Capítulo 6

La entrevista de Hester con Monk la había aleccionado. Volverlo a ver le había recordado que aquélla no era una casa corriente y que tal vez una diferencia de opinión, una disputa, cosas que en sí son aparentemente triviales, en un caso habían alcanzado una dimensión que había conducido a una muerte violenta y traicionera. Una cualquiera de aquellas personas a las que miraba desde el otro lado de la mesa o con las que se cruzaba en la escalera había apuñalado a Octavia una noche y la había dejado desangrarse en su cuarto.

No se encontraba muy bien cuando volvió al dormitorio de Beatrice y llamó con los nudillos en la puerta antes de entrar. Beatrice estaba de pie junto a la ventana contemplando el jardín en plena estación otoñal, observando al hijo del jardinero que barría las hojas secas y arrancaba unos hierbajos del macizo de áster silvestres. Arthur, cuyos cabellos agitaba el viento, lo ayudaba con esa solemnidad propia de un niño de diez años. Beatrice se volvió cuando entró Hester. Estaba pálida y tenía los ojos muy abiertos y cargados de angustia.

– Parece disgustada -dijo a Hester al tiempo que la observaba. Se acercó a la butaca pero no se sentó, como si pensara que el asiento podía ser para ella una prisión y quisiera disponer de libertad para moverse a su antojo-. ¿Por qué quería hablar con usted el policía? Usted no estaba en la casa cuando… cuando mataron a Octavia.

– No, lady Moidore. -El cerebro de Hester comenzó a funcionar a toda máquina buscando una razón plausible que pudiera librar a Beatrice del miedo que seguramente la turbaba-. No estoy demasiado segura, pero creo que se figuraba que podía haber observado alguna cosa desde mi llegada a la casa. Yo no tengo ningún motivo para mentir, puesto que no he de temer que pueda acusarme.

– ¿Quién cree que puede mentir? -le preguntó Beatrice.

Hester titubeó un poco antes de contestar y se acercó a la cama para poner orden en las ropas, esponjar las almohadas y procurar dar la impresión de que estaba haciendo algo.

– No lo sé, pero es evidente que alguien miente.

Beatrice pareció sobresaltada, como si no hubiera previsto aquella respuesta.

– ¿Quiere decir que puede haber alguien que proteja al asesino? ¿Por qué? ¿Quién podría ser y por qué? ¿Qué motivo podría tener?

Hester intentó excusarse.

– Yo sólo quería decir que la persona en cuestión está en la casa, y que miente para protegerse. -Entonces se dio cuenta de que casi se le había escapado la oportunidad-. Ahora que lo dice, tiene usted razón: es probable que lo sepa alguien más, o que por lo menos conozca el motivo. Casi me atrevería a decir que varias personas eluden la verdad, sea cual fuere. -Miró a Beatrice desde la cama-. ¿No le parece, lady Moidore?

Beatrice titubeó.

– Eso temo -dijo en voz muy baja.

– Si usted me pregunta por la persona -prosiguió Hester, pasando por alto el hecho de que nadie le había pedido parecer-, yo me he hecho mis cábalas. Pienso que puede haber alguien que esconda una verdad que sabe o sospecha y que lo haga para proteger a una persona porque la quiere… -Observó el rostro de Beatrice y se fijó en que se le tensaban los músculos, como si el dolor la hubiera sorprendido desprevenida-. Cuesta decir algo que podría provocar una sospecha injustificada y, por consiguiente, causar un gran disgusto. Por ejemplo, un afecto que podría haber sido mal interpretado…

Beatrice la miró a su vez con los ojos muy abiertos.

– ¿Le ha dicho esto al señor Monk?

– ¡Oh, no! -replicó Hester fingiendo escandalizarse-. Podría haberse figurado que pensaba en alguien en particular.

Beatrice esbozó una leve sonrisa. Se acercó a la cama y se tendió en ella, aunque con un cansancio que no parecía físico, sino sólo mental, mientras Hester la tapaba, solícita, con las mantas y trataba de disimular su impaciencia. Estaba convencida de que Beatrice sabía algo y de que cada día que pasaba en silencio reforzaba el peligro de que no llegase nunca a descubrirse y de que todas las personas de la casa se encerrasen en sí mismas, corroídas por las sospechas y por veladas acusaciones. ¿Bastaría con que ella callase para protegerse indefinidamente del asesino?

– ¿Está cómoda? -le preguntó Hester con voz amable.

– Sí, gracias -dijo Beatriz, ausente-. Oiga, Hester.

– Sí, diga.

– ¿Pasó usted miedo en Crimea? Debió de correr muchos peligros. ¿No temía por usted… y por aquellos que usted amaba?

– Sí, naturalmente. -Los pensamientos de Hester volaron hasta los tiempos en que, echada en su camastro, sentía que el horror le recorría la piel ante el pensamiento del dolor que aguardaba a los hombres que había visto hacía unos momentos, mientras el frío le entumecía los miembros en las colinas que coronaban Sebastopol y veía las mutilaciones resultado de las heridas, la carnicería de las batallas, los cuerpos fracturados y despedazados hasta el punto de no parecer seres humanos, sólo piltrafas sanguinolentas, hombres que antes estaban vivos y que habían sufrido inimaginables dolores. Raras veces había temido por sí misma, aunque en alguna ocasión, cuando estaba tan cansada que se sentía enferma, el súbito espectro del tifus o del cólera la aterraba hasta tal punto que se le revolvía el estómago y todo el cuerpo le quedaba empapado de sudor frío.

Beatrice la miraba, por una vez sus ojos estaban impregnados de verdadero interés… pero ahora no la observaba con simple cortesía, no fingía.

Hester sonrió.

– Sí, alguna vez pasé miedo, pero no a menudo. La mayoría de las veces estaba demasiado atareada. Cuando una persona está ocupada en algo, por insignificante que sea, desaparece la avasalladora sensación de horror. Se borra el conjunto y sólo queda al descubierto una pequeña parte, la que te mantiene ocupada. El simple hecho de hacer algo también te apacigua, pese a que a veces sólo alivies los sufrimientos de una persona o le ayudes a soportarlos con esperanza. En alguna ocasión el solo hecho de limpiar cosas sucias ya te hace bien, es una manera de poner orden en el caos.

Sólo al terminar y ver asomar la comprensión en el rostro de Beatrice se dio cuenta de los significados involucrados en lo que había dicho. Si en otro tiempo le hubieran preguntado si habría cambiado su vida por la de Beatrice, una mujer casada y con buena posición social, con familia y amigos, habría dicho que sí por considerar que aquélla era la función ideal de una mujer, como si hasta el simple hecho de dudarlo ya fuera una estupidez. Quizá Beatrice habría dicho que no con la misma presteza. Ahora las dos habían modificado sus puntos de vista y en ellas había surgido una sorpresa que todavía crecía. Beatrice estaba a salvo de la desgracia material, pero por dentro se marchitaba de aburrimiento y se sentía inútil. Era un dolor que se le hacía más insoportable porque no podía intervenir en él, y lo aguantaba pasivamente, sin conocimiento ni armas con que combatirlo: ni en ella ni en aquellos que ella amaba o compadecía las encontraba. Hester ya había conocido a mujeres desgraciadas como aquéllas, nunca las había comprendido de manera tan nítida y lacerante.

Habría sido una torpeza intentar expresar con palabras algo tan sutil, para afrontarlo según sus respectivas percepciones ambas necesitaban tiempo. Hester quería decir algo reconfortante, pero sólo se le ocurrían frases que denotaban superioridad y que habrían roto la delicada empatía que existía entre las dos.

– ¿Qué quiere comer? -preguntó finalmente.

– ¿Tiene eso alguna importancia? -dijo Beatrice con una sonrisa y encogiéndose de hombros, advirtiendo el contraste de pasar de una cuestión a otra tan diferente y tan extremadamente trivial.

– No tiene ninguna. -Hester le sonrió con tristeza-. De todos modos, sería mejor que se complaciera usted en lugar de complacer a la cocinera.

– Entonces, ni flan de huevo ni budín de arroz -dijo Beatrice con decisión-. Me recuerda la comida de los niños, tengo la impresión de volver a ser una niña.

Hester acababa de volver a la habitación con una bandeja en la que había un trozo de cordero frío, encurtidos frescos, pan, mantequilla y una buena porción de flan de frutas con crema de leche, lo que mereció la lógica aprobación de Beatrice, cuando de pronto se oyeron unos enérgicos golpes en la puerta y entró Basil. Pasó junto a Hester como si no la hubiera visto y se sentó en una silla próxima a la cama, cruzó las piernas y se puso cómodo.

Hester no sabía si salir o quedarse. Tenía poco que hacer en la habitación, pero sentía la curiosidad de saber cómo debía de ser la relación entre Beatrice y su marido, una relación que dejaba tan aislada a aquella mujer que no le quedaba otro recurso que retirarse a su cuarto en lugar de recurrir a su esposo para que la protegiera o, mejor, para luchar juntos contra la adversidad. ¿No sería que toda su aflicción estaba centrada en el campo de la familia y de las emociones, no sería que había dolor, amor, odio, probablemente celos… asuntos todos que pertenecen al terreno de la mujer, ese campo donde adquieren todo su peso sus dones y donde puede utilizar su fuerza?

Beatrice se sentó recostada en las almohadas y comió con gran satisfacción el cordero frío.

Basil miró la comida como desaprobándola.

– ¿No es un poco fuerte esta comida para una enferma? Déjame que pida algo más apropiado, cariño. -Alcanzó el cordón de la campana sin esperar respuesta.

– A mí me gusta -dijo Beatrice en un acceso de enfado- y en el estómago no me pasa nada. Me lo ha ido a buscar Hester y aquí la señora Boden no tiene nada que decir. Como la hubiera dejado a ella, lo que me habría traído habría sido budín de arroz.

– ¿Hester? -dijo él frunciendo el ceño-. ¡Ah, sí, la enfermera! -Hablaba como si Hester no estuviera presente o no pudiese oír sus palabras-. Bueno… si a ti te gusta…

– Sí, me gusta. -Beatrice tomó unos bocados más antes de volver a hablar-. Tengo entendido que el señor Monk continúa visitándonos.

– Sí, sí, naturalmente. De todos modos, me parece que no hace gran cosa… no he visto que haya conseguido nada hasta ahora. Sigue interrogando a los criados. Tendremos suerte si, cuando termine todo esto, no se despiden en bloque. -Apoyó los codos en los brazos de la butaca y juntó las yemas de los dedos de ambas manos-. No tengo ni idea de lo que espera conseguir. Me parece, querida mía, que debes comenzar a hacerte a la idea de que no llegaremos a saber nunca la verdad. -Comprobó cómo a su mujer se le tensaban los músculos, encorvaba la espalda y los nudillos se le quedaban blancos de tanto apretar el cuchillo-. Yo también me he hecho mis cábalas -continuó-, no creo que haya que culpar a ninguna de las sirvientas, esto para empezar…

– ¿Por qué no, Basil? -le preguntó su mujer-. No veo que sea imposible que una mujer apuñale a otra con un cuchillo y la mate. No se necesita tanta fuerza como eso. Y Octavia habría desconfiado mucho menos de una mujer, al verla aparecer en su habitación por la noche, que de un hombre.

