecho? -apuntó Hester-. O a lo mejor por exhibicionismo. Le gusta ser el centro de la atención de todo el mundo. Si alguien la mira, entonces se siente viva, importante.

Mary pareció confusa.

– Hay personas que son así. -Hester trataba de encontrar explicación a cosas que no se había formulado antes con palabras-. Son personas vacías, inseguras, solas. Sólo se sienten a gusto cuando los demás les prestan atención y se fijan en ellas.

– ¡Sí, se fijan en ella! -Mary soltó una amarga carcajada-. Por desprecio por eso se fijan. Le puedo asegurar que aquí esto no se lo perdonará nadie.

– No creo que le importe demasiado -dijo Hester secamente, pensando en la opinión que tenía Fenella de los criados.

Mary sonrió.

– ¡Sí le importará! -dijo con furia-. Aquí ya no habrá nadie que le lleve una taza de té calentita por las mañanas. El té a lo más estará tibio. Nosotros nos disculparemos siempre, no sabremos nunca qué ha pasado, pero el té seguirá estando tibio. Sus mejores vestidos se extraviarán en la lavandería, algunos se le devolverán rotos, pero nadie sabrá quién lo ha hecho. «Ya estaban así», diremos. Y sus cartas irán a parar a otro destinatario o se quedarán entre las páginas de un libro, y sus recados tardarán lo suyo en llegar a destino, se lo aseguro. Los lacayos estarán demasiado atareados para encender la chimenea de su habitación, y nadie se acordará de servirle el té de la tarde a la hora oportuna. Créame, señorita Latterly, cuando le digo que le va a importar. Y ni la señora Willis ni la cocinera dirán ni pío. Como los demás, dirán que no saben nada de nada, que no tienen ni idea de lo que ha pasado. Y el señor Phillips lo mismo. Puede darse aires de duque, pero es muy leal. Para estos asuntos es uno más entre nosotros.

Hester no pudo reprimir una sonrisa. Todo aquello era de una trivialidad increíble, pero obedecía a cierto sentido de la justicia.

Mary vio su expresión y también sonrió. Ahora eran cómplices.

– ¿Lo ha entendido? -dijo ella.

– Lo he entendido -admitió Hester-. Sí, me parece muy justo. -Y todavía con una sonrisa en los labios, cogió su ropa y se marchó.

Cuando Hester fue arriba encontró a Beatrice sentada en uno de los sillones de su habitación, sola y contemplando a través de la ventana la lluvia que comenzaba a arreciar en el desnudo jardín. Era enero, desolado e incoloro, y prometía niebla antes del anochecer.

– Buenas tardes, lady Moidore -dijo Hester con voz suave-. Lamento mucho que se encuentre mal. ¿Puedo ayudarla en algo?

Beatrice ni movió la cabeza.

– ¿Puede hacer correr hacia atrás las manecillas del reloj? -preguntó con voz débil, como burlándose de sí misma.

– De poder, lo habría hecho muchas veces -respondió Hester-. ¿Cree usted que cambiaría algo?

Beatrice se quedó unos momentos sin responder, después suspiró y se levantó. Llevaba un vestido color melocotón y, con su llameante cabellera, emanaba el fuego de un verano moribundo.

– No, seguramente no cambiaría nada -dijo con aire cansado-, porque nosotros continuaríamos siendo los mismos y esto es, precisamente, lo que está mal. Seguiríamos yendo detrás de las comodidades, tratando de que nuestra buena fama quedara a salvo y continuaríamos perjudicando a los demás. -Se quedó junto a la ventana, como si observara el agua que resbalaba por los cristales-. No sabía que Fenella fuera una mujer tan poseída por la vanidad, que estuviera atrapada de forma tan ridícula en la trampa de una falsa juventud. Si no la viera tan dispuesta a pisotear a los demás con tal de conseguir atención, me daría lástima. Dadas las circunstancias, más bien me da vergüenza.

– Quizá no tiene otra cosa. -Hester seguía hablando en voz baja. También a ella le repugnaba Fenella y aquella inclinación suya a herir a los demás y de manera especial a exponer los trapos sucios de los criados. Había sido un ataque gratuito, pero Hester percibía el miedo tras esa necesidad de ganar cierta categoría que le garantizase la supervivencia: unos pocos bienes materiales, no importaba su origen, independientes en cualquier caso de Basil y de su caridad condicionada, si es que caridad era la palabra indicada.

Beatrice se volvió y la miró, los ojos muy abiertos pero la mirada muy tranquila.

– Usted lo entiende, ¿verdad? Usted sabe por qué hacemos estas cosas tan feas…

Hester no sabía si utilizar un lenguaje ambiguo; tacto no era precisamente lo que Beatrice necesitaba ahora.

– Sí, no es difícil.

Beatrice bajó los ojos.

– Hay cosas que preferiría no haberlas sabido, por lo menos algunas. Sabía que Septimus jugaba y que de cuando en cuando sacaba vino de la bodega -sonrió-. Esto más bien me divertía, porque Basil se da tanta importancia con su bodega… -Su expresión volvió a ensombrecerse y de ella desapareció el humor-. Lo que yo no sabía es que Septimus lo sustraía para Fenella, aunque tampoco me habría molestado si fuese porque le tenía simpatía, pero no es el caso, porque creo que la odia. Como mujer, Fenella es el reverso de la medalla de Christabel, la mujer que él amaba. Aunque ésta no es razón para odiar a nadie, ¿no le parece?

Vaciló, pero Hester no la interrumpió.

– Es curioso ver cómo el hecho de depender de alguien, y recordarlo constantemente, va agriándote el carácter -prosiguió Beatrice-. Como uno se siente indefenso e inferior, intenta recuperar el poder haciéndole lo mismo a alguien. ¡Oh, Dios, cómo detesto las investigaciones! Tardaremos años en olvidar todo lo que hemos sabido de los demás… quizá cuando sea ya demasiado tarde.

– ¿Y si aprendiera a perdonar? -Hester sabía que decía una impertinencia, pero era la única verdad que podía recomendar y Beatrice no sólo merecía la verdad sino que, además, la necesitaba.

Beatrice se volvió de nuevo hacia la ventana y con el dedo fue siguiendo a través del vidrio seco el reguero de las gotas de lluvia que resbalaban por el exterior.

– ¿Cómo se hace para perdonar a alguien por no ser como uno quiere que sea o como uno se figuraba que era? Sobre todo si este alguien no lo lamenta, o a lo mejor ni siquiera te entiende.

