Capítulo 5

El hospital no se hizo más soportable para Hester a medida que iban pasando los días. El resultado del juicio le había permitido saber qué era luchar y salir vencedora. Había vuelto a enfrentarse con un dramático conflicto entre enemigos y, pese a toda la oscuridad y al dolor que el asunto suscitaba, por lo menos ella había estado en el bando de los vencedores. Había visto la terrible expresión del rostro de Fabia Grey al abandonar la sala donde se había celebrado el juicio y sabía que a partir de entonces su vida estaría marcada por el odio, pero había sido testigo también de la nueva libertad que dejaba traslucir el rostro de Lovel Grey, como si los fantasmas que se hubieran desvanecido y dejaran entrever un rayo de luz. Quería creer que Menard iniciaría una nueva vida en Australia, país del que ella apenas sabía nada; sabía, eso sí, que mientras no fuera Inglaterra, para él encerraba una esperanza. No habían luchado para otra cosa.

No estaba segura de si le gustaba o no Oliver Rathbone, pero era evidente que se trataba de una persona estimulante. Había vuelto a paladear el sabor de la batalla, que había espoleado su deseo de seguir luchando. Pero ahora había encontrado a Pomeroy todavía más difícil de soportar que antes: su insufrible altanería, las inaceptables excusas con las que recibía la muerte considerándola inevitable, cuando Hester estaba convencida de que si hubiera puesto a colación un poco más de esfuerzo y aceptado la colaboración, hubiera utilizado mejores enfermeras y aprovechado en mayor grado la iniciativa de los médicos jóvenes no habría tenido por qué ocurrir. Pero fuera o no verdad… él habría debido luchar. Ser vencido era una cosa, rendirse otra muy diferente… e intolerable.

Por lo menos había operado a John Airdrie y, justo en este momento, en aquella encapotada y húmeda mañana de noviembre, lo veía dormido en su lecho en un extremo de la sala, respirando tranquilamente. Se acercó para comprobar si tenía fiebre. Le arregló las mantas y aproximó la lámpara a su cara para observarlo mejor. Tenía las mejillas arreboladas y, al tocarlo, notó que estaba caliente. Era de esperar después de una operación, pero también era algo que Hester temía. Podía tratarse de una reacción normal o del primer estadio de una infección tal vez irreversible. La única esperanza era que las propias defensas del cuerpo venciesen la enfermedad.

En Crimea, Hester había estado en contacto con cirujanos franceses y estaba al corriente de los tratamientos puestos en práctica durante las guerras napoleónicas de la generación anterior. En 1640, la esposa del gobernador del Perú había sanado de unas fiebres gracias a la administración de una destilación de tres cortezas conocida antiguamente con el nombre de «Poudre de la Comtesse» y, más tarde, «Poudre des Jesuites». Ahora se conocía con el nombre de loxa quinina. Tal vez Pomeroy recetase aquel fármaco al niño, si bien no era seguro porque era un hombre extremadamente conservador y no haría la ronda hasta dentro de otras cinco horas. El niño tenía escalofríos. Hester se inclinó sobre él y lo tocó suavemente, sobre todo para tranquilizarlo. Pero lejos de recuperar la conciencia, el niño parecía a punto de caer en el delirio.

Abandonando vacilaciones, Hester por fin se decidió. Aquélla era una batalla en la que no pensaba rendirse. Se había traído de Crimea algunos medicamentos básicos, cosas que no creía encontrar fácilmente en Inglaterra. Entre ellos había una mezcla de triaca, loxa quinina y licor de Hoffman. Los tenía guardados en un pequeño estuche de cuero provisto de un buen cierre que dejaba junto con la capa y el bonete en una habitación exterior destinada a este fin.

Ahora, ya tomada la decisión, echó otra mirada a la sala para asegurarse de que no había ningún otro enfermo cuyo estado hubiera empeorado y, viendo que todo seguía igual, salió al corredor y una vez en la habitación sacó de entre los pliegues de su capa el estuche escondido. Estiró de una cadenita y del bolsillo sacó la llave, que giró con facilidad en la cerradura. Hester levantó la tapadera. Debajo de un delantal limpio y dos gorritos de lino recién lavados y planchados estaban los medicamentos. Encontró enseguida la mezcla de triaca y quinina. Se la guardó en el bolsillo, después volvió a cerrar la caja con llave y la escondió de nuevo debajo de la capa.

Ya otra vez en la sala, encontró una botella de la cerveza que solían beber las enfermeras. Se suponía que el medicamento debía mezclarse con vino pero como no disponía de nada más, aquella bebida serviría. Vertió un poco de líquido en una taza, añadió una pequeña dosis de quinina y agitó la mezcla enérgicamente. Sabía que tenía un sabor muy amargo.

Se acercó a la cama del niño, lo incorporó suavemente y descansó su cabeza contra su cuerpo. Le dio dos cucharadas de la poción introduciéndoselas suavemente entre los labios. El niño no parecía darse cuenta de nada y tragó el líquido de forma automática. Hester le secó los labios con una servilleta y volvió a dejar al niño tumbado en la cama, le apartó el cabello de la frente y lo cubrió con la sábana.

Dos horas más tarde le administró otras dos cucharadas más del medicamento e hizo lo mismo una tercera vez antes de que llegara Pomeroy.

– ¡Excelente! -dijo éste, observando de cerca al niño y con el rostro pecoso rebosante de satisfacción-. Parece que reacciona estupendamente. ¿Lo ve? Hice muy bien en demorar la operación. No era tan urgente como usted se figuraba. -La miró con una sonrisa forzada-. Se deja usted llevar por el pánico. -Se irguió y se acercó a la próxima cama.

Hester consiguió a duras penas abstenerse de comentarle lo ocurrido. Pero si le decía que el niño había tenido fiebre no hacía más que cinco horas también tendría que decirle que le había administrado la medicación. Ignoraba cuál podía ser la reacción del médico, pero seguro que no sería favorable. Si tenía que decírselo, lo haría cuando el niño se hubiera recuperado. Lo mejor era ser discreta.

Sin embargo, las circunstancias no le permitieron demorar las cosas. A mediados de la semana, John Airdrie ya se sentaba en la cama, había desaparecido el color rojo de sus mejillas y empezaba a tener un poco de apetito. Pero tres camas más allá de la suya había una mujer que había sufrido una operación de abdomen y que estaba empeorando a ojos vistas. Pomeroy la observaba con preocupación creciente pero no recomendaba como tratamiento otra cosa que hielo y baños fríos frecuentes, aunque en su voz no había esperanza, sólo resignación y lástima.

Hester no pudo guardar silencio por más tiempo. Observando el dolor que reflejaba el rostro de la mujer, decidió hablar con el médico: -Doctor Pomeroy, ¿no estima apropiado administrarle loxa quinina con una mezcla de vino, triaca y licor mineral de Hoffman? Podría bajarle la fiebre.

El médico la miró con ojos llenos de incredulidad, que fue transformándose progresivamente en indignación a medida que se percataba de lo que acababa de decirle la enfermera. Se había sonrojado y se le habían erizado los pelos de la barba.

– Señorita Latterly, ya le he dicho en otras ocasiones que usted no tiene arte ni parte en un campo para el cual carece de preparación y de credenciales. Pienso administrar a la señora Begley lo que más le conviene y usted no tiene que hacer otra cosa que obedecer mis órdenes. ¿Lo ha entendido?

Hester tragó saliva.

– ¿Ordena usted que administre a la señora Begley un poco de loxa quinina para hacerle bajar la fiebre, doctor Pomeroy?

– ¡No, de ninguna manera! -replicó, tajante-. El medicamento del que usted habla está indicado para fiebres tropicales, no para recuperarse de una operación. No haría ningún bien a la enferma. Además, aquí no tenemos ese potingue extranjero.

Una parte de Hester todavía seguía debatiéndose con la decisión de confiárselo todo, pero ya se le había desatado la lengua para anunciar lo que su conciencia le dictaba de forma irrenunciable.

– Vi administrar con éxito este fármaco a un cirujano francés, señor, en un caso de fiebre después de amputación y su uso se remonta a las campañas de Napoleón anteriores a Waterloo.

La expresión del médico se ensombreció.

– Yo no sigo órdenes de los franceses, señorita Latterly. Pertenecen a una raza sucia e ignorante que no hace mucho tiempo soñaba incluso con conquistar estas islas y someterlas a su yugo junto con el resto de Europa. Y quisiera recordarle, ya que parece que lo ha olvidado, que usted recibe órdenes mías y únicamente mías.

Dio media vuelta decidido a abandonar a la infortunada mujer y a Hester, pero ésta le cortó el paso colocándose delante de él.

– ¡Esta mujer delira, doctor! ¡No podemos abandonarla! Le ruego que me permita darle un poco de quinina, no puede hacerle ningún daño y quizá le beneficie. Le daré una cucharada cada dos o tres horas y, en caso de que no mejore, abandonaré el tratamiento.

– ¿Y de dónde quiere que saque este medicamento en el supuesto de que quisiera dárselo?

Hester hizo una profunda inspiración y poco le faltó para traicionarse.

– Del hospital de la fiebre, doctor. Podríamos enviar un cabriolé. Yo misma podría ir a buscarlo, si usted me lo permite.

Al hombre se le encendió la cara.

– Señorita Latterly, me figuraba haber sido lo bastante claro sobre el particular: las enfermeras tienen la misión de mantener a los pacientes limpios y frescos cuando las temperaturas son excesivas, les aplican hielo siguiendo instrucciones de los médicos, así como los líquidos prescritos. -Su voz iba subiendo de tono al tiempo que descargaba el peso del cuerpo en la parte anterior de las plantas de los pies, balanceándose ligeramente-. Van a buscar vendas, las facilitan a los médicos cuando se las piden. Se encargan de que la sala esté limpia y ordenada, encienden las chimeneas y sirven la comida a los enfermos. Vacían los orinales y se ocupan de atender las necesidades físicas de los pacientes. -Se metió las manos en los bolsillos y siguió balanceándose sobre los pies ahora algo más rápidamente-. Se ocupan de mantener el orden y de elevar la moral de los enfermos. ¡Y aquí termina su trabajo! ¿Lo ha entendido, señorita Latterly? No tienen ninguna competencia en medicina, salvo muy rudimentaria. ¡En ninguna circunstancia ponen en práctica sus criterios!

– ¿Y si no tienen el médico a mano? -le preguntó Hester.

– ¡Entonces esperan! -La voz se le ponía más aguda por momentos.

Hester no pudo reprimir su indignación.

– Pero los pacientes pueden morir o, en el mejor de los casos, empeorar hasta un punto en que ya no haya posibilidad de salvarlos.