Por la cara de Basil cruzó una sombra de irritación.

– Mira, Beatrice, ¿no te parece que ya es hora de aceptar unas cuantas verdades en relación con Octavia? Hacía casi dos años que era viuda. Era una mujer en la flor de la vida…

– ¡O sea que tenía un lío con el lacayo! -dijo Beatrice, furiosa, con los ojos desencajados y la voz rebosante de desdén-. ¿Eso es lo que piensas de tu hija, Basil? Si en esta casa hay alguien que se rebaja a encontrar placer con un criado, creo que esa persona debe de ser Fenella. Aunque dudo que sea capaz de inspirar una pasión que provoque el asesinato… como no sea la pasión de asesinarla a ella. De todos modos, no es de las que cambian de actitud y se resisten hasta el último momento. ¡Dudo que nunca ella haya rechazado a nadie! -En su rostro apareció una mueca de asco e incomprensión.

La expresión de Basil reflejó un desagrado equivalente, aunque en la de él había una indignación que no era momentánea, sino que procedía de muy adentro. -La vulgaridad es indecorosa, Beatrice, y ni siquiera esta tragedia puede excusarla. Si se llega a una situación que lo justifique, sé lo que tengo que decir a Fenella. ¿No estarás insinuando que Fenella mató a Octavia en un arranque de celos porque le robaba las atenciones del lacayo, verdad?

Era evidente que lo había dicho con ironía, pero Beatrice se lo tomó al pie de la letra.

– Yo no insinúo nada -dijo-, pero ya que pones el asunto sobre el tapete, no me parece imposible. Percival es un muchacho de muy buen ver y me he fijado que Fenella lo mira con agrado. -Se le formaron unas pequeñas arrugas en la cara y se estremeció ligeramente. Dejó vagar la mirada hasta el tocador, con sus tarros de cristal tallado y sus frascos con tapón de plata, todo cuidadosamente dispuesto y añadió-: Ya sé que es repugnante, pero creo que Fenella tiene algo de viciosa…

Basil se puso en pie y le volvió la espalda para mirar más allá de la ventana, al parecer todavía olvidado de Hester, que estaba de pie junto a la puerta del vestidor con un salto de cama colgado del brazo y el cepillo de la ropa en la mano.

– Tú eres mucho más remilgada que la mayoría de las mujeres, Beatrice -le soltó a quemarropa-. A veces me parece que no conoces la diferencia que hay entre la moderación y la abstinencia.

– Pero conozco la diferencia que hay entre un lacayo y un señor -dijo con voz tranquila, aunque se quedó callada de pronto, frunció el ceño y por sus labios vagó la sombra de una sonrisa-. Bueno, en realidad no es verdad… no tengo ni idea. Nunca he tenido familiaridades con los criados…

Basil dio media vuelta, sin advertir el más ligero humor en su observación ni en la situación en general, movido sólo por la ira y el más descarnado insulto.

– Esta tragedia te ha desquiciado por completo -dijo con frialdad y una mirada de sus negros ojos estática e inexpresiva vista a la luz de la lámpara-. Has perdido el sentido de la proporción entre lo que está bien y lo que está mal. Mejor será que permanezcas en esta habitación hasta que consigas centrarte un poco. No se podía esperar otra cosa teniendo en cuenta que no eres una mujer fuerte. Deja que la señorita… como se llame se ocupe de ti. Araminta se encargará del servicio hasta que estés más recuperada. Ahora no habrá festejos, como es natural, así es que no tienes que preocuparte. Nos arreglaremos perfectamente sin ti. -Y sin añadir nada más, salió y cerró la puerta tras él con cuidado, dejando que la lengüeta del cierre encajara en su sitio con un ruidoso chasquido.

Beatrice apartó la bandeja sin terminar la comida, volvió la cabeza a un lado y escondió el rostro entre las almohadas. Por el temblor de sus hombros Hester se dio cuenta de que estaba llorando, pese a que su boca no profería sonido alguno.

Hester tomó la bandeja y la colocó sobre la mesilla de al lado, después sumergió un paño en el agua caliente de un aguamanil y volvió a la cama. Con gran delicadeza rodeó con el brazo a la mujer y la retuvo hasta que vio que se había tranquilizado; le alisó los cabellos y se los apartó de la frente, para después secarle los ojos y las mejillas con el paño mojado.


Empezaba la tarde cuando Hester volvía de la lavandería con los delantales limpios y, medio por casualidad, medio con intención, sorprendió una conversación entre el lacayo Percival y la lavandera Rose. Ésta estaba doblando un montón de fundas de almohada de hilo recamadas de bordados y acababa de dar a Lizzie, que era su hermana mayor, los delantales rematados de encajes de la camarera del salón. Rose se tenía muy erguida, la espalda rígida, los hombros levantados y la barbilla hacia delante. Era tan diminuta que hasta Hester habría podido rodearle la cinturita con las manos, pero tenía manos pequeñas y cuadradas, dotadas de una fuerza sorprendente. Sus ojos azules, del color de las flores de aciano, eran enormes y su rostro era agraciado, sin que la larga nariz ni la boca exageradamente grande estropeasen en nada la armonía del conjunto.

– ¿Qué haces aquí? -le preguntó Rose, aunque sus palabras quedaban desmentidas por el tono con que las había pronunciado. Las había articulado como una pregunta, pero parecían más bien una invitación.

– Vengo a por las camisas del señor Kellard -dijo el muchacho, evasivo.

– No sabía que te encargaras de esos menesteres. Como se entere el señor Rhodes, sabrás lo que es bueno. Le estás pisando el terreno.

– Precisamente ha sido Rhodes quien me ha dicho que las viniera a buscar -replicó él.

– Pero tú preferirías hacer de ayuda de cámara, ¿verdad?, y acompañar al señor Kellard cuando viaja y está invitado en estas grandes mansiones donde dan esas fiestas tan estupendas y todas esas cosas… -lo decía con una voz melosa y, sólo oyéndola, Hester ya se imaginaba sus ojos brillantes, sus labios entreabiertos por la excitación, un entusiasmo que venía de pensar en todos aquellos placeres, gente nueva, un saloncito para los criados, buena comida, música, reuniones hasta tarde, vino, risas y chismorreo.

– No estaría mal -admitió Percival con una nota de entusiasmo en la voz-. De todos modos, voy a sitios bastante interesantes. -Ahora hablaba como un fanfarrón y Hester lo sabía.

Y al parecer. Rose también.

– Pero te quedas fuera -le soltó ella-, tienes que esperar en las caballerizas, junto a los coches.

– ¡Oh, no!, no es verdad -había crispación en su voz y Hester ya imaginaba el brillo de sus ojos y la pequeña curva de sus labios, porque había tenido ocasión de verlo varias veces cuando atravesaba la cocina y pasaba junto a las criadas-, algunas veces entro.

– Sí, en la cocina -dijo Rose con desprecio-, pero si fueras ayuda de cámara también podrías ir arriba. Ayuda de cámara siempre es mejor que criado.

Todos eran muy conscientes de la jerarquía.

– Pero mejor mayordomo -puntualizó él.

– Sí, mejor pero no tan divertido. Mira al señor Phillips, pobre viejo -se le escapó la risa-, hace veinte años que no se divierte… si hasta parece que se le ha olvidado.

– No te vayas a figurar que él se divertiría con lo mismo que tú. -Percival se había vuelto a poner serio, ahora sonaba distante y un poco pomposo, porque hablaba de asuntos de hombres y quería poner a la mujer en su sitio-. Él tenía la ambición de estar en el ejército, pero no lo quisieron por culpa de los pies. Tampoco podía ser lacayo debido a cómo tiene las piernas. Nunca lleva librea sin rellenos en las medias.

Hester sabía muy bien que Percival no tenía necesidad de realzar artificialmente sus pantorrillas.

– ¿Por culpa de los pies? -preguntó Rose con aire incrédulo-. ¿Qué le pasa en los pies?

Esta vez la voz de Percival sonó burlona.

– ¿No te has fijado cómo anda? Pues como si caminara sobre cristales rotos. Callos, juanetes… tiene de todo.

– ¡Qué pena me da! -dijo Rose burlona-. Habría sido un brigada fabuloso… ¡ni pintado! Y claro, como no pudo serlo, se tiró por lo de mayordomo, y tal como lo lleva parece que le gusta… A la hora de poner a algunos visitantes en su sitio no se corta. De un vistazo toma la medida al primero que llega. Según Dinah no falla nunca, y tendrías que ver la cara que pone cuando ve que un señor, o una señora, que para el caso es lo mismo, no están a la altura: cuando quiere, es desagradable a tope, le basta con levantar las cejas de una manera especial. Dinah dice que ha visto gente que después se queda como si les hubieran echado encima un jarro de agua fría: muertos de vergüenza. No todos los mayordomos son capaces de hacerlo.

– Cualquier criado, si conoce su oficio, se da cuenta de la calidad de una persona con sólo mirarla. Si no sabe, quiere decir que no es buen criado -dijo Percival con arrogancia-. Yo, por lo menos, me doy cuenta enseguida… y también sé cómo poner a la gente en su sitio. Hay muchas maneras de hacérselo notar… haces ver que no has oído la campana, te olvidas de cargar la chimenea, los miras exactamente igual que mirarías a uno que hubiera entrado empujado por el viento y después saludas a la persona que le sigue como si fuera el rey en persona. Yo esto lo sé hacer igual de bien que el señor Phillips.

Rose no se dejó impresionar y volvió a remachar lo primero:

– De todos modos, Percy, tú estarías muy por debajo de él si fueras ayuda de cámara…

Hester sabía por qué le habría gustado a Rose que Percival cambiase de puesto. Los ayudas de cámara trabajaban mucho más cerca de las lavanderas y, pese a que llevaba pocos días en la casa, Hester se había fijado en cómo seguían a Percival aquellos ojos azules y sabía muy bien qué se escondía detrás de aquel aire de inocencia, de aquellos comentarios que parecían dichos a la buena de Dios, de aquellos grandes lazos con los que se ceñía el delantal a la cintura, de aquel amplio vuelo de las faldas y de aquellos movimientos ondulantes de los hombros. También Hester se había sentido atraída a menudo por los hombres y, de haber tenido la seguridad de Rose y sus dotes femeninas, se habría comportado igual que ella. -Quizá -dijo Percival sin interés alguno-. En cualquier caso, no sé muy bien si quiero seguir en esta casa.

Hester sabía que aquella frase era un desaire calculado, pero no se atrevía a atisbar por la esquina por si la descubrían. Estaba inmóvil, apoyada en los montones de sábanas colocadas detrás de ella y se apretaba los delantales con fuerza contra el cuerpo. Imaginaba el frío que de pronto sentía Rose en su corazón. Se acordaba de que a ella le había ocurrido algo muy parecido en el hospital de Shkodër. Había conocido allí a un médico al que admiraba, mejor dicho, a un hombre por el que sentía algo más que admiración y en el que soñaba despierta imaginando locas fantasías. Y un día él, con una sola palabra, había destruido todos sus sueños. Después, por espacio de varias semanas, había estado dando vueltas y más vueltas a aquel lance intentando dilucidar si él había herido sus sentimientos con intención, si lo había hecho a propósito. Aquellos pensamientos la habían cubierto de vergüenza. Otras veces había pensado que lo había hecho totalmente sin querer, revelando simplemente una faceta de su carácter, un aspecto que ella habría tenido que descubrir de no estar tan cegada. Nunca lo sabría con certeza, y ahora poco importaba ya.

