Capítulo 4

– ¿Quiere que siga buscando las joyas? -preguntó Evan con una expresión de duda. Era evidente que estaba convencido de que esa búsqueda no tenía objeto.

Monk pensaba lo mismo. Era más que probable que las hubieran tirado o incluso destruido. El móvil del asesinato de Octavia Haslett no había sido el robo. De eso estaba más que seguro. Ni siquiera abrigaba la sospecha de que un criado codicioso pudiera haberse introducido en la habitación con el mero objeto de robar. Habría tenido que ser francamente estúpido para perpetrar un robo justo cuando Octavia estaba en su habitación, teniendo en cuenta que disponía de todo el día para hacerlo sin que nadie lo molestara.

– No -dijo Monk con decisión-, mejor que aproveche el tiempo interrogando a los criados. -Al sonreírle abiertamente Evan volvió a responderle con una especie de mueca. Ya había estado dos veces en casa de los Moidore para recibir cada vez las mismas respuestas breves y nerviosas. Pero no porque tuviesen miedo había que considerarlos culpables. Si la mayoría de los criados temía por su buen nombre solamente porque la policía los interrogaba, ya no digamos si se sospechaba que sabían algo sobre el asesinato-. Alguien de la casa la mató -añadió Monk.

Evan enarcó las cejas.

– ¿Un criado? -No había sorpresa en su voz, pero sí una sombra de duda, más patente debido a la inocencia de su mirada.

– Sería mucho más cómodo -replicó Monk-. Las autoridades del país nos verían con mejores ojos si detuviéramos a una persona de los bajos de la casa, pero es un regalo que por lógica no vamos a hacerles. No, la esperanza que yo abrigaba era que, hablando con los criados, pudiésemos averiguar algo sobre la familia. Los criados ven muchas cosas y, aunque es costumbre advertirles que no vayan divulgándolas por ahí, a veces lo hacen, especialmente si ven sus vidas en peligro. -Se encontraban en el despacho de Monk, más pequeño y además más oscuro que el de Runcorn, pese incluso a aquella mañana luminosa y espléndida de finales de otoño. La sencilla mesa de madera estaba cubierta de papeles y la vieja alfombra, desgastada por el uso, había marcado un camino que iba desde la puerta al sillón-. Ya ha hablado con la mayoría -prosiguió-. ¿No ha averiguado nada hasta ahora?

– Se trata de criados corrientes -dijo Evan lentamente-. Las camareras son jóvenes en su mayoría, aparentemente alocadas y dadas a las risas y a bromas triviales. -A través de la ventana cubierta de polvo se filtró un rayo de luz que acentuó los finos rasgos de su rostro-. Y en cambio tienen que ganarse el sustento trabajando en un mundo rígido, obligadas por la obediencia a estar sometidas a unas personas que les tienen muy poca consideración personal. Conocen una realidad más dura que la mía. Algunas son casi unas niñas. -Levantó los ojos hacia Monk-. Si tuviera un año o dos más, podría ser su padre. -Aquella idea pareció alarmarlo y torció el gesto-. Hay una que sólo tiene doce años. Todavía no he descubierto si saben algo que pueda sernos de utilidad, pero no creo que ninguna de ellas tenga nada que ver.

– ¿Se refiere a todas las camareras en general? -dijo Monk tratando de puntualizar.

– Sí, las mayores…, en cualquier caso -Evan no parecía seguro-. Aunque tampoco veo por qué.

– ¿Y los hombres?

– El mayordomo no creo. -Evan sonrió con una ligera mueca-. El tipo es un palo seco, muy ceremonioso, muy militar. Si alguien ha despertado alguna pasión en su vida, creo que debió ser hace tanto tiempo que ya no conserva el más mínimo recuerdo. Y además, ¿cómo podría ser que un mayordomo tan respetable como éste matase a la hija de su señora en su dormitorio? ¿A santo de qué iba a meterse en su habitación a altas horas de la noche?

Monk no pudo reprimir una sonrisa.

– Veo que no es usted lector de prensa sensacionalista, Evan. Alguna vez tendría que prestar oído a lo que dicen los lenguaraces.

– ¡Bah, todo eso es basura! -dijo Evan con acento de sinceridad-. ¡Phillips no es de ésos!

– Los lacayos… los mozos de cuadra… el limpiabotas… -lo acució Monk-. ¿Y qué me dice de las mujeres de más edad del servicio?

Evan estaba medio apoyado medio sentado en el alféizar de la ventana.

– Los mozos de cuadra están en los establos y la puerta trasera de la casa se cierra con llave por la noche -replicó Evan-. Con el limpiabotas se podría probar, pero no tiene más que catorce años. No veo qué móvil podría tener. En cuanto a las criadas de más edad… supongo que es posible. Podría tratarse de celos o de algún desaire, pero tendría que ser muy violento para provocar un asesinato y a mí me parece que ninguna está tan loca como eso ni ha demostrado nunca inclinaciones violentas. Habría que estar loco de remate para caer en esos extremos y, en cualquier caso, las pasiones que oponen a los criados acostumbran a no salir de su ámbito. Están acostumbrados a soportar todo tipo de trato por parte de la familia -observó a Monk con gravedad no exenta de una cierta ironía-. Las ofensas se producen entre ellos. Hay una rígida jerarquía e incluso han llegado a derramar sangre por delimitar las competencias de cada uno.

Vio la expresión de Monk y se apresuró a añadir: -¡No, asesinato no! Algún pescozón y algún que otro puñetazo de cuando en cuando -explicó-. Lo que quiero decir es que las reacciones de los que viven en los bajos de la casa afectan sólo a los que viven en esos bajos.

– ¿Y si resulta que la señora Haslett sabía algo de ellos, por ejemplo un delito relacionado con un asunto de robo o inmoralidad? -apuntó Monk-. Para un sirviente habría significado perder un trabajo envidiable, y sin buenas referencias se hace difícil conseguir otro… y ya se sabe que cuando un criado no tiene dónde ir, lo único que le queda es un sudadero industrial en el que le exploten, o la calle.

– Es posible -admitió Evan-. También están los lacayos. Hay dos: Harold y Percival. Los dos parecen bastante normales, aunque yo creo que Percival es más inteligente y quizá también más ambicioso.

– ¿A qué aspira un lacayo, en todo caso? -preguntó Monk con socarronería.

– Supongo que a llegar a mayordomo -replicó Evan con una ligera sonrisa-. No me mire de esa manera, señor Monk. El cargo de mayordomo es apetecible, aparte de que requiere responsabilidad y es muy respetado. Los mayordomos se consideran muy superiores a los policías desde el punto de vista social. Viven en buenas casas, comen estupendamente y beben de lo mejorcito. He visto a algunos mayordomos que toman vinos que para ellos lo quisieran los amos…

– ¿Y los amos lo saben?

– Hay amos que tienen tan poco paladar que no distinguen un burdeos de un vino de cocina -dijo Evan encogiéndose de hombros-. Realmente, la de mayordomo es una posición que, aun siendo humilde, tiene atractivo para muchos.

Monk enarcó sarcásticamente las cejas.

– ¿Y hasta qué punto apuñalar a la hija del dueño puede ser un medio para acercarse a tan envidiable posición?

– No lo sería en absoluto… a menos que la hija del dueño supiera algo del sirviente que lo hiciera susceptible de despido sin referencias.

Era plausible y Monk lo sabía.

– Entonces mejor que vuelva a la casa y vea si se entera de algo más -le ordenó-. Yo volveré a hablar con la familia porque, por desgracia, sigue pareciéndome más probable que el culpable esté entre ellos. Quiero verlos a todos a solas, pero no delante de sir Basil. -Su rostro se endureció-. La última vez que los interrogué fue él quien llevó la batuta. Parecía que yo no contase para nada.

– En su casa es el amo -dijo Evan levantándose del alféizar de la ventana-, no entiendo por qué se sorprende.

– Por eso mismo quiero hablar con ellos, si es posible, fuera de Queen Anne Street -replicó Monk, algo tenso-. Yo diría que esto me llevará toda una semana.

Evan puso los ojos en blanco y, sin decir palabra, salió de la habitación. Monk oyó sus pasos escaleras abajo.

El asunto, efectivamente, ocupó a Monk durante gran parte de la semana. Al principio comenzó con éxito, ya que encontró casi inmediatamente a Romola Moidore paseando tranquilamente por Green Park. Romola había iniciado su paseo por la zona de hierba paralela a Constitution Row y entretanto iba contemplando los árboles a lo lejos, junto a Buckingham Palace. El lacayo Percival había informado a Monk de que la señora estaría paseando por aquella parte del parque, ya que había tomado el coche con Cyprian y éste tenía intención de comer en su club, próximo a Piccadilly.

Romola esperaba reunirse con una tal señora Ketteridge, pero Monk supo hacerse el encontradizo cuando todavía estaba sola. Iba enteramente vestida de negro, como correspondía a una persona cuya familia está de luto, pero aun así estaba elegantísima. Llevaba una falda muy ancha con volantes ribeteados de terciopelo y las mangas pérgola de su vestido estaban forradas de seda negra. Lucía además un bonete pequeño, inclinado hacia la nuca, e iba peinada al último grito de la moda, con el cabello recogido en un moño más bajo que las orejas.

Quedó sorprendida al ver a Monk, aunque no le gustó en absoluto. De todos modos, no tenía ningún sitio donde meterse para evitar el encuentro sin que él se apercibiera y quizá se le hubiera quedado grabado en la cabeza lo que les había dicho su suegro acerca de que todos tenían que colaborar con la policía. Monk no se lo había oído decir con estas mismas palabras, pero sí había sido testigo de su decisión.

– Buenos días, señor Monk -dijo Romola fríamente, parándose bruscamente y encarándose con él como si Monk fuera un perro callejero que se acercaba demasiado y del que había que guardarse, por lo que levantaba la punta del paraguas con flecos que llevaba agarrado en la mano, como a punto de darle una estocada.

– Buenos días, señora Moidore -le replicó él, haciéndole una cortés inclinación de cabeza.

– No sé nada que pueda serle de utilidad -incluso ahora intentaba eludir el asunto, como si bastase con la frase para ahuyentar a Monk-. No tengo ni la más remota idea de lo que pudo suceder. Continúo pensando que usted se equivoca… o que va mal encaminado…

– ¿Se llevaba bien con la señora Moidore? -le preguntó Monk con el tono natural propio de una conversación.

Romola intentó seguir hablando con él frente a frente, pero de pronto decidió echar a andar, al ver que ésta parecía ser también la intención de Monk. Le molestaba pasear con un policía como quien pasea con una persona de la misma categoría social, lo que se le notaba en la cara, pero también era cierto que nadie hubiera puesto reparos a Monk, ya que sus ropas estaban casi tan bien cortadas como las de ella y eran igual de modernas y, en cuanto a sus maneras, denotaban parecida desenvoltura.

– Claro que me llevaba bien con ella -respondió Romola con cierta exaltación-. Si supiera algo, ni por un momento encubriría a su atacante. Lo que pasa es que no sé nada.

– No pongo en duda su sinceridad… ni tampoco su indignación, señora -dijo Monk, pese a que no era del todo verdad, ya que de momento no confiaba en nadie-. Lo que yo quería decir es que si usted se llevaba bien con ella, seguramente era porque debían de conocerse bien. ¿Qué clase de persona era?

Pilló a Romola por sorpresa, no era la pregunta que se esperaba.

– Yo… bueno… son cosas difíciles de decir -se defendió-. Esta pregunta no me parece bien. La pobre Octavia está muerta. No está bien hablar de los difuntos como no sea para alabarlos y menos si han muerto en las circunstancias terribles en que ella murió.

