31

Gunnar Nyberg se alimentaba a través de una sonda. Le sobresalía un tubo entre el vendaje, que le cubría casi por completo la cabeza desde la coronilla hasta el cuello, por el que corrían enormes cantidades de sopa. Lo único que se le veían eran los ojos, que parecían brillar de felicidad.

– Como acabo de comunicar al señor Nyberg -explicó el médico a los tres visitantes-, hemos comprobado que podrá recuperar la garganta del todo. La bala no tocó la arteria carótida ni la laringe por un centímetro, pero atravesó la parte superior del esófago, justo por debajo de la faringe. Dentro de poco volverá a cantar, pero le llevará un tiempo antes de que pueda comer con normalidad. Además, el hueso molar izquierdo y el hueso maxilar superior izquierdo están destrozados. Sufrió una contusión bastante grave y unas cuantas lesiones en la piel de la cara. Todos estos daños de los que estoy hablando se localizan de los hombros para arriba. Por lo demás, tiene cuatro costillas rotas, una fractura en el brazo derecho, así como una buena muestra de heridas superficiales y hematomas prácticamente por todo el cuerpo. Pero aun así -añadió el médico, y con esto les dejó solos-, parece estar bastante animado.

Nyberg ya se había agenciado una pequeña pizarra negra donde podía escribir mensajes con una vacilante mano izquierda. Escribió: «¿Igor?».

Hjelm asintió con la cabeza y dijo:

– Alexander Brjusov. Tu estúpida embestida al coche descubrió toda la conexión que hay entre Viktor X y Lovisedal, unos lazos bastante sólidos. Con toda probabilidad, Brjusov se convertirá en el principal testigo de la acusación.

Nyberg escribió: «¿Pero no nuestro hombre es?».

Hjelm se sirvió de Chávez y Holm para interpretar tanto los garabatos como la construcción de la frase.

– No -dijo Chávez-. Brjusov no es nuestro hombre. El que buscamos es un empleado de banca normal y corriente.

El montón de vendajes se estremeció. Tal vez podía interpretarse como una risa.

– Pondremos en marcha una operación de búsqueda y captura ahora mismo -intervino Hjelm-. Quizá estés de vuelta antes de que lo cojamos.

Nyberg movió enérgicamente la cabeza vendada. Los tubos conectados al parque mecánico que le rodeaba se balancearon de manera inquietante. Un aparato emitió un pitido como del susto. Nyberg escribió: «Qué va. Dentro de un par de días será vuestro». Acto seguido lo borró y escribió un nuevo mensaje: «Missa» ponía, nada más.

– ¿Misa, qué? -se extrañó Hjelm.

– ¿Qué misa? -preguntó Chávez.

– Ajá -dijo Kerstin Holm desde los pies de la cama de Nyberg.

Se le acercó, se sentó en la silla a su lado y le cogió de la mano, la única parte de piel visible entre tanta blancura. Luego entonó con voz clara y limpia durante diez segundos y empezó a cantar. Era la voz de soprano de la Missa papae Marcelli de Palestrina.

Nyberg cerró los ojos. Hjelm y Chávez se quedaron inmóviles.


Cuando regresaron a la comisaría había un fax reciente encima de la mesa de Hjelm. Como Hultin le esperaba en el centro de mando, echó un rápido vistazo al fax mientras salía del despacho. Hasta que no llegó al pasillo, su cerebro no reaccionó ante el nombre de remitente: comisario Erik Bruun, distrito policial de Huddinge. Hjelm volvió a su escritorio.

Bruun escribió: «Quería contártelo antes de que te enteraras por la prensa. Anoche, Dritëro Frakulla se suicidó en su celda de la cárcel de Hall. Ahora por lo menos la familia se puede quedar en el país. Intenta que esto no afecte a tu trabajo. Sólo hiciste lo que debías. Cordiales saludos, Bruun».

Anoche, pensó Hjelm con el fax pegado a sus dedos. Una extraña noche. Le pegan un tiro a Gunnar Nyberg en Lidingö, asesinan a Ulf Axelsson en Gotemburgo, Dritëro Frakulla se quita la vida en Norrköping e identificamos a Göran Andersson en Algotsmåla. Y todo está relacionado con todo de alguna difusa manera.

Suecia es un país pequeño, pensó a la vez que se decía a sí mismo que debería haber pensado otra cosa distinta.

El fax seguía pegado a sus dedos cuando entró en el centro de mando. El Grupo A estaba reunido. Era la primera vez que veía a Hultin desde que regresó de Växjö.

– Un trabajo excelente en Växjö -reconoció Hultin mirándolo inquisitivamente.

Un trabajo estupendo, pensó Hjelm, y por un momento le pareció que estaba hundido en la mierda, pisando el cadáver de Dritëro Frakulla para poder sacar la nariz a la superficie. Se sacudió la imagen, soltó el fax de sus manos sudorosas y se sentó.

– Gracias -dijo.

– Tan excelente que incluso he decidido ignorar el plazo de tiempo transcurrido entre el descubrimiento del nombre y el momento en que lo comunicasteis.

Los elogios de Hultin raramente resultaban unívocos. Continuó tranquilo:

– Bien. Por lógica, toda la vigilancia se ha trasladado desde la junta directiva del Grupo Lovisedal, año 1991, a la del Sydbanken, año 1990. Daggfeldt, Strand-Julén, Carlberger, Brandberg y Axelsson están muertos. Por desgracia, la junta constaba nada menos que de doce personas más. Ocho en Estocolmo, dos en Malmö, una en Örebro y otra en Halmstad. Al gotemburgués de la pandilla ya le ha eliminado. De esos doce, hemos dado con nueve y los hemos puesto bajo vigilancia. Uno se halla en el extranjero y a dos aún no los hemos encontrado. Por suerte, ambos son de Estocolmo, un tal Lars-Erik Hedman y un tal Alf Ruben Winge. Localizarlos tiene máxima prioridad. Esta mañana hemos dictado una orden de búsqueda para el Saab 900 verde de Göran Andersson y resultó que ese coche, sin matrícula y con el número de bastidor borrado con una lima, llevaba casi un mes en manos de la policía de Nynäshamn. Los forenses lo están examinando en estos momentos, pero el informe preliminar afirma, y no debe sorprender a nadie, que no parece tener huellas. En cuanto al propio Andersson, hemos emitido una orden de busca y captura a nivel nacional, y su foto más reciente se ha enviado a todos los distritos policiales y puestos fronterizos del país. La cuestión que ahora mismo se está debatiendo en las más altas esferas es si hacerla pública para poder contar con ese Gran Detective que son los ciudadanos.

– Creo que sería un grave error -intervino Söderstedt-. Mientras él no sepa que nosotros sabemos, se sentirá relativamente seguro.

– Sí, claro -constató Hultin-. Pero se trata de hacer que Mörner y compañía también lo vean así.

– Hazlo lo mejor que puedas -dijo Söderstedt-. Dispones de unas cuantas armas secretas.

Hultin le echó una severa mirada y continuó:

– Las prioridades son más o menos éstas. Uno: localizar a Hedman y Winge. Dos: comprobar todos los potenciales contactos que Andersson pudiera haber tenido en Estocolmo para intentar dar con el domicilio en el que debe de estar viviendo desde febrero; ya hemos dado con esa tienda de dardos en el casco viejo, pero debemos encontrar más contactos, la Asociación de Dardos o lo que sea. Tres: presionar un poco a Lena Lundberg con la ayuda de ese tipo de Växjö, Wrede, el de los «incidentes». Cuatro: salir con la foto de Andersson a los bajos fondos.