Rose no dijo nada. Hester ni siquiera la oyó suspirar.

– Después de todo -prosiguió Percival, recargando las tintas y mirando de justificarse-, en estos momentos no puede decirse que ésta sea la mejor casa del mundo… la policía no hace más que entrar y salir, no para de hacer preguntas… Todo Londres sabe que aquí se ha cometido un asesinato. Y lo que es peor, que el asesino está dentro de casa. Ya sabes que no pararán hasta que den con él.

– Pero como no lo encuentren, no van a dejarte marchar, ¿no crees? -dijo Rose, un tanto despechada-. Después de todo… podrías ser tú. El golpe dio en el clavo. Percival permaneció unos segundos en silencio y, cuando le dio por hablar, su voz sonó áspera y cortante, delatando inquietud.

– ¡No digas tonterías! ¿Cómo quieres que uno de nosotros haya hecho una cosa así? Tiene que ser alguno de la familia. A la policía no se la engaña así como así. Por eso siguen viniendo.

– ¿Ah, sí? ¿Y por esto nos hacen tantas preguntas? -le replicó Rose-. Si fuera como dices, ¿qué esperan que les digamos?

– Esto no es más que una excusa. -Volvía a aparecer la certidumbre-. Hacen ver que se han tragado que el que lo ha hecho es uno de nosotros. ¿Te imaginas lo que diría sir Basil si se enterase de que sospechan de uno de la familia?

– ¿Y qué iba a decir? -Rose seguía sulfurada-. La policía puede hacer lo que le da la gana.

– Seguro que ha sido uno de la familia -insistió Percival con desdén-. Yo ya me imagino quién… y por qué. Sé algunas cosas pero no pienso decirlas, las descubrirá la policía uno de estos días. Y ahora me voy, tengo trabajo… y tú también debes tenerlo.

Percival salió de la estancia en la que seguidamente Hester apareció. Nadie se había dado cuenta de que había estado escuchando.


– Oh, sí -dijo Mary con ojos centelleantes mientras sacudía una funda de almohada y la doblaba-. Rose está pirrada por Percival. ¿Será estúpida? -Cogió otra funda, examinó con atención la blonda para comprobar que estaba intacta y después la dobló para que la planchasen y la guardasen-. El chico no está nada mal pero ¿de qué sirve eso? Seguro que sería un marido horrible, más presumido que un gallo y siempre a lo suyo. Y a lo mejor se cansaba de ella al cabo de un año o dos. Éste tiene la cabeza a pájaros y además… no es de fiar. Harold es muchísimo mejor… pero éste no se mira a Rose, sólo tiene ojos para Dinah. Hace año y medio que se muere por sus huesos, el pobre. -Apartó las fundas de almohada a un lado y empezó a formar otro montón nuevo con las enaguas con remates de blonda, lo bastante amplias para cubrir los enormes aros del miriñaque y hacer que las faldas adoptaran una forma incómoda pero favorecedora, que gustaba a todas aquellas que querían tener un aire frágil y un poco infantil. Hester tenía preferencias más prácticas y le gustaban las formas más naturales, ella y la moda no iban de acuerdo… y no era la primera vez que sucedía.

– Y Dinah tiene los ojos puestos en un lacayo más próximo -prosiguió Mary, arreglando los volantes con gestos automáticos-. Aunque yo no le veo gracia ninguna, salvo que el chico es alto, eso sí, lo que, tampoco está mal teniendo en cuenta que Dinah también es alta. Pero en las noches frías la altura no sirve de gran cosa, ni calienta ni te alegra la vida. Me imagino que usted encontraría soldados guapos cuando estuvo en el ejército.

Hester sabía que había hecho la pregunta con buena intención, por esto la contestó de la misma manera.

– Sí, algunos sí lo eran -dijo con una sonrisa-, pero desgraciadamente no estaban en muy buena forma.

– ¡Oh! -exclamó Mary con una carcajada, al tiempo que movía la cabeza y daba por terminado el trabajo de recoger la ropa recién lavada de su señora-. Claro, no lo había pensado. En fin, no importa. Como siga trabajando en casas como ésta, no sabe con lo que se puede llegar a encontrar. -Y después de una observación tan esperanzadora como aquélla, se cargó el fardo de ropa y se lo llevó, haciendo balancear las caderas con garbo mientras se dirigía hacia la escalera.

Hester sonrió, terminó su trabajo y fue a la cocina a preparar una tisana para Beatrice. Subía con la bandeja cuando se cruzó con Septimus, que salía por la puerta de la bodega con un brazo torpemente doblado sobre el pecho, como si llevara algo escondido debajo de la chaqueta.

– Buenas tardes, señor Thirsk -dijo Hester cordialmente, como dándole a entender que encontraba normal que tuviera alguna ocupación en la bodega.

– Ejem… buenas tardes, señorita… ejem…

– Latterly -le facilitó su nombre-, soy la enfermera de lady Moidore.

– ¡Ah, sí, claro! -dijo el hombre con un parpadeo de sus ojos descoloridos-. Le ruego que me perdone. Buenas tardes, señorita Latterly. -Se apartó rápidamente de la puerta de la bodega y se notó por su actitud que estaba muy azarado.

Annie, una de las camareras de arriba que pasaba en aquel momento por allí, echó a Septimus una mirada cargada de intención y a Hester una sonrisa. Era una muchacha alta y espigada, como Dinah. Habría podido ser una buena camarera de salón, pero era demasiado joven en aquellos momentos y bastante novata, ya que sólo tenía quince años. Era posible, además, que fuera excesivamente testaruda. Hester la había sorprendido más de una vez cuchicheando con Maggie y riendo a hurtadillas en la habitación de las sirvientas del primer rellano, que era donde se preparaba el té por la mañana, o agachadas las dos curioseando un libro de tres al cuarto, medio escondidas en el armario de la ropa blanca, examinando con unos ojos como platos ilustraciones de escenas románticas y arriesgadas aventuras. Sólo Dios sabía qué cosas debían de pasarles por la imaginación. Algunos de los comentarios que habían hecho sobre el asesinato pecaban más de pintorescos que de creíbles.

– Una niña encantadora -comentó Septimus con aire ausente-. Su madre se dedica a hacer pasteles en Portman Square, pero ella no llegará nunca a cocinera. Sueña despierta -dijo en tono afectuoso-, le gusta que le cuenten historias del ejército. -Se encogió de hombros y por poco le resbala la botella que sostenía con el brazo. Se sonrojó pero le dio tiempo a agarrarla.

Hester le devolvió la sonrisa.

– Ya lo sé -comentó-, a mí me ha hecho un montón de preguntas. Estoy segura de que tanto ella como Maggie podrían ser unas buenas enfermeras, justo el tipo de chicas que necesitamos, inteligentes, rápidas y con ideas propias.

Septimus pareció un poco desconcertado ante sus palabras, lo que hizo suponer a Hester que debía de estar acostumbrado al tipo de cuidados médicos que se dispensaban en el ejército antes de los tiempos de Florence Nightingale, razón por la cual aquellas ideas nuevas caían fuera de su campo de experiencias.

– Maggie también es una buena chica -dijo con el ceño fruncido y un tanto desorientado-, rebosa sentido común. Su madre es lavandera, creo que en un pueblo de Gales. Ya se ve que la chica tiene temperamento, pero aunque su genio es vivo también sabe ser paciente cuando conviene. Se pasó toda una noche en vela cuando el gato del jardinero se puso enfermo, o sea que supongo que debe de tener usted razón y que, en efecto, sería una enfermera bastante buena. De todos modos, a mi me parece una lástima poner a dos chicas decentes como éstas en un trabajo así. -Se removió disimuladamente para colocarse mejor la botella debajo de la chaqueta y procurar que no se notara el bulto, pero puso cara de saber que se le había visto la oreja. Tampoco parecía haberse enterado de que había insultado a las mujeres que ejercían la profesión de Hester: se había limitado a hablar con franqueza de la fama que tenían y no le había pasado por las mientes que también ella hacía aquel trabajo.

Hester se quedó dudando entre ahorrarle el bochorno o informarle mejor. Ganó la primera opción, de manera que apartó los ojos de aquel bulto de debajo de la chaqueta y continuó como si no hubiese observado nada.

– Gracias, quizá les exponga sus ideas cuando tenga ocasión. Eso sí, le ruego que no mencione las mías al ama de llaves -dijo Hester.

El hombre hizo una mueca entre burlona y asustada.

– Créame, señorita Latterly, ¡eso ni soñarlo! Soy un soldado demasiado veterano para andar acusando sin fundamento.

– ¡Exacto! -admitió Hester-. Y yo también he cuidado a demasiados de esos soldados.

Por un instante el rostro del hombre se mostró totalmente sobrio, sus ojos azules se aclararon, le desaparecieron de la cara aquellas arrugas producidas por la ansiedad y se produjo entre los dos una afinidad completa. Los dos habían visto la carnicería del campo de batalla y la inacabable tortura de las heridas de guerra, las vidas truncadas. Sabían qué precio costaba la incompetencia y la arrogancia. Aquélla era una vida que nada tenía que ver con la de esta casa ni con su civilizada rutina y su disciplina férrea compuesta de trivialidades: las camareras que se levantaban a las cinco de la mañana para limpiar las chimeneas, ennegrecer los hierros, sembrar de hojas húmedas de té las alfombras y barrerlas después, ventilar las habitaciones, vaciar los desechos, sacar el polvo, barrer, bruñir, dar la vuelta a los colchones, lavar, planchar metros y más metros de ropa de lino, enaguas, encajes y cintas, zurcir, ir a buscar cosas, transportarlas… hasta que a las nueve de la noche, o a las diez, o a las once se las autorizaba a dejar de trabajar.

– Sí, hábleles de eso de la enfermería -dijo el hombre finalmente y, sin disimulo alguno, se sacó la botella de debajo de la chaqueta y se la colocó más cómodamente antes de dar media vuelta y salir caminando con paso ligero pero con una cierta vacilación.

Hester subió la bandeja a Beatrice y la dejó ante ella. Se disponía a salir cuando entró Araminta. -Buenas tardes, mamá -le dijo en tono alegre-. ¿Qué tal te encuentras? -al igual que le ocurría a su padre, para ella Hester era invisible. Se acercó a su madre, la besó en la mejilla y después se sentó en la butaca más próxima, con las anchas faldas convertidas en montañas de muselina gris oscuro y una delicada pañoleta de color lila sobre los hombros que le sentaba muy bien, tolerada para el luto por su color. Su cabellera llameante relucía como siempre y enmarcaba aquel rostro delicado y de leve asimetría.

– Exactamente igual, gracias -respondió Beatrice sin verdadero interés. Se volvió ligeramente hacia Araminta, con los labios fruncidos en un gesto expectante. No se notaba afecto entre las dos y Hester dudaba entre salir o quedarse. Experimentaba la curiosa sensación de que en cierto modo no era una intrusa, porque la tensión entre las dos mujeres, el hecho de no saber qué decirse una a la otra ya la excluía. Ella era una sirvienta, alguien cuya opinión no tenía la más mínima importancia, alguien inexistente.

