13

Para Paul Hjelm, el trabajo entraba ahora en una fase nueva. De primera línea del frente se retiraba a la retaguardia. La investigación avanzaba, articulada principalmente en dos flancos: la pista de la mafia rusa, a cargo de Norlander y Nyberg, y la pista empresarial, a cargo de Söderstedt, Chávez, Pettersson y Florén. Kerstin Holm hablaba con familiares y amigos de los difuntos magnates y dejaba los interrogatorios secundarios en manos de los peones de la policía criminal nacional y de la policía de Estocolmo.

Y Hjelm se pasaba la vida hojeando los libros de visita del club de golf. El paisaje criminal de antaño, pensó amargado. Ya nadie es asesinado por intrigas en el seno de órdenes sectarias ni clubs de golf; hoy en día, lo que mata a la gente es el sexo kinky, las drogas y el blanqueo de dinero.

El número de teléfono del presunto proxeneta con el gracioso apellido de Johan Stake había dejado de existir sin remisión, y una nueva visita a Timmermansgatan, junto con innumerables llamadas, reveló que el joven acompañante Jörgen Lindén se había dado a la fuga.

La autopsia de Nils-Emil Carlberger, realizada por el forense Qvarfordt, no dio resultado alguno, aparte de un incipiente tumor cerebral, y el equipo técnico de Svenhagen naufragó en sus pesquisas; tampoco en esta ocasión había ni un solo rastro. Aparte de la maldita bala de la pared.

Las horas avanzaban a paso de tortuga mientras Hjelm revisaba los libros de visita del club de golf. Entre las firmas, con un nivel de legibilidad diverso, pronto aprendió a reconocer la pedante rúbrica de Daggfeldt, la expansiva de Strand-Julén y la inclinada hacia atrás de Carlberger. Aparecían en los libros con bastante frecuencia, pero nunca juntas. Hjelm había retrocedido hasta el otoño de 1990, y estaba cada vez más convencido de que ninguno de los tres asesinados había jugado al golf en compañía de alguno de los otros cuando, de repente, descubrió el garabato pedante al lado de la firma expansiva. Un instante después también pudo identificar, descansando junto a los dos primeros, la firma inclinada hacia atrás.

Efectivamente, Daggfeldt, Strand-Julén y Carlberger habían jugado al golf juntos en una ocasión, los tres solos, algo que abría ciertas perspectivas interesantes. Lo comprobó con Chávez y, al parecer, la visita al campo de golf había tenido lugar justo después de una reunión de la junta directiva de MEMAB, el 7 de septiembre de 1990. Por raro que pudiera parecer, era el único partido de golf que los hermanos de la Orden de Mimer Daggfeldt y Strand-Julén habían jugado juntos. A pesar de que ambos formaban parte del núcleo duro del grupo rebelde que se hacía llamar Orden de Skidbladner, de que habían coincidido en no menos de ocho consejos de administración desde finales de los años setenta y pertenecían, además, al mismo club de golf, sólo habían jugado juntos una sola vez, y precisamente en esa ocasión, lo hicieron en compañía de la tercera víctima.

Resultaba bastante desconcertante.

– Tres hombres salen al campo de golf un día de otoño de 1990 -dijo Hjelm en voz alta-. Es la única vez que coinciden en el campo. Algunos años después, los tres están en la nevera, colocados allí por el mismo asesino en el transcurso de apenas una semana. ¿Qué significa eso?

Chávez dio una inspirada respuesta mientras seguía escribiendo en su ordenador:

– ¿Qué?

– No te lo vuelvo a repetir. Tu subconsciente lo ha oído.

Chávez dejó de escribir y se volvió hacia él. Debería llevar bigote, se sorprendió pensando Hjelm, y enseguida sintió cómo las viejas y mal enterradas preguntas de Grundström se removían en su interior.

– No significa una mierda. Posiblemente las conexiones son frecuentes en todos los segmentos de la vida empresarial.

– O quizás alguien a quien no le gusta el golf…

– Ahí está -dijo Chávez tranquilo mientras seguía escribiendo-. Misterio resuelto. Algún tipo que odia el golf estaba rondando por el campo de Kevinge un día de otoño de 1990, descubrió a tres arrogantes caballeros de clase alta pavoneándose en un green, decidió que a esos tres cabrones, precisamente a esos tres, los iba a matar uno tras otro, y luego esperó varios años antes de pasar a la acción. Pero una vez se puso en marcha, entonces sí que actuó con bastante celeridad.

– ¿Un caddie, quizá?

– Era una broma -dijo Chávez.