Hultin hizo una pausa y consultó sus papeles.

– Procederemos de la siguiente manera: en ausencia de Nyberg, Chávez acompañará a los de la policía criminal de Estocolmo por el mundo del hampa; Holm vuelve a Växjö y se alía con Wrede para comprobar posibles círculos de amigos y demás contactos que tenía Andersson en Estocolmo; Norlander irá a la tienda donde encargó sus dardos y a la Asociación de Dardos y luego, con la ayuda de agentes de distintos distritos, comprobará hoteles y alquileres de apartamentos en torno al 15 de febrero; Hjelm y Söderstedt localizarán a Hedman y Winge. Recordad que todo el maldito cuerpo de policía está a vuestra disposición. Y como siempre, evitad cualquier contacto con la prensa y la Säpo. Ahora son las doce y estamos a 29 de mayo. Hoy hace exactamente dos meses que Göran Andersson inició su serie de asesinatos. Asegurémonos de que el número de víctimas no sean más de cinco y que el caso no vaya más allá de los dos meses.


Kerstin Holm volvió a Växjö y, tal y como Hultin lo había expresado, «se alió» con Jonás Wrede. Éste puso cara de susto cuando ella entró por la puerta. Wrede pensó que su negligencia en el caso Trepljov sería sólo un mal recuerdo y ahora tenía que pasar un día más a la sombra de sus alas. Holm no tardó en darse cuenta de que el círculo de amistades de Göran Andersson se reducía, fundamentalmente, al club de dardos. Bien es cierto que había sido la gran estrella del club, pero allí no había nadie que de manera clara reconociera ser su amigo. Y nadie sabía nada de sus posibles contactos en Estocolmo. Volvieron a visitar a Lena Lundberg pero fueron incapaces de «presionarla un poco»; a sus ojos, resultaba obvio que no sabía nada.

Jorge Chávez tampoco tuvo fortuna en su recorrido por el mundo del hampa de Estocolmo. A nadie le sonaba la cara de Göran Andersson. Chávez pensaba que le había tocado una mierda de trabajo, el peor de todos.

Viggo Norlander compartía el sentir de Chávez. En la tienda de dardos tenían que buscar a Andersson en los ficheros del ordenador. El hombre tras el mostrador se acordaba de los dardos de punta larga, pero de nada más. Andersson siempre los había encargado por correo. En la Asociación de Dardos nadie sabía nada de Göran Andersson, pero al final dieron con su nombre en unas listas de resultados de las competiciones regionales de Småland, siempre en el primer puesto. Les asombraba que, al parecer, nunca hubiera salido de su provincia a competir, a pesar de que en varias ocasiones había vencido a miembros de la selección nacional. Con ayuda de un auténtico contingente de agentes de la policía criminal nacional y de la policía de Estocolmo, Norlander dedicó el resto del día a visitar todos los hoteles de la ciudad y a comprobar los anuncios de alquiler de los periódicos y de las Páginas Amarillas del 15 de febrero en adelante. En los hoteles no hubo suerte, pero algunas de las personas que alquilaban apartamentos parecieron reconocer, por teléfono, la vaga descripción de Göran Andersson. No obstante, resultó que, al ver la foto, todos ellos se habían equivocado. Norlander y sus hombres perseveraron en su búsqueda.

Los peones de la policía de Estocolmo, por orden de Hultin, también visitaron los lugares de trabajo y los barrios de las víctimas para mostrar la foto a colegas, miembros de las familias y vecinos. La policía de Gotemburgo hizo lo mismo en el entorno de Ulf Axelsson. Nadie había visto jamás a Göran Andersson.

Söderstedt y Hjelm luchaban por encontrar a los dos miembros de la junta de Sydbanken del año 1990 que aún permanecían sin localizar.

Arto Söderstedt hizo una visita a la empresa propiedad de Alf Ruben Winge, UrboInvest, y a su casa del barrio de Östermalm. A nadie le extrañó demasiado la ausencia de Winge; al parecer formaba parte de su comportamiento habitual desaparecer de la faz de la tierra durante un par de días para luego volver como si no hubiese pasado nada. Gozaba de una situación económica que permitía tales extravagancias, tal y como un empleado de la empresa expresó con diplomacia. Söderstedt dio una vuelta por el archipiélago hasta la impresionante residencia veraniega de Winge en la isla de Wärmdö, pero sólo encontró una casa cerrada a cal y canto. Ese día Söderstedt no pudo avanzar mucho más.

A Paul Hjelm le había caído en suerte el también ausente y ex miembro de la junta, Lars-Erik Hedman. Había sido el representante del sindicato TCO en la junta de Sydbanken entre los años 1986 y 1990. Por entonces fue uno de los principales negociadores del sindicato e, incluso, uno de los más firmes aspirantes a la presidencia; estuvo casado, tenía dos hijos y un elegante piso en el barrio de Vasastan. Ahora, en cambio, vivía solo en un pequeño apartamento del suburbio de Bandhagen, desprovisto de sus cargos en las juntas directivas y excluido de la TCO. Durante un par de años, a finales de los ochenta, había conseguido compaginar su grave alcoholismo con el trabajo, logrando además que todos le encubrieran; pero tras una serie de absurdas escenas en ambientes semioficiales, la paciencia del sindicato terminó y Hedman se encontró de repente de patitas en la calle. Con la ayuda de los servicios sociales de Bandhagen, Hjelm pudo localizar a Hedman en un banco situado delante del Systembolaget. Le llevó a la fuerza al sucio apartamento que era su casa, donde esperaron la llegada de unos agentes a los que les había tocado en suerte el dudoso placer de vigilar la salud y el bienestar de Lars-Erik Hedman; una misión, por definición, imposible.

Hjelm volvió a comisaría seguro de que la marcha de la investigación se había vuelto a quedar en punto muerto. Odiaba esa idea. Otro mes desastroso. Todo el verano congelado. Con un Göran Andersson que les burlaba paseando a sus anchas por la calle con el dardo levantado pero invisible.

Hjelm estaba sentado en su despacho mirando fijamente por la ventana los otros bloques que formaban parte de ese enorme edificio de la policía cuando sonó el teléfono y el tiempo cambió de ritmo.

– Hjelm -contestó.

– Por fin -dijo una sosegada voz cuyo acento hizo que Hjelm, intuitivamente, activara la grabación de la llamada, pues procedía de Småland-. No ha sido fácil hablar contigo. El personal de la centralita no quería pasar la llamada. Paul Hjelm, el héroe de Botkyrka. Esta primavera te han dedicado casi tantos titulares como a mí.

– Göran Andersson -dijo Hjelm.

– Antes de que se te ocurra intentar localizar la llamada, te voy a informar sobre el mejor método para evitar que te hagan eso: robar un móvil.

– Perdóname -se arriesgó Hjelm-, pero contradice la imagen que tenemos de ti el que nos llames para jactarte. Rompes el perfil psicológico.

– Si encontráis un perfil así, mandádmelo, por favor -dijo Göran Andersson-. No, no te llamo para jactarme. Te llamo para advertirte de que te alejes de mi novia. Si no, voy a tener que romper aún más mi perfil psicológico y eliminarte a ti también.

– Tú nunca irías a por mí -exclamó Hjelm de forma muy poco psicológica.

– ¿Por qué no? -quiso saber Andersson, y su interés pareció sincero.

– Helena Brandberg, la hija de Enar Brandberg. Podrías haberla matado también a ella sin problema y llevarte la cinta, pero optaste por salir corriendo y dejarnos la cinta a nosotros.