– Bueno, supongo que es lo que cabía esperar -dijo Araminta con una sonrisa, pero sin que en sus ojos apareciera el más mínimo signo de afecto-. Me temo que la policía no va a conseguir nada. He hablado con el sargento de la policía… creo que se llama Evan… pero o no sabe nada o no quiere decírmelo. -Fijó una mirada ausente en los adornos del brazo de la butaca-. En el caso de que quieran hacerte alguna pregunta, ¿querrás hablar con ellos?

Beatrice levantó los ojos y los fijó en la araña de cristal que pendía del centro del techo. Era primera hora de la tarde y estaba apagada, pero los últimos rayos del sol que ya iba a la puesta arrancaban reflejos de uno o dos cristales.

– No puedo negarme. Daría la impresión de que no quiero colaborar.

– Eso parecería, en efecto -admitió Araminta observando a su madre con atención-, y de hecho no se les podría criticar si lo pensasen. -Vaciló, pero su voz era cortante, lenta y muy tranquila, las palabras articuladas con precisión-. Después de todo, sabemos que el autor del hecho fue una persona de la casa y ya que es posible que sea uno de los criados… yo soy de la opinión de que probablemente se trata de Percival.

– ¿Percival? -preguntó Beatrice, crispada, volviéndose a mirar a su hija-. ¿Por qué?

Araminta no miraba a su madre a los ojos sino que los tenía fijos en un punto situado un poco a la izquierda de su cara.

– Mamá, no es momento de refugiarse en subterfugios cómodos. Demasiado tarde.

– No entiendo lo que quieres decir -respondió Beatrice con tristeza y levantando las rodillas.

– Claro que me entiendes -le contestó Araminta con impaciencia-. Percival es un muchacho arrogante y presumido, con los apetitos normales de cualquier hombre, y se hace muchas ilusiones con respecto a la manera de desahogarlos. Es posible que te niegues a reconocerlo, pero a Octavia le halagaba que el chico la admirase… y hasta de vez en cuando lo animaba con incitaciones…

La repugnancia que sintió Beatrice hizo que se estremeciera.

– Por favor, Araminta…

– Ya sé que todo esto es muy sórdido -dijo Araminta con voz más suave, pero cada vez con más seguridad-. Parece que fue una persona de esta casa quien la mató. Ya sé que es muy duro, mamá, pero no podemos cambiarlo por mucho que nos andemos con fingimientos. Lo único que haremos es ponerlo todo cada vez peor, y llegará un momento en que la policía lo descubrirá todo. Beatrice se encogió todavía más, inclinando el cuerpo hacia delante, se abrazó las piernas y dejó vagar la mirada.

– ¿Mamá? -le preguntó Araminta con voz contenida-. Dime, mamá, ¿tú sabes algo?

Beatrice no dijo nada, sólo se limitó a abrazarse con más fuerza las piernas. Era ensimismamiento, una pena muy honda de la que Hester ya había sido testigo en otras ocasiones.

Araminta se inclinó para acercarse más.

– Mamá, ¿intentas protegerme…? ¿Lo haces por Myles?

Lentamente Beatrice levantó los ojos, muy erguida pero en silencio, la cabeza vuelta en dirección opuesta al lugar donde estaba Hester, el color de sus cabellos parecido al de los de su hija.

Araminta estaba lívida, inexpresiva, la mirada brillante y dura.

– Mamá, sé que a él le gustaba Octavia y que no se abstenía… -Aspiró y exhaló lentamente-. Que no se abstenía de visitarla en su habitación. Como soy su hermana, me gusta pensar que ella lo rechazaba, pero en realidad no lo sé. Es posible que fuera a verla un día, que ella lo rechazara y… no se toma muy bien los desaires, lo digo por experiencia.

Beatrice miró a su hija y lentamente le tendió la mano en un gesto de dolor compartido. Pero Araminta no se acercó a su madre y ésta dejó caer la mano. No dijo nada. Tal vez no existían palabras para lo que sabía o temía.

– ¿Esto es lo que ocultas, mamá? -preguntó Araminta, implacable-. ¿Temes que alguien te pregunte si fue esto lo que ocurrió?

Beatrice se tendió de nuevo y, antes de responder, ordenó un poco la ropa de la cama. Araminta no hizo gesto alguno para ayudarle. -Preguntarme a mí es perder el tiempo. Yo no sé nada y, como es natural, no voy a decir una cosa así -levantó los ojos-. Araminta, por favor, ¿lo sabes tú?

Por fin Araminta se inclinó hacia delante y puso su mano delgada y fuerte sobre la de su madre.

– Mamá, si el culpable fuera Myles, no podemos ocultar la verdad. Ojalá que no lo sea y que encuentren a quien lo hizo, ¡y pronto! -Su rostro estaba lleno de preocupación, como si la esperanza luchase en ella contra el miedo, profundamente abstraída.

Beatrice intentó decirle algo amable, algo que apartara el horror que se estaba adueñando de las dos, pero se sintió incapaz al ver la valentía y el inflexible deseo de verdad que reflejaba la expresión de su hija.

Araminta se levantó, se inclinó hacia delante, le dio un beso rozándole apenas la frente con los labios y salió de la habitación.

Beatrice todavía permaneció sentada unos minutos, pero lentamente fue dejándose caer en la cama.

– Puede llevarse la bandeja, Hester, me parece que no me tomaré el té.

O sea que Beatrice no había olvidado ni por un momento que su enfermera estaba en la habitación. Hester no sabía si sentirse agradecida porque su situación le brindaba la oportunidad de observar o insultada porque su persona importaba tan poco que daba igual lo que pudiera ver u oír. Era la primera vez en su vida que tenía la sensación de contar tan poco y esto le dolía.

– Sí, lady Moidore -dijo con tranquilidad y, tomando la bandeja, dejó a Beatrice a solas con sus pensamientos.


Aquella noche tenía un poco de tiempo disponible y decidió pasarlo en la biblioteca. Había cenado en el comedor de los criados. De hecho había sido una de las mejores cenas de su vida, mucho más sustanciosa y variada que cuando estaba en su propia casa e incluso cuando las circunstancias económicas de su familia eran más favorables, es decir, en vida de su padre. Nunca le habían ofrecido más de seis platos y normalmente el más fuerte era cordero o buey. Esta noche, en cambio, había tenido posibilidad de elegir entre tres tipos de carne y un total de ocho platos.

Encontró un libro que trataba de las campañas peninsulares del duque de Wellington y estaba metida de lleno en él cuando se abrió la puerta y apareció Cyprian Moidore.

Pareció sorprendido, pero no contrariado.

– Siento molestarla, señorita Latterly. -Echó una ojeada al libro que Hester estaba leyendo-. Estoy seguro de que tiene muy bien merecido un poco de descanso, pero me gustaría que me dijera con franqueza qué piensa de la salud de mi madre. -Parecía preocupado y angustiado, sus ojos la miraban sin vacilación alguna.

Hester cerró el libro y él leyó el título.

– ¡Santo cielo! ¿No ha encontrado nada más interesante que esto? Tenemos cantidad de novelas y también poesía… un poco más hacia la derecha, creo.

– Sí, ya lo sé, gracias. He elegido el libro con toda intención. -Hester vio la duda pintada en sus ojos y, al percatarse de que no bromeaba, la sorpresa-. Creo que lady Moidore está profundamente afectada por la muerte de la hermana de usted -se apresuró a decir Hester-. Por supuesto que eso de tener a la policía siempre en casa es muy molesto. De todos modos, no creo que su salud esté en peligro de sufrir una crisis. El dolor siempre tarda un tiempo en mitigarse, aparte de que es natural que esté indignada y desconcertada, sobre todo teniendo en cuenta lo inesperado de la pérdida. Cuando hay una enfermedad, por lo menos uno tiene tiempo de irse preparando… Bajó los ojos y los fijó en la mesa, colocada entre los dos.

– ¿Mi madre ha dicho algo sobre quién piensa que pueda ser el culpable?

– No… yo no he hablado con ella del tema… aunque la he escuchado cuando ella ha tenido necesidad de hablar conmigo, si he creído que podía servir para aliviar su angustia.

Levantó los ojos y en su rostro brilló una inesperada sonrisa. En otro sitio, lejos de aquella familia y del ambiente opresivo de sospecha y defensa que había en ella y de no haber tenido que desempeñar la función de sirvienta, aquel joven le habría gustado. Tenía sentido del humor y, detrás de sus maneras comedidas, se traslucía su inteligencia.

– ¿No cree que sería conveniente consultar con un médico? -insistió.

– No creo que un médico le fuera de gran ayuda -dijo Hester con franqueza. Le habría dicho lo que ella pensaba, pero temía causarle sólo mayor preocupación y levantar sospechas al hacer evidente que recordaba y valoraba todo lo que escuchaba.

– ¿Qué le pasa a mi madre? -Se había dado cuenta de su indecisión y sabía que había algo más-. Por favor, le ruego que me lo diga, señorita Latterly.

Hester, sin que se apercibiera de las razones, respondió más por instinto que obedeciendo a un criterio personal, más por unas afinidades con aquel hombre que para obedecer a una decisión racional.

– Creo que tiene miedo porque se figura que sabe quién mató a la señora Haslett y sabe también que esto podría causar un gran disgusto a la señora Kellard -respondió-. Prefiere mantenerse retirada y guardar silencio que correr el riesgo de contárselo todo a la policía y que descubran lo que piensa. -Calló y esperó, atenta a los cambios de expresión de aquella cara.

– ¡Maldito sea Myles! -exclamó lleno de furia, levantándose y volviéndose de espaldas. Había indignación en su voz, pero curiosamente no había sorpresa-. ¡Papá habría tenido que echarlo a él, no a Harry Haslett! -Se volvió a mirarla-. Lo siento mucho, señorita Latterly, y le ruego que perdone mi lenguaje. Yo…

– Por favor, señor Moidore, no necesita disculparse -se apresuró a decir Hester-. Las circunstancias son tan críticas que es lógico perder los estribos. La presencia constante de la policía y las interminables dudas, aunque sean expresadas con palabras como en caso contrario, tienen por fuerza que ejercer una presión muy fuerte en cualquiera que no sea un irresponsable.

– Es usted muy amable. -Pese a ser un adjetivo tan sencillo, Hester sabía que lo había dicho sinceramente y que no era un mero cumplido.

– Imagino que los periódicos siguen hablando del caso -prosiguió Hester, más para llenar el silencio que porque importara realmente.

Él se sentó en el brazo de la butaca cerca de ella.

– Todos los días -dijo él con aire sombrío-. Los mejores se ensañan con la policía, dicen que es incompetente. Pero yo creo que hace lo que puede. No van a someternos a torturas como hacían en la Inquisición española hasta que alguien confiese. -Se echó a reír convulsivamente, traicionando de ese modo el profundo dolor que sentía-. La prensa sería la primera en quejarse en caso de que obraran así. Simplemente parece que se encuentran atrapados y que no saben qué camino escoger. Si son demasiado rigurosos con nosotros, los acusarán de olvidarse de cuál es su sitio y de molestar a las familias acomodadas y, si son demasiado indulgentes, los acusarán de indiferencia e incompetencia. -Hizo una pausa para respirar con profundidad-. Ya me imaginaba las maldiciones que iban a caer sobre el pobre muchacho el día que tuvo la clarividencia de demostrar que el culpable había sido una persona de la casa. Pero no me parece una de esas personas que escogen el camino más fácil…

– No, claro. -Hester estaba más de acuerdo con él de lo que Cyprian podía imaginar.