– Alabo su delicadeza, señora Moidore -replicó Monk con un esfuerzo de paciencia, acomodando su paso al de Romola-, pero soy de la opinión de que el mejor servicio que le puede hacer en estos momentos es decir la verdad, por desagradable que sea. Y como parece una conclusión inevitable afirmar que, quienquiera que fuera la persona que la mató, sigue todavía en la casa, la cuestión primordial en sus pensamientos debe de ser su propia seguridad y la de sus hijos.

Aquella frase tuvo la virtud de detener bruscamente su marcha, como si acabara de tropezar con uno de los árboles que flanqueaban el paseo. Romola hizo una profunda aspiración y casi soltó un lamento pero de pronto, como apercibiéndose a tiempo de los paseantes con los que iban a cruzarse, optó por morderse los nudillos.

– ¿Qué clase de persona era la señora Haslett? -volvió a preguntar Monk.

Romola reanudó su lento caminar a lo largo del paseo, tenía la cara muy pálida y el borde de la falda rozaba la grava del camino.

– Era muy emotiva, muy impulsiva -replicó Romola después de reflexionar un brevísimo instante-. Cuando se enamoró de Harry Haslett, su familia desaprobó la boda, pero ella estaba completamente decidida. No quiso escuchar a nadie. Siempre me sorprendió que sir Basil autorizara el compromiso, pero en realidad el chico era una persona conforme y lady Moidore estaba de acuerdo. La familia de él era excelente y las perspectivas de Harry en cuanto a futuro eran buenas. -Se encogió de hombros-. Por lo menos lo eran a largo plazo, pero Octavia, como hija pequeña, era razonable que tuviese que esperar un poco más.

– ¿Acaso él tenía mala fama? -preguntó Monk.

– Que yo sepa, no.

– Entonces, ¿por qué se oponía sir Basil al matrimonio? Si pertenecía a una buena familia y tenía buenas expectativas de futuro, no veo por qué no le gustaba.

– Me parece que se trataba de cuestiones personales. Sé que sir Basil había ido a la misma escuela que el padre de Harry y que no le tenía simpatía. Era uno o dos años mayor que sir Basil y había tenido mucho éxito en la vida. -Se encogió ligeramente de hombros-. Por supuesto que sir Basil no dijo nunca nada al respecto, pero quizás hacía alguna trampa… O a lo mejor es que el hombre había tenido una conducta reprobable en algún aspecto. -Miró al frente. En aquel momento se acercaba un grupo de damas y caballeros a los que ella saludó con una inclinación de cabeza y sin mostrar intención de pararse. Parecía molesta por las circunstancias en que se encontraba. Monk vio que se le subían los colores a la cara y entendió el dilema en que se encontraba. A Romola no debía de gustarle que aquellos conocidos suyos hicieran especulaciones descabelladas en relación con la persona que paseaba con ella por el parque y, por otra parte, tampoco tenía ganas de presentar un policía a sus amigos.

Monk no pudo por menos de sonreír con amargura, como burlándose de sí mismo a la vez que de ella. Le parecía indigno que las apariencias pudieran contar tanto para una persona y que a él pudiera escocerle tanto la situación por las mismas razones.

– ¿Era grosero o un insolente? -la espoleó con cierta aspereza.

– En absoluto -replicó ella, con la satisfacción de poder desmentir sus palabras-. Era un muchacho encantador, simpático, con un humor excelente, pero era como Octavia, le gustaba hacer su santa voluntad.

– Que no era fácil gobernarlo, vamos -dijo Monk con humor, dándose cuenta de que cuantas más cosas descubría de aquel Harry Haslett más le gustaba.

– No. -Ahora había una nota de envidia en su voz y una tristeza auténtica que se traslucía a través del tono de dolor reprimido pero, por otra parte, lógico-. Harry se preocupaba siempre de que todo el mundo estuviera a gusto, lo que pasa es que no hacía comedias, no fingía nunca sustentar una opinión que no tenía.

– A lo que parece era un tipo excelente.

– Así es. Octavia quedó destrozada cuando lo mataron… fue en Crimea, ¿sabe usted? Todavía me acuerdo del día que recibimos la noticia. Entonces pensé que Octavia no lo superaría… -Apretó los labios y parpadeó con insistencia, como si las lágrimas pudieran arrebatarle la compostura-. La verdad es que nunca se recuperó -añadió con sosiego-. Lo quería mucho. Creo que nadie de la familia supo que Octavia lo quería tanto hasta aquel momento.

Habían ido aminorando gradualmente el paso pero, conscientes de pronto de que el viento había refrescado, comenzaron a andar más aprisa.

– Lo siento -dijo él con voz sincera.

Junto a ellos pasó un ama de cría empujando un cochecito, un invento de nuevo cuño, mucho más práctico que los antiguos carritos de los que había que tirar y que justo entonces estaba haciendo furor. La acompañaba un niño pequeño y tímido que empujaba un aro.

– Ni un solo momento consideró la posibilidad de volverse a casar -prosiguió Romola sin que Monk se lo hubiera preguntado después de observar el cochecito con interés-. Ya habían pasado más de dos años cuando sir Basil abordó la cuestión. Octavia era joven y no tenía hijos. No era desatinado pensar en aquella posibilidad.

Monk recordó el rostro de la muerta que había visto la primera mañana que estuvo en su casa. Pese a la rigidez y palidez del rostro, había imaginado cómo debía de haber sido antes: sus emociones, sus anhelos y sus sueños. Era un rostro que denotaba pasión y voluntad.

– ¿Era muy guapa? -aunque lo preguntó, sabía que lo era.

Romola vaciló, no por mezquindad, sino porque tenía sus dudas al respecto. -Sí, era guapa -dijo lentamente-, pero el rasgo más destacado de su personalidad era que estaba pictórica de vida y que era muy individualista. Pero cuando Harry murió se volvió taciturna, tenía… tenía mala salud. -Romola evitó los ojos de Monk-. Cuando se encontraba bien era encantadora, gustaba a todo el mundo, pero cuando estaba… -Volvió a callar un momento, como buscando la palabra adecuada- cuando estaba mal, apenas hablaba… y no se esforzaba en ser amable.

Monk tuvo un atisbo de cómo debía de ser la vida de una mujer sola, obligada a mostrarse amable con la familia porque de ello dependía que la aceptasen e incluso sobrevivir en el aspecto financiero. Obligada siempre a hacer centenares, millares de pequeñas acomodaciones, disimulos de creencias y opiniones por el simple hecho de que no eran del gusto de los demás. Es decir, sufrir una humillación constante, como una ampolla en el talón de la que el zapato, al rozarla, arranca terribles dolores a cada paso que das.

Y por otro lado, ¡qué desesperante soledad la de un hombre al advertir que ella le decía siempre no lo que pensaba ni lo que sentía sino lo que ella creía que él quería oír! ¿Consideraría a partir de entonces que sabía algo real, o que mereciera la pena?

– ¡Señor Monk!

Romola seguía hablándole, pero él no le había prestado atención.

– Sí, señora… le ruego que me perdone.

– Me ha preguntado por Octavia y yo estaba tratando de ponerle al corriente de algunas cosas -dijo Romola irritada al verle tan distraído-. Era una mujer muy atractiva cuando estaba de buenas y fueron muchos los hombres que la solicitaban, pero ella no les dio nunca ninguna esperanza. Quienquiera que fuera la persona que la mató, no creo que encuentre la menor pista si prosigue sus investigaciones por este camino.

– No, supongo que tiene razón. Dígame, ¿el señor Haslett murió en Crimea?

– ¿El capitán Haslett? Sí, murió en Crimea. -Romola vaciló y volvió a apartar de él los ojos-. Señor Monk…

– Sí, diga, señora.

– Creo que hay personas… algunos hombres… que se hacen ideas muy peregrinas en relación con las viudas… -Era evidente que le molestaba hablar de lo que estaba a punto de decirle.

– Así es -dijo Monk, alentándola a hablar.

El viento soplaba con fuerza y le torció un poco el sombrero, aunque a ella no pareció importarle. Monk se preguntó si trataba quizá de encontrar la manera de decirle lo que ya había insinuado sir Basil y si lo diría con las palabras de sir Basil o con las suyas propias.

Pasaron dos niñas con sus vestiditos de volantes, caminando muy erguidas junto a su gobernanta, la mirada al frente como si no hubieran visto al soldado que venía en dirección contraria.

– No es imposible que a alguno de los criados le diera por pensar una de estas cosas absurdas… y que se propasara.

Casi se habían parado. Romola hurgaba en la tierra con la contera del paraguas.

– De haber ocurrido una cosa así… como Octavia lo habría rechazado de plano… a lo mejor esa persona se enfureció… perdió los estribos… -Seguía desviando la mirada, evitando los ojos de Monk.

– Pero ¿en plena noche? -dijo éste en tono dubitativo-. Habría tenido que ser muy osado para entrar en su habitación e intentar propasarse.

A Romola le ardían las mejillas.

– Pero alguien entró -afirmó la mujer con voz entrecortada, los ojos fijos en el suelo-. Sé que parece absurdo y, si Octavia no estuviera muerta, hasta a mí me daría risa.

– Tiene usted razón -dijo Monk aunque de mala gana-. Puede ser también que ella descubriera algún secreto que podía causar la ruina de algún criado de haberlo divulgado y que la mataran para impedir que lo revelara.

Romola levantó los ojos y lo miró.

– Sí… supongo que es… posible. Pero ¿qué secreto? ¿Se refiere usted a engaño… a inmoralidad? ¿Y cómo se habría enterado Octavia?

– No lo sé. ¿No tiene idea del sitio al que pudo ir aquella última tarde? -Monk echó de nuevo a andar y ella lo siguió.

– No, ni la más mínima idea. Aquella noche apenas habló con nadie, salvo una intervención en una discusión tonta, pero nada que pueda aportar ningún dato.

– ¿Sobre qué fue la discusión?

– Sobre nada en especial… arranques de mal genio -miró enfrente de ella-. Por supuesto sobre nada que tuviera que ver con el lugar al que había ido aquella tarde ni sobre nada que hiciera referencia a ningún secreto.

– Gracias, señora Moidore, ha sido usted muy amable -Monk se paró y también Romola, ya más tranquila al ver que el policía por fin la dejaba.

– Me gustaría mucho poder cooperar con usted, señor Monk -le dijo con el rostro de pronto triste y contrito. Por un momento la angustia cedió su sitio a una sensación de pesar y de miedo al futuro-. Si recuerdo algo…

– Sí, dígamelo a mí… o al señor Evan. Buenos días, señora.

– Buenos días. -Romola dio media vuelta y se alejó, pero no había caminado diez o quince metros cuando se volvió a mirar a Monk, no porque tuviera que decirle nada sino simplemente para observarlo y ver cómo abandonaba el camino y se dirigía de nuevo hacia Piccadilly.

Monk sabía que Cyprian Moidore estaba en su club, pero no quería pedir permiso para que lo dejasen entrar porque sabía que era muy probable que le vetasen la entrada, lo que no dejaba de ser una humillación. Se quedó, pues, esperando en la acera, contemplando las musarañas y cavilando en lo que diría a Cyprian cuando por fin saliera.

Hacía un cuarto de hora que Monk esperaba en la calle cuando pasaron dos hombres por su lado que caminaban Half Moon Street arriba. En la manera de andar de uno de ellos había algo que hizo vibrar una cuerda de su memoria con una sensación tan aguda que no pudo por menos de abordarlo, pero no había dado media docena de pasos cuando se percató de pronto de que no tenía ni idea de quién era, pese a que por un momento había experimentado una sensación íntimamente familiar, lo que hizo que en aquel instante sintiera esperanza y tristeza a la vez… y la terrible premonición de un renovado dolor.