– Sí, ya lo sé -repuso Hjelm-. Pero si damos un pequeño giro a tu historia, suena de otra manera. Los caballeros llegan de una reunión de la junta directiva, se relajan charlando en el taxi de camino al club, y tal vez se toman una copa o dos en el bar. Están en su salsa y les brota a raudales la típica y odiosa verborrea de los hombres de negocios; sus lenguas viperinas disparan a diestro y siniestro. En resumen: unos hijos de puta. Las flores se marchitan a su paso. ¿Vale? Quizá el caddie llega un poco tarde o empieza cometiendo algún fallo, quién sabe, pero ellos le atacan a la primera, ponen a parir al pobre hombre o mujer -que también podría ser-, riéndose entre ellos, y durante el resto del partido le tratan fatal, como a una mierda. Puede que hubiera también acoso sexual. Todo repugnante, pero inevitable. Como de pasada, le meten tan profundo en la mierda que tarda años en levantarse de allí y recuperarse. Quizá el comportamiento de aquellos caballeros fuera una especie de, cómo se dice, catalizador de una reacción mucho mayor que en realidad ya se estaba produciendo. Quizá el ex caddie tuviera que pasar años ingresado en un psiquiátrico o algo así, y ahora, junto con los demás locos, le acaban de soltar por este afán, al parecer generalizado, de reducir gastos y aligerar las instituciones psiquiátricas públicas. Por fin ha podido reconducir su vida y ha comprendido qué fue lo que desencadenó la paranoia al principio. ¿Vale? Está más allá de la desesperación, todo le ha quedado clarísimo y empieza a eliminarlos uno tras otro. Simple, rápido y elegante. Una venganza expeditiva.

– Muy imaginativo -reconoció Chávez, que había dejado de escribir-. Y no del todo carente de interés.

– Voy a llamar -dijo Hjelm, y se puso a marcar un número.

– Aunque si tienes razón, significa que ya no habrá más asesinatos. Y no explica la bala rusa ni tiene en cuenta la pista financiera.

– Soy Paul Hjelm de la policía criminal nacional. ¿Con quién estoy hablando?

– Axel Widstrand -dijo una voz al otro lado del teléfono-, secretario del Club de Golf de Estocolmo. ¿Ha sido usted el que se ha llevado nuestros libros de visita? La verdad es que Lena no estaba autorizada para entregarlos. ¿Ha terminado ya de verlos?

– Yo le di autorización para entregármelos. Los jugadores, cuando salen a jugar una vuelta normal, ¿llevan caddie?

– La verdad es que quiero que me devuelva esos libros.

– ¿Tres de sus socios han sido asesinados en el transcurso de una semana y quiere que le devolvamos los libros? ¿En qué mundo vive usted?

– Uuups -se le escapó a Chávez-. Infracción del secreto profesional.

Hjelm sacó la edición de mediodía del Aftonbladet del cajón superior de la mesa y lo puso delante de Chávez. Los titulares vociferaban: «El Asesino del Poder vuelve a la acción. Tercer líder empresarial asesinado. El cadáver del director Nils-Emil Carlberger hallado por misteriosa mujer».

– ¿El «Asesino del Poder»? -soltó Chávez escéptico levantando el periódico por una esquina, como si estuviese empapado de viejos vómitos-. Recién nacido y ya bautizado…

– Pues quédate con el nombre, qué remedio… -dijo Hjelm áspero, y siguió al teléfono:

– Contésteme a la pregunta.

– ¿Caddies? -resonó el auricular con la voz del secretario del Club de Golf de Estocolmo-. A veces.

– ¿A veces?

– No es muy frecuente que los aficionados lleven un caddie en una partida de golf normal y corriente. Pero a veces ocurre.

– ¿Cómo se contacta con ellos?

– Normalmente los ponemos nosotros. Pero hay que solicitarlo con antelación.

– Si tres hombres juegan un partido, ustedes les pueden poner un caddie. ¿Es correcto?

– Como le he dicho: si lo solicitan con antelación. Nos lleva un par de horas buscar uno. Y en ese caso no uno, sino tres. Un caddie solo no puede cargar con los palos de tres jugadores, evidentemente.

A Hjelm se le ocurrió una idea.

– ¿Lena es caddie?

– ¿Lena Hansson? Lo ha sido. Ahora trabaja en la recepción, aquí dentro del club.

– ¿Estaba activa como caddie en septiembre de 1990?

Axel Widstrand, secretario del Club de Golf de Estocolmo, se calló durante un momento. Hjelm percibió un murmullo, como si tapara el auricular para hablar con alguien que estaba a su lado.

– Sí, es correcto. Lo dejó la temporada pasada.

– Ya que la tiene usted en sus rodillas, ¿por qué no le pregunta si recuerda si hizo de caddie la tarde en la que Kuno Daggfeldt, Bernhard Strand-Julén y Nils-Emil Carlberger estuvieron en el campo, el 7 de septiembre de 1990?

