6

Era el uno de abril. Paul Hjelm estaba sentado en la sala de interrogatorios frotándose las manos una y otra vez. El reloj de la pared marcaba las 10.34. ¿Querrían hacerle sufrir un poco? ¿O todo esto no era más que una inocentada del uno de abril? [8]

Ya no sabía qué contestar. Estaba completamente bloqueado. Quizá Grundström llevara razón. Quizá tuvieran que dar ejemplo, pues él conocía el ambiente que se respiraba en comisaría, participaba de ello, y esa actitud participaba de él.

La puerta se abrió despacio. En su mente ya estaba viendo el gesto de lamento de Grundström, aunque no pudo determinar si era sincero o no: «Lo siento, Hjelm. Hemos tomado una decisión esta mañana. Su carta de dimisión debe estar encima de la mesa del comisario Bruun a las tres de esta tarde a más tardar. Ya que renuncia de forma voluntaria, naturalmente no se puede plantear ni indemnización por despido improcedente ni prestación por desempleo».

Pero era una cara desconocida la que se asomó por la puerta.

El hombre rondaba los cincuenta y muchos años, tenía un aspecto bastante normal, correctamente vestido, recién afeitado, calvo. Con una nariz monumental. Lo contempló durante un rato, inquisitivo, neutro, y luego le tendió la mano.

– Soy el comisario Jan-Olov Hultin, de la policía criminal. Tengo entendido que estabas esperando a otra persona.

– Paul Hjelm -dijo aturdido.

Así tenía que ser, claro. De los despidos se encargaba el jefe. Cuestión de competencias, de escala de mando. Resultaba difícil imaginarse a alguien por encima de Grundström en el orden jerárquico. De modo que ese era su aspecto, el jefe prácticamente secreto de la sección de Asuntos Internos.

– ¿Dónde está Grundström? -consiguió pronunciar Hjelm. No reconoció su propia voz.

– Ah -dijo el comisario Jan-Olov Hultin-. Ya no es más que un mero recuerdo.

Sacó de su maletín los dos periódicos matutinos de Estocolmo y levantó uno en cada mano. La vieja fotografía de hacía diez años ilustraba las dos portadas. El Dagens Nyheter la acompañaba con el titular: «Toma de rehenes en Hallunda» y el subtítulo: «Policía salva a tres personas». El Svenska Dagbladet anunciaba: «El héroe de Norsborg», y como subtítulo: «El inspector Paul Hjelm, el ángel guardián».

Le pareció una cruel humillación, escenificada por un director absolutamente sádico.

– ¿Los has visto? -preguntó Hultin.

– No.

Una respuesta que podría haber sido breve y concisa, pero más bien resultó atrofiada.

Hultin dobló los periódicos y continuó:

– Los titulares deberían haber sido otros. No me malinterpretes, me alegro de que sean éstos, porque significa que aún no ha habido ninguna filtración. Pero la verdad es que en la ciudad está sucediendo algo mucho más importante en estos momentos.

El desconcierto de Paul era total.

Jan-Olov Hultin se ajustó unas gafas de leer semicirculares sobre su imponente napia y se puso a hojear un dossier con el nombre de Hjelm brillando claramente en la tapa marrón de la carpeta.

– ¿Cómo has podido trabajar en este duro distrito durante tantos años sin dejar rastro? Ni denuncias, ni condecoraciones, nada. Pocas veces he visto hojas tan blancas en un dossier que abarca tantos años. ¿Qué se te pasó por la cabeza el otro día?

Hjelm estaba petrificado. Hultin lo observó con curiosidad. Probablemente no esperaba ninguna respuesta. Aun así, llegó.

– Durante todos estos años he formado y mantenido a una familia. No todos los policías pueden decir lo mismo.

El narigudo se rió a carcajadas, una risa que afortunadamente se dirigía tanto hacia fuera como hacia dentro, y luego decidió poner las consabidas cartas sobre la consabida mesa.

– Esta mañana temprano se ha creado una nueva unidad dentro de la policía criminal nacional. De momento atiende simplemente a la denominación algo ridícula de «Grupo A». Está organizada como una especie de antiversión del Grupo Palme; o sea, nada de grandes macrounidades, ni de constantes cambios de jefes, ni de dudas sobre las estructuras globales. Va a ser un nuevo tipo de unidad: pequeña, compacta y con gente de fuera; un intento de ampliar a la vez que de comprimir un poco a la policía criminal nacional. Se formará con policías de primera de todo el país, jóvenes pero con experiencia. Yo soy el jefe de este grupo y quiero que tú te unas a nosotros. Cuando los medios de comunicación descubran el caso que nos traemos entre manos vamos a necesitar el prestigio mediático que tu caso ha traído consigo. Además, me parece que has hecho un trabajo cojonudo. He estudiado el expediente elaborado por los de Asuntos Internos y, por decirlo de alguna manera, les he liberado de ello. Esto tiene máxima prioridad; cuando la propia cúpula de la DGP está involucrada, entonces incluso a los de Asuntos Internos no les queda otra que tragarse el sapo.