Se quedó treinta minutos más expuesto al viento y a un sol intermitente, tratando de rememorar a quién pertenecía aquel rostro que había sido para él como el breve destello de un recuerdo: el rostro de un hombre de unos sesenta años como mínimo, bien parecido y de aire aristocrático. Sabía que su voz era discreta, muy comedida, un poco afectada incluso… y sabía también que aquel hombre había tenido una gran influencia en su vida y en la plasmación en realidad de sus ambiciones. Monk lo había imitado: su estilo de vestir, sus maneras y su forma de hablar, barriendo con ello su acento de Northumberland, tan poco distinguido.

Pero sólo lograba captar fragmentos, que desaparecían tan pronto como aparecían, una sensación de éxito desprovista de sabor, el dolor recurrente de una privación y de una responsabilidad frustrada.

Seguía indeciso en la calle cuando de pronto Cyprian Moidore bajó la escalinata del club y emprendió el camino calle abajo. No advirtió a Monk hasta que por poco choca con él.

– ¡Ah, Monk! -Se detuvo de pronto-. ¿Me buscaba a mí?

Monk volvió con sobresalto a la realidad.

– Sí, si no tiene inconveniente.

Cyprian parecía inquieto.

– ¿Se ha enterado de algo?

– No, simplemente quería hacerle unas cuantas preguntas acerca de su familia.

– ¡Oh! -Cyprian volvió a echar a andar, Monk se puso a su lado y, juntos, se encaminaron hacia el parque. Cyprian iba vestido al último grito de la moda y su única concesión al luto estaba representada por un abrigo oscuro sobre la chaquetilla de cuello vuelto hasta la cintura que llevaba encima del moderno chaleco corto; el sombrero de copa lo llevaba ligeramente ladeado,

– ¿No me podía esperar en casa? -le preguntó con el ceño fruncido.

– Acabo de hablar con la señora Moidore en Green Park.

Cyprian pareció sorprendido, incluso ligeramente desconcertado.

– Dudo que ella pueda decirle gran cosa. ¿Qué quiere saber exactamente?

Monk se veía obligado a forzar el paso para seguir a Cyprian.

– ¿Cuánto tiempo hace que su tía, la señora Sandeman, vive en casa de su padre?

Cyprian pareció vacilar un momento, al tiempo que una sombra cruzó su cara.

– Desde poco después de que muriera su marido -replicó bruscamente.

Monk alargó los pasos para no quedarse más atrás, mientras evitaba chocar con otras personas que iban a paso más tardo o que venían en dirección opuesta. -¿Se llevan bien ella y el padre de usted? -Monk sabía que no, todavía no había olvidado la cara que puso Fenella al salir del salón de Queen Anne Street.

Cyprian titubeó, pero de pronto se dio cuenta de que la mentira sería transparente; si no ahora, más tarde.

– No, tía Fenella se encontró en una situación muy precaria -dijo con el rostro tenso, haciendo patente que, no le gustaba ni pizca hablar de aquellas flaquezas-, y papá le ofreció su casa. Es una responsabilidad natural tratándose de una persona de la familia.

Monk trató de imaginarlo, el sentimiento personal de gratitud, la exigencia implícita de ciertas formas de obediencia. Le habría gustado saber qué afecto se escondía debajo de aquel sentido del deber, pero sabía que Cyprian se resistiría ante una pregunta franca.

Pasó un carruaje muy cerca del bordillo, que proyectó con las ruedas agua embarrada. Monk saltó al interior de la acera para preservar sus pantalones.

– Tuvo que ser muy humillante para ella tener que depender de pronto de los recursos ajenos -lo dijo con auténtica comprensión. No fingía. Imaginaba que para Fenella debía de haber sido una gran contrariedad… y un motivo de profundo resentimiento.

– Así es -confirmó Cyprian, taciturno-. Pero ya se sabe que la muerte del marido a menudo deja a las viudas en circunstancias muy precarias. Es algo que cabe esperar.

– ¿Se lo esperaba ella? -Monk se sacudió el agua de la chaqueta distraídamente.

Cyprian sonrió, posiblemente ante la inconsciente vanidad de Monk.

– No tengo ni idea, señor Monk. No se lo he preguntado nunca. Habría sido una impertinencia y a la vez una intromisión. Ni me concierne a mí ni a usted. El hecho ocurrió hace muchos años, doce para ser exactos, y no tiene relación alguna con la tragedia que nos ocupa.

– ¿Se encuentra el señor Thirsk en la misma desgraciada posición? -Monk llevaba ahora el mismo paso que Cyprian; se cruzaron con tres damas muy peripuestas que debían de haber salido a tomar el aire y con una pareja que se entretenía cortejándose a pesar del frío.

– Si vive con nosotros es por culpa de desgraciadas circunstancias -le soltó Cyprian-. ¿Es ésta la información que busca? Mi tío, evidentemente, no es viudo. -Sonrió apenas, pero la sonrisa era más bien amarga y sarcástica que divertida.

– ¿Cuánto tiempo hace que su tío vive en Queen Anne Street?

– Que yo recuerde, unos diez años.

– ¿Es hermano de su madre?

– Ya sabe que lo es. -Esquivó a un grupo de caballeros enfrascados en animada conversación e indiferentes a la obstrucción que causaban en la calle-. En serio le digo que, si ese interrogatorio es una muestra del sistema que utiliza para hacer pesquisas, me extraña bastante que conserve su empleo. Tío Septimus en ocasiones bebe un poco más de la cuenta y ciertamente no es rico, pero esto no es óbice para que sea una persona muy decente cuyas desgracias no tienen nada que ver con la muerte de mi hermana. Le puedo asegurar que no sacará ninguna información útil hurgando en ese agujero.

Monk admiró cómo se defendía, animado o no por la sinceridad. Decidió descubrir cuáles eran las circunstancias desgraciadas que afligían a su tío y si Octavia se había enterado de algo sobre él que pudiera haberlo desposeído de aquella hospitalidad, de doble filo pero tan necesaria para él, de habérselo contado a su padre.

– ¿Es aficionado al juego? -preguntó Monk.

– ¿Cómo? -A Cyprian se le subió el color a la cara y topó con un anciano que se cruzó en su camino, lo que lo obligó a disculparse. Pasó junto a ellos el carro de un verdulero y su propietario pregonó la mercancía en voz alta y cadenciosa.

– Pensaba que quizás el señor Thirsk era aficionado al juego -repitió Monk-. Es un pasatiempo al que sucumben muchos caballeros, sobre todo cuando la vida les brinda escasos alicientes… y si piensan que una entrada extra de dinero no les vendría mal.

El rostro de Cyprian se mantuvo absolutamente inexpresivo, si bien no desapareció el color de sus mejillas, por lo que Monk pensó que tal vez había tocado alguna fibra sensible, ya fuera en relación con Septimus, ya en relación con el propio Cyprian.

– ¿Pertenece al mismo club que usted? -le preguntó volviéndose hacia él al formularle la pregunta.

– No -replicó Cyprian, reanudando la marcha después de un titubeo momentáneo-. No, tío Septimus frecuenta un club diferente.

– ¿No es de su gusto? -preguntó Monk con toda naturalidad.

– No -admitió Cyprian con presteza-. Mi tío prefiere a los hombres de su misma edad… y experiencia, supongo.

Atravesaron Hamilton Place, esquivando un carruaje y un hansom.

– ¿De qué club se trata? -preguntó Monk cuando volvieron a situarse en la acera.

Cyprian no respondió.

– ¿Está enterado sir Basil de que el señor Thirsk juega de vez en cuando? -continuó Monk.

Cyprian hizo una profunda aspiración y soltó lentamente el aire antes de contestar. Monk se dio cuenta de que Cyprian estaba considerando la posibilidad de negarlo, y que después había puesto la lealtad a Septimus que por delante de la lealtad a su padre. Era otra postura que también mereció la aprobación de Monk. -Probablemente no -dijo Cyprian- y le agradecería que no considerara necesario decírselo.

– No veo qué circunstancia podría hacerlo necesario -admitió Monk antes de proseguir con una conjetura basada en la naturaleza del club del que Cyprian acababa de salir-: De manera similar tampoco tengo por qué decirle que usted también juega.

Cyprian se paró y giró en redondo para mirarlo frente a frente y con los ojos muy abiertos. Vio entonces la expresión de Monk y se distendió, con una leve sonrisa en los labios, antes de reanudar la marcha.

– ¿Lo sabía la señora Haslett? -preguntó Monk-. ¿Podía ser que se refiriera a esto cuando dijo que el señor Thirsk entendería lo que había descubierto?

– No tengo ni idea -dijo Cyprian, abatido.

– ¿Qué otras cosas tienen particularmente en común? -prosiguió Monk-. ¿Qué intereses o experiencias que podrían hacer más profunda la afinidad? ¿Es viudo el señor Thirsk?

– No… no se ha casado nunca.

– Pero antes no vivía en Queen Anne Street. ¿Dónde vivía?

Cyprian caminaba en silencio. Atravesaron Hyde Park Corner y tardaron varios minutos en esquivar los carruajes, los cabriolés, un carro pesado tirado por cuatro magníficos Clydesdales, varios carromatos de verduleros y un barrendero que iba de aquí para allá como un pececillo que tratara de sortear los obstáculos y al mismo tiempo cazar al vuelo los peniques que la gente le arrojaba. A Monk le gustó ver que Cyprian le echaba una moneda, a la que él añadió otra.

Ya en el lado opuesto, pasaron por delante del inicio de Rotten Row y atravesaron el espacio de hierba en dirección al Serpentine. Un grupo de caballeros vestidos con inmaculados indumentos pasó a caballo por el Row, los cascos de los caballos golpeaban sordamente la tierra húmeda. Dos jinetes se echaron a reír ruidosamente y se lanzaron a medio galope acompañados del sonoro cascabeleo de los arneses. Delante de ellos tres mujeres se volvieron a mirarlos.

Cyprian se decidió por fin.

– Tío Septimus estuvo en el ejército, del que fue expulsado. Esta es la razón de que no disponga de medios económicos. Mi padre le abrió las puertas de casa. Como era un hijo menor, no heredó nada, no tenía otro sitio donde ir.

– ¡Qué mala suerte! -dijo Monk con toda sinceridad. Imaginaba perfectamente lo que suponía para un oficial la repentina reducción de las disponibilidades financieras, del poder y de la posición. Era algo que llevaba aparejadas la ignominia y la pobreza, suponía quedarse sin amigos, verse expulsado del ejército, despojado de todo y… para los amigos, dejar de existir.

– No fue por nada deshonesto, ni por cobardía -prosiguió Cyprian. Ya que había empezado a exponer los hechos, ahora había premura en su voz y le interesaba que Monk conociera la verdad-. Se enamoró y su amor fue correspondido con creces. Según él, no ocurrió nada… ninguna aventura… pero esto no mejora la situación…

Monk estaba sorprendido. Aquello no tenía sentido. Los oficiales estaban autorizados a casarse, y muchos lo hacían.

El rostro de Cyprian reflejaba compasión… y también una mezcla de ironía y menosprecio.

– Ya veo que no lo entiende, pero lo entenderá enseguida. La mujer en cuestión era la esposa del coronel.

– ¡Oh…! -No había nada más que decir. Se trataba de una ofensa inexcusable. En ella estaba involucrado el honor y, lo que es más, la vanidad. Para un coronel, una vejación como aquélla no tenía más salida que el ejercicio de su autoridad-. Ya comprendo.