– En cuanto a los sensacionalistas, especulan con todas las posibilidades que se les ocurren -prosiguió él con aire contrariado, frunciendo los labios y con una mirada llena de contrariedad.

De pronto Hester tuvo un atisbo de hasta qué punto lo afectaba la intromisión, la consideraba una cosa horrible que impregnaba su vida con su olor a podrido. Él se guardaba la pena en lo más hondo de su ser, era lo que le habían enseñado cuando era pequeño: los niños tienen que ser valientes, no deben quejarse nunca y jamás tienen que llorar, porque es una reacción afeminada, un signo de debilidad merecedor de desprecio.

– ¡No sabe cuánto lo siento! -dijo Hester con voz suave y, tendiendo la mano, la puso sobre la de Cyprian y cerró los dedos, olvidándose de que no era una enfermera que consolaba a un herido del hospital, sino simplemente una criada, una mujer que tenía un contacto físico con su amo en la intimidad de la biblioteca de su casa.

De cualquier modo, si ahora retiraba la mano y se disculpaba no haría otra cosa que atraer una mayor atención sobre el gesto obligándolo con ello a responder y entonces los dos se sentirían cohibidos: aquel momento de afinidad se esfumaría y se transformaría en mentira.

En lugar de esto, ella volvió a recostarse en el asiento con una leve sonrisa.

Le impidió hablar la puerta de la biblioteca al abrirse y dar paso a Romola. Al verlos juntos, su rostro se ensombreció.

– ¿No tendría que estar con lady Moidore? -preguntó a Hester con acritud. El tono hirió a Hester, que a duras penas consiguió reprimir su indignación. De haber estado en libertad de hacerlo, le habría replicado con igual aspereza.

– No, lady Moidore me ha autorizado a disponer de la noche a mi antojo. Quería retirarse a dormir temprano.

– Entonces será porque no se encuentra bien -le replicó Romola con presteza-: razón de más para que usted esté disponible en caso de que ella la llame. Podría haberse quedado leyendo en su dormitorio o dedicarse a escribir cartas. ¿No tiene familiares o amigos a los que pueda interesar recibir noticias suyas?

Cyprian se levantó.

– Estoy seguro de que la señorita Latterly es perfectamente capaz de organizar su correspondencia, Romola, y en cuanto a dedicarse a leer, primero tiene que pasar por la biblioteca para coger un libro.

Las cejas de Romola se enarcaron de forma sarcástica.

– ¡Ah! ¿Era eso lo que hacía usted en la biblioteca, señorita Latterly? Ya me perdonará, entonces, porque las apariencias parecían indicar otra cosa.

– Estaba respondiendo al señor Moidore las preguntas que él me ha hecho en relación con la salud de su madre -dijo Hester con voz inalterable.

– ¿Ah, sí? Pues si él ha quedado satisfecho, usted puede volver a su habitación y dedicarse a lo que quiera.

Cyprian ya se disponía a replicar cuando entró su padre, los observó a todos y miró con aire inquisitivo a su hijo.

– La señorita Latterly no cree que lo de mamá sea muy grave -dijo Cyprian un tanto cohibido, como si buscara una excusa plausible.

– ¿Y quién ha dicho que lo fuera? -preguntó Basil secamente, avanzando hasta el centro de la habitación.

– Yo no -se aprestó a responder Romola-, sufre muchísimo, esto es evidente… pero nada más. Yo tampoco duermo bien desde que ocurrió el hecho. -A lo mejor la señorita Latterly podría recomendarte alguna cosa para ayudarte a dormir -apuntó Cyprian dirigiendo una mirada a Hester… y un esbozo de sonrisa.

– Gracias, sé arreglármelas sola -le espetó Romola-. Mañana por la tarde pienso ir a visitar a lady Killin.

– Es demasiado pronto -dijo Basil antes de que Cyprian tuviera ocasión de hablar-. Soy de la opinión de que todavía debes quedarte en casa un mes más. De todos modos, si ella viene, puedes recibirla.

– No vendrá -contestó Romola, malhumorada-. Se sentiría incómoda, sin saber qué decir… razón no le falta…

– No tiene ninguna importancia -dijo Basil dejando zanjada la cuestión.

– Entonces la visitaré yo -repitió Romola mirando a su suegro, no a su marido.

Cyprian se volvió hacia ella para reconvenirla, pero Basil le tomó de nuevo la delantera.

– Estás cansada -dijo fríamente-. Mejor que te retires a tu habitación y que mañana pases un día tranquilo. -No había duda de que era una orden. Romola se quedó indecisa un momento, aunque no existía la menor duda acerca de cuál sería la decisión final: haría lo que le habían mandado, esta noche y mañana. Ni Cyprian ni lo que pudiera opinar contaban para nada.

Hester se sintió profundamente incómoda ante la situación, no por Romola, que se había comportado como una niña pequeña y necesitaba que la reprendiesen, sino por Cyprian, a quien no se había tenido en cuenta para nada. Se volvió hacia Basil.

– Si usted me permite, señor, también yo voy a retirarme. La señora Moidore ha sugerido que debería estar en mi cuarto por si lady Moidore necesitaba de mis servicios. Y haciendo una leve inclinación de cabeza a Cyprian, sin casi mirarlo a los ojos para no ver en ellos la humillación, Hester atravesó el vestíbulo con el libro entre los brazos y se fue escaleras arriba.


El domingo era bastante igual a los demás días de la semana en casa de los Moidore, como ocurría de hecho a todo lo ancho y largo de Inglaterra. Había que llevar a cabo las labores corrientes: limpiar las chimeneas, encenderlas y aprovisionarlas y, por supuesto, también había que preparar el desayuno. Las oraciones eran más breves que de costumbre, ya que todos los que podían iban a la iglesia como mínimo una vez durante ese día.

Beatrice optó por no encontrarse bien, lo cual no le discutió nadie, pero insistió en que Hester acompañara a la familia en las ceremonias religiosas. Ella habría preferido ir por la tarde con los criados de arriba, pero era posible que Beatrice entonces la necesitara.

La comida había sido sobria y la conversación escasa, según informaciones de Dinah. La tarde la consagraron a escribir cartas; Basil por su parte, se puso la chaqueta batín y se retiró al salón a pensar, o quizás a dormitar. Estaban prohibidos los libros y los periódicos, por considerarlos inadecuados para el día de descanso y ni siquiera los niños podían sacar sus juguetes ni leer, salvo las Escrituras, ni dedicarse a juego alguno. Incluso la práctica musical se consideraba inadecuada.

La cena tenía que ser fría, para que la señora Boden y demás criados de arriba pudieran ir a la iglesia. La tarde se ocupaba con la lectura de la Biblia, presidida por sir Basil. Era un día que no gustaba a nadie.

A Hester le recordó su infancia, aunque su padre no se había mostrado tan irremediablemente triste ni siquiera en su época más ceremoniosa. Desde que se había ido de su casa para viajar a Crimea, pese a que de eso no hacía tanto tiempo, había olvidado con qué rigor se respetaban aquellas normas. La guerra no había permitido este tipo de ceremonias y el cuidado de los enfermos no se suspendía ni siquiera en plena noche, y ya no digamos un día determinado de la semana.

Hester pasó la tarde en el estudio escribiendo cartas. Habría podido servirse de la sala de estar de las camareras de haber querido, pero como Beatrice decidió dormir y no necesitó de sus servicios, le resultó más fácil escribir apartada de la cháchara de Mary y Gladys.

Había ya escrito a Charles e Imogen y a varios amigos de los tiempos de Crimea cuando de pronto entró Cyprian. No pareció sorprendido de verla y se limitó a disculparse superficialmente por la intromisión.

– ¿Tiene usted una familia muy numerosa, señorita Latterly? -le preguntó fijándose en el montón de cartas.

– ¡Oh, no, sólo un hermano! -le respondió ella-. Las otras cartas son para amigos a los que cuidé durante la guerra.

– Pues veo que tiene muchos amigos -comentó no sin cierta curiosidad y con creciente interés en su rostro-. ¿No le costó instalarse de nuevo en Inglaterra después de unas experiencias tan violentas y terribles?

Ella sonrió, más burlándose de ella misma que de él.

– Sí, mucho -admitió ingenuamente-. Se tenían muchas más responsabilidades; quedaba poco tiempo para trivialidades y para guardar las formas. ¡Ocurrían tantas cosas! terror, agotamiento, libertad, amistad que cruzaba todas las barreras normales, una sinceridad que en la vida corriente es imposible…

Se sentó frente a ella, balanceándose en el brazo de una de las poltronas.

– Leí algunas cosas acerca de la guerra en los periódicos -dijo con el ceño fruncido-, pero el lector no sabe nunca hasta qué punto son verdad las cosas que se cuentan. Me temo que nos dicen lo que quieren que creamos. No creo que usted leyera las crónicas… no, claro.

– ¡Sí que las leía! -lo contradijo inmediatamente, olvidando en el calor de la conversación lo impropio que resultaba que las mujeres bien educadas tuvieran acceso a otra cosa que no fueran las notas de sociedad publicadas por los periódicos.

Pero él no se sorprendió lo más mínimo; al contrario, todavía pareció más interesado.

– Resulta que uno de los hombres más valientes y admirables que atendí era corresponsal de guerra de uno de los mejores periódicos londinenses -prosiguió Hester- y cuando se puso tan enfermo que ni siquiera podía escribir me dictaba los artículos y yo me encargaba de enviar los despachos.

– ¡Dios mío, con usted voy de sorpresa en sorpresa, señorita Latterly! -dijo lleno de sinceridad-. Si dispone de un poco de tiempo me encantaría conocer sus opiniones sobre los hechos de que fue testigo. He oído decir que imperaba una gran incompetencia y que se habrían podido ahorrar muchas muertes, pero otros dicen que esto son mentiras que hacen circular los díscolos y alborotadores que a lo único que aspiran es a hacer prosperar sus ideas a expensas de los demás.

– Algo hay de esto -admitió Hester, dejando a un lado papel y pluma. Le pareció tan interesado en el tema que para ella supuso un auténtico placer exponerle lo que había visto y experimentado personalmente y las conclusiones que había sacado de aquellos hechos.

Él escuchaba con total atención y las pocas preguntas que le hizo fueron muy atinadas y formuladas de manera que revelaba compasión y una ironía que ella encontró muy atractiva. Lejos de la influencia de su familia y olvidado por espacio de una hora de la muerte de su hermana y de todas las miserias y sospechas que la habían seguido como siniestra estela, era un hombre de ideas personales, algunas sumamente innovadoras en relación con las condiciones sociales y las circunstancias de los acuerdos y servicios entre los gobernantes y los gobernados.

Se encontraban enzarzados en una conversación sumamente absorbente y las sombras del exterior ya empezaban a alargarse cuando entró Romola y, pese a que ambos se dieron cuenta de su presencia, pasaron unos minutos antes de que abandonaran el tema que tenían entre manos y reconocieran que había entrado una persona en la biblioteca.

