Capítulo 3

Sir Basil Moidore miraba fijamente a Monk desde el otro extremo de la alfombra que cubría el pavimento de la salita de día. Estaba pálido, pero no había vacilación en su cara, ni tampoco falta de aplomo, sólo sorpresa e incredulidad.

– ¿Cómo ha dicho? -preguntó fríamente.

– Que el lunes por la noche no penetró nadie en esta casa, señor Moidore -repitió Monk-. La calle estuvo perfectamente vigilada de un extremo a otro durante toda la noche…

– ¿Quién la vigilaba? -Moidore enarcó las oscuras cejas, lo que acentuó la sorpresa que evidenciaban sus ojos.

Monk advirtió que el hombre empezaba a ponerse nervioso. No había nada que le molestara tanto como que no le prestaran crédito. Le insinuaban con ello que era un incompetente. Hizo un gran esfuerzo para dominar la voz.

– El policía de turno, sir Basil, el cabeza de familia de una casa que se pasó la mitad de la noche levantado para atender a su esposa enferma, el médico que la visitó. -No dijo nada de Paddy el Chino porque tenía la vaga sensación de que Moidore no habría valorado en mucho su testimonio-. Y un gran número de lacayos y cocheros que esperaban a que sus amos salieran de una fiesta que daban en la esquina de Chandos Street.

– Entonces es evidente que el hombre penetró desde las cocheras -respondió Basil, irritado.

– Tanto su mozo de cuadra como los cocheros duermen sobre los establos, señor -le señaló Monk-, y si una persona hubiera trepado por aquella parte no habría pasado por el tejado sin despertar por lo menos a los caballos. Después habría tenido que atravesar el tejado de la casa y bajar por el otro lado, lo que es prácticamente imposible a menos de tratarse de un alpinista provisto de cuerdas, equipo de montaña y…

– Ahórrese las ironías -lo cortó Basil-. Ya lo he entendido. Entonces entró por delante en algún momento comprendido entre las rondas de su policía. No hay otra respuesta. ¡No iba a pasarse el día entero escondido en la casa! ¡Y menos aún salir de ella cuando los criados ya estaban levantados!

Monk se vio obligado a hablar de Paddy el Chino.

– Lo siento, pero no fue así. También hemos hablado con un ladrón de casas que se pasó toda la noche en el extremo de Harley Street esperando que se presentara la oportunidad de penetrar en una casa, lo que no ocurrió porque la zona estaba llena de gente que lo habría visto. Estuvo toda la noche de guardia, desde las once hasta las cuatro de la madrugada… periodo que abarca la hora que estamos estudiando. Lo siento.

Sir Basil dio la vuelta a la mesa delante de la cual estaba hacía unos momentos, con la mirada turbia y la boca torcida por la indignación.

– Entonces, ¿se puede saber por qué no lo han detenido? ¡Tiene que haber sido él! Usted mismo ha dicho que es un ladrón de casas. ¿Qué otra prueba necesita? -Miró a Monk con ojos penetrantes-. Entró aquí, la pobre Octavia lo oyó… y él la mató. Pero bueno, ¿qué hace ahí como un tonto? ¿A qué espera?

Monk sintió que el cuerpo se le tensaba de rabia, lo que era más insoportable por el hecho de sentirse impotente. Quería triunfar en su profesión, pero sabía que fracasaría en toda la línea de mostrarse tan brusco como habría sido su deseo. ¡Eso era lo que quería Runcorn! No sólo habría sido su fracaso profesional sino también social.

– Lo que usted dice no es verdad -le replicó con voz monocorde y áspera-, y esto ha sido corroborado por el señor Bentley, por su médico y por una criada que no tiene interés alguno en el asunto ni la más mínima idea de lo que su testimonio puede comportar. -Al decirlo no miró al señor Bentley, porque no se atrevía a revelarle la indignación que reflejaban sus ojos y por otra parte odiaba la sumisión-. El ladrón de casas no pasó por esa calle -continuó-, ni tampoco robó a nadie porque no tuvo ocasión, lo que puede demostrar. Ojalá fuera tan sencillo como esto, nos encantaría resolver el caso con tanta facilidad… señor.

Basil, sentado a la mesa, se inclinó hacia delante.

– Entonces, si no penetró nadie en la casa ni había nadie escondido en ella, usted plantea una situación imposible… a menos que quiera insinuar… -Se calló, de su cara huyó el color y, lentamente, la irritación y la impaciencia de momentos antes cedió a un auténtico horror. Se quedó inmóvil-. ¿Esto es lo que usted insinúa? -dijo en voz baja.

– Sí, sir Basil -respondió Monk.

– Entonces quiere decir… -Basil se calló y durante varios segundos mantuvo un absoluto silencio, pero era evidente que había empezado a cavilar, que estaba devanándose los sesos y que tan pronto se le ocurría una idea como la rechazaba de plano. Por fin llegó a una determinada conclusión que no pudo ya descartar-. Ya entiendo -dijo finalmente-. No me cabe en la cabeza, pero debemos enfrentarnos con lo inevitable. Aparentemente es una idea descabellada y sigo creyendo que encontrará algún fallo en su razonamiento o que verá que las pruebas no son tales. Pero hasta ese momento debemos seguir con esta conjetura. -Frunció levemente el ceño-. ¿Qué quiere saber ahora? Le aseguro que en esta casa no hay disputas violentas ni conflicto alguno y que nadie ha variado su proceder habitual. -Observó a Monk con una mezcla de contrariedad y amargura-. Por otra parte, no mantenemos relaciones personales con los criados, ya no digamos del tipo que podría tener un resultado de estas características. -Se metió las manos en los bolsillos-. Sí, aunque sea un absurdo… no pondré ningún obstáculo a sus pesquisas.

– Admito que una pelea parece improbable -dijo Monk midiendo sus palabras, tanto para mantener su dignidad a flote como para demostrar a sir Basil que sus argumentaciones tenían fundamento- y más teniendo en cuenta que el hecho ocurrió durante la noche, cuando toda la gente de la casa estaba acostada. Pero no hay que descartar la posibilidad de que la señora Haslett tuviera conocimiento de algún secreto, aun en contra de su voluntad, y que alguien pudiera temer que revelara… -Aquello no sólo era posible, sino que la excluía de toda culpa. Vio que del rostro de Basil desaparecía todo rastro de ansiedad y que en sus ojos asomaba un rayo de esperanza. Suspiró y dejó caer los brazos, de sus hombros desapareció la tensión.

– ¡Pobre Octavia! -exclamó Basil dirigiendo la mirada hacia uno de los idílicos paisajes que decoraban la pared para clavarla en él-. Lo que dice cae dentro de lo posible. Lamento haber hablado con excesiva precipitación. Hará bien prosiguiendo las investigaciones. ¿Por dónde va a empezar?

Monk apreció que sir Basil reconociera que había existido precipitación y descortesía por su parte. No esperaba tanto, hasta él habría sido reacio a aquella reacción. Aquel hombre tenía más talla de lo que suponía. -Primero querría hablar con la familia, señor Moidore. Es posible que alguien observara algo o que la señora Haslett se confiara a alguien.

– ¿Con la familia? -La boca de Basil se torció en una mueca, pero Monk no habría sabido decir si el gesto obedecía a miedo o a que en lo íntimo consideraba el hecho risible-. Muy bien -dijo al tiempo que extendía la mano hasta la cuerda de la campanilla. Así que apareció el mayordomo, sir Moidore le ordenó que fuera a avisar a Cyprian Moidore y le dijera que acudiera a la sala de día.

Monk esperó en silencio hasta que Cyprian entró.

Éste cerró la puerta tras él y miró a su padre. El parecido entre los dos, al ponerse de lado, era impresionante: la misma forma de la cabeza, los mismos ojos oscuros, casi negros, y aquella boca ancha y en extremo móvil. Pese a todo, la expresión respectiva era tan diferente que el efecto divergía por completo. Basil era más consciente de su fuerza que su hijo, tenía un temperamento más vivo, sabía disimular mejor su disposición de ánimo. Cyprian era más inseguro, como si por no haber puesto a prueba su fuerza temiera no estar a la altura. ¿Aquella faceta más blanda de su manera de ser era compasión o simplemente cautela por saberse vulnerable?

– La policía ha deducido que la persona que mató a Octavia no procedía de fuera de casa -explicó Basil sucintamente y sin más preámbulo. No miró a su hijo, pues al parecer no le interesaba saber si la noticia lo afectaba o no, ni tampoco quería ponerlo al corriente del razonamiento que había hecho Monk acerca de los posibles motivos-. La única solución posible apunta a que el responsable es una persona de la casa, por supuesto no de la familia… lo que hace, por tanto, que debamos sospechar de alguno de los criados. El inspector Monk quiere hablar con todos nosotros para averiguar lo que observamos… en el supuesto de que observáramos algo. Cyprian clavó los ojos en su padre y seguidamente se volvió a mirar a Monk, como quien mira a un monstruo procedente de tierras extrañas.

