17

Viggo Norlander se encontraba en un almacén del puerto franco, esperando.

Esperar, pensaba. Esperar a la espera. Esperar la espera de la espera. Esperar la espera de la espera de la espera.

En otras palabras, estaba un poco cansado.

Le apetecía cada vez menos ponerse los guantes de seda. Ya tenía preparado otro tipo de guantes.

Los guantes de mano dura.

Ya era hora de que pasara algo, pensó. Estaba infinitamente cansado de todo el papeleo y de las conversaciones telefónicas con arrogantes oficiales de la Interpol, reacios policías ex soviéticos y aduaneros quemados. Ya había esperado suficiente.

Había forzado la puerta del pequeño despacho del almacén con una ganzúa y ahora estaba agachado, oculto tras un armario. Llevaba tres horas allí; caía la noche. Estaba harto y furioso.

Pronto iba a cambiar el ritmo de los acontecimientos.

Norlander mantuvo viva su ira pensando en Arto Söderstedt, ese jodido finés que venía de algún pueblo perdido en el bosque y despreciaba todo en lo que creía Norlander. Era obvio que tenía que entrar dinero para que se pudiera repartir. Si algunos suecos tienen beneficios, entonces es por el bien de todos los suecos. Así de sencillo.

Alimentaba su ira pensando también en su condenado nombre: Viggo, ¡por Dios!, Viggo el maldito vikingo. La única herencia del marinero y trotamundos danés que por alguna misteriosa razón había llegado a ser su padre. Una expeditiva eyaculación en el útero de una hambrienta mujer y adiós muy buenas. Ninguna responsabilidad. Nada de nada. Como Söderstedt, pensó. Exactamente igual.

O sea, sus pensamientos denotaban cierta turbación.

Una vez, cuando era joven, había intentado aclarar el tema de su abominable nombre. Se remontaba al siglo XIII, cuando el gran historiador de los daneses Saxo Grammaticus creó la versión latina de la palabra danesa «vig», batalla, y dio ese nombre a uno de los hombres del rey Rolf Krake.

Viggo, siervo leal de Jan-Olov Krake, pensaba confuso Norlander cuando se abrió la puerta y entró un hombre en chándal que llevaba el pelo recogido en una coleta. Se sentó delante del escritorio a unos pocos metros de donde se hallaba Norlander, que tardó unos segundos en asegurarse de que venía solo.

Luego se lanzó sobre el individuo y le golpeó la cabeza en la mesa.

Una, dos, tres, cuatro veces.

Acto seguido le agarró bien por la coleta, le metió el arma reglamentaria en la oreja y le espetó:

– Querido Strömstedt. Tres segundos por tus contactos en la mafia rusa. Si no, eres hombre muerto. Uno. Dos.

– ¡Espera, espera! -gritó el individuo-. ¿Quién coño eres?

– Tres -dijo Norlander y le disparó en toda la oreja.

Hizo clic.

– La próxima es con bala -espetó Norlander-. ¡Rápido, joder!

El hombre temblaba como un flan en sus manos. Tiritaba en lo más profundo de su tenebrosa alma, pensó Norlander con la mente tan cargada de tópicos como de adrenalina. Y siguió por el mismo camino:

– Un envío de vodka estonio de sesenta grados desde Liviko con destino a ti, mi querido Strömstedt, fue confiscado por la aduana hace un par de meses. ¿Quién te lo envió?

– Yo sólo soy un intermediario -tembló el querido Strömstedt-. ¡Que ya lo he contado todo, joder! ¡No sé nada!

– Es que ahora hay otras cosas en juego. Cualquier denuncia de brutalidad policial que consigas redactar va a ir directamente a la papelera. ¿Entiendes? Máxima prioridad. Seguridad nacional. Suelta todo lo que sabes. Ahora. La bala está en la recámara.

– ¿Quién coño eres? ¿Harry el Sucio?

Norlander se la jugó y destrozó el ordenador de Strömstedt de un tiro.

– ¡Joder! -aulló éste revolviéndose.

Norlander le retorció la coleta hasta que sintió cómo las raíces empezaban a despegarse. Strömstedt gritó a pleno pulmón:

– ¡Igor e Igor! ¡Eso es todo lo que sé! ¡Vienen a buscarlo ellos mismos!

– O sea, ¿Igor e Igor son tus contactos de la mafia rusa? ¿Es correcto?

– ¡Sí, sí! ¡Joder! Es todo lo que sé!

– He hecho mis deberes -dijo Norlander-. Hablas ruso. Sabes lo que esos Igor e Igor hablaban entre ellos. ¡Necesito más!

Norlander bajó la pistola y la dirigió hacia la mano del hombre, posada sobre el escritorio.

– Un poco más, por favor -añadió Norlander y disparó.

La bala pasó entre el dedo corazón y el dedo anular, chamuscándole la piel. Strömstedt gritaba cada vez más desesperado.

– ¡Los de Gotland! -aulló.

– Sigue -insistió Norlander moviendo la boca de la pistola hacia la muñeca del hombre.

