Hester Latterly se incorporó de la chimenea que había limpiado y cargado y echó una mirada a la espaciosa sala destinada a dispensario, atestada de enfermos. Los estrechos camastros, sólo unos palmos separados, se alineaban a ambos lados de la sala débilmente iluminada, con su techo alto y sucio y sus escasas ventanas.
Los adultos estaban mezclados con los niños, los cuerpos cubiertos por mantas grises y aquejados por todo tipo de enfermedades y dolencias.
Por lo menos disponía de carbón suficiente y podía mantener cierto calor en la sala, aunque el polvo de las finas cenizas que se levantaba de la chimenea parecía meterse en todas partes. Las mujeres de las camas más próximas al fuego sufrían de calor excesivo y no paraban de lamentarse del polvo que se les metía entre los vendajes, mientras Hester andaba pasando constantemente un paño por la mesa colocada en el centro de la sala y por las pocas sillas en donde a veces se sentaban los pacientes lo bastante recuperados. Aquél era el departamento del doctor Pomeroy, cirujano, o sea que todos los enfermos estaban esperando una operación o se recuperaban de ella… aunque entre estos últimos más de la mitad sufrían fiebres hospitalarias o gangrenas. En el extremo más alejado un niño volvió a echarse a llorar. Sólo tenía cinco años y sufría de un absceso tuberculoso en la articulación del hombro. Ya llevaba tres meses ingresado y estaba a la espera de que lo operasen, ya que cada vez que lo habían trasladado al quirófano con las piernas temblando, rechinando los dientes y el rostro lívido por el miedo, después de más de dos horas de espera en la sala contigua al quirófano acababan comunicándole que aquel día había que ocuparse de otro caso más urgente y que tenía que volver a acostarse en su cama.
Para indignación de Hester, el doctor Pomeroy nunca les había dado explicaciones, ni a ella ni al niño. Lo que pasaba era que el doctor Pomeroy veía a las enfermeras a través del mismo prisma que la mayoría de médicos: sólo eran necesarias para los trabajos más humildes, como lavar, barrer, fregar, retirar vendas sucias y enrollar, guardar y repartir vendas limpias. Las más veteranas eran útiles también para mantener la disciplina, especialmente la disciplina moral, entre aquellos pacientes recuperados hasta el punto de portarse mal o de ocasionar problemas.
Hester se recompuso la falda y se alisó el delantal, obedeciendo más a la costumbre que con otra finalidad, y se acercó al niño. No podía aliviarle el dolor -ya se había ocupado de administrarle los paliativos necesarios-, pero por lo menos podía ofrecerle el consuelo de un abrazo y alguna palabra amable.
El niño estaba acurrucado sobre el lado izquierdo y mantenía en alto el hombro que le dolía, mientras lloraba en voz baja con la cabeza en la almohada. Su voz era triste y desesperanzada, como si no esperara ya nada ni pudiera soportar por más tiempo el dolor que sufría.
Hester se sentó en la cama y, con muchos miramientos, tratando de no causarle dolor en el hombro, acogió al niño en sus brazos. Estaba muy delgado, pesaba muy poco, no era difícil sostener su cuerpo. El niño arrimó su cabeza a la de Hester y ésta le acarició los cabellos. Su misión no era aquélla, Hester era enfermera diplomada y había adquirido experiencia en el campo de batalla, donde había curado horribles heridas, había auxiliado en la cirugía de urgencia y cuidado a enfermos de cólera o tifus y aquejados de gangrena. A su regreso de la guerra, abrigaba la esperanza de contribuir a la reforma de los hospitales ingleses, muy atrasados y enquistados en la tradición, finalidad para la que trabajaban igualmente muchas otras enfermeras que habían estado en Crimea, pero si ya le había costado mucho más de lo que creía encontrar un puesto de enfermera, no quería ni pensar en la posibilidad de ejercer alguna influencia.
Ni que decir tiene que Florence Nightingale era una heroína nacional. La prensa popular se deshacía en elogios sobre su persona y el pueblo la idolatraba. Tal vez fuera la única persona que había salido cubierta de gloria de aquella lamentable campaña. Se contaban muchas historias acerca de la Carga de la Brigada Ligera, empresa arrojada, insensata y pésimamente dirigida que había precipitado a los soldados contra los cañones rusos, y apenas había familias militares que no hubieran perdido a un hijo o a un amigo en la carnicería que tuvo como consecuencia. Hester, desde las alturas que rodeaban el escenario, había sido testigo de aquel acto inútil. Todavía veía a lord Raglan cabalgando muy erguido, como si estuviera en un parque inglés y, en efecto, según después había declarado, sus pensamientos en aquel momento estaban en la esposa que había dejado en su tierra. Sí, a buen seguro que sus pensamientos estaban en cualquier sitio menos en aquel donde se encontraba realmente, ya que de otro modo no habría dado nunca aquella orden suicida, prescindiendo de las palabras con que la hubiera formulado, que tanta polvareda tendría que levantar más tarde. Lord Raglan había dicho una cosa… y el teniente Nolan había transmitido otra a los lores Lucan y Cardigan. Nolan había muerto en la refriega, despedazado por la metralla de una bomba rusa cuando se lanzaba delante de Cardigan agitando la espada y dando voces. Tal vez su intención era decir a Cardigan que iba a cargar contra los hombres armados, no contra la posición abandonada que la orden pretendía que se atacase. Pero eso ya nadie podía saberlo.
El resultado fue que hubo centenares de muertos y lisiados, la flor y nata de la caballería quedó convertida, en Balaclava, en un montón de cadáveres mutilados. Desde el punto de vista de la valentía y del supremo sacrificio frente al deber la carga había sido un hito de la historia, pero desde el punto de vista militar había sido totalmente inútil.
Y había habido también la gloria de la línea roja en el Alma, la Brigada Pesada que avanzaba a pie y que con sus uniformes escarlata formó una línea fluctuante que se convirtió en una barrera para el enemigo, claramente visible incluso a la considerable distancia en la que se encontraban las mujeres. Así que caía un hombre, otro ocupaba su puesto, lo que hacía que la línea no cediese nunca. Fue un heroísmo que se recordará mientras se cuenten historias de guerra y de valentía pero ¿quién recuerda ahora a los lisiados y a los muertos, salvo aquellos que resultaron afectados por esas desgracias o las personas que los amaron?
Se acercó más al pequeño. El niño ya no lloraba y en el espíritu de Hester había un lugar muy profundo e innominado lleno ahora de una gran sensación de consuelo. Aquella incompetencia flagrante y ciega de la campaña bélica la había soliviantado sobremanera, y además las condiciones del hospital de Shkodër eran tan deplorables que Hester llegó a pensar que, si salía con vida de todo aquello, si conseguía conservar la cordura y todavía le quedaba un resto de buen humor, lo que pudiera encontrar en Inglaterra, fuera lo que fuese, siempre sería para ella motivo de consuelo y de ánimo. Allí por lo menos no habría carretas cargadas de heridos, allí no harían estragos las fiebres epidémicas, ni les traerían hombres con miembros congelados que era preciso amputar, ni cadáveres de hombres que habían muerto de frío en las montañas de Sebastopol. Habría la suciedad normal, piojos y otros parásitos, pese a lo cual no se podía comparar con los ejércitos de ratas que subían por las paredes y se desplomaban en el suelo como fruta madura, ni con el ruido sordo de los cuerpos al soltarlos en la cama o en el suelo, un ruido que aún ahora turbaba sus sueños. Encontraría los residuos normales que era preciso limpiar, no los suelos de hospital cubiertos de excrementos y sangre de centenares de hombres demasiado enfermos para moverse, y aunque también habría ratas, no se contarían por millares.
Aquel horror, sin embargo, la había hecho fuerte, al igual que a tantas otras mujeres. Lo que ahora atormentaba su espíritu era la altanería y el engreimiento que se ceñía a las normas y a los papeleos y aquella resistencia a cambiar. Las autoridades consideraban que cualquier iniciativa era a la vez arrogante y peligrosa y, en el caso de darse en una mujer, algo totalmente fuera de lugar y un rasgo contra natura.