– Señor agente, es usted un sinvergüenza.

– Pregunte.

De nuevo un murmullo apagado.

– No -dijo Widstrand.

– ¿Y se acuerda de algo así?

– ¿Quiere algo más, agente?

– ¿Hay alguna marca en los libros de visita que indique si los jugadores llevan caddie o no?

– No. Los jugadores firman con su nombre y eso es todo. ¿Algo más?

– De momento, no -dijo Hjelm. Colgó y apuntó el nombre de Lena Hansson en su cuaderno.

La teoría del caddie solitario y acosado se esfumó con la misma rapidez con la que había surgido. Resultaba poco frecuente que se emplearan caddies, y si los caballeros, contrariamente a lo que cabía esperar, habían solicitado sus servicios, habrían sido tres y no uno. Aun así, subrayó el nombre de Lena Hansson. Si los asesinatos cesaban, volvería a hablar con ella.

– Escucha esto -dijo Chávez, sumergido en la lectura del periódico vespertino que ya no salía sólo por la tarde sino también por la mañana-. «Debe haber quedado fuera de toda duda que estamos ante la primera acción terrorista en toda regla ocurrida en Suecia en mucho tiempo. Ni siquiera durante la época de la Fracción del Ejército Rojo vimos nada parecido. En aquel entonces se limitaron a operaciones como la de Ebba Grön, cuando Norbert Kröcher pretendió secuestrar a Anna-Greta Leijon. [18] ¡Pero ahora el Asesino del Poder se dedica a ejecutar en serie a destacados hombres de negocios! Es posible que nos hallemos ante el peor crimen que jamás haya tenido lugar en Suecia; y lo único que está claro es que la policía se ha quedado de piedra sin saber qué hacer.» O sea -añadió Chávez mientras dejaba el periódico-, si no informamos a los periodistas, entonces no estamos haciendo nada.

– Se les ha olvidado el asalto de la embajada alemana [19] -dijo Hjelm-. Pero de eso no te acordarás, eres demasiado joven.

Jorge Chávez captó la mirada de Hjelm.

– Oye, Paul. Si te vas a empeñar en reconstruir anticuadas intrigas novelescas empleando unos métodos policiales igual de anticuados, o sea, que si no quieres aceptar que la clave de este caso es el trasvase de fondos a través de redes informáticas globales y sicarios profesionales que operan a nivel internacional (que sin duda son contratados a través de esas mismas redes), entonces necesitas analizar más de cerca a las personas, y no dejarte engañar por esos tópicos que acabas de soltar, tipo «odiosa verborrea de los hombres de negocios» y «flores que se marchitan a su paso». Al fin y al cabo, aquí estamos hablando de individuos.

– Un alegato muy conmovedor. ¿Y cuál es la sugerencia que se oculta tras esa preocupación por el honor perdido de esos caballeros?

– Pues que sabes muy poco de ellos. Ve a ver a Kerstin. Escucha sus cintas. Conócelos mejor.

Chávez volvió a la pantalla del ordenador. Hjelm estuvo un rato contemplando el aplicado trabajo de su compañero. Lo que veía era el nuevo tipo de policía, y por primera vez fue consciente del abismo que los separaba. No tenía nada que ver con el pasado de cada uno, claro, sino que se trataba de una profunda grieta generacional. Chávez estaba informatizado, era racional, libre de prejuicios, distanciado, entusiasta. Si su compañero representaba el futuro del cuerpo, entonces la policía no tenía de qué preocuparse. Quizá le faltaba un poco de alma y corazón, pensó Hjelm, pero se dio cuenta enseguida de que partía otra vez de una imagen estereotipada. Por un momento, le pareció que todo su mundo consistía en ese tipo de imágenes. ¿Y qué demonios se podía decir de su propia alma y de su propio corazón? Se sentía viejo. Lo que veía era simplemente una persona que era mejor policía que él mismo. Con pelo moreno y nombre hispano.

Mire dentro de su corazón, Hjelm.

Tenía que limpiar su mente de Grundström; eso también formaba parte de su misión.

Salió al pasillo y entró en el baño. Tenía un grano en la mejilla. Intentó explotárselo, pero no consiguió que saliera pus; en vez de eso la piel de alrededor se agrietó y empezó a desconcharse. Se mojó el dedo en agua y consiguió quitarse las escamas de piel. Luego volvió al pasillo, pasó de largo su propio despacho y se dirigió al despacho 303. Llamó a la puerta y entró.

Gunnar Nyberg estaba tecleando en el ordenador, un mamut dando cornadas a una nave espacial. El gigante parecía haberse equivocado de planeta.