– ¡Los contrabandistas de inmigrantes! ¡Los de Gotland! ¡Pertenecen a la misma banda! ¡No sé más, lo juro! ¡Hablaban de Gotland y de lo torpes que habían sido los tipos de allí!

Viggo Norlander levantó al hombre por la coleta, le esposó las manos por la espalda, le metió en el primer armario que vio, lo atrancó y lo dejó encerrado allí dentro. Oyó cómo llovían las maldiciones contra la puerta cerrada.

Le pareció que eran pronunciadas con acento de finés suecoparlante.

Una barrera…, pensó Norlander mientras, pisando a fondo, salía del puerto y recibía luz verde de Hultin por el móvil para ir directo al aeropuerto de Arlanda.

Una barrera se había roto en su interior.

Ahora se van a enterar, joder.


Viggo Norlander tenía cuarenta y ocho años, estaba divorciado y no tenía hijos. End of story. La mancha calva de su coronilla hacía mucho que había adquirido su forma definitiva; no así su barriga, que seguía creciendo poco a poco. No era gordo, pero estaba demasiado gordo.

No había ni un solo borrón en su expediente. Tampoco muchas más cosas, a decir verdad. Siempre había sido un policía ejemplar, aunque quizá no demasiado hiperactivo, y sus únicas guías en el viaje por la vida habían sido el reglamento de la policía y el Código Penal. Siempre había creído en los métodos legítimos y en el lento pero implacable molino de la justicia.

Su existencia se había estancado y, al igual que la calva, había adquirido su forma definitiva hacía ya mucho tiempo. Se trataba de un estancamiento muy consciente, pues su esencia consistía en lo cuadriculado, lo correcto, lo legítimo, aquello que se podía plasmar en negro sobre blanco. Siempre había pensado que todos los demás eran más o menos como él: trabajadores que no hacían trampa con las bajas y pagaban sus impuestos sin rechistar; en fin, que iban tirando, se conformaban con el reglamento universal y mantenían un estado de ánimo más o menos aceptable, sin altos ni bajos.

El resto era chusma y había que sacarla de la calle.

En el mundo de Norlander, todos los ciudadanos respetuosos con la ley sabían intuitivamente quién era gentuza y quién no; y, por supuesto, agradecían los esfuerzos de Norlander por sacarla de la calle.

Fuera lo que fuese lo que encontrara en su trabajo diario en la policía criminal de Estocolmo, conseguía mantener unas claras y nítidas directrices en sus tareas y en su vida. Siempre había estado bastante contento tanto consigo mismo como con la policía en general. A pesar de las ocasionales bajadas -y las subidas, igual de ocasionales-, las cosas avanzaban en buena dirección y al ritmo adecuado, o sea, bastante pausado: crecimiento, progreso, desarrollo. La sociedad era un valor cuya cotización aumentaba de forma lenta pero estable.

Norlander tenía un carácter sosegado.

Nunca habría podido precisar con exactitud cuándo se produjo la primera grieta en la fachada, ni tampoco por dónde se rompió finalmente la muralla.

No reconocería la existencia de una grieta ni bajo tortura, porque esa grieta no existía en su mundo imaginario. Pero se hacía patente en sus actuaciones.

Cuando paseaba envuelto en la bruma matutina a lo largo de la muralla medieval de Visby, en la isla de Gotland, la confianza todavía estaba ahí. El reflejo de una fe. El rastro de días pasados que todavía no se había borrado. Lo que había hecho y lo que estaba a punto de hacer resultaba necesario. No más crímenes sin resolver como el asesinato de Olof Palme. El estado de derecho, pensó. La confianza. La responsabilidad social. Daggfeldt, Strand-Julén, Carlberger. Había que pararlo ya. Él mismo se encargaría de eso.

Defendía lo más importante de todo.

Aunque no sabía decir exactamente qué es lo que era.

Tras un largo paseo por un Visby casi desierto, rodeado por la muralla pero también por una especie de neblina matinal mediterránea, llegó a la comisaría. Eran las siete y media de la mañana del 6 de abril.

Entró y le mostraron el camino a los calabozos. Allí se encontró con un oficial al mando que rondaría su misma edad. Enseguida uno reconoció en el otro al policía que llevaba dentro. Ése era el aspecto que tenía el Policía Sueco con mayúsculas.

– Norlander -se presentó Norlander.

– Jönsson -respondió Jönsson con una extraña mezcla de acentos de Escania y de Gotland-. Vilhelm Jönsson. Le estábamos esperando. Pesjkov está a su disposición cuando quiera.

– Doy por descontado que ha entendido la importancia de la investigación. No hay nada más importante en el país ahora mismo.

– No se preocupe, me ha quedado bien claro.

– ¿Cómo es? ¿Habla inglés?

– Afortunadamente sí. El tipo es un viejo marinero internacional. Supongo que habría sido inoportuno que asistiera un intérprete. Si es que he entendido bien…

– Estoy seguro de que sí. ¿Dónde está?

– En un cuarto insonorizado, según lo convenido. ¿Vamos?