Ya podía saludar la reina a Florence Nightingale que no por ello el establecimiento médico acogería con los brazos abiertos a las mujeres animadas con ideas reformistas, lo que Hester había acabado por descubrir tras numerosos enfrentamientos tan violentos como lamentables.
Era una situación tanto más deplorable cuanto la cirugía acababa de dar gigantescos pasos adelante. Hacía diez años exactamente que se había utilizado con éxito el éter por vez primera para anestesiar a un paciente durante una operación. Era un descubrimiento maravilloso. Ahora se hacían muchísimas cosas que hasta hacía muy poco habrían sido imposibles. Era evidente que un buen cirujano era capaz de amputar un miembro, seccionar la carne, las arterias, el músculo y el hueso, cauterizar el muñón y coser la herida, en caso necesario, en el término de cuarenta o cincuenta segundos. En efecto, se sabía que Robert Liston, uno de los más rápidos, había aserrado un hueso del muslo y amputado una pierna, dos dedos de su ayudante y la cola de la chaqueta de un mirón en un espacio de veintinueve segundos.
Sin embargo, la secuela que dejaban estas operaciones en el paciente era aterradora, aparte de que quedaban completamente descartadas las internas, porque no había nadie, aunque hubiera dispuesto de todas las correas y cuerdas del mundo, capaz de inmovilizar a una persona de manera tan absoluta que permitiera introducir en su cuerpo el bisturí de forma precisa. Jamás se había conferido a la cirugía ninguna categoría ni dignidad especial. De hecho, se equiparaba a los cirujanos con los barberos y no se les valoraba por sus conocimientos, sino por la fuerza de sus manos y por su rapidez de movimientos.
Ahora, gracias a la anestesia, podían abordarse todo tipo de operaciones más complicadas, como la eliminación de órganos infectados en pacientes enfermos más que en pacientes heridos, congelados o gangrenados, como en el caso de aquel niño que Hester tenía ahora en brazos, a punto de dormirse finalmente, con el rostro arrebolado y el cuerpo acurrucado pero dispuesto ya a dormir tendido en la cama.
Lo tenía en brazos y lo acunaba suavemente cuando de pronto entró el doctor Pomeroy. Iba vestido para operar, con un pantalón oscuro, viejo y manchado de sangre, la camisa con el cuello roto y su chaleco y chaqueta viejas habituales, también muy sucios. Habría sido una tontería estropear la ropa buena para operar, todos los cirujanos hacían lo mismo.
– Buenos días, doctor Pomeroy -se apresuró a saludarle Hester. Aspiraba a que le prestase atención porque quería hacer presión en el cirujano para que operase al niño dentro de uno o dos días o, mejor aún, aquella misma tarde. Hester sabía que las posibilidades que tenía de curarse eran muy escasas, ya que el cuarenta por ciento de los pacientes que habían pasado por una operación quirúrgica morían de infección posoperatoria, pero siempre estaría mejor que ahora, ya que sus dolores iban haciéndose más agudos y, en consecuencia, su estado más crítico. Hester quería hacer bien las cosas, lo que en este caso era difícil porque, aunque estaba al corriente de la competencia del médico como cirujano, le tenía muy poca consideración como persona.
– Buenos días, señorita… eh… eh… -El médico se las compuso para adoptar un aire de sorpresa, pese a que Hester estaba en el hospital desde hacía más de un mes y los dos habían tenido frecuentes conversaciones, las más de las veces defendiendo puntos de vista opuestos. No era probable que el médico olvidase las conversaciones que habían sostenido. Con todo, no eran de su gusto las enfermeras que hablaban sin esperar a que se les dirigiera la palabra, el hecho tenía la virtud de cogerlo desprevenido cada vez que ocurría.
– Latterly -le apuntó ella y consiguió refrenarse de añadir: «me llamo igual que ayer… exactamente igual», frase que ya tenía en la punta de la lengua. Sin embargo, lo que le preocupaba ahora era el niño.
– Diga, señorita Latterly, ¿qué pasa? -no la miraba, sino que tenía los ojos fijos en la anciana de la cama de enfrente, tendida inmóvil y con la boca abierta.
– John Airdrie sufre muchos dolores y su estado no mejora -dijo no sin cierta cautela, tratando de que el tono de voz no reflejase lo que sentía. Inconscientemente, tenía al niño más cerca-. Me parece que sería muy oportuno que lo operase cuanto antes.
– ¿John Airdrie? -Se volvió a mirarla con el ceño fruncido. Era un hombre bajo, tenía el cabello de color jengibre y llevaba la barba cuidadosamente recortada.
– Sí, el niño -dijo Hester entre dientes-. Tiene un absceso tuberculoso en la articulación del hombro. Hay que extirpárselo.
– ¿De veras? -dijo fríamente-. ¿Dónde sacó el título de médico, señorita Latterly? He podido comprobar en unas cuantas ocasiones que no se priva de darme consejos.
– En Crimea, señor -le replicó Hester inmediatamente y sin bajar los ojos.
– ¿Ah, sí? -dijo el hombre metiéndose las manos en los bolsillos de los pantalones-. ¿Trató usted allí a muchos niños con abscesos tuberculosos, señorita Latterly? Ya sé que la campaña fue muy dura y a lo mejor nos vimos obligados a reclutar niños enfermos de cinco años para que sustituyesen a los hombres en el campo de batalla. -Una sonrisa le vino a los labios y no pudo evitar estropear la ocurrencia con las siguientes palabras-: Pero si además resulta que nos vimos en la necesidad de dejar que las muchachas estudiasen medicina, quiere decir que en realidad lo pasaron mucho peor de lo que nos hacían creer en Inglaterra.
– Me parece que en Inglaterra les hicieron creer muchas cosas que no eran verdad -le replicó ella, acordándose de todas las mentiras piadosas y las ocultaciones que había publicado la prensa para salvar la cara del gobierno y de los mandos del ejército-. Como se demostró después, quedaron muy contentos con nosotras.
Volvía a referirse a Florence Nightingale y los dos lo sabían, no hacía falta decir nombres.
El hombre dio un respingo. Le ofendía que la gente de la calle, carente de información, armase tanto barullo y dispensase tantas adulaciones a una mujer. La medicina era una ciencia que exigía pericia, buen juicio e inteligencia, la gente que no era entendida en la materia no podía interferirse en el conocimiento y las prácticas establecidas.
– Pese a todo, señorita Latterly, tanto la señorita Nightingale como sus colaboradoras, incluida usted, no son otra cosa que aficionadas y seguirán siéndolo siempre. En este país no hay ninguna institución médica que admita a mujeres ni es probable que las admita nunca. ¡Santo Dios! ¡Si las mejores universidades no admiten siquiera a los religiosos no conformistas! Es inimaginable que las mujeres puedan ser médicos nunca. ¿Quién dejaría que lo tratase una mujer, además? Y ahora, guárdese sus opiniones para usted y ocúpese de cumplir con el trabajo para el cual le pagamos. Saque el vendaje a la señora Warburton y tírelo… -En su rostro aparecieron arrugas de indignación mientras ella seguía inmóvil en su sitio-. Y deje a ese niño en la cama. Si quiere tener niños en brazos, cásese y tenga hijos, pero aquí no necesitamos nodrizas. Y tráigame vendas limpias para que pueda curar la herida de la señora Warburton. Después ocúpese de traer un poco de hielo. Parece que tiene fiebre.
Hester estaba tan furiosa que parecía que le habían salido raíces en los pies. Aquel hombre decía cosas monstruosamente inexactas y las decía de una manera paternalista y altanera, pese a lo cual ella no se atrevía a utilizar contra él las armas que poseía. Habría podido decirle que lo consideraba una persona incompetente, egoísta e incapaz, pero esto sólo habría servido para que no hiciera lo que ella quería y para convertirlo en peor enemigo suyo. Y a lo mejor John Airdrie habría sufrido las consecuencias.
Haciendo un esfuerzo extraordinario, se tragó el desdén que sentía hacia aquel hombre y se guardó las palabras que habría querido decirle.
– ¿Cuándo operará al niño? -le repitió Hester fijando en él sus ojos. El hombre se sonrojó ligeramente. En los ojos de aquella mujer había algo que lo desconcertaba.