– Entonces se busca al médico urgentemente, pero nunca se hace nada que vaya más allá de la propia competencia y, cuando se dispone del médico, éste decide qué es lo mejor. Eso es todo.

– Pero cuando una sabe lo que hay que hacer…

– ¡No lo sabe! -Sacó las manos de los bolsillos y las agitó en el aire-. ¡Por el amor de Dios, mujer! Usted no tiene conocimientos de medicina. Usted no sabe nada aparte de los chismes que suelen circular en este medio y la experiencia práctica que pudo adquirir de los extranjeros en algún hospital de campaña de Crimea. ¡Ni es usted médico ni nunca lo será!

– La medicina no es más que aprendizaje y observación -ahora también ella levantó la voz y hasta algunos pacientes alejados comprendieron que estaban discutiendo-. No hay normas, salvo que si algo funciona quiere decir que va bien y si no funciona quiere decir que hay que probar otra cosa. -Hester estaba tan exasperada que se le estaba agotando la paciencia ante el empecinamiento de aquel hombre-. Si no experimentáramos, no descubriríamos nada y entretanto la gente se iría muriendo cuando a lo mejor habríamos podido curarlos.

– ¡O más probablemente los habríamos matado con nuestra ignorancia! -dijo el médico complaciéndose en vengarse de sus palabras-. Usted no tiene derecho alguno a hacer ningún tipo de experimentos. Usted no es más que una mujer sin ninguna competencia, por muy cargada de buenas intenciones que esté, y como vuelva a oírle una palabra más en ese sentido, la echaré a la calle sin más contemplaciones. ¿Me comprende?

Hester vaciló un momento, pero lo miró a los ojos. En la mirada del médico no había incertidumbre alguna, tampoco la más mínima flexibilidad en su decisión. Si ahora Hester guardaba silencio, todavía existía la posibilidad de volver más tarde, cuando el médico ya se hubiera ido a su casa, para darle la quinina a la señora Begley.

– Sí, lo he entendido -se obligó a decir, pero tenía los puños cerrados entre los pliegues del delantal y de las faldas.

Con todo, tampoco esta vez el médico quería marcharse sin que quedara patente que había ganado la batalla.

– La quinina no sirve para nada en las infecciones posoperatorias que cursan con fiebre, señorita Latterly -prosiguió con unos aires de suficiencia que iban aumentando por momentos-. La quinina es útil para las fiebres tropicales y ni siquiera en estos casos da siempre resultado. Usted limítese a administrar hielo a la paciente y a lavarla regularmente con agua fría.

Hester inspiró y espiró lentamente. Aquellos aires de suficiencia que el médico se daba le resultaban insoportables.

– ¿Me ha oído? -preguntó el doctor Pomeroy.

Antes de que tuviera tiempo de replicar, uno de los pacientes que estaba en una cama del fondo de la sala, con expresión reconcentrada dijo:

– Ella le ha dado una cosa al niño de allí al fondo cuando tenía fiebre después de la operación -articuló con voz clara-. Estaba muy mal, como si fuera a delirar. Se lo ha dado cuatro o cinco veces y el niño se ha puesto bien. Ahora está tan fresco como usted. Esta sabe lo que se lleva entre manos… ¡sabe mucho!

Se produjo un momento de silencio terrible. El hombre no tenía ni idea de lo que acababa de hacer.

Pomeroy se quedó pasmado.

– ¡Usted ha dado loxa quinina a John Airdrie! -la acusó, percatándose ahora del hecho-. ¡Y lo ha hecho a mis espaldas! -Su voz iba subiendo de tono y ahora era estridente a causa de la indignación y de la traición que suponía, y no sólo por ella sino, lo que era aún peor, por el paciente.

De pronto lo asaltó una nueva idea.

– ¿Y de dónde ha sacado ese fármaco? ¡Respóndame, señorita Latterly! Dígamelo ahora mismo, ¿de dónde lo ha sacado? ¿Ha tenido la osadía de pedirlo en mi nombre en el hospital de la fiebre?

– No, doctor Pomeroy. Tengo una pequeña cantidad de quinina… muy poca, en realidad -añadió atropelladamente-. Es para combatir la fiebre. Le he dado un poco.

El médico estaba temblando de rabia.

– Queda usted despedida, señorita Latterly. Desde que llegó a esta casa no ha hecho otra cosa que causar problemas. La admitimos por recomendación de una señora que seguramente debía algún favor a su familia y que posiblemente no tenía ni idea de su carácter irresponsable y díscolo. ¡Hoy mismo dejará este establecimiento! Recoja todas sus cosas y váyase. Y no me pida recomendación alguna porque no pienso dársela.

En la sala se produjo un impresionante silencio. Hasta se oían los crujidos de la ropa de cama.

– ¡Ella ha curado al niño! -protestó el paciente-. ¡Ha obrado bien! ¡Si el niño está vivo es gracias a ella! -La voz del enfermo dejó traslucir la desesperación que sentía al comprender lo que había hecho. Miró primero a Pomeroy y después a Hester-. ¡Ha obrado bien! -insistió.

Por lo menos ahora Hester podía permitirse el lujo de despreocuparse de lo que pudiera pensar Pomeroy. Ya no tenía nada que perder.

– ¡Claro que me iré! -aceptó Hester-. Pero su orgullo no me impedirá que ayude a la señora Begley. Esta mujer no merece morir para salvarle a usted la cara porque una enfermera le haya dicho lo que tenía que hacer. -Hizo una profunda inspiración-. Y como todo el mundo de esta sala sabe lo que ha pasado, le costará bastante encontrar excusa.

– Pero ¿cómo…? ¡Habrase visto…! -farfulló Pomeroy rojo como la grana, pero sin encontrar palabras lo bastante violentas para dejar a salvo su orgullo y al mismo tiempo no revelar su debilidad-. Usted…

Hester le dirigió una mirada fulminante, después se volvió y se dirigió al enfermo que la había defendido, que ahora se había sentado en la cama, se había arrebujado con las mantas y estaba pálido de vergüenza.

– No se eche la culpa -le dijo Hester con voz suave, pero lo bastante alta para que se enteraran todos los que estaban en la sala, porque vio que el hombre necesitaba que todos supieran que había pedido perdón-. Tenía que ocurrir, un día u otro yo debía chocar con el doctor Pomeroy, era inevitable. Por lo menos usted ha dicho lo que sabía y quizá, gracias a usted, la señora Begley se ahorrará muchos dolores y quizás incluso la muerte. No sienta remordimientos por lo que ha hecho ni se figure que me ha perjudicado en nada. Lo único que ha hecho ha sido avanzar el momento de lo que ya era inevitable.

– ¿Seguro, señorita? ¡Lo siento muchísimo! -La miraba angustiado, escrutando el rostro de Hester como para convencerse de sus palabras.

– Claro que es seguro -dijo esforzándose en sonreírle-. ¿No sabe lo que ha pasado? ¿No es capaz de juzgar por sí mismo? El doctor Pomeroy y yo estábamos destinados a chocar en algún momento. Y como es lógico, a mí me tenía que tocar la peor parte. -Le arregló la ropa de la cama-. Cuídese mucho… y ojalá que Dios haga que se cure. -Le tomó un momento la mano y seguidamente se alejó añadiendo en voz baja-:…a pesar de Pomeroy.


Así que llegó a sus habitaciones y se hubo apaciguado un poco, comenzó a cobrar conciencia de la situación. Ahora no sólo no tenía un trabajo con que llenar el tiempo de que disponía y que le proporcionara los medios económicos necesarios para cubrir su subsistencia sino que, además, había traicionado la confianza que Callandra Daviot había puesto en ella y la recomendación que había dado.

Comió sola a última hora de la tarde, pero si lo hizo fue simplemente porque no quería ofender a la patrona no probando bocado. No le encontró ningún sabor. A las cinco de la tarde la calle estaba más oscura y, después de encendidas las lámparas de gas y corridas las cortinas, encontró la habitación tan exigua y cerrada que sintió el peso de la forzada ociosidad y el aislamiento total. ¿Y mañana? ¿Qué haría? No habría dispensario ni tampoco pacientes que cuidar. Se sentía completamente inútil, no tenía utilidad para nadie. Aquellos pensamientos la atormentaban y, si persistía en ellos, acabarían minándola hasta tal punto que lo único que querría sería meterse en cama y no moverse de ella.

También le preocupaba pensar que al cabo de dos o tres semanas estaría sin dinero y se vería obligada a dejar la casa donde ahora vivía, y tendría que recurrir de nuevo a su hermano Charles para que le proporcionara un techo hasta que ella pudiera… ¿qué? Le resultaría extremadamente difícil, probablemente imposible, conseguir otro puesto de enfermera. Pomeroy ya se ocuparía de que así fuera. Estaba al borde del llanto y ése era un estado que detestaba. Tenía que hacer algo. Cualquier cosa sería mejor que permanecer sentada en aquella inhóspita habitación escuchando el siseo del gas, el único ruido que rompía el silencio, y lamentándose de su situación. Una tarea desagradable que tenía pendiente era explicarse con Callandra. Era un gesto que le debía y siempre sería mucho mejor hacerlo personalmente y en una conversación frente a frente que por carta. ¿Por qué, pues, no afrontar la situación? No podía ser peor que quedarse encerrada en su cuarto dejando pasar el tiempo hasta que llegara una hora razonable para meterse en cama, donde el hecho de dormir tampoco le permitiría escapar a la situación.

Se puso su mejor abrigo -en realidad sólo tenía dos, pero uno le sentaba mucho mejor que el otro, aunque era menos práctico- y un bonito sombrero y salió a la calle en busca de un cabriolé, a cuyo cochero dio las señas de Callandra Daviot.

Llegó unos minutos antes de las siete y se sacó un peso de encima al enterarse de que Callandra estaba en casa y no tenía visitas, contingencia en la que no se había parado a pensar al salir.

Preguntó a la doncella que acudió a abrirle la puerta si podía ver a lady Callandra y aquélla la hizo pasar sin más comentarios.

Callandra bajó la escalera unos minutos después, vestida de una manera que sin duda ella consideraba a la moda pero que en realidad había estado de moda dos años atrás y cuyo color no era especialmente favorecedor. Ya empezaba a soltársele el cabello de las horquillas, a pesar de que hacía un momento que había salido del vestidor, pero el efecto general de su persona quedaba redimido por la inteligencia y la vitalidad reflejadas en su rostro… y el evidente placer de ver a Hester, incluso a aquella hora y sin previo aviso. Una sola mirada le bastó para descubrir que las cosas no iban bien.

– ¿Qué pasa, querida? -le dijo al llegar al pie de la escalera-. ¿Qué ha ocurrido?

No habría servido de nada andarse con evasivas y menos con Callandra.