– ¿Y si lo entiende? -apuntó Hester-. ¿Y cómo se hace para conseguir que nos perdonen por haber esperado demasiado de ellos, en lugar de fijarnos en cómo son realmente y quererlos así?

El dedo de Beatrice se paró.

– Vaya, es usted muy franca, ¿no? -Más que una pregunta era una afirmación-. Sin embargo no es tan fácil, Hester. Mire, ni siquiera estoy segura de que Percival sea culpable. ¿Soy malvada si tengo dudas cuando el tribunal dice que es culpable, lo sentencia y el mundo da el asunto por concluido? Sueño y me despierto por la noche y siento la duda retorcerse entre mis pensamientos. Miro a la gente y no sé qué pensar, veo dos y hasta tres sentidos detrás de sus palabras. Hester volvía a sentirse agobiada por la indecisión. Habría sido mucho más amable apuntar que nadie más podía ser culpable, que sólo era la secuela de todos los miedos la que seguía persistiendo y que con el tiempo acabaría desvaneciéndose. La vida diaria traería el consuelo y aquella tragedia extraordinaria iría suavizándose hasta convertirse únicamente en esa pena que deja tras de sí una muerte cualquiera.

Pero después pensó en Percival, encerrado en la cárcel de Newgate, contando los días que le quedaban hasta que de pronto, una mañana, el tiempo cesaría para él.

– Pero si Percival no fuera culpable, ¿quién lo sería? -Hester oyó sus propias palabras, pronunciadas en voz alta, e instantáneamente lamentó haberlas dicho. Encerraban una idea brutal. Jamás, ni un solo instante, pensó que Beatrice pudiera creer que fuera Rose y, en cuanto a las demás sirvientas, ni siquiera entraban en el campo de lo posible. Pero no se podía desandar lo andado. Todo lo que ella podía hacer era esperar la respuesta de Beatrice.

– No lo sé. -Beatrice medía cada palabra-. Cada noche, tendida a oscuras en la cama, pienso en que ésta es mi casa, la casa a la que vine a vivir cuando me casé. En ella he sido feliz y he sido desgraciada. En ella he tenido cinco hijos y he perdido dos… y ahora a Octavia. Los he visto crecer y casarse. He sido testigo de su felicidad y de su desgracia. Todo es tan normal para mí como el pan y la mantequilla o como el sonido de las ruedas de los coches sobre el empedrado. Pero quizá no voy más allá de la piel de la cosas, quizá la carne que hay debajo sea para mí una tierra tan desconocida como el Japón.

Se acercó al tocador y comenzó a sacarse las horquillas de los cabellos, que se le derramaron en una reluciente cascada que centelleó como el cobre.

– La policía entró en esta casa y se mostró comprensiva, respetuosa y considerada. Los agentes demostraron que la persona que había cometido el delito no había entrado desde fuera, o sea que el que había matado a Octavia, quienquiera que fuese, era uno de nosotros. Se pasaron semanas enteras haciendo preguntas y nos obligaron a encontrar respuestas, la mayoría desagradables, cosas ruines, egocéntricas, cobardes. -Había formado un ordenado montoncito con las horquillas, que dejó en una bandeja de cristal tallado, y cogió el cepillo de dorso de plata.

»Personalmente, me había olvidado de Myles y de la pobre camarera. Aunque pueda parecer increíble, lo había olvidado. Supongo que será porque no pensé en el asunto cuando ocurrió, porque Araminta no sabía nada. -Se cepillaba el cabello con movimientos largos y enérgicos-. Soy cobarde, ¿verdad? -dijo con un hilo de voz, pero también era una afirmación, no una pregunta-. Vi lo que quise ver y escondí la cabeza para no ver el resto. Y Cyprian, mi querido Cyprian, hizo lo mismo que yo: jamás se ha enfrentado con su padre, se ha limitado a vivir en un mundo de sueños, se ha entregado al juego y a haraganear en lugar de hacer lo que le habría gustado hacer realmente. -Se cepilló todavía con más fuerza-. Romola lo aburre a morir, ¿sabe usted? Antes no le importaba, pero de pronto se ha dado cuenta de lo interesante que podría ser una compañera con la cual poder hablar de cosas auténticas, decir lo que uno piensa de verdad en vez de dedicarse a hacer una especie de comedia dictada por la cortesía. Pero, naturalmente, ya es demasiado tarde.

Sin previo aviso, Hester se dio plenamente cuenta de la responsabilidad que tenía en lo tocante a haber despertado la atención de Cyprian, por haberse complacido en su vanidad y atraído su interés. De todos modos, se consideraba culpable sólo en parte, porque no había querido causar deliberadamente ningún daño a nadie. Ni le había pasado por las mientes ni se lo había propuesto, le sobraba inteligencia para caer en ese tipo de cosas.

– Y la pobre Romola -prosiguió Beatrice, que seguía cepillándose con energía el cabello- no tiene ni la más mínima idea de dónde está el fallo. Ella hace lo que le enseñaron que había que hacer, pero resulta que ahora esto ya no surte efecto.

– A lo mejor volverá a surtir efecto algún día -respondió Hester con voz débil, aunque sin creerlo en realidad.

Pero Beatrice no percibía inflexiones de voz. El clamor de sus pensamientos no lo permitía.

– La policía ha detenido a Percival y se ha retirado del caso dejando que nosotros imaginemos lo que ocurrió realmente. -Se puso a cepillarse el cabello con movimientos largos y regulares-. ¿Por qué hacen estas cosas, Hester? Monk no creía que el culpable fuera Percival, de esto estoy más que segura. -Hizo girar el asiento del tocador y miró a Hester todavía con el cepillo en la mano-. Usted habló con él. ¿Cree Monk que fue Percival?

Hester suspiró lentamente.

– No, creo que no.

Beatrice volvió a girar el asiento de cara al espejo y observó sus cabellos con aire crítico.

– Entonces, ¿por qué lo detuvo la policía? No fue Monk quien lo detuvo. Annie me dijo que había venido a detenerlo otra persona y que tampoco fue aquel sargento joven que lo acompañaba. ¿Lo hicieron por conveniencia? Los periódicos armaron mucho ruido y echaron la culpa a la policía de que el caso no hubiera quedado resuelto, según me dijo Cyprian. Y sé que Basil escribió al ministro del Interior. -Bajó la voz-. Imagino que sus superiores le pidieron que presentara resultados rápidos, pero no creo que Monk cediera así como así. Lo tenía por un hombre muy enérgico… No quiso añadir que Percival se había convertido en mercancía de canje cuando se veía amenazada la carrera de un oficial, pero Hester sabía que lo pensaba, le bastaba con ver la ira que reflejaba su boca y la aflicción de su mirada.

