28

Es de noche. Los tres están en la habitación de Hjelm, en el hotel de Växjö. Cada uno lleva en la mano una imagen de Göran Andersson, tres fotos que se han llevado de casa de Lena Lundberg.

Kerstin Holm está medio tirada en la cama. En sus manos sostiene una foto del personal del banco de Algotsmåla, hecha en el verano de 1992. Los cuatro están colocados delante de la oficina mostrando una generosa sonrisa. Es una foto publicitaria. En primera fila está Lisbeth Heed y una mujer joven que se llama Mia Lindström, detrás Albert Josephsson y Göran Andersson. Göran Andersson es alto, con ojos azules, pelo rubio centeno y se le ve bien trajeado. Apoya una mano en los hombros de Lisbeth Heed y muestra una amplia sonrisa. Al parecer, le implantaron bien el puente en la boca. No tiene nada de particular. Uno más entre los centenares de empleados de banca suecos.

– Siempre hacía su trabajo impecablemente -dijo Lena Lundberg con un acento de Småland muy cerrado mientras levantaba la vista un instante de la taza de café-. Casi de forma perfeccionista. Ni un día de baja, excepto los días tras el accidente. Un auténtico lujo para el banco.

Detrás de ella colgaba en la pared un pequeño cuadro bordado que decía con recargadas letras ornamentales: «Mi hogar es mi fortaleza».

Lena Lundberg tenía las manos cruzadas sobre el estómago, donde asomaba un pequeño bulto.

– ¿Se podría decir que vivía para su trabajo? -preguntó Holm-. ¿Que se trataba de un compromiso personal?

– Sí, creo que sí. Él vivía por el banco. Y por mí -añadió ella con timidez-. Y habría vivido por el niño.

– Eso lo puede hacer todavía -aseguró Kerstin Holm sin creer realmente en sus propias palabras.

Jorge Chávez está sentado en el borde de la cama, a los pies de ella. Sostiene una foto de un Göran Andersson muy concentrado. Tiene levantado el dardo delante de sus ojos y está a punto de lanzarlo. En su mirada, perfectamente enfocada, hay una gélida determinación. 3/12/1993 pone con lápiz en el reverso de la fotografía.

En la pared frente al cuadro bordado colgaba una diana con tres dardos. Chávez se acercó y sacó uno. Contempló fascinado el peculiar cuerpo del dardo con una punta muy larga.

– ¿Suelen ser así los dardos?

Lena Lundberg le observó con sus tristes ojos verdes. Le llevó un rato antes de ser capaz de cambiar de tema.

– Hacía pedidos especiales a una casa de Estocolmo. Bågar och Pilar, creo que se llama. En el casco viejo. Un dardo puede tener una longitud de hasta treinta centímetros, me contó, la mitad punta y cuerpo, y la otra mitad plumas. Göran iba experimentando hasta dar con un cierto centro de gravedad que se adaptaba bien a él, y su dardo ideal tiene una punta así de larga. Pero es cierto que el aspecto es un poco raro.

– ¿Era miembro de algún club? -preguntó Chávez mientras pesaba el dardo en la mano para localizar el centro de gravedad.

– El club de la ciudad, o sea, de Växjö. Allí fue donde estuvo aquella noche de la que me hablasteis antes, cuando le pegaron. Había batido algún tipo de récord y cuando el club cerró quiso continuar, así que se fue al restaurante aquel para continuar practicando. Normalmente no acostumbraba a salir mucho.

– ¿Solía jugar con él? -preguntó Chávez, y lanzó el dardo a la diana. No acertó, sino que éste cayó al suelo y perforó el parquet-. Perdón -se disculpó, y recogió el dardo mientras contemplaba el pequeño y comprometido agujero en el suelo de madera.

Parecía tan irrelevante.