– Tenía decidido operarlo esta tarde, señorita Latterly. O sea que sus comentarios eran completamente innecesarios -mintió… y aunque Hester sabía que mentía, procuró no demostrarlo.
– Estoy convencida de su buen criterio -mintió ella a su vez.
– Bien, ¿a qué está esperando entonces? -le preguntó él sacándose las manos de los bolsillos-. Acueste a este niño y póngase manos a la obra. ¿O no sabe hacer lo que le he mandado? ¿Su competencia no da para tanto? -El médico se había permitido volver a caer en el sarcasmo, todavía le quedaba bastante trecho por recorrer para recuperar su posición-. Las vendas están en el armario del fondo de la sala, sin duda tiene usted la llave.
Hester estaba demasiado indignada para responderle. Dejó suavemente al niño en la cama y se puso de puntillas.
– ¿No la lleva colgada de la cintura? -preguntó el cirujano.
Hester pasó junto a él con tanta violencia en su andar que las llaves, al balancearse, golpearon el faldón de la chaqueta del médico, pero ella siguió hasta el fondo de la sala dispuesta a sacar las vendas del armario.
Hester había estado de servicio desde la madrugada, por lo que a las cuatro de la tarde estaba emocionalmente exhausta. En el aspecto físico le dolía la espalda y tenía las piernas envaradas, aparte de que sentía pinchazos en los pies y le apretaban las botas. Además, las horquillas con que se sujetaba el pelo se le clavaban en el cráneo. Estaba perdiendo los ánimos para continuar la batalla que había empezado a librar con la matrona para conseguir que reclutasen como enfermeras a un tipo determinado de mujeres. Aspiraba particularmente a que aquel trabajo se convirtiese en una profesión remunerada y respetada, para que así atrajera a mujeres con el carácter y la inteligencia necesarios. La señora Stansfield había convivido siempre con mujeres incultas pero eficientes, que no aspiraban a otra cosa que a fregar, barrer, encender chimeneas y acarrear carbón, además de lavar ropa, retirar heces y demás desechos e ir a buscar vendas limpias, en tanto que las enfermeras veteranas como ella se ocupaban de mantener una rígida disciplina y de elevar el espíritu del personal. A diferencia de Hester, ella no tenía el más mínimo deseo de poner en práctica los conocimientos médicos, de cambiar vendajes y de administrar los medicamentos cuando el médico estaba ausente y, mucho menos de ayudar en las operaciones. En su opinión, aquellas muchachas que habían venido de Crimea se sobrevaloraban en exceso y podían llegar a convertirse en una influencia negativa y muy perjudicial, y así se lo hizo saber.
Pero esta tarde Hester se limitó a desearle buenas noches y se fue, dejándola sorprendida y sin que la conferencia sobre moral y deber llegase a materializarse en palabras. Era algo sumamente desagradable. Mañana sería otro día.
No había mucha distancia entre el dispensario y la casa de huéspedes donde Hester se había instalado. Anteriormente había vivido con su hermano, Charles, y su cuñada, Imogen, pero debido a la precariedad financiera de la familia y a la muerte de sus padres, no era justo esperar de Charles que la tuviese en su casa a pan y cuchillo más allá de los primeros meses después de su regreso de Crimea, de donde había vuelto antes de tiempo para asistir a sus familiares en los momentos de dolor y sufrimiento que estaban viviendo. Una vez resuelto el caso Grey había aceptado la ayuda de lady Callandra Daviot, quien había conseguido para ella el puesto de enfermera que le permitía cubrir sus gastos y poner en práctica los conocimientos que poseía en el campo de la administración y la enfermería.
Durante la guerra también había aprendido muchas cosas relacionadas con el periodismo bélico gracias a su amigo Alan Russell e incluso, al morir éste en el hospital de Shkodër, Hester se había encargado de enviar su último despacho al periódico de Londres. Más tarde, como la muerte del periodista había pasado inadvertida dado el número elevadísimo de bajas, Hester, sin solventar la omisión, se había dedicado a escribir los artículos y había quedado muy satisfecha al ver que el periódico los publicaba. Pero ahora que había regresado a su país ya no podía continuar utilizando el nombre de su amigo, por lo que de vez en cuando escribía algún que otro artículo que firmaba simplemente con el nombre de «una voluntaria de la señorita Nightingale». Aunque esta actividad sólo le reportaba unos pocos chelines, el dinero no era el incentivo principal, sino que la movía el deseo de exteriorizar unas opiniones que defendía con gran pasión y de incitar a la gente a abogar por la reforma.
Así que llegó a la pensión, la patrona, que era una mujer en extremo ahorradora y trabajadora, con un marido enfermo y muchos hijos que mantener, anunció a Hester que tenía una visita y que la estaba esperando en la sala de estar.
– ¿Una visita? -exclamó Hester, sorprendida y demasiado cansada para que la noticia le resultara agradable, aunque se tratara de Imogen, la única persona que, según sus cálculos, podía visitarla-. ¿Quién es, señora Horne?
– Una tal señora Daviot -replicó la patrona con indiferencia, demasiado atareada para sentir interés por otra cosa que no fueran sus obligaciones-. Ha dicho que quería esperarla.
– Gracias -dijo Hester aliviada, tanto porque Callandra Daviot era una de sus amigas preferidas como porque le gustaba que hubiera omitido el título, demostración de modestia que muy pocos practicaban.
Callandra estaba sentada en la pequeña y deslustrada salita, junto al pequeño fuego que no conseguía hacer subir la helada temperatura de la estancia, pese a lo cual se había sacado el abrigo. Su rostro inteligente y lleno de personalidad se iluminó con una sonrisa así que vio entrar a Hester. Iba despeinada como tenía por costumbre y vestía teniendo más en cuenta la comodidad que la elegancia.
– ¡Hola, Hester, cariño! ¡Qué cara de cansada tiene! Vamos, siéntese. Me parece que necesita una taza de té tanto como yo. He pedido a esta señora, la pobre… ¿cómo se llama, por cierto?, si podía preparármelo.
– Señora Horne. -Hester se sentó, se desabrochó las botas y se las sacó por debajo de las faldas, con el consiguiente alivio inmediato, y procedió seguidamente a ajustarse las horquillas del pelo que más le molestaban.
Callandra sonrió. Era viuda de un cirujano del ejército y había rebasado la media vida. Su amistad con Hester databa de una época anterior al caso Grey, suceso que había hecho que sus caminos volvieran a cruzarse. Su nombre de soltera era Callandra Grey y era hija del difunto lord Shelburne y tía del lord Shelburne actual y de su hermano pequeño.
Hester sabía que no había ido a su casa simplemente a visitarla, sobre todo porque Callandra era muy consciente de que al final de la jornada Hester tenía que estar forzosamente cansada y no precisamente en la mejor disposición de ánimo para departir un rato con ella. Era demasiado tarde para visitas y demasiado temprano para cenar. Hester estaba muy interesada en saber qué motivos la habían traído a su casa.
– Pasado mañana Menard Grey tiene que comparecer a juicio -dijo Callandra con voz queda-. Debemos declarar en favor suyo… supongo que estará dispuesta a hacerlo.
– ¡Naturalmente! -No lo dudó ni un segundo.
– Entonces convendría que fuéramos a ver al abogado que he contratado para su defensa. Tiene que asesorarnos con respecto a las declaraciones y me he citado con él esta tarde en su despacho. Siento mucho que todo sea tan precipitado, pero este abogado está muy ocupado y no tenía más hora que ésta. Podemos ir a cenar antes o después de la visita, como a usted le plazca. Dentro de media hora vendrá el coche a recogerme, no me ha parecido oportuno hacerlo esperar delante de la casa. -Sonrió con intención: no eran necesarias más explicaciones.
– Perfecto. -Hester se arrellanó en la butaca y sus pensamientos se concentraron en la taza de té que esperaba les trajese la señora Horne. Le hacía muchísima falta antes de proceder a cambiarse de ropa, volver a abrocharse las botas y salir de nuevo a la calle para ir a visitar a un abogado en su despacho.
