Capítulo 9

Aquella noche Monk durmió mal y se despertó tarde y con la cabeza pesada. Se levantó y, cuando estaba a medio vestir, se acordó de que no tenía a ninguna parte donde ir. No sólo le habían retirado el caso de Queen Anne Street, sino que había dejado de ser policía. En realidad, no era nada. La profesión que desempeñaba era lo que daba sentido a su vida, lo que le proporcionaba un puesto en la comunidad, una manera de ocupar su tiempo libre y -lo que ahora cobraba de pronto dramática importancia- una fuente de ingresos. Podría trampear bien la situación durante unas semanas, por lo menos en lo que a alojamiento y comida se refería, pero habría otros gastos que ya no estaría en condiciones de cubrir: ni vestidos, ni comidas fuera de casa, ni libros nuevos o antiguos, ni maravillosas visitas a teatros y museos como camino necesario para convertirse en un caballero.

De cualquier modo, ésas eran trivialidades. Lo que constituía el fundamento de su vida había desaparecido. La ambición que había alimentado y por la cual se había sacrificado y sometido a una disciplina durante toda su vida hasta donde llegaban sus recuerdos o hasta donde había reconstruido a través de las palabras de otras personas, había perdido su razón de ser. No tenía otras relaciones, no sabía qué hacer con su tiempo, no tenía a nadie que lo valorase por lo que era, aunque no fuese con cariño, sino con temor y admiración. Se le habían quedado grabadas las caras de los hombres que estaban en la puerta de Runcorn. En ellas había confusión, azoramiento, angustia… pero simpatía no. Había conseguido ganarse su respeto, no su afecto.

Se sentía más solo que nunca, más confundido, más desdichado que en ningún momento desde que el caso Grey había alcanzado su cénit. No tenía apetito suficiente para dar cuenta del desayuno que le sirvió la señora Worley y únicamente comió una lonja de tocino y dos tostadas. Tenía los ojos clavados en el plato lleno de migajas cuando oyó un golpe enérgico en la puerta y entró Evan sin esperar a que lo invitase a pasar. Miró fijamente a Monk y se sentó a horcajadas en la otra silla de respaldo duro que había en la habitación y no dijo nada, el rostro lleno de ansiedad y una expresión tan extremadamente dulce que sólo podía calificarse de compasión.

– ¡No me mire así! -dijo Monk con viveza-. Sobreviviré. También se puede vivir sin ser policía, incluso yo.

Evan no dijo nada.

– ¿Ya ha detenido a Percival? -le preguntó Monk.

– No… ha enviado a Tarrant.

Monk sonrió con amargura.

– Quizá tenía miedo de que usted no lo detuviese. ¡Menudo estúpido!

Evan pestañeó.

– Lo siento -se disculpó Monk rápidamente-, pero si usted también hubiera renunciado no me habría beneficiado a mí, ni a Percival.

– Eso creo -concedió Evan, apesarado, mientras seguía flotando en sus ojos una sombra de culpabilidad. Monk olvidaba casi siempre lo joven que era Evan, aunque en aquel momento tenía todo el aspecto del hijo de un párroco de pueblo, con su atuendo correcto pero informal y sus maneras ligeramente diferentes, que ocultaban una íntima certidumbre que Monk no tendría en su vida. Evan podía ser más sensible que él, menos arrogante o contundente en sus juicios, pero tendría siempre aquella naturalidad innata para los pequeños señores como él y lo sabía, aunque era una cualidad que no se hallaba en la parte superficial de sus pensamientos, sino en aquella zona más profunda de la que nace el instinto.

– ¿Qué va a hacer ahora? ¿Lo ha pensado? Los periódicos de la mañana se han hecho eco de la noticia.

– No podía ser de otro modo -admitió Monk-. Estarán encantados, supongo. A buen seguro que el Home Office se deshace en elogios de la policía, la aristocracia se regodea en su propia honorabilidad. Una cosa es contratar a un lacayo perverso y otra… en fin, son errores que ocurren de vez en cuando. -Oyó la amargura de su voz y se despreció por ello, pero no podía eliminarla porque sus raíces eran demasiado profundas-. Cualquier caballero honrado puede pensar bien de otro. La familia Moidore está exonerada de toda culpa. El público en general puede volver a dormir tranquilo en la cama.

– Más o menos -admitió Evan poniendo cara larga-. En The Times hay un extenso editorial sobre la eficiencia de la nueva fuerza policial, incluso en un caso tan extremo y sensible como éste, es decir, en la propia casa de uno de los caballeros más eminentes de Londres. Se menciona varias veces a Runcorn como policía encargado del caso. El nombre de usted no aparece por ningún lado. -Se encogió de hombros-. El mío tampoco, claro.

Monk sonrió por vez primera ante la inocencia de Evan. -Hay también un artículo de un periodista que lamenta la creciente arrogancia de las clases trabajadoras -prosiguió Evan- y que vaticina el derrumbamiento del orden social tal como lo conocemos y el ocaso de la moral cristiana en general.

– Naturalmente -concedió Monk escuetamente-, siempre ocurre lo mismo. Creo que hay alguien que tiene escritos un montón de artículos sobre el tema y los va enviando a medida que considera que la ocasión se lo merece. ¿Qué más? ¿Hay alguien que se cuestione si Percival es culpable o no?

Evan parecía muy joven. Monk veía nítidamente detrás del hombre la sombra del muchacho, una especie de vulnerabilidad en la boca, la inocencia de los ojos.

– Nadie, que yo sepa. Lo que quieren todos es que lo cuelguen -dijo Evan, muy desazonado-. Parece como si la gente se hubiera sacado un peso de encima, todos están felices de que el caso esté cerrado y de que se le haya puesto punto final. Los cantantes callejeros ya han empezado a componer canciones sobre la historia y me he cruzado con uno que la vendía cerca de la comisaría, en Tottenham Court Road. -Procuraba expresarse con pulcritud, pero su expresión denotaba la ira que sentía-. Todo muy sensacionalista y sin un gran parecido con la realidad según nosotros la vimos… o creímos verla. Un folletín de tres al cuarto: una viuda inocente, la lujuria escondida en la despensa, ella acostándose con un cuchillo de cocina a fin de defender su virtud y el perverso lacayo presa de pasiones encendidas arrastrándose escaleras arriba para llegar a su habitación. -Levantó los ojos y miró a Monk-. Quieren volver a la época de los descuartizamientos. ¡Son cerdos sedientos de sangre!

– Han pasado miedo -dijo Monk sin sombra de piedad-. El miedo es mala cosa.

Evan frunció el ceño.

– ¿Cree que fue miedo lo que sintieron en Queen Anne Street? Todo el mundo muerto de miedo y con ganas de que alguien, quien fuera, cargara con las culpas, ganas de sacársenos de encima, de dejar de recelar unos de otros y de enterarse de cosas que querían saber.

Monk se inclinó, apartó los platos y, con aire cansado, apoyó los codos en la mesa.

– Quizá sea eso -suspiró-. ¡Oh, Dios! ¡Menudo lío el que he armado! Lo peor es que colgarán a Percival. Es un desgraciado, un pobre tipo arrogante y egoísta, pero no por esto merece morir. Casi igual de malo es que la persona que mató a Octavia Haslett siga en la casa y se salga con la suya. Y por mucho que quieran tapar las cosas, ignorarlas u olvidarlas, por lo menos hay una persona que sabe quién es el culpable. -Levantó los ojos-. ¿Se lo imagina, Evan? Tener que vivir el resto de la vida con alguien que uno sabe que es un asesino y dejar que el tipo se quede sin su merecido. Cruzarse con él en la escalera, sentarse frente a él a la hora de la comida, verlo sonreír y contar chistes como si no hubiera pasado nada…

– ¿Qué va usted a hacer? -Evan lo miraba con ojos atentos pero inquisitivos.

– ¿Qué demonios quiere que haga yo? -estalló Monk-. Runcorn ha detenido a Percival y será juzgado. Yo no tengo ninguna prueba que no se la haya presentado y no sólo estoy descartado del caso sino también de la fuerza policial. Ni siquiera sé cómo conseguiré vivir bajo techado. ¡Maldita sea! Soy la única persona en condiciones de poder ayudar a Percival, pero ¿cómo voy a ayudarlo si no puedo ayudarme a mí?

– Sí, usted es el único que lo puede ayudar -dijo Evan con voz tranquila. Su rostro demostraba amistad y comprensión, pero también sinceridad absoluta-. Aunque quizá también la señorita Latterly podría hacerlo -añadió-. En cualquier caso, si no actuamos nosotros no actuará nadie. -Se levantó de la silla y estiró las piernas-. Voy a verla y le contaré lo que ha pasado. Se habrá enterado de lo de Percival, como es lógico, y el hecho de ver que ahora es Tarrant quien se encarga del caso y no usted le hará ver que algo ha pasado, aunque no sabrá si la ausencia de usted se debe a enfermedad, a que se ocupa de otro caso o a que ha ocurrido cualquier otra cosa. -Sonrió forzadamente-. A menos que ella lo conozca a usted tan bien que haya adivinado que perdió la paciencia con Runcorn.

Monk ya iba a negar aquella afirmación por absurda cuando se acordó de Hester y del médico del dispensario y sintió una súbita sensación de compañerismo, un calor interno que evaporó parte de aquel frío que se había apoderado de él.

– Sería posible -admitió Monk.

– Voy a ir a Queen Anne Street y la pondré al corriente -dijo Evan arreglándose la chaqueta, mostrando su elegancia instintiva-. Aprovecharé la ocasión antes de que me retiren también a mí el caso y ya no tenga excusa para visitar la casa.

Monk levantó los ojos y lo miró.

– Gracias -dijo.

Evan hizo un pequeño saludo en el que había más deseo de infundir ánimos a Monk que esperanza y salió, dejando solo a Monk con los restos del desayuno.

Se quedó mirando la mesa unos minutos más, hurgando en sus pensamientos para ver de discurrir algo más cuando de pronto tuvo un destello de memoria tan nítido que lo dejó estupefacto. En algún momento de su vida se había sentado ante la mesa bruñida de un comedor decorado con hermosos muebles y espejos con marco de oro y sobre la cual había un jarrón con flores. También entonces había sentido aquel mismo resquemor de ahora, la abrumadora carga del remordimiento por no poder ayudar en nada.

Era la casa de su mentor, aquel hombre cuyo recuerdo le había impactado un día en la acera de Piccadilly, mientras esperaba delante del club de Cyprian. Era un hombre que había sufrido un descalabro financiero, un escándalo que había provocado su ruina. La mujer del coche fúnebre cuyo rostro apenado y de feos rasgos lo había impresionado tan poderosamente había convocado la imagen de la esposa de su mentor, ocupaba su mismo lugar. Era aquella mujer cuyas hermosas manos recordaba. Lo que más lo había apenado entonces había sido el dolor de la viuda, su incapacidad para aliviarlo, su impotencia. La tragedia había seguido su curso implacable dejando víctimas en su estela.

Recordaba la pasión y la impotencia agitándose dentro de él mientras estaba sentado a aquella otra mesa y la resolución que se había hecho de adquirir una pericia que le proporcionara armas para luchar contra la injusticia y desvelar oscuros fraudes en apariencia impunes. Había sido entonces cuando había orientado sus planes hacia otros derroteros, dejando a un lado el comercio y las recompensas que podía comportarle y había optado por ser policía.

Policía: se había comportado de forma arrogante, entregada, brillante… y había conseguido promocionarse, y crearse enemigos. Ahora no le quedaba nada, ni siquiera el recuerdo de su pericia de otros tiempos.


– ¿Cómo ha dicho? -preguntó Hester inclinándose hacia Evan en el saloncito de la señora Willis, ese lugar que con su mobiliario oscuro y espartano y sus inscripciones religiosas en las paredes le resultaba ahora tan familiar, aun cuando aquella noticia era para ella un golpe absolutamente incomprensible-. ¿Qué ha pasado?

– Pues que él se negó a detener a Percival y dijo a Runcorn qué pensaba de él -explicó Evan-. Con el resultado lógico de que Runcorn lo expulsó del cuerpo.

– ¿Y qué hará ahora? -Hester se había quedado anonadada. Estaba demasiado próxima en su recuerdo la sensación de miedo y desprotección que había sentido para tener que recurrir a la imaginación y el puesto que ahora ocupaba en Queen Anne Street sólo era temporal. Beatrice no estaba enferma y ahora que habían detenido a Percival lo más probable era que tardase muy pocos días en recuperarse, siempre que creyera que Percival era, efectivamente, culpable. Hester miró a Evan-. ¿Dónde encontrará trabajo? ¿Tiene familia?

Evan miró al suelo y después volvió a levantar los ojos.

– Aquí en Londres no y creo que, por otra parte, tampoco recurriría a ella. No sé qué hará, la verdad -dijo con aire entristecido-. Me parece que sólo conoce su profesión y creo que es lo único que le importa en el mundo. Es una habilidad natural en él.

– Quizás haya alguien que tenga trabajo para un detective, aparte de la policía -apuntó Hester.

Evan sonrió y en sus ojos apareció un brillo de esperanza.

– De todos modos, aunque Monk se ofreciera a título privado, necesitaría un medio de subsistencia hasta que consiguiera labrarse una cierta fama, y lo tendría muy difícil.

– Quizá -dijo Hester, preocupada, ya que todavía no estaba preparada para contemplar aquella idea-. Entretanto, ¿qué podemos hacer por Percival?

– ¿No podríamos encontrarnos con Monk en alguna parte para tratar del asunto? Ahora ya no puede venir aquí. ¿No puede darle media tarde libre lady Moidore?

– No he tenido tiempo libre desde que estoy aquí. Se lo preguntaré. Si ella me autoriza, ¿dónde podríamos vernos?

– En la calle hace frío -la mirada de Evan se perdió a través de la única y estrecha ventana de la habitación, que daba a un pequeño cuadrado de hierba y a dos laureles-. ¿Qué le parece la chocolatería de Regent Street?

– ¡Perfecto! Voy a pedir permiso ahora mismo a lady Moidore.

– ¿Qué le dirá? -preguntó Evan rápidamente.