– Pero si hace un momento he estado a punto de ser despedido…

Hultin le observó inquisitivo.

– Olvídalo. Todo eso ya es historia. Ahora la cuestión es si serás lo bastante fuerte como para formar parte de una maquinaria ágil y flexible en la que sólo las horas extra superarán tu horario actual. Te veo un poco desgastado.

Hjelm carraspeó y recobró los ánimos. Por unos segundos creyó comprender la esencia de la felicidad.

– Han sido unos días bastante duros. Pero dame trabajo, joder, y curraré como un loco. Literalmente.

– No demasiado literalmente, espero -dijo Hultin, que esperó un poco antes de seguir-. Necesitamos un poco de esa capacidad de iniciativa que demostraste en la oficina de inmigración. Pero no demasiada. Sobre todo se trata de crear un equipo eficaz, aunque basado en individuos imaginativos y concienzudos. Los apuntes y las grabaciones de Grundström parecen sugerir que, tras las hojas blancas de tu dossier, se esconde una personalidad de ese tipo. Creo que ésta es una oportunidad para hacerla florecer. También es una oportunidad para acabar quemado por el estrés.

– ¿De qué se trata?

– Asesinatos en serie. Y no, como suele ser habitual, de niños o niñas, prostitutas o turistas holandeses de camping por el país. No, ésta es una nueva variante y todo parece indicar que no ha hecho más que comenzar.

– ¿Políticos?

Hultin sonrió ligeramente y asintió con la cabeza, pero dijo:

– No. Aunque la verdad es que como conjetura no ha estado mal. No, esto va, cómo te lo diría, de personas de las altas esferas del mundo empresarial e industrial. La noche antes de que irrumpieras de modo tan heroico en la oficina de inmigración, un tal Kuno Daggfeldt fue asesinado a tiros en su casa de Danderyd. Ya entonces encontramos ciertos indicios de que no iba a ser el último; había una especie de precisión extrema, una frialdad que, o es profesional o es de alguien que se halla más allá de la desesperación. Las dos posibilidades, por extraño que parezca, muestran muchas similitudes. El señor Daggfeldt deja tras de sí dos grandes empresas, esposa, dos hijos y seis casas, situadas tanto dentro del país como en el extranjero. Anoche, ya tarde, volvió a ocurrir. En esta ocasión nada menos que en Strandvägen, en uno de los pisos señoriales un poco más modestos de ocho dormitorios y un solo balcón, donde alguien asesinó a un tal Bernhard Strand-Julén siguiendo exactamente el mismo modus operandi. Dos tiros en la cabeza, las balas extraídas de la pared con tenazas o pinzas. Ningún tipo de huella. Lo único que hemos podido averiguar, de momento, es que son balas normales y que se trata de disparos muy potentes: las cuatro balas han atravesado los cráneos. No sabemos todavía cómo ha podido entrar el asesino. Los vínculos personales entre Daggfeldt y Strand-Julén son infinitos, y naturalmente habrá que indagar en cada uno de ellos: frecuentaban los mismos círculos, fueron miembros de varias asociaciones comunes, navegaban en el mismo club náutico, jugaban al golf en el mismo club, eran miembros de la misma orden – la Orden de Mimer [9]-, formaban parte de las mismas juntas directivas, etcétera. A primera vista, no hay nada raro ni anormal en ninguno de los dos.

– ¿No es una unidad especial una medida un poco exagerada? ¿Qué le parece a la policía de Estocolmo ser marginada de esta manera?

– Aún no lo sabemos. Vamos a seguir colaborando. Pero sí, claro que es una medida extrema. Existe el temor de que se pueda producir una buena carnicería en el corazón de la industria sueca y, además, hay ciertos indicios de que el crimen organizado está implicado. Se trata de una profesionalidad en la ejecución que jamás he visto en Suecia. Hacemos bien en adelantarnos a los acontecimientos. Por una vez.

Hultin se tomó una pausa.

– Aunque es cierto que hay algo un poco funesto en la creación de una nueva unidad el uno de abril, el Día de los Inocentes…

– Mejor que un viernes trece, supongo…

Hultin mostró una leve sonrisa mientras miraba el reloj con el rabillo del ojo. Debía de estar bajo un enorme estrés, entendió Hjelm, pero no se le notaba lo más mínimo. Se levantó y le tendió la mano. Hjelm se la estrechó.

– Reunión esta tarde a las 15 horas, jefatura de policía, en Kungsholmen, edificio nuevo. Entrada por Polhemsgatan, 30. ¿Qué me dices?

– Allí nos veremos -dijo Hjelm.

– Muy bien -replicó Hultin-. Yo voy a seguir hasta Gamla Varmdövägen, distrito de Nacka, para buscar a un tal Gunnar Nyberg. ¿Lo conoces? Un policía cojonudo. Él también.