Kerstin Holm estaba escribiendo en un pequeño portátil. Unos auriculares le tapaban los oídos. Paró el walkman que había al lado del ordenador y se volvió hacia Hjelm. Nyberg seguía tecleando, lento, torpe, a regañadientes, pero de una forma increíblemente tenaz. Hjelm pensó que estaba siendo testigo de uno de los rasgos fundamentales del carácter de Nyberg.

– Anda, una visita -dijo Kerstin Holm-. Qué raro.

– ¿Eso qué es? -preguntó Hjelm señalando con el dedo el portátil.

– ¿No te han dado uno? -replicó ella con sorpresa, y notó que la cara de Hjelm se ensombrecía.

Luego sonrió con suave ironía. Hasta ese momento, Hjelm no había pensado en ella como una mujer guapa.

– Es el mío personal -aclaró-. Es más rápido.

Durante tres segundos más, Hjelm se fijó en lo guapa que era: vestimenta negra y suelta, el pelo castaño desmelenado, los ojos despiertos aún más castaños, unas encantadoras arrugas incipientes, la eterna y pequeña sonrisa irónica, el inconfundible acento gotemburgués. Luego parpadeó para quitarse esas ideas de la cabeza y dijo:

– Me gustaría escuchar tus cintas.

– ¿Estás buscando algo en particular?

– No, nada en concreto. Sólo quiero hacer un intento para llegar a conocerlos un poco mejor. Evitar las imágenes estereotipadas, si es posible.

– Puede, puede que no -dijo Kerstin Holm señalando una verdadera torre de cintas de casete delante de ella, sobre la mesa-. Puede que bastantes de los estereotipos sean acertados.

– ¿Y tú qué piensas?

– Lo hablamos después, ¿vale? -dijo ella, y empujó la temblorosa torre de cintas por encima de la mesa en dirección a Hjelm.


Las cintas no estaban marcadas, de modo que Hjelm eligió una al azar y la introdujo en su flamante walkman recién adquirido. La voz de Kerstin Holm dijo:

– Conversación con Willy Eriksson, nacido William Carlberger, 14/8, 1963. 3 de abril. ¿Es usted, pues, hijo de Nils-Emil y Carlotta Carlberger?

– Sí. Aunque mi madre se llama ahora Eriksson, Carla Eriksson. Era su apellido de nacimiento.

– ¿Y ese apellido lo ha adoptado usted también? ¿Y también ha cambiado oficialmente su nombre de pila?

– Sí.

– Pero su hermano sigue llamándose Carlberger, Andreas Carlberger. ¿Hay alguna historia detrás de ese cambio?

– Pues no sé. Supongo que me siento más próximo a mi madre, simplemente.

– Usted es doctorando de Sociología en la Universidad de Lund. ¿Es marxista?

Willy Eriksson se rió.

– Si fuera así, sin duda no tendría necesidad de hacerme esa pregunta.

– ¿Había algún conflicto ideológico entre usted y su padre?

– Quizá pudiera llamarse ideológico, aunque hay que tener un poco de cuidado con el empleo del concepto de ideología. Lo que quiere saber, y supongo que es mejor que le ahorre el camino, es si yo odiaba al pobre Nils-Emil. La respuesta es no. No había odio.

– Ni odio ni dolor por su pérdida.

– Eso es.

– Hábleme de él. ¿Cómo era? ¿Se trataba del típico capitalista? Sociológicamente hablando.

– Con qué elegancia conduce la conversación a mi propio campo. Touché. Abre el pico al cabrón.

– Déjelo ya. Si realmente quiere acortarme el camino, entonces écheme una mano. Esto sólo nos roba un montón de tiempo que no nos sobra a ninguno de los dos.

– Si es que existe un «típico capitalista, sociológicamente hablando», entonces sí, creo que él lo fue, sí. Una infancia materialista y marcada por una excesiva disciplina con esporádicas visitas de una figura paternal autoritaria. Nada nuevo bajo el sol. Nada de abrazos. Tampoco nada de violencia física. Todo giraba en torno al dinero y su brillo. Andreas, yo y mi madre formábamos parte de ese brillo. Andreas algo más que yo, y yo algo más que mi madre. Ella era demasiado gris y anodina para brillar, por mucho que él la puliera; y yo, por mucho que busco unos rasgos reconciliadores, o al menos individuales, no los encuentro. Lo siento.

– Soy yo la que lo siente. ¿No tenía intereses un poco más originales que pudieran ofrecer otra imagen de él?

– La verdad es que yo también me he hecho esa pregunta. Cuando yo tenía diez u once años, un año antes del divorcio, con la casa convertida en un auténtico infierno, quise saber qué era lo que hacían en su fábrica. Él se rió y me contestó: «dinero». Supongo que yo esperaba que se ocultara algo gracioso, reconciliador si quiere, tras esa acumulación de dinero: condones u osos de peluche, o rascadores de espalda o mondadientes, lo que fuera; pero se trataba de un grupo exclusivamente financiero, de principio a fin. No hay mucho de cómico que digamos en el dinero.