– ¿Me habéis identificado a través de la cinta? -dijo Göran Andersson asombrado-. No debe de haber sido muy fácil.

– No, muy fácil, no -admitió Hjelm-. ¿Qué creías?

– A través del atracador de la cámara del banco, claro. Estaba esperando a que saliera la noticia del robo y que empezarais a perseguirme. Pero como no ocurrió nada, pasé a la acción. Luego apareció su retrato robot en los periódicos. Como si estuviera vivo. ¿Qué pasó?

¿Por qué no ser sincero?, pensó Hjelm.

– La Säpo enterró la investigación por el bien de la seguridad nacional.

Göran Andersson se rió ruidosamente. Hjelm estuvo a punto de hacer lo mismo.

– Una medida algo contraproducente, ¿no te parece? -dijo Andersson al cabo de un rato.

– Deja ya todo esto y ríndete -le advirtió Hjelm tranquilamente-. Ya has demostrado con bastante claridad tu descontento con la política de los bancos a finales de los años ochenta. Ya está bien. A estas alturas, ya sabes que estamos vigilando a todos y cada uno de los condenados miembros de la junta.

– A todos no… Además, no se trata de una demostración, sino de una acumulación de tantas casualidades que se ha convertido en mucho más que eso. El destino. La frontera entre el azar y el destino es muy sutil, pero una vez que la has traspasado ya no hay marcha atrás.

– ¿Qué quieres decir?

– ¿Pero no has leído los periódicos? -preguntó Göran Andersson perplejo.

– No mucho, la verdad -reconoció Hjelm.

– ¡Pero si soy un héroe, por Dios! ¿No has leído las cartas al director? Tener resaca sin haber sido invitado a la fiesta no resulta muy divertido. Ése es el estado mental de Suecia hoy en día. Todos los que tienen posibilidad y permiso para hablar e influir sobre la opinión pública nos intentan vender que hemos estado en una especie de fiesta y que ahora tenemos que pagar el precio de los excesos. ¿Qué fiesta? Pero si la fiesta es ésta, la que yo estoy celebrando, ésta es la fiesta, ¡la fiesta retroactiva del pueblo! ¡Lee las cartas al director en la prensa, escucha a la gente hablar en la calle! Yo lo hago y creo que tú también deberías hacerlo. Aunque tú estás metido en una habitación cerrada y crees que este caso se desarrolla ahí dentro… Pero si todas las conversaciones en la calle van sobre esto. Se ve quién tiene miedo y quién está encantado.

– ¡Venga ya! ¡No me intentes vender que estás cumpliendo una misión política!

– Durante esa época de delirio, yo estuve en una sola fiesta -dijo Andersson ya algo más calmado-. En el restaurante Hal & Mal de Växjö, el 23 de marzo de 1991. Allí me di cuenta del verdadero aspecto de la fiesta.

– No intentes pasar por un revolucionario popular -insistió Hjelm-. Ésas son construcciones posteriores.

– Claro que sí -dijo Andersson sobrio-. Yo siempre he votado a la derecha.

Ésta es una conversación muy rara, pensó Hjelm. Este individuo no parece tener mucho en común con aquel asesino en serie obseso que se quedaba esperando durante horas en salones vacíos y disparaba dos tiros a la cabeza de sus víctimas para luego quedarse escuchando jazz. El misterio se rompió en mil pedazos, el mito se convirtió en migajas. Misterioso, pensó. Quizá, de alguna extraña manera, los asesinatos le habían curado. Quizá, por otra parte, sólo se tratara de la versión diurna de Göran Andersson con la que estaba intercambiando en ese momento una conversación relativamente sana. Quizá la versión nocturna tuviera otro aspecto bien distinto.

La condición humana, pensó Hjelm, y dijo:

– Una pregunta profesional, si me permites. ¿Cómo entraste en las casas?

– Si sigues a una persona el tiempo suficiente, tarde o temprano puedes acceder a sus llaves -contestó Andersson indiferente-. Luego es sólo cuestión de conseguir un rápido molde en un trozo de barro para poder hacer una copia de la llave. No es mucho más difícil que confeccionar un dardo. Después estudias los hábitos que tienen y les esperas.

– ¿Has terminado de estudiar a tu próxima víctima?

Por un momento se hizo el silencio. Hjelm temía que Andersson hubiera colgado.

– El tiempo suficiente -respondió Andersson al final, y continuó-. Pero esta conversación ya se ha alargado demasiado. Sólo te he llamado para decirte que te mantengas alejado de mi novia. Si no, me veré obligado a matarte a ti también.

La pregunta le había estado rondando por la cabeza a Hjelm desde el principio. ¿Cuál sería la mejor táctica? ¿Hacerla o no? ¿Cómo reaccionaría Göran Andersson? Se sintió más inseguro que nunca al final de esta escalofriante conversación. Escalofriante por su aparente normalidad. Pero se la hizo, aun a sabiendas del riesgo:

– Si has estado en contacto con Lena, supongo que ya sabes que está esperando un hijo tuyo. ¿Qué futuro le espera a ese niño?

Se instaló un silencio absoluto.

Al cabo de diez segundos, escuchó un pequeño clic y la conversación finalizó. Hjelm colgó, apagó la grabadora, sacó la cinta y se fue a ver a Hultin.

– Acabo de hablar con él -anunció Hjelm.

Hultin levantó la vista de sus papeles y se le quedó mirando fijamente a través de las gafas de media luna.

– ¿Con quién?

– Con Göran Andersson -aclaró Hjelm tirando la cinta al aire.

Sin inmutarse, Hultin señaló el magnetófono con el dedo.

Escucharon la conversación de principio a fin. De vez en cuando, a Hjelm le parecía que había sido demasiado pasivo y a veces que había sido directamente tonto, pero, visto en su conjunto, se trataba de una asombrosa -y larga- conversación entre un asesino en serie y un policía.

– Entiendo tu cautela -dijo Hultin cuando la cinta llegó al final-. Aunque quizá podrías haber luchado un poco más para conseguir pistas. Aquí hay, a mi juicio, tres. Una: aunque interpretemos ese silencio final como una confirmación de que no conocía el embarazo de su novia, parece obvio que ha estado en contacto con ella. Supongo que ella simplemente se lo ha callado. Y teniendo en cuenta que el contacto tuvo lugar poco tiempo después de que estuvierais allí, es probable que hayan hablado antes. Resulta difícil de creer que la primera vez que contactan en tres meses y medio sea justo el día después de que vosotros le identificarais. Holm tendrá que presionar mucho más a Lena Lundberg en Algotsmåla. Sabe más de lo que ha dicho. Dos: Andersson contesta «A todos no…» cuando tú le dices que estamos vigilando a todos los miembros de la junta directiva. Eso se podría interpretar como que Alf Ruben Winge es el objetivo; es el único al que no hemos localizado todavía. Tenemos que dedicar el máximo esfuerzo a encontrarlo. Tres: cuando tú preguntas si ha terminado de estudiar a su próxima víctima, él responde: «el tiempo suficiente». Esto parece indicar que ya está listo para esta noche, a pesar de que el último asesinato tuvo lugar en Gotemburgo anoche. Bueno, no es gran cosa aunque bastante para actuar. Por lo tanto, el lugar de residencia de Göran Andersson en Estocolmo sin duda se lo podremos sacar a Lena Lundberg; la próxima víctima será con toda probabilidad Alf Ruben Winge, y ocurrirá esta noche. Yo llamaré a Holm. Llama a Söderstedt para comentarle lo de Winge. Aquí, utiliza mi móvil.