– Una mentira -respondió ella sin titubear-. Le diré que tengo un problema familiar urgente y que he de hablar con mis parientes. -Puso una cara entre compungida e irónica-. ¡Si ella no sabe lo que es un problema familiar no sé quién va a saberlo!


– ¿Un problema familiar? -Beatrice apartó los ojos de la ventana, a través de la cual contemplaba el cielo, y miró a Hester consternada-. ¡Cuánto lo siento! ¿Se trata de una enfermedad? En ese caso podría recomendarle un médico, aunque supongo que usted conocerá a más de uno…

– Gracias, es usted muy amable -dijo Hester acomplejada por los remordimientos-, pero que yo sepa no es cosa de enfermedad. Se trata más bien de algo relacionado con la pérdida de un trabajo, lo que puede ocasionar considerables dificultades.

Por primera vez desde hacía varios días Beatrice se había puesto ropa formal, si bien todavía no se había aventurado a frecuentar las principales habitaciones de la casa ni incorporado tampoco a la vida de familia, salvo para pasar algún rato con sus nietos, Julia y Arthur. Estaba muy pálida y tenía el rostro muy flaco. Si la detención de Percival le había causado algún alivio, su expresión no lo demostraba. Tenía el cuerpo tenso y se mantenía torpemente de pie, su sonrisa era forzada, intensa pero artificial.

– ¡No sabe cuánto lo siento! Espero que usted pueda ayudarlos, aunque sólo sea para consolarlos y ofrecerles consejo. A veces es lo único que podemos ofrecer a los demás, ¿verdad? -Se volvió hacia Hester y la miró fijamente, como si su respuesta tuviera gran importancia para ella. De pronto, antes de que Hester tuviera ocasión de contestar, se alejó y comenzó a revolver uno de los cajones de la cómoda, como si buscara algo.

– Seguramente ya se habrá enterado de que la policía detuvo anoche a Percival y se lo llevó. Mary me dijo que no fue el señor Monk quien lo detuvo. ¿Sabe usted por qué, Hester?

No existía la posibilidad de que Hester pudiera saber la verdad, a menos que hubiera fisgoneado los asuntos que la policía se llevaba entre manos.

– No tengo ni la más mínima idea, señora. Quizá le han encomendado otro trabajo y han delegado a otra persona para éste. Además, supongo que el trabajo de investigación ya se había dado por terminado.

Los dedos de Beatrice se inmovilizaron y se quedó clavada en el sitio.

– ¿Lo supone? ¿Cree que puede no estar terminada la labor de investigación? ¿Qué otra cosa pueden querer? ¿No han dicho que el culpable es Percival?

– No lo sé -dijo Hester procurando dar a su voz una inflexión de indiferencia-. Supongo que es la conclusión a la que han llegado, de otro modo no lo habrían detenido, pero no podemos afirmarlo con seguridad absoluta hasta que lo hayan juzgado.

Beatrice se tensó aún más y su cuerpo se contrajo.

– Lo colgarán, ¿no es verdad?

Hester percibió su inquietud.

– Sí -asintió en voz muy baja y seguidamente se sintió incitada a insistir-. ¿Esto le preocupa?

– No debería preocuparme, ¿verdad? -Beatrice parecía sorprendida-. Él asesinó a mi hija.

– Pero aun así la preocupa, ¿verdad? -Hester no quería que quedara ningún cabo suelto-. Es algo tan terminante… Me refiero a que no deja margen al error, no permite rectificar nada.

Beatrice seguía inmóvil, tenía las manos hundidas en las sedas, gasas y blondas del cajón.

– ¿Rectificar? ¿A qué se refiere?

Hester se batió en retirada.

– No sé muy bien. Quizá podrían considerar las pruebas de otra manera, podrían comprobar si hay alguien que ha mentido o volver a rememorarlo todo con pelos y señales…

– Usted, Hester, cree que el asesino sigue aquí, ¿no es eso? Cree que está entre nosotros. -En la voz de Beatrice no había pánico, sólo un dolor frío-. Y quienquiera que sea, está observando tranquilamente a Percival caminar hacia la muerte por culpa de unas pruebas que no son tales.

Hester tragó saliva. Le resultaba difícil hablar.

– Supongo que el culpable, sea quien fuere, debe de estar muy asustado. Quizás al principio fue un accidente… me refiero a que hubo una lucha que no tenía la muerte como finalidad. ¿No le parece?

Finalmente Beatrice se volvió. Tenía las manos vacías.

– ¿Se refiere a Myles? -dijo lentamente y con voz clara-. Usted cree que fue Myles, que él fue a su habitación, lucharon, él le cogió el cuchillo que ella guardaba y la apuñaló, porque él habría perdido mucho si ella hubiera hablado contra él y contado a todo el mundo lo que había ocurrido, ¿verdad? -Inclinó la cabeza sobre el pecho-. Pues esto dicen que ocurrió, pero con Percival, ¿sabe? Sí, claro que lo sabe. Usted frecuenta más la compañía de los criados que yo. Eso dice Mary.

Bajó los ojos y se miró las manos.

– Y es lo que cree Romola. Se ha sacado un peso terrible de encima, ¿sabe? Considera que todo ha terminado. Ya nadie sospechará de nadie. Ella se figuraba que había sido Septimus, ¿comprende? Creía que Octavia había descubierto alguna cosa que lo afectaba, lo que es absurdo, porque ella siempre había estado al corriente del pasado de Septimus. -Intentó reír ante la idea, pero no le salió bien-. Ahora Romola se imagina que podemos olvidarlo todo y seguir igual que antes, que olvidaremos todo lo que sabemos de los demás y de nosotros mismos: trivialidades, autoengaños, siempre dispuestos a echarnos la culpa unos a otros cuando tenemos miedo. Cualquier cosa con tal de protegernos. Como si todo fuera igual, salvo el hecho de que Octavia ya no está con nosotros… -Sonrió con un gesto nervioso, sin calor alguno-. A veces creo que Romola es el ser más estúpido que he conocido en mi vida.

– No puede ser igual -admitió Hester, desgarrada entre el deseo de consolarla y la necesidad de captar cualquier matiz o variación de la verdad-. Pero con el tiempo por lo menos podemos perdonar e incluso olvidar ciertas cosas.

– ¿Pueden realmente olvidarse? -Beatrice volvía a mirar a través de la ventana-. ¿Podrá olvidar Minta que Myles violó a aquella pobre chica? No sé qué significa violar. ¿Qué significa violar, Hester? Si una persona cumple con su obligación dentro del matrimonio, el acto es legal y lícito. De no hacerlo, sería reprobable. ¿Qué diferencia hay cuando el mismo acto se comete fuera del matrimonio para que se convierta en crimen despreciable?

– ¿Eso ocurre? -Hester dejó que saliera al exterior algo de la indignación que la embargaba-. A mí me parece que fueron muy pocas las personas que se escandalizaron cuando el señor Kellard violó a la sirvienta. Lo que hicieron fue más bien enfurecerse con ella por haberlo dicho que con él por haberlo hecho. Todo depende de quién lo hace.

– Imagino que así es. Pero esto sirve de muy poco cuando quien lo ha hecho es tu propio marido. En la cara de mi hija veo el daño que le ha hecho. No a menudo… pero a veces, cuando está relajada, cuando piensa que nadie la está mirando, veo dolor en su actitud. -Se volvió, con el ceño fruncido, una expresión turbada que nada tenía que ver con Hester-. Y en ocasiones, creo ver también una terrible indignación.

– Pero el señor Kellard ha salido indemne -dijo Hester con voz suave, en su anhelo de consolarla y comprobando que la detención de Percival no iba a ser el inicio de ninguna curación-. Si la señora Kellard pensase en alguna violencia seguro que la dirigiría hacia su marido, ¿no? Es natural que esté furiosa, pero el tiempo irá limando las asperezas y cada vez irá pensando menos en lo ocurrido. -Casi estuvo a punto de añadir que si Myles se mostraba bastante tierno y generoso con ella incluso acabaría por dejar de importarle. Pero pensando en Myles, no podía creerlo y expresar en voz alta una esperanza tan efímera no haría sino enconar la herida. Beatrice debía verlo como mínimo con la misma claridad que Hester, que hacía tan poco tiempo que lo conocía.

– Sí -dijo Beatrice sin convicción alguna-, por supuesto que tiene razón. Y por favor, esta tarde tómese el tiempo que necesite.

– Gracias.

Cuando ya se daba la vuelta para marchar, entró Basil, que había llamado tan ligeramente que no lo oyó nadie. Pasó junto a Hester sin apenas advertir su presencia, los ojos fijos en Beatrice.

– ¡Bien! -exclamó con viveza-. Veo que hoy te has vestido. Como es natural, estás mucho mejor.

– No… -empezó a decir Beatrice.

– ¡Naturalmente que sí! -la interrumpió él. Tenía la sonrisa expeditiva propia del hombre de negocios-. Me encanta, cariño. Como no podía ser de otro modo, esta tragedia tan espantosa te ha afectado la salud, pero lo peor ya ha terminado y ahora irás recuperando las fuerzas a medida que pasen los días.

– ¿Ya ha terminado? -Ella lo miró con aire incrédulo-. ¿En serio crees que ha terminado, Basil?

– Naturalmente. -No la miró, se limitó a recorrer lentamente la habitación con la vista, echando una mirada al tocador, enderezando uno de los cuadros-. Habrá un juicio, como es lógico, pero no tienes necesidad de asistir a él.

– ¡Quiero asistir!

– Si esto te ayuda a convencerte de que el asunto está bien enfocado, me parece muy bien, aunque si quieres saber mi opinión te diré que preferiría que aceptases que yo te pusiese al corriente de los hechos.

– Esto no ha terminado, Basil. Tú te figuras que porque han detenido a Percival…

Sir Basil se volvió hacia ella, tanto los ojos como la boca denunciaban impaciencia.

– En lo que a ti concierne, Beatrice, ha terminado. Si ha de ayudarte ver que se hace justicia, asiste al juicio, de otro modo te aconsejaría que permanecieses en casa. En cualquier caso, la investigación está cerrada y no hace falta que sigas pensando en ella. Es evidente que estás mucho mejor y me encanta que sea así.

Lady Moidore advirtió que era inútil discutir y miró para otro lado, pero entretanto sus manos iban jugando con la blonda del pañuelo que se había sacado del bolsillo.

– He decidido que ayudaría a Cyprian a conseguir un escaño en el Parlamento -prosiguió Basil, satisfecho de ver terminadas sus inquietudes-. Desde hace un tiempo le interesa la política y creo que sería una ocupación excelente para él. Tengo ciertos contactos que permitirían que dispusiese de un escaño tory en las próximas elecciones generales.

– ¿Tory? -exclamó Beatrice, sorprendida-. ¡Pero si él tiene opiniones radicales!

– ¡Bah, bobadas! -dijo descartando la posibilidad con una carcajada-. Lo que le pasa es que lee libros raros, de eso estoy al corriente, pero no se los toma en serio.

– Pues yo creo que sí.

– ¡Bobadas, te digo! Hay que conocer esas ideas para combatirlas y aquí se acaba la historia.

– Basil, yo…

– Esto no son más que necedades, cariño. Ya verás lo bien que le va y te darás cuenta de cómo cambia. Dentro de media hora me esperan en Whitehall. Nos veremos a la hora de cenar. -Y después de darle un beso fugaz en la mejilla salió sin más explicaciones, volviendo a pasar junto a Hester como si ésta fuera invisible.


Así que Hester entró en la chocolatería de Regent Street descubrió a Monk, sentado ante una mesilla y con el cuerpo inclinado hacia delante, los ojos fijos en el poso que había quedado en una taza de vidrio, el rostro tranquilo pero triste. Hester reconoció aquella expresión: se la había visto cuando pensaba que el caso Grey no tenía solución.

Un crujido de faldas acompañó la entrada de Hester, pese a que la tela no era más que paño azul, no satén; se sentó en la silla frente a él, predispuesta al enfado antes de oír sus razones. El derrotismo de Monk le tocaba las fibras más sensibles, sobre todo porque no tenía idea de cómo combatirlo.

Monk levantó los ojos, leyó la acusación en los de Hester e instantáneamente se endureció su rostro.

– Veo que esta tarde ha conseguido huir de la habitación de la enferma -dijo con un cierto resabio de sarcasmo-. Supongo que, ahora que la supuesta enfermedad ha tocado a su fin, la señora no tardará en reponerse.

– ¿La enfermedad ha tocado a su fin? -dijo ella con extrema sorpresa-. El sargento Evan me había dejado entrever que estaba muy lejos de tocar a su fin; en realidad, más bien parece que ha sufrido una seria recaída que podría incluso ser fatal.

– Quizá para el lacayo, pero difícilmente para la señora y su familia -dijo él tratando de ocultar su amargura.

– Y para usted. -Hester lo miró sin dejarle entrever la compasión que le inspiraba. Monk corría el peligro de caer en la autocompasión y Hester era de la opinión de que la mayoría de las personas salen mejor paradas cuando se ven acosadas que cuando les sacan las castañas del fuego. Había que reservar la compasión auténtica para los que sufren y no cuentan con recursos para solucionar sus problemas, como había visto Hester en tantísimos casos-. Parece que ha renunciado a su profesión de policía…

– Yo no he renunciado -le respondió con acritud-. ¡Lo dice como si me hubiera marchado voluntariamente! Lo único que he hecho ha sido negarme a detener a un hombre que no considero culpable. Ésta es la razón de que Runcorn me haya echado a la calle.

– Una actitud muy noble -admitió Hester, tirante-, pero el resultado era previsible. ¿Había imaginado un minuto siquiera que Runcorn reaccionaría de otra manera?

– Entonces somos un excelente ejemplo de afinidad -Monk le devolvió con rabia la pelota-. ¿Creía que el doctor Pomeroy dejaría que se quedase en el dispensario después de que usted decidiera medicar a un enfermo por su cuenta? -Al parecer Monk no se había dado cuenta de que había levantado la voz ni de que en la mesa vecina una pareja los estaba observando-. Por desgracia, dudo que pueda encontrarme un empleo privado como detective independiente con la misma facilidad con que usted lo ha conseguido como enfermera privada -terminó Monk.