Pero Oliver Rathbone no era un abogado cualquiera, sino el más brillante de cuantos ejercían sus funciones en los tribunales y el hombre se lo tenía bien sabido. Era delgado y de talla media, iba atildado pero discretamente vestido, o eso parecía hasta que uno se fijaba en la calidad de la tela de sus trajes y en el buen corte de las ropas, que le sentaban como un guante, sin el más mínimo tirón ni arruga. Tenía los cabellos rubios y el rostro alargado, la nariz fina y sensible y una boca de forma delicada. Pero la impresión inmediata que producía era la de un hombre de pasiones contenidas y de inteligencia sutil y penetrante.
Su despacho era tranquilo y con luz abundante, procedente de la araña de cristal que colgaba del centro de un techo adornado con molduras de yeso. Durante el día aquella estancia debía de estar igualmente bien iluminada, ya que estaba provista de tres grandes ventanales de guillotina, revestidos con unas cortinas de terciopelo verde oscuro que se corrían con unos simples cordones. La mesa era de caoba y los sillones parecían muy confortables.
Las hizo pasar y les rogó que tomasen asiento. Hester, en el primer momento, no pareció muy impresionada, ya que tuvo la sensación de que el hombre se preocupaba más de que estuviesen a gusto en su despacho que del propósito que las había traído a él, si bien aquellos recelos se desvanecieron tan pronto como se centró en el juicio propiamente dicho. Tenía una voz bastante agradable, pero lo correcto de su dicción y la entonación precisa con que se expresaba la hacían tan particularmente interesante que su recuerdo perduró en la memoria de Hester mucho después de la conversación.
– Y ahora, señorita Latterly -dijo-, pasaremos a hablar del testimonio que usted debe presentar. Comprenderá que no se trata simplemente de recitar lo que sabe y retirarse a continuación.
La verdad era que Hester no se había detenido a pensarlo y, ahora que el abogado se lo decía, se dio cuenta de que, efectivamente, aquello era lo que creía que había que hacer. Ya se disponía a negarlo cuando por la expresión del hombre vio que había leído sus pensamientos, y tuvo que cambiar de actitud.
– En realidad estaba esperando sus instrucciones, señor Rathbone. No tenía nada decidido al respecto, en ningún sentido.
El abogado sonrió con un leve y delicado movimiento de los labios.
– Perfectamente -se inclinó hacia el borde del escritorio y la observó con gravedad-. Primero tendré que hacerle unas preguntas. Usted es mi testigo, ¿comprende? Le ruego que exponga de una manera escueta y desde su punto de vista los acontecimientos relacionados con su tragedia familiar. No quiero que hable de nada acerca de lo cual no haya tenido experiencia directa. En caso de que cayera en este error, el juez pediría al jurado que no tuviera en cuenta sus palabras y tenga presente que cada vez que el juez la interrumpa y no acepte lo que usted diga, menos crédito dará el jurado a lo que le quede por decir. Y además, fácilmente puede confundir una cosa con otra.
– Lo he comprendido -le confirmó Hester-. Tengo que decir únicamente aquello de lo cual yo tenga un conocimiento directo.
– Es fácil que tenga tropezones en este sentido, señorita Latterly. Es un asunto en el que sus sentimientos se encuentran involucrados de manera muy profunda -dijo observándola con mirada atenta y afable-. Tal vez no sea tan sencillo como usted cree.
– ¿Qué probabilidades tiene Menard Grey de que no lo cuelguen? -preguntó Hester con voz grave. Con toda deliberación había elegido las palabras más crudas. Rathbone no era hombre con el que uno pudiera andarse con eufemismos.
– Haremos todo cuanto esté a nuestro alcance para evitarlo -replicó el abogado, de cuyo rostro desapareció aquella luz que lo iluminaba poco antes-, aunque no estoy seguro ni de lejos de que nos salgamos con la nuestra.
– ¿Qué supondría salirnos con la nuestra, señor Rathbone?
– ¿Qué supondría? Pues supondría que lo enviaran a Australia, donde tendría la oportunidad de iniciar una nueva vida… con el tiempo. De todos modos, hace tres años que han suspendido los traslados, salvo para aquellos casos que comportan sentencias de más de catorce años… -Hizo una pausa.
– ¿Y no salirnos con la nuestra? -preguntó Hester conteniendo el aliento-. ¿La horca?
– No -dijo él, inclinándose ligeramente hacia delante-, más bien pasar el resto de su vida en un sitio como Coldbath Fields, para poner un ejemplo. Lo que es yo, preferiría que me colgasen.
Hester se quedó en silencio: no se podía aducir nada a aquella realidad y hacer un comentario trivial habría sido tan torpe como doloroso. Callandra, sentada en un rincón de la estancia, estaba inmóvil.
– ¿Cómo debemos actuar para obrar de la mejor de las maneras posibles? -preguntó Hester un momento después-, le ruego que me aconseje, señor Rathbone.
– Responda únicamente a lo que le preguntaré, señorita Latterly -replicó el abogado-. No añada nada, aunque crea que pueda ser de utilidad. Ahora pasaremos a hablar de la cuestión y yo le diré qué conviene a nuestro caso y qué puede perjudicarlo en lo que al jurado se refiere. El jurado no ha vivido los hechos, de modo que muchas cosas que para usted son de una claridad meridiana para ellos pueden resultar oscuras. -Su peculiar sentido del humor hizo brillar sus ojos y curvó las comisuras de sus labios en un rictus austero-. Además, el conocimiento de la guerra que pueda tener el jurado tal vez difiera completamente del que tiene usted. Es posible que para ellos los oficiales del ejército, y de manera especial los heridos de guerra, sean unos héroes. Si cometemos la torpeza de querer convencerlos de lo que nosotros pensamos, pueden tomárselo como un intento de destruir sus ilusiones. Como le ocurre a lady Fabia Grey, pensar como piensan quizá sea una necesidad.
Hester se vio asaltada por el recuerdo de la habitación de Fabia Grey en Shelburne Hall; allí había contemplado el rostro de aquella mujer, envejecido repentinamente al contemplar cómo los tesoros de su vida se desvanecían y morían ante ella.
– La privación de algo a menudo engendra odio -dijo Rathbone, como si pensara las mismas cosas que Hester y las viera representadas con igual realismo-. Necesitamos contar con alguien a quien hacer responsable de nuestras desgracias cuando no somos capaces de soportar el dolor más que a través de la ira, ya que por otra parte es bastante más fácil.
Como por instinto, Hester levantó la cabeza y se sorprendió ante la sagacidad que le revelaba la mirada de aquel hombre. Por una parte tranquilizaba y por otra inquietaba. A una persona así no se le podía mentir. ¡Menos mal que no tendría que hacerlo!
– No es preciso que me lo diga, señor Rathbone -dijo con una leve sonrisa-. Ha transcurrido tiempo suficiente desde mi regreso a Inglaterra para saber que muchas personas tienen más necesidad de creer en ilusiones que en los retazos de verdad que yo pueda contarles. Para que lo desagradable sea soportable tiene que ir acompañado de heroísmo. Me refiero al sufrimiento sobrellevado sin queja alguna día tras día, a la dedicación al deber cuando parece que no obedece a ningún propósito, a reír cuando lo que haría uno sería llorar. No son cosas para ser dichas… sólo las sienten los que las han vivido realmente.
El hombre sonrió de pronto y su sonrisa fue un destello de luz.
– Es usted más inteligente de lo que había supuesto en un principio, señorita Latterly. Comienzo a abrigar esperanzas.
Hester notó que se sonrojaba, lo que la enfureció por dentro. Después preguntaría a Callandra qué le había contado acerca de ella para que tuviera formada una mala opinión de su persona. Pero de pronto se le ocurrió que a buen seguro quien tenía la culpa era aquel desgraciado policía, Monk. Sí, él debía de ser el culpable de que Rathbone tuviera tan mala impresión de ella. A pesar de que había acabado cooperando con Monk y de que entre los dos habían existido momentos fugaces de mutuo entendimiento, las más de las veces se habían producido choques y Monk no guardaba en secreto la consideración que ella le merecía: pensaba que era una chica terca, entrometida y francamente antipática. ¡Y ella tampoco es que se hubiese privado en ningún momento de expresar bien a las claras lo que pensaba tanto de la conducta como del carácter del policía!