– Perdone usted -dijo Monk a modo de disculpa, ya que Basil había omitido aquel detalle-, sé perfectamente que tiene que ser sumamente desagradable para usted, pero le agradecería que me dijera qué hizo el lunes y si la señora Haslett le dijo alguna cosa, de manera especial si en alguna ocasión le confió alguna inquietud o le dijo algo que ella pudiera haber descubierto y que entrañara peligro para alguien.

Cyprian frunció el ceño y lentamente pasó de la sorpresa a la concentración. Se volvió de espaldas a su padre.

– ¿Usted cree que mataron a Octavia porque ella estaba enterada de un secreto que afectaba a alguien…? -Se encogió de hombros-. ¿Cómo es posible? ¿Considera capaz de una cosa así a uno de los criados de la casa? -Se calló. Era evidente por sus ojos que él mismo se había respondido mentalmente a la pregunta y que prefería no plasmar la respuesta en palabras-. A mí Octavia no me dijo nada, pero es que además pasé casi todo el día fuera de casa. Por la mañana escribí unas cuantas cartas y alrededor de las once fui a mi club de Piccadilly, me quedé allí a comer y por la tarde estuve con lord Ainslie, con quien hablé sobre todo de cuestiones de ganadería. Es propietario de reses y yo estudié la posibilidad de hacerle una compra. Tenemos una gran finca en Hertfordshire.

Monk tuvo la súbita impresión de que Cyprian mentía, no en relación con su encuentro con lord Ainslie, sino con el motivo del mismo.

– ¡Vaya con el condenado seguidor de Owen! -exclamó Basil en un arrebato temperamental-. ¡El que quiere que vivamos en comunas, como los animales de las granjas!

– ¡Ni pensarlo! -le replicó Cyprian-. Él cree que…

– Tú cenaste en casa -lo cortó en seco Basil antes de que empezara a hablar-. ¿No viste a Octavia entonces?

– Sólo en la mesa -dijo Cyprian con presteza-. Y no sé si te acuerdas, pero Octavia apenas habló… conmigo ni con nadie.

Basil, que estaba de cara a la chimenea, se volvió a mirar a Monk.

– Mi hija tenía mala salud. Creo que aquel día no se encontraba muy bien. Es verdad que estuvo muy callada y que parecía contrariada por algo. -Volvió a meterse las manos en los bolsillos-. Pensé que a lo mejor tenía dolor de cabeza pero ahora, considerándolo mejor, pienso que quizá se había enterado de algún secreto desagradable y esto la tenía preocupada. De todos modos, difícilmente debía de presumir el peligro que suponía para ella.

– ¡Ojalá se hubiera confiado a alguien! -exclamó Cyprian con repentina pasión. No era preciso añadir nada más a todo el cúmulo de sentimientos que se escondían detrás de la frase, cosas como remordimiento o la sensación de haber fallado en algo. Pesaba en su voz y en la tensión de sus rasgos.

Antes de que al viejo Moidore le diera tiempo de contestar, alguien dio unos golpecitos en la puerta.

– ¡Adelante! -dijo, levantando vivamente la cabeza, irritado por la intromisión.

Monk se preguntó en un primer momento quién era la mujer que entró pero enseguida, al ver un cambio en la expresión de Cyprian, se acordó de que la había visto en el salón de la casa la primera mañana que había estado en ella: era Romola Moidore. Ahora parecía menos afectada por la desgracia, su cutis era impecable, sin defecto alguno. Tenía unos rasgos regulares, ojos grandes y una espesa cabellera. Lo único que podía impedir calificarla de belleza era un mohín en la boca que traducía una especie de enfurruñamiento, un humor inestable. Miró a Monk con aire de sorpresa. Era evidente que no se acordaba de él.

– El inspector Monk -le dijo Cyprian y, viendo que en el rostro de su mujer no se hacía la luz, aclaró-: sí, de la policía. -Entonces miró a Monk y hubo un momentáneo brillo de complicidad en sus ojos. Dejaba en sus manos la posibilidad de producir el efecto que desease.

Pero Basil lo estropeó todo con su explicación.

– La persona que mató a Octavia, quienquiera que fuese, vive en esta casa. Eso significa que pudo ser uno de los criados. -Hablaba con cautela, sin dejar de mirarla-. La única explicación posible es que uno de ellos tenía un secreto tan vergonzoso que prefirió matar antes que exponerse a que se conociera. O bien Octavia estaba al corriente de dicho secreto o la persona en cuestión se figuraba que lo conocía.

Romola se sentó bruscamente, azorada y lívida, y se llevó la mano a la boca sin dejar de mirar a Basil. Ni una sola vez miró a su marido.

Cyprian observó a su padre, quien le devolvió la mirada con osadía… y con algo que Monk habría podido interpretar como un cierto desdén. A Monk le habría gustado poder acordarse de su padre, pero por mucho que hurgara en su memoria no aparecía en ella otra cosa que una desvaída nebulosa, una impresión vaga de una figura y un olor a sal y a tabaco, el contacto de una barba y de una piel sorprendentemente suave. Pero del hombre, de su voz, de sus palabras, de su rostro… nada. Monk no podía hacerse una idea real, sólo recordar unas pocas frases de su hermana y una sonrisa, como si se tratase de algo íntimo y precioso.

Habló Romola y el miedo hizo que su voz sonara ronca.

– ¿Aquí en casa? -miró a Monk, aunque le hablaba a Cyprian-. ¿Un criado?

– Parece que no hay otra explicación -replicó Cyprian-. ¿A ti te dijo algo Octavia? Esfuérzate en recordar. ¿No te dijo nunca nada sobre ningún criado?

– No -respondió Romola casi inmediatamente-. Esto es terrible, sólo pensarlo me pone enferma.

Por la cara de Cyprian pasó una sombra y pareció como si fuera a hablar, pero era consciente de que la mirada de su padre estaba fija en él.

– ¿Habló Octavia a solas contigo en algún momento de aquel día? -le preguntó Basil sin cambiar de tono.

– No… no -negó rápidamente-. Me pasé la mañana entrevistando institutrices, ninguna de las cuales me pareció adecuada. Todavía no sé qué voy a hacer.

– ¡Pues ver más institutrices! -le soltó Basil-. Si ofreces un salario adecuado, encontrarás una institutriz adecuada.

Romola le dirigió una mirada de contrariedad, aunque tan velada que, juzgada superficialmente, habría podido parecer simplemente angustia.

– Me pasé todo el día en casa -dijo volviéndose a Monk y sin dejar de apretar los puños-. Por las tardes vinieron unas amigas mías, pero Octavia salió. No tengo idea de dónde fue porque cuando volvió no hizo ningún comentario. En el vestíbulo pasó por mi lado como si no me hubiera visto.

– ¿Te pareció preocupada? -preguntó Cyprian inmediatamente-. ¿Daba la impresión de estar asustada o contrariada por algo?

Basil los miraba esperando una respuesta.

– Sí -dijo Romola después de reflexionar un momento-, eso parecía. Yo pensé que a lo mejor habría pasado una mala tarde, que quizás había estado con amigas y no lo había pasado bien, pero quizá se trataba de algo bastante más grave.

– ¿Qué te dijo? -continuó Cyprian.

– Nada, ya te lo he dicho, como si no me hubiera visto. Si os acordáis, a la hora de cenar apenas dijo nada y nosotros lo atribuimos a que seguramente no se encontraba bien.

Todos miraron a Monk, como si esperasen que a partir de aquellos hechos pudiera sacar alguna conclusión.

– ¿Es posible que se confiara a su hermana? -apuntó Monk.

– No es probable -dijo Basil, tajante-, pero Araminta es una mujer observadora. -Se volvió a Romola-. Gracias, hija, puedes volver a tus cosas. Y no te olvides del consejo que te he dado. ¿Tendrías la bondad de decir a Araminta que venga?

– Sí, papá -respondió ella, obediente, y salió sin volverse a mirar a Cyprian ni a Monk.

Araminta Kellard no era mujer que pudiera pasar inadvertida a Monk como su cuñada. Desde su cabellera de color rojo encendido hasta los rasgos de su cara curiosamente asimétricos y su figura esbelta y erguida, todo en ella la distinguía con un sello absolutamente personal. Lo primero que hizo al entrar en la habitación fue mirar a su padre, ignorar a Cyprian y encararse con Monk, al que observó con cauteloso interés, para después volver a mirar a su padre.

– ¡Hola, papá!

– ¿Te dijo algo Octavia últimamente sobre una cosa desagradable o peligrosa que sabía? -le preguntó Basil-. Me refiero sobre todo al día anterior a su muerte.

Araminta se sentó y se quedó unos momentos reflexionando sobre la pregunta sin mirar a ninguna persona determinada de la habitación.