– Lo conseguí gracias a la sugerencia que usted hizo a Callandra -Hester no lo dijo sorprendida, pero era la única respuesta que tenía sentido.

– Naturalmente. -La sonrisa de Monk estaba totalmente desprovista de humor-. Quizás ahora podría pedirle si tiene amigos ricos que necesiten a una persona que les descubra algún secreto o les localice a unos herederos cuya pista han perdido.

– ¡Perfecto! ¡Me parece una excelente idea!

– ¡Pues ni se le ocurra! -exclamó Monk ofendido y orgulloso-. ¡Se lo prohíbo!

Tenía al camarero de pie junto a él, esperando a servirles la consumición, pero Monk no le hizo ningún caso.

– Haré lo que me parezca -dijo Hester instantáneamente-. Usted no es quién para dictarme lo que tengo que decir a Callandra. Querría tomar una taza de chocolate, si tiene usted la bondad.

El camarero abrió la boca y después, al ver que nadie le hacía caso, volvió a cerrarla.

– Es usted arrogante y obstinada -dijo Monk con rabia-, la mujer más altanera que he encontrado en mi vida. ¡Quítese de la cabeza que va a organizarme la vida como si fuera mi institutriz! No soy una persona indefensa ni estoy guardando cama y a la merced de usted.

– ¿Que no es una persona indefensa? -Hester enarcó las cejas y lo miró con toda la frustración y la furiosa impotencia que sentía hervir dentro de ella, la rabia ante la ceguera, el abuso, la cobardía y la mezquina malicia que se habían confabulado para detener a Percival y despedir a Monk, mientras todos los demás se sentían impotentes para encontrar un camino capaz de modificar la situación-. Lo que usted ha conseguido ha sido encontrar pruebas para que detuvieran a ese desgraciado lacayo y se lo llevaran de la casa con las esposas puestas, pero no las suficientes para seguir adelante. Ni tiene trabajo ni perspectivas de encontrarlo y se ha ganado las antipatías de muchas personas. Y ahora está sentado en una chocolatería, ocupado en observar el poso de una taza vacía. ¿Y aún quiere permitirse el lujo de rechazar la ayuda cuando se la ofrecen?

Todas las personas de las mesas vecinas los observaban llenas de curiosidad.

– Lo que yo rechazo es su condescendencia y su deseo de meterse donde no la llaman -dijo-. Usted tendría que casarse con un pobre diablo, así desahogaría con él sus dotes de mando y nos dejaría a los demás en paz.

Hester sabía muy bien qué era lo que atormentaba a Monk, sabía que temía el futuro porque ni siquiera tenía una experiencia del pasado a la que agarrarse, que delante de él se erguía el espectro del hambre, la calle por toda casa, la sensación de fracaso. Por esto lo atacaba donde más le dolía, tal vez para acabar beneficiándolo.

– La autocompasión no le sienta bien ni sirve tampoco de nada -dijo Hester con voz tranquila, consciente ahora de toda la gente que tenían a su alrededor-. Y le ruego que baje la voz. Si espera de mí que lo compadezca, le comunico que pierde el tiempo. Debe encargarse usted mismo de labrar su situación, que no es mucho peor que la mía. Yo también tengo que hacerlo, de sobra lo sé. -Se calló porque vio en el rostro de Monk una furia tan absoluta que llegó a pensar que realmente había llegado demasiado lejos.

– Usted… -empezó a decir Monk, aunque lentamente fue remitiendo aquella indignación que sentía, sustituida por un acceso de humor, áspero pero refrescante, como una brisa limpia que soplara del mar-. Usted tiene la rara habilidad de saber decir las cosas más horribles en todo momento -terminó-. Imagino que muchos pacientes se han levantado de la cama y se han marchado más aprisa que corriendo simplemente para librarse de los solícitos cuidados que usted les dispensaba y huir a un sitio donde pudieran sufrir en paz.

– Es un comentario muy cruel -dijo Hester con resentimiento-. Jamás he sido dura con nadie a quien considerase realmente desgraciado.

– ¡Oh! -exclamó Monk enarcando las cejas con aire dramático-. ¿Considera que la situación en que me encuentro no es apurada?

– ¡Por supuesto que es apurada! -dijo ella-, pero la angustia que le provoca no sirve de nada. Pese al caso de Queen Anne Street, debo decir que usted tiene talento y debe encontrar la manera de servirse de él para que le resulte remunerable. -Se iba enardeciendo a medida que hablaba-. Por supuesto que hay casos que la policía no puede resolver, ya sea porque son demasiado difíciles o porque su solución excede a su ámbito. ¿Acaso no hay errores de la justicia? -Aquella reflexión volvió a plantearle el caso de Percival y, sin aguardar respuesta, se apresuró a continuar-. ¿Qué vamos a hacer con Percival? Después de hablar con lady Moidore esta mañana todavía estoy más segura de que no tiene nada que ver con la muerte de Octavia.

Por fin el camarero logró introducirse en la conversación y Monk le pidió una taza de chocolate para Hester, e insistió en pagarla, con más precipitación que cortesía.

– Hay que seguir buscando pruebas, diría yo -dijo Monk una vez se hubieron aquietado las aguas y Hester comenzó a tomar el humeante chocolate a pequeños sorbos-. Aunque si supiera dónde y qué pruebas había que buscar, ya lo habría hecho.

– Supongo que tiene que ser Myles -dijo Hester, pensativa-. O Araminta, en el caso de que Octavia no fuera tan reacia a los halagos como nos inducen a creer. A lo mejor se enteró de que ellos dos tenían un plan y cogió el cuchillo de la cocina con la deliberada intención de matarla.

– En ese caso Myles Kellard lo sabría -argumentó Monk- o abrigaría fuertes sospechas. Y por lo que usted ha dicho, él tiene más miedo de ella que ella de él.

Hester sonrió.

– Si yo fuera un hombre y mi mujer hubiera matado a mi amante con un cuchillo de cocina la verdad es que estaría un poco nervioso, ¿usted no? -Pero no hablaba en serio y por la expresión de Monk supo que lo había captado-. ¿O quizá fue Fenella? -prosiguió Hester-. Creo que tiene el estómago suficiente si a sus ojos hay un móvil que lo justifique.

– Bueno, no creo que lo hiciera presa del deseo por el lacayo -replicó Monk-. Y dudo que Octavia supiera algo tan desagradable sobre ella como para que Basil la echara a la calle. A menos que no contemos con todo un campo todavía por explorar.

Hester apuró el resto del chocolate y dejó el vaso en el plato.

– Bien, yo sigo todavía en Queen Anne Street y es evidente que lady Moidore todavía no está recuperada del todo, ni es probable que se recupere en los próximos días. Todavía me queda algo de tiempo para observar. ¿Quiere que averigüe algo en particular?

– No -dijo Monk con viveza y después se quedó mirando la taza-. Es posible que Percival sea culpable; es posible, sí, pero no disponemos de pruebas suficientes. No sólo debemos respetar los hechos sino también la ley. En caso contrario quedamos expuestos al juicio de cualquiera con respecto a lo que puede ser verdadero o falso: la creencia de culpabilidad se convertirá en algo equivalente a una prueba. Por encima del juicio individual, por muy apasionadamente convencido que esté uno, tiene que haber algo; de lo contrario volveremos a convertirnos en bárbaros.

– Por supuesto que podría ser culpable -dijo Hester en voz muy baja-. Siempre lo he creído. Pero debo aprovechar la oportunidad mientras pueda seguir en Queen Anne Street para enterarme de alguna cosa más. Si descubro algo, tendré que comunicárselo por escrito, ya que ni usted ni el sargento Evan estarán en casa para poder decírselo. ¿Dónde puedo remitirle una carta sin que el resto de la casa se entere de que es para usted?

Pareció desconcertado un momento.

– Yo no me encargo de expedir mis cartas -dijo Hester con una sombra de impaciencia-. Rara vez salgo de casa. Dejo las cartas sobre la mesa del vestíbulo y el lacayo o el limpiabotas les dan curso.

– ¡Ah, claro! Pues envíe la carta al señor… -Monk titubeó y sonrió levemente-. Envíela al señor Butler, así subo unos peldaños en la escala social. A mi misma dirección de Grafton Street; todavía permaneceré unas semanas en la misma casa.

Hester lo miró un momento a los ojos: la comprensión había sido clara y total. Después se levantó y se despidió de Monk. No le dijo que aprovecharía el resto de la tarde para entrevistarse con Callandra Daviot porque a lo mejor Monk se habría figurado que iba a solicitarle algún favor para él; sí, esto era precisamente lo que pensaba hacer, pero sin que él lo supiera. Monk se habría negado de antemano obedeciendo a un sentimiento de orgullo, pero si se trataba de un fait accompli no tendría más remedio que aceptar.


– ¿Cómo dice? -Callandra se quedó consternada, pero pronto se echó a reír a pesar de la indignación-. No me parece muy práctico… Sus sentimientos son admirables, pero de su juicio no diría lo mismo. Estaban las dos en la sala de estar de Callandra, sentadas junto al fuego, y a través de los ventanales se derramaba un generoso sol de invierno. La nueva camarera de salón, que había sustituido a Daisy desde que ésta se había casado, era una muchacha delgadita, una jovencita con aire de desamparo y una deslumbrante sonrisa. Al parecer se llamaba Martha; les sirvió el té acompañado de unos bollos calientes untados con mantequilla. Quizás eran menos distinguidos que los bocadillos de pepino, pero mucho más apetecibles en un día tan frío como aquél.

– ¿Qué habría conseguido si hubiera obedecido y hubiera detenido a Percival? -dijo Hester apresurándose a defender a Monk-. El señor Runcorn seguiría considerando el caso cerrado y sir Basil ya no le permitiría hacer más preguntas ni proseguir ninguna investigación. Buscar más pruebas de culpabilidad de Percival se habría hecho imposible. Parece que a todo el mundo le basta con el cuchillo y el salto de cama.

– Quizá tenga usted razón -admitió Callandra-, pero el señor Monk es una persona impetuosa. Primero el caso Grey y ahora éste. Me parece que es tan poco comedido como usted. -Cogió otro bollo-. Uno y otro se han propuesto empuñar las riendas de los asuntos y uno y otro se han quedado sin su medio de vida. ¿Qué piensa hacer ahora el señor Monk?

– ¡No lo sé! -dijo Hester abriendo las manos-. Pero es que tampoco yo sé qué voy a hacer cuando lady Moidore ya se encuentre bien y no necesite de mis servicios. No tengo ganas de hacer de señorita de compañía a sueldo, yendo de aquí para allá, llevando y trayendo cosas y poniendo paños calientes a enfermedades imaginarias y a sofocos. -De pronto se sentía presa de una profunda sensación de fracaso-. Callandra, ¿qué me ha ocurrido? ¡Vine de Crimea tan llena de ganas de trabajar, de luchar por una reforma y de conseguir tanto! Quería entrevistarme con las personas que se encargan de la limpieza de los hospitales, procurar mayor bienestar a los enfermos… -Aquellos sueños parecían haberse esfumado de pronto, habían pasado a formar parte de un reino dorado y se habían perdido para siempre-. Quería enseñar a la gente que la enfermería constituye una profesión noble, apropiada para personas sensibles y entregadas a su trabajo, mujeres sobrias y de buen carácter, dispuestas a cuidar de los enfermos con competencia, no para mujeres que se dedican simplemente a limpiar los desechos y a ir a buscar todo lo que necesitan los cirujanos. ¿Por qué he renunciado a todo esto?

– Usted no ha renunciado a nada, querida mía -le dijo Callandra con voz cariñosa-. Usted volvió a casa llena de entusiasmo por lo que había hecho en el frente y no le cabía en la cabeza que en tiempo de paz reinase una inercia tan monumental ni que en Inglaterra la gente estuviese tan empeñada en mantenerlo todo como está, pese a quien pese. La gente habla de esta época como de un tiempo de inmensos cambios y no se equivoca. No habíamos puesto nunca en juego tantas dotes de inventiva, no habíamos sido nunca tan ricos, tan libres a la hora de exponer nuestras ideas, buenas y malas. -Hizo unos movimientos negativos con la cabeza-. Pero sigue habiendo un considerable número de personas que están decididas a que todo siga igual, a menos que se las obligue, gritando y luchando, a avanzar al ritmo de los tiempos. Una de sus creencias es que las mujeres deben aprender el arte de saber entretener al marido, de traer hijos al mundo y de educarlos, en caso de no disponer de criados que lo hagan. Además, en épocas señaladas, deben visitar a aquellos pobres que lo merezcan, siempre bien acompañadas de otras personas de su misma condición.

Por sus labios pasó una sonrisa fugaz de irónica piedad. -Nunca, en circunstancia alguna, debería usted levantar la voz ni querer hacer prevalecer sus opiniones si lo que dice puede oírlo algún caballero, ni tratar tampoco de dárselas de demasiado inteligente u obstinada; no sólo es una actitud peligrosa sino además que hace que se sientan muy incómodos.

– Se burla usted de mí -la acusó Hester.

– Sólo un poco, cariño. Si no encontramos trabajo para usted en un hospital, no le costará encontrar un puesto de enfermera particular. Escribiré a la señorita Nightingale y veremos qué nos aconseja. -Su rostro se ensombreció-. De momento, creo que la situación del señor Monk es bastante más acuciante. ¿Tiene otras habilidades aparte de las relacionadas con la detección?

Hester se concedió un momento de reflexión.

– No creo.

– Entonces no le queda más remedio que hacer de detective. A pesar de este fracaso, lo considero dotado para esta profesión y sería un crimen que una persona se pasara la vida sin servirse del talento que Dios le ha dado. -Acercó la bandeja de los bollos a Hester y ésta tomó otro-. Si no puede ejercer estas dotes públicamente en la fuerza policial -prosiguió- tendrá que ejercitarlas a título privado. -Se iba calentando a medida que se ocupaba del asunto-. Tendrá que poner anuncios en todos los periódicos y revistas. Hay gente que ha perdido la pista de algún familiar y no tiene idea de dónde se encuentra. También hay robos que la policía no resuelve a entera satisfacción de los perjudicados. Con el tiempo el señor Monk irá haciéndose un nombre y seguramente se le confiarán casos en los que se han cometido injusticias o han provocado el desconcierto de la policía. -Se le iluminó el rostro-. O tal vez casos en los que la policía no ha visto que ha habido un delito y en cambio hay quien lo cree así y siente el deseo de demostrarlo. Lamentablemente, también hay casos en los que se acusa a una persona inocente y ésta quiere limpiar su nombre.