– Y claro, no iban a acusar nunca a una persona de la familia a menos de contar con pruebas irrefutables. No me puedo sacar de la cabeza que Monk sospechaba de uno de nosotros pero que no pudo encontrar ningún fallo de bastante consideración ni bastante tangible para justificar su acción.

– ¡No lo creo! -se apresuró a decir Hester, aunque pensó al momento que le sería imposible justificar que estaba al corriente de la situación. Beatrice estaba casi en lo cierto en sus deducciones, imaginaba las presiones que Runcorn había ejercido sobre Monk para que se pronunciara, las disputas y los enfrentamientos que este hecho había comportado.

– ¿No? -dijo Beatrice con aire desolado, dejando finalmente el cepillo-, pues yo sí lo creo. A veces daría lo que fuera para saber quién fue, así dejaría de sospechar de todos. Después rechazo, horrorizada, esa idea, porque es una imagen odiosa, como una cabeza cortada metida en un cubo lleno de gusanos, sólo que peor… -Volvió a hacer girar el asiento y miró a Hester-. Una persona de mi familia asesinó a mi hija. O sea que todos han mentido. Octavia no era como dijeron y pensar, o sólo imaginar, que Percival podía tomarse estas libertades es absurdo.

Se encogió de hombros, su cuerpo delgado tensó la seda de la bata.

– Sé que a veces bebía un poco… nada que ver con Fenella, sin embargo. En el caso de Fenella habría sido muy diferente. -Se le ensombreció el rostro- Ella incita a los hombres, pero elige a hombres ricos: le hacían regalos que después llevaba a la casa de empeños y con el dinero que conseguía se compraba vestidos, perfumes y otras chucherías. Pero llegó un día en que ya dejó las apariencias de lado y cogió directamente el dinero. Esto Basil no lo sabe, por supuesto. Como lo supiera, se quedaría tan horrorizado que lo más probable es que la echara a la calle.

– ¿Será esto lo que descubrió Octavia y dijo después a Septimus? -dijo Hester ávidamente-. ¿No puede ser esto? -De pronto descubrió lo insensato de aquel entusiasmo. Después de todo, Fenella seguía siendo una persona de la familia, por muy ligera de cascos o viciosa que pudiera ser y por mucho que los hubiera avergonzado durante el juicio. Volvió a quedarse muy seria.

– No -respondió Beatrice, tajante-, Octavia hacía muchísimo tiempo que sabía estas cosas. Y Minta lo mismo. Pero si no se lo dijimos a Basil fue porque, aunque la situación nos repugnaba, queríamos ser comprensivas con ella. A veces la gente hace cosas rarísimas para conseguir dinero. Nos las ingeniamos de mil maneras para obtenerlo y a veces no a través de medios atractivos y ni siquiera honorables. -Jugueteaba nerviosa con una botella de perfume y finalmente la destapó-. A veces somos muy cobardes. Me gustaría pensar de otra manera, pero no puedo. De todos modos, Fenella no consentiría nunca que un lacayo se tomase libertades con ella que superasen los meros galanteos. Es casquivana y hasta cruel, le aterra envejecer, pero no es una prostituta. Me refiero a que no va con hombres sólo porque le guste… -Aquellas palabras le produjeron un ligero estremecimiento e hicieron que introdujera el tapón con tal fuerza que ya no pudo volver a sacarlo. Soltó una exclamación por lo bajo y arrinconó el frasco en un extremo del tocador.

»Antes me figuraba que Minta no sabía que Myles había violado a la sirvienta, pero ahora pienso que a lo mejor sí lo sabe. Y quizá sabía también que le gustaba mucho Octavia. Myles es muy vanidoso, se figura que todas las mujeres están locas por él. -Sonrió torciendo los labios hacia abajo, un gesto curiosamente expresivo-. Muchas lo están, todo hay que decirlo, porque es un hombre guapo y simpático. Pero no gustaba a Octavia y esto él no lo podía digerir. A lo mejor se había propuesto hacerla cambiar de parecer. Hay hombres que encuentran justificable la fuerza bruta, ¿sabe?

Miró a Hester y movió negativamente la cabeza.

– No, ya se nota que no lo sabe… usted es soltera. Perdone que me haya mostrado tan grosera, espero no haberla ofendido. Creo que todo es cuestión de gradación y me parece que Myles y Octavia tenían una opinión muy diferente al respecto.

Se quedó en silencio un momento, después se ciñó más la bata al cuerpo y se levantó.

– Hester, tengo mucho miedo. Es posible que el culpable sea una persona de mi familia. Monk se ha ido y nos ha dejado. Probablemente no llegaré a saberlo nunca. No sé qué es peor, si ignorar lo que pasó e imaginarlo todo o saberlo y ya no poder olvidarlo nunca, pero sentirse indefensa para ponerle remedio. ¿Y si el culpable sabe que yo lo sé? ¿Me asesinará a mí entonces? ¿Cómo podremos vivir así un día tras otro?

Hester no respondió nada. No podía ofrecerle consuelo pero tampoco quería subvalorar la desgracia tratando de encontrar algo que decir.


Pasaron otros tres días antes de que la venganza de los criados comenzara realmente a funcionar y de que Fenella la advirtiera y se quejara de ella a Basil. Casualmente Hester oyó gran parte de la conversación, ya que se había transformado en un ser tan invisible como el resto de los criados y ni Basil ni Fenella notaron su presencia al otro lado del arco del invernadero desde el salón donde se encontraban hablando. Hester había llegado hasta allí porque aquel lugar marcaba el límite máximo del paseo que podía permitirse. También estaba autorizada a servirse de la salita de las sirvientas, donde solía leer, pero corría el riesgo de encontrar allí a Mary o a Gladys y de tener que darles conversación u ofrecerles una explicación que justificase el cariz intelectual de sus lecturas.

– Basil -dijo Fenella al entrar, echando chispas de indignación-. Tengo que quejarme de los criados de esta casa. Me parece que no te has dado cuenta pero, desde que se celebró el juicio del maldito lacayo, el nivel de eficiencia del servicio ha bajado considerablemente. Son ya tres días seguidos que me sirven el té prácticamente frío. La imbécil de la doncella me ha perdido mi mejor salto de cama, todo de blonda por cierto. Dejan que se apague la chimenea de mi cuarto sin atenderla y te juro que aquello parece un depósito de cadáveres. Ya no sé qué ponerme encima cuando estoy en mi cuarto, pero te aseguro que estoy muerta de frío.