Hjelm se cansó y adelantó la cinta un buen trecho. Vibró una voz femenina que dijo:

– Pero Kuno, ése sí que era un verdadero hombre de familia.

Hjelm rebobinó hasta el inicio de la conversación:

– Allô -chisporroteó una indolente voz masculina.

-Madame Hummelstrand, s'il vous plait [20] -dijo Kerstin Holm.

Durante un rato no percibió más que interferencias, hasta que muy lejos, al fondo, se oyó una enojada voz femenina: «Touche pas le téléphone! Jamais plus! Touche seulement moi-même!». [21] Al final esa misma voz dijo al teléfono enérgicamente:

– Allô!

– ¿Es usted Anna-Clara Hummelstrand, esposa de George Hummelstrand, director ejecutivo de la empresa Nimco Finans?

– ¿Quién pregunta?

– Kerstin Holm, de la policía criminal nacional, la llamo desde Estocolmo. Es por los asesinatos de Kuno Daggfeldt y Bernhard Strand-Julén.

– Bueno, bueno. ¿Así que una agentinne, n'est-ce-pas? [22]

-C' est peut-être le mot juste, madame [23] -replicó Holm con voz gélida-. Quiero informarle de que esta llamada está siendo grabada. Empiezo: conversación telefónica con Anna-Clara Hummelstrand en Niza, 2 de abril, 17.02.

– ¡Yuju! -soltó Anna-Clara Hummelstrand, y no fue hasta entonces cuando quedó claro que estaba bastante achispada-. On dit peut-être agentesse [24]

– Tal vez es mejor que la vuelva a llamar después de Lützen [25] -dijo Holm.

– ¿Después de qué?

– Cuando la niebla se haya levantado.

-Croyez-moi, une agentesse humouriste! -vociferó Anna-Clara Hummelstrand-. Tirée! Tirée, ma amie! Immédiatement! [26]

– De acuerdo, haremos un intento. ¿Es cierto que usted tiene una relación de amistad relativamente íntima con Ninni Daggfeldt y Lilian Strand-Julén?

– Todo lo íntima que pueda ser. Intercambiamos información sobre nuestras visitas al ginecólogo. Así se define el grado de profundidad de la amistad femenina. Tout à fait.

– ¿Ellas se conocen?

– ¿Ninni y Lilian? No directamente, una intenta mantener separadas a sus amistades, à ma honte [27] Para que no tengan ocasión de juntarse e intrigar. Pero se conocen por los cotilleos, claro.

– ¿Y los esposos?

– Bueno, ninguna de mis queridas amiguitas lo ha tenido fácil, las pobrecillas. No supieron meter en cintura a sus señoriítos, como yo. La situación de Lilian era bien conocida por todos. El capitán Bernhard y sus grumetes, ya me entiendes. Si ella le ha quitado de en medio, tiene mi pleno apoyo. Lilian se había ido de casa con el pleno apoyo de él, aunque el divorcio era algo que estaba, como ella siempre decía, «out of the question». Ya sabemos lo que pasó con nuestra querida Johanna. Además era un arreglo que le convenía a Bernhard. Pero Kuno, ése sí que era un verdadero hombre de familia. Ni una sola aventura que yo sepa, y lo que yo no sé no merece la pena saberlo, que lo sepas, ma petite. En cambio, trabajaba una barbaridad. Más que Bernhard, de eso estoy bastante segura. Apenas pasaba por casa.

– ¿Aun así tenía tiempo no sólo para jugar al golf sino también para formar parte de una orden?

– Bueno, lo de la Orden de Hugin o de Mumin, [28] o como sea que se llame, ¿no te parece una monada? George también es miembro. Me ha contado sus rituales, cómo se visten con máscaras de dioses nórdicos y unos abrigos muy raros, y se entregan a auténticas bacanales. Hace mucho que no se entrega a una bacanal conmigo, te lo aseguro. Ahora me las tengo que apañar yo misma. Pas vrai, Philippe? Dice que sí con la cabeza. Pero al fin y al cabo creo que consideran tanto el golf como la orden como un trabajo; si no me equivoco, el bueno de George, mi querido caballero andante, mi propio matadragones, incluso lo computa como horas de trabajo.

– ¿Ha oído hablar a George acerca de algo que se llama la Orden de Skidbladner?

– ¡No, Dios mío! ¡Suena horripilante!

– ¿Cómo se enteró de las muertes de Daggfeldt y Strand-Julén?

– Mi marido me llamó anoche. Me pareció un poco alterado, mon grand chevalier.

– ¿Tenía negocios en común con ellos?