Norlander asintió con la cabeza y Vilhelm Jönsson le condujo por varios pasillos, buscó a un par de agentes de guardia en la sala de descanso y bajaron todos al sótano. Los cuatro se detuvieron ante una puerta de hierro, pintada de gris y con mirilla. Jönsson aclaró la voz y dijo:

– Tal y como nos ha explicado, por razones de confidencialidad de la investigación no podemos participar en el interrogatorio, pero nos quedaremos vigilando aquí fuera. Aquí está la alarma. Pulse el botón y entraremos en un segundo.

Norlander recibió una pequeña cajita con un botón rojo. Se la metió en el bolsillo y dijo tranquilamente:

– Miren lo menos posible. Cuanto menos sepan de esto, mejor. De esta forma, las posibles quejas o denuncias pueden dirigirse directamente a la DGP. Es mejor así.

Le dejaron entrar en el cuarto. Una mesa, dos sillas, paredes acolchadas. Nada más. Aparte de un hombre menudo vestido de presidiario que estaba sentado en una de las sillas, de cara afilada y bíceps delgados. Músculos de marinero, nervudos y fuertes, pensó Norlander mientras evaluaba la posible fuerza de resistencia que podía esconder el individuo: en el cuerpo, por lo menos, no mucha. El hombre se levantó y saludó cortésmente a Norlander.

-How do you do, sir? [29]

-Very brilliant, please [30] -chapurreó Norlander, que dejó un cuaderno y un bolígrafo encima de la mesa y se sentó-. Sit down, thank you. [31]

La conversación continuó, no sin una cierta confusión lingüística. Norlander siguió chapurreando el mismo pobre inglés:

– Vamos al grano, señor Alexej Pesjkov. En plena tormenta invernal, usted y su tripulación soltaron a ciento doce refugiados iraníes, kurdos e indios en dos balsas inflables a centenares de metros de la costa de Gotland para luego regresar con el barco pesquero a Tallin; sin embargo, un guardacostas de la vigilancia costera consiguió apresar su barco antes de que abandonara aguas suecas.

-Very straight to the point [32] -dijo Pesjkov. Norlander, al replicar, intentó imitar el tono frío de Hultin, pero la ironía no era su fuerte y el intento dejó bastante que desear:

– Necesito información acerca de los asesinatos en serie que se han cometido contra empresarios suecos en Estocolmo estos últimos días.

Alexej Pesjkov se quedó boquiabierto. Cuando consiguió volver a cerrar la boca soltó:

-You must be joking [33]

-I am not joking [34] -replicó Norlander, manteniendo la tranquilidad-. Si no me da la información que quiero, tengo potestad para matarle aquí y ahora. Estoy especialmente entrenado para eso, ¿entiende?

-I'm not buying this [35] -dijo Pesjkov mientras observaba el ligero sobrepeso de Norlander; al mismo tiempo, la absoluta y fría resolución del policía le hizo dudar. Norlander siguió imparable:

– Sabemos que usted forma parte de una banda criminal de origen ruso-estonio bajo el mando de un tal Viktor X y que un par de contrabandistas de alcohol que se hacen llamar Igor e Igor pertenecen al mismo grupo. ¿Correcto?

Pesjkov permaneció callado, pero en sus ojos apareció una mirada de alerta.

– ¿Correcto? -repitió Norlander.

Pesjkov seguía en silencio.

– Este cuarto está insonorizado. Nada de lo que ocurra aquí dentro se oirá fuera. Mis poderes no tienen límite y me han sido otorgados desde las más altas instancias. Quiero que lo entienda y que reflexione bien antes de contestar. Su bienestar depende de la próxima respuesta.

Pesjkov cerró los ojos como si estuviera convencido de sufrir una pesadilla. El tipo era bien distinto a esos policías suecos relativamente inofensivos con los que se había topado hasta ahora. Tal vez descubrió el destello de algo terrible en los ojos de Norlander, aquello que esconde una persona que acaba de traspasar una frontera absoluta, un punto de no retorno. Quizá había visto ese destello antes.

– Éste es un país democrático -dijo tímidamente.

– Sí, claro -replicó Norlander-. Y seguirá siéndolo. Pero todas las democracias tienen que defenderse alguna vez con medios no democráticos. Toda defensa está construida de un modo antidemocrático. Ésta, sin ir más lejos, es una ocasión en la que queda muy patente.

– Llevo dos meses aquí. No sé nada de ningún asesinato en serie en Estocolmo. Lo juro.

– ¿Viktor X? ¿Igor e Igor? -insistió Norlander con idéntico tono; por alguna razón, se había dado cuenta de que resultaba importante mantenerlo.