– Una situación muy propia de un depósito de cadáveres -dijo Basil secamente.

– ¡Déjate de chistes! -le soltó Fenella-. No le veo la gracia, la verdad. No entiendo cómo lo aguantas. Antes no eras así. Tú eras la persona más exigente que había conocido en mi vida, más aún que papá.

Desde el sitio donde estaba Hester veía a Fenella de espaldas, pero veía perfectamente la cara de Basil. Su expresión había cambiado, se había hecho más adusta.

– Estoy a su mismo nivel -dijo Basil fríamente-. No sé a qué te refieres, Fenella. A mí me han traído el té echando humo, en la chimenea de mi cuarto tengo un fuego hermosísimo y en todos los años que llevo viviendo en esta casa nunca me ha faltado una sola prenda de ropa.

– La tostada que me han traído en la bandeja del desayuno estaba dura -prosiguió Fenella-. No me han cambiado la ropa de la cama y, cuando me he quejado con la señora Willis, me ha salido con una sarta de excusas absurdas y no me ha hecho ni caso. No tienes autoridad en esta casa, Basil, yo esto no lo toleraría. Ya sé que no eres como papá, pero lo que no podía imaginar era que te abandonases así y dejases que todo se degradase como se está degradando.

– Si no te gusta vivir en esta casa, cariño -le dijo con agresividad en el tono de voz-, no tienes más que buscarte otro sitio que se acomode más a tus preferencias y dirigirlo según te venga en gana.

– No esperaba que me dijeras otra cosa -le replicó ella-, pero no vayas a creer que te va a costar tan poco echarme a la calle en estos momentos. Hay demasiadas personas que tienen los ojos puestos en ti. ¿Qué van a decir? «¡Vaya con sir Basil!, con lo distinguido y rico que es, ese noble sir Basil al que todo el mundo respeta ha echado de su casa a su hermana viuda.» Dudo que me eches, cariño, lo dudo mucho. -Hizo una mueca de desprecio-. Siempre quisiste vivir a la altura de papá, incluso pretendías superarlo. Te importa mucho lo que la gente piensa de ti. Supongo que por eso odiabas tanto al padre del pobre Harry Haslett cuando ibais a la escuela. Él hacía sin esfuerzo lo que a ti te costaba Dios y ayuda hacer. Está bien, ahora ya tienes lo que querías: dinero, fama, honores. No vas a estropearlo todo poniéndome de patitas en la calle. ¿Qué parecería? -Soltó una desagradable carcajada-. ¿Qué diría la gente? Lo que tienes que hacer es obligar a que tus criados cumplan con su deber.

– Oye, Fenella, ¿no se te ha ocurrido pensar que, si te tratan de esta manera es porque tú, al declarar como testigo, expusiste sus trapos sucios para sacar partido de la situación? -Su rostro reflejó todo el asco y la repugnancia que sentía y también la satisfacción que le producía herirla-. Quisiste hacer una exhibición y esto los criados no lo perdonan.

Fenella irguió su figura y Hester imaginó que se le habían subido los colores a la cara.

– ¿Vas a hablar con ellos o no? ¿Vas a dejar que hagan lo que se les antoje?

– Ellos aquí hacen lo que se me antoja a mí, Fenella -dijo bajando la voz-, como todo el mundo. No, no pienso hablar con ellos. Me gusta que se hayan vengado de ti. En lo que a mí concierne, están en libertad de continuar haciendo lo mismo. Tendrás el té frío, el desayuno quemado, la chimenea apagada y seguirán extraviándote prendas de ropa todo el tiempo que quieran.

Estaba demasiado furiosa para poder hablar. Soltó un suspiro de rabia, giró sobre sus talones y salió como una tromba, con la cabeza alta y mucho crujir de faldas, balanceándose de un lado a otro con tal ímpetu que arrastró con el vuelo un objeto que adornaba una mesita auxiliar, el cual fue a estrellarse contra el suelo y quedó hecho añicos.

Basil no pudo reprimir una sonrisa de profunda satisfacción.


Monk ya había recibido dos pequeños encargos desde que anunciara sus servicios como detective privado dispuesto a realizar pesquisas de asuntos que cayeran fuera del ámbito policial o a proseguir casos de los que la policía se había retirado. Uno hacía referencia a una cuestión de propiedad y le representó una recompensa muy escasa, salvo la de contestar rápidamente al cliente y unas pocas libras que le aseguraron la subsistencia durante una semana más. El segundo encargo, del que se ocupaba en aquellos momentos, exigía una mayor participación y prometía más variedad y un seguimiento más intenso, y posiblemente el interrogatorio de varias personas, arte en el que su habilidad descollaba de manera natural. Estaba relacionado con una joven que había tenido un matrimonio desgraciado y cuya familia había perdido su rastro. Ahora sus familiares deseaban localizarla y restablecer la relación que se había roto. Llevaba bien el caso pero, después del resultado que se había producido a raíz del juicio de Percival, Monk estaba muy deprimido y furioso. No había esperado otra cosa, pero hasta el último momento había alimentado una persistente esperanza y más al enterarse de que Oliver Rathbone intervenía en el caso. Con respecto a Rathbone experimentaba sentimientos ambivalentes: por un lado veía en él unas facetas personales que encontraba particularmente irritantes, pero no abrigaba reservas en la admiración de sus cualidades profesionales ni tampoco dudas en lo que se refería a su dedicación.

Había vuelto a escribir a Hester Latterly con objeto de reunirse con ella en la misma chocolatería de Regent Street donde se habían encontrado en la ocasión anterior, pese a que no tenía ni idea de la utilidad que podía tener el encuentro.

Monk se sintió inexplicablemente contento al ver llegar a Hester, aun cuando el rostro de ella no reflejaba emoción alguna y sólo le dedicó una sonrisa momentánea a modo de reconocimiento, nada más.

Monk se levantó para apartarle la silla, se colocó delante de ella y pidió un chocolate caliente para Hester. Había demasiada sinceridad entre los dos para que tuvieran que recurrir a los formalismos de ceremoniosos saludos y a los convencionalismos habituales en relación con la salud. Podían centrarse en el asunto que los tenía preocupados sin caer en equívocos.

Monk la observó con gravedad y mirada interrogativa.