Rathbone le explicó todo lo que ella quería saber, los temas que el fiscal plantearía y las trampas en las que probablemente intentaría hacerla caer. La previno contra cualquier apariencia de parcialidad emocional, ya que esto le brindaría ocasión de alegar que era parte involucrada y que por tanto su testimonio no era de fiar.
Cuando a las ocho menos cuarto el abogado las acompañó a la puerta, Hester estaba tan cansada que notó que se le habían embarullado las ideas y de pronto cobró conciencia de que seguía doliéndole la espalda y de que le apretaban las botas. El hecho de declarar en favor de Menard Grey ya no era el empeño sencillo e inofensivo al que se había comprometido en principio.
– Este hombre impone un poco, ¿verdad? -dijo Callandra cuando se sentaron en el coche y se dispusieron a ir a cenar.
– Esperemos que imponga también a quien tiene que imponer -replicó Hester retorciendo sus castigados pies-. No me parece un hombre al que se pueda engañar fácilmente.
Lo que acababa de decir era hasta tal punto superficial que se sintió abochornada y apartó la cara a un lado para que Callandra sólo distinguiera de ella el perfil recortado a contraluz.
Callandra soltó una carcajada franca y sonora.
– Amiga mía, no es usted la primera que no atina a expresar la opinión que le merece Oliver Rathbone.
– ¡Ni la perspicacia ni la autoridad son suficientes para salvar a Menard Grey! -exclamó Hester con más aspereza que la que habría querido emplear. Tal vez Callandra entendería que Hester había hablado de aquella manera en parte por los recelos que le inspiraba lo que ocurriría pasado mañana y en parte porque el temor a no triunfar iba creciendo en ella.
Al día siguiente Hester leyó en el periódico la noticia del asesinato de Octavia Haslett en Queen Anne Street, pero como no se consideraba de interés público revelar el nombre del oficial encargado del caso y, por consiguiente, no se mencionaba, no se le ocurrió pensar en Monk como solía hacerlo cada vez que reflexionaba sobre la tragedia de los Grey y de su propia familia.
El doctor Pomeroy estaba de lo más indeciso con respecto a la manera de tomarse la petición de Hester de un permiso para ir al juzgado a declarar. Cediendo a la insistencia de aquella joven, había operado a John Airdrie y parecía que el niño se estaba recuperando bien. Como hubiera tardado un poco más en operarlo ya no… El niño estaba bastante más débil de lo que había supuesto Pomeroy al principio. El médico notaría la ausencia de la enfermera, pero le había dicho tantas veces que no era imprescindible que ahora no se atrevía a quejarse de los inconvenientes que le iba a causar. Verlo metido en aquel dilema divirtió mucho a Hester, pese a que era una satisfacción teñida de amargura.
El juicio de Menard Grey se celebró en el Tribunal Criminal Central de Old Bailey y, puesto que se trataba de un caso sensacionalista, el brutal asesinato de un ex oficial de la guerra de Crimea, todos los asientos destinados al público estaban ocupados, y todos los periódicos que tenían su distribución en un radio de ciento cincuenta kilómetros habían enviado a sus periodistas. La calle estaba a rebosar de vendedores de periódicos que agitaban las últimas ediciones, de cocheros que dejaban a sus ocupantes en la acera, de carromatos atiborrados de toda suerte de mercancías, de vendedores de empanadas y bocadillos que pregonaban sus productos y de carritos de sopa de guisantes caliente. Había también pregoneros ambulantes que desgranaban las incidencias del caso, añadiendo detalles de cosecha propia para mejor ilustrar al que no estaba demasiado enterado… o al que tenía ganas de volverlo a escuchar. En la parte alta de Ludgate Hill, junto a Old Bailey y Newgate, también se agolpaba mucha gente. De no haber tenido que actuar como testigos del caso, a Hester y Callandra les habría resultado imposible ganar la entrada.
Dentro del juzgado el ambiente era diferente y la semioscuridad reinante, unida a la inexorable severidad del lugar, recordaba a los presentes que se encontraban ante la majestad de la ley, que de aquella casa estaban desterrados los antojos individuales y que allí sólo regía la justicia ciega e impersonal.
Abundaban los policías de uniforme oscuro, sombrero de copa, botones y cinturón relucientes, los escribientes de pantalón rayado, los abogados con toga y peluca y los alguaciles que se movían de aquí para allá para dirigir al público a sus diferentes destinos. A Hester y a Callandra se les indicó una sala donde deberían esperar hasta que las llamaran. No estaban autorizadas a entrar en la sala del tribunal para evitar que pudieran oír declaraciones que afectaran la que ellas deberían deponer.
Hester se sentó sin decir palabra, era evidente que se sentía muy inquieta. En una docena de ocasiones abrió la boca para decir algo pero, como reconociendo que no hacía al caso o que obedecía sólo al deseo de calmar la tensión, optó por callar. Ya había transcurrido media hora de inconveniente nerviosismo cuando se abrió la puerta y, antes aún de que hubiera entrado, Hester reconoció la silueta de la persona que se había detenido para hablar con alguien situado en el corredor. Al verlo sintió el cosquilleo de la conciencia, una impresión que nada tenía que ver con el recelo, ni tampoco con el interés.
– Buenos días, lady Callandra y señorita Latterly. -El hombre se volvió finalmente, entró en la habitación y cerró la puerta tras él.
– Buenos días, señor Monk -replicó Callandra, haciendo una inclinación cortés con la cabeza.
– Buenos días, señor Monk -repitió Hester como un eco, haciendo exactamente el mismo gesto.
Volver a ver aquel rostro huesudo pero de rasgos suaves, con sus ojos grises de mirada dura e impertérrita, la ancha nariz de perfil aquilino y la boca con su fina cicatriz, revivió en los pensamientos de Hester todos los recuerdos del caso Grey: ira, confusión, intenso dolor y miedo, momentos esporádicos de mutua comprensión que no recordaba haber vivido con nadie más y colaboración en un mismo objetivo con una intensidad realmente excepcional.
Ahora habían pasado a convertirse simplemente en dos personas que se causaban mutua irritación y a las que sólo reunía el deseo de ahorrar más dolores a Menard Grey, así como tal vez una vaga sensación de responsabilidad por el hecho de haber sido los que habían descubierto la verdad.
– Siéntese, por favor, señor Monk -le ordenó más que le rogó Hester-. Acomódese, tenga la bondad.
Él siguió de pie.
Hubo unos momentos de silencio. Con toda deliberación, Hester se dedicó a pensar en cómo declararía, en las preguntas que, según la había prevenido Rathbone, le haría el fiscal y en cómo debía evitar las respuestas perjudiciales o decir más cosas de las que le preguntaran. -¿Le ha dado algún consejo el señor Rathbone? -dijo Hester sin detenerse a reflexionar en lo que decía.
Monk enarcó las cejas.
– No es la primera vez que declaro ante un juez, señorita Latterly -dijo con sarcasmo-, incluso lo he hecho en casos de considerable importancia. Estoy perfectamente al corriente del procedimiento judicial.
A Hester le molestó haberse hecho acreedora de aquella observación, pero se molestó también con él por habérsela hecho. Sin poder dominarse, le asestó el golpe más duro que se le ocurrió en aquel momento.
– Veo que ha recuperado gran parte de la memoria desde la última vez que nos vimos. No lo había advertido, de otro modo no le habría hecho el comentario. No pretendía otra cosa que serle útil, pero ya veo que no le hace falta.
Del rostro de Monk huyó el color, dejando sólo dos manchas rosadas en sus mejillas. Su cerebro se puso a trabajar a toda marcha buscando una pulla igualmente hiriente como respuesta.
– Aunque haya olvidado muchas cosas, señorita Latterly, estoy en mejor situación que aquellos que ya al principio no sabían nada -dijo en tono agrio dando media vuelta.
Callandra sonrió pero no intervino.
– Lo que le ofrecía no eran tanto mis consejos -le replicó Hester- como los del señor Rathbone, señor Monk. Pero si cree que usted sabe más que él, sólo espero que no se equivoque. No lo digo por usted, que aquí cuenta muy poco, sino por Menard Grey. Confío en que no haya perdido de vista el objeto de nuestra presencia en este lugar.
Hester había ganado aquel intercambio y ella lo sabía.