– Pero ¿cómo sobrevivirá hasta que tenga suficientes casos de este tipo para ganarse la vida? -dijo Hester, angustiada, limpiándose los dedos con la servilleta.

Callandra se quedó reflexionando unos momentos hasta que llegó a una decisión íntima que era evidente que la complacía.

– Siempre he deseado dedicarme a alguna cosa más interesante que las buenas obras, por útiles o meritorias que puedan ser. Visitar a los amigos, luchar a favor de la reforma de los hospitales, cárceles o asilos es algo que tiene un gran valor, pero de cuando en cuando conviene poner un poco de color a la vida. Me asociaré al señor Monk. -Tomó otro bollo-. Para empezar, aportaré el dinero necesario para cubrir sus necesidades personales y para la administración de las oficinas que necesita. A cambio, me cobraré algunos beneficios cuando los haya. Haré todo cuanto esté en mi mano para establecer contactos y buscar clientes y él hará el trabajo. ¡Así me enteraré de todo lo que me interese! -De pronto le cambió la expresión-. ¿Cree que él estará de acuerdo?

Hester intentó conservar un rostro totalmente sobrio, pero por dentro sintió que la invadía una oleada de felicidad.

– Imagino que tendrá pocas opciones. Si yo me encontrara en su situación, no dejaría escapar esta posibilidad.

– Excelente. Lo que haré entonces será ponerme en contacto con él y hacerle una proposición que se ajuste a estas condiciones. Ya sé que así no solucionaremos el caso de Queen Anne Street. Pero ¿qué podemos hacer con este asunto? Es sumamente desagradable.

Con todo, transcurrió otra quincena antes de que Hester llegara a una conclusión con respecto a lo que pensaba hacer. Había regresado a Queen Anne Street, donde Beatrice seguía tensa, tan pronto luchando para apartar de sus pensamientos todo cuanto tuviera que ver con la muerte de Octavia como un minuto después preocupada porque temía descubrir algún odioso secreto que no sospechaba siquiera.

Parecía que los demás se habían ido acomodando más o menos a unos esquemas de vida aproximadamente normales. Basil iba a la City la mayor parte de los días, donde hacía lo que tenía por costumbre hacer. Hester preguntó a Beatrice acerca de sus ocupaciones de una forma vaga y educada, pero Beatrice sabía muy poco acerca de la cuestión. Como sir Basil consideraba que no era necesario que pasara a formar parte de su campo de interés, había acallado con una sonrisa las preguntas que le había hecho al respecto en pasadas ocasiones.

Romola estaba obligada a abstenerse de sus actividades sociales, al igual que los demás miembros de la familia, debido a que estaban de luto. Pero Romola parecía dar por sentado que la sombra de las pesquisas se había desvanecido por completo y se movía por la casa alegre y despreocupada cuando no estaba con la nueva institutriz supervisando los deberes de los niños en la habitación destinada a clase. Sólo alguna que otra vez dejaba traslucir una infelicidad y una inseguridad que guardaba muy adentro y que tenía que ver con Cyprian, no con nada relacionado con el asesinato. Estaba absolutamente satisfecha de que el culpable fuera Percival y de que nadie más estuviera involucrado en los hechos.

Cyprian dedicó otras ocasiones a hablar con Hester y a preguntarle qué opinaba o qué sabía de todo tipo de cosas. Parecía muy interesado en sus respuestas. A Hester le gustaba Cyprian y se sentía halagada por el interés que le demostraba. Esperaba con impaciencia las pocas ocasiones en que estaban solos y podían hablar con toda franqueza y no de los acostumbrados lugares comunes.

Septimus parecía inquieto y seguía cogiendo oporto de la bodega de Basil, mientras Fenella continuaba bebiéndoselo, haciendo observaciones extravagantes y ausentándose de casa siempre que podía hacerlo sin incurrir en las iras de Basil. Nadie sabía dónde iba, si bien se avanzaban muchas conjeturas, la mayoría desagradables.

Araminta llevaba la casa de manera eficiente e incluso con estilo, lo que dadas las circunstancias del luto no dejaba de ser una hazaña, si bien su actitud con Myles era fría y desconfiada, en tanto que la de él con respecto a ella era de absoluta indiferencia. Ahora que Percival había sido detenido, Myles ya no tenía nada que temer y un mero enfado no parecía preocuparle mucho.

En los bajos de la casa todo el mundo iba a lo suyo y el mal humor era general. Nadie hablaba de Percival, salvo por accidente, para callar enseguida o cubrir el desliz con otras palabras.

En aquel tiempo Hester recibió una carta de Monk que le trajo el nuevo lacayo, Robert, y que ella se llevó arriba para leerla en su cuarto.


19 de diciembre de 1856

Querida Hester:

He recibido la inesperada visita de lady Callandra, que me ha presentado una propuesta profesional verdaderamente extraordinaria. Si no se tratara de una mujer de personalidad tan notable como la suya sospecharía que usted había intervenido en el asunto. Dadas las circunstancias, no sé qué pensar. No se había enterado de mi destitución de la policía a través de los periódicos porque no se ocupan de estas minucias. Están tan jubilosos con la solución del caso de Queen Anne Street que ahora sólo quieren que cuelguen rápidamente a todos los lacayos con ideas descabelladas en general y a Percival en particular.

El Home Office se congratula de la feliz solución que se ha encontrado, sir Basil es objeto de la simpatía y el respeto de todo el mundo y se ha propuesto la promoción de Runcorn. Entretanto Percival languidece en Newgate aguardando el juicio. ¿Es posible que sea culpable? Yo no lo creo.

La propuesta que me ha hecho lady Callandra (¡por si usted no está enterada!) es que abra un despacho como detective privado, oficina que ella financiará y promocionará dentro de sus posibilidades. A cambio de esto yo trabajaré y retiraré una parte de los beneficios en caso de que los haya. Todo lo que me exige a cambio es que la tenga informada de todos los casos que lleve, de la evolución de los mismos y de algunos aspectos del trabajo de detección. ¡Espero que lo encuentre tan interesante como se imagina!

Pienso aceptar, puesto que no tengo otra alternativa. He hecho lo posible para que lady Callandra entendiese que no es probable que se consigan grandes éxitos financieros. La policía no percibe el salario de acuerdo con los resultados, lo que no ocurre con el trabajo de los detectives privados. Si éstos no consiguen resultados satisfactorios durante una gran proporción del tiempo, acaban por no encontrar clientes. Por otra parte, las víctimas de la injusticia no siempre están en condiciones de pagar. Pese a todo, ella insiste en que tiene más dinero del que necesita y que para ella será una forma de filantropía. Está convencida de que le resultará más satisfactorio que dar los medios de que dispone a museos o galerías o asilos para pobres dignos… y también más entretenido. Yo pienso hacer cuanto esté en mi mano para demostrarle que no se equivoca.

Según usted me escribe, lady Moidore sigue profundamente preocupada y Fenella dista bastante de comportarse con dignidad, aunque no está segura de si tiene que ver con la muerte de Octavia. Lo encuentro muy interesante, pero no hace más que reforzar nuestro convencimiento de que el caso todavía no está resuelto. Tenga mucho cuidado con sus averiguaciones y, por encima de todo, recuerde que si descubre algo importante, el asesino o asesina se volverá contra usted.

Yo sigo en contacto con Evan, quien me tiene al corriente de cómo procede la policía con el caso. No se proponen investigar más. Evan está seguro de que quedan muchas cosas por averiguar, pero no sabemos qué hacer al respecto. Ni la misma lady Callandra tiene opinión formada en este sentido.

Vuelvo a insistir: le ruego que tenga muchísimo cuidado.

Cordialmente suyo,

William Monk


Al cerrarla, ya había tomado la decisión. No podía esperar enterarse de nada más en Queen Anne Street y Monk no estaba en condiciones de hacer ninguna investigación en relación con el caso. La única esperanza de Percival se cifraba en el juicio. Tal vez había una persona que podía dar a Hester algún consejo al respecto: Oliver Rathbone. No podía volver a preguntar a Callandra, puesto que si ella hubiera querido aconsejarla, lo habría hecho cuando se encontraron previamente y Hester la informó de la situación. Rathbone era un profesional. No había ningún motivo que impidiera que ella fuera a su despacho y le comprara media hora de tiempo. Pensándolo bien, tampoco estaría en condiciones de pagarle más.

Comenzó pidiendo permiso a Beatrice para ausentarse una tarde a fin de ocuparse del problema que afectaba a su familia, lo que ésta no tuvo inconveniente en concederle. Después escribió una breve carta a Oliver Rathbone, donde le explicaba que necesitaba que la asesorase legalmente en una cuestión muy delicada y que únicamente disponía del martes por la tarde para ir a visitarlo a su despacho en el caso de que él pudiera recibirla. Previamente había comprado unos cuantos sellos de correos a fin de expedir la carta y encargó al limpiabotas que la depositara en el buzón, lo que éste hizo encantado. Hester recibió la respuesta al mediodía siguiente, ya que había varios repartos diarios, y la abrió así que dispuso de un momento en el que nadie la observaba.


20 de diciembre de 1856

Querida señorita Latterly:

Tendré sumo gusto en recibir su visita en mi despacho de Vere Street, en las proximidades de Lincoln's Inn Fields, a las tres de la tarde del martes 23 de diciembre. Espero tener la oportunidad de ayudarla, cualquiera que sea el asunto que a usted le interese.

Hasta entonces, quedo de usted,

Oliver Rathbone


Era una misiva breve y directa. Habría sido absurdo esperar otra cosa, pero su misma eficiencia le recordó que debería pagar cada uno de los minutos de su visita y que no podía incurrir en unos gastos que no pudiera afrontar. No había que desperdiciar palabras ni perder tiempo en trivialidades o eufemismos. No había en su ropero vestidos deslumbrantes, nada de sedas ni terciopelos como en los armarios de Araminta o de Romola, nada de tocados con bordados ni de bonetes de ningún tipo, nada de guantes de blonda como los que llevan habitualmente las señoras. No eran indumentos adecuados para las personas destinadas al servicio de una casa, por muy expertas que fueran en su trabajo. Los únicos vestidos que tenía y que había podido comprarse desde la ruina financiera de su familia eran de color gris o azul y estaban confeccionados de acuerdo con unas líneas modestas y utilitarias y, en cuanto a la tela, estaban hechos de pañete. El bonete era de un agradable color rosa intenso, pero aparte de este detalle poca cosa buena se podía decir sobre él. Tampoco era nuevo.

Sabía, sin embargo, que a Rathbone le tendría sin cuidado su apariencia, puesto que ella acudía a su consulta para aprovechar su experiencia legal, no para cumplir con una obligación social.

Se miró en el espejo sin satisfacción alguna por su parte. Estaba excesivamente delgada y era demasiado alta incluso para sus propios gustos personales. Tenía unos cabellos gruesos pero casi lacios y, para peinarlos con los bucles que estaban entonces de moda, se requería más tiempo y habilidad que la que ella poseía. Y pese a que sus ojos eran de una tonalidad gris azulada oscura y estaban bien asentados en su rostro, la mirada era tan franca y directa que producía inquietud en las personas que hablaban con ella; sus facciones, finalmente, eran excesivamente marcadas.

Pero éstos eran detalles en los que ni ella ni nadie podía hacer nada, salvo sacar el mejor partido de su insignificancia. Lo único que podía hacer era esforzarse en ser simpática y estaba dispuesta a intentarlo. Su madre le había dicho a menudo que no sería nunca hermosa pero que, si por lo menos sonreía, ya conseguía bastante. Era un día con el cielo encapotado y con un viento cortante e impetuoso de lo más desagradable.

Tomó un cabriolé desde Queen Anne Street a Vere Street y llegó cuando faltaban unos pocos minutos para las tres. A las tres en punto estaba sentada en la sala de espera de Oliver Rathbone, una estancia sobria pero elegante y contigua a su despacho. Hester estaba impaciente para iniciar su consulta.

Ya iba a levantarse para hacer una pregunta cuando se abrió la puerta del despacho y apareció Rathbone. Iba impecablemente vestido, tal como Hester lo recordaba desde la última vez que lo había visto, y simultáneamente tuvo conciencia de que ella iba vestida con suma modestia y arreglada sin concesión alguna a la feminidad.

– Buenas tardes, señor Rathbone. -La decisión de mostrarse simpática que había tomado previamente era un tanto endeble-. Ha sido muy amable al citarme con tanta premura.

– Para mí ha sido un placer, señorita Latterly. -El abogado sonrió con amabilidad, mostrando al hacerlo una dentadura impecable, pero su mirada era concentrada y Hester advirtió de manera especial el ingenio y la inteligencia que dejaba traslucir-. Tenga la amabilidad de pasar y acomódese. -Le abrió la puerta para dejarla pasar, a lo que ella obedeció con presteza, consciente de que la media hora que se había destinado ya había empezado a transcurrir a partir del momento en que él la había saludado.

La habitación no era espaciosa, pero estaba amueblada con gran sobriedad y con un estilo que recordaba más a Guillermo IV que a la soberana entonces reinante. Lo estilizado de los muebles producía una impresión de luz y espacio. Los colores eran suaves y la madera blanca. Colgado en la pared más distante, Hester reconoció un cuadro de Joshua Reynolds, un retrato que representaba a un caballero vestido a la moda del siglo XVIII sobre el fondo de un paisaje romántico.

Eran detalles que no hacían al caso, ya que Hester quería concentrarse en el asunto que la había traído hasta allí.

Tomó asiento en uno de los sillones mientras Rathbone se acomodaba en otro y cruzaba las piernas después de subirse un ápice las perneras de los pantalones a fin de no malbaratar la raya.

– Señor Rathbone, le ruego que disculpe mi excesiva franqueza, pero si procediera de otro modo pecaría de falta de sinceridad. Mi situación sólo me permite que me dedique media hora, o sea que le ruego que no deje que me demore más tiempo.