– No -respondió Hester-, no me he enterado de nada que pueda ser de utilidad, pero estoy completamente convencida de que lady Moidore no cree que Percival sea culpable, aunque tampoco sabe quién pueda serlo. En ocasiones está ansiosa de saber, otras veces teme saber, porque supone el derrumbamiento de todas las cosas en las que cree y el amor que siente por la persona en cuestión se tambaleará. La incertidumbre lo envenena todo, aunque teme que si un día se entera de quién ha sido, la persona involucrada sabrá que ella está al corriente de la verdad y entonces también ella correrá peligro.

Había tensión en el rostro de Monk, sentía un dolor intenso, sabía que a pesar de todos los esfuerzos y luchas y del precio que le habían costado, había fracasado.

– Lady Moidore tiene razón -dijo Monk con voz tranquila-, quienquiera que sea el culpable, no sabe lo que es compasión. Están a punto de colgar a Percival. Sería fantasioso suponer que el culpable vaya a compadecerse de ella si lo pone en peligro.

– Estoy convencida de que ella es muy capaz de hacerlo. -La expresión de Hester estaba llena de ansiedad-. Por debajo de la dama elegante que se encierra en su cuarto vencida por el dolor hay una mujer dotada de una gran valentía y que siente un profundo horror a la crueldad y a las mentiras.

– Entonces nos queda algo por lo que luchar -dijo Monk con sencillez-. Si está empeñada en averiguarlo y llega un momento en que las sospechas y el miedo le resultan insoportables, un día se lanzará a la acción.

Apareció el camarero y dejó las tazas de chocolate delante de cada uno. Monk le dio las gracias.

– Llegará un día en que la pieza que falta encajará en su esquema mental -prosiguió Hester-. Habrá una palabra, un gesto, el remordimiento hará que la persona involucrada cometa un error y de pronto ella se dará cuenta… y la persona también se dará cuenta porque lady Moidore ya no la tratará de la misma manera… ¿Cómo iba a hacerlo?

– Entonces debemos anticiparnos a ella. -Hester agitó enérgicamente el chocolate con riesgo de derramarlo a cada vuelta de cucharilla que daba-. Lady Moidore sabe que casi todos han mentido en mayor o menor medida, porque Octavia no era tal como la describieron en el juicio… -Y a continuación Hester lo puso al corriente acerca de lo que le había dicho Beatrice la última vez que habían hablado.

– Es posible -dijo Monk dubitativo-, pero Octavia era su hija y quizás ella no quiera verla con la misma claridad. Si Octavia se excedía en la bebida, si era un poco cabeza loca y no ponía freno a su sensualidad, quizá su madre no quiera aceptarlo.

– ¿Qué dice? -preguntó Hester-. ¿Que lo que declararon era verdad, que ella incitó a Percival pero después cambió de parecer al ver que el lacayo se tomaba las cosas al pie de la letra? ¿Y que en lugar de pedir ayuda, optó por llevarse un cuchillo de cocina a su cuarto?

Hester cogió la taza de chocolate, pero estaba demasiado excitada y quería terminar lo que estaba diciendo.

– ¿Y que cuando Percival se introdujo en su cuarto por la noche, pese a que la habitación de su hermano estaba al lado, Octavia luchó a muerte con él pero no gritó? ¡Yo me habría desgañitado! -Tomó un sorbo de chocolate-. Y no me diga que si no gritó fue porque ella lo había invitado antes, ya que en la familia nadie habría creído lo que decía Percival y sí lo que decía ella… y esto habría sido mucho más fácil de explicar que justificar que había herido a Percival o que le había dado muerte.

Monk sonrió con amargura.

– A lo mejor supuso que bastaría con que Percival viera el cuchillo para alejarse, sin que mediaran explicaciones.

Hester calló un momento.

– Sí -admitió, renuente-, podría ser, pero yo no lo creo.

– Ni yo -asintió Monk-. Hay demasiadas cosas que no cuadran. Lo que debemos hacer nosotros es distinguir entre mentiras y verdades y a ser posible buscar las razones de las mentiras… lo que podría ser muy revelador.

– Pues repasemos los testimonios -coincidió rápidamente ella-. No creo que Annie mintiera. En primer lugar, no dijo nada de importancia, simplemente que había sido ella la que había encontrado a Octavia, y todos sabemos que es verdad. En cuanto al médico, sólo estaba interesado en que su declaración fuera lo más exacta posible. -La expresión de Hester revelaba una extrema concentración-. ¿Qué razones tienen para mentir personas que son inocentes del delito? Debemos tenerlas en cuenta. Siempre existe, además, la posibilidad de un error que no sea malintencionado y que obedezca simplemente a ignorancia, a suposiciones incorrectas o a una equivocación.

Monk sonrió aún en contra de su voluntad.

– ¿Y la cocinera? ¿Cree que la señora Boden podría equivocarse en lo que se refiere al cuchillo?

Hester captó que Monk se divertía, pero sólo le concedió una momentánea dulcificación de su mirada.

– No, creo que no. Lo identificó con absoluta precisión. De todos modos, ¿qué importancia tendría que el cuchillo procediera de cualquier otro sitio? El asesino no era un intruso. La identificación del cuchillo no nos ayuda a identificar a la persona que lo empuñó.

– ¿Y Mary?

Hester se quedó pensativa un momento.

– Es una persona muy decidida en lo que a opiniones se refiere, lo cual no es ninguna crítica. No soporto a las personas de voluntad débil, que se quedan con lo que les dice el último que habla con ellas, pero podría haber cometido un error partiendo de una convicción sustentada previamente sin que hubiera la más mínima mala intención por su parte.

– ¿Quiere decir cuando identificó el salto de cama de Octavia?

– No, no me refiero a esto. Además, ella no fue la única persona que lo identificó. Cuando usted lo encontró también interrogó a Araminta y ella no sólo lo identificó sino que dijo que recordaba que Octavia lo llevaba puesto la noche de su muerte. Y me parece que Lizzie, la lavandera veterana, también lo identificó. Además, tanto si le pertenecía como no, es evidente que lo llevaba puesto cuando la apuñalaron… la pobre.

– ¿Y Rose?

– ¡Ah! ¡Esta sí que tiene más posibilidades! Percival la cortejó durante un tiempo, por decirlo de alguna manera, pero después se aburrió, la chica dejó de interesarle. Y ella se había hecho a la idea de que el chico se casaría con ella, cuando era evidente que él no tenía ninguna intención de hacerlo. La chica tenía poderosos motivos para verlo metido en líos. Creo que incluso podía sentir por él una pasión y un odio suficientes para desear que lo colgaran.