– Yo nunca me he interesado por los negocios de George. Mientras haya dinero en la cuenta estoy feliz. Horrible, ¿a que sí? Debo de ser el típico objeto de odio para luchadoras feministas como usted, señorita Holm. Pero bueno, ahora veo que mi querido Philippe se está preparando para otras actividades. Señorita Holm, ¿ha visto usted alguna vez una magnífica polla gala de color oliva empalmarse desde un estado de absoluta flacidez hasta otro de perfecta rigidez en el transcurso de un maravilloso minuto de un lento y prolongado crecimiento económico? Le aseguro que afecta a la capacidad de una para mantener conversaciones con mujeres policía de Suecia. Mais Philippe! Calmons!

La conversación se interrumpió. Hjelm escuchó el suspiro de Kerstin Holm. Luego volvió el mismo chisporroteo telefónico al fondo, tras la voz de Holm:

– Continuación, Niza, 3 de abril, a las 10.52.

– Encoré -dijo una Anna-Clara Hummelstrand enormemente apagada.

– ¿Conoce usted a una tal Nancy Carlberger?

– ¿Nancy? Una pequeña ciudad maravillosa en Lorraine…

– ¿Está usted despierta, señora Hummelstrand?

– Peu à peu. ¿Nancy Carlberger? ¿La zorrita de Nils-Emil? La he visto en un par de ocasiones. No nos caímos demasiado bien. ¿Qué pasa? ¿Nils-Emil también se ha ido al otro barrio?

– Fue asesinado anoche. Quiero puntualizar que esta información, de momento, es confidencial.

– Mon dieu! Esto empieza a parecerse a Diez negritos. ¿Han hablado con el servicio? ¿El mayordomo?

– La verdad es que estamos intentando localizar a la mujer de la limpieza.

– Ésa será Sonya, la pobre. Limpia en la mayoría de los chalets de la parte baja de Djursholm. ¿Fue ella quien se lo encontró? En cualquier caso, no le ha matado, eso se lo puedo garantizar. No he visto jamás una cosa más asustadiza y tímida desde que salvé la vida de un aguzanieves en mi infancia, tan tristemente extinguida. Åke, se llamaba, Åke Aguzanieves. Muy inocente todo. Ay, la de pájaros que han pasado por mi vida desde entonces…

– ¿Sonya limpia en su casa?

– No, nosotros tenemos a otra persona, una turca que lleva ya muchos años con nosotros. Iraz. Iraz Efendi. No, Sonya es negra. De Somalia, creo. Dudo que tenga sus papeles en regla. Aunque de eso no he dicho nada oficialmente.

– ¿Limpiaba en casa de los Daggfeldt o de los Strand-Julén?

– No, se movía sólo por Djursholm. Ya sabe con qué rapidez se difunde por un barrio el rumor de que hay una limpiadora buena, barata y honrada. No intente decirme que no lo sabe.

– ¿Y no conoce el nombre completo de Sonya, ni dónde vive?

– No, pero eso lo sabe Nancy, claro. Por cierto, ¿Por qué se empeña en llamarme a mí a todas horas? Espero de verdad que George no corra ningún peligro… Hablando de eso, supongo que ayer dije algunas cosas un poco estúpidas. Confío en que usted borre todo lo que no tenga que ver con el caso. Ya sabe, George…

– ¿Se refiere usted a este pasaje? Cito: «Señorita Holm, ¿ha visto usted alguna vez una magnífica polla gala de color oliva empalmarse desde un estado de absoluta flacidez hasta otro de perfecta rigidez en el transcurso de un maravilloso minuto de un lento y prolongado crecimiento económico?».

– Pero bueno, ¡qué criatura más pecadora! -exclamó la señora Hummelstrand divertida, y siguió-: ¿Se ha masturbado pensando en el imponente órgano de Philippe? ¡Vergüenza le debería dar!

Hjelm tuvo suficiente. Aun así, mientras cambiaba la cinta, no pudo quitarse del todo de la cabeza la idea de Kerstin Holm masturbándose con el imponente órgano de Philippe en su mente. Estaba sola en su despacho. La noche había caído sobre el edificio de la policía. Con las piernas separadas y levantadas a ambos lados de su portátil, se había bajado un poco los pantalones negros. La mano se movía lenta y metódicamente de arriba a abajo por debajo de la cinturilla de las bragas. Sus ojos oscuros estaban velados cuando de repente los abrió de par en par echando la cabeza hacia atrás y emitiendo un sonido gutural medio ahogado.

No soy más que un crío, pensó Hjelm, y dejó que la ligera erección le bajara mientras sonaba la clara y desafiante voz de una niña adolescente en sus oídos.