Hjelm permaneció quieto un instante. Hultin, que estaba a la que salta, ya se había echado encima del teléfono para llamar a Kerstin en Växjö. Casi había terminado de hablar con ella cuando Hjelm cogió el móvil de Hultin que estaba en la mesa y marcó el número de Söderstedt.

– Arto. Winge es el próximo. Probablemente esta noche. ¿Qué sabes? Y, por cierto, ¿dónde estás?

– Aquí -dijo Söderstedt de modo melodramático al abrir la puerta.

Apagó el móvil que sostenía en la mano y continuó:

– Estaba en mi despacho. ¿Qué es eso que habéis averiguado?

– Holm va directa a ver a Lena Lundberg -comunicó Hultin a Hjelm, al parecer sin darse cuenta de la dramática entrada de Söderstedt.

Luego Hultin se dirigió a éste:

– ¿Con quién has hablado sobre Winge?

Söderstedt lo cogió al vuelo:

– Con su mujer, Camilla, en Narvavägen; con dos secretarias o administrativas de su empresa UrboInvest, en Sturegatan, Lisa Hägerblad y Wilma Hammar; con los dos colaboradores de la empresa, Johannes Lund y Vilgot Öfverman; así como con un vecino de su casa de campo en Värmdö, el coronel Michel Sköld.

– ¿Les presionaste mucho?

– No especialmente.

– ¿Te dio la impresión de que alguno de ellos sabía más de lo que te decía? Piénsatelo bien.

– La mujer mostró cierta amargura… Y es posible que hubiera un ambiente en la oficina que diera la sensación de un secreto guardado a voces…

– De acuerdo, ¿sabéis si Chávez o Norlander han vuelto?

– Los dos siguen fuera -dijo Söderstedt.

– Entonces nos encargaremos nosotros -concluyó Hultin; se levantó y se dispuso a ponerse la americana-. Ahora son… las cinco y media. Puede que haya alguien todavía en UrboInvest; les llamaremos de camino. Cogeremos cada uno un coche. Arto, tú vas a ver a la mujer. Paul y yo vamos a la oficina. Si no hay nadie, tendremos que buscarlos en otros sitios. Y nos contaremos todos los resultados, tanto positivos como negativos, a través del móvil. Como siempre, evita la radio de la policía. Yo intentaré localizar a Viggo y a Jorge, y espero la llamada de Kerstin desde Algotsmåla. ¿Todo claro?

– ¿Refuerzos? -preguntó Söderstedt ya en el pasillo.

– A su debido tiempo -dijo Hultin.

En la escalera del edificio de la policía se toparon con Niklas Grundström de Asuntos Internos. Su mirada se cruzó con la de Hjelm. Hjelm advirtió cómo, por puro reflejo, se detenía un segundo.

– Veo que está en su salsa, Hjelm -dijo Grundström con tranquilidad.

– Más bien con la salsa hasta el cuello -repuso Hjelm con la misma tranquilidad.

– Anda, continúa hasta los despachos de Döös y Grahn -intervino Hultin-. Allí tienes a un par que necesitan tus servicios.

Grundström les siguió con la mirada mientras bajaban la escalera corriendo y cogían cada uno un coche. Luego entró para expulsar del cuerpo a dos policías de la Säpo.

Fueron por el mismo camino hasta el barrio de Östermalm conduciendo todo lo rápido que pudieron, uno detrás del otro y sorteando el tráfico en hora punta.

– Vilgot Öfverman se encuentra todavía en la oficina de UrboInvest -comunicó Hjelm por el móvil-. Nos está esperando. El resto se ha ido a casa. Me dio la dirección de la administrativa, Wilma Hammar, en Artillerigatan. Los otros dos viven en las afueras. ¿Quieres que vaya a verla?

– Sí -dijo Hultin.

Los tres coches siguieron juntos hasta el parque de Humlegården. Justo antes del cruce de Sturegatan con Karlavägen Hultin anunció:

– Kerstin dice que ha llegado a casa de Lena Lundberg. Nos llamará de nuevo dentro de un rato. No hay contacto con Jorge. Viggo se ha ido a Ösmo para visitar un apartamento. Llegará en cuanto pueda.

Söderstedt y Hjelm giraron a la izquierda enfilando Karlavägen mientras Hultin seguía una decena de metros más por Sturegatan. Después de unas cuantas manzanas, Hjelm giró por Artillerigatan mientras Söderstedt seguía hacia Karlaplan y Narvavägen.

Hjelm llamó al botón del telefonillo junto a la placa con el nombre de Hammar, y una amable voz masculina le dejó entrar. La puerta de la tercera planta fue abierta por el dueño de esa misma voz, en la medida en que una voz pueda tener dueño, un caballero en esa edad que se suele llamar madura, que fumaba una pipa y desprendía un aire de seguridad.

– Policía criminal -se presentó Hjelm moviendo la placa en el aire con tanto ímpetu que el hombre pareció algo mareado-. Busco a Wilma Hammar. Es muy importante.

– Entre -dijo el hombre, y gritó- ¡Wilma! ¡La policía!

Wilma Hammar se acercó desde la cocina secándose las manos con un trapo de cocina. Era baja y achaparrada y rondaba los cincuenta años.

– Perdone que la molestemos -dijo Hjelm estresado-. Creo que sabe de qué se trata. Pensamos que su jefe, Alf Ruben Winge, está en peligro de muerte, y nos dio la impresión en nuestra anterior visita de que no dijo toda la verdad sobre su ausencia.

Wilma Hammar negó con la cabeza poniendo cara de lealtad, una lealtad que parecía dispuesta a defender a cualquier precio.

– Desaparece un par de días al mes, más o menos, tal y como le he explicado al otro policía. No me meto en lo que hace.

– Dipsómano, si es que quiere saber mi opinión -intervino el hombre, y volvió a fumar de su pipa.

– ¡Rolf! -le recriminó Wilma.

– ¿Conoce el caso del Asesino del Poder… -empezó Hjelm cuando le sonó el móvil.

– Escucha -dijo Söderstedt al teléfono-. Esta vez la mujer lo ha reconocido sin ambages. Está bastante achispada. Existe una amante. Repito: existe una amante. Pero la mujer no sabe quién es. No obstante, nos ha comunicado su disponibilidad para arrancarle los pezones a mordiscos si damos con ella.

– Gracias -contestó Hjelm, y terminó la llamada.

– Está usted diciendo que… que Alf Ruben sería… -masculló Wilma Hammar aterrada.

– La próxima víctima, sí -completó Hjelm-. No intente protegerle por algún tipo de lealtad malentendida que más bien le costaría la vida. Ha quedado claro que tiene una amante. ¿Lo sabía?

Wilma Hammar se llevó la mano a la frente.

– Me temo que es cuestión de segundos -advirtió Hjelm para impedir que Wilma Hammar se inventara historias.

– Sí -admitió-. Pero no sé quién es. Le he cogido el teléfono un par de veces cuando ha llamado. Tiene acento de Finlandia, eso es todo lo que sé. Pero Lisa seguramente sabe más.

– ¿La secretaria?

Wilma Hammar asintió con la cabeza.

– Lisa Hägerblad.

– Ella vive en… dónde era… ¿Råsunda? ¿Tiene la dirección y el teléfono?

Wilma Hammar consultó una agenda, y apuntó la dirección y el número de teléfono en un pequeño post-it amarillo que Hjelm pegó a su móvil.