– Jugábamos a veces -dijo Lena Lundberg sin conceder ni una mirada a las oscuras actividades de Chávez-. Para divertirnos; nunca en serio. Aunque luego no era tan divertido. Él siempre me daba ventaja para luego ganarme al final. Se negaba a perder. Ya saben, se trata de partir desde 501 e ir bajando hasta cero. Hay que finalizar la partida con el «cierre», como lo llaman, o sea, dar en el anillo doble con el último dardo, de modo que se llega a cero, ni más ni menos. El «cierre» y el punto cero deben coincidir exactamente.

Medio tirado en el sillón del hotel, Paul Hjelm contempla la tercera foto. Es la más reciente de Göran Andersson, hecha apenas un par de semanas antes del incidente en el banco. Tiene el brazo alrededor de Lena Lundberg y en sus labios se dibuja una gran sonrisa. Están delante de la casa, junto a una farola hecha de nieve en la que arde una pequeña vela. Él tiene las mejillas sonrojadas y un aspecto sano y feliz. Aun así, hay una especie de timidez en esa mirada azul claro.

Hjelm lo reconoce muy bien.

La sosegada timidez de un niño.

– ¿Y no sabe que está embarazada? -preguntó Hjelm.

Lena Lundberg volvió a bajar la vista a su taza de café y murmuró:

– Iba a contárselo. Pero él estaba un poco raro después del despido. Se lo comunicaron por correo desde Estocolmo, en un sobre marrón normal y corriente. Ni siquiera su jefe del banco, Albert Josephsson, sabía nada. Cuando abrió el sobre, noté que algo en su mirada se apagó. Quizá ya en ese momento supe que lo había perdido.

– ¿Han tenido algún tipo de contacto desde que desapareció?

– Por la mañana, el 15 de febrero… -dijo Lena como si estuviese hojeando una agenda-. No, ninguno. No sé dónde está ni qué es lo que está haciendo.

De repente miró a los ojos de Hjelm. Él desvió la mirada.

– ¿Qué es lo que ha hecho?

– Quizá nada -mintió Hjelm sintiéndose mal.


Jorge Chávez se levanta de la cama, se estira y se pone a recoger las fotografías. Por un instante duda.

– ¿No deberíamos avisar a Hultin de todos modos?

– Déjales una última noche con los de la junta de Lovisedal -dice Hjelm perezosamente-. De todos modos, allí no va a pasar nada.

– Además, tenemos que esperar ese retrato robot de nuestro «colega» -bosteza Kerstin Holm.

– El que paró toda la maldita investigación -dice Chávez, que prosigue poco después-. Bueno, venga. Ya está bien por hoy. Ha sido una jornada productiva. Aunque con cierto regusto amargo…

Deja las fotos encima de la mesilla de Hjelm y abandona la habitación en medio de un inmenso bostezo.

Kerstin sigue tirada en la cama, cansada y enormemente… erótica, piensa Hjelm. Sigue sin saber si el incidente amoroso en el hotel tuvo lugar o no.

– ¿Sabes algo de astrología? -pregunta abruptamente.

– ¿Por ser mujer? -replica ella.

Él se ríe.

– Sí, claro.

– El pensamiento alternativo -comenta ella irónica, se sienta en el borde de la cama y se echa hacia atrás el pelo negro-. Sé un poco.

– Esta mañana… ¿ha sido esta mañana, no?… mi hija dijo que este… grano de la mejilla se parecía al signo astrológico de Plutón. ¿Qué significa?

– No se me había ocurrido -reconoce ella mientras se acerca y le toca la mejilla-. Quizá tenga razón. La última vez que me fijé me pareció el signo de los vagabundos.

– ¿Has estado pensando en mi grano? -pregunta él con los ojos cerrados.

– Plutón -explica apartando la mano- puede significar un montón de cosas. Entre otras, fuerza de voluntad. Pero también brutalidad.

– Vale…

– Espera, no he terminado. En el signo de Plutón también está la capacidad del individuo para la transformación total. Y la catarsis, la purificación definitiva.