– ¿Le parece razón suficiente para mentir y precipitar su final? -A Monk le costaba creer que se pudiera sentir una maldad tan grande, incluso cuando existía de por medio una obsesión sexual rechazada. Hasta el mismo asesinato de Octavia obedecía a un acto de pasión perpetrado en el momento en que se había producido un rechazo, no era algo que se hubiera ido gestando paso a paso y de forma deliberada después de semanas o incluso de meses de haberse proyectado. Sobrecogía el ánimo pensar que una lavandera pudiera tener esta mentalidad, una muchacha agraciada y limpia que no llamaba la atención de nadie y que sólo era merecedora de una discreta apreciación. Y en cambio, podía ser una chica capaz de desear a un hombre y que, al verse rechazada, quisiera someterlo a la tortura de infligirle una muerte legal.

Hester se dio cuenta de que tenía sus dudas.

– Quizá no pensaba en un final tan terrible -admitió Hester-. Una mentira engendra otra mentira. A lo mejor quiso únicamente asustarlo, igual que hacía Araminta con Myles y después las cosas se complicaron y ya no pudo hacerse atrás a menos de ponerse también ella en peligro. -Tomó otro sorbo de chocolate; estaba delicioso, su paladar ya estaba habituándose a los mejores manjares-. Por supuesto que ella podía creerlo culpable -añadió-. Hay personas que no consideran ilícito en modo alguno tergiversar un poco la verdad para precipitar lo que estiman que es hacer justicia.

– ¿Mintió en relación con el carácter de Octavia? -Monk volvió a coger el hilo de los hechos-. Esto suponiendo que lady Moidore esté en lo cierto. Pero es posible que también lo hiciera por celos. Muy bien… supongamos que Rose mintiera. ¿Qué me dice de Phillips, el mayordomo? No hizo más que corroborar lo que dijeron todos los demás acerca de Percival.

– Probablemente estaba en lo cierto -admitió Hester-. Percival era arrogante y ambicioso. No hay duda de que extorsionaba a los demás criados amenazándolos con divulgar sus pequeños secretos y probablemente también a la familia; es probable que no lleguemos a saberlo nunca. No es nada simpático, pero la cuestión no es ésta. Si tuviéramos que colgar a todas las personas de Londres que no son simpáticas, seguramente nos quedaríamos con la cuarta parte de la población.

– Esto como mínimo -concedió Monk-. Con todo, es muy posible que Phillips exagerara un poco su opinión por consideración a su amo. Es evidente que ésta era la conclusión a la que aspiraba sir Basil y quería conseguirla rápidamente. Phillips no tiene un pelo de tonto y es muy consciente de sus deberes. Él no debía de verlo como una falta de sinceridad, sino simplemente como una muestra de fidelidad a un superior, ideal militar que él venera. Y la señora Willis lo corroboró.

– ¿Y la familia? -insistió ella.

– Cyprian también lo corroboró y lo mismo Septimus. ¿Y Romola? ¿Qué opina de ella?

Hester experimentó un fugaz sentimiento de irritación y también de culpa.

– Le encanta ser la nuera de Sir Basil y vivir en Queen Anne Street, pero a menudo trata de convencer a Cyprian de que exija más dinero. Lo hace sentir culpable si ella no es feliz. No comprende lo que ocurre: ve que él se aburre con ella y no sabe por qué. A veces me indigna que él no le haga notar que le convendría comportarse como una mujer adulta y responsabilizarse de sus sentimientos. Pero supongo que sé tan poco de ellos que no estoy en condiciones de juzgarlos.

– Sí sabe de ellos -dijo él sin ánimo de condena. Detestaba a las mujeres que practican la extorsión emocional con sus padres o con sus maridos, pero no sabía por qué era una situación que le tocaba una fibra tan sensible.

– Supongo que sí -admitió Hester-, pero de hecho tiene poca importancia. Supongo que Romola estaría dispuesta a declarar lo que considerara que puede ser del gusto de sir Basil. Él es quien gobierna aquella casa, el que sujeta los cordones de la bolsa, y esto es algo que saben todos. No necesita hacer ninguna demanda porque se da por sentado: lo único que tiene que hacer es manifestar sus deseos.

Monk exhaló un hondo suspiro.

– Y sus deseos son que el asesinato de Octavia quede cerrado de la manera más rápida y discreta posible, por descontado. ¿Ha visto lo que dicen los periódicos? Hester enarcó las cejas.

– ¡No diga cosas absurdas! ¿Dónde le parece que puedo ver un periódico? Soy una criada, y encima, mujer. Lady Moidore sólo lee las notas de sociedad y ahora ni siquiera esto le interesa.

– ¡Claro, lo había olvidado! -Monk puso cara larga. Había recordado que Hester era amiga de un corresponsal de guerra en Crimea y que cuando éste murió en el hospital de Shkodër, Hester se había encargado de hacer llegar a su destino sus últimos despachos y más adelante, dejándose llevar por la intensidad de sus sentimientos y observaciones, ella misma había escrito los artículos siguientes y los había enviado al periódico firmándolos con el nombre del periodista. Como nadie se fiaba de las listas de bajas, el editor no se había percatado de la añagaza.

– ¿Qué dicen los periódicos? -preguntó Hester-. ¿Nos afecta?

– ¿Qué dicen en general? Pues se lamentan de la situación de un país en donde se permite que un lacayo asesine a su ama, una nación donde los lacayos se crecen hasta tal punto que alimentan ideas de concupiscencia y depravación con personas de alto rango. Dicen que el orden social se está tambaleando y que hay que colgar a Percival y hacer de él un ejemplo para que nunca vuelva a repetirse un hecho de estas características. -Hizo una mueca de repugnancia-. Y como no podía ser menos, rebosan simpatía hacia sir Basil. Pasan revista concienzuda de todos sus pasados servicios a la reina y a la nación, ensalzan sus virtudes y le tributan los más sentidos pésames.

Con un suspiro Hester clavó los ojos en el fondo de la taza.

– Todos los intereses creados se levantan contra nosotros -dijo Monk con voz compungida-. Todo el mundo tiene ganas de que termine este caso de una vez, que se lleve a efecto la venganza de la sociedad y, finalmente, que se olvide todo el asunto para que podamos reemprender cuanto antes nuestra vida anterior y tratemos de proseguirla de la manera más parecida a como era.