– Sí. ¡Pobre Septimus! Ya no volvió a enamorarse nunca más de ninguna mujer. En aquel entonces ya tenía bastante más de cuarenta años y era un comandante con una excelente hoja de servicios. -Calló, pasaron junto a un hombre y una mujer, conocidos suyos a juzgar por las corteses inclinaciones que se cruzaron. Cyprian se tocó ligeramente el sombrero y no continuó lo que estaba diciendo hasta que estuvieron fuera del alcance del oído de los viandantes-. Habría podido llegar a coronel si su familia se lo hubiera costeado… pero los nombramientos militares no van precisamente baratos en los tiempos que corren. Y cuanto más alto se pica… -Se encogió de hombros-. De todos modos, aquello fue el final. O sea que Septimus se vio convertido en un hombre de mediana edad, degradado y sin un céntimo. Como es natural, apeló a mi madre y se vino a vivir con nosotros. ¿Quién va a echárselo en cara si juega de cuando en cuando? No puede decirse que en su vida haya muchas satisfacciones.

– Pero su padre no lo aprobaría…

– No, no lo aprobaría -dijo Cyprian con el rostro lleno de súbita indignación-, sobre todo porque tío Septimus suele ganar.

– ¿Y usted suele perder? -se atrevió a conjeturar Monk.

– No siempre, y además nunca por encima de lo que puedo permitirme. Algunas veces gano.

– ¿Conocía este dato sobre ustedes dos la señora Haslett… o alguna otra persona de la familia?

– Yo nunca lo había hablado con ella… pero supongo que lo sabía o que lo imaginaba en el caso de tío Septimus. Cuando ganaba, solía hacerle regalos. -De repente volvió a ensombrecérsele el rostro-. A tío Septimus le gustaba mucho mi hermana. Octavia era una persona que se hacía querer, era muy… -Buscó inútilmente la palabra-. El hecho de que fuera una mujer que tenía flaquezas hacía fácil hablar con ella. Se sentía herida fácilmente, pero no por cosas que tuvieran relación con ella, sino con otras personas… Octavia no se ofendía nunca.

El dolor que reflejaba su rostro se hizo más profundo y en aquel momento pareció intensamente vulnerable. Tenía la vista al frente, el viento frío le daba en la cara.

– Octavia se reía con ganas cuando oía contar algo divertido. Nadie podía decirle quién debía gustarle y quién no, hacía siempre lo que se le antojaba. Cuando estaba contrariada lloraba, pero no estaba nunca malhumorada. Últimamente bebía un poco más de lo recomendable para una dama… -Torció la boca como si empleara conscientemente aquel eufemismo-. Y era sincera hasta un punto que rozaba la destrucción. -Enmudeció de pronto, los ojos prendidos en los rizos que el viento formaba en el agua del Serpentine. De no haber sido totalmente imposible que un caballero llorase en un lugar público, Monk pensó que Cyprian en aquel momento habría llorado. Prescindiendo de lo que Cyprian supiera o adivinase acerca de la muerte de Octavia, era un hecho que aquella desgracia lo había afectado profundamente.

Monk no quiso inmiscuirse.

Otra pareja pasó junto a ellos, el hombre vestido con el uniforme de los húsares, la mujer con una falda ribeteada y con muchos adornos.

Por fin Cyprian recuperó el aplomo.

– Habría tenido que ser algo abominable -prosiguió- y probablemente entrañar un peligro para alguien para que Octavia divulgara el secreto de otra persona, inspector -lo dijo con plena convicción-. Si un criado hubiera tenido un hijo ilegítimo o mantenido una relación pasional, Octavia habría sido la última en traicionarlo contándoselo a mi padre… ni a nadie. No la creía capaz siquiera de denunciar un robo, a no ser que se tratara de algo de un valor inmenso.

– Esto quiere decir que el secreto que descubrió aquella tarde no fue una cosa banal, sino una cosa muy fea -le replicó Monk.

El rostro de Cyprian se hizo inescrutable.

– Eso parece. Siento no poderle ser de mayor ayuda, pero no tengo ni idea de qué puede ser ni a quién puede afectar.

– Gracias a su sinceridad, el cuadro es ahora mucho más claro. Gracias, señor Moidore. -Monk hizo una ligera inclinación y, tras verse correspondido por Cyprian, se fue. Siguió a lo largo del Serpentine hasta Hyde Park Corner, aunque esta vez subió sin pérdida de tiempo por Constitution Hill en dirección a Buckingham Palace y a Saint James.

Era alrededor de media tarde cuando se encontró con sir Basil, que cruzaba House Guards Parade procedente de Whitehall. Pareció sobresaltado al ver a Monk.

– ¿Tiene alguna cosa de que informarme? -preguntó más bien abruptamente. Iba vestido con pantalones oscuros de ciudad y una levita con costura en el talle según los dictados de la última moda. Su sombrero de copa era de tipo alto y de lados rectos y lo llevaba elegantemente inclinado.

– Todavía no, señor -respondió Monk, preguntándose cómo podía esperar que pudiera decirle algo tan pronto-. Tengo que hacerle unas preguntas.

Basil frunció el ceño.

– ¿Y no puede esperar a hacérmelas en casa? Mire, inspector, no me gusta que me interroguen en plena calle.

Monk no le pidió disculpas.

– Necesito ciertas informaciones acerca de los criados que no puedo conseguir a través de su mayordomo.

– No tengo nada que decirle al respecto -dijo Basil en tono glacial-. El que se encarga de contratar a los criados es el mayordomo, él los entrevista y evalúa sus referencias. Si yo no lo juzgara competente para esta tarea, lo sustituiría al momento por otro.

– Naturalmente. -Le molestó el tono que empleaba con él y aquella mirada fría y penetrante de sus ojos, como si ya esperara de Monk la ignorancia que demostraba-. Pero en el caso de que tuviera que aplicar algún correctivo a alguno, ¿usted no se enteraría?

– Lo dudo, a menos que fuera por algo relacionado con algún miembro de la familia, que es lo que usted apunta, según presumo -replicó Basil-. En el caso de impertinencias o de morosidad, sería el propio Phillips quien se encargaría de resolver el caso y, si se tratase de sirvientas, la encargada sería el ama de llaves o la cocinera. La falta de honradez o la relajación moral comportarían el despido y en ese caso sería Phillips quien se encargaría de buscar un sustituto del infractor. Yo lo sabría. Pero a buen seguro no me ha seguido hasta Westminster para preguntarme cosas tan anodinas y que habría podido saber a través del mayordomo… o de otra persona de la casa.

– De las demás personas de la casa no puedo esperar el mismo grado de sinceridad, señor -le espetó Monk con acritud-, sobre todo si pensamos que una de ellas es la responsable de la muerte de la señora Haslett y que por tanto podría mostrarse parcial en el asunto.

Basil lo miró fijamente, mientras el viento le hacía ondear los faldones de la levita, que le batían con fuerza contra el cuerpo. Se quitó el sombrero para evitar la indignidad de que el viento se lo llevara volando.

– ¿Cree de verdad que podrían mentirle y que tendrían alguna posibilidad de salirse con la suya? -dijo con un ribete de sarcasmo.

Pero Monk hizo como si no hubiera oído la pregunta.

– ¿Existe alguna relación de tipo personal entre sus criados? -le preguntó en cambio-. Entre lacayos y camareras, para poner un ejemplo. O entre el mayordomo y alguna de las doncellas de las señoras… o entre el limpiabotas y alguna camarera de la cocina…

La incredulidad hizo más grandes los negros ojos de Basil.

– ¡Santo Dios! ¿Cómo quiere que yo tenga la más remota idea de estas cosas…? ¿Le parece que puedo tener algún interés por las veleidades románticas de mis criados, inspector? Tengo la impresión de que usted vive en un mundo absolutamente diferente del mío… o del mundo en que viven los hombres como yo.

Monk estaba que echaba chispas, pero no quería ceder ni un ápice.

– Me hago cargo, sir Basil, de que a usted le tiene sin cuidado que sus criados, hombres y mujeres, tengan las relaciones que sean -dijo en tono sarcástico- de dos en dos, de tres en tres o como sean. Tiene toda la razón… se trata de un mundo diferente. Son las clases medias las que se empeñan en evitar este tipo de cosas.

La insolencia del comentario era tan palpable y sir Basil se soliviantó tanto que estuvo a punto de ceder a la violencia, pero por lo visto se dio cuenta de que había sido él quien había provocado el comentario porque moderó su réplica y se limitó a contestar con desdén.

– Veo difícil que consiga conservar el cargo que desempeña si es tan estúpido como aparenta. Naturalmente que yo prohibiría este tipo de relaciones, despediría al momento a cualquier sirviente que incurriera en una de estas conductas y lo echaría a la calle sin referencias.

– De existir un tipo de relación así, ¿cree que la señora Haslett se habría enterado? -preguntó Monk con expresión imperturbable, consciente de la mutua antipatía que había surgido entre los dos y de las razones que tenía cada uno para disimularla.

Le sorprendió ver lo rápidamente que se iluminaba la expresión de Basil y cómo asomaba a sus labios algo muy parecido a una sonrisa. -Quizá sí -admitió, captando la idea-. Sí, las mujeres acostumbran a descubrir este tipo de cosas. Advierten detalles que a nosotros, los hombres, nos pasan por alto. Las historias románticas y las intrigas que llevan aparejadas tienen mucho más peso en sus vidas que en las nuestras. Podría ser, en efecto.

Monk procuró aparentar toda la ingenuidad que pudo.

– ¿Qué cree que pudo haber descubierto en su salida de aquella tarde que la afectara tan profundamente como para hablarle del asunto al señor Thirsk? -le preguntó-. ¿Había, quizás, algún sirviente determinado por el que ella sintiera una consideración especial?

Basil quedó confundido un momento. Se esforzaba en encontrar una respuesta que cubriera todos los hechos que conocían.

– Supongo que por su doncella. Es normal. No sé de nadie más -dijo no sin cierta cautela-. Además, parece que no dijo a nadie dónde iba.

– ¿Qué día libran los criados? -prosiguió Monk-. Me refiero al día que se ausentan de casa.

– Tienen medio día libre cada dos semanas -replicó Basil inmediatamente-. Es la costumbre.

– No es mucho para dedicarlo a aventuras románticas -observó Monk-. Parece más probable que, fuera cual fuese esa relación, tuviera lugar en Queen Anne Street.

La mirada de los negros ojos de sir Basil se endureció e intentó con aire irritado domeñar los faldones de la levita, que el viento continuaba haciendo aletear.

– Si lo que quiere decirme es que en mi casa tenía lugar alguna relación grave de la que no tenía noticia, de la que sigo sin tener noticia, inspector, lo ha conseguido. Ahora bien, si puede ser lo bastante eficiente en el trabajo por el cual le pagan y descubre de qué se trata, le quedaremos todos muy agradecidos. Y si no tiene nada más que decir, le deseo que pase un buen día.

Monk sonrió. Le había alarmado, y ésa era precisamente su intención. Ahora Basil volvería a casa y acribillaría a todo el mundo con preguntas oportunas e inoportunas.

– Buenos días, sir Basil -dijo Monk llevándose la mano al sombrero, dando media vuelta y dirigiéndose hacia Horse Guards Parade con lo que Basil se quedó con un palmo de narices en medio del césped y con una cara a la vez indignada y resuelta.

Monk intentó entrevistarse con Myles Kellard en el banco comercial donde trabajaba, pero le dijeron que ya había salido. Por otra parte, tampoco tenía ganas de ver a ningún sirviente de Queen Anne Street, ya que veía probable que la conversación fuese interrumpida por sir Basil o Cyprian.

En lugar de ello se dedicó a interrogar someramente al portero del club al que pertenecía Cyprian, a quien apenas pudo sacar nada, excepto que el señor hacía visitas frecuentes al lugar en cuestión y que, efectivamente, de cuando en cuando los caballeros se entretenían jugando a las cartas o apostando a los caballos. No tenía ni idea de las cantidades que estaban en juego, era un asunto que no le incumbía. Los caballeros, como es normal, hacían siempre honor a sus deudas de juego, ya que de lo contrario habrían pasado automáticamente a la lista negra, no sólo en aquel club sino en cualquiera de la ciudad. No conocía al señor Septimus Thirsk, era la primera vez que oía aquel nombre.