– Apliqué un tratamiento a un niño sin permiso del médico… porque él no estaba. El niño parece que se está recuperando estupendamente… Pero el médico me ha despedido. -Ya lo había dicho, y quiso ver qué efecto causaban sus palabras en el rostro de Callandra.

– ¡Vaya, vaya! -Callandra levantó ligeramente las cejas-. Y supongo que el niño estaba muy enfermo, ¿verdad?

– Tenía fiebre y empezaba a delirar.

– ¿Qué tratamiento le aplicó?

– Loxa quinina, triaca, licor mineral de Hoffman… y un poco de cerveza para darle mejor sabor.

– A mí me parece muy razonable -comentó Callandra abriendo camino hacia la sala de estar-, aunque, por supuesto, estaba fuera de sus atribuciones.

– Sí -admitió Hester con voz tranquila.

Callandra cerró la puerta detrás de las dos.

– Y usted no lo lamenta en absoluto, ¿verdad? -añadió-. Seguramente lo volvería a hacer.

– Yo…

– No me mienta, querida amiga, porque estoy segura de que lo volvería a hacer. Es una lástima que no autoricen a estudiar medicina a las mujeres, estoy convencida de que usted sería un excelente médico. Posee inteligencia, criterio y valor sin caer en la jactancia. Pero es mujer y está fuera de su alcance. -Se sentó en un gran sofá extremadamente cómodo e indicó a Hester que la imitase-. ¿Y qué piensa hacer ahora?

– No tengo ni idea.

– Ya me lo figuraba. Mire, quizá lo primero que podría hacer sería acompañarme al teatro. Ha pasado un día extremadamente agotador y el contacto con el reino de la fantasía será un contraste muy satisfactorio. Después ya hablaremos de lo que puede hacer. Perdone que le haga una pregunta tan poco delicada pero ¿dispone de fondos suficientes para pagar la pensión una semana o dos más?

Hester no pudo por menos de sonreír al ver que se acordaba enseguida de cosas tan prácticas y mundanas y que no hablaba de ultrajes morales ni vaticinaba desastres, como habría cabido esperar de otra persona cualquiera.

– Sí… sí, naturalmente.

– Espero que no me engañe. -Las erizadas cejas de Callandra se enarcaron en un gesto inquisitivo-. De acuerdo, pues. Esto nos concede un poco más de tiempo. En caso contrario, puede venirse a vivir conmigo hasta que encuentre alguna cosa más conveniente.

Sería mejor explicarlo todo.

– Me excedí en mis deberes -confesó Hester-. Pomeroy está furioso conmigo y no querrá dar referencias mías. En realidad, me sorprendería que no informara a todos sus colegas de mi proceder.

– Supongo que lo hará -admitió Callandra-, siempre que lo consulten al respecto. Pero si el niño se recupera y sobrevive, lo más probable es que no sea Pomeroy quien ponga la cuestión sobre el tapete. -Callandra observó a Hester con mirada crítica-. ¡Amiga mía, no la veo vestida a propósito para salir! De todos modos, ya no se puede hacer gran cosa porque es un poco tarde. Mejor así. Quizá mi doncella podrá arreglarle un poco el pelo. Así estará presentable. Vaya arriba y dígale de mi parte que la peine.

Hester vaciló. ¡Todo había sido tan rápido!

– ¡Venga, no se quede ahí! -la animó Callandra-. ¿Ya ha comido? Allí podremos tomar algún refresco, pero no será una comida de verdad.

– Sí… yo ya he comido. Gracias.

– Entonces suba a que la peinen… ¡rápido!

Como no se le ocurría nada mejor, Hester obedeció.


El teatro estaba lleno a rebosar de gente dispuesta a pasar una velada agradable, las mujeres ataviadas con sus faldas armadas de crinolina y adornadas con volantes, flores, encajes, terciopelos, cintas y todo tipo de ornamentos femeninos. Hester se sentía humildemente vestida y con muy pocas ganas de reír, aparte de que la sola idea de dejarse cortejar por algún jovencito de cabeza hueca bastaba para agriar el poco humor que le quedaba. La única cosa que le frenaba la lengua era saberse en deuda con Callandra y recordar el afecto que sentía por ella.

Como Callandra tenía un palco, no había que preocuparse por los asientos y, por otra parte, tampoco tenían a nadie cerca. La obra era una de las doce más taquilleras del momento y hacía referencia a la pérdida de la virtud de una muchacha, tentada por la debilidad de la carne, seducida por un hombre indigno y sólo al final, cuando ya era demasiado tarde, manifestando el deseo de volver junto a su probo marido.

– ¡Habrase visto hombre más estúpido, testarudo y presumido! -dijo Hester por lo bajo, cuando su sentido de la tolerancia tocó a su límite-. No sé si la policía habrá acusado nunca a un hombre por aburrir a una mujer hasta la muerte.

– No sería ningún delito, amiga mía -le murmuró Callandra-. Se considera que las mujeres no se interesan por nada.

Hester usó una palabra que había oído decir a los soldados en Crimea y Callandra hizo como si no la oyera, aunque en realidad la había oído muchas veces y hasta sabía qué significaba.

Así que terminó la obra cayó el telón en medio de entusiastas ovaciones. Callandra se puso en pie y Hester, después de dirigir una fugaz mirada al público, se levantó también y la siguió hasta el concurrido vestíbulo de entrada, que ahora se estaba llenando rápidamente de hombres y mujeres que charlaban animadamente sobre la obra, así como sobre todo tipo de banalidades y chismes que se les ocurrían.

Hester y Callandra se abrieron paso entre ellos y a los pocos minutos, después de unos cuantos intercambios de frases corteses, se encontraron frente a frente con Oliver Rathbone, que iba acompañado de una joven muy bonita de piel morena y aire reservado.

– Buenas noches, lady Callandra -dijo Rathbone con una ligera inclinación y volviéndose con una sonrisa a Hester-. Señorita Latterly, quiero presentarles a la señorita Newhouse.

Se intercambiaron los saludos que dictaban los buenos modales.

– ¿No han encontrado entretenida la obra? -preguntó la señorita Newhouse para decir algo amable-. Es conmovedora, ¿verdad?

– Mucho -admitió Callandra-, una trama muy popular para los tiempos que corren.

Hester no dijo nada. Se dio cuenta de que Rathbone la observaba con aquella misma mirada divertida e inquisitiva del día que se habían conocido, con anterioridad al juicio. Hester no estaba para conversaciones banales pero, como era una invitada de Callandra, se vio obligada a fingir y a soportar el chaparrón.

– No he podido evitar sentir lástima de la protagonista -prosiguió la señorita Newhouse-, a pesar de sus fallos -bajó la vista un momento-. Ya sé que si se atrajo la ruina fue por su culpa. Demuestra una gran habilidad por parte del autor que uno tenga que deplorar su comportamiento y al mismo tiempo llorar por ella -se volvió a Hester-, ¿no encuentra, señorita Latterly?

– A mí me inspira más simpatía de la que el autor pretende -dijo Hester con una sonrisa, como excusándose.

– ¡Oh! -La señorita Newhouse parecía confundida.

Hester se vio obligada a explicarse. Era muy consciente de que Rathbone la estaba observando.

– El marido es un hombre tan aburrido que se entiende muy bien que su mujer… pierda interés.

– ¡Pero así no se puede excusar que falte a sus deberes! -exclamó, escandalizada, la señorita Newhouse-. Más bien demuestra lo fácilmente que las mujeres perdemos la cabeza cuando nos dicen algunas palabras halagadoras. Nos dejamos seducir por una cara agradable y unos cuantos encantos superficiales en lugar de fijarnos en los méritos auténticos.

Hester habló sin pararse a pensar. En su opinión la protagonista era muy atractiva y parecía que lo único que interesaba al marido era aquel aspecto.

– Además, yo no necesito a nadie que me lleve a la perdición. Soy perfectamente capaz de hacer ese viaje sola.

La señorita Newhouse la miró desconcertada.

Callandra tosió tapándose la boca con el pañuelo.

– Pero descarriarse sola no es tan divertido, ¿no le parece? -dijo Rathbone con los ojos brillantes y refrenando la sonrisa que ya le asomaba a los labios-. ¡Un viaje así no sé si vale la pena!

Hester se volvió y lo miró a los ojos.

– Yo iré sola, señor Rathbone, y estoy segura de que cuando llegue no encontraré deshabitado ese lugar.

El hombre sonrió abiertamente y mostró unos dientes sorprendentemente hermosos. Le tendió el brazo como invitándola a caminar con él.

– ¿Me permite? Sólo hasta el coche -dijo Rathbone con rostro inexpresivo. Hester se echó a reír con ganas y el hecho de que la señorita Newhouse no supiera de qué se reía no hizo sino aumentar lo cómico de la situación.


Al día siguiente Callandra envió a su lacayo a la comisaría con una nota en la que pedía a Monk que la visitara cuanto antes. No daba ninguna explicación a su deseo de verlo ni tampoco ninguna información orientativa ni útil.

Sin embargo, a última hora de la mañana Monk se dirigió a su casa, donde lo hicieron pasar al momento. Monk tenía una gran consideración por Callandra, de la cual ella era sabedora.

– Buenos días, señor Monk -dijo la señora cortesmente-. Por favor, tome asiento y póngase cómodo. ¿Puedo ofrecerle algo de beber? ¿Quiere tomar un chocolate caliente? Hace una mañana muy desagradable.

– Sí, gracias -aceptó Monk, cuyo rostro no podía disimular la extrañeza que le producía el hecho de que lo hubiera llamado.

Lady Callandra llamó a la camarera y, así que apareció, le pidió el chocolate caliente. Después se volvió a Monk con una encantadora sonrisa.

– ¿Qué tal su caso? -Callandra no tenía ni la más remota idea del caso que podía ocuparlo en aquellos momentos, pero suponía que alguno entre manos debía de tener.

Monk vaciló el tiempo justo para decidir si la pregunta obedecía a pura cortesía para entretener el rato hasta que llegase el chocolate o si la señora estaba realmente interesada en que le diera una respuesta. Se inclinó por lo último.

– Sólo dispongo de una serie de indicios fragmentarios pero que de momento no parecen conducir a ninguna parte -replicó Monk.

– ¿Es frecuente esta situación?

El rostro de Monk reflejó un cierto humor.

– No es rara, pero esta vez resulta bastante desorientadora. Y tratándose de una familia como la de sir Basil Moidore, no se pueden ejercer presiones tan fuertes como en el caso de gentes menos relevantes desde el punto de vista social.

Callandra ya disponía de la información que le hacía falta.

– Naturalmente, en un caso así tiene que ser muy difícil. Y por otra parte, tanto el público a través de los periódicos como las autoridades presionan muy fuerte para que se encuentre una solución.