– No -dijo finalmente y, fijando en Monk una mirada decidida de sus ojos de un color entre ambarino y avellana, añadió-: nada de particular. Yo sabía, de todos modos, que estaba muy preocupada por algo que había sabido aquella tarde, pero siento decir que no tengo ni idea de lo que podía ser. ¿Cree que podría ser la razón de que la mataran?

Aquella mujer interesaba a Monk más que ninguna de las personas que había visto en aquella casa hasta aquel momento. En su personalidad había una pasión que fascinaba, pese a mostrarse manifiestamente comedida. Tenía las manos delgadas fuertemente enlazadas en el regazo, pero su mirada era resuelta y delataba una penetrante inteligencia. Monk no tenía idea de qué heridas desgarraban el tejido de las emociones de aquella mujer y no podía ni imaginarse que con unas preguntas que le formulara, aunque no fueran demasiado sutiles, haría que se traicionase fácilmente.

– Podría ser, señora Kellard -respondió-, pero si se le ocurre alguna otra razón para que alguien quisiera mal á su hermana, le ruego que me la exponga. Todo se reduce a un trabajo de deducción. De momento no tenemos ninguna prueba, salvo que la persona que la mató no penetró desde fuera de la casa.

– Y esto lo lleva a la conclusión de que dicha persona ya estaba dentro -dijo la mujer con voz pausada- y que, además, vive en esta casa.

– Parece irrefutable.

– Supongo que lo es.

– ¿Cómo era su hermana, señora Kellard? ¿Era una mujer inquisitiva, interesada en los problemas ajenos? ¿Era observadora? ¿Tenía buen ojo para juzgar a las personas?

Sonrió, con un gesto forzado en el que sólo intervino la mitad de su cara.

– No estaba mejor dotada en este aspecto que la mayoría de las mujeres, señor Monk. Yo diría incluso que estaba peor dotada. Cuando descubría algo era por puro azar, no porque hubiera puesto gran empeño en averiguarlo. Me ha preguntado cómo era. Era una mujer que iba al encuentro de la vida, que se dejaba llevar por las emociones al precio que fuese, una mujer que se precipitaba al desastre sin haberlo previsto ni entender qué había pasado una vez inmersa en él.

Monk observó a Basil y vio que miraba a Araminta con gran intensidad, concentrado en ella. En su expresión no había emoción alguna, ni tampoco tristeza, ni curiosidad.

Monk se volvió a Cyprian. En él era manifiesto el dolor del recuerdo, la conciencia de la pérdida sufrida. Su rostro estaba profundamente marcado por la desgracia, la sensación de que habían quedado muchas cosas por decir, afectos que no se habían expresado.

– Gracias, señora Kellard -dijo Monk lentamente-. Si se le ocurre algo, le agradeceré que me lo comunique. ¿Qué hizo usted el lunes?

– Por la mañana me quedé en casa -respondió-, por la tarde fui de visita y por la noche cené con la familia. Hablé varias veces con Octavia durante la tarde, pero de nada importante, trivialidades del momento.

– Gracias, señora.

Araminta se levantó, hizo una ligerísima inclinación de cabeza y salió sin volverse a mirar a nadie.

– ¿Quiere hablar con el señor Kellard? -preguntó Basil enarcando las cejas y con una cierta altivez en la actitud.

El hecho de que fuera el propio Basil quien se lo propusiera hizo que Monk aceptase.

– Sí, si me hace el favor.

La expresión de Basil se tensó, pero no dijo palabra. Se limitó a llamar a Phillips y a ordenarle que fuera a buscar a Myles Kellard.

– Octavia no se habría confiado a Myles -dijo Cyprian a Monk.

– ¿Por qué no? -quiso saber Monk.

La falta de delicadeza que revelaba aquella intromisión hizo que en el rostro de Basil apareciera un sentimiento de contrariedad y que respondiera antes de dar a Cyprian ocasión de hacerlo.

– Porque no se tenían gran simpatía -replicó sir Basil con acritud-, aunque se trataban con cortesía. -Sus ojos oscuros escrutaron a Monk para asegurarse de que entendía que la gente de posición no era como la chusma dispuesta a pelearse por cualquier nimiedad-. Lo más probable es que la pobre niña no confiara a nadie lo que tuvo la desgracia de saber y que, en consecuencia, no lleguemos a enterarnos nunca de lo que fue.

– Y que la persona que la mató se quede sin el castigo que le corresponde -terminó Cyprian a modo de remate-, lo que no deja de ser una monstruosidad.

– ¡Pues no va a ocurrir! -exclamó Basil, furioso, echando chispas por los ojos y con las arrugas del rostro más marcadas, lo que infundía a su rostro un aspecto particularmente avinagrado-. ¿Te figuras que voy a pasar el resto de mi vida en esta casa, conviviendo con una persona que ha matado a mi hija? ¡Esto sí que no lo entiendo! ¡Dios mío, qué poco me conoces!

Fue como si Cyprian hubiera recibido un golpe. Monk, de pronto, se sentía cohibido. No hubiera debido estar presente en una escena así, ésas eran emociones que no tenían nada que ver con la muerte de Octavia Haslett. Entre padre e hijo afloraba una agresividad que no provenía de aquel acto imprevisto sino que era fruto de años de resentimiento y de incapacidad para entenderse.

– Si Monk… -dijo Basil volviendo la cabeza con brusquedad hacia el policía- es incapaz de encontrar al asesino, quienquiera que sea, haré que el comisario encargue del caso a otra persona. -Se trasladó, nervioso, desde la ornamentada repisa hasta el centro de la habitación-. ¿Dónde demonios está Myles? ¡Ya que lo he llamado, por lo menos esta mañana podría hacer acto de presencia!

Justo en aquel momento se abrió la puerta sin que nadie llamara a ella y apareció Myles Kellard como responiendo a los requerimientos de Basil. Era alto y delgado, pero en todo lo demás era absolutamente diferente de los Moidore. Tenía el cabello castaño y ondulado, con algún que otro mechón blanco, y lo llevaba peinado para atrás. Su rostro era alargado, su nariz aristocrática y tenía una boca sensual y con un mohín de tristeza, un rostro que era a la vez el de un soñador y el de un libertino.

La cortesía hizo que Monk vacilara un momento pero, sin darle tiempo a hablar, Basil hizo a Myles las preguntas que Monk le habría hecho, aunque sin darle explicaciones en cuanto al propósito a que obedecían ni a su necesidad. Las suposiciones de Monk resultaron ciertas: Myles no reveló nada que pudiera ser de utilidad. Se había levantado tarde y por la mañana había salido y comido fuera, aunque no especificó dónde. Por la tarde había estado en el banco comercial del que era director y, como los demás, había cenado en casa, pero no había visto a Octavia salvo en la mesa con toda la familia reunida. No había observado nada digno de mención.

Cuando salió, Monk preguntó si quedaba alguien más, aparte de lady Moidore.

– Tía Fenella y tío Septimus -respondió esta vez Cyprian interrumpiendo a su padre-. Le quedaríamos muy agradecidos si las preguntas que tenga que hacer a mi madre fueran lo más sucintas posible. De hecho, preferiríamos hacerle las preguntas nosotros y transmitirle a usted las respuestas, suponiendo que puedan tener algún interés.

Basil miró con frialdad a su hijo, aunque Monk no llegó a saber si era por la sugerencia en sí o simplemente porque le había robado la prerrogativa. Monk sospechó que era por lo último. Dadas las circunstancias en que se encontraba el caso, se trataba de una concesión fácil. Habría tiempo sobrado para ver a lady Moidore, era mejor esperar para poderle hacer preguntas que no fueran generales o fruto de la rutina.

– Por supuesto -concedió Monk-. ¿Quizá sus tíos, entonces? A veces, cuando una persona no encuentra a nadie más confía en los tíos.

Basil soltó un resoplido de desprecio y se volvió hacia la ventana.

– No es el caso de tía Fenella -dictaminó Cyprian, medio sentado en el respaldo de una de las butacas tapizadas de cuero-, pero es una mujer muy observadora… y bastante fisgona. Quizá se fijase en algún detalle que a nosotros pudo pasarnos por alto, siempre que no lo haya olvidado, por supuesto.

– ¿Tiene mala memoria? -preguntó Monk.

– Más bien irregular -replicó Cyprian con una media sonrisa. Alcanzó el cordón de la campanilla pero, cuando apareció el mayordomo, fue Basil quien se encargó de ordenarle que fuera a buscar primero a la señora Sandeman y después al señor Thirsk.