Vio brillar una chispa de humor en los ojos del abogado, si bien su respuesta fue absolutamente ecuánime:

– No se preocupe, señorita Latterly, porque me preocuparé de que así sea. Confíe en que estaré atento al reloj. Entretanto usted limítese a informarme en qué puedo ayudarla.

– Gracias -repuso Hester-. Se trata del asesinato de Queen Anne Street. ¿Está al corriente de las circunstancias del mismo?

– Sé los detalles por el periódico. ¿Conoce usted a la familia Moidore?

– No, no tengo con ellos una relación de tipo social. Le ruego que no me interrumpa, señor Rathbone, ya que si me entretengo demasiado no tendré tiempo de informarle de lo que más cuenta.

– Le ruego que me disculpe. -De nuevo Hester volvió a ver que en sus ojos brillaba una chispa de ironía.

Reprimió un acceso de enfado y se olvidó de que quería mostrarse simpática.

– Encontraron a la hija de sir Basil Moidore, Octavia Haslett, apuñalada en su dormitorio. -Había ensayado previamente lo que se proponía decir, por lo que se concentró intensamente en recordarlo todo palabra por palabra y siguiendo el orden exacto que había ensayado, en aras de la claridad y brevedad-. Al principio se creyó que el culpable había sido un intruso que la había atacado durante la noche y la había asesinado. Posteriormente la policía pudo demostrar que ni por la parte delantera de la casa ni por la trasera había entrado nadie y que, por consiguiente, la persona que le había dado muerte ya estaba dentro de la casa. Se trataba, por tanto, de un criado o de un miembro de la familia.

El hombre asintió pero no dijo nada.

– Lady Moidore quedó muy afectada por la desgracia y se puso enferma. Mi relación con la familia es la que se desprende de mi condición de enfermera de lady Moidore.

– Creía que trabajaba en un hospital. -Abrió más los ojos y levantó las cejas debido a la sorpresa.

– Antes sí, no ahora -le respondió Hester enseguida.

– ¡La vi tan entusiasmada con el asunto de la reforma hospitalaria!

– Desgraciadamente, los del hospital no lo estaban en absoluto. ¡Por favor, señor Rathbone, le ruego que no me interrumpa! Este asunto tiene una extraordinaria importancia, ya que puede cometerse una gran injusticia.

– Se ha acusado a una persona inocente -dijo Rathbone.

– Exactamente. -Si Hester disimuló su sorpresa fue porque no había tiempo para este tipo de manifestaciones-. El lacayo, Percival, que no es precisamente un personaje atractivo, puesto que es un muchacho vanidoso, ambicioso, egoísta y con muchos de los rasgos de un donjuán…

– O sea, nada atractivo -concordó él, acomodándose un poco más atrás en el asiento y mirándola fijamente. -Según la policía -prosiguió ella-, el chico en cuestión estaba enamorado de la señora Haslett y con el consentimiento de ésta o sin él, subió a su habitación durante la noche, trató de aprovecharse de ella y, como ella estaba prevenida y había cogido un cuchillo de la cocina y se lo había llevado a su cuarto… -Hester no hizo caso alguno de su mirada de incredulidad- a fin de protegerse contra aquella eventualidad e intentar salvaguardar su virtud, la víctima de la lucha que se desencadenó fue ella y no él, ya que el hombre la apuñaló y le causó la muerte.

Rathbone la miró pensativo, juntas las yemas de los dedos.

– ¿Y usted cómo sabe todo esto, señorita Latterly? O mejor, ¿cómo ha deducido todo esto la policía?

– Pues porque, como había transcurrido mucho tiempo desde que se habían iniciado las pesquisas, varias semanas de hecho, y la cocinera reclamó que de la cocina había desaparecido uno de los cuchillos -explicó Hester- la policía decidió practicar un segundo registro en toda la casa, mucho más concienzudo que el anterior, y en el curso del mismo apareció en el cuarto del lacayo en cuestión, escondido detrás de un cajón de su cómoda, entre el propio cajón y el armazón externo del mueble, el cuchillo que andaban buscando, manchado de sangre, así como un salto de cama perteneciente a la señora Haslett, igualmente manchado de sangre.

– ¿Y por qué no lo cree usted culpable? -preguntó, interesado, el señor Rathbone.

Era difícil dar una respuesta sucinta y lúcida a una pregunta formulada tan a quemarropa.

– Puede serlo, pero creo que no se ha demostrado -comenzó a explicar Hester, aunque ahora menos segura-. No hay más pruebas reales que el cuchillo y el salto de cama y, en realidad, cualquier persona habría podido esconder ambas cosas donde las encontraron. ¿Por qué iba a guardarlas en lugar de deshacerse de ellas? No le habría costado mucho limpiar el cuchillo y volverlo a colocar en su sitio y, en cuanto al salto de cama, habría podido echarlo en el hornillo de la cocina y habría ardido sin dejar rastro.

– ¿No podría ser que quisiese regodearse en el delito una vez perpetrado? -apuntó Rathbone, aunque la inflexión de la voz reveló que ni él mismo creía en aquella posibilidad.

– Sería una estupidez y el muchacho no tiene nada de estúpido -dijo ella inmediatamente-. La única razón que podría justificar que guardase estos objetos sería la de querer involucrar a alguna otra persona.

– ¿Por qué no lo hizo, pues? ¿No se sabía que la cocinera había echado en falta el cuchillo y que esto desencadenaría un registro? -Movió negativamente la cabeza con un leve gesto-. Debe de ser una cocina bastante rara la de esta casa.

– ¡Claro que se sabía! -dijo Hester-. Por esto hubo alguien, quienquiera que sea, que lo escondió en la habitación de Percival.

El hombre frunció el ceño y pareció desconcertado, aunque era evidente que se había despertado su interés.

– Lo que quisiera saber es por qué motivo la policía no encontró estos objetos la primera vez -dijo mirando a Hester por encima del extremo de sus dedos-. Estoy seguro de que no fueron tan remisos como para no hacer un registro concienzudo inmediatamente después del delito, o por lo menos cuando dedujeron que el culpable no había sido un intruso sino que era un residente.

– Estos objetos que le he mencionado no estaban entonces en la habitación de Percival -se apresuró a decir Hester-. Alguien los colocó más tarde en este sitio sin que él lo supiera y con el propósito de que los encontraran. Eso fue lo que, efectivamente, ocurrió.

– Sí, mi querida señorita Latterly, esto es muy posible, pero usted no comprende mi punto de vista. Se supone que la policía al principio lo registró todo, no sólo la habitación del desgraciado Percival. Habrían debido encontrar estos objetos dondequiera que estuvieran metidos.

– ¡Ah! -exclamó Hester comprendiendo lo que él había querido decir-, ¿se refiere a que primero los sacaron de la casa y después volvieron a introducirlos en ella? ¡Qué sangre fría! Los tuvieron guardados con la intención específica de comprometer a alguna persona en caso de que se presentara la ocasión.

– Eso parece, si bien cabe preguntarse por qué escogieron este momento en concreto y no otro anterior. O quizá fue que la cocinera tardó mucho tiempo en darse cuenta de que había desaparecido el cuchillo. Es posible que actuaran varios días antes de que ella se apercibiera de la desaparición. Podría ser interesante saber cómo fue que ella se diera cuenta, si fue porque se lo hizo observar otra persona y, en ese caso, quién.

– Puedo encargarme de averiguarlo.

Rathbone sonrió.

– Imagino que los criados de esa casa no tienen más tiempo libre que el habitual en su caso y que no salen nunca durante el horario de trabajo.

– No, nosotros… -Qué extraña le sonaba esta palabra referida a los criados. Le producía un curioso resquemor pronunciarla delante de Rathbone, pero no era el momento para andarse con remilgos-. Disponemos de media jornada cada dos semanas siempre que lo permitan las circunstancias.

– Lo que quiere decir que un criado difícilmente habría tenido ocasión de sacar de la casa el cuchillo y el salto de cama inmediatamente después de cometido el asesinato, de irlos a buscar después al lugar donde los tuviera escondidos y de volver con ellos cuando la cocinera informó de la desaparición del cuchillo y la policía inició la búsqueda -concluyó Rathbone.

– Tiene usted razón. -Era una victoria pequeña, pero tenía su importancia. Hester sintió que dentro de ella nacía la esperanza, por lo que se puso en pie y se dirigió rápidamente a la repisa de la chimenea y, una vez allí, se volvió-. Tiene toda la razón. Runcorn no ha considerado nunca este detalle. Cuando se lo planteen, esto lo obligará a reflexionar.

– Lo dudo -dijo Rathbone con gravedad-. Es una excelente cuestión de lógica, pero tendría una agradable sorpresa si descubriera que la lógica preside en la actualidad los procedimientos policiales, sobre todo teniendo en cuenta que, como usted ha dicho, ya han detenido y acusado a ese desgraciado de Percival. ¿Está involucrado en el caso su amigo, el señor Monk?

– Lo estaba, pero dimitió antes de aceptar que detuvieran a Percival basándose en pruebas que él no tenía por tales.

– Una actitud muy noble -dijo Rathbone, si bien con aspereza-, aunque poco práctica.

– Creo que fue más bien fruto de la indignación -dijo Hester, sintiéndose instantáneamente traidora-, lo que no me puedo permitir criticar, ya que a mí me expulsaron del dispensario por haberme permitido tomar decisiones sin la autoridad precisa para hacerlo.

– ¿En serio? -Enarcó las cejas y apareció un gran interés en sus pupilas-. Cuénteme qué sucedió, por favor.

– No puedo permitirme retenerlo por más tiempo, señor Rathbone -dijo con una sonrisa a fin de suavizar sus palabras y porque lo que iba a decir era una impertinencia-. Si quiere que le suministre estos datos, tendremos que hacer un trueque con nuestros respectivos tiempos, media hora contra media hora. En ese caso lo haré con mucho gusto.

– Me encantará -aceptó Rathbone-. ¿Quiere que lo hablemos aquí o me permite que la invite a comer conmigo? ¡No sé en cuánto valora su tiempo! -dijo Rathbone con expresión burlona y un poco irónica-. A lo mejor no puedo permitirme pagar el precio. Podríamos hacer un trato: media hora de su tiempo a cambio de media hora más del mío. De ese modo podrá contarme el resto de la historia de Percival y de los Moidore, yo podré darle el consejo que me parezca más adecuado y usted me pondrá en antecedentes de la historia del dispensario.

Se trataba de una oferta singularmente atractiva, no sólo porque atañía a Percival sino porque Hester encontraba muy estimulante y agradable la compañía de Rathbone.

– Si puede ser dentro del tiempo que me concede lady Moidore, acepto encantada -se avino Hester, que de pronto sintió una inexplicable timidez.

Rathbone se puso en pie con elegante desenvoltura.

– ¡Excelente! Terminaremos la sesión en la hospedería de la esquina, donde sirven comida a todas horas. Será menos respetable que la casa de un amigo mutuo pero, puesto que no lo tenemos, deberemos conformarnos con lo que hay. En cualquier caso no perjudicará su reputación de forma irreparable.

– Me temo que esto, en mi caso, ya no tiene remedio, cuando menos en los aspectos que más me importan -replicó condescendiendo a burlarse de sí misma-. El doctor Pomeroy ya se ocupará de que no me den trabajo en ningún hospital de Londres. La verdad es que estaba francamente furioso conmigo.

– ¿Era apropiado el tratamiento que usted dispensó al paciente? -preguntó Rathbone, recogiendo su sombrero y abriendo la puerta para que Hester pasara.

– Eso parece.

– Entonces tiene usted razón: lo que hizo fue imperdonable. -Rathbone se adelantó para abrirle camino hacia la calle, donde la temperatura era glacial. Rathbone caminaba a su lado por el lado externo de la acera, guiándola a través de la calle, cruzándola al llegar a la esquina, eludiendo el tráfico y el barrendero que limpiaba la encrucijada, hasta que llegaron a la entrada de una simpática posada que databa de los mejores tiempos de las diligencias, de cuando eran el único medio para trasladarse de una ciudad a otra antes de la aparición del tren de vapor.

El interior estaba decorado con muy buen gusto y, de haber dispuesto de más tiempo, a Hester le habría encantado entretenerse un rato con los cuadros, los anuncios, las bandejas de cobre y de estaño y las cornetas de la casa de postas. También hubo de llamarle la atención la clientela, acomodados hombres de negocios de rostro sonrosado y vestidos con buenas ropas para protegerse contra los rigores del invierno, la mayoría rebosante de buen humor.

El dueño del local acogió con gran cordialidad a Rathbone así que cruzó la puerta, le ofreció inmediatamente una mesa situada en un rincón acogedor y le aconsejó en relación con los platos especiales del día.

Rathbone consultó a Hester con respecto a sus preferencias, pidió lo que querían y el dueño se encargó personalmente de que les sirvieran lo mejor. Rathbone se dejó agasajar como si fuera una ocasión especial, aunque era evidente que las circunstancias eran las habituales. Sus maneras eran agradables, aunque manteniendo la distancia adecuada entre los caballeros y los posaderos.

Durante la comida, que no fue propiamente comida ni cena pero sí de excelente calidad, le contó el resto del caso de Queen Anne Street hasta allí donde ella estaba enterada, incluyendo la violación comprobada de Martha Rivett y su posterior despido y, lo que más contaba, su opinión acerca de las emociones de Beatrice, sus miedos, que como era obvio seguían persistiendo pese a la detención de Percival, y las observaciones de Septimus con respecto a que Octavia había dicho que la tarde antes de su muerte, durante la cual se había ausentado de casa, se había enterado de algo especialmente impresionante y angustioso, si bien le faltaban todavía algunas pruebas para verificarlo.

También le habló de John Airdrie, del doctor Pomeroy y de la loxa quinina.

Ya había consumido una hora y media del tiempo de Rathbone y veinticinco minutos del propio, aunque se olvidó de contabilizarlo hasta que despertó por la noche en su habitación de Queen Anne Street.

– ¿Qué me aconseja usted? -preguntó seriamente Hester a Rathbone, inclinando ligeramente el cuerpo sobre la mesa-. ¿Qué se puede hacer para impedir que acusen a Percival sin contar con pruebas?