– Gracias -dijo, y se marchó.

Mientras bajaba las escaleras, marcó el número del post-it. Dejó que sonara diez veces antes de cortar. Entonces llamó Hultin.

– Estoy aquí con un veterano de UrboInvest, Vilgot Öfverman. Tras un poco de presión, ha soltado un nombre de pila y una descripción de la amante. Es todo lo que sabe, lo garantizo. Se trata de una mujer de baja estatura, pelo rubio ceniza, corte estilo paje, que se llama Anja.

– Yo puedo añadir que con toda probabilidad es finlandesa -explicó Hjelm por el teléfono mientras sonaba un pitido.

– Me llaman -advirtió Hultin-. ¿Tienes algo urgente?

– La secretaria en Råsunda. No coge el teléfono.

Hultin desapareció por un momento. Hjelm se sentó en el coche a esperarlo, intranquilo. Söderstedt llegó en su Volvo y se puso delante. Sonaron los teléfonos. Los dos contestaron.

– Escuchad -pidió Hultin-. Llamada en grupo. Tengo a Kerstin en línea, como se decía antes.

– Hola -dijo Kerstin Holm desde Algotsmåla-. Acabo de mantener una larga conversación con Lena Lundberg. Efectivamente, ha estado en contacto con Göran Andersson de vez en cuando a lo largo de este trimestre. Me ha engañado bien. Todo lo que le contó Andersson es que tenía algo muy importante que hacer. Luego regresaría a casa y todo volvería a ser como siempre. Ella, tal y como sospechabais, no se ha atrevido a revelarle su embarazo.

– Al grano -exigió Hultin seco.

– Me veo obligada a extenderme un poco más. El hermano de Lena vive en Estocolmo, y la última vez que estuvo de visita en casa de Lena, sólo una semana antes del incidente del banco, él, por la razón que fuera, le contó que la hermana de un compañero de trabajo se había ido a trabajar a Estados Unidos y se había permitido el lujo de dejar su piso de Estocolmo vacío. Eso era todo lo que se le ocurrió respecto a una posible residencia de su novio en Estocolmo. Lena no podía recordar el nombre de esa mujer que trabajaba en Estados Unidos, a pesar de que el hermano se lo dijo, pero el piso al parecer está situado en algún lugar de Fittja. Llamó al hermano y consiguió el nombre: Anna Williamsson. El resto os lo dejo a vosotros.

– Buen trabajo -concluyó Hultin.

– ¿Cómo se encuentra? -preguntó Hjelm.

– Acaba de caer en la cuenta de ciertas cosas. No está muy bien.

– Nos veremos -se despidió Hjelm.

– No os pongáis en primera línea de fuego -les advirtió Kerstin Holm antes de cortar la comunicación.

– ¿Seguís ahí? -preguntó Hultin-. Colgad y comprobaré la dirección.

Esperaban encerrados en sus envoltorios automovilísticos.

Sonó el teléfono de Hjelm. Pero no el de Söderstedt, según advirtió a través de la ventanilla. No será Hultin entonces.

– Por fin -dijo Chávez al oído de Hjelm-. No te lo vas a creer: me han robado el móvil. Al final he podido recuperarlo, pero me ha costado… Lo tenía un yonqui. ¿Qué pasa?

– Estamos en marcha -dijo Hjelm-. ¿Por dónde andas?

– En la plaza de Sergel. Vaya un puto día que he tenido. No pensaba que el mundo del hampa de Estocolmo fuera tan… enorme.

– Cuelga y te llamaré dentro de unos segundos. Hultin está comprobando una dirección. La de Göran Andersson.

– ¡Hostias! -exclamó Chávez, y colgó.

El teléfono sonó de inmediato. Hjelm vio a Söderstedt levantar el móvil a la vez que él mismo.

– Escuchad -dijo Hultin-. El piso de Anna Williamsson está en Fittjavägen 11, cuarta planta.

Hjelm soltó una carcajada.

– ¿Qué? -gruñó Hultin irritado.

– Las casualidades de la vida -explicó Hjelm, y arrancó el coche-. Está al lado de mi vieja comisaría.

Se fueron juntos a la plaza de Sergel, donde recogieron a Chávez. Subió al Mazda de Hjelm, quien le puso al día a grandes rasgos de lo acontecido.

– ¿Qué te pareció Andersson? -preguntó Jorge cuando salieron a Essingeleden.

– De una lucidez espeluznante -repuso Hjelm-. Como si la cosa no fuera con él.

Hjelm intentó poner en orden la cronología. Si esta pista resultaba correcta, significaría que Göran Andersson había estado viviendo al lado de la comisaría de Fittja mientras planificaba sus crímenes. Habría entrado y salido por el portal contiguo, y era posible que se hubiesen cruzado más de una vez durante los meses de febrero y marzo. ¿Habría podido ver la casa desde su antiguo despacho? Andersson se había desplazado a Danderyd para cometer el primer asesinato justo antes de que Hjelm entrara en la oficina de inmigración para liberar a los rehenes. Y mientras Hjelm era sometido al tercer grado por Grundström y Mårtensson, cometió su segundo asesinato en Strandvägen.

¿Qué era lo que había dicho? «Una acumulación de tantas casualidades que se ha convertido en algo mucho más que eso. El destino. La frontera entre el azar y el destino es muy sutil, pero una vez que la has traspasado ya no hay marcha atrás».

Paul Hjelm tuvo la sensación de estar acercándose a esa frontera.

A pesar de que dejaron el coche en el parking de la policía de Huddinge, a nadie se le ocurrió la idea de entrar en la comisaría para pedir refuerzos. Accedieron al portal contiguo, subieron los cuatro tramos de escalera y se agruparon delante de la puerta en la que había una placa con el nombre de Williamsson. En la escalera reinaba la más absoluta tranquilidad.

Hultin llamó al timbre. Nadie abrió. No se oía ningún ruido dentro de la casa. Hultin volvió a llamar. Y otra vez más. Esperaron un par de minutos. Luego Hjelm echó abajo la puerta de una patada.

Irrumpieron a toda prisa con las armas reglamentarias en alto. El pequeño apartamento de dos habitaciones estaba vacío. En el dormitorio había una cama hecha con la colcha bien estirada y unos cuantos ositos de peluche en la cabecera. En las paredes colgaban los típicos pósters del cuarto de una niña. Chávez se inclinó y miró debajo de la cama. Sacó un colchón perfectamente enrollado con la manta en su interior, como un brazo de gitano. Debajo de la cama había también una maleta fabricada en Rusia; dentro, una decena de fajos de billetes de quinientas coronas.

El salón, al igual que el dormitorio, parecía sin usar. Sólo una de las escenas idílicas y rosáceas de los pósters estaba algo arrugada. Resultaba difícil imaginar que alguien hubiese vivido allí durante más de tres meses sin mover ni un solo objeto.

Encima de una de las placas de la cocina había una cacerola limpia con el fondo algo húmedo. La mesa de la cocina tenía un cajón. Hultin lo abrió.

Lo primero que vio fue un juego de llaves, todas muy distintas entre sí, aunque completamente lisas, sin pinchos ni muescas y listas para ser talladas. En el cajón también había una caja marcada con letras cirílicas. Hultin se puso unos guantes de plástico y lo abrió. Contenía cartuchos de nueve milímetros de Kazajstán en largas filas; quedaban menos de la mitad.