Fenella Sandeman se parecía enormemente a Basil: los mismos ojos oscuros, la misma nariz recta y corta y la boca igualmente grande y móvil, pero su cara era más alargada y las arrugas menos marcadas. En su juventud debía de haber tenido un encanto próximo a la belleza, pero su físico actual era simplemente raro. A Monk no le fue preciso preguntar qué parentesco la unía a Basil, ya que era demasiado evidente para que le pasara por alto. Tenía aproximadamente la misma edad que Basil, tal vez más cerca de los sesenta que de los cincuenta, aunque estaba muy claro que libraba una batalla contra el tiempo valiéndose de todos los artificios con que cuenta la imaginación. Monk no sabía tanto de mujeres como para dilucidar con precisión de qué artimañas se valía, pero detectó su existencia. Si alguna vez había sido conocedor de ellas, las había olvidado junto con todo lo demás. En cualquier caso, veía en su rostro algo que le parecía artificial: un color de piel no natural, esa raya de las cejas demasiado marcada, el cabello demasiado tirante y oscuro…

La señora observó a Monk con gran interés y no hizo caso de Basil cuando la invitó a sentarse.

– ¿Cómo está usted? -le dijo con voz ronca pero sofisticada, con un deje algo arrastrado.

– Fenella, no se trata de una presentación social, el señor es policía -dijo Basil, cortante-. Está haciendo averiguaciones en relación con la muerte de Octavia. A lo que parece, la persona que la mató vive en la casa, probablemente se trata de algún criado.

– ¿Un criado? -Las cejas repintadas de negro se enarcaron con exageración-. ¡Dios mío, qué horroroso! -En realidad, no parecía asustada; si no hubiera sido absurdo, a Monk hasta le habría parecido que la noticia la había excitado.

Basil también captó la inflexión de la voz reveladora de sus sentimientos.

– ¡Fenella, compórtate! -la reprendió su hermano-. Te hemos llamado porque parece que Octavia descubrió algún secreto, tal vez accidentalmente, y que por esto la mataron. El inspector Monk ha pensado que a lo mejor ella te había confiado alguna cosa. ¿Es así?

– ¡Oh, Dios mío! -volvió a exclamar, sin mirar siquiera a su hermano. Sólo tenía ojos para Monk. Si no mediaran las convenciones sociales y los veinte años, por lo menos, que les separaban, se habría dicho que estaba coqueteando con él-. Tendré que pensarlo -dijo en voz baja-. No sé si podré acordarme de todo lo que me dijo los últimos días. ¡Pobre chica! Su vida era una tragedia. Perdió a su marido durante la guerra, poco después de la boda. ¡Y ahora sólo faltaba el hecho terrible de que hayan tenido que asesinarla por culpa de un maldito secreto! -Un estremecimiento recorrió su cuerpo y se quedó con la espalda encorvada-. Pero, ¿qué secreto? -abrió los ojos desmesuradamente-. ¿Cree que podría tratarse de un hijo ilegítimo? ¡Claro… esto bastaría para que una sirvienta perdiera su puesto! ¡Pero no! ¡No lo hizo una mujer, por descontado! -Se acercó un paso más a Monk-. De todos modos, ninguna de nuestras criadas ha tenido ningún niño… nos habríamos enterado. -Profirió un sonido ahogado, una especie de risita mal disimulada-. Difícilmente habría podido mantenerlo en secreto, ¿verdad? Un crimen pasional… será esto. Seguramente en la casa hay un caso pasional del que no estamos enterados y que Octavia descubrió por casualidad… y por esto la mataron… ¡Pobre niña! ¿En qué podemos ayudarle, inspector?

– Tenga mucho cuidado, señora Sandeman -le replicó Monk con expresión sombría. No sabía si tomarla en serio, pero de todos modos tenía la obligación de advertirla para que no pusiera en riesgo su propia seguridad-. A lo mejor descubre el secreto, o hace que el culpable tema que vaya a descubrirlo. Observe, pero guarde silencio. Es más sensato.

La señora dio un paso atrás, aspiró y sus ojos todavía se hicieron más grandes. A Monk se le ocurrió de pronto que, pese a que sólo era media mañana, aquella mujer quizá no estaba totalmente sobria.

Basil debió de pensar lo mismo, porque extendió la mano mecánicamente hacia la señora y la condujo hasta la puerta.

– Reflexiona un rato, Fenella, y si recuerdas algo, me lo dices y yo se lo transmitiré al señor Monk. Y ahora ve a desayunar, o escribe cartas o algo, anda.

De pronto desapareció del rostro de la mujer toda aquella excitación y aquella especie de arrobamiento y miró a su hermano con profundo desprecio, aunque también esta reacción se desvaneció con igual rapidez. Aceptó las órdenes que se le daban y, al salir, cerró con todo sigilo la puerta detrás de sí. Basil miró a Monk para captar sus impresiones, pero una hermética expresión cortés no abandonó la cara del policía.

La última de las personas que entraron en la sala también tenía un parentesco evidente con la familia. Era un hombre con los mismos ojos grandes y azules que lady Moidore y, aunque sus cabellos ya eran grises, tenía una piel clara y rosada que habría armonizado muy bien con unos cabellos de un tono ligeramente caoba, mientras que los rasgos de su cara eran la reproducción exacta de aquella sensibilidad y delicadeza tan patentes en el rostro de la esposa de Basil. Era evidente, sin embargo, que era mayor que ella y que los años no habían sido clementes con aquel hombre. Tenía la espalda encorvada y era evidente en él un profundo cansancio que era secuela de muchas derrotas, insignificantes quizá para muchos pero importantes para él.

– Septimus Thirsk -se anunció con un resabio de precisión militar, llevado mecánicamente por una antigua costumbre-. ¿En qué puedo servirle? -Ignoró a su cuñado, en cuya casa al parecer vivía, y también a Cyprian, quien se había acercado al alféizar de la ventana.

– ¿Estaba usted el lunes en casa, el día que precedió a la noche en que fue asesinada la señora Haslett? -le preguntó Monk cortésmente.

– No estuve en casa en toda la mañana ni a la hora de comer -respondió Septimus, que seguía de pie, casi en posición de firmes-. Por la tarde sí estuve en casa, la mayor parte del tiempo en mis habitaciones. Cené fuera. -Una sombra de preocupación pasó por su rostro-. ¿Por qué quiere saberlo? No vi ni oí a ningún intruso, de lo contrario ya lo habría dicho.

– Octavia fue asesinada por una persona de la casa, tío Septimus -le explicó Cyprian-. Pensábamos que a lo mejor te había contado algo que pudiera ayudarnos a averiguar las razones del crimen. Estamos preguntando lo mismo a todas las personas de la casa.

– ¿Que si me contó algo? -Septimus parpadeó.

El rostro de Basil se ensombreció debido a un acceso de irritación.

– ¡Por el amor de Dios, hombre! ¡No es tan complicado! ¿Conocía Octavia un secreto lo bastante desagradable para que alguien la temiera? ¿Hizo o te dijo algo que permita sospecharlo? Es una posibilidad remota, pero aun así hay que hacer la pregunta.

– ¡Pues sí! -respondió Septimus de pronto, mientras se le encendían dos manchas de color en sus pálidas mejillas-. Cuando el lunes llegó a casa a última hora de la tarde me dijo que acababa de revelársele todo un mundo, un mundo odioso, por cierto. Dijo que sólo le faltaba comprobar un detalle para tener la prueba absoluta. Aunque le pregunté de qué se trataba, se negó a decírmelo.

Basil se quedó estupefacto y Cyprian parecía clavado en el sitio.

– Por lo que dice llegó de la calle, ¿verdad? ¿Dónde había estado la señora Haslett, señor Thirsk? -preguntó Monk con voz tranquila.

– No tengo ni idea -replicó Septimus con una expresión en los ojos que pasó de la rabia a la pena-. Aunque se lo pregunté, no me lo dijo, sólo añadió que un día yo lo comprendería mejor que nadie. No dijo más.

– Pregunte al cochero -dijo Cyprian inmediatamente-. Él lo sabrá.

– No salió en ninguno de nuestros coches -dijo Septimus, pero al captar la mirada de Basil añadió-: De tus coches, quiero decir. Entró de la calle a pie y supongo que se fue andando o que tomó un hansom.

Cyprian masculló una maldición entre dientes. Basil parecía confuso, pero sus hombros se distendieron debajo de la tela negra de la chaqueta y dejó vagar la mirada a lo lejos, más allá de ellos, más allá de la ventana. Habló con Monk dándole la espalda.

– Parece por todas las trazas, inspector, que mi pobre hija se enteró de algo aquel día. Su trabajo consiste en saber de qué se trata, pero si no lo averigua tendrá que encontrar el modo de deducir quién la mató. Es posible que no lleguemos a descubrir nunca las razones, y la verdad es que eso no es tan importante. -Vaciló, por un momento sumido aún más en sus propias cavilaciones, en las que nadie se inmiscuyó.

– En caso de que alguien de la familia pudiera serle de ayuda, no le quepa duda de que recurriremos a usted -continuó-. Ya es más de mediodía y no se me ocurre en qué otra cosa podemos serle útiles. Tanto usted como sus ayudantes están en libertad de interrogar a los criados cuando quieran sin necesidad de molestar a la familia. Daré órdenes a Phillips en este sentido. De momento no puedo hacer otra cosa que agradecerle su cortesía y confiar en que seguirá observándola. Le agradeceré que me mantenga al corriente de sus averiguaciones. Si yo no estuviera, informe a mi hijo. Preferiría que no afligiese a lady Moidore más de lo que ya está.