– Sé muy bien a qué he venido -dijo Monk fríamente, de espaldas a su interlocutora y con las manos en los bolsillos-. He dejado mis actuales investigaciones en manos del sargento Evan y me he apresurado a venir por si el señor Rathbone quería verme, pero no tengo intención de molestarlo en caso de que no me necesite.
– Quizás él no sepa siquiera que está usted aquí -le devolvió ella.
Monk se volvió y se encaró con Hester.
– Mire, señorita Latterly, ¿sería mucho pedir que por una vez no se inmiscuyese en los asuntos de los demás y asumiera que somos perfectamente capaces de arreglárnoslas prescindiendo de sus orientaciones? He informado a su escribiente así que he llegado.
– Entonces le diré que la educación no le exigía otra cosa que decírmelo cuando se lo he preguntado -replicó Hester, herida por la acusación de metomentodo que Monk acababa de hacerle y que ella consideraba totalmente injustificada, o exagerada, o sólo merecida hasta cierto punto-. Pero parece que usted no sabe lo que significa educación para las personas corrientes.
– Usted no es una persona corriente, señorita Latterly. -Tenía los ojos desencajados y el rostro tenso-. Usted es arrogante, dictadora y propensa a figurarse que la gente es incapaz de arreglárselas sin su ayuda. En usted se reúnen los peores rasgos de las institutrices con la insensibilidad de las directoras de los asilos. No me extraña que estuviera entre militares: está perfectamente dotada para el puesto.
Había sido un golpe bajo, ya que Monk sabía lo mucho que Hester despreciaba a los mandos militares por la incompetencia y altanería que los caracterizaba, rasgos que habían conducido a tantos soldados a una muerte tan espantosa como inútil. Hester estaba tan furiosa que la indignación casi le impedía hablar.
– ¡No es verdad! -exclamó jadeando-. En el ejército no hay más que hombres y los que dan las órdenes son en su mayoría testarudos y estúpidos; como usted. No tienen ni la más mínima idea de lo que se llevan entre manos, pero no dejan de moverse a trompicones sin importarles un comino que otros pierdan la vida por culpa de su ignorancia y por negarse a aceptar consejos. -Respiró afanosamente-. Antes preferirían la muerte que aceptar el consejo de una mujer, y eso no tendría ninguna importancia si no fuera que otras personas tienen que morir por su culpa.
El alguacil abrió la puerta anunciando a Hester que se preparase para entrar en la sala, lo que le impidió a Monk pensar en la respuesta apropiada. Ella se levantó dándose aires de dignidad ofendida y pasó casi rozándolo, pero se le enganchó la falda en la puerta y tuvo que pararse para liberarla, lo que la irritó profundamente. Hester dirigió a Callandra una sonrisa fugaz por encima del hombro y después, con un hueco en el estómago, siguió al alguacil a través del pasillo hasta la sala.
Esta era espaciosa, de techo alto y con las paredes revestidas de paneles de madera, y estaba tan atestada de gente que Hester tuvo la impresión de que se abalanzaban sobre ella desde todos lados. Hasta notaba el calor que exhalaban los cuerpos de las personas que se apiñaban para verla entrar, y oía crujidos, siseos de respiraciones afanosas y pies que porfiaban por mantener el equilibrio. En los bancos donde estaban instalados los periodistas trabajaban muchos lápices, unos rasgueando el papel en el que tomaban notas y otros trazando bocetos de rostros y sombreros.
Hester avanzó con la mirada al frente y se dirigió a la tribuna de los testigos, furiosa consigo misma porque le temblaban las piernas. Tropezó en un peldaño y el alguacil avanzó el brazo para sostenerla. Hester miró a su alrededor buscando a Oliver Rathbone, al que descubrió inmediatamente, aunque ahora, con la blanca peluca de abogado, tenía un aspecto completamente diferente, mucho más distante. Él la miró con la fría cortesía con que habría mirado a una desconocida, lo que la sumió en un sorprendente desamparo.
No habría podido sentirse peor. Pensó que no perdería nada reflexionando acerca del porqué de su presencia en aquella sala. Dejó que sus ojos fueran al encuentro de los de Menard Grey, que estaba en el banquillo de los acusados. Menard estaba pálido, tenía la piel descolorida, su rostro estaba blanco, cansado y asustado. Le bastó verlo para recuperar todo el valor que le hacía falta. ¿Qué eran, comparado con aquello, los breves e infantiles momentos de soledad que ella había sentido?
Le presentaron la Biblia y, con voz firme y decidida, juró en su nombre que diría la verdad.
Rathbone se le acercó dos pasos y le habló con voz tranquila.
– Señorita Latterly, tengo entendido que usted fue una de las jóvenes que, movidas por la mejor de las intenciones, respondieron a la llamada de la señorita Florence Nightingale y abandonaron su casa y su familia para embarcarse a Crimea y atender a nuestros soldados durante el conflicto.
El juez, un hombre entrado en años y con un rostro ancho pero que revelaba una delicada sensibilidad, inclinó el cuerpo hacia delante.
– Estoy plenamente seguro de que la señorita Latterly es una joven admirable, señor Rathbone, pero ¿tiene esto algo que ver con este caso? Ni el acusado estuvo en Crimea ni el delito ocurrió en dicho país.
– La señorita Latterly conoció a la víctima en el hospital de Shkodër, señor. Las raíces del delito están allí y en los campos de batalla de Balaclava y Sebastopol.
– ¿De veras? Yo creía, a juzgar por los datos, que las raíces estaban en el cuarto de los niños de Shelburne Hall. En fin… continúe, se lo ruego. -Volvió a recostarse en el sillón y miró a Rathbone con aire avieso.
– Señorita Latterly, adelante -la urgió Rathbone con viveza.
Con gran cautela, midiendo cada una de las palabras con las que empezaba una frase y después cobrando confianza a medida que se iba adueñando de ella la emoción del recuerdo, habló de los tiempos en que había prestado sus servicios en el hospital, donde había tratado a algunos hombres dentro de los límites que permitían sus heridas. Mientras hablaba se dio cuenta de que de pronto había cesado el ruido de voces entre el público y de que había asomado el interés en muchos rostros. Incluso Menard Grey había levantado la cabeza y la miraba fijamente.
Rathbone abandonó su puesto detrás de la mesa y comenzó a pasearse de un lado a otro, pero sin mover los brazos y desplazándose pausadamente a fin de no distraer a Hester, sólo yendo de aquí para allá con la finalidad de que el jurado no se involucrase excesivamente en la historia y acabase por olvidar que lo que allí se ventilaba era un crimen ocurrido en Londres y que en aquel juicio estaba en juego la vida de un hombre.
Rathbone informó de que la señorita Latterly había recibido en Crimea una emotiva carta de su hermano donde le daba cuenta de la muerte de sus padres y que entonces ella había regresado a su casa para encontrarse con la vergüenza y la desesperación, por no hablar también de grandes restricciones económicas. Rathbone expuso los detalles, pero no dejó ni por un momento que Hester se repitiera o que su relato pecara de quejumbroso. Hester iba siguiendo el camino que él le marcaba, advirtiendo cada vez con mayor claridad que él elaboraba un cuadro en el que poco a poco iba cobrando forma la tragedia inevitable. En los rostros de los que componían el jurado ya había aparecido un sentimiento de piedad y Hester sabía muy bien que cuando se encajase la última pieza del rompecabezas y se supiera la verdad todos se sentirían indignados. No se atrevía a mirar a Fabia Grey, sentada en primera fila, todavía vestida de negro, ni tampoco a su hijo Lovel ni a la esposa de éste, Rosamond, sentada junto a su suegra. Cada vez que sus ojos se posaban inadvertidamente en ellos, Hester los desviaba con presteza y los fijaba en Rathbone o en un rostro anónimo cualquiera.
En respuesta a preguntas precisas de Rathbone, Hester habló de su visita a Callandra en Shelburne Hall, de la ocasión en que había conocido a Monk y de lo que había ocurrido a continuación. Hester cometió algunos deslices que le fueron corregidos, pero ni una sola vez se excedió más allá de dar una simple respuesta a lo que se le preguntaba.