La camarera trajo el chocolate y la propia Callandra se encargó de servirlo para que la sirvienta saliera cuanto antes. Estaba caliente y cremoso, una verdadera delicia, y Callandra tuvo la satisfacción de ver lo bueno que le sabía a Monk así que lo cató.

– Aparte de que uno tiene la desventaja de no poder observarlos salvo en circunstancias muy poco normales -prosiguió Callandra, a lo que Monk asintió con aire apesadumbrado-. ¿Cómo va a hacerles uno las preguntas que querría cuando los ve tan desconfiados y comprueba que todas sus respuestas son precavidas y tienen como única finalidad protegerse? Lo único que cabe esperar es que sus mentiras sean tan complicadas que acaben revelando alguna verdad.

– ¿Conoce usted a los Moidore? -Monk sintió aquella curiosidad al ver el interés que despertaba en ella el caso.

Callandra agitó la mano en el aire.

– Tengo con ellos una relación social. Londres es muy pequeño y la mayor parte de familias distinguidas se relacionan poco o mucho. Ésta es la finalidad de un gran número de matrimonios. Un primo mío lejano está emparentado con uno de los hermanos de Beatrice. ¿Cómo se ha tomado Beatrice la tragedia? Debe de pasarlo muy mal.

Monk dejó la taza en el plato.

– Muy mal -replicó, abstraído ahora en un hecho que lo desconcertaba-. Al principio pareció soportarlo bastante bien, con mucha calma y una gran entereza, pero de pronto se vino abajo y se encerró en su dormitorio. Me han dicho que está enferma, pero yo no la he visto.

– ¡Pobre! -exclamó Callandra, llena de comprensión-. ¡Lástima que no pueda ayudarle a usted en sus pesquisas! ¿Cree que debe de saber alguna cosa?

La miró atentamente. Monk tenía unos ojos penetrantes, de un color gris oscuro pero límpido, y una manera de mirar tan directa que habría hecho vacilar a más de uno, pero Callandra tenía arrestos para aguantar la mirada de un basilisco.

– Es posible -dijo Monk con cautela.

– Lo que usted necesita es una persona que viva en la casa y a quien la familia y los criados no le den ninguna importancia -dijo como si acabase de ocurrírsele aquella idea justo en aquel momento- y por supuesto que no tenga nada que ver con la investigación… una persona que esté muy enterada del comportamiento de la gente y que pueda observarlos a todos para después darle cuenta de todo lo que dicen y hacen en privado, de todos los matices de tono y expresión.

– Un milagro -dijo él secamente.

– En absoluto -replicó ella con igual severidad en el rostro-, bastaría con disponer de una mujer.

– No tenemos mujeres en la policía. -Volvió a coger la taza y, mientras bebía, miró a Callandra por encima del borde de la misma-. Incluso si las tuviéramos sería muy difícil colocar a una en la casa.

– ¿No me ha dicho que lady Moidore está en cama?

– ¿Y en qué puede favorecernos esta situación? -dijo él mirándola con ojos muy abiertos.

– A lo mejor a ella le conviene contar con los servicios de una enfermera. Como es natural, la pobre está desolada debido a la muerte de su hija por asesinato. Es muy posible que tenga alguna idea acerca de quién puede ser el responsable. No me extraña que esté enferma, la pobre. ¿Quién no lo estaría en su lugar? Estoy convencida de que disponer de una enfermera le vendría de perlas.

Monk dejó el chocolate y miró fijamente a Callandra.

Esta se esforzó en mantener el rostro inexpresivo y mostrar un aire perfectamente inocente.

– En estos momentos Hester Latterly, que es una enfermera excelente, está sin trabajo. Es una de las enfermeras de la señorita Nightingale. Se la recomiendo encarecidamente. La considero perfectamente preparada para encargarse de esta misión. Como usted sabe es una joven muy observadora y no carece de valentía personal. No porque se haya cometido un asesinato en la casa va a sentirse arredrada en lo más mínimo.

– ¿Y el dispensario? -dijo Monk lentamente, al tiempo que en sus ojos brillaba una lucecita.

– Ya no trabaja en él -precisó con cara perfectamente inocente.

Monk pareció sorprendido.

– Una diferencia de opinión con el médico -explicó ella.

– ¡Ah!

– Que es un perfecto imbécil -añadió ella.

– Ya me lo imagino -dijo Monk con una ligera sonrisa que le iluminó los ojos.

– Estoy segura de que si usted se lo pide -prosiguió- y lo hace con un poco de tacto, Hester estará dispuesta a solicitar de sir Basil Moidore que le permita ocuparse de su esposa hasta que vuelva a ser la misma de antes. Yo estaré encantada de facilitar las referencias necesarias. Yo que usted no hablaría con el hospital y, por otra parte, convendría que tampoco le hablase a Hester de mí… a menos que sea necesario ir con la verdad por delante.

La sonrisa de Monk era ahora absolutamente franca.

– Muy bien, lady Callandra. Es una idea excelente y le estoy sumamente agradecido.

– No tiene ninguna importancia -dijo Callandra con aire inocente-, ni la más mínima. También hablaré con mi prima Valentina, que estará encantada de hacer esta sugerencia a Beatrice al tiempo que le recomienda a la señorita Latterly.


Hester quedó tan sorprendida al ver a Monk que ni se le ocurrió preguntarse cómo se había enterado de su dirección.

– Buenos días -dijo, sorprendida-. ¿Acaso ha…? -Pero se calló porque no estaba segura de lo que quería preguntarle.

Monk sabía ser circunspecto cuando le interesaba. Había aprendido a comportarse de aquel modo no sin ciertas dificultades, pero su ambición había acabado dominando su temple y hasta su orgullo, hecho que había ocurrido en el momento oportuno.

– Buenos días -respondió con voz afable-. No, no ha ocurrido nada alarmante, pero tengo que pedirle un favor que me gustaría mucho que me concediese.

– ¿Yo? -Hester todavía no había salido de su asombro, casi no podía dar crédito a lo que le sucedía.

– Sí, suponiendo que quiera concedérmelo. ¿Puedo sentarme?

– Sí, por supuesto.

Estaban en la salita de la señora Horne y Hester le indicó el asiento más próximo al magro fuego de la chimenea. Monk obedeció y le expuso el objeto de su visita antes de que una conversación trivial pudiera llevarlo a traicionar a Callandra Daviot.

– Me ocupo del caso de Queen Anne Street, el asesinato de la hija de sir Basil Moidore.

– Ya me lo figuraba -respondió ella con mucho comedimiento y con los ojos rebosantes de expectación-. Los periódicos no hablan de otra cosa, pero yo no conozco a nadie de la familia, ni tampoco sé nada de ellos. ¿Tienen alguna conexión con Crimea?

– Sólo lejana.

– Entonces, ¿en qué puedo…? -Se calló esperando que él le diera una respuesta.

– Quien la mató fue una persona de la casa -dijo Monk- y lo más probable es que sea de la familia.

– ¡Oh…! -Su mirada revelaba que estaba empezando a comprender, si no la parte que ella podía tener en el caso, por lo menos las dificultades con las que Monk se enfrentaba-. ¿Y cómo hará para investigar?

– Con mucho cuidado -dijo Monk sonriendo-. Lady Moidore está en cama. No sé qué parte de su malestar responde al dolor producido por lo ocurrido, ya que al principio se lo tomó con una gran entereza, y qué parte responde a que quizá sepa algo comprometedor para algún miembro de la familia y le resulte insoportable.

– ¿Y yo qué puedo hacer? -preguntó Hester con toda su atención puesta en él.

– ¿Le podría interesar hacer de enfermera de lady Moidore, observar a la familia y, en caso de que sea posible, enterarse de qué preocupa especialmente a la señora?

Se sintió inquieta.

– Me pedirían mejores referencias que las que puedo ofrecer.

– ¿Acaso la señorita Nightingale no las daría buenas?

– Sí, ella sí, pero el dispensario no.

– De acuerdo, esperemos entonces que no pregunten al dispensario. Creo que lo principal es que usted sea del gusto de lady Moidore…

– Supongo que lady Callandra también hablaría bien de mí.

Monk se recostó en el asiento con aire tranquilo. -Seguro que con esto bastará. Entonces, ¿le gustaría hacer este trabajo?

Hester sonrió apenas.

– Si la familia solicita una persona para este puesto, puedo optar a él… lo que no puedo hacer es llamar a la puerta de su casa preguntándoles si necesitan una enfermera.

– ¡Naturalmente! Haré lo que pueda para arreglar este particular. -No le dijo nada acerca del primo de Callandra Daviot y procuró evitar explicaciones difíciles-. La gestión se hará verbalmente, como suelen hacerse estas cosas en las mejores familias. Supongo que dejará que hablen de usted, ¿verdad? ¡Estupendo!

– Dígame algo sobre la familia.

– Creo que será mejor que usted misma vaya descubriéndolo todo… y ni que decir tiene que sus opiniones serán preciosas para mí. -Frunció el ceño lleno de curiosidad-. ¿Qué pasó en el dispensario?

Hester, apesadumbrada, lo puso al corriente de lo ocurrido.


Consiguieron convencer a Valentina Burke-Heppenstall de que fuera personalmente a Queen Anne Street para interesarse por la enferma pero, al ver que Beatrice no quería recibirla, se lamentó de la desgracia que afligía a su amiga y sugirió a Araminta que tal vez podría serle útil contar con la colaboración de una enfermera que la ayudara y llegara allí donde no alcanzaran las atareadas doncellas de la casa. Después de pensárselo un rato, Araminta comprendió que debía acceder. Aquella solución descargaría a todas las personas de la casa de una responsabilidad que en realidad no estaban en condiciones de asumir.

Valentina podía aconsejarles una persona siempre que no consideraran una impertinencia que se inmiscuyera en aquel asunto. Las jóvenes formadas por la señorita Nightingale, verdaderamente raras de encontrar entre las enfermeras, eran las mejores; además, solían ser muchachas de buena familia, es decir, señoritas que se podían tener en casa.

Araminta se sintió muy agradecida. Se entrevistaría lo antes posible con la persona que ella le recomendara.

En consecuencia, Hester se puso su mejor uniforme, tomó un cabriolé y se dirigió a Queen Anne Street, donde se sometió a la inspección de Araminta.

– Me la ha recomendado lady Burke-Heppenstall -le anunció Araminta con voz grave.

Araminta llevaba un vestido de tafetán negro que crujía a cada uno de sus movimientos y su enorme falda rozaba las patas de las mesas y los ángulos de los sofás y butacas cuando se desplazaba de un lado a otro del salón recargado de muebles. Lo oscuro del vestido y los negros crespones que cubrían los cuadros y puertas en señal de luto hacían resaltar la llamarada de su cabellera, de la que se prendía la luz, cálida y llena de vida como el oro.