Hjelm negó con la cabeza. Apenas conocía a nadie fuera de la policía de Huddinge. Ya en la puerta, Hultin añadió:

– O sea, que te quedan cuatro horas para despedirte de tus colegas de aquí por un tiempo indefinido y recoger tus cosas. Debe ser suficiente, ¿no?

Desapareció y regresó justo cuando Hjelm se había sentado para recobrar el aliento:

– Puede que sea obvio, pero todo esto requiere, de momento, la máxima confidencialidad y es top secret.

– Sí -dijo Paul Hjelm-. Eso es obvio.


Al principio quiso llamar a Cilla para contárselo, pero cambió de opinión. Pensó en las horas extra, en el verano, en las vacaciones que, con toda probabilidad, quedarían en suspenso, y en la casa de campo de Dalarö que habían conseguido alquilar barato para todo el verano. Antes de lamentarse por eso quería disfrutar un ratito.

Al final entró en el cuarto de descanso del personal sin poder ocultar del todo su alegría.

Allí dentro había cuatro personas engullendo su almuerzo empaquetado, sin duda perjudicial para la salud. Eran Anders Lindblad, Anna Vass y Johan Bringman. Y Svante Ernstsson. Todos le miraron asombrados. Quizá su cara no reflejaba lo que esperaban.

– Vengo a despedirme -dijo con semblante muy serio.

Bringman y Ernstsson se pusieron de pie.

– ¿Qué coño estás diciendo? -exclamó Bringman.

– Cuéntanos -dijo Ernstsson-. ¿Estás diciendo que esos cabrones te han echado?

Hjelm se sentó a su lado y señaló la comida de Ernstsson.

– ¿Hamburguesas en el micro? ¡Pero si te he dicho que así se calienta el aliño!

Ernstsson se rió aliviado.

– Que no, ¡que no te han echado, joder! Venga, cuéntanos.

– Es verdad que vengo para despedirme. Se puede decir que me han echado de una patada, pero hacia arriba.

– ¿Los de Asuntos Internos?

– No, eso ha sido un palo pero ya pasó. Hablo de la policía criminal nacional, respaldada por el mismísimo director de la Dirección General de Policía.

– ¿Mejor apartarte de la basura de los suburbios del sur y de la chusma de moros y negratas?

– Algo así, quizá. Es… de máxima confidencialidad, top secret, palabras textuales de ese tipo. Seguro que pronto podréis leer sobre ello en la prensa, pero de momento hay secretismo puro y duro.

– ¿Cuándo será?

– Esta tarde. A las tres.

– Cojonudo. Te llevo a Ishmet para que nos compres la tarta de despedida más cara que tengan, una de esas que chorrea miel.


Bruun estaba chupando el humo marrón de un puro negro y sonrió con toda su barba: un área considerable. Levantó los brazos al aire gruñendo con un murmullo oscuro y apagado. Una lluvia de ceniza cayó sobre su melena roja y canosa.

– Bueno, bueno, otra estrella descubierta para la policía criminal nacional -dijo con infinita autosuficiencia-. Ya sabes, si entras allí ya no saldrás nunca. A menos que sea en el ataúd reglamentario. Con el sello de la policía criminal nacional.

Hjelm cogió la placa y el arma, que descansaban sobre el escritorio de Bruun, y empezó a colocarse la sobaquera alrededor del hombro.

– ¿Otra? -dijo.

– Hultin estuvo aquí a finales de los setenta, ¿no lo sabías? Un futbolista de miedo. Hultin el Patapalo, el más implacable defensa de la ciudad. Totalmente desprovisto de control sobre el balón. Especialista en cabezazos en la ceja.

Hjelm sintió cómo una vaga sospecha, no del todo exenta de placer, iba tomando forma y circulaba despacio por sus venas.

– Me dijo que había leído sobre mí en el periódico. Mencionó el prestigio mediático.

– Vaya, vaya… Hultin el lector de periódicos.

– ¿Sigues en contacto con él?

– Puede que de vez en cuando le dé un toque para recordarle viejos favores. Creo que sigue jugando. En el equipo de veteranos de la policía de Estocolmo. Es decir, cuando tiene tiempo, algo que no ocurre muy a menudo. Imagínatelo destrozando de un cabezazo la ceja de un colega prejubilado. Un espectáculo divino.

Hjelm decidió ser un poco más directo.

– ¿Por casualidad tú no habrás…?

Bruun abandonó por un instante la visión interior del divino espectáculo de cejas canosas y sangrientas, y le dirigió una mirada astuta.

– Pura suerte que hayan creado una unidad nueva precisamente ahora. El Grupo A, muy, muy secreto.

– No hay muchos caminos para esquivar a los de Asuntos Internos…

– Uno hace lo que puede. El Patapalo siempre está en mis pensamientos -Bruun dio una última calada y aspiró lo que quedaba del puro como si su boca fuera una aspiradora-. Tú pórtate bien, ¿eh? No quiero volver a pasar por esta mierda otra vez.

Загрузка...