Cuando Rathbone llegó a la trágica y terrible conclusión del relato, en los rostros del jurado asomó la sorpresa y la indignación y, por vez primera, todos los ojos se dirigieron hacia Menard Grey, ya que hasta aquel momento no habían entendido lo que había hecho ni por qué lo había hecho. Tal vez hubo incluso quien pensó que, de haber estado en su sitio, si la fortuna se hubiera mostrado tan cruel con él, habría hecho lo mismo.
Y cuando, por fin, Rathbone se retiró, no sin antes dar las gracias a Hester con una súbita y deslumbrante sonrisa, ésta notó que le dolía todo el cuerpo debido a la tensión a que había sometido sus músculos agarrotados y sintió unos pinchazos en las palmas de las manos donde, sin advertirlo, había tenido clavadas las uñas.
El fiscal se levantó y sonrió fríamente.
– Quédese donde está, señorita Latterly. Supongo que no le importará que pongamos a prueba esta historia suya tan extremadamente conmovedora.
Era una observación retórica, ya que el fiscal no tenía la más mínima intención de dejar que prevaleciese el testimonio de la testigo. Hester notó que, al mirarlo a la cara, todo su cuerpo se cubría de sudor. El fiscal se había dado cuenta de que llevaba las de perder, lo que suponía para él no sólo una desagradable sorpresa sino un dolor casi físico.
– Señorita Latterly, debe usted admitir que usted era, mejor dicho es, una mujer que ha dejado atrás su primera juventud, que carece de un bagaje relevante y que se encuentra en circunstancias económicas precarias… y que fue precisamente estando en estas condiciones que aceptó una invitación a Shelburne Hall, la casa solariega de la familia Grey.
– Acepté una invitación para visitar a lady Callandra Daviot -corrigió Hester.
– En Shelburne Hall -remachó él con viveza-. ¿No es verdad?
– Sí.
– Gracias. ¿Pasó algunos ratos con el acusado, Menard Grey, en el curso de esta visita?
Hester tomó aliento y ya iba a responder:
– Sí, pero no sola.
Pero justo a tiempo sorprendió la mirada de Rathbone y, tras expulsar el aire, se limitó a sonreír al fiscal como si la insinuación no fuera con ella.
– Como es natural, es imposible vivir con una familia y no departir algún rato con todos sus miembros. -Había sentido la fuerte tentación de decir que a lo mejor él no estaba familiarizado con este tipo de cosas, pero tuvo la prudencia de no decirlo. Seguro que habría provocado una carcajada fácil del público y que probablemente le habría costado muy cara. Aquél era un enemigo al que no podía ceder terreno.
– Parece que actualmente trabaja usted en un dispensario de Londres, ¿es así?
– Sí.
– ¿Fue un trabajo que le proporcionó la misma lady Callandra Daviot?
– Lo que ella me proporcionó fue una recomendación, pero creo que el trabajo lo conseguí por méritos propios.
– Bueno, en todo caso lo obtuvo gracias a su influencia. No, por favor, no mire al señor Rathbone en busca de orientación. Limítese a contestar, señorita Latterly.
– No me hace falta la orientación del señor Rathbone -dijo tragando saliva-. No puedo contestarle si obtuve el puesto con o sin ayuda de lady Callandra. Ignoro el contacto que ella pudo tener con la dirección del dispensario. Me aconsejó que presentase una solicitud en dicho dispensario y, cuando lo hice, quedaron satisfechos con mis referencias, que son bastantes, y me dieron el puesto. Las enfermeras de la señorita Nightingale no suelen tener dificultades para encontrar una plaza cuando desean trabajar.
– En efecto, señorita Latterly -comentó el hombre con una discreta sonrisa-, pero no muchas lo desean, como en su caso… ¿verdad? En realidad, la misma señorita Nightingale procede de una excelente familia, que podría cubrir sobradamente su subsistencia durante el resto de su vida.
– Si mi familia no está en esas condiciones, incluso si mis padres están muertos, es por el caso que nos ocupa -dijo Hester con un marcado acento de victoria en la voz. Independientemente de lo que el fiscal pudiera pensar, sabía que el jurado la había entendido y que al fin y al cabo era el que decidía, prescindiendo de lo que el fiscal pudiera decir.
– Así es -dijo él con una cierta irritación.
Después procedió a preguntarle de nuevo qué grado de amistad la unía con la víctima y a dar por sentado de forma muy sutil que ella había estado enamorada de él, había sucumbido a su encanto personal y que, habiéndola él rechazado, se vengaba manchando su buen nombre. De hecho, casi insinuó que ella podía haber colaborado en la ocultación del delito y que por esto defendía ahora a Menard Grey.
Hester estaba tan escandalizada como abochornada pero, cuando ya veía demasiado cerca la tentación de dar rienda suelta a la indignación, miró a Menard Grey y recordó qué era lo importante.
– No, esto no es verdad -dijo con voz tranquila. Ya iba a acusarlo de sordidez, pero la mirada de Rathbone la contuvo.
Sólo una vez distinguió a Monk, lo que provocó en ella una oleada de satisfacción, de placer incluso, sobre todo al ver su cara de indignación al mirar al fiscal.
Cuando inopinadamente el fiscal cambió de parecer y decidió dejar de interrogarla, como Hester estaba autorizada a permanecer en la sala, puesto que su testimonio ya había dejado de tener importancia, se buscó un sitio y se quedó a escuchar mientras Callandra declaraba. También ella fue interrogada primeramente por Rathbone y seguidamente, aunque con más cortesía que la que había empleado con Hester, por el fiscal. Éste tuvo el acierto de considerar que el jurado no vería con simpatía cualquier intento de amedrentar o insultar a la viuda de un cirujano del ejército, nada menos que a lady Callandra. Hester no miraba a Callandra, ya que no temía por ella, sino que tenía la vista fija en los rostros de los jurados. En ellos vio reflejadas las diferentes emociones que sentían: ira, lástima, confusión, respeto, desdén.
A continuación llamaron a Monk y le tomaron juramento. En la sala de espera Hester no había reparado en lo bien vestido que iba. Llevaba una chaqueta de excelente corte, sólo el estambre de mejor calidad tenía aquella caída. ¡Vaya vanidoso debía de estar hecho! ¿Cómo podía permitirse esos lujos un simple policía? De pronto le inspiró una lástima repentina y se dijo que probablemente hasta él mismo ignoraba la respuesta a aquella pregunta, por lo menos de momento. ¿Se la habría formulado? ¿O habría tenido miedo, quizá, de cuánta vanidad o insensibilidad podía revelarle la respuesta? ¡Qué espantosa debía de ser la contemplación descarnada de uno mismo, ver las cosas que uno hacía sin conocer ninguna de las razones que las hacían humanas, explicables en cuanto a miedos y esperanzas, no comprender tantas cosas, pequeños sacrificios que se hacían, heridas que se restañaban… sólo ver siempre resultados, sin entender nunca su sentido! Aquella chaqueta tan vistosa podía ser fruto de la pura vanidad, la plasmación de algo que compra el dinero, o bien el símbolo del éxito después de largos años de ahorro y de trabajo, de esfuerzos extraordinarios mientras los demás descansaban en sus casas o se divertían y reían en salas de fiestas o en tabernas.
Rathbone comenzó a interrogarlo. Le hablaba con voz pausada, conociendo el poder de las palabras y sabiendo que la emoción que embargaba a Monk podía producir un efecto demasiado intenso y demasiado rápido. Había llamado a los testigos siguiendo aquel orden para así elaborar la historia tal como había ocurrido: primero Crimea, después la muerte de los padres de Hester y, finalmente, el crimen. Hizo describir detalladamente a Monk el piso de Mecklenburgh Square, las marcas que había dejado la lucha y la muerte, el lento descubrimiento de la verdad alcanzado por él paso a paso.
Casi todo el tiempo Rathbone estuvo de espaldas a ella, encarado a Monk o al jurado, pero Hester percibía lo apremiante de su voz, cada una de sus palabras tan perfectamente cortada como una piedra tallada, aquella insistencia que penetraba en su mente y que desvelaba una tragedia insoportable.