Araminta observó con satisfacción el vestido de paño gris que llevaba Hester y juzgó positivamente su severo aspecto.

– ¿Puedo saber por qué busca usted trabajo en estos momentos, señorita Latterly? -No hizo ningún intento de mostrarse cortés. Aquélla era una entrevista de negocios, no de tipo social.

Hester, siguiendo las sugerencias de Callandra, ya tenía preparada una excusa. Era frecuente que los servidores ambiciosos aspirasen a trabajar para una persona con título. A veces los sirvientes eran más convencionales que sus propios amos y tanto los modales como la corrección con que pudieran expresarse los demás criados eran para ellos de considerable importancia.

– Desde que he regresado a Inglaterra, señora Kellard, prefiero prestar mis servicios de enfermera en casa de una buena familia que en un hospital.

– Lo encuentro muy lógico -aceptó Araminta sin un titubeo-. Mi madre no está enferma, señorita Latterly, lo que pasa es que acaba de sufrir una terrible desgracia y no queremos que se hunda en un estado de melancolía. Le costaría muy poco. Necesita una compañía agradable… una persona que se ocupe de que duerma bien y coma lo suficiente para conservar la salud. ¿Está dispuesta a desempeñar este tipo de trabajo, señorita Latterly?

– Sí, señora Kellard, me encantará si cree que puedo serle de utilidad. -Hester se obligó a mostrarse humilde recordando la cara de Monk… y la verdadera finalidad que la llevaba a aquella casa.

– Muy bien, entonces puede considerarse contratada. Puede traer todas sus cosas y empezar mañana mismo. Buenos días.

– Buenos días, señora… y muchas gracias.

Así pues, al día siguiente Hester se trasladó a Queen Anne Street con sus escasos bártulos embutidos en una maleta y llamó a la puerta trasera de la casa dispuesta a que le indicaran dónde estaba su habitación y cuáles serían sus obligaciones. Su posición se salía bastante de lo común: era bastante más que una criada pero mucho menos que una invitada. Aunque la consideraban competente, no formaba parte del personal de servicio propiamente dicho, pero tampoco podían equipararla con un profesional, como por ejemplo un médico. Era un miembro más de la casa, por consiguiente debía moverse al son que tocaban los demás y conducirse en todas las circunstancias de forma aceptable a ojos de su ama y señora, palabra esta última que se le quedaba atravesada entre los dientes.

Sin embargo, ¿por qué era así? Ella no tenía nada, ni bienes ni perspectivas de futuro y, por otra parte, como se había excedido en sus funciones y había aplicado un tratamiento médico a John Airdrie sin contar con el permiso de Pomeroy, tampoco contaba con ningún otro trabajo. Y por supuesto, aquí no se trataba únicamente de ocuparse tan bien como supiera de lady Moidore sino que, además, debía hacer para Monk aquel trabajo más interesante y peligroso que él le había encomendado.

Le adjudicaron una agradable habitación en el piso situado encima de los dormitorios de la familia, donde gracias a la conexión de una campana podía responder así que la llamasen. Durante los ratos libres, suponiendo que los tuviera, podía dedicarse a leer o escribir cartas en la salita destinada a las doncellas de las señoras. Le especificaron muy claramente cuáles serían sus deberes y cuáles correspondían a la doncella Mary, una muchacha morena y espigada de poco más de veinte años con un rostro lleno de carácter y una lengua muy pronta. También la informaron de las competencias de la doncella del piso superior, Annie, una muchachita de unos dieciséis años, llena de curiosidad, muy lista y excesivamente obstinada para sus gustos.

Le mostraron la cocina y le presentaron a la cocinera, la señora Boden, a la camarera de cocina Sal, a la fregona May, al limpiabotas Willie y, finalmente, a las lavanderas Lizzie y Rose, que se ocupaban de la ropa blanca. Vio en el rellano a la doncella de las otras señoras, Gladys, que estaba al servicio de la esposa de Cyprian Moidore y de la señorita Araminta. En cuanto a la doncella del piso de arriba, Maggie, a la doncella para todo Nellie y a la vistosa camarera Dinah, estaban al margen de la responsabilidad de Hester. En lo que respectaba a la bajita y mandona ama de llaves, la señora Willis, no tenía jurisdicción alguna sobre las enfermeras, lo que era un mal principio para su relación. Estaba acostumbrada a ejercer la autoridad y le molestaba que en la casa hubiera una persona que para ella era una criada pero que quedaba fuera de su ámbito. Su rostro pequeño y franco demostró una desaprobación instantánea. A Hester le recordaba una matrona de hospital particularmente eficiente, pero la comparación no era de lo más afortunado.

– Usted comerá con los demás sirvientes -le informó la señora Willis con malos modos-, a menos que sus deberes se lo impidan. Después del desayuno, que es a las ocho de la mañana, nos reunimos todos. -Se apoyó particularmente en la última palabra, mirando a Hester a los ojos-. Todos los días rezamos oraciones que dirige sir Basil. Supongo, señorita Latterly, que usted pertenece a la Iglesia de Inglaterra.

– Oh, sí, señora Willis -respondió Hester inmediatamente, aunque no profesaba aquella religión por propia inclinación, ya que era no conformista por naturaleza.

– Bien -asintió la señora Willis-, perfectamente. Nosotros comemos entre las doce y la una del mediodía, mientras lo hace también la familia. En cuanto a la cena, depende de los días. En ocasión de banquetes, a veces se cena bastante tarde. -Enarcó, muy altas, las cejas-. En esta casa se dan banquetes de los más suntuosos de Londres, y la cocina es excelente. Pero como actualmente estamos de luto, la familia no está para esas diversiones. Cuando vuelva la normalidad supongo que sus servicios ya no serán necesarios en esta casa. Me imagino que usted tendrá medio día de fiesta cada quincena, como el resto del personal. Con todo, si la señora manda otra cosa, será lo que ella diga. Como no era un puesto permanente, Hester no estaba todavía muy interesada en el tiempo libre que tenía destinado, siempre que tuviera oportunidad de ver a Monk para informarlo de alguna averiguación.

– Sí, señora Willis -replicó, ya que al parecer la mujer esperaba respuesta.

– Creo que tendrá pocas ocasiones, por no decir ninguna, de ir a la sala de estar, pero en caso de que tuviera que ir a dicha habitación espero que ya sabrá que no está bien visto llamar con los nudillos en la puerta. -Tenía los ojos fijos en la cara de Hester-. Es una intolerable vulgaridad llamar a la puerta de una sala de estar.

– Por supuesto, señora Willis -se apresuró a decir Hester.

Jamás se había detenido a reflexionar sobre el asunto, pero pensó que era mejor que no se notase.

– La doncella se ocupará de su habitación, por supuesto -prosiguió el ama de llaves observando a Hester con mirada crítica-, pero usted tendrá que encargarse de planchar sus delantales. Las lavanderas ya tienen bastante trabajo y, por otra parte, las camareras de las señoras tienen muchas cosas que hacer para tener que ocuparse, además, de usted. Si recibe cartas… ¿tiene usted familia? -Esta última frase sonó como un reto, era cosa sabida que las personas que no tenían familia carecían de respetabilidad, eran unas cualquiera.

– Sí, señora Willis, tengo familia -dijo Hester con decisión-. Por desgracia, mis padres murieron hace muy poco tiempo y uno de mis hermanos perdió la vida en Crimea, pero me queda un hermano; lo quiero mucho, y a su esposa también.

La señora Willis quedó satisfecha.

– Muy bien. Siento la muerte de su hermano en Crimea, pero ya se sabe que en aquella guerra murieron muchos jóvenes. Morir por la reina y por la patria siempre es un honor, aunque no deja de ser una desgracia que hay que sobrellevar con toda la fortaleza posible. Mi padre también fue soldado… un hombre hecho y derecho, un hombre íntegro. La familia es algo muy importante, señorita Latterly. Todo el personal de la casa es extremadamente respetable.

Hester se mordió la lengua y se esforzó en abstenerse de decir lo que pensaba sobre la guerra de Crimea y sus motivos políticos o la manifiesta incompetencia demostrada en la dirección de la misma. Se dominó limitándose a bajar los ojos como otorgando su modesto consentimiento.

– Mary le enseñará dónde está la escalera de las sirvientas. -La señora Willis había terminado con las cuestiones de tipo personal y volvía a ocuparse de lo referente al trabajo.

– ¿Cómo dice? -Hester se quedó un momento confusa.

– La escalera de las sirvientas -repitió la señora Willis con acritud-. Tendrá que subir y bajar por esa escalera, hija mía. Ésta es una casa decente. No irá a suponer que va a servirse de la escalera de los criados, ¿verdad? ¡No faltaría más! Espero no se le pasen por la cabeza ideas semejantes.

– ¡Claro que no, señora! -Hester reaccionó rápidamente e inventó una explicación-. Lo que pasa es que no estoy acostumbrada a casas tan enormes. Hace poco tiempo que he vuelto de Crimea. -Lo dijo por si la señora Willis sabía de la mala reputación de las enfermeras de Inglaterra-. Allí no había criados.

– Sí, ya sé. -En realidad, la señora Willis, no sabía nada del asunto, aunque no estaba dispuesta a confesarlo-. Pero resulta que aquí tenemos cinco criados que residen fuera de la casa, y a los que usted no es probable que llegue a conocer, y dentro de la casa tenemos al señor Phillips, el mayordomo; a Rhodes, el camarero de sir Basil; a Harold y a Percival, los lacayos. Y también a Willie, el limpiabotas. Pero no tratará con ninguno de ellos.

– No, señora.

La señora Willis sorbió aire por la nariz.

– Muy bien. Pues lo mejor que ahora puede hacer es presentarse a lady Moidore y ver si puede hacer algo por ella, la pobre. -Se alisó el delantal, y un tintineo de llaves acompañó ese movimiento-. Como si no le bastara con la pérdida de una hija, encima todavía tiene que soportar a la policía metiéndose por toda la casa y acribillando a la gente a preguntas. ¡Dónde iremos a parar! Si todo el mundo hiciera lo que tiene que hacer, no ocurrirían estas cosas.

Como se suponía que Hester no estaba al tanto del asunto, se refrenó de decir que no podía esperarse de la policía, por muy diligente que fuera, que evitara los crímenes que se cometen en las casas.

– Gracias, señora Willis -dijo para no comprometerse. Dio media vuelta y subió al piso de arriba para conocer a Beatrice Moidore.

Dio unos golpecitos en la puerta del dormitorio y, pese a no obtener respuesta, entró. La habitación era muy agradable y femenina, adornada con brocados floreados, cuadros y espejos con marcos ovalados y tres sillones cómodos y ligeros que no sólo tenían una función ornamental sino también útil. Las cortinas estaban descorridas y un sol frío inundaba la habitación.