Debajo de la caja de cartuchos había una lista escrita a máquina que incluía diecisiete nombres. Hultin levantó la hoja y resopló a modo de confirmación. Kuno Daggfeldt, visto; Bernhard Strand-Julén, visto; Nils-Emil Carlberger, visto; Enar Brandberg, visto; Ulf Axelsson, visto.

El último visto estaba delante de Alf Ruben Winge.

Hjelm salió al salón. Levantó el póster arrugado de la pared. Detrás había una diana, pero sin dardos.

Registraron armarios y cómodas. No existía ningún rastro más de la estancia de Göran Andersson durante los más de tres meses que habría pasado en la casa. Un colchón enrollado, una maleta rusa con billetes de quinientas coronas, una cacerola húmeda, un juego de llaves sin tallar, una caja de cartuchos de Kazakstan, una diana y una lista de personas a las que eliminar. Por lo demás, no daba la impresión de que hubiese estado allí.

Hjelm habló con sus antiguos colegas del edificio contiguo y les dio la orden de acordonar y vigilar el apartamento; asimismo, les pidió que contactaran con la policía científica para realizar el estudio forense de la casa. Cuando salieron al sol de comienzos de verano, unas frías ráfagas de viento les recordaron que ya era tarde. Casi las ocho. Y no les quedaba más remedio que volver a empezar.

Hjelm y Chávez contactaron por teléfono con la secretaria, Lisa Hägerblad, y en esta ocasión contestó. Sonó algo reacia cuando Hjelm le preguntó sobre las ausencias de Winge. A Hjelm no le dio tiempo a insistir sobre la gravedad del asunto antes de que ella colgara. Suspiraron profundamente y se dirigieron a Råsunda para hablar con ella en persona.

Hultin y Söderstedt fueron a Stora Essingen, donde el más joven de los colaboradores de Winge, un tal Johannes Lund, residía en un chalet aceptable con unas vistas sobre el lago Mälaren también perfectamente aceptables. Al llamar había saltado el contestador; no dejaron ningún mensaje después de la señal.

Stora Essingen estaba bastante más cerca que Råsunda, así que Hultin y Söderstedt llegaron antes a su destino. Por el empinado jardín, subía y bajaba un hombre vestido con un mono azul mientras abonaba afanosamente el césped con un artilugio provisto de ruedas que parecía un cortacésped poco práctico. Por el cuello del mono asomaba una camisa blanca y el nudo negro de una corbata y en el bolsillo llevaba un teléfono móvil.

– Bueno, bueno -dijo el hombre al descubrir a Söderstedt. Dejó de abonar y se apoyó en el manillar de la máquina-. Veo que no se han quedado contentos…

– ¿Por qué no contesta al teléfono? -preguntó Hultin brusco.

– El fijo sólo se usa para llamadas sin importancia, entran en el contestador directamente. Aquí -dijo dando unas palmaditas en el móvil- llegan las importantes.

Por lo visto, el individuo interpretó el silencio de los policías como si fueran tontos y siguió explicándoles:

– El grupo B de llamadas se almacena y luego mi esposa las repasa; el grupo A llega directamente aquí.

En eso sí tiene razón, pensó Söderstedt, y dijo:

– Mire el cielo. -Johannes Lund levantó la vista al cielo-. Son las ocho y media, y el sol no se ha puesto todavía. Dentro de un par de horas, el sol ya no estará. Entonces Alf Ruben Winge tampoco estará. ¿Entiende? Dentro de unas horas, su jefe será asesinado por un criminal en serie que ya ha matado a cinco destacados ciudadanos de la misma clase que representa usted, más o menos.

Johannes Lund se les quedó mirando perplejo.

– ¿El Asesino del Poder? -exclamó-. ¡Joder! A mí Alf Ruben siempre me ha parecido una persona muy poco importante. Esto le da un cierto… una cierta altura.

– Cuéntenos todo lo que sabe acerca de sus períodos de ausencia -dijo Hultin.

– Como les he comentado ya, no sé nada -dijo a Hultin, y volvió a alzar los ojos al cielo-. No confía mucho en mí. Sabe que yo hago mi trabajo mucho mejor que él y que gano mucho más dinero para la empresa. Me necesita pero me odia. Más o menos es eso. Me odia pero me necesita. Quédense con la opción que más les guste. Y jamás se le ocurriría compartir confidencias conmigo.

– ¿Tiene amigos cercanos con los que sí lo haría? -preguntó Hultin.

Johannes Lund soltó una carcajada.

– ¡Pero, por favor! ¡Somos hombres de negocios!

– ¿Nunca le ha visto con una mujer finlandesa rubia con corte de pelo estilo paje que responde al nombre de Anja? -quiso saber Söderstedt.

– Nunca -respondió Lund mirándolo a los ojos-. Lo siento.

Sonó el móvil de Hultin. Era Chávez.

– Hemos llegado a casa de Lisa Hägerblad en Råsundavägen. ¿Tenéis algo que decirnos antes de entrar?

– Nada -se lamentó Hultin-. Por desgracia.

– De acuerdo -dijo Chávez, colgó y se guardó el móvil en el bolsillo de la cazadora.

Llamaron a la puerta. Una mujer rubia y guapa recién entrada en la mediana edad -podría decirse así si no sonara tan mal, pensó Hjelm distraído- abrió la puerta con cara de pocos amigos.

– La policía, supongo… -dijo Lisa Hägerblad-. Creí que ya les había dicho que…

– Tenemos muy poco tiempo -interrumpió Hjelm abriéndose paso hasta la casa sin saber muy bien si lamentaba el hecho de que tuvieran que ignorar las convenciones de cortesía.

El piso de Lisa Hägerblad era amplio, tres grandes habitaciones con techos altos. Con un mobiliario del estilo que estuvo de moda a finales de los años ochenta: blanco y negro, tubos de acero, ángulos oblicuos, asimetrías, un ambiente frío con un toque de nuevo rico. Como si el tiempo se hubiese congelado dentro del piso desde los años de excesos económicos.

– Usted es la secretaria personal de Alf Ruben Winge -constató Chávez-. Está más claro que el agua que sabe más de lo que nos ha dicho. Entendemos que no podía revelar nada ante el personal de la oficina. Pero ahora la vida del director Winge está en juego de una forma muy directa y muy concreta. Le van a asesinar dentro de un par de horas.

– ¡Uy! -exclamó la secretaria. Al parecer esta era su máxima muestra de conmoción-. Pero el madero de pelo blanco no me dijo nada de eso.

– Es que en ese momento el madero de pelo blanco no lo sabía. Pero ahora el madero moreno lo sabe -replicó Chávez, y no pudo resistir la tentación de añadir-: es que el caso se ha oscurecido.

– Venga -dijo Hjelm-. Tiene acento de Finlandia, se llama Anja, luce un corte de pelo estilo paje y es la mujer con la que Alf Ruben Winge se oculta un par de días al mes en un nido de amor con sábanas cada vez más manchadas. ¿Quién es?

– La verdad es que no lo sé -reconoció Lisa Hägerblad-. Todo lo que dice es correcto. A menudo hablo con ella por teléfono, pero enseguida le paso la llamada a Alf Ruben. Ni siquiera he arreglado un solo encuentro con ella, y eso que siempre soy yo la que organiza su agenda. ¿Pero no ha hablado con Johannes?

– ¿Johannes Lund en Essingen? Él no sabe nada -dijo Chávez.

Lisa Hägerblad se rió ligeramente.