– Entendido, sir Basil. -Monk se volvió a Cyprian-. Gracias por su cooperación, señor Moidore.

Monk se excusó y esta vez no fue el mayordomo quien lo acompañó a la salida sino un lacayo de muy buen porte y de mirada atrevida, cuya apostura quedaba afeada tan sólo por una boca pequeña y de gesto astuto.

Ya en el vestíbulo encontró a lady Moidore y, cuando se disponía con toda intención a pasar por su lado sólo con un saludo de cortesía, la señora fue a su encuentro y, despidiendo al criado con un gesto de la mano, obligó a Monk a pararse a hablar con ella.

– Buenos días, lady Moidore.

Habría sido difícil saber hasta qué punto era natural la palidez de su rostro, muy en armonía con sus hermosos cabellos, pero lo inequívoco eran sus grandes ojos y la agitación que revelaban sus movimientos.

– Buenos días, señor Monk. Me ha dicho mi cuñada que usted cree que quien cometió el delito no fue ningún intruso. ¿Es así?

Nada se ganaba con mentir. No por venir de otra persona las noticias serían más tolerables y, en cambio, si Monk optaba por mentir, difícilmente conseguiría que le diesen crédito en un futuro. Y además, no habría hecho sino añadir confusión a la ya existente.

– Sí, señora. Lo siento.

La mujer permaneció inmóvil. No se percibía en ella ni siquiera el más leve aleteo de la respiración.

– Esto quiere decir que uno de nosotros mató a Octavia -murmuró. A Monk le sorprendió que no rehuyera la verdad ni intentara disfrazarla con palabras elusivas. Por otra parte, era la única persona de la familia que no había tratado de achacar la responsabilidad exclusivamente a los criados, por lo que Monk sintió por ella una admiración todavía más grande, ya que valoró la valentía que requería su postura.

– ¿Vio usted a la señora Haslett cuando llegó a casa aquella tarde, señora? -le preguntó Monk con el máximo comedimiento.

– Sí, ¿porqué?

– Parece que en el curso de su salida se enteró de algo que la impresionó profundamente y, según palabras del señor Thirsk, tenía intención de proseguir las averiguaciones hasta descubrir una prueba concluyente. ¿Le habló a usted del asunto?

– No -respondió con los ojos tan abiertos que parecían fijos en algo muy próximo que le impedía parpadear-, no. Estuvo muy callada durante la cena, y se mostró ligeramente desagradable con… con Cyprian y con su padre. -Su expresión de preocupación se acentuó-. Pero yo supuse que tenía uno de sus dolores de cabeza. Ya se sabe que entre las personas surgen a veces incidentes desagradables, especialmente si viven en la misma casa día tras día. Inmediatamente antes de acostarse vino a mi cuarto a darme las buenas noches. Vi que tenía el salto de cama roto y me brindé a cosérselo… nunca fue muy hábil con la aguja… -La voz se le quebró un momento. El recuerdo debía de ser intolerable para ella por lo preciso y reciente. Su hija había muerto. Todavía no había tenido tiempo de acostumbrarse totalmente a la pérdida de esa vida que acababa de deslizarse al pasado.

Aunque le contrariaba tener que insistir, Monk comprendió que debía hacerlo.

– ¿Qué le dijo ella en aquel momento, señora? Aunque no fuera más que una palabra, podría sernos útil.

– Nada, tan sólo me dio las buenas noches -dijo en voz muy baja-. Era muy cariñosa, la recuerdo tanto… mi hija era verdaderamente cariñosa. Me dio un beso, como si supiera que no nos volveríamos a ver. -Se llevó las manos a la cara y se apretó con fuerza los pómulos con sus dedos largos y finos hasta que la piel se le puso tirante.

Monk tuvo la clara sensación de que, más que el dolor por la muerte de su hija, la trastornaba el pensamiento de que la hubiera asesinado alguien de la familia.

Era una mujer fuera de lo común, cuya sinceridad infundió a Monk un gran respeto. Le soliviantaba ser tan inferior a ella socialmente, tanto que no podía consolarla en absoluto; tenía que conformarse con testimoniarle una fría cortesía desprovista de cualquier expresión individual.

– Cuente con toda mi comprensión, señora -le dijo Monk torpemente-. Ojalá que no hubiera necesidad de proseguir las averiguaciones… -No añadió más, pero ella lo entendió sin necesidad de explicaciones morosas. Se retiró las manos de la cara.

– Por supuesto -dijo lady Moidore en voz muy baja.

– Buenos días, señora.

– Buenos días, señor Monk. Percival, acompaña al señor Monk a la puerta, por favor.

Reapareció el mismo lacayo de antes y, para sorpresa de Monk, cuando lo acompañaba hasta la puerta principal y le dejaba frente a la escalera que bajaba directamente a la acera de Queen Anne Street, experimentó una sensación que le era familiar, sin que recordara ni una sola situación que la hubiera producido: una mezcla de piedad, de interés de cariz intelectual y de creciente participación. Seguramente había hecho esto mismo centenares de veces: había empezado con un crimen y después, recorriendo un hecho tras otro, había acabado por conocer a las personas y también sus vidas y sus tragedias.

¿Cuántas habían dejado en él una marca, lo habían afectado tan hondamente hasta el punto de cambiarlo todo en su interior? ¿A quién había amado? ¿De quién se había compadecido? ¿Qué lo había enfurecido?

Como lo habían hecho salir por la puerta principal, ahora tendría que dar la vuelta a la casa para acercarse a la parte trasera y reunirse con Evan, a quien había dado la orden de hablar con los criados y tratar de hacer algunas averiguaciones encaminadas a localizar el cuchillo. Dado que el asesino seguía en la casa y no había salido de ella aquella noche, también el arma tenía que estar dentro, a menos que el interesado se hubiera deshecho de ella después. Sin embargo, en una casa como aquélla tenía que haber innumerables cuchillos, varios de los cuales seguramente se utilizaban para cortar carne. Nada más sencillo que lavarlo y volverlo a colocar en su sitio. Ni siquiera unos restos de sangre en el punto de empalme de la hoja con el mango habrían servido para probar gran cosa. Vio a Evan que subía la escalera. Quizá le habían comunicado que en aquel momento salía Monk y por esto también él había salido con intención de coincidir con él. Monk observó la cara de Evan mientras subía los peldaños con pie ligero y alta la cabeza. -¿Hay algo?

– Me he hecho acompañar por Lawley. Hemos registrado toda la casa, especialmente la zona destinada a los criados, pero no hemos encontrado las joyas que faltan. Tampoco lo esperaba, la verdad.

Tampoco lo había esperado Monk. En ningún momento había pensado que el móvil pudiera ser el robo. Probablemente el asesino había arrojado las joyas por el desagüe y, en cuanto al jarrón de plata, podía estar fuera de sitio.

– ¿Y qué hay del cuchillo?

– La cocina está llena de cuchillos -dijo Evan, acomodándose al paso de Monk- y de otras cosas igualmente siniestras. La cocinera ha dicho que no ha observado que faltase nada. Si se sirvieron de algún cuchillo de la cocina, volvieron a dejarlo en su sitio. No he encontrado nada. ¿Usted cree que habrá sido uno de los criados? ¿Por qué? -La mueca que hizo reflejaba sus dudas-. ¿Alguna doncella celosa? ¿Un lacayo de disposición amorosa?

Monk soltó un bufido.

– Lo más probable es que la señora Haslett descubriera algún secreto -dijo antes de poner a Evan al corriente de todo lo que había averiguado.


Monk llegó al Old Bailey a las tres y media, pero tardó media hora más en poner en juego considerables artimañas y veladas amenazas para entrar en la sala donde el juicio de Menard Grey estaba llegando a su conclusión. Rathbone estaba haciendo su alegato final. No se trataba de una disertación enardecida -después de todo, Monk había comprobado que el abogado era un exhibicionista, una persona presumida y pedante y, por encima de todo, un actor consumado-, sino que Rathbone hablaba con voz tranquila, palabras precisas, lógica exacta. No intentaba deslumbrar al jurado ni sacar partido de sus emociones. O bien había renunciado con toda deliberación a aquellos recursos o se había dado cuenta de que sólo podía haber un veredicto y de que si debía buscar la compasión de alguien, era la del juez.

La víctima había sido un caballero de alto rango y noble abolengo, pero Menard Grey se encontraba en las mismas circunstancias y, además, él había tenido que luchar largo tiempo con la carga de todo lo que sabía y la terrible y continuada injusticia de saber que, si no actuaba, cada vez sería mayor el número de inocentes que resultarían perjudicados.