Monk se reunió con Evan en la comisaría y compararon sus respectivos resultados fruto de un día de trabajo. Evan estaba cansado y, aunque ya esperaba enterarse de muy poco, le decepcionaba que hubiera sido así, puesto que siempre subsistía en él una burbuja de esperanza que aspiraba a conseguir las mejores posibilidades. -De aventuras amorosas nada -dijo con desaliento en el despacho de Monk, sentado en la amplia repisa del alféizar de la ventana-. Una de las lavanderas, Lizzie, cree que el limpiabotas estaba colado por Dinah, la camarera del comedor y el salón, una chica alta y rubia con un cutis como la leche y una cintura que se podría rodear con las manos. -Abrió mucho los ojos al volverla a ver en su imaginación-. Pero gusta tanto que ya se da unos aires… No merece comentario. Los dos lacayos y los dos mozos de cuadra están prendados de ella. Y debo admitir que a mí también me ha impresionado. -Sonrió como quitando importancia a la observación-. Pero ya le digo, a Dinah todo eso la trae sin cuidado. Dicen que la chica pica más alto.

– ¿Ah, sí? -preguntó Monk con expresión burlona-. ¿O sea que se ha pasado todo el día en los bajos de la casa para enterarse de estas minucias? ¿De la familia nada?

– De momento, no -se disculpó Evan-, pero no pierdo las esperanzas. La otra lavandera, Rose, es un bombón, bajita, morena y con unos ojos del color del aciano… y además tiene una mímica muy graciosa. Parece que siente una gran antipatía por el lacayo Percival, y me da en la nariz que es porque en otro tiempo hubo algo entre los dos…

– ¡Evan!

Evan abrió mucho los ojos y lo miró con aire de inocencia.

– Me baso en las observaciones de la doncella de arriba, Maggie, y de la doncella de las señoras, Mary, que tiene un gran respeto por las aventuras amorosas de los demás, y que las hace circular siempre que puede. En cuanto a la otra doncella de arriba, Annie, tiene una gran antipatía por Percival, aunque no ha querido explicar por qué.

– Pues me parece todo muy ilustrativo -admitió Monk en tono sarcástico-. Cualquier jurado firmaría una condena instantánea basándose en estos datos.

– No se lo tome tan a la ligera, señor Monk -dijo Evan muy serio, abandonando el alféizar de la ventana-. Muchachas como ésas, al no tener otra cosa en que ocupar los pensamientos, a veces son muy observadoras. Pueden decir superficialidades, pero si uno las estudia con detenimiento por detrás de las risitas se esconden datos interesantes.

– Supongo que sí -concluyó Monk con aire dubitativo-, pero necesitamos bastantes más informaciones para contentar a Runcorn y a la ley.

Evan se encogió de hombros.

– Volveré mañana, pero ya no sé qué preguntarles.


Monk buscó a Septimus el día siguiente a la hora de comer en la taberna que frecuentaba regularmente. Era un local pequeño y simpático, situado en las proximidades del Strand, conocido porque era visitado por actores y estudiantes de derecho. Estaba lleno de jóvenes que departían animadamente y con muchas gesticulaciones, agitando mucho los brazos y señalando con el dedo a un público imaginario, aunque no se habría podido decir si era el de un teatro o el de una sala de justicia. Olía a serrín y a cerveza y, a esta hora del día, a un grato aroma de verduras, a salsa de carne y a rica repostería.

No hacía más que unos minutos que se encontraba en el establecimiento delante de un vaso de sidra cuando de pronto descubrió a Septimus, sentado en una butaca tapizada de cuero, instalado en un rincón y ocupado bebiendo. Monk se le acercó y se sentó frente a él.

– Buenos días, inspector -dijo Septimus dejando la jarra sobre la mesa.

Monk tardó un momento en descubrir cómo había podido verlo, ya que cuando se había sentado Septimus seguía bebiendo. Entonces se dio cuenta de que el fondo de la jarra era de vidrio, antigua costumbre destinada a evitar que los bebedores fueran cogidos por sorpresa en los tiempos en que los hombres iban armados con espadas y en las tabernas no eran raros los altercados.

– Buenos días, señor Thirsk -replicó Monk, admirando al mismo tiempo la jarra en que bebía, con su nombre grabado en ella.

– No puedo darle más información -dijo Septimus con una triste sonrisa-. Si supiera quién mató a Octavia o si tuviera la más leve idea del motivo, ya habría ido a verle y le habría evitado tener que molestarse siguiéndome hasta aquí.

Monk tomó un sorbo de sidra.

– Si he venido es porque he pensado que aquí no nos interrumpirían tan fácilmente como en Queen Anne Street.

Los ojos de Septimus, de un azul desleído, se iluminaron un momento con un rasgo de humor.

– Se refiere a que aquí Basil no me puede recordar cuáles son mis obligaciones y mi deber de comportarme con discreción y como un caballero, pese a que carezco de los medios para serlo, excepto en determinadas ocasiones, por su obra y gracia.

Monk no quiso insultarlo mostrándose evasivo.

– Más o menos -admitió, al tiempo que miraba de reojo a un muchacho muy apuesto, bastante parecido a Evan, que se movió junto a ellos con andar vacilante, como presa de fingida desesperación y, llevándose las manos al corazón, se entregó a un dramático monólogo dirigido a sus compañeros de la mesa vecina. Monk no habría podido asegurar, ni siquiera después de dos minutos de oírlo, si se trataba de un aspirante a actor o de un futuro abogado lanzado a la defensa de un cliente. Por un momento le vino a las mientes la imagen de Oliver Rathbone y se permitió imaginarlo como un joven bisoño en una taberna como aquélla.

– No veo militares por aquí -observó Monk volviendo a mirar a Septimus.

Éste sonrió mientras tomaba otro sorbo de cerveza.

– Ya veo que le han contado mi historia.

– Sí, Cyprian -admitió Monk-, pero lo hizo con gran simpatía.

– Es probable -dijo Septimus, aunque poniendo cara larga-, pero si preguntase a Myles le daría una versión completamente diferente, más rastrera y más sucia, menos halagadora para las mujeres. Y en cuanto a la querida Fenella -continuó después de tomar otro sorbo de la jarra-, la suya sería más espectacular y bastante más exagerada: la tragedia se convertiría en grotesca, el amor en pasión desbocada, los tintes serían bastante más cargados… pero los sentimientos auténticos, el dolor real, perdería efecto… como las luces de colores de un escenario.

– Y sin embargo, a usted le gusta venir a una taberna llena de actores de uno u otro tipo -señaló Monk.

Septimus echó una mirada a las mesas de alrededor y sus ojos se detuvieron en un hombre de unos treinta y cinco años, delgado y vestido de forma extravagante, el rostro afable pero disimulado tras una máscara de cansancio que era resultado de muchas esperanzas frustradas.

– Me gusta este sitio -dijo con voz serena-, me gusta la gente que viene aquí. Tienen imaginación suficiente para huir de la vulgaridad, para olvidar las derrotas de la realidad y alimentarse de los quiméricos triunfos de los sueños. -Su rostro se había suavizado, las arrugas de cansancio que lo surcaban habían quedado borradas por la tolerancia y el afecto-. Saben evocar cualquier estado de ánimo y durante una o dos horas llegan a creer que es espontáneo. Para esto se necesita valor, señor Monk, y una rara fuerza interior. El mundo… y personas como Basil, lo encuentran ridículo. Para mí es reconfortante.

Hubo una explosión de carcajadas en una de las mesas y Septimus se volvió un momento en aquella dirección antes de dirigirse nuevamente hacia Monk.

– Si podemos superar lo que es natural y creemos lo que queremos creer, pese a la fuerza de la evidencia, entonces nos convertimos en dueños de nuestro destino, aunque sólo sea por un momento, y podemos pintar el mundo que queramos. Prefiero conseguir este fin a través de los actores que de una excesiva cantidad de vino o fumándome una pipa de opio.

Uno se subió a una silla y comenzó un discurso ante la rechifla de su público y algunos amagos de aplausos.

– Me gusta el humor de esta gente -prosiguió Septimus-. Se ríen de ellos y de los demás… les gusta reír, no ven mal en ello ni lo consideran un atentado a la dignidad. Les gusta discutir. No se sienten heridos de muerte porque alguien ponga en cuarentena lo que dicen, es más, lo encuentran normal. -Sonrió tristemente-. Si los obligan a aceptar una nueva idea, primero le dan unas cuantas vueltas, como hacen los niños cuando alguien les pone en las manos un juguete nuevo. Quizá son vanidosos, señor Monk, es muy posible que lo sean, como en un jardín lleno de pavos reales, siempre abriendo la cola y lanzando graznidos al mismo tiempo. -Miró a Monk de manera superficial y sin doble sentido-. Son ambiciosos, egocéntricos, pendencieros y las más de las veces terriblemente triviales.

Monk sintió un acceso de remordimiento, como si una flecha acabara de rozarle la mejilla y hubiera fallado el tiro.

– Pero me divierten -dijo Septimus con voz suave-, me escuchan sin condenarme y ni una sola vez ha intentado nadie convencerme de que tengo la obligación moral o social de ser diferente. No, señor Monk, yo aquí lo paso bien, estoy muy a gusto.

– Se ha explicado usted muy bien -dijo Monk con una sonrisa, esta vez pletórica de sinceridad-. Entiendo por qué. Hábleme del señor Kellard.

Del rostro de Septimus desapareció la sensación de satisfacción.

– ¿Por qué? ¿Cree que puede tener algo que ver con la muerte de Octavia?

– Podría ser, ¿no le parece?

Septimus se encogió de hombros y dejó la jarra sobre la mesa.

– No lo sé. A mí el tipo no me gusta y a usted mi opinión no le sirve de nada.

– ¿Por qué no le gusta, señor Thirsk?

Pero el viejo código militar del honor era demasiado rígido y Septimus sonrió fríamente, como burlándose de sí mismo.

– Es una cuestión de instinto, señor Monk -mintió, y Monk sabía que mentía-. No tenemos nada en común, ni en lo que se refiere a carácter ni a intereses. Él es banquero, yo un tiempo fui soldado y en la actualidad sólo soy un hombre contemporizador que disfruta con la compañía de unos jóvenes que juegan a hacer de actores y escenifican historias de crímenes, de pasiones y del mundo del delito. Con ellos me río de las barbaridades que ocurren y de vez en cuando empino el codo más de la cuenta. Arruiné mi vida irremisiblemente por el amor de una mujer. -Hizo girar la jarra entre sus manos y la acarició con los dedos-. Myles desprecia este tipo de cosas, a mí sólo me parece absurdo, pero no despreciable. Lo que me digo es que por lo menos fui capaz de un sentimiento de esta naturaleza y esto, para mí, ya es algo importante.

– ¡Y que lo diga! -dijo Monk sorprendiéndose a sí mismo con aquellas palabras. No recordaba haber amado nunca y menos aún a un precio tan alto, aunque estaba totalmente convencido de que amar a una persona o a una cosa hasta el punto de sacrificarse hasta tales extremos por ella era señal inequívoca de que uno estaba vivo. ¡Qué despilfarro la vida de un hombre que nunca ha dado nada de su persona por causa alguna, que siempre ha prestado oído a la voz pasiva y cobarde que calcula antes de actuar, que sitúa siempre la cautela en primer lugar! Una persona así envejecería y moriría con el espíritu por estrenar.