Alexej Pesjkov calculaba los riesgos. Norlander vio claramente que estaba reflexionando sobre su propia muerte y la mejor forma de posponerla el máximo tiempo posible. Lo dejó a su aire, pero al mismo tiempo aprovechó para quitar el seguro de la pistola que llevaba en el bolsillo. El ruido de la maniobra resonó entre las cuatro paredes. Pesjkov inspiró profundamente y dijo:

– Fui marinero en rutas internacionales durante toda la época comunista. Me mantuve alejado de la KGB y la GRU cambiando de identidad con mucha frecuencia. Conseguí reunir suficiente dinero como para, cuando cayó el régimen, comprarme mi propio barco pesquero. Durante poco más de un año fui un pescador rusoparlante de Tallin normal y corriente, una persona algo oprimida pero libre. Quizá se pueda decir que aquel año fue nuestro único año libre, luego entraron otros poderes en juego. Contactaron conmigo unos protectores anónimos. Al principio sólo se trataba de dinero, de pagar para que mi barco no se incendiara o explotara. El habitual negocio de protección. Sin embargo pronto empezó a cambiar. Me ordenaron encargarme de… transportes de ese tipo. Éste, el que hacía cuando me descubrieron, era el tercero. Hay decenas de miles de refugiados desesperados en la vieja Unión Soviética que no tienen otra cosa que hacer que esperar a que alguien se lleve su dinero. Yo nunca he estado ni siquiera cerca de la cúpula, Viktor X no es más que un nombre, un mito. Mi contacto era un estonio de nombre Jüri Maarja. Tengo entendido que él está próximo a Viktor X. No he oído hablar nunca de Igor e Igor, pero a la banda les sobran contrabandistas, de alcohol o de lo que sea.

La locuacidad de Pesjkov asombró a Norlander, aunque mantuvo la compostura.

– ¿Direcciones, sitios de contacto? -dijo tranquilamente.

Pesjkov negó con la cabeza.

– Se mueven todo el tiempo.

Norlander contempló a Pesjkov durante un buen rato. No llegó a aclarar si el hombre era víctima o delincuente, o tal vez las dos cosas. Golpeó la mesa con el cuaderno, se guardó el bolígrafo en la pechera y dijo:

– Ahora voy a viajar a Tallin. Si resulta que un solo detalle de lo que ha contado es erróneo o no me lo ha dicho todo, volveré. ¿Entiende lo que quiero decir?

Pesjkov permaneció callado con la mirada fija en la mesa.

– Última oportunidad para cambiar o añadir algo -dijo Norlander antes de levantarse.

– Eso es todo lo que sé -repuso Pesjkov resignado.

A Viggo Norlander se le ocurrió tenderle la mano a Alexej Pesjkov. El pescador ruso-estonio se levantó con suma desgana y se la estrechó.

– How do you do, sir? -dijo Norlander.

Nunca olvidaría la mirada que le echó.


Tallin era una ciudad de locura.

Eso pensó Viggo Norlander quince minutos después de llegar.

No cambiaría de opinión.

Tuvo problemas para conseguir un coche de alquiler en el aeropuerto.

Al final se lanzó al caótico tráfico de la tarde buscando el camino mientras luchaba con un plano turístico escrito en inglés. Llegó al casco viejo, a la parte alta de la colina, y estuvo dando vueltas como atrapado en un laberinto medieval. Siempre iba a parar a la antigua muralla de altas y grandiosas torres de defensa, así que le daba la sensación de que todavía se encontraba en Visby.

Pero en realidad, la ciudad le resultaba completamente anónima, un decorado teatral que servía de fondo a su determinación. Letreros de calles, señales de tráfico, anuncios; todo en una lengua desconocida. Como en una película. Era un perfecto extraño y quería seguir siéndolo. Todo debía permanecer anónimo, al igual que un decorado teatral. Nada debía robar su atención. Norlander sentía como si una sangre nueva circulara por sus venas. Éste era su destino. Toda su vida no había sido más que un tiempo muerto en espera de este momento.

Por fin encontró el moderno edificio de la policía, aparcó en prohibido y entró. Llegó a la recepción, un pequeño recibidor donde los tonos grises de la vieja burocracia soviética luchaban en vano contra la moderna decoración occidental. El guardia, de la misma forma, adoptaba una actitud tanto servicial como de rechazo, en una extraña mezcla que Norlander nunca había visto antes. Quizá en otras circunstancias se hubiese asombrado. Ahora sólo mostraba resolución.

– El comisario Kalju Laikmaa -chapurreó por tercera vez en su pobre inglés-. Me espera.

– No veo ningún policía sueco entre las visitas autorizadas -dijo el joven guardia inflexible, aunque a la vez lamentándose-. Lo siento -añadió por tercera vez.

– Llámelo por lo menos -insistió Norlander intentando controlar la voz; le pareció que había conseguido encontrar de nuevo ese exitoso tono frío que había usado en los calabozos de Visby.

Al final, el guardia hizo lo que Norlander le pedía. Permaneció un rato a la espera, sujetando el auricular de manera experta entre el hombro y la barbilla mientras removía una taza de café. Cuando por fin habló, su lengua sonaba como finés, con un montón de oes mal colocadas un poco por todas partes. Al cabo de un rato colgó y dijo con una irritación bastante bien disimulada:

– El comisario vendrá a recibirle, señor Norrland.

– Please -dijo el señor Norrland con cortesía.

Tan sólo un minuto después, un ascensor se abrió en el pasillo con un clic y salió un hombre rubio vestido con una americana de pana arrugada y unas gafas que parecían de esas que se regalaban cuando Norlander hizo la mili, en algún lugar perdido en un pasado lejano.