– Bueno, bueno -dijo-. Como prefiero tener a Alf Ruben de jefe antes que a Johannes, supongo que debería contarles todo. Alf Ruben Winge y Johannes Lund son como padre e hijo; Alf Ruben ya ha nombrado a Johannes su sucesor y le ha legado la empresa en su testamento. Si Alf Ruben muere, Johannes heredará la empresa, y entonces no me cabe la menor duda de que nos despedirá a todos en favor de gente más joven.

– ¿Sabe si Lund ha conocido a Anja?

– Estoy plenamente convencida de que sí. A menudo celebran cenas de negocios con sus respectivas parejas en las que la respectiva pareja no es la legítima, por decirlo de alguna manera.

Chávez llamó a Hultin en seguida.

– ¿Sí? -dijo Hultin.

– ¿Dónde estáis? -preguntó Chávez.

– Volvemos con la esposa en Narvavägen a ver si le sacamos algo más del círculo de amistades. Ahora pasamos -el teléfono empezó a entrecortarse- el túnel debajo de Fredhäll. ¿Me oyes?

– Mal. Daos la vuelta. Volved a casa de Lund. Él hereda la empresa UrboInvest si Alf Ruben Winge muere. Repito: Johannes Lund hereda UrboInvest si muere Alf Ruben Winge. Tiene todas las de ganar si cierra la boca sobre el tema de Anja. Con toda probabilidad sabe quién es ella.

– De acuerdo -chisporroteó Hultin-. Creo que he captado la idea general. Volvemos a Stora Essingen.

Hultin colgó justo cuando el coche salía del túnel. Llamó a Söderstedt, que iba un par de coches por detrás, y giraron en la cuesta de Fredhäll, regresaron por el túnel, atravesaron el puente de Fredhäll y Lilla Essingen. Un par de individuos valientes estaban nadando entre las rocas de Fredhäll, donde el sol de poniente empezaba a teñir las olas de color rojo.

No advirtieron la belleza del lago Mälaren. A pesar de que llevaban un par de minutos fuera del túnel, era como si siguieran todavía dentro. Al final del túnel se atisbaba una oscura luz con el nombre de Göran Andersson, pero de momento estaba oculta por otra llamada Johannes Lund. Söderstedt, que intentaba con todas sus fuerzas no perder de vista al coche de Hultin conduciendo a toda velocidad, se preguntaba, no sin cierta esperanza, si Hultin volvería a emplear su durísimo hueso frontal.

Lund estaba sentado fumando a orillas del agua. El mono colgaba en el borde del sofá-balancín, que se mecía ligeramente, y las nubes de humo del tabaco, que se arremolinaban en torno a su robusto cuello para luego evaporarse hacia arriba, parecían muy contentas.

Hultin agarró el balancín al vuelo y lo empujó con vehemencia. Johannes Lund cayó al césped y se manchó de verde los codos de la camisa blanca. Al ver a los policías no pronunció palabra, sólo se levantó despacio. Ahora su mirada era otra. Estaba dispuesto a defender su herencia con uñas y dientes.

– Rápido -exigió Hultin con voz neutra-. Anja.

– Como les acabo de explicar, no sé…

– Si Winge muere será acusado de cómplice de asesinato. Ésta es su última oportunidad para decirnos algo. Luego lo detendremos y lo llevaremos a comisaría.

– No tienen ninguna oportunidad de procesar me -dijo Lund sereno mientras miraba sus codos manchados y seguía dando caladas a su cigarro-. Simplemente no sé quién es esa Anja. Y si por casualidad la he visto en alguna ocasión, nadie se ha molestado en presentármela.

– ¿Está seguro de que quiere hacer esto por las malas? -preguntó Hultin tranquilamente.

– ¿Por qué no? -repuso Lund con chulería-. Lléveme a comisaría, adelante. Me sacarán dentro de una hora. Será tiempo suficiente para que el venerado Alf Ruben Winge muera. No tiene nada que ver conmigo.

– No me ha entendido -dijo Hultin, y acto seguido le dio un cabezazo que le rompió la ceja derecha-. Ir a comisaría sería hacer las cosas por las buenas. Las malas no han hecho más que empezar.

Johannes Lund se quedó mirando atónito la sangrienta mano que acababa de separar de su frente.

– ¡Pero, Dios mío! -exclamó-. Mi mujer y mis hijos nos están viendo por la ventana.

– Y vaya un espectáculo que les vamos a dar si no sueltas el nombre de Anja ahora mismo.

– Creí que la brutalidad policial sólo era algo que salía en la prensa -se quejó Lund, y recibió otra muestra.

Lund se retorcía jadeando en el suelo. Hultin se inclinó sobre él mientras hablaba despacio:

– Hay demasiado en juego para usar guantes de seda. En el transcurso de las próximas horas tenemos la oportunidad de coger al peor asesino en serie que ha conocido este país en décadas. Luego se nos escapará. Hoy sabemos quién será su víctima. Es ahora o nunca; no creo que surja otra oportunidad igual jamás. Y como comprenderá, no voy a dejar que sus ambiciones empresariales le salven. Entiendo que lo veas como una aparición providencial para hacerte con el poder de UrboInvest. Incluso lo puedo comprender. Pero si no escupes todo lo que sabes acerca de Anja te vamos a hacer mucho daño. Así de sencillo.

– Tiene algún apellido finés -bufó Lund-. Parkkila, Parikka, Parliika. Algo así. Vive en el barrio de Söder. Eso es todo lo que sé.

– ¿El nido de amor es su casa?

– De eso no tengo ni idea, ¡lo juro!

– ¿No han participado en orgías con ella, usted y sus diferentes parejas? -le interrogó Hultin diabólicamente.

– ¡Por Dios! -gimió Lund.

– ¿Es una prostituta? ¿Una callgirl?

– No. No creo. No lo parece. Es otro tipo de mujer. Un poco tímida.

– Gracias por su buena voluntad -dijo Hultin mientras se levantaba-. Si resulta que nos ha mentido u ocultado alguna información, volveremos para profundizar en la esencia de esta conversación. ¿Tiene usted algo que añadir o modificar?

– ¡Que el infierno madero sea suficientemente grande para que quepáis allí los dos!

– Creo que ya está bastante lleno -replicó Hultin antes de alejarse.

– Parkkila, Parikka, Parliika -dijo a Söderstedt mientras se acercaban a los coches-. ¿Cuál es el más probable?

– Parkkila y Parikka son apellidos -explicó Söderstedt-. Parliika no.

– Comprueba si hay alguna Anja Parkkila o Anja Parikka en Södermalm -dijo Hultin-. Y luego todas las Parkkila o Parikka en todo Estocolmo.

Söderstedt llamó a información de números telefónicos. Había una Anja Parikka en Bondegatan, en Södermalm, pero ninguna Anja Parkkila. Además, había otros seis Parikka dentro de una radio razonable, tres con el prefijo 08, de Estocolmo, dos con el 018, de Uppsala, y uno con el 0175. Söderstedt apuntaba agresivamente en su cuaderno.

– ¿De dónde es el prefijo 0175? -preguntó.

– Hallstavik-Rimbo -respondió la voz del servicio telefónico, y le dio una dirección del pueblo de Rimbo. Era la última.

– Gracias -dijo Söderstedt, colgó y marcó el número de la Anja Parikka que residía en la calle Bondegatan. No hubo respuesta.

– Anja Parikka -indicó Söderstedt a Hultin, que estaba esperando delante de su coche-, Bondegatan 53. Nadie coge el teléfono.

– Voy para allá -dijo Hultin subiendo al coche de un salto-. ¿Cuántos más? -gritó a través de la ventanilla bajada saliendo marcha atrás de la casa de Johannes Lund.