Sin embargo, algo había. Aunque aquellas consideraciones no hacían más que transitar por su cabeza, agitaban en ella el recuerdo de emociones intensas vividas alguna vez, una sensación de rabia y dolor por causa ajena, la pasión de una lucha al precio que fuera, no por él sino por otros… y por una persona en particular. Él sabía de la fidelidad y de la gratitud, sólo que ahora no podía obligarse a sentirlas por nadie.

Septimus lo observó lleno de curiosidad.

Monk sonrió.

– A lo mejor es que le tiene envidia, señor Thirsk -dijo Monk de forma espontánea.

Las cejas de Septimus se enarcaron por efecto de la sorpresa. Observó con atención el rostro de Monk buscando en él una sombra de ironía, pero no la vio.

Monk se lo explicó.

– Quizás él ni lo sabe -añadió-, quizás el señor Kellard carece de la hondura o del valor suficientes para sentir algo tan profundo que lo incite a pagar un precio. Considerarle a usted un cobarde es propio de resentidos.

En el rostro de Septimus se dibujó una lenta sonrisa que lo llenó de dulzura.

– Gracias, señor Monk. Hace años que no me decían una cosa tan agradable como ésta. -Se mordió el labio-. Lo siento, pero ni aun así puedo decirle nada sobre Myles. Todo lo que albergo son sospechas y no es ésa una herida que deba exponerse. Tal vez ni siquiera sea una herida, y tal vez al final no se trate más que de un hombre aburrido que dispone de mucho tiempo ocioso y cuya imaginación trabaja demasiado aprisa.

Monk no lo acució. Sabía que no serviría de nada. Septimus era un hombre que sabía guardar silencio cuando estimaba que el honor estaba en juego, cualesquiera que fueran las consecuencias.

Monk terminó la sidra.

– Iré a ver al señor Kellard, pero si a usted se le ocurre algo que explique lo que descubrió la señora Haslett el último día de su vida, eso que ella consideraba que usted entendería mejor que los demás, le ruego que me lo haga saber. Es muy probable que este secreto guarde relación con lo que causó su muerte.

– He reflexionado mucho -replicó Septimus contrayendo la cara-. He estado dándole muchas vueltas y he pensado en todo lo que teníamos en común o en lo que ella podía figurarse que teníamos en común y, si quiere que le diga la verdad, he encontrado muy poca cosa. Ni a ella ni a mí nos gustaba Myles… pero esto parece una banalidad. Él nunca me ha perjudicado en nada… ni tampoco a ella, que yo sepa. Tanto ella como yo dependíamos de Basil en el aspecto económico… pero en cuanto a esto, todos los de la casa se encuentran en las mismas circunstancias.

– ¿El señor Kellard no percibe una remuneración en el banco? -inquirió, sorprendido, Monk.

Septimus lo miró con una cierta burla en los ojos, aunque sin antipatía.

– Por supuesto que sí, pero no de tanta cuantía como para llevar el tren de vida al que está acostumbrado… ni al que está acostumbrada Araminta, esto por descontado. Aparte, hay ciertas consideraciones sociales que conviene tener en cuenta: ser hija de Basil Moidore comporta ciertas ventajas, y la posibilidad de vivir en Queen Anne Street no es la menor, que no aumentan precisamente por el hecho de ser la esposa de Myles Kellard.

Monk no esperaba sentir simpatía alguna por Myles Kellard, pero aquella simple frase, con toda su carga de implicaciones, le dio un repentino cambio de percepción.

– Es posible que usted no calibre el nivel de vida de aquella casa cuando la familia no está de luto -prosiguió Septimus-. Normalmente acuden a cenar a ella diplomáticos y ministros, embajadores y príncipes extranjeros, magnates de la industria, mecenas de las artes y las ciencias y hasta en ocasiones algún que otro miembro de segunda fila de nuestra propia realeza. Por las tardes suelen ir de visita duquesas y personas de la alta sociedad y, por supuesto, las visitas generan invitaciones a cambio. Me parece que deben de ser pocas las grandes familias que en una u otra ocasión no han abierto las puertas de su casa a los Moidore.

– ¿Adoptaba esa misma postura la señora Haslett? -preguntó Monk.

Septimus sonrió torciendo los labios con gesto de pesar.

– No tuvo otra opción. Ella y Haslett tenían intención de mudarse a una casa propia, pero él tuvo que incorporarse al ejército antes de convertir el proyecto en realidad y, como no podía ser menos, Octavia se quedó en Queen Anne Street. Después Harry, ese pobre chiquillo, murió en Inkerman. Fue uno de los hechos más tristes de mi vida. ¡Era un encanto de muchacho! -Hundió la mirada en el fondo de la jarra, no para fijarla en el poso de la cerveza sino en la antigua herida, que dolía aún-. Fue algo que Octavia no llegó nunca a superar. Lo amaba… más de lo que suponía el resto de la familia.

– ¡Lo lamento muchísimo! -dijo Monk con voz amable-. Sé que usted quería mucho a la señora Haslett…

Septimus levantó los ojos.

– Sí, sí, así es. Ella solía prestar oído a lo que yo le decía, como si le importase realmente. Salíamos de paseo, a veces nos pasábamos un poco con la bebida. Era más amable que Fenella… -Se calló, como dándose cuenta de pronto de que no se comportaba como un caballero. Irguió la espalda penosamente y levantó la barbilla-. Sí puedo serle de utilidad, puede tener la absoluta seguridad de que me pondré en contacto con usted, inspector.

– Estoy convencido, señor Thirsk. -Monk se puso en pie-. Gracias por el rato que me ha dedicado.

– Tengo más tiempo del que necesito -dijo Septimus con una sonrisa que no llegó a asomar a sus ojos. Después dio unos golpecitos a la jarra y apuró el resto de la cerveza. Monk vio su cara distorsionada a través del fondo transparente.


Monk encontró a Fenella Sandeman al día siguiente a última hora de la mañana, justo cuando acababa de dar un largo paseo a caballo. Estaba de pie junto al caballo en la parte de Kensington Gardens que daba a Rotten Row. Iba muy elegante con su vestido negro de amazona, las botas relucientes y el inmaculado sombrero negro a lo mosquetero. Los únicos detalles blancos de su atuendo eran la blusa de cuello alto y el mango de la fusta, pero su blancura era fulgurante. Llevaba los negros cabellos muy bien peinados y el color artificial del cutis, junto con las cejas pintadas, le daban un aire desenfadado pero poco natural a la luz de aquel fresco día de noviembre.

– ¡Caramba, señor Monk! -exclamó, sorprendida, mirándolo de arriba abajo y aprobando al parecer lo que veían sus ojos-. ¿Qué lo ha traído al parque? -Se rió a lo tonto, como hacen las jovencitas-. ¿No debería estar interrogando a los criados? ¿Cómo se hacen las pesquisas?

Ignoró el caballo, dejando sueltas las riendas sobre el brazo, como si bastara con esto para tenerlo sujeto.

– Pues de muchas maneras, señora. -Monk trató de mostrarse cortés, aunque sin seguir la veta de frivolidad a la que la dama se había lanzado-. Pero antes de hablar con los criados me gustaría tener una impresión más clara de los hechos a través de la familia, para poder hacerles las preguntas pertinentes llegado el momento.

– O sea que ha venido a interrogarme. -Hizo como si se estremeciera con gesto melodramático-. Pues adelante, inspector, pregunte lo que quiera y yo le contestaré lo que considere más oportuno.

Era baja y lo miraba a través de las pestañas entrecerradas, levantando la cabeza.

¿Sería posible que ya estuviera bebida a aquella hora de la mañana? Más bien debía de estar divirtiéndose a su costa. Monk hizo como si no se percatara de su estado y se mantuvo muy serio, procurando aparentar una conversación sesuda que podía conducir a informaciones importantes.

– Gracias, señora Sandeman. Tengo entendido que usted se instaló a vivir en Queen Anne Street poco tiempo después de la muerte de su marido, es decir, hará de eso unos once o doce años…

– ¡Conque ha estado indagando en mi pasado! -dijo con voz ronca, pero en absoluto molesta, sino más bien halagada con la idea.

– En el pasado de todos, señora -respondió Monk fríamente-. Si ha vivido todo este tiempo en la casa, seguramente habrá tenido ocasiones frecuentes de observar tanto a la familia como a los criados. Mejor dicho, debe de conocerlos muy bien a todos. Agitó el látigo, sobresaltando al caballo, y poco faltó para que le diera al animal en la cabeza. Parecía despreocuparse por completo del caballo, pero por fortuna estaba muy bien adiestrado: permanecía junto a ella, acomodando obedientemente su paso al de su ama cuando ella echó a andar lentamente.

– Naturalmente -admitió con toda desenvoltura-. ¿En quién está interesado? -Encogió los hombros, que llevaba magníficamente cubiertos-. Myles es un tipo divertido, pero despreciable… lo que suele ocurrir con la mayoría de hombres guapos, ¿no cree? -Volvió la cabeza a un lado para mirar a Monk. En otro tiempo sus ojos debían de ser maravillosos, muy grandes y oscuros, pero ahora los años habían modificado tanto el resto de su cara que esos ojos más bien resultaban grotescos.

Monk sonrió levemente.

– Creo que mi interés por ellos difiere bastante del suyo, señora Sandeman.

La mujer se echó a reír de forma estentórea provocando la atención de unas doce personas que, al oírla, se volvieron a mirarla llenas de curiosidad, tratando de averiguar la razón de tanta hilaridad. Incluso después de recuperada la compostura, todavía parecía francamente divertida.

Monk estaba sumamente incómodo. Le molestaba que lo miraran como si acabara de decir una procacidad.

– ¿Usted no encuentra soporíferas a las mujeres religiosas, señor Monk? -dijo la mujer abriendo mucho los ojos-. Respóndame con franqueza.

– ¿Hay mujeres religiosas en su familia, señora Sandeman? -le preguntó con mayor frialdad que la que se proponía emplear, aunque si ella se dio cuenta no lo demostró.

– ¡Está llena! -suspiró-. Tan molestas como las pulgas. Mi madre, que Dios la tenga en su santa gloria, era una mujer religiosa. Mi cuñada es otra, quiera el cielo guardarme de ella… ya que vivo en su casa. ¡No sabe lo difícil que resulta preservar la intimidad en un ambiente así! Las beatas son muy fisgonas en lo tocante a la vida de los demás… debe de ser porque no tienen vida propia. -Volvió a soltar una carcajada, esta vez sonora y con gorgoritos.

Monk empezó a darse cuenta de que la mujer le encontraba atractivo, por lo que se sintió extremadamente incómodo.

– Y Araminta todavía es peor, la pobre -prosiguió, caminando con más brío y haciendo balancear el látigo. El caballo caminaba pegado obedientemente a sus talones, mientras las riendas colgaban flácidas del brazo de la mujer-. Supongo que se ve obligada, por culpa de Myles. Ya le he dicho que este hombre es despreciable. Se lo he dicho, ¿verdad? Octavia, en cambio, era un encanto. -Miró recto a lo largo del Row en dirección a un grupo de personajes muy elegantes que se acercaban en dirección opuesta-. Octavia bebía, ¿sabe usted? -le echó una ojeada y seguidamente volvió a mirar hacia delante-. ¡Tantas tonterías como contaban sobre su mala salud y sus dolores de cabeza! O estaba borracha… o tenía resaca. Sacaba la bebida de la cocina. -Se encogió de hombros-. Yo diría que se la proporcionaba uno de los criados. Todos la querían porque era muy generosa. Si quiere saber mi opinión, se aprovechaban de ella. Trataba a los criados mejor de lo que se merecían y ellos olvidaban cuál era su sitio y se tomaban libertades.

De pronto se volvió y clavó en él sus ojos, unos ojos exageradamente abiertos.