– ¿Podemos hacer algo? -preguntó Hester.

– No se me ocurre nada. -Se levantó y apartó la silla de Hester para que ella se levantara-. Iré a visitarlo.

Hester lo miró a los ojos con súbito dolor, pero a la vez rebosante de admiración. No había necesidad de que ella le preguntara a quién pensaba visitar ni de que él se lo dijera. Era un deber, un último rito de cumplimiento inexcusable.


Tan pronto como Monk entró en la cárcel de Newgate y se cerraron ruidosamente las puertas tras él, sintió una turbadora sensación de familiaridad. Era el olor: aquella mezcla de humedad, moho, aguas fétidas y un sentimiento de infelicidad que lo invadía todo y que quedaba suspendida en la inmovilidad del aire. Eran muchos los que sólo salían de allí para ir al encuentro de la cuerda del verdugo, por lo que el terror y la desesperación que habían vivido en los últimos días aquellos desgraciados habían impregnado aquellos muros hasta el punto de que parecían resbalar como hielo fundido mientras él seguía al guardián por los corredores de piedra hasta el lugar donde podría ver por última vez a Percival.

Sólo tuvo que fingir unas atribuciones que ya no tenía. Al parecer ya había estado en otras ocasiones en aquel lugar y, así que el guardián lo miró a la cara, se hizo una falsa idea en cuanto a su visita, lo que Monk no se molestó en desmentir.

Percival estaba de pie en su exigua celda de piedra, con una ventana situada en lo alto de un muro que dejaba ver un cielo encapotado. Se volvió al oír que se abría la puerta y entraba Monk, mientras la ominosa figura del carcelero cargado con las llaves se cernía, enorme, detrás de él.

En el primer momento Percival pareció sorprendido, después su cara se endureció por efecto de la indignación.

– ¿Ha venido a regodearse? -preguntó con amargura.

– No tengo nada en qué regodearme -le replicó Monk con voz inexpresiva-. He perdido mi puesto y usted va a perder la vida. No sé quién ha salido ganando con todo esto.

– ¿Que ha perdido su puesto? -Una duda fugaz aleteó en el rostro de Percival y, seguidamente, la sospecha-. Me figuraba que lo habrían ascendido, que lo habrían colocado en un sitio mejor. No por nada ha resuelto el caso a satisfacción de todos, salvo a la mía. Nada de trapos sucios, ni palabra de la violación de Martha a cargo de Myles Kellard, ¡pobre desgraciada!… Nada sobre que la tal tía Fenella no es más que una puta… Sólo se habló de un lacayo con muchas ínfulas que quería tirarse a una viuda borracha. ¡Pues que lo cuelguen y aquí no ha pasado nada! ¿Qué otra cosa se puede exigir a un policía que cumple con su deber?

Monk no le echó en cara su indignación ni su odio. Estaban más que justificados… pero si no del todo, por lo menos en parte, desencaminados. Habría sido más justo que le hubiera echado en cara su incompetencia.

– Yo tenía la prueba material -dijo Monk lentamente-, pero no lo detuve. Me negué a detenerlo y por eso me echaron.

– ¿Cómo dice? -Percival se quedó confundido, como si no acabara de creer lo que le decía.

Monk se lo repitió.

– Pero ¡por el amor de Dios! ¿Por qué? -Percival lo dijo con dureza en la voz, sin ablandarse. Monk lo comprendía: ya había traspasado el umbral de la postrera esperanza, tal vez no quedaba en él espacio alguno para concesiones. A lo mejor, de no haberse sentido tan indignado, se habría desmoronado y se habría dejado vencer por el terror; la oscuridad de la noche habría sido insoportable sin la llama del odio.

– Pues porque no creo que usted la matara -replicó Monk.

Percival se echó a reír con ganas, sus ojos negros y acusadores se clavaron en él. Pero no dijo nada, se limitó a mirarlo fijamente, impotente pero consciente de la verdad.

– Sin embargo, aunque yo siguiera llevando el caso -prosiguió Monk con voz tranquila-, tampoco sé qué haría, porque no tengo ni la más mínima idea de quién lo hizo. -Era una flagrante admisión de fracaso y, estupefacto, se oyó reconocérselo nada menos que ante Percival. Pero sabía que lo menos que debía a aquel hombre era la sinceridad.

– ¡Muy impresionante! -dijo Percival con sarcasmo, aunque su rostro reflejó un brillo fugaz, tan efímero como un rayo de sol que se filtrase a través de los árboles al moverse una hoja y desapareciese después-. Pero como usted ya no está en la casa y todo el mundo está muy ocupado encubriendo sus propias debilidades, vencido por sus penas o en deuda con sir Basil, jamás podremos saber quién fue el culpable, ¿verdad?

– Sabemos que Hester Latterly no fue -Monk lamentó al momento haberlo dicho. Percival podía tomárselo como una esperanza, lo cual no dejaba de ser ahora una ilusión y suponía una indecible crueldad.

– ¿Hester Latterly? -Por un instante Percival pareció confuso, pero de pronto se acordó de ella-. ¡Ah, sí! Esa enfermera tan eficaz… una mujer que te intimida… ¡Sí, en esto tiene usted razón! Supongo que es tan virtuosa que da asco. Ni sonreír sabe, ya no digamos reír, no creo que ningún hombre la haya mirado en la vida -dijo con agresividad-. Se venga de nosotros dedicándose a atendernos cuando nos encontramos en nuestro momento más vulnerable y más ridículo.

Monk sintió un profundo acceso de rabia ante aquel prejuicio cruel e irreflexivo, pero se fijó en el rostro demacrado de Percival y recordó dónde estaba y por qué y su indignación se desvaneció como la llama de una cerilla en un mar de hielo. ¿Y si Percival necesitaba ahora hacer daño a alguien, aunque fuera remotamente? Él sí que iba a sufrir un daño: la pena máxima.

– Esta señorita fue a trabajar a la casa por orden mía -explicó Monk-. Es amiga mía. Quise tener a una persona dentro de la casa para que observara cosas que nosotros no podíamos ver y que al mismo tiempo pasara inadvertida.

La sorpresa de Percival surgió del enorme hueco profundo que había dentro de él, un paraje en el que sólo existía el lento e incansable tictac del reloj que iba contando el tiempo que le faltaba para el último paseo, la capucha, la cuerda del verdugo alrededor del cuello y el desgarrador derrumbamiento que abriría la puerta al dolor y al olvido.