Beatrice estaba tendida en la cama y llevaba encima un salto de cama de satén. Tenía los ojos fijos en el techo y la cabeza apoyada en los brazos doblados. Al entrar Hester no cambió de postura.

Aun cuando Hester había ejercido de enfermera en el ejército, donde se había ocupado mayormente de atender a hombres heridos de gravedad o afectados de enfermedades sin camino de retorno, también tenía una cierta experiencia de la conmoción, profunda depresión y miedo que seguían a una amputación, de la sensación de manifiesta impotencia que abruma a los seres humanos cuando son pasto de estas emociones. En Beatrice Moidore le pareció ver miedo y también esa actitud hierática del animal que no se atreve a moverse para no atraerse la atención ajena, que no sabe hacia qué lado huir.

– Lady Moidore -Hester se dirigió a ella con voz queda.

Beatrice se dio cuenta de que acababa de oír una voz desconocida en un tono desacostumbrado, más resuelto que el de una sirvienta. Volvió la cabeza para mirarla.

– Lady Moidore, soy Hester Latterly. Soy enfermera y he venido a su casa para cuidar de usted hasta que se encuentre mejor.

Beatrice se incorporó lentamente apoyándose en los codos.

– ¿Una enfermera? -dijo con una sonrisa débil y torciendo ligeramente los labios-. Pero si yo no estoy… -Seguramente cambió de parecer porque calló y volvió a tenderse- en mi familia se ha cometido un asesinato… lo mío no es una enfermedad.

Así pues, Araminta no le había dicho nada acerca de las decisiones que habían tomado, ni siquiera le habían consultado al respecto… ¿quizá debido a un olvido?

– No -admitió Hester en voz alta-, yo veo su mal más bien como una herida, pero yo me formé como enfermera en Crimea, o sea que estoy acostumbrada a curar heridas y ocuparme también de la conmoción y el dolor que provocan. A veces uno incluso tarda tiempo en recuperar el deseo de ponerse bien.

– ¿Estuvo en Crimea? ¡Qué trabajo tan útil!

Hester quedó sorprendida. Era una apreciación curiosa. Observó con más atención el rostro sensible e inteligente de Beatrice, sus grandes ojos, su nariz prominente y sus labios finos. Distaba mucho de ser una mujer de belleza clásica, tampoco tenía ese aire duro y severo que suele ser objeto de admiración. Parecía demasiado vital para resultar atractiva a ojos de muchos hombres, que normalmente buscan en la mujer un carácter mucho más apacible. Hoy, sin embargo, su aspecto desmentía completamente el carácter que revelaban sus rasgos.

– Sí -hubo de admitir Hester-, y como mis familiares han muerto y no me han dejado bien provista, tengo necesidad de continuar siendo útil.

Beatrice volvió a sentarse.

– Ser útil debe de ser muy satisfactorio. Mis hijos son personas adultas y, además, están casados. Solemos procurarnos esparcimientos… bueno, antes nos los procurábamos… mi hija Araminta posee el don de saber elegir a los invitados y se ocupa de que sean personas interesantes y divertidas, mi cocinera es la envidia de medio Londres y mi mayordomo sabe dónde encontrar quien le preste ayuda cuando la necesita. Todo el personal de la casa está muy preparado y, encima, tengo un ama de llaves tan extraordinaria que no aprecia demasiado que me meta en sus asuntos.

Hester sonrió.

– Sí, ya me lo imagino porque he tenido ocasión de conocerla. ¿Usted ya ha comido?

– No tengo hambre.

– Entonces podría tomar un poco de sopa y algo de fruta. Si no bebe, se encontrará peor y, si se siente mal físicamente, su situación general no mejorará.

Beatrice pareció tan sorprendida como le permitía demostrar el estado de indiferencia en que se encontraba.

– Es usted muy contundente.

– Hablo así para que no se me entienda mal.

Beatrice sonrió aún en contra de su voluntad.

– No creo que la malinterpreten demasiado a menudo.

Hester mantuvo la compostura. No quería olvidar que su deber primordial era cuidar de una mujer que estaba sufriendo.

– ¿Quiere que le traiga un poco de sopa y algo de tarta de fruta o un flan?

– Supongo que, aunque le diga que no, me lo traerá lo mismo… ¿No será usted la que tiene hambre?

Hester sonrió, echó otra mirada a su alrededor y se dirigió a la cocina para comenzar a ejercer sus deberes de señorita de compañía.


Aquella noche Hester volvió a tener otro encuentro con Araminta. Había bajado a la biblioteca para ver de encontrar algún libro que pudiera interesar a Beatrice y tal vez ayudarle a conciliar el sueño y, después de rebuscar en los estantes y desechar voluminosos libros de historia y libros de filosofía, más voluminosos aún, encontró los libros de poesía y las novelas. Estaba arrodillada en el suelo con las faldas alrededor del cuerpo cuando entró Araminta.

– ¿Se le ha perdido a usted algo, señorita Latterly? -preguntó con un leve tono de desaprobación en la voz. Después de todo, la postura era inconveniente y denotaba una excesiva familiaridad para una persona que era poco más que una criada.

Hester se puso en pie y se recompuso la ropa. Las dos mujeres eran aproximadamente de la misma estatura y estaban ahora frente a frente, separadas por una pequeña mesa de lectura. Araminta llevaba un vestido de seda negro con ribetes de terciopelo y cintas de seda entretejidas hasta el talle y su encendida cabellera refulgía como las caléndulas bajo el sol. Hester llevaba un vestido de una tonalidad gris azulada y un delantal blanco encima y sus cabellos adquirían un discreto color castaño con leves toques de caoba y miel cuando estaba al sol, aunque bastante apagados comparados con los de Araminta. -No, señora Kellard -respondió con voz grave-. Estaba buscando un libro para dedicar un rato de lectura a lady Moidore antes de que se retirara a descansar. He pensado que podría ayudarle a conciliar el sueño.

– ¿En serio? Creía que el láudano era mucho más efectivo.

– Sólo hay que utilizarlo como último recurso, señora -dijo Hester con voz monocorde-, porque suele provocar adicción y resulta peor el remedio que la enfermedad.

– Supongo que ya sabrá que hace menos de tres semanas asesinaron a mi hermana en esta misma casa. -Araminta estaba muy erguida y su mirada era muy decidida. Hester admiró aquella fuerza moral que le permitía hablar tan abiertamente de un tema que habría resultado muy delicado para muchos.

– Sí, estoy enterada -respondió Hester en tono grave-. No es de extrañar, por tanto, que su madre esté tan afectada, especialmente porque la policía sigue viniendo a menudo a esta casa para hacer pesquisas. Yo había pensado que un libro la ayudaría a apartar sus pensamientos de los pesares que ahora le acongojan, por lo menos hasta que le entrara sueño, evitando así las consecuencias desagradables de los fármacos. Por supuesto que no servirá para que olvide por completo sus penas. No quisiera parecer ruda, pero también yo perdí a mis padres y a un hermano, y estoy muy familiarizada con el sufrimiento.

– Seguramente por esto nos la recomendó lady Burke-Heppenstall. Considero que lo mejor que puede hacer por mi madre será procurar que no piense en mi hermana Octavia ni en la persona responsable de su muerte. -Los ojos de Araminta no vacilaron ni evitaron en lo más mínimo los de Hester-. Menos mal que usted no tiene miedo de vivir en la casa, aunque tampoco haya motivo para tenerlo, claro. -Sacudió ligeramente los hombros, como si hubiera sentido un escalofrío-. Es muy probable que todo sea fruto de una relación errónea que terminó en tragedia. Si usted se conduce como es debido y no se permite familiaridades con nadie, no se entromete en nada ni se muestra en exceso curiosa…

Se abrió la puerta y entró Myles Kellard. Lo primero que se le ocurrió a Hester al verlo fue que era un hombre muy guapo y con una gran personalidad, uno de esos hombres que saben cantar o que cuentan chistes con gracia, seguramente un buen conversador. Si su boca denotaba quizás una falta de sobriedad a lo mejor era porque tenía mucho de soñador.

– … estoy segura de que no va a tener dificultades -Araminta terminó la frase sin volverse a mirar a Myles ni dar muestras de que se había dado cuenta de su presencia.

– ¿Estás poniendo en guardia a la señorita Latterly en relación con nuestro arrogante y entrometido policía? -preguntó Myles, lleno de curiosidad. Se volvió hacia Hester con una sonrisa, una expresión espontánea y simpática-. Lo mejor es que lo ignore, señorita Latterly, y si se pone muy pesado con usted, me lo dice y tendré sumo gusto en librarla de sus importunidades. Ése es capaz de sospechar… -Sus ojos observaron a Hester con interés, lo que provocó en ella la desagradable y repentina sensación de ser una mujer poco favorecida por la naturaleza y de llevar un atuendo excesivamente humilde. Le hubiera encantado ver brillar en los ojos de aquel hombre una chispa de interés al mirarla.

– ¿Cómo va a sospechar de la señorita Latterly? -dijo Araminta-. No olvides que ella no estaba aquí entonces.

– ¡Claro que no! -admitió él extendiendo el brazo hacia su mujer, aunque ella, con un gesto leve, imperceptible casi, se apartó para evitar que la tocara. Él se quedó en suspenso, pero modificó el gesto y enderezó un dibujo colocado sobre el escritorio.

– De no ser así, seguro que la molestaba -prosiguió Araminta con frialdad-. Parece sospechar de todo el mundo, incluso de la familia.

– ¡Tonterías! -Myles quería mostrarse impaciente, pero a Hester le pareció que más bien parecía incómodo. Se había sonrojado de pronto y los ojos se le movían, inquietos, de un objeto a otro, como evitando mirar a nadie-. ¡Es de lo más absurdo! ¿Qué motivo podía tener ninguno de nosotros para cometer un acto tan espantoso? Y aunque existiera ese motivo, tampoco habríamos podido hacerlo. De veras, Minta, creo que estás asustando a la señorita Latterly.

– Yo no he dicho que lo haya hecho uno de nosotros, Myles, sólo que esto es lo que cree el inspector Monk… quizá por algo que le dijo Percival sobre ti. -Myles se quedó lívido, después Araminta se volvió y prosiguió con toda deliberación-: Ese Percival es un tipo de lo más irresponsable. Como estuviera absolutamente segura de que le ha contado algo, lo echaba a la calle. -Hablaba con decisión, pero parecía como si pensara en voz alta, absorta en sus elucubraciones, no en el efecto que pudieran tener. Se habría dicho que su cuerpo, cubierto por el hermoso vestido que llevaba, estaba envarado como un tronco en medio de la tranquilidad del ambiente, y su voz era penetrante-. Pienso que la sospecha que tiene mamá de lo que haya podido decir Percival ha sido lo que la ha condenado a la cama. Si no quieres que se ponga peor, mejor que evites verla, Myles. Es posible que te tenga miedo. -Se volvió de repente hacia Myles con una sonrisa, era una mujer deslumbrante y frágil a la vez-. Ya sé que se trata de algo totalmente absurdo, pero el miedo a veces es irracional. Ocurre que en ocasiones nos hacemos las ideas más peregrinas acerca de determinadas personas y, por mucho que nos digan, nadie llega a convencernos nunca de que son infundadas.