– ¡Oh, Dios mío! ¡Qué cosa tan terrible! ¿Cree usted que fue esto lo que pasó? -Se tapó la boca con su mano pequeña y elegantemente enguantada-. ¿Cree que algún criado se tomó familiaridades excesivas con ella? El hombre se hizo una idea equivocada… o quizás… ¡oh, Dios mío!… la idea justa -dijo casi sin aliento-. Después ella se defendió… y él, arrastrado por la pasión, la mató. ¿Qué cosa tan espantosa! ¡Qué escándalo! -Tragó saliva-. ¡Oh! Esto Basil no lo va a digerir en la vida. ¡Imagínese qué dirán sus amigos!

Monk estaba que no podía más, no por la idea, pedestre en sí, sino por ver cómo aquella mujer se excitaba a medida que iba dándole vueltas al asunto. A duras penas consiguió dominarse y, sin darse cuenta, se paró para mirarla a más distancia.

– ¿Cree que fue esto lo que pasó, señora?

La mujer no percibió en su tono de voz nada que apagara su excitación.

– ¡Oh, es muy posible! -prosiguió, representándose el cuadro para su uso particular, apartándose y echando nuevamente a andar-. Yo sé cuál es el hombre indicado para hacer una cosa así: Percival, uno de los lacayos. Un hombre muy guapo… aunque todos los lacayos lo son, ¿no encuentra? -Lo miró de soslayo y alejó nuevamente la vista-. No, quizás usted no lo ha observado, no habrá tenido muchas ocasiones de comprobarlo, no debe tropezarse con muchos lacayos en su trabajo. -Volvió a echarse a reír, siempre sin mirarlo-. Percival es un hombre con una cara demasiado inteligente para ser el típico buen criado. Es ambicioso y, además, tiene una boca maravillosamente cruel. Un hombre con una boca así es capaz de cualquier cosa. -Se estremeció y todo su cuerpo se retorció como si pretendiera librarse de una molestia… o como si notara una sensación deliciosa en la piel, lo que hizo que Monk se preguntara si aquella mujer no habría alentado a algún joven lacayo a anudar alguna relación por encima y fuera de su situación. Era una idea que le resultaba particularmente repelente al observar su rostro de cutis inmaculado… y artificioso. Ahora que la tenía cerca y la observaba a plena luz veía claramente que estaba más cerca de los sesenta que de los cincuenta y sabía que Percival no tenía más de treinta.

– ¿Tiene algún fundamento para hacer esta afirmación, señora Sandeman, aparte de lo que haya podido observar en la cara del joven? -le preguntó Monk.

– ¡Oh… ya veo que se ha enfadado! -Volvió hacia él su mirada límpida-. Veo que he ofendido su sentido del decoro. También usted debe de ser un hombre religioso, ¿verdad, inspector?

¿Lo era? Monk ni siquiera lo sabía. Lo que sí sabía, en cambio, es que tenía reacciones instintivas: los rostros suaves y vulnerables, como el de Imogen Latterly, le suscitaban emociones; los rostros apasionados e inteligentes, como el de Hester, le gustaban e irritaban a un tiempo; los de expresión depredadora y calculadora, como el de Fenella Sandeman, le repelían y desagradaban. De todos modos, no recordaba haber mantenido una verdadera relación con ninguna mujer. ¿Tan engreído y frío era, tan egoísta e incapaz de comprometerse, aunque sólo fuera durante un breve espacio de tiempo?

– No, señora Sandeman, lo que me ofende es que un lacayo pueda tomarse libertades con la hija de la dueña de la casa y que después le quite la vida a golpe de cuchillo -le soltó a bocajarro-. ¿A usted no?

Pese a aquellas palabras, la mujer no se molestó. La desidia que demostraba hería a Monk más profundamente que cualquier insulto, por sutil que fuera, o que el mero distanciamiento.

– ¡Oh, cuánta sordidez! ¡Claro que me ofende! Usted emplea un lenguaje francamente molesto, inspector. No es persona para invitar al salón de casa. ¡Qué lástima! En usted hay… -le dijo con una mirada francamente apreciativa, lo que sacó de sus casillas a Monk- hay como una sensación de riesgo. -Lo observaba con un brillo en los ojos, como incitándolo a la iniciativa. Monk entendió el eufemismo y se paró para decir:

– La mayoría de las personas considera que la policía mete las narices donde no debería, señora, pero yo ya estoy acostumbrado. Gracias por el rato que me ha dedicado, me ha sido de mucha utilidad.

Hizo una ligerísima inclinación y giró sobre sus talones, dejándola junto al caballo, látigo en mano y con las riendas descansando en el brazo. No había llegado al final de la zona de césped cuando, al volverse, Monk vio que la mujer estaba hablando con un caballero de mediana edad que acababa de desmontar de un gran caballo gris y que la piropeaba de forma desvergonzada.


Aunque a Monk le parecía que aquella teoría del lacayo enamorado no sólo era descabellada sino además improbable, tampoco podía descartarla del todo. Estaba posponiendo demasiado el interrogatorio de los criados. Paró un cabriolé en Knightsbridge Road y dio al cochero las señas de Queen Anne Street, donde se apeó y, después de pagar el trayecto, bajó la escalera que accedía a los bajos de la casa por la puerta trasera.

En la cocina reinaba un agradable calorcito y en ella había una gran actividad, olía a carne asada, a masa para pasteles y a manzanas frescas. Sobre la mesa había espirales de mondaduras y la señora Boden, la cocinera, estaba hasta los codos de harina. Tenía la cara roja por el esfuerzo y el calor, pero la expresión de su rostro era agradable y era una mujer que todavía estaba de buen ver, aunque ya empezaban a marcársele las venas en la piel y cada vez que sonreía dejaba ver unos dientes descoloridos que ya no le durarían mucho tiempo.

– Si busca al señor Evan, está en la sala del ama de llaves -anunció a Monk a modo de saludo- y si lo que busca es una taza de té llega demasiado pronto. Vuelva dentro de media hora. Y quítese de delante porque ahora tengo que pensar en la cena. Aunque estén de luto, comen lo mismo… y nosotros igual.

Aquel «nosotros» se refería a los criados. Monk advirtió la distinción inmediatamente.

– Sí, señora, y gracias, pero yo querría hablar con los lacayos, a ser posible en privado.

– ¿Ahora? -dijo secándose las manos con el delantal-. ¡Escucha, Sal, deja las patatas y ve a buscar a Harold! Y una vez lo hayas traído aquí, vas a avisar a Percival y le dices que venga. Pero ¿se puede saber por qué te quedas aquí como una maceta de flores? ¡Anda, ve corriendo a hacer lo que te he dicho! -Exhaló un suspiro y comenzó a mezclar la harina con el agua para que adquiriese la consistencia adecuada-. ¡Madre mía, hay que ver cómo están las chicas hoy en día! Esta come más que una lima y, ¡mírela usted!, corre menos que una tortuga en invierno. ¡Arre ya! A ver sí despiertas de una vez. La camarera pelirroja tuvo un repentino arranque de genio y salió de la cocina, desde donde oyeron el taconeo de sus zapatos al golpear el suelo desnudo del pasillo.

– ¡Y no me vengas con estos humos! -le gritó la cocinera-. ¿Te has enterado? Siempre con el lacayo de al lado, está más loca… De aquí le viene la holgazanería. -Volvió la espalda a Monk-. Y ahora, si ya no tiene nada más que preguntarme, váyase usted también. Hable con los lacayos en la despensa del señor Phillips. Él tiene trabajo en la bodega, no les molestará.

Monk obedeció y Willie, el limpiabotas, lo acompañó a la despensa, la habitación donde el mayordomo guardaba todas las llaves, los libros de cuentas y la plata que se utilizaba normalmente, como también era el cuarto donde solía pasar gran parte del tiempo cuando no estaba de servicio. En la habitación reinaba una agradable temperatura y estaba amueblada de manera cómoda y práctica. Harold, el lacayo más joven, era un muchacho fornido y de rubios cabellos, no se parecía en nada a Percival, salvo en lo relativo a la altura. Sin embargo debía de tener alguna otra virtud, menos visible a primera vista, ya que de lo contrario sus días en la casa habrían estado contados. Lo interrogó, probablemente con las mismas preguntas que ya le había hecho Evan, y Harold contestó con las respuestas que ahora ya tenía bien aprendidas. Monk no podía imaginárselo en el papel de galanteador que Fenella Sandeman había atribuido a los lacayos.

Pero Percival era otro cantar: más seguro, más beligerante y más dispuesto a defenderse. Al verse acuciado a preguntas por Monk, presintiendo un peligro personal, respondió con mirada llena de osadía y lengua presta.

– Sí, señor, sé que la persona que mató a la señora Haslett vive en la casa, lo cual no quiere decir que sea un criado. ¿Por qué tiene que ser un criado? No ganaría nada con ello y tendría todas las de perder. Además, la señora Haslett era una señora muy simpática a la que nadie podía querer ningún mal.

– ¿A usted le gustaba?

Percival sonrió. Había entendido la insinuación de Monk mucho antes de replicar, pero habría sido imposible saber si la comprendía por mala conciencia o por astucia.

– He dicho que era simpática, señor. Yo no tenía familiaridad con ella, si es a esto a lo que se refiere.

– Pues se le ha ocurrido muy pronto -le replicó Monk-. ¿Qué le ha hecho pensar que me refería a esto?

– Usted intenta acusar a una persona de los bajos de la casa para no tener que pasar por el bochorno de acusar a alguien de arriba -dijo Percival en un arranque de osadía-. Que yo lleve librea y vaya por ahí diciendo «sí, señor; no, señora» no quiere decir que me chupo el dedo. Usted es un policía, no es más que yo…

Monk dio un respingo. -Y además sabe lo que le puede costar si acusa a uno de la familia -remató Percival.

– Yo acusaré a uno de la familia si encuentro una prueba contra él -replicó Monk con brusquedad-, pero de momento no la he encontrado.

– Entonces será porque tiene demasiados miramientos -Percival hablaba con marcado desdén-. No encontrará la prueba si no la quiere encontrar… porque no le conviene, ¿verdad?

– Buscaré donde haya que buscar -dijo Monk-. Usted se pasa todo el día y toda la noche en la casa. Dígame dónde tengo que buscar.

– Mire usted, el señor Thirsk roba en la bodega… en los últimos años se ha llevado la mitad del mejor oporto. No entiendo cómo no está todo el día borracho.

– ¿Es ésa una buena razón para matar a la señora Haslett?

– Podría serlo… si ella lo hubiera sabido y lo hubiera amenazado con delatarlo a sir Basil. Él se lo habría tomado muy mal y a lo mejor habría puesto al vejete de patitas en la calle.

– Entonces, ¿por qué se arriesga?

Percival se encogió ligeramente de hombros. No era el gesto de un criado.

– ¡Y yo qué sé! El hecho es que se lo lleva y punto. Lo he visto infinidad de veces bajando la escalera a hurtadillas y subiendo con una botella escondida debajo de la chaqueta.

– La verdad es que eso no me impresiona demasiado.

– Entonces fíjese en la señora Sandeman. -La cara de Percival se tensó y su boca se torció con gesto perverso-. No tiene más que ver qué clase de personas frecuenta. He salido con ella en coche alguna vez y la he llevado a lugares muy raros. He visto cómo se pasea arriba y abajo de Rotten Row como una puta de seis peniques y lee unas porquerías que, como se enterara sir Basil, se lo quemaba todo: publicaciones escandalosas, prensa sensacionalista. Si el señor Phillips sorprendiera a una de las camareras con estas porquerías, la echaba de una patada.

– Esto no tiene ninguna importancia. El señor Phillips no puede echar a la señora Sandeman, lea lo que lea -dijo Monk.

– Pero sir Basil sí.