– ¿Y tú qué crees? Me llamaban de todo: Mini, Medi, Maxi. Maxi-profunda. Maxi-cachonda. Claro que había nombres hippies, joder; yo tenía una compañera de clase que se llamaba Ängel, Ängel Jakobsson-Flodh, viejos hippies que habían montado una comuna de lujo en Danderyd para mantener vivo el sueño; al lado de la empresa informática, claro. ¡Pero, joder, nadie tenía nombre de barco! ¡Se dan nombres de mujer a los barcos pero no se dan nombres de barco a las mujeres, por Dios!

– ¿Odiabas a tu padre por haberte dado un nombre así?

– Durante la pubertad, sí. Ahora me parece bastante guay.

– ¿Odiabas el barco?

– La verdad es que nunca he odiado el barco. Era la única vez que mi padre nos dedicaba su tiempo. Se volvía loco, organizando y arreglándolo todo para que estuviésemos a gusto. Es verdad que mi madre pasaba todo el tiempo vomitando, y las cosas podían descontrolarse bastante, pero Marre y yo nos escabullíamos para jugar al juego de las adivinanzas.

– ¿Pegaba a tu madre?

– No lo sé.

– ¿No lo sabes?

– No. Se llevaba una decepción bestial cuando veía que sus esfuerzos no tenían resultado con mi madre. Armaban unas broncas que no veas, y nosotros nos retirábamos a algún rincón del barco, o de la isla donde habíamos amarrado, o bajo el edredón, y jugábamos a nuestros juegos.

– ¿Cómo te sientes ante la muerte de tu padre?

– La verdad es que he llorado bastante, o sea…

Hjelm adelantaba y rebobinaba la cinta, pensando en la imposibilidad de llegar a comprender la vida de otro. ¿Qué es lo que gobierna la vida de una persona? ¿Qué es lo que crea todos esos vínculos entre las personas?

En su temprana juventud había hecho el amor con una chica mayor con un perfil algo progre-hippie de nombre Ylva Jakobsson-Flodh, y ahora se le ocurrió, en su desconcierto, que la tal Ängel podría haber sido su hija.

Todo se extendía como círculos en el agua.

Volvió a cambiar de cinta arbitrariamente.

Escuchaba sin descanso, asombrado del celo de Kerstin Holm. Desfilaron ante él, en una corriente interminable, secretarias, miembros de la familia, empleados.

Ahora un hombre estaba hablando con una especie de medio acento de Gotemburgo:

– ¿Es usted de Gotemburgo? ¿Entonces supongo que conoce bastante bien Landvetter?

– Sí, bastante -dijo Kerstin Holm distraída-. ¿Cómo es que Willy ha cambiado de apellido y usted no?

– Bueno, no tengo nada en contra de Carlberger. Tiene cierta… clase. A William le afectó el divorcio más que a mí. Él sólo tenía doce años; yo, al fin y al cabo, tenía quince. Nos fuimos a vivir con mi madre y recibimos una educación radicalmente distinta a la de antes. Desde Djursholm hasta Danvikstull, de una punta de Estocolmo a otra, por decirlo de alguna manera. Menos mal que yo ya estaba formado. William era más receptivo. Además, pronto logró convertir sus problemas personales en un conflicto ideológico. Lo que llaman «proyección», creo; una forma de sobrevivir.

– ¿Cuál fue su reacción cuando se enteró de la muerte de su padre?

– No sé. Perplejidad. No todos han tenido un padre que ha sido eliminado por la mafia rusa.

– ¿Por qué menciona a la mafia rusa?

– Es lo que ponía en el GT. Leí los vespertinos durante el vuelo. En el Aftonbladet había algo sobre la Fracción del Ejército Rojo. Y en Expressen decían que era la mafia siciliana. ¿Qué se supone que debo creer?

Hjelm paró la cinta y durante un rato contempló a Chávez, que estaba trabajando afanosamente. Ya había empezado a oscurecer.

Luego decidió que la próxima cinta sería la última. La introdujo y Kerstin Holm dijo:

– Conversación con Rickard Franzén, 12.16 del 3 de abril.

– Quiero que se oiga también en la cinta -dijo el retirado juez Rickard Franzén con brusquedad- para que quede perfectamente clara mi opinión al respecto. ¿Cómo se atreve usted, bella dama, a presentarse aquí después de lo que le hicieron a mi hijo anoche?

– Lamento de verdad lo sucedido, pero usted tal vez podría habernos informado de que tenía un hijo, que disponía de llaves de la casa y que podía darse el caso de que se presentara en mitad de la noche con blancos anillos de cocaína en torno a la nariz.

– Jamás hubiera podido imaginar que…

– La primera pregunta: uno de los miembros de la Orden de Mimer que no formaba parte de la Orden de Skidbladner se llama George Hummelstrand. ¿Le conoce?