– Joder -protesta Hjelm todavía con los ojos cerrados-. ¿Pero de verdad se parece al signo de Plutón? ¿Qué crees tú?

De nuevo siente una leve caricia en la mejilla. Sigue con los ojos cerrados.

– A mí me parece que tienes una erección -comenta ella como de pasada.

– Lo lamento -contesta él sin lamentarlo-. ¿Y el grano?

– Ha desaparecido entre tanto rojo.

Abre los ojos. Ella está sentada en el borde de la cama a un par de metros de él, observándolo con una impenetrable mirada a través de la tenue luz.

– Es la única manera de quitarlo -dice Hjelm, acomodándose-. Tengo que preguntar por lo de Malmö. ¿Pasó algo o no?

– La desmistificación masculina -responde ella-. Eres incapaz de vivir con la duda, ¿verdad?

– Pero créeme -dice él-, todavía persiste la niebla.

Ella se tumba en la cama con las manos en la nuca.

– Interpreté tu deseo -asegura ella-. Esa pregunta sobre el amante galo de Anna-Clara Hummelstrand… Supuse que habías fantaseado sobre mí masturbándome, que tenías cierta debilidad por las mujeres que se tocan.

– Dios mío -se sorprende él-, has dado en la diana. ¿Pero cómo pudiste entrar en mi habitación?

– Sabes muy bien que dejaste la puerta abierta.

– ¿Así que todo fue una realización de mis deseos? Pero, ¿y tú qué? Tampoco parecías estar pasándolo mal que digamos…

– El placer de uno es el placer del otro. Mientras haya consentimiento, claro; o sea, nada que vaya en contra de la voluntad del otro. Todo es cuestión de ser visto como persona.

La habitación descansa cálida entre ellos. Kerstin sigue con la voz un poco ronca:

– ¿Has interpretado mi deseo?

Hjelm cierra los ojos, piensa. Pasan imágenes de ella por su mente, frases, palabras. Busca desesperadamente pistas, insinuaciones, miradas. Pero sólo la ve con los pies encima del escritorio y la mano en las bragas.

Se siente como un chaval.

– Dame una pista -pide, y le parece que su voz suena más aguda de lo normal.

– Quítate la ropa -ordena ella.

Él lo hace. Está delante de ella un poco desconcertado, desnudo. Se tapa los genitales con las manos.

– Aparta las manos y ponías en la cabeza -sigue ella, todavía tumbada en la cama, vestida y con las manos en la nuca.

Él está de pie frente a ella. Su miembro erecto, en el aire, un poco torcido, como esforzándose por llegar. Pero sin llegar nunca.

– Ven aquí y ponte al borde de la cama, a mis pies.

Se acerca con las manos todavía en la cabeza. El miembro se balancea de un lado a otro al caminar. Las rodillas rozan el borde de la cama. El miembro entra por encima de la cama. Ella se acerca. Contempla el pene, sin tocarlo.

– Hay un tormento -confiesa sin desviar la mirada del miembro- que la mayoría de las mujeres hemos sufrido de una manera u otra. A mí me violaron cuando tenía quince años y luego lo hizo una y otra vez mi querido novio, el policía, aunque de eso él no tenía ni idea.

Hjelm siente cómo pierde la erección de golpe.

– Ven y acuéstate aquí -dice ella.

Él se acuesta a su lado y cierra los ojos. Ella acaricia levemente el grano de su mejilla. Él se deja.

– ¿Puedes perdonarme? -pregunta ella con suavidad. Su voz suena como la de una niña pequeña.

Él asiente con la cabeza; sus ojos siguen cerrados. Nunca ha dejado de sentirse como un niño.

– Mira -dice ella con la misma voz clara de niña-. Ahora el grano parece una pequeña cruz.

Él sonríe y entiende.

Y al mismo tiempo no entiende nada.

Pero se siente bien.

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