– ¿Se figura que iba a echarla de su casa por una cosa así? Es su hermana, no una criada.

Percival sonrió.

– Como si lo fuera. La señora Sandeman entra y sale de casa cuando él se lo ordena, tiene que vestirse como él quiere, hablar con las personas que él elige y quedar bien con sus amigos. En cambio, ella no puede invitar a nadie en casa si él no da su aprobación… o ella no le pide permiso, cosa que no hace ninguno de los dos.

Monk vio que aquel joven tenía una lengua maliciosa y que conocía muy bien a la familia. Era muy posible que, además, estuviera asustado. A lo mejor su miedo estaba justificado. Los Moidore no dejarían que la sospecha recayera en una persona de la familia si podían desviarla hacia un criado. Y Percival lo sabía, quizás era el primero de los bajos de la casa que sabía qué peligro corrían. No había duda de que, con el tiempo, otros también lo sabrían. A medida que el miedo estuviera más cerca, la cosa iría poniéndose más fea.

– Gracias, Percival -dijo Monk con aire cansado-. Es todo por ahora. Puede marcharse.

Percival abrió la boca para añadir algo más, pero cambió de opinión y salió. Sus movimientos eran gráciles… había recibido una esmerada educación.

Monk volvió a la cocina para tomar la taza de té que la señora Boden le había ofrecido poco antes, pero aunque escuchó con gran atención lo que le dijo no se enteró de nada que pudiera serle de utilidad, por lo que se fue por donde había venido y tomó un cabriolé que lo llevó desde Harley Street hasta la City. Esta vez tuvo más suerte y encontró a Myles Kellard en su despacho del banco.

– No se me ocurre qué puedo decirle -dijo Myles mirando a Monk lleno de curiosidad, su cara alargada iluminada por una ligera nota de humor, como si encontrara un poco absurdo aquel encuentro. Estaba sentado en elegante pose en una butaca Chippendale de su despacho exquisitamente alfombrado y tenía las piernas cruzadas con gran desenvoltura-. Por supuesto que hay tensiones familiares, como ocurre en todas las familias, aunque ninguna que sea razón suficiente para asesinar a nadie, a no ser que se tratara de un loco.

Monk siguió a la espera.

– Para mí habría sido mucho más fácil de entender que la víctima hubiera sido Basil -prosiguió Myles con una cierta acritud en la voz-. Cyprian habría podido cultivar sus intereses políticos en lugar de doblegarse a los que le ordena su padre y estaría en condiciones de pagar sus deudas, lo que le facilitaría mucho la vida… y también la de Romola. Para ella es muy duro tener que vivir en casa ajena y a menudo reluce en sus ojos la ambición de ser un día la señora de Queen Anne Street. Pero mientras espera a que llegue ese día se comporta como una nuera obediente. Vale la pena esperar.

– Pero entonces usted tendrá que mudarse a otra casa -dijo Monk a bocajarro.

– ¡Ah! -dijo Myles poniendo cara larga-. ¡Qué descortesía recordármelo, inspector! Sí, no tendremos más remedio. Pero el viejo Basil tiene salud para dar y vender y va a durar otros veinte años. De todos modos, a quien mataron fue a la pobre Octavia, o sea que estas consideraciones no nos llevan a ninguna parte.

– ¿Estaba enterada la señora Haslett de las deudas de su hermano?

Myles enarcó las cejas, lo que confirió un extraño aspecto a su cara.

– No creo, pero cabe dentro de lo posible. Lo que ella sí sabía era que su hermano estaba interesado en las ideas filosóficas del espantoso señor Owen y sus conceptos de disolución de la familia -sonrió con humor retorcido-. No habrá leído usted a Owen supongo, ¿verdad, inspector? Es sumamente radical… considera que el sistema patriarcal de la familia tiene la culpa de muchas ambiciones, opresiones y abusos, opinión que Basil está bastante lejos de compartir.

– Me hago cargo -admitió Monk-. ¿Son del dominio público las deudas de Cyprian?

– ¡Qué va!

– Pero a usted le ha confiado el secreto.

Myles se encogió de hombros un momento.

– No… la verdad es que no, pero ocurre que yo soy banquero, inspector, y me entero de cosas que no son del dominio público -le subieron los colores a la cara-. Se lo digo porque usted está investigando un asesinato de mi familia, pero ésta no es razón para que haya que hablar públicamente del asunto. Espero que lo entienda.

Había violado un secreto, de lo que Monk se apercibió inmediatamente. Recordó lo que había dicho Fenella acerca de él y la mirada pícara de sus ojos al pronunciar las palabras.

Myles se apresuró a añadir:

– Yo diría que todo obedece a una estúpida disputa con un criado y a que éste perdió los estribos. -Miró abiertamente a Monk-. Octavia era viuda y joven. Ella no se alimentaba de folletines escandalosos como tía Fenella. Yo diría que seguramente alguno de los lacayos le manifestó su admiración y que ella no supo ponerlo en su sitio con la energía suficiente.

– ¿Cree en serio que fue esto lo que ocurrió, señor Kellard? -dijo Monk escrutándole la cara y observando sus ojos castaños bajo las rubias cejas, su nariz larga y ligeramente ganchuda y aquella boca que tan fácilmente podía reflejar imaginación como relajarse, según el humor del momento.

– Por lo menos es más probable esto que pensar que Cyprian, al que Octavia quería mucho, la matase porque ella lo hubiera amenazado con contar lo de las deudas a su padre, sobre todo teniendo en cuenta lo poco que lo apreciaba… o que la matara Fenella porque Octavia quisiera informar a Basil acerca de sus acompañantes, que dejan bastante que desear.

– Deduzco que la señora Haslett seguía echando de menos a su marido -dijo Monk lentamente, con la esperanza de que Myles sabría leer la insinuación menos comprometida que se escondía detrás de sus palabras.

Myles se echó a reír con ganas.

– ¡Oh, Dios, no! ¡Qué mojigato es usted! -Se recostó en su asiento-. Octavia llevó luto por la muerte de Haslett… pero era una mujer. Ella habría seguido llorándolo. No cabía esperar otra cosa. Pero al fin y al cabo era una mujer como todas y yo diría que Percival lo sabía. Y también sabía cómo tomarse algunas protestas o resistencias, unas sonrisas acompañadas de miradas con las pestañas entrecerradas y unas ojeadas discretas.

Monk notó una fuerte tensión en los músculos del cuello y del cráneo, pero procuró que su voz no trasluciera emoción.

– Lo que, suponiendo que esté usted en lo cierto, era bastante. Cuando ella decía una cosa era porque estaba convencida de ello.

– ¡Oh!… -exclamó Myles con un suspiro y encogiéndose de hombros-. Yo diría que cambió de actitud cuando recordó que era un lacayo, pero entonces él ya había perdido la cabeza.

– ¿Se basa usted en algún dato para afirmarlo, señor Kellard, o habla solamente por intuición?

– Por observación -dijo Myles algo irritado-. Percival es un hombre que gusta a las mujeres, ya había tenido algunos escarceos con una o dos camareras. No cabía esperar otra cosa, ¿sabe usted? -A través de su rostro aleteó un sentimiento de oscura satisfacción-. Es imposible que varias personas convivan en una misma casa sin que de vez en cuando surja algún lance inesperado. Este hombre es ambicioso. Estudie el asunto, inspector, pero ahora, si me disculpa, no tengo más que decirle salvo que utilice su sentido común y el conocimiento de que disponga sobre las mujeres. Buenos días, inspector.


Monk volvió a Queen Anne Street con una sensación de oscuridad en su interior. La entrevista con Myles Kellard habría debido alentarlo, ya que le había proporcionado un motivo aceptable para que uno de los criados matara a Octavia Haslett y era indudable que ésta era la solución menos desagradable. Runcorn estaría encantado, sir Basil quedaría satisfecho, Monk detendría al lacayo y cantaría victoria, la prensa lo alabaría por haber encontrado la solución de forma rápida y acertada y, aunque esto no gustaría demasiado a Runcorn, sentiría un inmenso alivio al ver desaparecer el peligro de escándalo y comprobar que un caso importante quedaba cerrado de forma satisfactoria.

Pero la entrevista con Myles le había dejado una sensación deprimente. Myles despreciaba tanto a Octavia como al lacayo Percival. Sus insinuaciones nacían de una especie de malevolencia. En él no había ningún tipo de afabilidad.

Monk se subió un poco más el cuello del abrigo para resguardarse de la lluvia helada que caía en la acera, al tiempo que enfilaba Leadenhall Street y subía la cuesta de Cornhill. ¿No sería él una especie de Myles Kellard? En viejos expedientes que él había formulado y que había tenido ocasión de revisar había visto pocos signos de compasión. Sus juicios eran certeros. ¿Eran cínicos, además? Le aterraba pensarlo. De ser así, querría decir que era un hombre vacío. En los meses transcurridos desde el día que despertara en el hospital no había encontrado a nadie que se interesara profundamente por él, nadie que sintiera amor o gratitud por él, salvo su hermana, Beth, y su cariño era más fruto de la fidelidad y del recuerdo que del conocimiento. ¿No existía nadie más para él? ¿Ninguna mujer? ¿Dónde estaban sus amistades, deudas contraídas, dependencias, confianzas y recuerdos?

Hizo una seña a un cabriolé e indicó al cochero que volviera a conducirlo a Queen Anne Street, después se sentó e intentó dejar de pensar en él y centrarse en el lacayo Percival… y en la posibilidad de que se hubiera producido un escarceo físico estúpido que pudiera haber escapado a su control y terminado en violencia.

Volvió a entrar por la puerta de la cocina y preguntó por Percival. Esta vez se reunió con él en la salita del ama de llaves. Ahora el lacayo estaba pálido, como si tuviera la sensación de que la red se cerraba a su alrededor, fríamente, cada vez más apretada. Estaba muy erguido pero se notaba que se le estremecían los músculos debajo de la librea, tenía las manos enlazadas delante del cuerpo y el sudor brillaba en su frente y en sus labios. Miró a Monk fijamente, aguardando el ataque para defenderse de él.

Así que Monk le dirigió la palabra supo que no encontraría la manera de formular una pregunta que fuera sutil. Percival ya había adivinado el hilo de sus pensamientos y se había adelantado a ellos.

– Hay muchas cosas que no sabe de esta casa -dijo con voz áspera y nerviosa-. ¿Por qué no pregunta al señor Kellard qué relación tenía con la señora Haslett?

– ¿Qué relación era, Percival? -le preguntó Monk con voz tranquila-. Por lo que he oído decir, no parece que estuvieran en muy buenos términos.

– Aparentemente no -dijo Percival con una ligera burla en los labios-. A ella nunca le gustó demasiado, pero él la deseaba…

– ¿Ah, sí? -exclamó Monk levantando las cejas-. Pues parece que lo disimulaban muy bien. ¿Usted cree que el señor Kellard intentó propasarse y, al chocar con su negativa, se puso violento y la mató? Y todo sin que hubiera lucha.

Percival lo miró con profundo desagrado.

– No, no creo. Más bien pienso que él quería seducirla y, aunque no llegó a conseguir nada, la señora Kellard se enteró… y le entraron unos celos de esos que sólo sienten las mujeres cuando se sienten rechazadas. Odiaba tanto a su hermana que la habría matado.

Se dio cuenta de que Monk abría mucho los ojos y de que tenía las manos tensas. Sabía que había sembrado la inquietud en el cuerpo del policía y que por una vez había conseguido confundirlo.

Una leve sonrisa alteró apenas las comisuras de los labios de Percival.

– ¿Esto es todo, señor?

– Sí… de momento nada más -dijo Monk después de un titubeo-. De momento…

– Gracias, señor.

Y Percival dio media vuelta y salió, esta vez con paso ligero y un leve balanceo de los hombros.

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