– Pero no se enteró de nada, ¿verdad? -Por vez primera se le quebró la voz y perdió el control.

Monk se odió por haber ofrecido a Percival aquel resquicio de esperanza que no era tal sino más bien una puñalada.

– No -dijo rápidamente-, de nada que pueda servir de ayuda, sólo un surtido de pequeñas debilidades triviales y feas. También sabemos que lady Moidore está convencida de que el asesino sigue en la casa y que casi sin duda alguna es una persona de la familia, aunque tampoco ella tiene idea de quién pueda ser. Percival se apartó y escondió la cara.

– ¿Por qué ha venido?

– No lo sé muy bien. Tal vez sólo para no dejarlo solo o para que no se figure que todos lo creen culpable. No sé si le sirve de algo, pero tiene derecho a saberlo y ojalá sea para usted un consuelo.

Percival dio rienda suelta a toda una retahíla de palabrotas y no paró de lanzar juramentos y de repetirlos hasta quedar agotado y comprender lo inútil que era decirlos. Cuando por fin calló, Monk ya se había marchado y la puerta de la celda volvía a estar cerrada con llave, pero a través de las lágrimas y del rostro, del que había huido la sangre, se entreveía un pequeño rayo de gratitud que se había escapado de uno de aquellos apretados y terribles nudos que se habían formado en su interior.


La mañana en la que colgaron a Percival, Monk estaba ocupado en resolver el caso de un cuadro robado, probablemente sustraído y vendido por un miembro de la propia familia para enjugar una deuda de juego. Pero a las ocho en punto se paró un momento en la acera de Cheapside y se quedó inmóvil bajo el viento helado en medio de la barahúnda de vendedores ambulantes, mercachifles callejeros que ofrecían cordones de zapatos, cerillas y otras baratijas, un deshollinador con la cara tiznada que transportaba una escalera y dos mujeres que regateaban el precio de una pieza de tela. Oía a su alrededor la cháchara y el parloteo de quienes no pensaban en lo que ocurría en Newgate Yard. Se había quedado inmóvil con una sensación de situación irrevocable y de pérdida lacerante, no ya sólo por Percival individualmente, pese a que sentía dentro de sí el terror y la rabia del hombre que veía cómo se agotaba el pábilo de su vida. Percival no le gustaba, pero había sido consciente de su vitalidad, de la intensidad de sus sentimientos y pensamientos, de su identidad. Lo peor era, sin embargo, que hubiera fallado la justicia. En aquel momento en que se abría la trampilla y el dogal se tensaba de una sacudida, se cometía otro crimen. Había sido impotente para impedirlo, pese a todos los esfuerzos y el empeño que había puesto, pero la muerte de Percival no había sido la única pérdida ni necesariamente la principal. Toda la ciudad de Londres había quedado rebajada, tal vez toda Inglaterra, porque la ley que habría debido ser instrumento de protección había sido en cambio instrumento de muerte.


Hester estaba de pie en el comedor. Justo a aquella hora había ido a buscar a la mesa un poco de confitura de albaricoque para completar la bandeja de Beatrice. No sabía si ponía en riesgo su puesto de trabajo obrando de aquella manera, no sabía si lo perdería y sería despedida, pero quería ver qué cara ponían los Moidore en el momento en que colgaban a Percival y asegurarse de que todos sabían exactamente qué hora era.

Al pasar por delante de Fenella se excusó. Pese a que era temprano, la viuda ya estaba levantada y al parecer se proponía ir a dar un paseo a caballo por el parque. Hester puso unas cucharaditas de mermelada en un plato.

– Buenos días, señora Sandeman -dijo con voz monocorde-. Espero que tenga un agradable paseo. Hará mucho frío en el parque tan temprano, aunque ya ha salido el sol. Todavía no se habrá fundido la escarcha. Faltan tres minutos para las ocho.

– ¡Qué precisión la de usted! -dijo Fenella con una sombra de sarcasmo-. ¿Será porque es enfermera y hay que hacerlo todo a la hora exacta, siguiendo una rutina estricta? Hay que tomarse el medicamento justo cuando el reloj dé la hora, de lo contrario no surtirá el efecto deseado. ¡Qué aburrimiento! -Se rió ligeramente, una risita burlona que sonó como un campanilleo.

– No, señora Sandeman -dijo Hester con voz muy clara-. Lo sé porque dentro de dos minutos colgarán a Percival. Tengo entendido que son muy puntuales, aunque no entiendo por qué. No veo que tenga tanta importancia la exactitud, pero parece que es una especie de ritual.

A Fenella se le atragantó el bocado de huevo que tenía en la boca y le entró un espasmo de tos. Pero nadie le hizo el menor caso.

– ¡Oh, Dios! -exclamó Septimus clavando la vista al frente con mirada desolada y sin un parpadeo. Habría sido imposible leer sus pensamientos.

Cyprian cerró los ojos como si quisiera borrar el mundo que lo rodeaba y todas sus facultades se concentrasen en un torbellino que bullía en su interior.

Araminta estaba blanca como la cera, el rostro extrañamente hierático.

A Myles Kellard se le derramó el té que acababa de llevarse a los labios y que formó una mancha sobre el mantel, un dibujo oscuro e irregular que iba extendiéndose sobre la tela. Daba la impresión de que estaba furioso y aturullado.

– ¡Vaya! -estalló Romola con el rostro cubierto de rubor-. ¡Qué mal gusto y qué falta de sensibilidad hablar de una cosa así! ¿Se puede saber qué le importa a usted esto, señorita Latterly? No hay nadie que quiera que se lo recuerden. Le ruego que salga de la habitación y no le pido otra cosa que esto: no cometa la torpeza de hacer este tipo de comentarios a mi suegra. ¡Hay que ver! ¡Qué estúpida!

Basil estaba palidísimo, tenía un tic nervioso en la mejilla.

– No se puede remediar -dijo en voz muy baja-. Es preciso proteger a la sociedad y a veces con métodos muy radicales. Y ahora me parece que podríamos dar el tema por concluido y seguir con nuestra vida como normalmente. Señorita Latterly, no vuelva a hablar otra vez del tema. Le ruego que se lleve la mermelada o lo que haya venido a buscar y se lo sirva a lady Moidore para que pueda desayunar.

– Sí, sir Basil -repuso Hester, obediente. Los rostros de todos habían quedado reflejados en su mente como en un espejo, había visto en ellos dolor, lo irrevocable del destino, una pátina de sombra que se proyectaba sobre todas las cosas.

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