– Usted no ha dicho quién va a defenderlo -replicó Rathbone con igual gravedad.

– Lo ignoro. Él no tiene dinero.

– Naturalmente. Si lo tuviera ya se convertiría en sospechoso por este simple hecho. -Sonrió haciendo al mismo tiempo una mueca-. De vez en cuando me hago cargo de algún caso sin percibir honorarios, señorita Latterly. Simplemente como una buena obra. -Su sonrisa se ensanchó-. Después me recupero cargando una cantidad exorbitante al cliente que está en condiciones de poder pagármela. Le doy mi palabra de que haré las investigaciones oportunas, además de todo cuanto esté en mi mano.

– Le quedo muy agradecida -dijo Hester sonriendo a su vez-. ¿Quiere tener la amabilidad de decirme qué le debo por su consejo?

– Quedamos en media guinea, señorita Latterly.

Hester abrió la redecilla, sacó media guinea de oro -la última que le quedaba- y se la entregó. Rathbone le dio cortésmente las gracias y se la deslizó en el bolsillo.

Se levantó, apartó la silla para que se levantara ella y Hester salió de la hospedería con un intenso sentimiento de satisfacción que las circunstancias no justificaban en absoluto, mientras el hombre se lanzaba a la calle a parar un cabriolé para ella y darle las señas de Queen Anne Street.


El juicio de Percival Garrod se inició a mediados de enero de 1857 y como Beatrice Moidore todavía sufría de vez en cuando de ocasionales accesos de angustia y ansiedad, Hester siguió prestándole sus servicios y ocupándose de ella, lo que no le venía nada mal dado que todavía no había encontrado otro medio de ganarse la vida, pero sobre todo porque significaba poder continuar viviendo en la casa de Queen Anne Street y observar a la familia Moidore. Pese a que aún no se había enterado de nada que pudiera ser de utilidad, no perdía nunca las esperanzas.

Al juicio que se celebró en Old Bailey asistió la familia al completo. Basil habría deseado que las mujeres se quedaran en casa y presentaran su testimonio por escrito, pero Araminta se negó a obedecer esta orden y, aunque las ocasiones en que ella y su padre chocaban eran raras, si se producían era Araminta quien solía llevarse el agua a su molino. Beatrice no se enfrentó con su marido por esta cuestión, se limitó a vestirse de negro con absoluta sencillez y sin adornos de ninguna clase, se cubrió de espesos velos y dio las oportunas instrucciones a Robert para que la llevara en coche al juzgado. Con el deseo de mostrarse servicial, Hester se ofreció a acompañarla y quedó encantada al ver que aceptaba su ofrecimiento.

Fenella Sandeman se echó a reír ante la mera posibilidad de perderse una ocasión tan espectacular como aquélla y abandonó la sala con una dosis de alcohol bastante elevada en el cuerpo y envuelta en un largo chal de seda negra, que hacía ondear en el aire con movimientos de su blanco brazo, cubierto por un mitón de encaje negro. Basil profirió una palabra gruesa, aunque de bien poco le sirvió. Caso de haberla oído, pasó por encima de la cabeza de Fenella sin rozarla apenas.

Romola se negó a ser la única mujer de la familia que se quedaba en casa y nadie se molestó en discutir su decisión.

La sala de justicia estaba atestada de espectadores y, como esta vez Hester no tenía que declarar, estuvo en libertad de sentarse entre el público.

El procedimiento judicial estaba presidido por el señor F. J. O'Hare, un caballero muy aparatoso que se había hecho célebre por haber llevado unos cuantos casos sensacionales, así como otros menos populares que le habían proporcionado una gran cantidad de dinero. Era un hombre muy respetado por sus colegas profesionales y adorado por el público, al que entretenía e impresionaba con sus maneras tranquilas pero contenidas y sus repentinas explosiones dramáticas. Era de altura mediana pero de constitución robusta, cuello corto y unos hermosos cabellos plateados y muy ondulados. De habérselos dejado más largos, habrían tenido el aspecto de una melena leonina, pero al parecer prefería llevarlos más cuidados. Tenía una cadencia musical en la voz que Hester no habría sabido identificar, además de un ligerísimo ceceo.

Oliver Rathbone defendió a Percival y, tan pronto como Hester lo vio, sintió cantar dentro de ella una alocada esperanza, como si fuera un pájaro que se remontara en el cielo a favor del viento. No era sólo la sensación de que podía hacerse justicia a pesar de todo, sino que Rathbone estaba dispuesto a luchar simplemente por la causa, no para conseguir una recompensa. La primera testigo que se llamó a declarar fue la sirvienta de arriba, Annie, que había sido la que había descubierto el cadáver de Octavia Haslett. Tenía un aspecto muy sobrio vestida con el traje de paño azul que se ponía para salir y un gorro que le cubría el cabello y la hacía parecer más joven, agresiva y vulnerable a un tiempo.

Percival estaba de pie en el banquillo, muy erguido y mirando fijamente al frente. Podía faltarle humildad, compasión u honor, pero no coraje. Hester lo recordaba más alto y ahora le pareció más estrecho de hombros. Había que tener en cuenta, sin embargo, que ahora estaba inmóvil y que no podía lucir aquel balanceo característico de su andar ni aquella vitalidad que le era propia. Ahora estaba indefenso para luchar. Todo estaba en manos de Rathbone.

Llamaron a continuación al médico, que se apresuró a prestar declaración: Octavia Haslett había sido apuñalada durante la noche y la muerte había sido resultado de sólo dos agresiones en la parte baja del tórax, debajo mismo de las costillas.

El tercer testigo fue William Monk y su declaración llenó el resto de la mañana y toda la tarde. Se mostró cortante, sarcástico y minuciosamente exacto, pero se negó a sacar las conclusiones más evidentes en relación con ningún aspecto.

F. J. O'Hare fue paciente al principio y de una exquisita cortesía, como si esperase la oportunidad propicia para asestar el golpe decisivo, que no se precipitó hasta casi el final, cuando su pasante le entregó una nota en la que al parecer le recordaba el caso Grey.

– Según he podido juzgar, señor Monk, ya que parece que usted ahora es el señor Monk, no el inspector Monk, ¿no es así?… -El ceceo de su dicción era casi imperceptible.

– Así es -admitió Monk sin que su expresión se alterara lo más mínimo.

– Según he podido juzgar por su testimonio, señor Monk, usted no considera culpable a Percival Garrod.

– ¿Es una pregunta, señor O'Hare?

– Lo es, señor Monk, lo es en efecto.

– Estimo que las pruebas que se tienen actualmente a mano no lo demuestran -replicó Monk-, lo que no es lo mismo.

– ¿Considera que en la práctica es diferente, señor Monk? Corríjame si estoy en un error, pero ¿no se mostraba usted también reacio a condenar al acusado en el último caso que llevó? Creo recordar que se trataba de un tal Menard Grey.

– No -lo contradijo Monk al instante-, yo estaba totalmente dispuesto a acusarlo, ávido incluso. Lo que no quería es que lo colgaran.

– ¡Ah, bueno, las circunstancias atenuantes! -admitió O'Hare-, pero no encontrará ninguna en el caso del asesinato de la hija del dueño de la casa por mano de Percival Garrod. Supongo que algo así agotaría incluso un ingenio como el suyo. O sea que usted sigue manteniendo que el hecho de haber encontrado el arma con la que se cometió el asesinato y la prenda manchada de sangre de la víctima, ambas cosas escondidas en la habitación de Percival Garrod y que según usted manifiesta descubrió usted mismo, no constituyen a sus ojos prueba satisfactoria suficiente. ¿Qué más necesita, señor Monk? ¿Un testigo ocular?

– Sólo sería prueba satisfactoria en el caso de que su veracidad fuera incuestionable -replicó Monk con indignación evidente-. Preferiría una evidencia que tuviera sentido.

– ¿Por ejemplo, señor Monk? -lo invitó O'Hare. Miró a Rathbone para ver si ponía alguna objeción. El juez frunció el ceño y también se quedó a la espera. Rathbone sonrió con benevolencia, pero no dijo nada.

– Que existiera un motivo para que Percival tuviera guardada esta… -Monk vaciló y evitó la palabra «maldita» al sorprender la mirada de O'Hare y darse cuenta de que ya saboreaba una repentina victoria, efímera e injustificada-. Esta prueba material tan inútil y perjudicial que tan fácilmente habría podido destruir. En el caso del cuchillo, bastaba simplemente con limpiarlo y volverlo a dejar en el sitio que tenía destinado en la cocina.

– ¿No querría, quizás, incriminar a alguna otra persona? -O'Hare levantó la voz imprimiéndole una inflexión próxima a la nota humorística, como si se tratara de una deducción obvia.

– Entonces le falló el tiro por completo -replicó Monk-, pese a contar con la oportunidad. Habría podido subir al piso de arriba y dejar el cuchillo donde quisiese al enterarse de que la cocinera había notado su desaparición.

– Quizá tuvo esta intención, pero no se le presentó ocasión de hacerlo. ¡Qué agonía debió de suponer para él esa impotencia! ¿No lo imaginan? -O'Hare se volvió al jurado y levantó las manos con las palmas hacia arriba-. ¡Qué ironía! ¡Le había salido el tiro por la culata! ¿Quién lo merecía más que él?

Esta vez Rathbone se levantó y objetó a sus palabras.

– Señoría, el señor O'Hare da por sentado un hecho que todavía está por demostrar. Pese a sus valiosas dotes de persuasión, hasta ahora no nos ha dicho quién puso los objetos a los que hemos hecho referencia en la habitación de Percival. ¡Deduce su conclusión a partir de la premisa y la premisa a partir de la conclusión!

– Proceda con más miramientos, señor O'Hare -lo amonestó el juez.

– Lo haré, señoría -prometió O'Hare-. ¡Tenga por seguro que lo haré!

El segundo día O'Hare comenzó por la prueba material descubierta de forma tan espectacular. Llamó a la señora Boden, que subió al estrado con aire sencillo y un poco aturdida, muy ajena al ambiente que la rodeaba. Estaba acostumbrada a hacer valer su criterio y sus excepcionales cualidades físicas. Su trabajo hablaba por ella. Ahora se veía obligada a estar de pie e inmóvil, toda su actividad era verbal, lo que suponía una situación que la hacía sentirse incómoda.

Cuando se lo mostraron, miró el cuchillo con repulsión, si bien admitió que lo había utilizado en su cocina. Lo identificó a través de varias marcas y rasguños del mango y de una irregularidad de la hoja. Conocía bien los instrumentos con los que desempeñaba su trabajo. Con todo, pareció azorada cuando Rathbone la acució a preguntas con la intención de averiguar exactamente cuándo lo había utilizado por última vez. Rathbone hizo una revisión de todas las comidas del día, preguntándole qué cuchillos utilizaba en su preparación, hasta que al final la mujer se mostró tan confusa que él acabó dándose cuenta de que estaba distanciándose a la sala al ametrallarla a preguntas acerca de algo cuyo conocimiento no parecía interesar a nadie.

Se levantó después O'Hare, sonriente y afable, y citó a Mary, la camarera de las señoras a fin de que declarase que el salto de cama manchado de sangre pertenecía, efectivamente, a Octavia. Estaba muy pálida, sin el más leve rastro de color en sus mejillas de tinte marcadamente oliváceo, y hablaba con voz extrañamente apagada. Juró, pese a todo, que la prenda pertenecía a su señora. Se la había visto puesta en múltiples ocasiones, aparte de que había planchado aquel satén y alisado el encaje.

Rathbone no le hizo ninguna pregunta. No tenía nada que discutir con ella.

Seguidamente O'Hare llamó al mayordomo. Cuando Phillips ocupó el estrado de los testigos su rostro tenía un tinte francamente cadavérico. A través de sus escasos cabellos su cráneo reflejaba con su brillo la luz de la sala y, aunque sus cejas estaban más alborotadas que de costumbre, su expresión tenía la dignidad de la persona obligada a afrontar la desgracia, como un soldado que se enfrenta a una multitud levantisca sin contar con las armas necesarias para defenderse.

O'Hare se guardó muy bien de insultarlo con modales descorteses o dándose aires de superioridad. Después de reconocer oficialmente la posición de Phillips y sus distinguidas credenciales, le pidió que informase acerca de su rango superior al de todos los demás criados de la casa. Una vez puntualizados estos extremos ante el jurado y los asistentes, procedió a trazar un cuadro altamente desfavorable de Percival como hombre, sin desvirtuar en ningún momento sus cualidades como criado. Ni una sola vez obligó a Phillips a mostrarse malicioso o negligente en sus manifestaciones. Fue una actuación magistral. A Rathbone no le quedó otra cosa que preguntar a Phillips si tenía la más ligera idea de si aquel joven un tanto altanero y arrogante podía haber elevado sus ojos hasta la hija del dueño, a lo que Phillips replicó con una escandalizada negativa, si bien en aquel momento nadie habría esperado que admitiera aquella idea. No era el momento.

O'Hare llamó únicamente a otra persona del servicio: Rose.

Iba vestida muy correctamente. El negro le sentaba muy bien al color claro de su piel y a sus ojos azules casi luminosos. Estaba impresionada por la situación, pero no la arredraba: hablaba levantando la voz y con decisión, pese a que se la veía emocionada. Sin que O'Hare tuviera que incitarla demasiado, ya que se mostró en extremo solícito con ella, Rose manifestó que Percival al principio era muy obsequioso, le profesaba una evidente admiración y era muy correcto en el trato con ella. Más adelante le había hecho comprender gradualmente que quería formalizar el afecto que sentía por ella y, finalmente, le había manifestado que aspiraba a casarse con ella.

La chica expuso todo esto con actitud modesta y tono afable, pero de pronto se le endureció el gesto y, avanzando la barbilla, se mantuvo muy rígida en el estrado. Su voz se hizo más opaca, se impregnó de emoción y, sin mirar ni un solo momento al jurado ni a los asistentes, explicó a O'Hare que un buen día cesaron por completo las atenciones que le prodigaba Percival y que a partir de entonces éste le hablaba cada vez con más frecuencia de la señorita Octavia y de las distinciones que ésta le dispensaba, que lo llamaba por los motivos más triviales, como sí desease su compañía, y que últimamente se arreglaba más que antes y solía hacer observaciones sobre lo agradable del aspecto del propio Percival.