Monk vio los rostros de los miembros del jurado y comprendió que solicitarían clemencia. Pero ¿sería eso suficiente?

Sin deliberación alguna, buscó a Hester Latterly entre la multitud. Le había dicho que estaría presente. Le era imposible pensar en el caso Grey ni en nada que hiciera referencia al mismo sin acordarse de ella. Era forzoso que estuviera en la sala para ser testigo del fallo.

Vio a Callandra Daviot, sentada en primera fila detrás de los abogados, cerca de su cuñada Fabia Grey, lady Shelburne consorte. Lovel Grey estaba sentado al lado de su madre, en el extremo del banco. Estaba pálido pero sereno, no temía mirar a su hermano, que estaba en el banquillo. Parecía que la tragedia le había conferido madurez, una certidumbre con respecto a sus convicciones de la que carecía anteriormente. Estaba a menos de un metro de distancia de lady Fabia, pero el espacio era un abismo que ni una sola vez intentó cruzar dirigiendo una mirada a su madre. Fabia parecía de piedra: una mujer blanca, fría, inflexible. La decepción le había producido una herida que la había destruido. Ahora en ella no quedaba otra cosa que odio. El delicado rostro, hermoso en otro tiempo, se había vuelto anguloso por la violencia de las emociones sufridas, las arrugas que circundaban su boca la afeaban, la barbilla era más puntiaguda, el cuello más delgado, y con los tendones prominentes como cuerdas. Si aquella mujer no hubiera sido la causante de la tragedia de tantas personas, Monk hubiera sentido lástima de ella pero, dadas las circunstancias, lo único que le provocaba era un escalofrío de horror. Sí, había perdido al hijo que idolatraba, asesinado de forma ignominiosa, y con él había desaparecido de su vida todo el entusiasmo y la fascinación que él sabía causarle. El hijo que la hacía reír era Joscelin, el que la halagaba, el que sabía decirle que ella era una mujer encantadora, simpática, alegre. Bastante duro había sido tener que verlo regresar herido de la guerra de Crimea pero, cuando lo apalearon hasta matarlo en su piso de Mecklenburgh Square, la realidad fue superior a lo que sus fuerzas le permitían soportar. Ni Lovel ni Menard podían sustituirlo en su corazón, aunque ella tampoco habría dejado que lo intentaran… ni aceptado de ellos el amor y las atenciones que le habrían dispensado.

La despiadada solución del caso tal como lo había llevado Monk la había dejado anonadada, algo que ella nunca le perdonaría.

Rosamond, la esposa de Lovel, estaba sentada a la izquierda de su suegra, su actitud era la de una mujer reservada y solitaria.

El juez hizo una breve recapitulación de los hechos y el jurado se retiró. La multitud permaneció en sus asientos, temerosa de perder sus puestos en el momento culminante del drama.

Monk se preguntó cuántas veces habría asistido al juicio de un detenido suyo. Los datos del caso que había investigado con tantas penas y trabajos para llegar a descubrirse a sí mismo habían quedado en suspenso al desenmascarar al criminal. Pero las pesquisas le habían revelado a un hombre minucioso que no dejaba ningún detalle al azar, un hombre intuitivo capaz de saltar de la prueba desnuda a complicadas estructuras que tenían que ver con motivos y oportunidades, en ocasiones de forma brillante y dejando a otros tras él, desconcertados y debatiéndose inútilmente. Poseía también una incansable ambición, una carrera labrada paso a paso, gracias a un trabajo denodado y continuo y a saber manejar a los demás de tal manera que siempre conseguía estar en el sitio adecuado en el momento oportuno, aprovechándose de la ventaja que suponía tener que habérselas con colegas menos capacitados. Cometía pocos errores y no los perdonaba nunca en los demás. Aunque muchos lo admiraban, al único que gustaba de verdad era a Evan. Cuando observaba al hombre que emergía de aquellas páginas de anotaciones, no le sorprendía que así fuera. Tampoco él se gustaba.

No había conocido a Evan hasta después del accidente. El caso Grey había sido su primer encuentro.

Tuvo que esperar otros quince minutos, que dedicó a reflexionar sobre los fragmentos que había ido reuniendo con respecto a su persona y se esforzó en imaginar lo que faltaba, sin saber si le resultaría familiar, fácil de entender y por tanto de perdonar… o si encontraría a un ser que ni le gustaría ni podría respetar. Del hombre anterior, dejando aparte su trabajo, no quedaba nada, ni siquiera una carta o un recordatorio que tuvieran sentido para él.

Ya estaba entrando el jurado, los rostros tensos y los ojos cargados de ansiedad. Cesó el murmullo de voces y lo único que se oyó fue el crujido de las ropas y el rechinar de las botas. El juez preguntó al jurado si habían emitido el veredicto y si en el mismo estaban todos de acuerdo.

Respondieron afirmativamente. Seguidamente preguntó al portavoz cuál había sido dicho veredicto.

– Culpable, señor… aunque suplicamos clemencia. Le pedimos sinceramente que conceda al culpable toda la clemencia que la ley le permita.

Monk escuchaba con la máxima atención y respiraba muy lentamente, como si hasta el ruido de la respiración en sus oídos pudiera hacerle perder alguna frase. Casi habría golpeado por la inoportuna intromisión a su vecino al oírlo toser.

¿Estaría Hester presente? ¿Se encontraría esperando igual que él?

Miró a Menard Grey, que se había puesto en pie y que, pese a toda la multitud que lo rodeaba, parecía más solo que el ser más solo del mundo. Todos los circunstantes que se encontraban en aquella sala, con sus paredes revestidas de paneles y su techo abovedado, habían acudido a oír el juicio de vida o muerte que se emitiría sobre él. A su lado, Rathbone, más flaco y como mínimo medio palmo más bajo que él, tendió la mano para sostenerlo o simplemente para reconfortarlo con su contacto, o por el simple deseo de que supiera que alguien estaba con él.

– Menard Grey -dijo el juez muy lentamente, el rostro contraído por la tristeza y un sentimiento en el que había mucho de lástima y de impotencia-, este tribunal lo ha encontrado culpable de asesinato. De hecho, usted ya había tenido el acierto de no declarar otra cosa. Un mérito que hay que concederle. Su abogado ha subrayado la provocación que usted se vio obligado a sufrir y los padecimientos espirituales que tuvo que soportar a manos de la víctima. Pero este tribunal no puede considerarlos un eximente. Si todas las personas maltratadas tuvieran que recurrir a la violencia, sería el fin de nuestra civilización. En la sala se produjo un murmullo de indignación, una exhalación suave de alivio.

– Sin embargo -dijo el juez con aspereza-, se habían cometido graves delitos y usted buscó unos medios tendentes a evitar que se siguieran cometiendo; no pudo ampararse en la ley porque no los contemplaba y por consiguiente perpetró este crimen para evitar la prosecución de tales delitos contra personas inocentes, todo lo cual constituye un factor que es preciso tener en cuenta a la hora de dictar sentencia. Usted es un hombre desencaminado, pero entiendo que no le animaron las malas intenciones. Lo condeno a ser trasladado a la colonia de Su Majestad en Australia Occidental y a permanecer allí durante un periodo de veinticinco años.

Levantó el mazo para indicar el final de la sesión, pero el ruido quedó ahogado por el vocerío y por el ruido de los periodistas encargados de informar de la decisión a sus periódicos saliendo a la carrera.

Monk no encontró ocasión de hablar con Hester, pese a que distinguió una vez su cabeza asomada por encima de un grupo de personas. Le brillaban los ojos, y el cansancio que revelaba la severidad del peinado y la sencillez del vestido se esfumaba con el resplandor del triunfo. ¡Menuda carga acababa de sacarse de encima! Casi estaba hermosa. Sus ojos se encontraron y disfrutaron, juntos los dos, del momento. Después ella desapareció empujada por la muchedumbre y Monk la perdió de vista.

También vio a Fabia Grey cuando abandonaba la sala, iba muy tiesa y estaba pálida, el odio ponía una nota de desolación en su rostro. Quiso salir sola, rechazó el brazo que le ofrecía su nuera y, en cuanto a su hijo mayor, el único que ahora le quedaba, optó por seguirla con la cabeza muy erguida y una sonrisa leve y discreta vagándole en los labios. Callandra Daviot se quedó con Rathbone. Era ella, no la familia de Menard, quien había contratado sus servicios, por lo que quería liquidar cuentas con él.

Monk no vio a Rathbone, pero imaginaba lo ufano que estaría. Todo había salido como Monk también deseaba, había luchado por aquello. Pero por otra parte le molestaba el éxito de Rathbone, la satisfacción que imaginaba reflejada en el rostro del abogado, ese resplandor de una victoria más, en sus ojos.

Fue directamente del Old Bailey a la comisaría y, ya allí, entró en el despacho de Runcorn para informarle de los progresos que había tenido hasta la fecha en el caso de Queen Anne Street.