– ¿George? Claro que sí.

– ¿Cuál fue la postura del señor Hummelstrand respecto a la formación de esa nueva orden?

– No del todo positiva. ¿Quiere decir que siguen investigando la pista de la orden? ¿A pesar de Carlberger?

– ¿Cómo sabe usted eso? Aún no es oficial.

– ¡Tengo mis canales, maldita sea! ¡Esa pista está muerta y bien muerta!

– Hábleme de Hummelstrand.

– Estaba bastante alterado. Para él, los estatutos de la Orden de Mimer eran la ley absoluta. Y nosotros unos traidores. Él pertenecía a ese pequeño grupo hostil que me hizo creer en su sospecha de que yo podía ser la próxima víctima.

– Más nombres.

– Oscar Bjellerfeldt, Nils-Åke Svärdh, Bengt Klinth, posiblemente Jacob Ringman.

– ¿De qué iba todo ese enfrentamiento en realidad?

– Detalles en los ritos. Alto secreto. Sobre todo para una mujer.

– ¿Es verdad que el entonces inspector de la policía criminal Jan-Olov Hultin, durante su época en la brigada de estupefacientes de la policía de Estocolmo, en el año 1978, detuvo a Rickard Franzén júnior por posesión y tráfico de drogas, y que Hultin se empeñó más que nadie hasta que logró, a pesar de una masiva oposición, que lo arrestaran y lo metieran en prisión preventiva, y que su hijo fue condenado por el Tribunal de Primera Instancia y absuelto por el Tribunal de Apelaciones donde usted, en aquel entonces, ocupaba el cargo de juez?

– ¡Le aseguro que yo no fui el juez del caso de mi propio hijo!

– Nadie ha dicho eso. ¿Es también verdad que Hultin fue trasladado a la policía del distrito de Huddinge después de aquello?

Durante un instante se hizo el silencio. Hjelm pensó en agresivos cabezazos que rompían cejas. La voz de Franzén se oyó débilmente de nuevo.

– No veía yo a Hultin como un chivato… Bueno, se trataba de un caso clarísimo. Mi hijo fue absuelto. Las pruebas eran deficientes.

– Hultin no se chivó. He repasado el caso yo misma y hay algunas cosas raras. Desde entonces, Rickard júnior ha sido detenido en una decena de ocasiones para luego ser soltado enseguida.

Se oyó un chirrido y luego el sonido de la grabación se distorsionó. Acto seguido, el juez pronunció con una voz aguda, temblorosa y completamente grotesca:

– Creo que tendrá que empezar a buscarse un nuevo trabajo, señorita. Yo conozco uno muy apropiado.

– Haga el favor de soltar el magnetófono, señor juez -dijo Kerstin Holm tranquila.


Hjelm llamó a la puerta y entró. Nyberg no estaba. Holm permanecía en su sitio, escuchando cintas y escribiendo en su pequeño ordenador portátil. El despacho estaba a oscuras. Kerstin Holm levantó la vista y se quitó los auriculares.

– ¿Y? -dijo más o menos con la misma voz con la que había pronunciado las palabras: «Haga el favor de soltar el magnetófono, señor juez», unas cuantas horas antes. Era tarde.

Hjelm depositó encima del escritorio de Holm el montón de cintas mientras hacía un gesto de ligera resignación con la cabeza.

– Muy complicado y un poco desalentador -dijo-. Pero Franzén fue una bonificación muy grata e inesperada…

– Quizá fue estúpido por mi parte…

– Te fuiste allí para darle un buen susto…

– Lleva tantos años aprovisionando a ese hijo suyo con dinero para comprar droga y le ha sacado tantas veces de los calabozos que se ha convertido en una broma en los pasillos de la prisión; por el de los suspiros no pasará nunca más, por lo visto.

Hjelm se sentó en el borde de la mesa. «El pasillo de los suspiros» era el pasaje subterráneo entre el edificio de la policía y los juzgados por el que los presos han caminado cabizbajos durante casi un siglo.

– Menudo trabajo el que has hecho, ¿eh? -dijo él.

– ¿Llegaste más allá de las imágenes estereotipadas? -preguntó ella.

– Nunca me he sentido tan alejado de otras personas…

– Entiendo lo que quieres decir. Siempre surgen pistas, detalles que hay que investigar, como nuevos brotes que salen de los tallos. Pero los tallos permanecen intactos. Quizá un ser humano no consiste más que en un manojo de pistas y conexiones exteriores. ¿Qué es lo que realmente sabemos del otro?

– Por lo menos es todo lo que nos queda…

Kerstin Holm apagó el ordenador, se estiró y dijo a través de la oscuridad:

– Tienes un grano en la mejilla.

– No es un grano -dijo Hjelm.

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