– Norlander, supongo -dijo el hombre, y le tendió la mano. Norlander se la estrechó. La mano era firme.

– Soy Laikmaa.

Entraron en el ascensor y subieron a la cuarta planta.

– Podría haberme avisado de que venía -comentó Laikmaa en un inglés con un elegante acento de la costa este de Estados Unidos-. Así se habría ahorrado el lío de la entrada.

– No quería llamar la más mínima atención -dijo Norlander con su tono frío y, a esas alturas, ya bien practicado-. Hay demasiado en juego.

– Sí, claro -asintió Laikmaa secamente-. Aquí asesinan a hombres de negocios como a cualquier otro. El mundo del crimen ha cambiado por completo. Todos interpretan las leyes de la economía de mercado a su modo. Lo que estuvo reprimido durante la época soviética brota ahora con una fuerza que, en realidad, era de esperar. Antes, cuando la policía era un instrumento de opresión, nuestro trabajo resultaba más fácil, sin duda, aunque no precisamente más agradable. Ahora convivimos con un Estado dentro del Estado que tiene la misma capacidad de infiltración que tenía antes el Estado del Estado, por decirlo de alguna manera. No me sorprendería lo más mínimo que su llegada ya fuera conocida dentro de ciertos círculos. Siempre hay que tener mucho cuidado con lo que decimos. Al igual que antes. Hay oídos en todas partes. Entre, por favor.

Entraron en un pequeño y acogedor despacho con plantas muy secas en el alféizar de las ventanas, que daban al casco viejo y al castillo coronado por la impresionante torre apodada Herman el Alto. Para Norlander, no obstante, no existían las vistas. Se sentó en la silla frente de la mesa de Laikmaa.

– Peinamos el despacho de forma electrónica todas las mañanas -dijo Laikmaa encendiendo un cigarrillo-. Para asegurarnos de que no se han instalado micrófonos de escucha durante la noche. Pero eso no impide que nos escuchen a distancia, claro. Como jefe de la mínima lucha antimafia que existe en este país soy muy popular. Sea lo que sea la mafia…

– Bueno, si alguien lo debe de saber, ése es usted -dijo Norlander con frialdad.

– Cuanto más sabe uno, más se da cuenta de lo poco que sabe -replicó Laikmaa con sabiduría-. A mi mesa vienen a parar todas las formas de delincuencia organizada, desde simples bandas de protección y extorsión hasta asuntos que alcanzan las más altas esferas. El único punto en común es la intención de explotar las nuevas posibilidades. Algunos afirman que estamos viendo el rostro desnudo de la economía de mercado; otros dicen que es sólo la lógica continuación del terrorismo de Estado. En cualquier caso, lo que resulta más llamativo es la ausencia de… llamémoslo compasión, si quiere, o quizá de ese sentimiento innato que es la esencia de la democracia. Como siempre, se trata de apropiarse de todo lo que se pueda a costa de los demás, independientemente de si el Estado es absoluto o inexistente.

Laikmaa hurgó entre la montaña de papeles que inundaba su mesa y, de alguna inexplicable manera, dio con lo que buscaba.

– Bueno -continuó-. En lo que respecta a las preguntas que me hizo por teléfono, me temo que tampoco puedo aportar nada nuevo. La banda de Viktor X es una constelación de rusos y estonios que operan, sobre todo, en Tallin y que han empezado a acercarse a Suecia porque el mercado finlandés está ya prácticamente saturado. No sabemos hasta dónde han llegado, si han establecido redes de contacto, si ya existe una actividad regular de contrabando…, lo que sí sabemos es que ésas son sus pretensiones. Como ya le conté, ejecutan a los traidores de un tiro en la cabeza; se trata de una característica constante, nunca he visto que se hayan desviado de ese modus operandi, y usan esa munición de la fábrica de Pavlodar, en Kazajstán, de la que ya hemos hablado. Eso está fuera de toda duda. Pero debe saber que esa munición la usan la mayoría de las agrupaciones, y que la banda de Viktor X es un fenómeno bastante pequeño y marginal en Tallin. Existen siete u ocho bandas que se han repartido Tallin y el este de Estonia en distritos; y una banda evita pisar el terreno de la otra. Pero sabemos poco sobre los posibles contactos que puedan tener arriba con la mafia rusa más poderosa. Sin contar Yugoslavia, Estonia lidera en estos momentos la estadística europea de asesinatos. Hay más de trescientos asesinatos al año en nuestro país, y Tallin está entre las ciudades donde se cometen más crímenes del mundo. Algo que conviene tener en mente al pasear por nuestras calles.

– ¿Son ustedes el Comando K? -preguntó Norlander.

– No, somos la policía criminal. El Comando K es la unidad antiterrorista. Son nuestro brazo prolongado: el único antídoto físico del que disponemos en la lucha contra los gánsteres. Es cierto que tienen tendencia a pasarse un poco, pero siguen siendo nuestra única arma de verdad. Sin embargo, somos nosotros, la policía criminal, los que nos encargamos de las investigaciones. El Comando K es una mera fuerza de intervención.