Runcorn se fijó en la chaqueta extremadamente elegante de Monk, lo que hizo que empequeñeciera los ojos y que por sus mejillas enjutas y sus pómulos asomara un sentimiento de contrariedad.

– Hace dos días que espero su visita -dijo así que Monk atravesó la puerta-. Supongo que estará trabajando de firme, pero le ruego que me tenga informado con toda precisión de todo lo que averigüe… suponiendo que averigüe algo. ¿Ha visto los periódicos? Sir Basil Moidore es un hombre extremadamente influyente. Parece que usted no sabe con quién trata, pero le diré que tiene amigos en las altas esferas: ministros, embajadores extranjeros e incluso príncipes.

– También tiene enemigos en su propia casa -replicó Monk con impertinencia, ya que le constaba que el caso era feo y que se pondría bastante más difícil de lo que ya era. Runcorn se sentiría muy nervioso. Le aterraba ofender a la autoridad o a gente que tenía por importante desde el punto de vista social y temía que el Home Office lo apremiase a encontrar una solución rápida por el nerviosismo del público. Al mismo tiempo seguro que le aterraría causar la más mínima molestia a Moidore. Monk quedaría atrapado en medio y Runcorn estaría más que satisfecho si finalmente tenía la oportunidad de acabar con las pretensiones de Monk y de hacer público su fracaso.

Monk ya se daba cuenta por adelantado y le enfurecía que ni siquiera el conocimiento previo pudiera ayudarlo a escapar.

– No me divierten las adivinanzas -le espetó Runcorn-. Si no ha descubierto nada y el caso es demasiado difícil para usted, no tiene más que decirlo y ponemos a otro en su sitio.

Monk sonrió abiertamente.

– Me parece una idea excelente, señor Runcorn -respondió-. Muchas gracias.

– ¡No me venga con impertinencias! -Runcorn estaba que echaba chispas, no se esperaba aquella respuesta-. Si quiere dimitir, hágalo como es debido, no como quien no dice nada. ¿Presenta la dimisión? -Durante unos breves momentos en sus ojos redondos brilló un rayo de esperanza.

– No, señor Runcorn. -Monk no siguió manteniendo el mismo tono en la voz. La victoria no era más que un simple ataque, pero la batalla ya estaba perdida-. Yo me figuraba que usted se ofrecía a sustituirme en el caso Moidore.

– No, yo no. ¿Por qué lo dice? -Runcorn enarcó las cejas, cortas y rectas-. ¿Excede a sus posibilidades? Antes usted era el mejor detective que teníamos… mejor dicho, esto era lo que usted proclamaba a diestro y siniestro. -Su voz se había hecho bronca a causa de la satisfacción áspera que sentía-. Yo tengo muy claro que desde el accidente ha perdido usted facultades. En el caso Grey no estuvo mal, pero le costó lo suyo. Me encantaría que colgasen a Grey. -Miró a Monk con aire de satisfacción. Tenía perspicacia suficiente para leer correctamente los sentimientos de Monk y veía que sentía simpatía por Menard.

– Pues no lo van a colgar -le replicó Monk-. Esta tarde han pronunciado el veredicto y lo han condenado a veinticinco años de deportación. -Sonrió para demostrar su satisfacción-. En Australia puede abrirse camino.

– Si no lo matan las fiebres -dijo Runcorn con despecho- o una algarada callejera… o se muere de hambre.

– Lo mismo podría ocurrirle en Londres -replicó Monk con rostro inexpresivo.

– Mire, no se quede ahí como un pasmarote. -Runcorn se sentó detrás del escritorio-. ¿Por qué le asusta tanto el caso Moidore? ¿Lo considera por encima de sus posibilidades?

– La mató alguien en su casa -respondió Monk.

– ¡Claro que fue en su casa! -dijo Runcorn mirándolo con fijeza-. ¿Se puede saber qué le pasa, Monk? ¿No le trabajan las meninges? La mataron en su dormitorio… una persona que se coló en él. Me parece que nadie ha dicho que la sacaran a rastras para matarla en la calle.

Monk sintió la maliciosa satisfacción de desmentir sus palabras.

– Habían dicho que había sido un ladrón que había penetrado desde fuera -dijo pronunciando cada palabra con toda cautela y precisión, como si hablara con una persona corta de entendederas. Se inclinó hacia delante-. Y yo digo que no fue nadie que entrara de fuera y que la persona que mató a la hija de sir Basil, hombre o mujer, ya estaba en la casa… y sigue en ella. Los formalismos sociales apuntan a que fue uno de los criados, pero el sentido común indica que es más probable que se trate de una persona de la familia.

Runcorn lo miró horrorizado, de su rostro alargado desapareció el color como si dentro de su cabeza se abriera camino todo lo que comportaba la idea. Vio reflejada la satisfacción en los ojos de Monk. -¡Vaya idea descabellada! -dijo con la garganta seca y la lengua pegada al velo del paladar, como si se hubiera quedado sin palabras-. ¿Se puede saber qué le pasa, Monk? ¿Abriga quizás un odio personal a la aristocracia para incitarlo a acusarla de una monstruosidad como ésta? ¿No le bastó con el caso Grey? ¿Acaso ha perdido el norte?

– La prueba es incontrovertible. -Todo el placer que sentía Monk se centraba en ver el horror reflejado en el rostro de Runcorn. El inspector habría preferido mil veces pensar en un intruso que se había puesto violento, por muy difícil que fuera localizarlo en los laberintos de los delitos más abyectos y en la miseria de las barracas, que en esa consideración se tenía a las destartaladas viviendas de los barrios bajos, zonas donde la policía no se atrevía a penetrar y mucho menos a hacer respetar la ley. Aún así, siempre habría sido menos comprometido para la seguridad personal que acusar, aunque fuera de manera indirecta, a un miembro de una familia como la de los Moidore.

Runcorn abrió la boca y después la volvió a cerrar.

– ¿Usted dirá, señor Runcorn? -lo animó Monk abriendo mucho los ojos.

En el rostro de Runcorn iban sucediéndose las emociones, cada una suplantando a la anterior: terror de las repercusiones políticas que podría tener el hecho de que Monk ofendiera a alguien, cometiera alguna torpeza y no refrendara con pruebas la argumentación que pudiera presentar; pero también aquella esperanza de que Monk precipitara un desastre de tales proporciones que fuera causa de su ruina profesional, lo que libraría a Runcorn de una vez por todas de tenerlo pisándole los talones.

– ¡Retírese! -le ordenó Runcorn entre dientes-. Y pida a Dios que le ayude si comete algún error en este asunto porque le aseguro que yo no lo haré.

– Tampoco lo esperaba, señor Runcorn. -Monk se cuadró un momento ante él, no por respeto sino con ánimo de burla, y seguidamente se volvió hacia la puerta.

Monk causaba la desesperación de Runcorn y, hasta que estuvo casi en sus aposentos de Grafton Street, no se le ocurrió pensar cómo debió de ser Runcorn en la época en que se conocieron, antes de que Monk proyectara su ambición como una sombra sobre él, y no sólo su ambición sino también su mayor agilidad mental y su ingenio rápido e inflexible. Pero eran unos pensamientos que a Monk no le gustaban y que lo privaban del calor que habría debido infundirle ese hecho de sentirse superior. Era casi seguro que él había contribuido a aquello en que el hombre se había convertido. Era una excusa sin fundamento decir que Runcorn siempre había sido débil, vanidoso, menos capacitado que él, ya que la sinceridad desmentía aquella afirmación. Cuanto más incompetente era una persona, más bajo era aprovecharse de sus fallos con el fin de aniquilarlo. Si el fuerte era irresponsable e interesado, ¿qué podía esperar el débil?

Monk se acostó temprano, pero se quedó despierto mirando el techo, descontento de sí mismo.


Al funeral de Octavia Haslett asistió media aristocracia londinense. Los carruajes, circulaban arriba y abajo de Langham Place, interrumpiendo el tráfico habitual. Los caballos, negros a ser posible, agitaban penachos de negras plumas; los cocheros y lacayos iban vestidos de librea; ondeaban negros crespones y los arneses estaban bruñidos como espejos, pero ni una sola pieza metálica tintineaba ni hacía ruido alguno. Una persona con ínfulas de nobleza habría reconocido los escudos de muchas familias nobles, y no sólo de Gran Bretaña, sino también de Francia y de los estados germánicos. Los que componían el luto iban vestidos de negro riguroso e inmaculado, al último grito de la moda, las enormes faldas armadas con miriñaques y enaguas, los bonetes ribeteados con cintas, los sombreros de copa centelleantes y las botas resplandecientes.

Todo se hacía en silencio: los cascos de los caballos estaban embozados, las ruedas de los coches engrasadas, las voces hablaban en murmullos. Los escasos viandantes aminoraban el paso e inclinaban la cabeza en señal de respeto.