– Papá quiere hablar contigo -dijo Romola, enfurruñada-. Te espera en la sala de estar.

Cyprian se levantó de mala gana y se excusó con Hester por tener que dejarla, ni más ni menos que si fuera una amiga a la que tuviera en gran estima y no una especie de criada.

Así que hubo salido, Romola se quedó mirando a Hester con expresión de perplejidad mezclada con una cierta preocupación en su hermoso rostro. Tenía una piel realmente maravillosa y los rasgos de su cara guardaban una proporción perfecta, salvo el labio inferior, que era ligeramente grueso y a veces, sobre todo cuando estaba cansada, le caía por las comisuras, dándole un aspecto de descontento.

– Si he de serle franca, señorita Latterly, no sé cómo expresarme sin parecer crítica, ni cómo brindarle consejo si a usted no le interesa recibirlo pero, si tiene ganas de tener marido, aspiración lógica en toda mujer normal, deberá aprender a dominar la faceta intelectual e inclinada a la polémica de su manera de ser. Es un rasgo que a los hombres no les gusta ni pizca cuando se da en una mujer y que hace que se sientan incómodos. No están a gusto, les altera los nervios, a diferencia de lo que ocurre cuando la mujer se muestra respetuosa ante sus opiniones. ¡No hay que mostrarse obstinada! ¡Es una actitud horrible! Con mano hábil sujetó con las horquillas un mechón de pelo que se le había desmandado.

– Recuerdo que mi madre ya me lo aconsejaba cuando era niña: es realmente indecoroso que una mujer altere su compostura por la razón que sea. La mayoría de los hombres se siente a disgusto cuando está ante una mujer que se agita por una nimiedad y, en general, ante cualquier estado que desvirtúe la imagen de la mujer como persona serena, fiable, al margen de la vulgaridad y la mezquindad bajo todas sus formas, que no critica nada salvo el desaliño o la incontinencia y, por encima de todo, que no contradice nunca al hombre, ni siquiera cuando cree que se ha equivocado. Aprenda a llevar una casa, a comer con elegancia, a vestir bien y a comportarse con dignidad y gracia, a dirigirse correctamente a todo el mundo en sociedad, aprenda un poco de pintura y de dibujo, toda la música de que sea capaz, de manera especial canto si está dotada para ese arte, algunos rudimentos de labor de aguja, una caligrafía elegante con la pluma y frases agradables en las cartas… y por encima de todo, aprenda a obedecer y a dominar sus prontos aunque la provoquen.

– Si aprende todas estas cosas, señorita Latterly, hará un buen matrimonio dentro de lo que permiten sus cualidades personales y su posición social en la vida y, además, hará feliz a su marido. Y a su vez, también usted será feliz. -Hizo unos leves movimientos con la cabeza-. Me temo que le queda mucho camino por recorrer.

Hester captó instantáneamente la intención de la última amonestación y, pese a la enorme provocación, supo dominarse.

– Gracias, señora Moidore -dijo después de hacer una profunda aspiración-. No olvidaré sus consejos, aunque me temo que estoy destinada a permanecer soltera.

– ¡Oh, espero que no! -dijo Romola con sentimiento-. Ése es un estado muy poco natural en una mujer. Aprenda a refrenar la lengua, señorita Latterly, y no pierda nunca la esperanza.

Afortunadamente, después de aquel último consejo salió de la habitación mientras Hester se quedaba echando chispas por todas las palabras que no había dicho y se le habían quedado metidas dentro del cuerpo. Pese a todo, se sentía extrañamente perpleja, atormentada por una sensación de pena cuya razón desconocía. Sólo sabía que experimentaba confusión e infelicidad y tenía una aguda conciencia de la misma.


A día siguiente, Hester se levantó temprano y se buscó algunas tareas en la cocina y en la lavandería con la esperanza de relacionarse con algunas sirvientas y, por qué no, ver de sacarles alguna cosa. Aunque aparentemente tenía la impresión de que las piezas no encajaban, tal vez Monk podría ensamblar unas con otras y reconstruir el cuadro completo.

Annie y Maggie se perseguían escaleras arriba y se revolcaban por el suelo muertas de risa, tapándose la boca con el delantal para ahogar sus gritos e impedir que se propagaran por el rellano.

– ¿De qué pueden reírse tan temprano? -preguntó Hester con una sonrisa.

Las dos la miraron con ojos muy abiertos y conteniendo la risa.

– Bueno, ¿qué me dicen? -insistió Hester sin la menor crítica en la voz-. ¿No quieren decírmelo? ¡A mí también me gustan los chistes!

– La señora Sandeman… -se apresuró a responder Maggie, apartándose los rubios cabellos de los ojos-. Es que tiene unas revistas que hay que ver, señorita. Seguro que usted no ha visto cosa igual en su vida, son unas historias como para helarte la sangre… y no sé, historias de hombres con mujeres que hasta a una chica de las que hacen la calle se le subirían los colores a la cara.

– ¿En serio? -exclamó Hester levantando las cejas-. ¿O sea que la señora Sandeman se dedica a leer cosas subidas de tono?

– ¡Y tan subidas! Cosas de un rojo subido, diría yo -dijo Annie, tronchándose.

– O mejor verde subido -la corrigió Maggie sin parar de reír.

– ¿Y de dónde han sacado la revista? -les preguntó Hester, sosteniéndola en las manos y tratando de aparentar que se quedaba tan fresca.

– De fuera de su habitación, cuando hemos limpiado -replicó Annie con transparente ingenuidad.

– ¿A esta hora de la mañana? -dijo Hester, como poniéndolo en duda-. Si no son más que las seis y media… ¡No me dirán que la señora Sandeman ya está levantada!

– ¡No, ni hablar! No se levanta hasta la hora de comer -se apresuró a decir Maggie-. Tiene que dormirla… y no me extraña.

– ¿Qué es lo que tiene que dormir? -Hester no estaba dispuesta a dejar escapar aquella oportunidad-. Ayer noche no salió, que yo sepa.

– Se pone a tono en su habitación -replicó Annie-. El señor Thirsk lo pilla de la bodega. No acabo de entender por qué, yo me figuraba que al señor Thirsk no le gustaba esta mujer, pero debe de gustarle si birla el oporto de la bodega para ella… y del mejorcito, además.

– ¡Será tonta! ¡Lo roba porque el señor Thirsk no traga a sir Basil! -intervino Maggie-. Por esto toma el mejor. Cualquier día sir Basil enviará al señor Phillips a buscar una botella de oporto y se encontrará con que no hay. La señora Sandeman se lo habrá bebido todo.

– Yo sigo pensando que al señor Thirsk no le gusta esta mujer -insistió Annie-. ¿No te has fijado en la cara que pone cuando la mira?

– A lo mejor hubo un tiempo en que le gustaba -dijo Maggie esperando haber dado en el clavo y ofreciendo una panorámica enteramente nueva del caso que acababa de abrirse a su imaginación- y ella se lo sacó de encima y por eso ahora la odia.

– No -en este punto Annie estaba completamente segura-, yo creo que él la desprecia. Antes era militar, y de los buenos, ¿sabe?, en fin, un oficial de bastante categoría… pero se ve que tuvo una aventura de faldas que terminó muy mal.

– ¿Y eso cómo lo sabe? -le preguntó Hester-, no será porque él se lo haya contado.

– ¡No, claro! Pero oí que la señora se lo contaba una vez al señor Cyprian. Yo creo que al señor Thirsk esa mujer le da asco, que no la ve como una señora. -De pronto puso unos ojos muy grandes-. ¿Y si resulta que fue ella la que se le insinuó y, como a él le da asco, la mandó a hacer gárgaras?

– Entonces sería ella la que lo odiaría -dijo Hester.

– ¡Pero es que ella lo odia! -respondió Annie al momento-. Cualquier día de éstos dirá a sir Basil que el señor Thirsk le roba el oporto, ya veréis. Sólo que quizá, cuando se lo diga, ella estará tan pirada que él no se lo creerá.

Hester aprovechó aquella oportunidad, si bien algo avergonzada por su proceder.

– ¿Quién creen ustedes que mató a la señora Haslett?

Las sonrisas se borraron de sus rostros instantáneamente.

– Pues… el señor Cyprian es muy buena persona y además, ¿por qué iba a hacer una cosa así? -Annie descartó la idea-. La señora Moidore, como no hace caso de nadie, no creo que pueda odiar a alguien. Y la señora Sandeman tres cuartos de lo mismo… -A menos que la señora Haslett supiera algo de ella que a ella no le gustara -apuntó Maggie-. Eso es lo más probable. Yo veo a la señora Sandeman capaz de clavarte un cuchillo si la amenazas con delatarla.

– ¡Y tanto que sí! -admitió con ella Annie, que de pronto se había puesto seria y ya se había dejado de fantasías y de bromas-. Con franqueza, señorita, nosotras creemos que igual fue Percival, que se da muchos aires en esta casa. Además, la señora Haslett le gustaba. Es un tipo de cuidado, se lo digo yo.

– Sí, se figura que Dios lo hizo para regalo de las mujeres -exclamó Maggie con desprecio-, es tan imbécil que se lo tiene creído. Si fuera verdad, querría decir que Dios conoce poco a las mujeres.

– ¡Y también está Rose! -prosiguió Annie-. Esa sí que bebe los vientos por Percival. ¡Mira a quién ha ido a escoger! ¿Será imbécil?

– ¿Y ella por qué iba a matar a la señora Haslett? -preguntó Hester.

– Por celos, naturalmente. -Las dos se miraron como si la consideraran corta de entendederas.

Hester estaba sorprendida.

– ¿Tanto le gustaba a Percival la señora Haslett? ¡Pero si no es más que un lacayo, por el amor de Dios!

– Sí, váyale a él con ese cuento -dijo Annie, como asqueada.

Nellie, la criada que se encargaba de los dos pisos, apareció de pronto subiendo la escalera a todo correr con una escoba en una mano y un cubo de hojas de té frío en la otra con la intención de esparcirlas sobre las alfombras para quitarles el polvo.

– ¿Por qué no barréis? -preguntó a sus compañeras, mayores que ella-. Como aparezca la señora Willis a las ocho y vea que no hemos limpiado vais a ver la bronca. No quiero que me deje sin té a la hora de acostarme. Bastó el nombre del ama de llaves para galvanizar a las chicas y propulsarlas a la acción inmediata, por lo que dejaron a Hester en el rellano mientras corrían escaleras abajo a buscar las escobas y los trapos del polvo.

Una hora más tarde, en la cocina, Hester preparaba la bandeja del desayuno para Beatrice: simplemente té, una tostada, mantequilla y mermelada de albaricoque. Estaba dando las gracias al jardinero por haberla obsequiado con una de las últimas rosas con la que quería adornar el jarrón de plata cuando pasó Sal, la criada pelirroja que trabajaba en la cocina, riendo a carcajadas y dando codazos a un lacayo que había aparecido con una nota de su cocinera para la cocinera de Sal. Los dos bromeaban y se daban golpes y manotazos justo en la puerta y los chillidos de Sal se oían desde la trascocina y resonaban por todo el pasillo.