Hester observaba a Monk, el respeto que reflejaba su rostro y, una o dos veces, una fugaz reacción de desagrado al responder. Rathbone no lo trataba como un testigo al que se le debe una consideración sino más bien como un medio enemigo. En sus frases había un sesgo hiriente, un elemento de antagonismo. Sólo al observar al jurado, Hester comprendió el porqué. Todas las personas que lo componían estaban tan absortas en lo que ocurría que ni siquiera se distrajeron con los gritos nerviosos de una mujer del público que requirió la asistencia de sus vecinos. Parecía que sólo a contrapelo Monk se resistía a demostrar la simpatía que le inspiraba Menard Grey, si bien Hester sabía que era auténtica. Hester recordaba cómo se había sentido Monk en el momento de los hechos, la ira que había experimentado, el lacerante dolor de la piedad y su incapacidad para modificar nada. En aquel momento Monk le había gustado de manera absoluta, había compartido con él sin reservas una paz interior, la sensación de una comunicación total.
Cuando al final de la tarde se levantó la sesión, Hester se mezcló con la multitud que se abría paso a empujones desde todos lados, los mirones regresando a sus casas entre el embotellamiento de carros, carromatos y coches que invadían las calles, los periodistas precipitándose hacia las redacciones antes de que las máquinas comenzasen a imprimir las primeras ediciones del periódico de la mañana, los cantantes callejeros componiendo las próximas estrofas de sus canciones y pregonando la noticia por las calles.
Hester estaba esperando en la escalinata, bajo el cortante viento de la tarde y la viva luz de las lámparas de gas, y buscaba a Callandra, de la que había quedado separada por la multitud, cuando vio a Monk. Titubeó un momento sin saber si hablarle o no. Después de volver a oír la versión de los hechos y tener ocasión de analizarla había vuelto a sentir todo aquel cúmulo de emociones y había quedado barrida la ira que le inspiraba.
Pero quizás él continuaba despreciándola. Hester siguió en su sitio, incapaz de decidirse pero incapaz también de rehuirlo. Monk la sacó del apuro acercándose a ella, aunque con el ceño ligeramente fruncido.
– ¿Le parece que su amigo, el señor Rathbone, está capacitado para la tarea que tiene entre manos?
Hester leyó inquietud en sus ojos, por lo que murió en sus labios la réplica con la que ya iba a responderle con respecto a su supuesta amistad con Rathbone. El sarcasmo no era más que una defensa contra el miedo de que colgaran a Menard Grey.
– Creo que sí -respondió, tranquila, Hester-. He observado las caras de los jurados mientras usted declaraba. Como es natural, no sé qué va a pasar, pero hasta ahora creo que les han impresionado más las injusticias de los hechos y nuestra incapacidad para evitarlos que el asesinato en sí. Si el señor Rathbone sabe mantenerles en esta actitud hasta el momento de emitir el veredicto, éste podría ser favorable. Por lo menos…
En ese momento se calló: se había dado cuenta de que independientemente de que los jurados lo creyeran culpable, el hecho era innegable. No podían emitir un fallo de no culpabilidad, cualquiera que fuera la presión. La decisión competía al juez, no a ellos.
Monk ya lo había comprendido así antes de que ella dejara traslucir con la mirada la desolación que le producía aquella certidumbre.
– Confiemos en que el juez lo vea de la misma manera -comentó Monk escuetamente-. La vida en Coldbath Fields sería peor que la horca.
– ¿Vendrá usted mañana? -le preguntó Hester.
– Sí… por la tarde. No emitirán el veredicto hasta entonces. ¿Vendrá usted?
– Sí… -Pensó en lo que diría Pomeroy-. Si usted cree que el veredicto no saldrá temprano, no vendré hasta tarde. No quiero pedir permiso para ausentarme del dispensario a no ser por una razón de peso.
– ¿Cree que considerarán una razón de suficiente peso su deseo de oír el veredicto? -le preguntó fríamente.
Hester hizo una mueca, casi una sonrisa.
– No, pero es que no pienso alegar este motivo.
– ¿Hace usted el trabajo al que aspiraba… me refiero al trabajo del dispensario? -Volvía a mostrarse directo y franco tal como lo recordaba, el hecho de que la comprendiera la reconfortaba.
– No -dijo sin querer mentir-, es un lugar regido por la incompetencia y en el que hay sufrimientos innecesarios y maneras absurdas de hacer las cosas que piden a gritos una reorganización. Si algunos renunciaran a orgullos mezquinos y pensaran en los fines y no en los medios… -Se animó al ver el interés de Monk-. Gran parte del problema estriba en el concepto que tienen del trabajo de enfermería y de la gente que lo realiza. El salario es exiguo: seis chelines por semana, y una parte del mismo se paga con cerveza. Muchas enfermeras se pasan la mitad del tiempo borrachas. Ahora, por lo menos, el hospital les proporciona comida, siempre es mejor esto que lo que ocurría antes, cuando se comían la de los enfermos. ¡Ya se puede imaginar qué tipo de hombres y mujeres se brindan a hacer este trabajo! La mayoría no sabe leer ni escribir. -Se encogió de hombros-. Duermen junto a las salas de los enfermos y disponen sólo de unas pocas jofainas y toallas, de un poco de loción de Conde y de vez en cuando de una pequeña cantidad de jabón para lavarse… aunque sólo sea las manos después de limpiar tanta porquería.
Monk sonrió más abiertamente y en sus ojos brilló un resplandor de comprensión.
– ¿Y usted? -le preguntó Hester-. ¿Sigue trabajando para el señor Runcorn? -No le preguntó si había recuperado la memoria, porque era un punto demasiado delicado para hurgar en él. Bastante peliagudo era hablar del señor Runcorn.
– Sí -dijo Monk poniéndose serio de pronto.
– ¿Y con el sargento Evan? -dijo Hester sin poder reprimir una sonrisa.
– Sí, también con Evan. -Vaciló un momento y parecía que iba a añadir algo más pero se interrumpió al ver bajar la escalera a Oliver Rathbone. Iba vestido con ropa de calle, no llevaba peluca ni toga. Su aspecto era atildado y parecía satisfecho.
Monk empequeñeció los ojos, pero no hizo ningún comentario.
– ¿Le parece que podemos abrigar esperanzas, señor Rathbone? -le preguntó Hester ávidamente.
– Esperanzas sí, señorita Latterly -replicó con cautela-, pero las certezas todavía quedan lejos.
– No olvide que tiene que habérselas con el juez, Rathbone -dijo Monk con acritud, abrochándose la chaqueta hasta arriba-, no con la señorita Latterly ni con la galería… ni siquiera con el jurado. Por brillante que pueda ser su intervención ante ellos, sólo formará parte de la guarnición, no del plato fuerte. -Y sin dar tiempo a Rathbone a contestar, hizo una ligera inclinación a Hester, giró sobre sus talones y se lanzó a grandes zancadas calle abajo, en la luz del atardecer.
– Un hombre nada simpático -comentó, áspero, Rathbone-, aunque imagino que no le hace falta simpatía para su trabajo. Si quiere, puedo dejarla donde usted desee con mi coche.
– Estimo que la simpatía es una cualidad muy engañosa -dijo Hester con toda deliberación-. El caso Grey seguramente es el ejemplo más demostrativo de los resultados a los que puede conducir una simpatía exagerada.
– Ya veo que no es una cualidad que usted valore excesivamente, señorita Latterly -replicó el hombre, con mirada decidida y una franca carcajada.
– ¡Oh…! -exclamó ella, pensando que ojalá se le hubiera ocurrido una salida ingeniosa con la misma facilidad con que se le ocurrían las pullas hirientes aunque esta vez no tenía nada que decir. No sabía con certeza si aquella risa del abogado era en honor a ella, a sí mismo o a Monk… ni siquiera si había que tomársela a mal o no-. No… -Se esforzó en encontrar algo que decir-. Lo que pasa es que no creo que haya que fiarse de esta cualidad, que es en suma una cualidad falsa: apariencia y no esencia, brillo pero no calor auténtico. No hace falta que me acompañe, gracias, voy con lady Callandra, pero ha sido muy amable ofreciéndose. Adiós, señor Rathbone.
– Adiós, señorita Latterly -dijo haciendo una inclinación y sin que de su rostro desapareciese la sonrisa.