Desde lo alto de la escalinata de la iglesia de Todos los Santos, donde esperaba como un criado más, Monk presenció la llegada de la comitiva, en primer lugar sir Basil Moidore, acompañado de la que ahora era su única hija, Araminta, en quien ni la negrura del velo lograba ocultar el encendido color de sus cabellos ni la blancura de su rostro. Subieron juntos la escalinata, ella agarrada a su brazo, aunque no habría podido decirse quién sostenía a quién.

Seguía a continuación Beatrice Moidore, quien era evidente que se apoyaba en Cyprian. Caminaba muy erguida, pero iba tan cubierta de velos que su rostro era invisible, aunque mantenía muy tiesa la espalda y también los hombros; tropezó dos veces, pero él la ayudó con toda delicadeza al tiempo que acercaba la cabeza a la de ella y le murmuraba unas palabras al oído.

A una cierta distancia, ya que habían llegado en otro coche, seguían Myles Kellard y Romola Moidore y, aunque iban juntos, no parecían brindarse más apoyo que el que presuponía la compañía convencional. Romola parecía cansada, andaba pesadamente y encorvada. Su cara también era invisible a causa del velo que la cubría. A su derecha, Myles Kellard tenía un aire desolado, aunque a lo mejor sólo era aburrimiento. Subió lentamente las escaleras con aire casi ausente y, sólo cuando llegaron arriba, le ofreció su ayuda sujetándole el brazo con la mano, más a modo de cortesía que como apoyo real.

En último lugar iba Fenella Sandeman, vestida de un negro subido, pero con un sombrero en el que había demasiados adornos para tratarse de un funeral, aunque sin duda estaba muy elegante. Llevaba la cintura muy apretada, lo que le daba un aspecto de extrema fragilidad y, vista a distancia, parecía una jovencita, si bien la impresión quedaba desmentida al verla de cerca por el cabello demasiado oscuro y la piel marchita. Monk no sabía si compadecerla por el ridículo que hacía o admirarla por su osadía.

Muy cerca de ella y murmurándole comentarios al oído cada dos por tres estaba Septimus Thirsk. La luz grisácea de aquel día sin sol acentuaba el cansancio de su rostro, la impresión de que aquel hombre había recibido un golpe cruel, de que sus momentos de felicidad se plasmaban en humildes victorias, ya que hacía mucho tiempo que no conocía las importantes.

Monk no entró en la iglesia, sino que esperó a que la reverencia, el dolor y la envidia se abrieran paso antes que él. Captó fragmentos de conversaciones, manifestaciones de lástima, aunque fueron más abundantes las de indignación. ¿A qué se veía abocado el mundo? ¿Dónde estaba la tan elogiada fuerza de la Policía Metropolitana, de reciente creación, mientras ocurrían aquellas cosas? ¿De qué servía pagarla si hasta personas como los Moidore podían ser asesinadas en su propia cama? ¡Habría que hablar con el ministro del Interior para ver si tomaba cartas en el asunto!

Monk ya imaginaba la indignación, los miedos y las exculpaciones que se sucederían durante los días y semanas siguientes. Lloverían quejas sobre Whitehall. Se darían explicaciones, se presentarían corteses evasivas y después, cuando los aristócratas se hubieran retirado, enviarían a buscar a Runcorn y se le exigirían explicaciones con una glacial actitud que escondería un profundo pánico.

Runcorn, entonces, sentiría nacer en él la humillación y la angustia. Odiaba el fracaso y no sabía mantenerse firme. De modo que a su vez él pasaría a Monk sus temores, disfrazados de indignación oficial.

Basil Moidore se situaría al principio de la cadena… y también al final, porque cuando Monk volviera a visitarlo en su casa y comenzara a hacer tambalear el bienestar y la seguridad de su familia, aparecerían las ideas que abrigaba cada uno respecto al otro y respecto a la mujer que ahora enterraban con tanta pompa y boato.

Un vendedor de periódicos pasó voceando la noticia justo cuando Monk entraba en la iglesia.

– ¡Horrible crimen! -gritó el chico, sin que le importara encontrarse junto a la escalinata de la iglesia-. ¡La policía desconcertada! ¡Lean la noticia!

La ceremonia fue muy solemne, voces sonoras entonaron las palabras consabidas, la música del órgano llegó hasta oscuros ámbitos, las vidrieras de colores se reflejaron como gemas sobre las grises moles de piedra, rayos de luz incidieron en centenares de diferentes tejidos negros, se oyeron pies que se arrastraban por el suelo, crujidos de tela, alguien gimoteó. Por los pasillos resonaron los pasos de los ujieres, con botas rechinantes.

Monk se quedó detrás y, cuando todos abandonaron sus puestos para acompañar al ataúd hasta la sepultura de la familia, también él fue tras el cortejo todo lo cerca que se atrevió a seguirlo.

Durante el entierro Monk permaneció atrás, cerca de un hombre alto y calvo, con unos escasos mechones agitados por el cortante viento de noviembre.

Justo ante él estaba Beatrice Moidore, ahora al lado de su marido.

– ¿Has visto al policía? -le preguntó en voz muy baja-. Está detrás de los Lewis.

– Claro que lo he visto -replicó él-. Menos mal que por lo menos es discreto y parece uno más del cortejo fúnebre.

– Lleva un traje muy bien cortado -comentó la señora con un deje de sorpresa en la voz-. Deben de cobrar más de lo que yo suponía. Casi parece un señor.

– Eso no es cierto -respondió Basil con presteza-. No digas tonterías, Beatrice.

– Tiene que volver a casa, ¿sabes? -insistió ella, ignorando la crítica.

– Naturalmente que tiene que volver -dijo su marido hablando entre dientes-. Volverá cada día hasta que se canse… o hasta que descubra al culpable.

– ¿Por qué has dicho «hasta que se canse» primero? -preguntó-. ¿No crees que lo descubra?

– No tengo ni idea.

– ¿Basil?

– ¿Qué?

– ¿Qué haremos si no lo descubre?

Basil respondió con voz resignada.

– Nada, no podemos hacer nada.

– No creo que pueda pasar el resto de mi vida sin saberlo.

Levantó los hombros un momento.

– Pues no tendrás más remedio, cariño, porque no habrá otra alternativa. Hay muchos casos que quedan sin resolver. Tendremos que recordarla tal como era, llorarla y proseguir nuestras vidas.

– ¿Te haces el sordo aposta conmigo, Basil? -la voz le tembló únicamente al pronunciar la última palabra.

– He oído todo lo que me has dicho, Beatrice, palabra por palabra… y te he contestado a todo -dijo su marido con impaciencia. Los dos tenían la vista al frente, como si toda su atención estuviera centrada en el entierro. Delante de ellos Fenella descargaba todo su peso en Septimus. Él la sostenía de manera automática, pero era evidente que tenía sus pensamientos en otro sitio. Por su aspecto de tristeza, no ya sólo en su rostro sino en toda la postura de su cuerpo, era evidente que Septimus pensaba en Octavia.

– No fue un intruso -prosiguió Beatrice con indignación pero con serenidad-. Pasarán los días y veremos las caras a nuestro alrededor, escucharemos las inflexiones de las voces y captaremos dobles sentidos en todo lo que digan y después nos preguntaremos si es éste, o aquél, si sabe quién fue, o si no.

– Te estás poniendo histérica -le soltó Basil con voz dura pese a decirlo en voz muy baja-. Si ha de contribuir a que te sosiegues, despediré a todos los criados y contrataremos a otros nuevos. ¡Y ahora te ruego, por lo que más quieras, que estés un poco más atenta a la ceremonia!

– ¿Despedir a los criados? -Las palabras se le ahogaron en la garganta-. ¡Oh, Basil! ¿De qué serviría?

Basil permaneció inmóvil, el cuerpo rígido debajo de la negra prenda de velarte, los hombros muy erguidos.

– ¿Piensas que habrá sido alguien de la familia? -dijo Basil finalmente con una voz de la que había desaparecido toda inflexión.

Su esposa levantó un poco más la cabeza.

– ¿Tú no?

– ¿Sabes algo, Beatrice?

– Sé lo que sabemos todos… y lo que me dice el sentido común. -Volvió inconscientemente la cabeza hacia Myles Kellard, que estaba en el extremo más alejado de la cripta.

Araminta, a su lado, miraba fijamente a su madre. Era imposible que hubiera oído lo que habían hablado sus padres, pero tenía las manos tensas delante del cuerpo, que tiraban de un pañuelo hasta desgarrarlo. El entierro había terminado. El vicario entonó el último amén y toda la comitiva se puso en marcha: Cyprian con su esposa, Araminta al lado de su marido pero separada de él, Septimus con el cuerpo firme como el de un militar junto a Fenella, que se tambaleaba ligeramente y, en último lugar, sir Basil y lady Moidore, uno al lado del otro.

Monk los vio partir con un sentimiento de amargura y rabia, y también con la sensación de encontrarse en medio de una oscuridad que parecía espesarse por momentos.

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