– Esta chica es una cabeza a pájaros -dijo la señora Boden acompañando las palabras con unos movimientos de la cabeza-. Fíjese en lo que le digo… es una frescales donde las haya. ¡Sal! -gritó-. ¡Ven aquí inmediatamente y a cumplir con tus obligaciones! -Volvió a mirar a Hester y añadió-: ¡No he visto chica más vaga que ésta! No entiendo cómo la aguanto. ¡Cómo está el mundo! ¡No sé dónde iremos a parar! -Tomó el cuchillo de la carne y probó el filo con el dedo. Hester miró la hoja, tragó saliva y sintió un estremecimiento al pensar que tal vez aquel cuchillo era el que habían empuñado una noche las manos que habían dado muerte a Octavia Haslett en el piso de arriba.

La señora Boden encontró satisfactoria la hoja, sacó el tajo de la carne y comenzó a cortar lonchas para preparar el pastel.

– Como si no hubiera bastante con la muerte de la señorita Octavia, la casa llena de policías metiéndose por todos los rincones, todo el mundo asustado hasta de su sombra y la señora en cama, resulta que encima tengo que aguantar a esta zángana de Sal en mi cocina… ¡No hay mujer decente con arrestos bastantes para soportar tanto!

– Estoy segura de que usted es capaz de soportar esto y más -dijo Hester tratando de calmarla. Si pensaba tentar a dos camareras y conseguir que cambiaran de oficio, no tenía intención, en cambio, de contribuir al caos doméstico alentando, además, a la cocinera a liar los bártulos-. Con el tiempo la policía se irá de la casa, se arreglará la situación, la señora se recuperará y usted, entretanto, es muy capaz de poner en cintura a Sal. No va a ser la única criada respondona que usted acaba haciendo entrar en razón… con el tiempo, claro.

– En esto tiene usted razón -admitió la señora Boden-, tengo buena mano con las chicas, ni yo puedo negarlo, pero lo que más deseo es que la policía descubra al culpable y lo detenga. Así podré dormir tranquila sin tener que cavilar. No me cabe en la cabeza que una persona de la familia haya podido hacer una cosa así. Estoy en esta casa desde antes de que naciera el señor Cyprian, ya no digamos la señorita Octavia y la señorita Araminta. No he sentido nunca un gran afecto por el señor Kellard, pero me digo que sus cualidades tendrá y, después de todo, no deja de ser un caballero.

– ¿A usted le parece que pudo ser uno de los criados, entonces? -preguntó Hester fingiendo sorpresa y considerable respeto, como si para ella contara mucho la opinión que pudiera tener la señora Boden sobre un asunto de tal naturaleza.

– Pues podría ser, ¿no cree? -dijo la señora Boden con voz tranquila, cortando la carne con gran pericia y mano rápida, ágil y extremadamente fuerte-. Y no precisamente una chica porque… además, ¿quiere decirme por qué iba a matarla una chica?

– ¿Por celos, quizás? -apuntó Hester con aire de inocencia.

– ¡Bobadas! -exclamó la señora Boden cogiendo unos riñones-. Habría que estar muy loca para hacer una cosa así. Sal no sube nunca arriba. Lizzie es muy mandona y no daría un chavo a un ciego, pero sabe distinguir entre lo que está bien y lo que está mal y obra como corresponde. Y Rose es muy cabezona, siempre quiere lo que no puede tener y yo no pondría las manos en el fuego por ella para según qué cosas, pero es que una cosa así… -Movió negativamente la cabeza-. De matar, nada, aunque sólo fuera por el riesgo. Tiene mucho apego a su piel.

– ¿Y las chicas de arriba tampoco? -añadió Hester como por instinto, aunque después pensó que habría sido mejor esperar a que hablara la señora Boden.

– Ésas son unas tontorronas -dijo la señora Boden-, pero no tienen maldad, esto por descontado. Y Dinah es un pedazo de pan, incapaz de hacer una barbaridad como ésta. Es una buena chica, aunque sosa la pobre. Viene de una buena familia de un pueblo de no sé dónde. Quizá demasiado guapetona, pero por algo hace de camarera de salón. Y en cuanto a Mary y a Gladys… bueno, Mary tiene su genio, pero todo se va en humo de pajas. No mataría una mosca… ¿y qué motivo tendría para hacer una cosa así? Si, además, estaba encantada con la señorita Octavia, y la señorita Octavia con ella, que todo hay que decirlo. Y Gladys es una chica agria que se da muchos aires… pero así son las camareras de las señoras. No es mala, por lo menos no para hacer una cosa tan gorda. ¡Hasta le faltaría valor!

– ¿Y Harold? -preguntó Hester. No se molestó siquiera en mencionar al señor Phillips, no porque lo considerara incapaz de hacerlo, sino porque sabía que las fidelidades que empujaban a la señora Boden de una manera natural a guardar respeto a un criado que ella consideraba un superior le impedirían contemplar aquella posibilidad con mentalidad bastante abierta. La señora Boden le dirigió una mirada que parecía venir de otros tiempos.

– ¿Para qué, si me permite que se lo pregunte? ¿Qué podía hacer Harold en la habitación de la señorita Octavia en mitad de la noche? Ése sólo tiene ojos para Dinah, ¿será desgraciado?, aunque de poco le sirve.

– ¿Y Percival? -Hester dijo por fin lo inevitable.

– Ése podría ser. -La señora Boden apartó a un lado el resto del riñón y alcanzó el mortero lleno de harina ya amasada. Extendió la masa sobre el tajo, la espolvoreó con harina y comenzó a trabajarla con ayuda del rodillo dándole unos golpecitos enérgicos y certeros primero a un lado y, tras darle la vuelta con un solo gesto, al otro lado-. Éste siempre se ha figurado que es más de lo que es, pero nunca me habría figurado que pudiera llegar tan lejos. Maneja mucho dinero, y no me lo explico -añadió con aire avieso-. Tiene mala laya el chico ese, se lo he notado más de una vez. Mire, el agua de la marmita está hirviendo, no me vaya a llenar la cocina de vapor.

– Gracias -dijo Hester dándose la vuelta para acercarse al hornillo, apartar el hervidor del fuego con ayuda de un agarrador, y escaldar la tetera, vaciándola después para preparar el té con el agua restante.


Monk volvió a la casa de Queen Anne Street porque tanto él como Evan habían agotado todas las demás vías posibles de investigación. No habían encontrado las joyas desaparecidas ni esperaban tampoco encontrarlas, pero se sentían obligados a seguir las investigaciones hasta el final, aunque fuera sólo para dar satisfacción a Runcorn. También habían recogido todas las referencias personales de los criados que trabajaban con la familia Moidore, habían hecho las comprobaciones pertinentes en casa de sus anteriores amos y no habían encontrado ningún dato desfavorable que diera motivo para pensar ni de lejos que ningún criado era dado a violencias o actos como el que se había producido. Tampoco habían encontrado historias de amores oscuros, ni acusaciones de robos o inmoralidades, sólo vidas muy normales de trabajo y vida doméstica.

No quedaba más remedio que volver a Queen Anne Street e interrogar de nuevo a los criados. Hicieron pasar a Monk a la salita del ama de llaves, donde se quedó esperando a Hester con impaciencia. Tampoco esta vez explicó a la señora Willis la razón de querer ver a la enfermera, pese a que no estaba en la casa cuando ocurrió el asesinato. Monk era plenamente consciente de la sorpresa que despertaba en la mujer y de las considerables críticas que suscitaría. La próxima vez que tuviera que verla tendría que pensar alguna excusa.

Dieron unos golpes en la puerta.

– Adelante -dijo Monk.

Entró Hester y cerró la puerta detrás de ella. Tenía muy buen aspecto y un aire muy profesional, llevaba el pelo recogido en la nuca, lo que le prestaba una apariencia muy severa, y además un vestido de paño de un color gris azulado sin adorno alguno, encima del cual resaltaba el delantal de restallante blancura. Era una vestimenta práctica, aunque en exceso gazmoña.

– Buenos días -dijo Hester con voz monocorde.

– Buenos días -replicó él y, sin que mediara preámbulo alguno, comenzó a hacerle preguntas sobre los días transcurridos desde que la había visto por última vez, utilizando un lenguaje más lacónico que el que habría empleado normalmente, por el simple hecho de que Hester era tan parecida a su cuñada, Imogen, pero tan diferente a la vez, absolutamente carente del misterio y la gracia femenina que adornaban a esta última.

Hester le expuso lo que había hecho y también lo que había visto y oído sin proponérselo.

– Todo esto me confirma únicamente que Percival no es persona que goce de las simpatías del personal -dijo Monk con aspereza- o simplemente que todo el mundo tiene miedo y que él parece el chivo expiatorio más propicio.

– Ni más ni menos -admitió ella con viveza-. ¿Se le ocurre alguna idea mejor?

La lógica de su pregunta le cayó mal. Monk sabía perfectamente que de momento no había conseguido ningún resultado y que no tenía otro sitio donde buscar que en aquella casa.

– ¡Sí! -le respondió con brusquedad-. Estudie más a fondo a la familia. Descubra más cosas acerca de Fenella Sandeman, esto para empezar. ¿Tiene alguna idea de los lugares que frecuenta para desahogar sus escandalosos gustos, suponiendo que sean realmente escandalosos? Perdería mucho si sir Basil la echara a la calle. Quizás Octavia se enteró de algo sobre ella aquella tarde. A lo mejor se refería a esto cuando habló con Septimus. Y averigüe si Myles Kellard tuvo realmente una aventura con Octavia o si sólo se trata de uno de esos chismes maliciosos que circulan entre los criados lenguaraces y con excesiva imaginación. Parece que a los de esta casa no les falta una cosa ni la otra.

– No me dé órdenes, señor Monk -le dijo con mirada glacial-, yo no soy su sargento.

– Agente, señora -la corrigió Monk con una sonrisa irónica-. Se ha adjudicado un rango que no le corresponde. Lo que ha querido decir es que usted no es mi agente.

Hester se puso muy tiesa, los hombros levantados casi al estilo militar y el rostro enfurruñado.

– Cualquiera que sea el rango que me adjudique y que no ostento, señor Monk, considero que la razón principal para insinuar que Percival pudo matar a Octavia se funda en la suposición de que tenía una aventura con ella o pretendía tenerla.

– ¿Y por esto la mató? -levantó las cejas con aire sarcástico.

– No -respondió Hester haciendo alarde de paciencia-, sino porque ella se cansó de él y entonces se pelearon, supongo yo. O a lo mejor lo hizo la lavandera Rose, en ese caso por celos. Está enamorada de Percival… bueno, quizá la palabra amor no sea la más adecuada… habría que emplear otra palabra que reflejase un sentimiento más ordinario y compulsivo, creo. Lo que ignoro es cómo puede demostrarlo.

– ¡Vaya, por un momento temía que quisiera darme una lección!

– Ahora no me atrevería… por lo menos hasta que alcance la graduación de sargento. -Y con un revuelo de faldas dio media vuelta y salió.

Aquello era absurdo. No era así cómo Monk había querido que se desarrollase la entrevista, pero en aquella mujer había una especie de arbitrariedad que a menudo lo sacaba de quicio. Gran parte de la indignación que le causaba venía de que ella hasta cierto punto tenía razón y lo sabía. No tenía idea de cómo demostrar la culpabilidad de Percival… en el caso de que fuera culpable.

Evan estaba ocupado hablando con los mozos de cuadra sin que tuviera nada específico que preguntarles. Monk habló con Phillips sin sacar nada en limpio y seguidamente solicitó la presencia de Percival.