– ¿Se lo decía tal vez para ponerla a usted celosa, señorita Watkins? -preguntó O'Hare con el aire más inocente de este mundo.

La chica tuvo un acceso de recato, bajó los ojos y respondió con voz sumisa, desapareció de ella el veneno y volvió a acusar la ofensa sufrida.

– ¿Celosa, señor? ¿Cómo iba yo a estar celosa de una señora como la señorita Octavia? -respondió con recato-. Ella era mujer hermosa, educada e instruida, llevaba unos vestidos muy bonitos. ¿Cómo podía yo luchar contra todas estas cosas?

Vaciló un momento y después prosiguió.

– La señorita Octavia no se habría casado nunca con él, era locura pensarlo. Yo habría podido estar celosa de otra sirvienta como yo, de una chica capaz de dar a Percival verdadero amor, de compartir una casa con él y, con el tiempo, de formar una familia. -Miró sus manos fuertes pero pequeñas y de pronto volvió a levantar los ojos-. No, señor, ella lo aduló y a él se le subió a la cabeza. Yo me figuraba que estas cosas sólo les ocurrían a las camareras y a las sirvientas, que a veces caen en manos de amos que no saben lo que es la decencia. Jamás habría creído que un lacayo pudiera ser tan bobo. O que una señora… en fin. -Bajó los ojos.

– ¿Quiere usted decir que fue esto lo que ocurrió, señorita Watkins? -preguntó O'Hare.

La chica lo miró abriendo mucho los ojos.

– ¡Oh, no, señor! No he creído nunca que la señorita Octavia fuera capaz de una cosa así. Lo que yo creo es que Percival es un presumido y un bobo y que se figuró lo que no era. Y después, cuando se dio cuenta de lo tonto que había sido se sintió tan ofendido que no lo pudo soportar y perdió los estribos.

– ¿Es Percival un hombre de genio, señorita Watkins?

– ¡Oh, sí, señor! Yo diría que sí.

El último testigo al que se llamó en relación con Percival y sus flaquezas fue Fenella Sandeman. Ésta irrumpió en la sala envuelta en una aureola de tafetanes y encajes negros y con un gran sombrero echado muy para atrás, que enmarcaba la palidez extrema de su rostro, el azabache de sus cabellos negros y el rosado color de sus labios. Vista a distancia, que era como la veía la mayoría de los asistentes, producía un efecto impresionante, era una mujer hechicera sumida en el dramatismo de la desgracia, poseedora de una extraordinaria feminidad acuciada por la adversidad de las circunstancias.

Para Hester, esa escena, enmarcada en la lucha de un hombre por su vida, resultaba a la vez patética y grotesca.

O'Hare se levantó y se mostró exageradamente educado, como si Fenella fuera un ser frágil y necesitado de toda la ternura que él pudiera dispensarle.

– Señora Sandeman, tengo entendido que usted es viuda y que vive en casa de su hermano, sir Basil Moidore.

– Así es -admitió ella, amparándose un momento en una actitud de digno sufrimiento y optando finalmente por adoptar un aire de valiente alegría, luciendo una sonrisa deslumbrante y levantando exageradamente la puntiaguda barbilla.

– Usted vive en la casa… -Vaciló como si hiciera un esfuerzo para recordar y preguntó-: Unos doce años, ¿no es así?

– Así es -afirmó ella.

– Entonces -concluyó- no me cabe la menor duda de que usted conoce bien a todos los miembros de la familia, a los que debe de haber visto en todo tipo de disposiciones desánimo, tanto alegres como tristes, dado el considerable espacio de tiempo que hace que los conoce. Y basándose en sus propias observaciones, debe de haberse formado alguna opinión.

– En efecto, es inevitable. -Clavó en él la mirada y por sus labios vagó una leve sonrisa irónica. Se le había puesto la voz ronca.

Hester habría querido deslizarse en su asiento y hacerse invisible, pero se encontraba sentada junto a Beatrice, que no saldría a declarar. No tenía más remedio que soportar la situación. Miró de reojo a Beatrice, pero llevaba la cara cubierta con un velo tan espeso que le fue imposible distinguir su expresión.

– Las mujeres son muy sensibles con todos los seres humanos -prosiguió Fenella-. No tenemos otra salida: los seres humanos forman parte de nuestra vida…

– Exactamente -dijo O'Hare devolviéndole la sonrisa-. ¿Tenía usted criados en su casa antes de que su marido… falleciese?

– Por supuesto.

– O sea que usted está muy acostumbrada a juzgar su carácter y sabe apreciar sus méritos -concluyó O'Hare dirigiendo una mirada de soslayo a Rathbone-. ¿Qué observó en especial en Percival Garrod, señora Sandeman? ¿Qué valoración hace de él? -El hombre levantó su pálida mano como para impedir cualquier objeción que pudiera ocurrírsele a Rathbone-. Me refiero a su opinión basada en el tiempo que lo vio en Queen Anne Street.

La mujer bajó los ojos y se hizo un gran silencio en la sala.

– Era muy competente en su trabajo, señor O'Hare, pero era un hombre arrogante y codicioso, refinado en el vestir y en la comida -dijo en voz baja pero muy clara-. Se hacía ideas y alimentaba aspiraciones que estaban muy por encima de su posición y por este motivo sentía una especie de amargura al verse obligado a llevar el tipo de vida en la que Dios había tenido a bien situarlo. Jugaba con los sentimientos de la pobre Rose Watkins pero después, cuando pensó que podría… -Levantó los ojos hacia O'Hare y le dirigió una mirada arrolladora. Su voz se hizo más ronca aún-. De veras que no sé cómo expresarlo con delicadeza. Le quedaría sumamente agradecida si quisiera ayudarme un poco.

Junto a Hester, Beatrice hizo una profunda aspiración y las manos, que descansaba en su regazo, se tensaron dentro de los guantes de cabritilla.

O'Hare la ayudó.

– ¿Insinúa, quizá, señora, que tenía aspiraciones de cariz amoroso en relación con una persona de la familia?

– Sí -respondió ella con exagerada modestia-, desgraciadamente esto es ni más ni menos lo que me veo en la obligación de decir. En más de una ocasión lo sorprendí hablando con descaro acerca de mi sobrina Octavia y, al hacerlo, vi en su cara una expresión en relación con la cual no hay mujer que pueda llevarse a engaño.

– Comprendo. ¡Qué desagradable debió de ser para usted!

– Así es -afirmó ella.

– ¿Qué hizo al encontrarse en estas circunstancias, señora?

– ¿Qué hice? -Lo miró con un parpadeo-. Mi querido señor O'Hare, yo no podía hacer nada. Si la propia Octavia no tenía nada que objetar, ¿qué podía decirle yo a ella, ni a nadie?

– ¿Ella no tenía nada que objetar? -O'Hare levantó la voz, sorprendido, dirigió una mirada a los circunstantes y seguidamente volvió a mirarla-. ¿Está usted absolutamente segura, señora Sandeman?

– ¡Oh, sí, señor O'Hare! Lamento profundamente tener que decirlo y más en un sitio tan público como éste. -Su voz se quebró un momento y Beatrice experimentó una tensión tan grande que Hester creyó que iría a romper en llanto-. Parece que la pobre Octavia se sentía muy halagada con sus atenciones -prosiguió Fenella, implacable-. Claro que ella no tenía ni idea de que él pretendía algo más que palabras. Yo tampoco lo sabía, de otro modo se lo habría dicho a su padre, como es lógico, prescindiendo de lo que ella pudiera pensar de mí.

– ¡Claro, claro! -admitió O'Hare como deseando tranquilizarla-. Seguro que todos comprendemos que de haber previsto el trágico resultado de esta pasión usted habría hecho todo lo posible para impedirlo. Pese a todo, el testimonio que usted presenta ahora en relación con sus observaciones es sumamente valioso para poder hacer justicia a la señora Haslett y todos nos hacemos cargo de lo terrible que debe ser para usted venir aquí a contárnoslo.

Acto seguido la instó a que diera ejemplos específicos de la conducta de Percival que confirmasen sus asertos, lo que ella hizo con bastantes detalles. Después, el abogado le rogó lo mismo en relación con la conducta alentadora de Octavia, a lo que ella procedió a responder igualmente.

– ¡Ah! Antes de que termine, señora Sandeman -dijo O'Hare levantando la vista como si hubiera estado a punto de olvidarlo-, ha dicho usted que Percival era codicioso. ¿En qué aspecto?

– En el aspecto económico, naturalmente -replicó ella sin levantar mucho la voz pero con mirada brillante y despiadada-. Le gustaban las cosas caras que su salario de lacayo no podía costear.

– ¿Y usted cómo lo sabe, señora?

– Era un fanfarrón -dijo con todas las letras-. En cierta ocasión me contó cómo se las arreglaba para conseguir pequeñas entradas de dinero.

– ¿Ah, sí? ¿Cómo se las arreglaba? -le preguntó O'Hare con aire inocente, como si esperase que ella le diera una explicación honorable y al alcance de toda persona corriente.

– Sabía cosas de la gente -replicó con sonrisa levemente perversa-, pequeñas cosas que son triviales para la mayoría de nosotros. Qué sé yo, pequeñas vanidades que tienen algunos y que son desconocidas de los demás. -Se encogió de hombros-. La camarera del salón, Dinah, alardea siempre de pertenecer a una buena familia, cuando en realidad es expósita y no tiene familia ninguna. Como los aires que se daba molestaban a Percival, éste le hizo saber que estaba al cabo de la calle de sus antecedentes. En cuanto a la lavandera Lizzie, es muy mandona y orgullosa, pero tenía un lío de tipo amoroso. Él también estaba enterado, tal vez a través de Rose, esto no lo sé. En fin, pequeñas cosas como éstas. El hermano de la cocinera es un borracho… la camarera de la cocina tiene un hermano deficiente…

O'Hare sintió una cierta incomodidad, aun cuando no habría podido decirse si era por Percival o porque le molestaba que Fenella hiciese públicas aquellas pequeñas tragedias domésticas.

– ¡Qué hombre tan desagradable! -exclamó el abogado-. ¿Y cómo se enteraba él de todas estas cosas, señora Sandeman?

Fenella parecía no darse cuenta de aquella actitud de desagrado evidente en O'Hare.

– Supongo que abría las cartas con vapor -dijo la mujer encogiéndose de hombros-. Él era el encargado de distribuir el correo.

– Ya comprendo.

Volvió a dar las gracias a la señora Sandeman mientras Oliver Rathbone se ponía en pie y se adelantaba con una gracia de movimientos casi felina.

– Señora Sandeman, tiene usted una memoria envidiable y estamos muy en deuda con usted por la exactitud de sus declaraciones y la sensibilidad que ha demostrado.

Fenella le dirigió una mirada de agudo interés. Había en Rathbone una faceta esquiva, provocativa y poderosa que no tenía O'Hare, ante la cual ella reaccionó de inmediato.

– Es usted muy amable.

– Nada de eso, señora Sandeman -respondió con un gesto de la mano-. Le puedo asegurar que no lo soy. ¿Este lacayo enamoradizo, codicioso y presumido manifestó alguna vez su admiración hacia otras señoras de la casa? ¿Hacia la esposa del señor Cyprian Moidore, para poner un ejemplo? ¿O hacia la señora Kellard?

– No tengo ni idea -respondió, sorprendida.

– ¿O hacia usted, quizá?

– Bien… -bajó los párpados con recato.

– ¡Por favor, señora Sandeman! -la instó él-. No es momento de andarse con modestias.

– Sí, traspasó los límites de lo que impone… la simple cortesía.

Varios miembros del jurado observaban la escena con aire expectante. Un hombre de mediana edad que llevaba patillas pareció francamente cohibido. -¿Le demostró atenciones de carácter amoroso, quizá? -la acució Rathbone.

– Sí.

– ¿Y usted cómo salió al paso de la situación, señora?

La señora Sandeman abrió mucho los ojos y lo miró con fijeza.

– Lo puse en el sitio que le correspondía, señor Rathbone. Sé muy bien cómo hay que tratar a un criado que se propasa.

Al lado de Hester, Beatrice irguió el cuerpo.

– De eso estoy seguro -la frase de Rathbone estaba cargada de insinuaciones-, y sin peligro alguno para usted, además. Usted no consideró necesario acostarse con un cuchillo de cocina a mano, ¿verdad?

La mujer palideció visiblemente y sus manos, cubiertas con mitones, se tensaron en la barandilla del estrado.

– ¡No diga cosas absurdas! ¡Naturalmente que no!

– ¿Y no estimó necesario aconsejar a su sobrina en ese arte tan útil para usted?

– Yo… pues… -Se la notaba muy inquieta.

– Usted estaba al corriente de que Percival alimentaba intenciones amorosas con respecto a ella. -Rathbone se movía con agilidad y gracia, como si estuviera en un salón, dentro del espacio de que disponía. Hablaba con suavidad y con una leve nota de desdeñoso escepticismo en la voz-. Y en cambio permitió que su sobrina se quedara a solas con sus miedos y que tuviera que recurrir al extremo de coger un cuchillo de la cocina y llevárselo a la cama para poder defenderse si Percival entraba en su cuarto por la noche.

Era evidente que el jurado estaba impresionado, como mostraban las expresiones de sus miembros.

– No tenía idea de que él pudiera llegar a este extremo -protestó-. Pero bueno, usted afirma que permití de forma deliberada que ocurriera… ¡Qué monstruosidad! -miró a O'Hare en demanda de ayuda.

– No, señora Sandeman -la corrigió Rathbone-. Lo que a mí me sorprende es que una mujer de la experiencia de usted, dotada de unas condiciones de observación tan agudas y de una percepción del carácter de las personas tan desarrollada, viera que en la casa había un lacayo que se sentía atraído hacia su sobrina, la cual tenía la imprudencia de no demostrarle que le desagradaba su actitud sin que usted tomase cartas en el asunto o al menos hablara de él con otro miembro de la familia.

Ella lo miró con horror.