Laikmaa se calló un momento y consiguió encontrar otro papel.

– Lo que sabemos es que Viktor X está implicado en actividades de protección en torno a una empresa mediática sueca que intenta establecerse en Rusia y en los países bálticos con un diario de negocios, entre otras cosas. Internacionalmente, la empresa se hace llamar GrimeBear Publishing Inc. No sé cómo se llaman en Suecia, pero creo que casi tienen el monopolio de las actividades mediáticas en su país. Algo que, dicho sea de paso, me resulta un poco raro en una democracia. ¿Me equivoco?

De eso Norlander no tenía ni la más remota idea. Lo apuntó en su cuaderno y cambió de tema:

– Tengo una nueva pista. Un tal Jüri Maarja. Está detrás del contrabando de refugiados hasta la isla de Gotland.

– Él solo no -aseguró Kalju Laikmaa pensativo.

Norlander se dio cuenta de que había puesto el dedo en la llaga. Al parecer Laikmaa estaba reflexionando sobre cuánto podría revelar. Norlander decidió echarle una mano:

– No nos importa el tráfico de refugiados en sí. Es lo que es. Lo único que nos interesa es la conexión con los asesinatos.

– ¿Y en qué consiste esa conexión? -preguntó Laikmaa escéptico.

Norlander calló, esperando que su cara pareciera inescrutable y no insegura.

Hasta ese instante no se percató de la debilidad de la conexión.

– Vaya, vaya -dijo Laikmaa cuando comprendió que se quedaría sin respuesta-. Usted se guarda sus secretos y yo le revelo los míos. ¿Son esas las condiciones de nuestro contrato?

-Ich bin sorr [36] -consiguió articular Norlander en una mezcla de alemán e inglés-. Esta investigación trata de la seguridad nacional. Y como usted mismo ha dicho, puede que alguien esté escuchando a distancia.

– Era una ironía -dijo Laikmaa empezando a entender mejor el carácter de su colega sueco-. Bien. Jüri Maarja habla sueco, algo que puede que sea de interés. Estuvo viviendo en Suecia durante muchos años sin llegar a formar parte de ningún registro policial. Está próximo a Viktor X, eso lo sabemos. También sabemos que es uno de los muchos que está involucrado en el tráfico de refugiados. Tenemos órdenes desde las más altas instancias de no actuar con demasiada rigidez cuando se trata de ese tipo de tráfico. Los países bálticos están inundados de refugiados que piensan que Suecia es el paraíso. Deben de estar mal informados.

Norlander lo contempló con rigidez. Resultaba obvio que Laikmaa tenía más que decir.

– Hay algo más -dijo Norlander con frialdad.

Laikmaa suspiró profundamente. Dio la impresión de que estaba haciendo un esfuerzo por concentrarse en las buenas relaciones báltico-escandinavas y en la dependencia de las ayudas suecas, aunque sus pensamientos más bien se desviaban hacia las extradiciones de refugiados bálticos durante la segunda guerra mundial y al dudoso comportamiento de la industria sueca en su país.

El significado múltiple de ese suspiro escapó a Norlander. Sólo escuchó la respuesta que siguió:

– He pasado todo el día intentando en vano interrogar a uno de los principales traficantes de droga de Maarja, un tal Arvo Hellat. Lo vamos a soltar dentro de unas horas por falta de pruebas. Es suecohablante. Procedente de Nuckö, por si le dice algo. ¿Quiere hacer un intento?

Norlander se levantó sin decir palabra. Ahora estaba cerca.

Laikmaa le guió por unos cuantos pasillos, por encima y por debajo de tierra, hasta los calabozos. Escoltados por un par de guardias, llegaron a una puerta de hierro ante la que se detuvieron.

– Creo que es mejor que yo esté presente -indicó Laikmaa-. No se preocupe, no hablo ni una palabra de sueco. Pero como comprenderá, dejar entrar solo a un policía extranjero en una celda estonia violaría toda una serie de reglas.

Norlander asintió con la cabeza esperando que su decepción no resultara demasiado evidente.

Entraron. El individuo que estaba dentro de la celda tenía el pelo largo y un aspecto decididamente finés. A Viggo Norlander se le vino a la retina la imagen de Arto Söderstedt y dejó que se quedara allí. Arvo Hellat contempló con sarcasmo a los dos combatientes contra el crimen organizado y dijo algo en estonio. Laikmaa contestó secamente señalando a Norlander, quien se aclaró la voz y habló. Le resultaba liberador poder hablar en sueco. Ya no había necesidad de chapurrear frases como Ich bin sorry.

– Usted está cerca de Jüri Maarja y, por tanto, de Viktor X. ¿Qué sabe de los asesinatos de tres empresarios suecos ocurridos durante la última semana?

Arvo Hellat se quedó perplejo. Miró a Laikmaa, quien se encogió de hombros y dijo algo en estonio que o bien significaba «conteste» o bien «este hombre está loco». Hellat respondió con un curioso acento estonio-sueco lleno de extraños diptongos y colocando las tes, las ges y las kas en sitios raros. Norlander apenas era capaz de entenderle.