Araminta inclinó ligeramente la cabeza a un lado.

– Después de todo, ¿qué razón podrías haber tenido para pelearte tan violentamente con Octavia? -Parecía dudar-. Pero mamá se lo ha creído, eso es evidente. Espero que no le diga nada al señor Monk, porque sería de lo más molesto. -Volviéndose en redondo hacia Hester añadió-: ¿No podría intentar convencer a mi madre de la realidad, señorita Latterly? Le quedaríamos eternamente agradecidos. Bueno, tengo que ir a ver a la pobre Romola. Tiene dolor de cabeza y Cyprian nunca sabe cómo cuidarla. -Se recogió la falda y salió de la estancia erguida y con garbo.

Hester estaba muy azorada. Era evidente que Araminta sabía que había asustado a su marido y que había disfrutado haciéndolo, que era una maniobra calculada. Hester volvió a inclinarse sobre los libros porque no quería que Myles advirtiera que se había percatado de la situación.

Myles se colocó detrás de ella, a menos de un metro de distancia. Hester tenía una aguda sensación de su presencia.

– No tiene por qué preocuparse, señorita Latterly -dijo con voz ligeramente ronca-. Lady Moidore tiene una imaginación desbocada. Como muchas mujeres, dicho sea de paso. Lo embarulla todo y las más de las veces dice las cosas sin intención. Supongo que lo entenderá, ¿verdad? -Lo dijo como queriendo indicar que Hester era como todas y que tampoco había que hacer demasiado caso de lo que ella dijera.

Se levantó y lo miró a los ojos, estaba tan cerca que veía la sombra de las largas pestañas de Myles sobre las mejillas, pero no quiso retroceder.

– No, yo no lo entiendo, señor Kellard -dijo eligiendo cuidadosamente las palabras-. Raras veces digo lo que no pienso y cuando da esa impresión es por una razón accidental, por un uso indebido de las palabras, no porque exista confusión en mis pensamientos.

– Naturalmente, señorita Latterly -sonrió-. Pero en el fondo estoy seguro de que usted es como todas las mujeres…

– Si la señora Moidore tiene dolor de cabeza, quizá pueda aliviárselo -dijo Hester de pronto, ya que no quería replicarle con la frase que tenía en la punta de la lengua.

– Lo dudo -replicó Myles, dando un paso a un lado-. Lo que ella desea no son sus cuidados. De todos modos, puede intentarlo. Incluso sería divertido.

Hester optó por hacer como que no lo entendía.

– Cuando uno tiene dolor de cabeza le importa poco de quién puede venir la ayuda.

– Es posible -admitió-. Lo que pasa es que yo nunca tengo dolor de cabeza… por lo menos no del mismo tipo de los que tiene Romola. Los de ese tipo sólo los tienen las mujeres.

Hester cogió el primer libro que tenía delante de la mano y, sosteniéndolo con la cubierta hacia ella de modo que no se pudiera leer el título, pasó junto a Myles dispuesta a salir.

– Si usted me perdona, tengo que ir a ver cómo se encuentra Lady Moidore.

– Naturalmente -murmuró él-, aunque dudo que la encuentre diferente a como la ha dejado.


Al día siguiente Hester tuvo ocasión de comprender mejor lo que había querido insinuar Myles al referirse al dolor de cabeza de Romola. Venía del invernadero con un ramillete de flores para adornar la habitación de Beatrice cuando se encontró con Romola y Cyprian. Estaban hablando de pie, de espaldas a ella, demasiado enzarzados en la conversación para advertir su presencia.

– Me haría muy feliz que tú quisieras -le decía Romola con una nota implorante en la voz, arrastrando las palabras, un poco quejumbrosa, como si no fuera la primera vez que le pedía aquello.

Hester se detuvo y retrocedió un paso para ver de ocultarse detrás de la cortina, desde donde podía ver la espalda de Romola y la cara de Cyprian. Él tenía aspecto cansado y torturado, con sombras debajo de los ojos y los hombros encorvados, como si esperase que le asestasen un golpe.

– Sabes que en este momento no serviría de nada -replicó él con actitud paciente-, nuestros asuntos no mejorarían.

– ¡Oh, Cyprian! -Romola se volvió hacia él, irritada, manifestando con todo su cuerpo la desilusión y la contrariedad que sentía-. De veras te digo que deberías intentarlo. Para mí cambiaría todo por completo.

– Ya te he explicado que… -comenzó a decir él, pero renunció al intento de explicarle nada-. Sé que lo deseas -dijo con aspereza, evidenciando toda la exasperación que sentía-, y si pudiera convencerlo, lo haría.

– ¿De veras lo harías? A veces dudo que te importe mi felicidad.

– Romola… yo…

Al llegar a este punto, Hester ya no pudo soportarlo por más tiempo. Le molestaban las personas que, a través de presiones morales, hacían responsables a los demás de su felicidad. Quizá fuera porque ella no había contado nunca con nadie que se responsabilizara de la suya, pero la cuestión era que, aun sin conocer los detalles, se ponía del lado de Cyprian. De pronto tropezó ruidosamente con la cortina e hizo sonar las anillas, soltó una exclamación de sorpresa y enfado y, cuando se volvieron los dos a mirarla, sonrió como disculpándose, se excusó y pasó con el ramillete de margaritas de color rosa en la mano. El jardinero las había llamado de otra manera, pero para ella «margaritas» ya estaba bien.


Se amoldó a la vida de Queen Anne Street con ciertas dificultades. En el aspecto material, la casa era extremadamente cómoda. Estaba bien caldeada, salvo las habitaciones de los criados, situadas en los pisos tercero y cuarto y, en lo que se refería a la comida, no había comido nunca tan bien, aparte de que las cantidades eran en extremo abundantes. Había carne, pescado de río y de mar, caza, aves de corral, ostras, langosta, venado, estofado de liebre, empanadas, pasteles, verduras, fruta, dulces, tartas y flanes, budines y postres. Los criados a menudo comían no sólo las sobras del comedor sino también la comida preparada especialmente para ellos.

Hester se aprendió la jerarquía de los criados, sabía qué competencias correspondían exactamente a cada uno y quién estaba por debajo de quién, detalles que tenían una extraordinaria importancia. Nadie se inmiscuía en el trabajo que competía a los demás, que se situaba ya fuera por debajo ya por encima de la jurisdicción de cada uno, y todos se reservaban el suyo propio con celosa precisión. No permitiera el cielo que nadie solicitara de una camarera veterana que hiciera el trabajo que correspondía a otra camarera de menor rango o, peor aún, que un lacayo se tomase alguna libertad en la cocina y ofendiera a la cocinera.

Y lo más interesante de todo es que Hester averiguó en qué se basaban las simpatías y en qué las rivalidades, quién podía sentirse ofendido por las observaciones de otro y, muy a menudo, por qué.

Todo el mundo sentía un gran respeto por la señora Willis y, en el terreno práctico, muchos de los criados tenían al señor Phillips por más amo que al propio sir Basil, entre otras razones porque a éste muchos no lo habían llegado a ver nunca. Circulaban bastantes chistes y manifestaciones irrespetuosas en relación con el amaneramiento militar del señor Phillips y se había oído más de una broma sobre los brigadas, aunque eran comentarios que se hacían siempre fuera del alcance de su oído.

La señora Boden, la cocinera, mandaba en la cocina con vara de hierro, pero surtía mucho más efecto su mano izquierda, sus deslumbrantes sonrisas y su genio más bien vivo que el respeto glacial que inspiraban el ama de llaves o el mayordomo. La señora Boden sentía un gran afecto por los hijos de Cyprian y Romola: Julia, una niña rubita de ocho años, y su hermano Arthur, que acababa de cumplir los diez. Solía mimarlos con exquisiteces que ella misma les preparaba en la cocina siempre que tenía ocasión, lo que quería decir muy a menudo, porque aunque los niños comían en un cuarto especialmente reservado para ellos, la señora Boden supervisaba siempre la bandeja que les servían.

Dinah, la camarera del salón, se situaba un poco por encima de las demás, aunque más por la función que desempeñaba que por su manera de ser. Las camareras de salón eran seleccionadas por su apariencia y se exigía de ellas que entraran y salieran de los salones principales con la cabeza alta y con fragor de faldas, que abrieran la puerta principal a los visitantes de la tarde y que llevaran sus tarjetas en bandeja de plata. Hester encontró a la chica muy accesible, muy bien dispuesta a hablar de sus familiares, lo bien que se habían portado con ella y de las muchas oportunidades que le habían brindado en lo que a educación se refería.

Pero Sal, la camarera de la cocina, decía que nadie había visto nunca que Dinah recibiera cartas de su familia y que ésta la ignoraba por completo. Una vez al año, Dinah aprovechaba todo el tiempo de vacaciones que le concedían y hacía un viaje a su pueblo natal, perdido en algún lugar de Kent.

Lizzie, la lavandera más veterana, por su parte, desempeñaba un cargo importante y se ocupaba de la ropa con férrea disciplina. Tanto Rose como las mujeres que tenían a su cargo las tareas de plancha más pesadas no la desobedecían nunca, prescindiendo siempre de sus preferencias particulares. Todo el conjunto formaba un cuadro de personajes muy curioso, si bien no parecía contar demasiado para desentrañar quién había asesinado a Octavia Haslett.

Por supuesto que se hablaba del asunto en los bajos de la casa. No habría sido lógico que hubiera habido un asesinato y no se hubiera hablado de él, sobre todo considerando que todos eran sospechosos… y uno culpable.

La señora Boden no sólo se negaba a admitirlo sino que tampoco permitía que nadie lo creyera.

– En mi cocina no -decía, enérgica, batiendo media docena de huevos con tal brío que casi le saltaban fuera del cuenco-. Aquí dentro no quiero chismes. Algo mejor tendréis que hacer que perder el tiempo en palabrerías. Tú, Sal, prepara las patatas mientras yo termino esto o te aseguro que sabré por qué no las tienes a punto. ¡May! ¡May! ¿Y este suelo? ¡No quiero ver el suelo sucio!