– Con su madre, por ejemplo -prosiguió Rathbone-, o con su hermana. ¿Por qué no se encargó usted misma de advertir a Pércival de que estaba al tanto de su actitud? Puede afirmarse casi con seguridad que esta actitud habría evitado la tragedia. También habría podido hablar discretamente con la señora Haslett y aconsejarla, como mujer de más edad, más experimentada, como mujer que ha tenido que frenar también muchas iniciativas inoportunas. Así sí que habría podido ayudarla.

Fenella ahora se quedó aturdida.

– Por supuesto que… si hubiera sabido -tartamudeó-, pero no lo hice. No tenía ni la más mínima idea de que… habría…

– ¿No la tenía? -la provocó Rathbone.

– No -su voz ahora sonó chillona-. ¡No tenía ni la más remota idea!

Beatrice, asqueada, soltó un gemido.

– ¿Cómo es posible, señora Sandeman? -prosiguió Rathbone, dando media vuelta para volver a su sitio-. Si Percival ya le había hecho a usted proposiciones amorosas, si había comprobado que tenía un comportamiento ofensivo en relación con la señora Haslett, ya podía imaginarse cómo terminaría. Usted es una mujer de mundo.

– No, no lo imaginaba, señor Rathbone -protestó Fenella-. Lo que usted dice es que yo permití de forma deliberada que violaran y asesinaran a Octavia, lo que me parece escandaloso y absolutamente falso.

– Tiene usted razón, señora Sandeman -dijo Rathbone sonriendo de pronto pero sin rastro de humor en su sonrisa.

– ¡Pues no faltaría más! -Su voz tembló ligeramente-. ¡Me debe usted una disculpa!

– Cuadra perfectamente que usted no tuviera ni la más remota idea -continuó Rathbone-, siempre que esta observación suya se extienda a todo lo que nos ha explicado. Percival era extremadamente ambicioso y un hombre de naturaleza arrogante, pero él no le hizo a usted ninguna insinuación, señora Sandeman. Ya me perdonará, pero usted, por la edad, podría ser su madre.

Fenella se quedó pálida de ira y de la multitud se levantó un suspiro. Hubo quien soltó una risita ahogada. Uno de los miembros del jurado se cubrió la cara con el pañuelo e hizo como si se sonara.

Rathbone mostraba un rostro casi inexpresivo.

– Y usted no presenció tampoco ninguna de estas escenas de mal gusto ni de proceder impertinente con la señora Haslett, ya que de lo contrario habría informado de ellas a sir Basil para que protegiera a su hija, como habría hecho cualquier mujer decente.

– Bien… yo… yo… -Vaciló antes de sumirse en silencio, palidísima y contrariada, mientras Rathbone volvía a su asiento. No había necesidad de continuar humillándola ni de poner todavía más de manifiesto su vanidad o su insensatez o la exposición innecesariamente malévola de los pequeños secretos que afectaban a los criados. La escena había sido sumamente embarazosa, pero constituía la primera duda que se proyectaba sobre las pruebas esgrimidas contra Percival. Al día siguiente la sala todavía estaba más concurrida y Araminta ocupó el estrado de los testigos. Esta vez la testigo no era una mujer casquivana y con ganas de exhibirse, como en el caso de Fenella. Iba sobriamente vestida y su compostura fue intachable. Manifestó que a ella no le había gustado nunca Percival pero que, como la casa donde vivía era de su padre, no le correspondía a ella elegir a los criados. Consideraba, pues, que los juicios que podía emitir sobre Percival estarían indefectiblemente influidos por sus gustos personales. Ahora, sin embargo, las cosas habían cambiado y lamentaba haber guardado silencio.

Acuciada a preguntas por O'Hare reveló, aparentemente con gran esfuerzo, que su hermana no compartía sus antipatías por el lacayo y que se había mostrado imprudente en su actitud con los criados en general. Aunque le resultaba penoso reconocerlo, era una actitud que obedecía a que, tras la muerte de su marido, el capitán Haslett, en el reciente conflicto de Crimea, muchas veces su hermana bebía más de la cuenta. Así, criterio y proceder se habían relajado más de lo conveniente o, según ahora se había podido comprobar, más de lo aconsejable.

Rathbone le preguntó si su hermana le había dicho alguna vez que tuviera miedo de Percival o de alguna otra persona en concreto. Araminta lo negó, añadiendo que de ser así habría tomado las medidas oportunas para protegerla.

Rathbone le preguntó si ellas dos, como hermanas, se llevaban bien. Araminta lamentaba profundamente que, desde la muerte del capitán Haslett, Octavia hubiera cambiado y no existiera entre las dos un vínculo afectivo tan estrecho como en otros tiempos. Rathbone no vio fisura alguna en su declaración, como tampoco palabra o actitud dignas de ataque. Así pues, adoptó una actitud prudente y abandonó el interrogatorio. Myles añadió muy poco a lo que ya se sabía. Comprobó que, en efecto, Octavia había cambiado desde que se había quedado viuda. Su comportamiento era deplorable y lamentaba tener que admitir que cedía fácilmente a las emociones y carecía a menudo de criterio debido al consumo excesivo de vino. Sin duda debió de ser en alguna de aquellas ocasiones cuando no supo poner coto como correspondía a la conducta osada de Percival. Más tarde, en momentos de mayor sobriedad, al darse cuenta de lo que había hecho, se habría sentido avergonzada de buscar ayuda y habría optado por llevarse a la cama un cuchillo de cocina. Era algo sumamente trágico y todos estaban profundamente afectados.

Rathbone no se atrevió a atacarlo, era demasiado consciente de la simpatía que había despertado en el público para intentarlo.

El último testigo que llamó O'Hare fue el propio sir Basil. Ocupó el estrado con actitud grave y toda la sala se vio recorrida por una oleada de simpatía y de respeto. Hasta los miembros del jurado se quedaron más erguidos y uno echó el cuerpo para atrás en señal de mayor respeto.

Basil habló con sencillez de su hija muerta, del dolor en que se había sumido al recibir la noticia de que su marido había perdido la vida en la guerra, de lo mucho que aquel hecho había trastornado sus emociones haciéndola llegar al extremo de buscar solaz en el vino. Sentía una profunda vergüenza al tener que admitirlo… lo que provocó un murmullo de simpatía entre el público. Eran muchos los que habían perdido a algún ser querido en aquellos baños de sangre de Balaclava, Inkermann, el Alma, o a consecuencia de los rigores del hambre y el frío en las colinas de Sebastopol, o a causa de la enfermedad en el temible hospital de Shkodër. Conocían todas las manifestaciones del dolor y el hecho de admitirlo establecía un vínculo entre ellos. Admiraban su dignidad y su franqueza. El calor del afecto que había levantado se notaba incluso en el lugar donde estaba sentada Hester. Sentía a Beatrice a su lado, pero el velo que le cubría la cara la hacía casi invisible y ocultaba sus emociones.

O'Hare estuvo brillante y Hester se sintió desfallecer.

Por fin le correspondió a Rathbone ejercer la defensa a la que tuviera acceso.

Comenzó interrogando al ama de llaves, la señora Willis. Estuvo cortés en su trato con ella, haciendo que expusiera sus credenciales que la acreditaban para desempeñar el puesto preeminente que ocupaba, ya que no sólo llevaba la economía del piso superior sino que era responsable del personal femenino, aparte del personal de la cocina. Su bienestar moral constituía su principal preocupación.

¿Estaban autorizados los devaneos amorosos?

La mujer se encrespó ante la mención de aquella simple posibilidad. No, no estaban autorizados ni de lejos. Por otra parte, ella tampoco habría permitido que se emplease a ninguna chica propensa a tales actitudes. Si entre las chicas de servicio hubiera detectado a alguna cuyo comportamiento tuviese alguna fisura, habría sido motivo suficiente para que fuera despedida en el acto y sin referencias. No era preciso recordar qué podía ocurrirle a una persona en esas condiciones.

¿Y si una sirvienta quedaba embarazada?

Despido inmediato, por supuesto. ¿Qué otra cosa cabía esperar?

Nada más, naturalmente. ¿Se tomaba de verdad en serio la señora Willis sus deberes en este sentido?

¡Claro! Ella era una mujer cristiana.

¿Había acudido a ella en alguna ocasión una de las chicas para decirle, aunque fuera de manera indirecta, que alguno de los criados, ya fuera Percival u otro, se había propasado con ella?

No, nunca. La verdad es que Percival sólo pensaba en sí mismo, era muy creído, más presumido que un pavo real: había tenido ocasión de ver la ropa y las botas que llevaba y la verdad es que no sabía de dónde sacaba el dinero para comprarlo.

Rathbone volvió a insistir sobre el tema. ¿Alguien se había quejado de Percival?

No, muchas impertinencias, eso sí, pero la mayoría de camareras las valoraban en lo que eran realmente, es decir, en nada.

O'Hare optó por no agobiarla y se limitó a señalar que, como no dedicaba sus servicios a Octavia Haslett, su testimonio tenía poco valor.

Rathbone volvió a levantarse para decir que una gran parte de las pruebas presentadas contra la conducta de Percival se apoyaban en la valoración de su tratamiento de las sirvientas.

El juez observó que el jurado decidiría en consecuencia.

Rathbone llamó a Cyprian, a quien no hizo ninguna pregunta relacionada con su hermana ni con Percival. En lugar de esto observó que la habitación de Cyprian estaba al lado de la de Octavia y seguidamente le preguntó si en la noche en que fue asesinada había oído algún ruido extraño o algo anormal.

– No, nada. De otro modo habría ido a ver si le pasaba algo -dijo Cyprian, no sin cierta sorpresa.

– ¿Tiene usted un sueño muy profundo? -le preguntó Rathbone.

– No.

– ¿Tomó usted mucho vino durante la cena?

– No, muy poco -contestó Cyprian con el entrecejo fruncido-. No veo a qué viene su pregunta, señor. Sobre que a mi hermana la mataron en la habitación contigua a la mía no hay ninguna duda, pero no veo qué importancia puede tener que yo oyera o no ruidos. Percival es mucho más fuerte que ella… -Estaba muy pálido y tenía dificultades para dominar la voz-. Supongo que no le costó mucho trabajo reducirla.

– ¿Y ella no gritó? -Rathbone pareció sorprendido.

– Al parecer, no.

– Pero el señor O'Hare quiere convencernos de que fue ella quien se llevó el cuchillo de cocina a la cama y que lo hizo para poner coto a las inoportunas atenciones del lacayo -dijo Rathbone con sobrada lógica-. Sin embargo, parece que cuando él entró en su habitación, ella se levantó de la cama. No es que la encontraran en la cama, sino que se encontró su cuerpo sobre la cama. No estaba en la postura normal de la persona que duerme… con respecto a esto contamos con el testimonio del señor Monk. Se había levantado, se había puesto el salto de cama, había sacado el cuchillo de cocina del sitio donde lo tenía guardado y se había enzarzado en una lucha con intención de defenderse…

Hizo unos movimientos negativos con la cabeza, se desplazó ligeramente de sitio y se encogió de hombros.

– Seguramente ella le advirtió que se iba a defender. No creo que se abalanzase de buenas a primeras sobre el lacayo cuchillo en mano. Probablemente lucharon y él le quitó el cuchillo… -Rathbone levantó las manos-. En el curso de la pelea, finalmente, la apuñaló hasta matarla. ¡Y pese a tanta lucha, ninguno de los dos profirió un solo grito! ¡Este enfrentamiento ocurrió en el más absoluto de los silencios! ¿No le parece un poco extraño, señor Moidore?

El jurado se inquietó y Beatrice hizo una profunda aspiración.

– ¡Sí! -admitió Cyprian con una sorpresa que iba creciendo por momentos-. Sí, así es. Me parece extrañísimo. No entiendo por qué no gritó.

– Ni yo, señor Moidore -Rathbone coincidió con él-. No hay duda de que habría sido una defensa mucho más efectiva y menos peligrosa para ella, y también mucho más natural en una mujer que utilizar un cuchillo de cocina.

O'Hare se levantó.

– A pesar de todo, señor Moidore y señores del jurado, subsiste el hecho de que ella tenía en su poder un cuchillo de cocina y de que la apuñalaron con él. Es muy posible que no lleguemos a saber nunca qué clase de extraña conversación sostuvieron aquella noche, aunque sí que seguramente fue a media voz, pero de lo que no tenemos duda alguna es de que Octavia Haslett murió a consecuencia de las heridas de un cuchillo y de que el cuchillo en cuestión, manchado de sangre, lo mismo que el salto de cama desgarrado, fueron localizados en la habitación de Percival. ¿Es preciso que sepamos lo que dijeron palabra por palabra y tengamos conocimiento de todos sus gestos para llegar a una conclusión?

En la sala se levantó un murmullo de voces. El jurado hizo un ademán. Beatrice, sentada al lado de Hester, gimió.

Llamaron a Septimus, quien expuso a la concurrencia que el día de la muerte de Octavia, al llegar a casa, la había visto y ella le había comunicado que había descubierto una cosa espantosa, algo escalofriante y que tan sólo le faltaba una prueba final para corroborar que era verdad. Sin embargo, ante la insistencia de O'Hare, tuvo que admitir que nadie había oído la conversación que ellos dos habían sostenido y que él tampoco había referido el hecho. Por consiguiente, O'Hare tuvo que llegar a la triunfante conclusión de que no había motivo alguno para suponer que aquel descubrimiento tuviera que ver necesariamente con su muerte. A Septimus aquello no le gustó ni pizca y señaló que él no se lo había dicho a nadie, pero eso no significaba que Octavia no lo hubiera hecho. Pero ya era demasiado tarde. El jurado ya había tomado su decisión y nada de lo que Rathbone pudiera exponer en la recapitulación haría variar su postura. Se ausentaron durante poco tiempo y al volver estaban pálidos, con los ojos hundidos y mirando a todos lados menos a Percival. El veredicto que emitieron fue de culpabilidad. No había circunstancias atenuantes.

El juez se caló el negro birrete y pronunció la sentencia: Percival sería conducido al lugar de donde lo habían traído y, en el término de tres semanas, lo trasladarían al patio de ejecución, donde lo colgarían hasta que le sobreviniera la muerte. Que Dios se apiadase de su alma, ya que no tenía a quién recurrir en la Tierra.

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