– No sé de qué me habla -dijo Hellat-. ¿Qué se supone que tienen que ver conmigo esos asesinatos?

En realidad, Norlander sólo estaba allí para mirar. Como mirar a un escaparate, se dijo. Este hombre no se iba a escapar.

– El comisario no entiende ni una palabra de lo que decimos -le recordó Norlander con esa frialdad que a estas alturas ya resultaba prácticamente natural-. ¿Está Viktor X involucrado en los asesinatos de empresarios suecos? Quiero que sepa que me encuentro aquí en misión especial y que estoy autorizado para hacerle bastante daño.

Arvo Hellat se quedó aún más desconcertado. Miró a Norlander durante un buen rato. Luego soltó una sonora carcajada.

– No entiende con quién está jugando -se rió-. El fuego resulta gélido en comparación.

Norlander abandonó la celda con Hellat grabado en la retina. Laikmaa le contemplaba asombrado mientras atravesaban los pasillos.

– ¿Ha podido averiguar algo? -preguntó en su sutil inglés americano.

-Inaff [37] -chapurreó Norlander en su inglés.

Volvieron al despacho de Laikmaa. El comisario se sentó para seguir con la conversación. Norlander permaneció de pie.

– Bueno, me vuelvo a casa -dijo.

Laikmaa puso cara de sorpresa.

– Pero si acaba de llegar. Nos quedan muchas cosas de las que hablar.

– Estoy contento. Gracias por su ayuda.

Se dirigió a la puerta, se detuvo y preguntó:

– Es verdad… ¿Conoce a alguien llamado Igor e Igor?

Kalju Laikmaa se le quedó mirando fijamente para luego negar con la cabeza. Cuando Norlander cerró la puerta tras de sí, oyó cómo Laikmaa levantaba el auricular del teléfono.

Fue a buscar el coche alquilado, tiró el papelito de la multa al suelo sin remordimientos de conciencia y arrancó.

Dio una vuelta de tres cuartos al edificio de la policía y paró el coche junto a uno de los muros donde no daban las ventanas de Laikmaa, pero sí la salida de los calabozos; lo había memorizado cuidadosamente.

Permaneció en máxima alerta durante tres horas. Se hizo de noche. Tenía hambre. Se quedó otra hora más, aunque ya más amodorrado.

Luego Arvo Hellat salió por la puerta. Con un gesto femenino, se apartó la larga melena de la cara. Norlander se agachó contra el volante. Hellat se acercó a un viejo Volvo Amazon verde de un modelo que hacía muchos años que Norlander no había visto. Arrancó.

Al principio se paró en un restaurante griego del casco viejo. Hizo una llamada, se comió un buen plato de musaka y se bebió una cerveza. Le llevó casi una hora. Norlander se quedó en el coche delante del restaurante, pasando frío y hambre. La caída de la noche barrió los últimos destellos de luz talliniana. Arriba, en la colina, el casco viejo se iluminó.

Hellat salió del restaurante y se dirigió hacia su absurdo Volvo Amazon, un indicador seguro, desde luego, de que no ocupaba ninguna posición de verdadera importancia dentro de la mafia. Salió de Tallin y condujo en dirección suroeste hacia Keila. En esta pequeña ciudad, entró en el restaurante de la estación de tren, hizo una llamada y se tomó otra cerveza. Norlander no le perdió de vista ni un momento a través de la ventana. Luego Hellat volvió al coche, enfiló de nuevo la carretera y regresó a Tallin. Eran las once cuando entraba de nuevo en la capital estonia con el Skoda alquilado de Norlander pisándole los talones. Se metió de nuevo en el casco viejo, hasta acceder a las zonas menos iluminadas, y se paró delante de un edificio deteriorado, prácticamente en ruinas, que parecía abandonado. No había ni un coche cerca, ni una sola persona se movía por esas mugrientas calles.

Territorio mafioso, pensó Norlander al ver a Hellat colarse en la casa medio desmoronada. Metió una bala en el cañón de la pistola con un rápido movimiento y la volvió a enfundar. Sacó una pistola más pequeña de la cinturilla trasera del pantalón, le quitó el seguro, volvió a meterla en su sitio y comprobó que tenía la gran navaja de caza fácilmente accesible en la funda del tobillo.

La sangre bombeaba con fuerza por sus venas.

Éste era el Momento -con M mayúscula- de Viggo Norlander.

Viggo el Vikingo.

Entró en el edificio con el arma reglamentaria en alto y con el seguro quitado. Oyó cómo Arvo Hellat subía por la carcomida escalera un par de plantas más arriba. Hellat dio cinco pasos más y entró por una puerta. Luego se hizo el silencio.

Norlander subió sigilosamente por una escalera apenas iluminada por una luz mortecina, sin hacer el más mínimo ruido. La escalera no chirrió ni una sola vez.

Después de subir dos tramos se encontró con tres puertas, una justo al lado de la escalera, una al fondo de un pasillo y otra a unos cinco pasos de distancia. Se acercó silencioso hasta esta última. Estaba cerrada pero se abría hacia dentro.