Esta vez el lacayo parecía mucho más nervioso. Monk vio que tenía los hombros tensos y ligeramente levantados, que sus manos no se estaban un momento quietas, que sobre el labio superior tenía unas finas gotitas de sudor y la preocupación pintada en los ojos. Aquello no quería decir nada, salvo que Percival tenía inteligencia suficiente para advertir que el círculo se estaba cerrando y que no gozaba de las simpatías de nadie. Todos temían por ellos y, cuanto antes acusaran a alguien, antes se volvería a normalizar la vida y se impondría la seguridad para todos. La policía saldría de la casa y las acuciantes y terribles sospechas se desvanecerían de una vez. Y entonces ya todos podrían volverse a mirar a los ojos.

– ¡Es usted un joven bien parecido! -dijo Monk mirándolo de arriba abajo, aunque en la frase había de todo menos elogio-. Supongo que a los lacayos los eligen principalmente por su aspecto.

Percival lo miró con desenfado, pero Monk casi podía oler el miedo que sentía.

– Sí, señor.

– Yo diría que hay bastantes mujeres que están prendadas de usted. A las mujeres les gustan los hombres guapos.

Por el rostro impenetrable de Percival cruzó una sombra de vanidad que, sin embargo, no tardó en desvanecerse.

– Sí, alguna que otra vez.

– Seguro que habrá tenido ocasión de comprobarlo.

Percival se distendió ligeramente, se notó que su cuerpo se relajaba debajo de la librea.

– En efecto.

– ¿Y no le cohíbe un poco la situación?

– En general, no. Uno acaba por acostumbrarse.

Monk pensó que aquel tipo era un cerdo presumido, por mucho que no le faltaran motivos. Tenía una especie de vitalidad contenida y algo así como una insolencia que Monk supuso que muchas mujeres encontraban excitante.

– Pero seguramente se verá obligado a ser muy discreto -dijo Monk en voz alta.

– Sí, señor. -Percival ahora se encontraba a sus anchas, había bajado la guardia, se regodeaba en sí mismo rememorando anécdotas vividas.

– Sobre todo si se trata de una señora, es decir, no de una de las sirvientas de la casa -prosiguió Monk-. A veces hasta debe de resultar embarazoso que venga una señora de visita y se muestre interesada por usted.

– Sí, señor, todas las precauciones son pocas.

– Y yo diría que los hombres deben de ponerse celosos.

Percival estaba desorientado; no había olvidado por qué estaba hablando con el policía. Monk veía los pensamientos reflejados en su rostro, pero ninguno le aportaba claves.

– Podría ser -dijo con tiento.

– ¿Podría? -Monk enarcó las cejas y habló con voz condescendiente y sarcástica-. ¡Vamos, Percival!, si usted fuera un caballero, ¿no se volvería loco de celos si la dama de sus sueños demostraba que prefería las atenciones de su lacayo?

Esta vez la sonrisa presuntuosa fue inequívoca, era demasiado halagadora aquella imagen, pasaba a convertirse en la más deliciosa de las excelsitudes, en la mejor, más próxima a la esencia del hombre que el dinero o el rango.

– Sí, señor… imagino que eso debe de suceder.

– Y más especialmente tratándose de una mujer tan agraciada como la señora Haslett.

Ahora Percival estaba confundido.

– Ella era viuda, señor. El capitán Haslett murió en la guerra. -Desplazó el peso de su cuerpo de un lado a otro en actitud incómoda-. No tenía admiradores serios. No hacía caso de ninguno… todavía lloraba al capitán.

– Pero era joven, estaba acostumbrada a la vida matrimonial y, además, era guapa -siguió acuciándolo Monk.

La luz volvió a incidir en el rostro de Percival.

– ¡Oh, sí! -hubo de admitir-, pero no tenía intención de volver a casarse. -Se rehízo inmediatamente-. De todos modos, a mí nadie me amenazó… a la que mataron fue a ella. Y no había nadie que tuviera tal intimidad con ella como para sentirse celoso. De todos modos, aun suponiendo que hubiera existido esa persona, aquella noche no había nadie más en la casa.

– Pero si hubiera habido ese alguien más, ¿podría haberse sentido celoso? -Monk frunció el ceño, como si la respuesta le importara y acabara de encontrar una clave preciosa.

– Pues… tal vez sí. -Los labios de Percival se torcieron en una sonrisa de satisfacción y abrió mucho los ojos, lleno de esperanza-. ¿Había alguien, señor?

– No -respondió Monk con un cambio de expresión en la cara, de la que desapareció toda cordialidad-, lo único que a mí me interesaba saber es si usted había tenido una aventura con la señora Haslett.

De pronto Percival se hizo cargo de la situación y de su rostro huyó todo el color dejándolo mortalmente pálido. Porfiaba por encontrar las palabras adecuadas, pero de su garganta sólo salían sonidos ahogados.

Monk conocía el sabor de la victoria y el instinto de matar, le era tan familiar como el dolor o el reposo o la súbita impresión del agua fría, un recuerdo en la carne al igual que en la mente. Y se despreciaba por ello. Era su yo primigenio que asomaba a través de la bruma del olvido interpuesta por el accidente, era el hombre que figuraba en los expedientes, admirado y temido, un hombre sin amigos.

Y sin embargo, aquel arrogante lacayo podía haber asesinado a Octavia Haslett en un acceso de lujuria desatada y de machismo. Monk no podía permitirse complacer su conciencia al precio de dejarlo escapar.

– ¿Qué pasó? ¿Cambió Octavia de parecer? -le preguntó con una rabia ancestral en la voz, todo un mundo de cáustico desdén-. ¿Se dio cuenta de pronto de lo ridículamente vulgar que era tener una aventura amorosa con un lacayo?

Percival lo insultó para sus adentros con una palabra obscena, después levantó la barbilla y refulgieron sus ojos.

– ¡Ni hablar! -respondió engallándose y consiguiendo dominar su terror, por lo menos aparentemente. Aunque le temblaba la voz, sus palabras fueron de una clara diafanidad-. Suponiendo que este asunto tenga algo que ver conmigo, la culpable sería Rose, la lavandera. Está loca por mí y se muere de celos. Ella podría haber subido al cuarto de la señora Haslett durante la noche y haberla apuñalado con un cuchillo de cocina. Tenía motivos para hacerlo. Yo, no.

– Hay que reconocer que usted es todo un señor -dijo Monk sin poder evitar que el desdén le torciera los labios, pese a pensar que aquélla era una posibilidad que no se podía descartar. Percival lo sabía. Por la frente del lacayo resbalaba el sudor, pero ahora a causa del alivio que sentía.

– Muy bien -dijo Monk despidiéndolo-, ahora ya se puede marchar.

– ¿Quiere que le envíe a Rose? -le preguntó ya en la puerta.

– No, no hace falta. Y si tiene interés en sobrevivir en esta casa, hará bien no hablando con nadie sobre la conversación que hemos tenido. Los amantes que insinúan que sus amiguitas son unas asesinas no son bien vistos por la gente.

Percival no dijo palabra, pero no parecía sentirse culpable, sólo aliviado… y cauteloso.

Monk se dijo para sí que aquel tipo era un cerdo, aunque no podía echarle enteramente la culpa. El hombre se sentía acorralado, eran muchas las manos que se levantaban contra él, no necesariamente porque lo creyesen culpable, sino porque algún culpable tenía que haber y aquel hombre tenía miedo. Al final de otro día de interrogatorios, todos los cuales salvo el sostenido con Percival resultaron estériles, Monk se dirigió a la comisaría con el objeto de informar a Runcorn, no porque tuviera nada concluyente que notificarle sino porque Runcorn se lo había pedido.

Iba caminando tranquilamente el último kilómetro del trayecto en aquella tarde fría de finales de otoño, intentando preparar mentalmente lo que diría a Runcorn, cuando pasó junto a un cortejo fúnebre que seguía lentamente su camino Tottenham Court Road arriba en dirección a Euston Road. La carroza funeraria iba tirada por cuatro caballos negros empenachados también de negro y a través del cristal en el que estaba encerrado vio el ataúd cubierto de flores, kilos y más kilos de flores. Imaginó el perfume que exhalarían y pensó en los cuidados que habrían exigido, ya que seguramente habían sido cultivadas en invernadero dada la época del año.

Detrás del coche fúnebre seguían otros tres carruajes más, en los que viajaban los enlutados deudos. Una vez más experimentó una sensación de familiaridad. Sabía por qué aquellos coches iban atestados de personas apretujadas en su interior codo con codo, por qué relucían tanto los arneses, por qué no había escudo alguno en las puertas. Era el entierro de un pobre y los carruajes eran de alquiler. No se había ahorrado en gastos: los caballos eran negros, no alazanos o bayos; todos debían de haber contribuido con sus flores, aunque después no les quedara dinero para comer durante el resto de la semana y por la noche tuvieran que sentarse junto a chimeneas apagadas.

Había que pagar a la muerte el tributo que le correspondía; no se podía decepcionar al vecindario ofreciéndole un espectáculo de poca monta y pecando de mezquindad. Había que ocultar la pobreza a toda costa.

Como último tributo ofrecían un luto a lo grande.

Monk detuvo su camino, se quitó el sombrero en actitud reverente y vio pasar el cortejo con un sentimiento cercano a las lágrimas, no ya por el cadáver de un desconocido, ni siquiera por aquellos que lamentaban la desgracia, sino por todos los que se preocupaban tan desesperadamente de lo que pudieran pensar los demás y por las sombras y fulgores de su propio pasado, que veía aletear en aquel tipo de actitudes. Cualesquiera que fueran sus sueños, aquella gente era la suya, no la de Queen Anne Street ni sus semejantes. Ahora él vestía bien, comía bien y no poseía casa ni familia, pero sus raíces estaban en estrechos callejones donde todos sus habitantes se conocían, donde todos participaban en las bodas y en los funerales, donde todos se enteraban de si en el vecindario había habido un nacimiento o alguien había caído enfermo, donde todos se sumaban a las esperanzas y a las desgracias de todos, donde no existía la intimidad pero tampoco la soledad.

¿Quién era aquel hombre cuyo rostro se le había aparecido tan claramente durante un breve instante mientras esperaba en la puerta del club de Piccadilly y por qué había deseado tan intensamente emularlo, no ya sólo en lo tocante a intelecto, sino incluso en su manera de hablar, en su estilo de vestir y en su forma de andar?

Miró de nuevo a los que formaban el duelo como buscando algún signo de identidad que lo identificase con ellos y, cuando por delante de él pasó lentamente el último carruaje, tuvo un atisbo del rostro de una mujer, una mujer sencilla, de nariz ancha, boca grande y cejas bajas y planas, una mujer que despertó en él una sensación tan intensa de familiaridad que, una vez hubo pasado, se quedó jadeando y con otra imagen familiar que había acudido por un momento a sus pensamientos y se había esfumado, la imagen de una mujer fea con las mejillas bañadas en lágrimas y unas manos que él amaba tanto que no se habría cansado nunca de mirarlas ni de privarse del intenso placer que le causaba su delicadeza y su gracia. Y sintió la herida de un viejo remordimiento, aunque sin conocer el motivo ni de cuándo databa.

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