Phillips se movía con su aire majestuoso pero esquivo de una habitación a otra de la casa. La señora Boden comentaba que el pobre hombre se había llevado un gran disgusto ante aquel hecho tan terrible que había ocurrido en su casa. Si el culpable no podía ser un miembro de la familia, y ésa era una verdad a la que ninguno de ellos replicaba, tenía que ser por fuerza uno de los criados… lo que significaba que era una persona que él había contratado.

La mirada glacial de la señora Willis cortaba de raíz cualquier comentario que oyera. No sólo lo consideraba una indecencia sino una solemne insensatez. La policía era absolutamente incompetente, ya que de otro modo no habría dicho que el asesino era una persona de la casa. Hablar de estas cosas servía únicamente para asustar a las chicas más jóvenes y era una verdadera irresponsabilidad. Si alguien se atrevía a hablar del asunto recibiría su merecido.

Por supuesto que esta clase de amenazas no paraban los pies a los inclinados a chismorrear, entre los que figuraban no sólo todas las camareras, sino también el personal masculino, con sus interminables comentarios rebosantes de altivez y con las mismas cosas que decir pero bastante menos francos. El nivel de los comentarios alcanzaba su cota máxima a la hora del té en la salita destinada al servicio.

– Yo creo que lo hizo el señor Thirsk un día que estaba bebido -dijo Sal, asintiendo con la cabeza-. Roba oporto de la bodega, todo el mundo lo sabe.

– ¡Bah, tonterías! -descartó Lizzie con desdén-. Siempre ha sido un caballero. ¿Cómo va a hacer una cosa así? ¿Quieres decírmelo?

– A veces me pregunto de dónde has salido -dijo Gladys, atisbando por encima del hombro para cerciorarse de que la señora Boden no podía oírla. Se inclinó sobre la mesa avanzando el cuerpo, tenía la taza de té junto al codo-. ¿No sabes nada?

– Ella trabaja abajo -le susurró Mary desde atrás- y los de abajo no saben ni la mitad de cosas que los de arriba.

– ¡Anda, dilo, pues! -la retó Rose-. ¿Tú quién crees que lo hizo?

– La señora Sandeman en un ataque de celos -replicó Mary, perfectamente convencida-. Tendrías que ver cómo las gasta… y no sé si sabéis a qué sitios la lleva Harold a veces, según él dice.

Todas dejaron de comer y de beber y hasta casi de respirar esperando la respuesta. -¿Dónde? -preguntó Maggie.

– Tú eres demasiado joven para esas cosas -dijo Mary haciendo un movimiento negativo con la cabeza.

– ¡Anda, dímelo! -le rogó Maggie-. ¡Dínoslo!

– ¿Cómo va a decirlo si ni ella lo sabe? -dijo Sal con una mueca-. ¡Nos está tomando el pelo!

– ¡Lo sé y de buena tinta! -replicó Mary-. La lleva a calles donde no van las mujeres decentes… por la zona de Haymarket.

– ¿Cómo? ¿A ver a algún admirador? -exclamó Gladys imaginando la situación-. ¡Bah! ¿Lo dices en serio?

– ¿Se te ocurre algo mejor? -le preguntó Mary.

De pronto asomó Willie por la puerta de la cocina, junto a la cual estaba montando guardia por si la señora Boden hacía acto de presencia.

– Pues yo digo que fue el señor Kellard -dijo el chico echando una mirada por encima del hombro-. ¿Me puedo comer ese trozo de pastel? Estoy que me muero de hambre.

– Lo dices porque a ti el señor Kellard no te gusta. -Mary empujó el pastel hacia él, que lo tomó rápidamente para darle un buen mordisco.

– ¡Cerdo! -le dijo Sal, aunque sin rencor.

– Pues a mí me parece que fue la señora Moidore -dijo May, la fregona, a bocajarro.

– ¿Por qué? -preguntó Gladys con aire de dignidad ofendida, ya que ella se ocupaba de Romola y por eso la alusión la tocaba muy de cerca.

– ¡No digas tonterías! -descartó Mary de plano-. ¡Si tú no has visto en tu vida a la señora Moidore!

– ¡Claro que la he visto! -le replicó May-. Bajó aquí aquella vez que se puso enferma la señorita Julia. Es una buena madre, incluso demasiado buena… con aquella cara tan fina que tiene, tan delicada y tan bien hecha. Si se casó con el señor Cyprian fue por dinero.

– ¡Pero si él no tiene un chavo! -dijo William con la boca llena-. Siempre anda dando sablazos… por lo menos eso dice Percival.

– Pues eso quiere decir que Percival habla a tontas y a locas -lo reprendió Annie-, pero lo que yo no digo es que no fuera la señora Moidore, aunque es más probable que fuera la señora Kellard. Las hermanas se odiaban a matar.

– Pero ¿qué dices? -exclamó Maggie-. ¿Cómo quieres que la señora Kellard odiase a la pobre señorita Octavia?

– Pues porque Percival dijo que el señor Kellard estaba que bebía los vientos por la señorita Octavia -explicó Annie-. No es que yo haga mucho caso de Percival, porque tiene una lengua de cuidado, pero…

En aquel momento entró la señora Boden.

– ¡Basta de cotilleo! -dijo cortando por lo sano-. Y tú no hables con la boca llena, Annie Latimer. ¡En cuanto a ti, Sal, a lo tuyo! Tienes que raspar las zanahorias y limpiar la col para la cena. No es que te sobre tiempo para perderlo tomando tacitas de té, digo yo.

La última sugerencia fue la única que Hester consideró interesante para Monk cuando éste se presentó en la casa e insistió en volver a interrogar a todo el personal, incluida la nueva enfermera, a pesar de que le indicaron que ella no estaba en la casa cuando ocurrió el crimen.

– Olvídese de las habladurías de la cocina y dígame cuál es su opinión -le preguntó Monk en voz baja, por si pasaba algún criado junto a la puerta de la salita del ama de llaves y pescaba alguna frase al vuelo.

Hester frunció el ceño y vaciló un momento tratando de encontrar las palabras apropiadas para describir a Monk aquella curiosa sensación de azoramiento y de inquietud que había sentido cuando Araminta irrumpió en la biblioteca.

– ¿Ocurre algo, Hester?-No estoy muy segura -respondió ella lentamente-. El señor Kellard estaba asustado, de esto no me cabe la menor duda, pero no sé si era porque es el asesino de Octavia o porque en alguna ocasión se propasó con ella… o si se trataba simplemente de miedo porque era muy evidente que su esposa se regodeaba en la posibilidad de que sospecharan de él… e incluso de que lo acusaran. Ella… -Se quedó pensativa antes de emplear la palabra, porque era demasiado melodramática, pero al final la dijo porque no encontró otra mejor-. Lo torturaba, claro que -se apresuró a añadir- no sé cómo reaccionaría si usted acusara a su marido. A lo mejor lo atacaba para castigarlo por alguna pelea de índole personal y quizá lo defendería como una leona si otros lo atacasen.

– ¿Le parece que lo considera culpable? -Monk estaba de pie apoyado en la repisa de la chimenea, tenía las manos en los bolsillos y el rostro enfurruñado debido a la concentración de sus pensamientos.

Desde el incidente Hester había estado pensando intensamente en el asunto y tenía la respuesta pronta en los labios.

– Ella no le tiene ningún miedo, de eso estoy más que segura, pero sé que hay de por medio un sentimiento muy profundo que lleva aparejada una cierta amargura y creo más bien que es él quien tiene miedo de ella… aunque no sé si esto puede guardar relación con la muerte de Octavia o simplemente si ella dispone del arma precisa para herirlo.

Hester hizo una profunda aspiración.

– Tiene que ser muy duro para él vivir en casa de su suegro y estar bajo su jurisdicción, obligado constantemente a complacerlo o a afrontar situaciones desagradables. Y a lo que parece, sir Basil los dirige a todos con mano de hierro. -Hester se sentó de lado en el brazo de una butaca, postura que a buen seguro habría sacado de quicio a la señora Willis de haberla presenciado, tanto por el poco señorío que delataba como por el perjuicio que a su modo de ver debía de causar a la butaca-. No he visto mucho al señor Thirsk ni a la señora Sandeman. Ella lleva una vida muy ajetreada y tal vez la difamo si digo que estoy casi segura de que es aficionada a la bebida, pero vi bastantes casos en la guerra para reconocer los signos, incluso en las personas que menos lo aparentan. Ayer por la mañana la vi aquejada de un fuerte dolor de cabeza que, a juzgar por el esquema de su recuperación, no parecía tratarse de la dolencia de tipo corriente. De todos modos, quizá me precipito a sacar conclusiones porque la verdad es que sólo la vi un momento en el rellano cuando me disponía a ir a atender a lady Moidore.

Monk sonrió ligeramente.

– ¿Qué le parece lady Moidore?

Del rostro de Hester desapareció todo rastro de humor.

– Creo que está muy asustada. Sabe o imagina algo tan monstruoso que ni siquiera se atreve a afrontarlo, aunque tampoco puede apartarlo de sus pensamientos…

– ¿Qué sabe? ¿Que el asesino de Octavia es Myles Kellard? -preguntó Monk dando un paso adelante-. Hester… ándese con mucho cuidado. -La cogió por el brazo y se lo oprimió con fuerza, hasta casi hacerle daño-. Vigile y escuche siempre que se presente la oportunidad, pero sobre todo no haga preguntas. ¿Me ha entendido?

Hester retrocedió restregándose el brazo.

– ¡Y tanto que lo he entendido! Usted me pidió que lo ayudara… y eso hago. No tengo intención de hacer preguntas… no sólo no las responderían sino que además me echarían a la calle por impertinente y por meterme donde no me llaman. Yo aquí soy una criada.

– ¿Y qué me dice de los criados? -Monk no se movió de su sitio, siguió junto a ella-. Tenga mucho cuidado con los criados, Hester, especialmente con los lacayos. Es muy probable que alguno se hiciera ideas amorosas en relación con Octavia y que interpretara mal las cosas… o quizá las interpretara bien y ella se cansara de la aventura…

– ¡Dios mío! Ya veo que no es usted mejor que Myles Kellard -le echó en cara-. Vino a decir que Octavia era poco menos que una cualquiera.

– Cae dentro de lo posible -dijo Monk entre dientes y le salió como un siseo-. No hable tan alto. En la puerta puede haber toda una caterva de espías. ¿Tiene cerradura su dormitorio?

– No.

– Entonces trabe el pomo con una silla.

– No pienso en estas cosas… -Pero Hester se acordó de pronto de que Octavia Haslett había sido asesinada en su propio dormitorio en plena noche y no pudo reprimir un estremecimiento.

– ¡La mató una persona que vive en esta casa! -repitió Monk observándola de cerca.

– Sí -dijo Hester, obediente-, ya lo sé. Lo sabemos todos… esto es lo terrible.

Загрузка...