Viggo Norlander inspiró vigorosamente, respiró un par de veces a pleno pulmón, dio una patada a la puerta con todas sus fuerzas e irrumpió en la habitación con el arma en ristre.

En fila, a lo largo de las paredes iluminadas, había ocho hombres apuntándole con metralletas.

– Haga el favor de soltar el arma -dijo una voz en estonio-sueco desde el oscuro fondo de la habitación.

Allí había un escritorio. Detrás dos hombres sentados. No se podían adivinar sus caras. Pero sentado encima del escritorio estaba Arvo Hellat con una sarcástica sonrisa dibujada en los labios. Norlander le estaba apuntando con la pistola.

– Suelte el arma o morirá -repitió la voz.

No era Hellat. Hellat sólo sonreía.

– Hágalo ya o… -amenazó la voz.

Norlander soltó el arma.

En su vida se había sentido tan desarmado.

Hellat se le acercó y, mientras movía la cabeza de un lado a otro, quitó a Norlander el resto del arsenal que llevaba encima. Acto seguido, volvió al escritorio, se sentó encima y se puso a balancear las piernas como un niño.

– Nos ha llevado tiempo reunir una fuerza de estas dimensiones -dijo la voz.

Norlander se dio cuenta de que provenía de uno de los hombres sentados al otro lado del escritorio.

– Y encontrar un local apropiado -siguió el hombre-. Así que tuvimos que pedirle a Arvo que hiciera una pequeña excursión mientras tomábamos las medidas necesarias. ¿Qué es lo que cree que está haciendo? ¿Una vendetta privada?

Norlander permaneció completamente quieto. Por dentro estaba lleno de hielo.

– Me tiene que decir qué es lo que está haciendo -insistió la voz con educación saliendo a la luz y haciendo así visible su cuerpo. Un cuerpo grande, una gran cara con bigote y sonrisa apacible.

– ¿Jüri Maarja? -consiguió pronunciar Norlander.

Jüri Maarja se le acercó, le apretó un poco el estómago y le acarició la calva ligeramente mientras lo examinaba con ojos inquisidores.

– Interesante -comentó-. Una interesante persona para una vendetta.

Maarja dijo algo en ruso y recibió una respuesta entre murmullos del otro individuo que permanecía sentado tras el escritorio al amparo de la oscuridad.

– Cuéntenos todo lo que sabe y todo lo que cree -dijo Maarja, todavía con mucha cortesía.

Norlander reconoció la frialdad de la voz. Ni siquiera era capaz de odiar la similitud. Maarja continuó:

– Insisto.

Norlander cerró los ojos. La última oportunidad de ser heroico: callar en las mismas narices educadas del monstruo.

Pero la alternativa heroica ya no estaba en la lista de Viggo Norlander. Estaba tachada y no volvería hasta mucho, mucho tiempo después, cuando se viera afectado por un cáncer.

– En estos momentos, empresarios suecos están siendo ejecutados en serie en Estocolmo -dijo con voz ronca-. Son asesinados con las mismas balas y de la misma manera que ustedes ejecutan a los traidores. ¡Viktor X! -gritó a la sombra de detrás del escritorio.

Ni un movimiento.

Jüri Maarja parecía auténticamente sorprendido y soltó unas sílabas en ruso. Le contestaron con unas cuantas más desde detrás del escritorio.

– Es posible que acabe de salvar su propia vida, inspector Viggo Norlander -dijo mientras leía la placa de identificación policial que acababa de sacarle del bolsillo-. De alguna forma debe informar a Estocolmo sobre nuestra inocencia. No obstante, no podemos permitir que se vaya sin recibir un castigo. Iría en contra de nuestra política. Escúcheme bien, que no se le olvide lo que le voy a decir. Vamos a redactar también una nota y pegársela. Nunca se nos ocurriría hacer algo tan estúpido como matar a empresarios suecos en Suecia. ¿Está claro? No tenemos nada que ver con eso. Si se diera el caso de que tuviéramos una cierta presencia en Estocolmo, nos sería de suma importancia mantenerlo en el mayor secreto posible.

Maarja se acercó al escritorio, recibió un papel y un bolígrafo del hombre que estaba sentado en la sombra, apartó a Hellat de la mesa y estuvo escribiendo durante mucho rato. Luego dijo:

– Ya va siendo hora de que nos vayamos. Puede que al bueno de Laikmaa se le haya ocurrido ponerle a alguien para seguirle. Aunque no será tan tonto como para entrar aquí, claro. Les llevará un poco de tiempo reunir al Comando K.

Luego pronunció unas palabras en estonio y los hombres armados con metralletas tiraron a Norlander al suelo. Mientras le estiraban los brazos a la fuerza y le separaban las piernas, Viggo Norlander fijó la mirada en el techo. Estaba petrificado.

Llegó el primer dolor. Casi liberador. Gritó a pleno pulmón. Por muchas razones.

El segundo dolor anuló los dos siguientes.

Se convirtió en un haz de rayos dolorosos. Se vio iluminado a sí mismo con una última luz.

Mierda, pensó desconcertado. Vaya una manera más sórdida de morir.

Luego sintió cómo desaparecía.

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