– Seis Parikka. Tres por la zona de Estocolmo, dos en Uppsala y uno en Hallstavik-Rimbo.

– Comprueba si los de Estocolmo son familia. Pon a Chávez y a Hjelm con los demás. Ellos ya están por el norte.

Hultin se fue. Söderstedt llamó a Chávez.

– Se llama Anja Parikka; una erre y dos kas. Vive en Södermalm. Probablemente está fuera. Hultin va para allá. ¿Dónde estáis?

– Esperando al lado del estadio. El Hammarby acaba de darle una paliza al Gotemburgo, por raro que parezca. Centenares de potenciales detenciones están desfilando delante de nosotros.

Söderstedt les dio los dos números de teléfono de Uppsala y el número con el prefijo 0175.

– Mirad si son familia de Anja. En el peor de los casos, vais a tener que ir a verlos.

– ¿De dónde es ese prefijo 0175?

– Rimbo -dijo Söderstedt-. Tengo las direcciones. Llámame si surgen problemas para conseguirlas.

Söderstedt colgó y se puso enseguida a comprobar los tres números de la zona de Estocolmo. Dos en Skärholmen, afortunadamente, pues estaba bastante cerca, aunque uno era de Hässelby.

Los dos números de Skärholmen resultaron ser de dos hermanos, recién llegados a Suecia desde Tammerfors, que no conocían a ninguna mujer de nombre Anja Parikka.

– Aparte de la tía de mi padre, que vive en Österbotten -explicó uno de los hermanos en finés-. Tiene noventa y tres años, está sorda, ciega y tiene una marcha que no veas. Tal vez es a ella a quien buscáis.

Söderstedt se despidió del hermano y llamó al número de Hässelby. Irene Parikka resultó ser la hermana mayor de Anja.

– ¿Cuántos años tiene? -preguntó Söderstedt en sueco.

– Veinte -dijo Irene Parikka-. Estudia Económicas en la Universidad. Jesús, ¿le ha pasado algo?

El Cristo Blanco, pensó Söderstedt tontamente.

– Todavía no, pero está en peligro. Es extremadamente importante que la podamos localizar. ¿Conoce a algún amante suyo que sea mayor?

– Nos llevamos quince años. No tenemos mucho contacto, la verdad. No sé nada de su vida amorosa. Aparte de que ha sido, a veces, bastante caótica.

– ¿Y no conoce ningún sitio donde ella pudiera recibir a un amante?

– ¡Amante, amante! ¡Pero qué palabra es ésa, joder!

– Pues de eso se trata. Cálmese y piénselo bien.

– Lo único que conozco es su apartamento en el barrio de Södermalm.

– ¿Tienen más hermanos o padres que vivan en Suecia?

– Mi hermano mayor murió poco antes de que naciera Anja. Nuestros padres viven, aunque empiezan a estar un poco seniles. Residen en Rimbo.

Söderstedt le dio su móvil, le agradeció la información y se despidió. Vio cómo el tiempo se les iba de las manos. Rimbo estaba a más de cincuenta kilómetros de Estocolmo. Llamó a Chávez.

– ¿Cómo va?

– Sin resultados en Uppsala. En el primer número no contesta nadie, en el otro acabo de mantener una larga y confusa conversación con un caballero mayor de nombre Arnor Parikka. Un islandés que emigró a Finlandia, tomó allí un apellido finés y que luego acabó en Suecia. Durante un buen rato afirmó ser el padre de Anja. Luego resultó, tras una desordenada charla, que había sido castrado por los rusos en la Guerra de Invierno de Finlandia. Ahora voy a llamar a Rimbo.

– Hazlo con mucho cuidado. Son los padres de Anja. Tendréis que ir allí, supongo.

– ¡Mierda!-exclamó Chávez-. Tempus fugit.

– Y nosotros con él -repuso Söderstedt.

Se encontraba en Stora Essingen contemplando la desaparición definitiva de la luz y, con ella, también de las ideas. No le quedaba nada por hacer. Permanecía completamente pasivo con las manos en el volante. Le pareció que se estaba congelando. El tiempo transcurrió más allá de su control. Mucho tiempo.

Eran más de las nueve de la noche del 29 de mayo y, con toda probabilidad, en algún sitio, Göran Andersson estaba esperando a Alf Ruben Winge.

Sonó el móvil. A Söderstedt le dio la impresión de que le chasqueaban y le crujían las articulaciones cuando se acercó el teléfono al oído.

Era Hultin:

– El apartamento de Anja en Bondegatan está vacío. He forzado la puerta con una ganzúa. No hay rastro. Los vecinos no saben nada. Viggo está aquí. Hemos encontrado una agenda. Winge no está en ella, pero sí bastantes nombres y direcciones de otras personas, más que nada parecen amigos de la facultad. Vamos a empezar a llamar ahora mismo. ¿Sabes algo de Hjelm y Chávez?

– No -fue todo lo que Söderstedt pudo pronunciar.

La congelación de su cuerpo seguía su curso. La terrible impotencia le recorrió una última vez antes de que todo se congelara.

Volvió a sonar el móvil. Cuando al final fue capaz de contestar oyó la voz de Chávez. Sonaba extrañamente parecida a la suya propia.

– No ha habido suerte en casa de los padres.

Eso fue todo. Söderstedt comprendió que la congelación era común. Göran Andersson estaba a punto de escapárseles de las manos. El ritmo había llegado al máximo para ahora disminuir por debajo del mínimo. El veneno de la impotencia caía gota a gota por los oídos y se propagaba por los cuerpos. Se trataba de una frustración difícil de comprender.

De nuevo sonó el móvil. Söderstedt apenas tuvo fuerzas para levantarlo.

– Hola -dijo tímidamente la voz de una mujer-. Soy Irene. Irene Parikka. La hermana de Anja.

Se abrió una fisura en el bloque de hielo en el que se había convertido su interior. ¿Era el impetuoso torrente del deshielo primaveral lo que pudo entrever río arriba?

– ¿Sí? -dijo Arto Söderstedt aguardando.

– Creo que se me ha ocurrido algo -empezó despacio Irene Parikka-. Puede que no tenga ninguna importancia.

Söderstedt esperó. El torrente primaveral se fue acercando.

– Mis padres tienen una pequeña parcela en una colonia con una casita que creo que Anja usa a veces. En Tantolunden, arriba de todo.

Y el hielo rompió, el torrente primaveral brotó a raudales por la tierra, pulverizó el hielo, lo inundó todo e hizo girar la llave de ignición del ahora ardiente coche.

– ¿Tiene alguna dirección más exacta? -preguntó mientras avanzaba por las calles en dirección a la carretera de Essingeleden.

– No, lo siento -se disculpó Irene Parikka-. Creo que la colonia se llama Södra Tantolunden. Eso es todo.

Söderstedt dio las gracias, unas gracias que le parecieron sinceras, muy sinceras, y, acto seguido, llamó a Hultin.

– Creo que ya lo tenemos -anunció tranquilamente-. En la colonia de Tantolunden. En una casita que pertenece a los padres de Parikka.

Silencio. Deshielo. Deshielo en toda la ciudad.

– Conduce hacia el Ayuntamiento -dijo Hultin al final.

Sin tener ni idea de por qué, Söderstedt condujo en esa dirección. La ciudad estaba casi desierta. Cuando bajaba por Hantverkargatan, Hultin le volvió a llamar:

– ¡Atención todos! -casi gritó-. Hemos localizado una casita en la colonia de Tantolunden. Nos reunimos al final de Lignagatan, la última bocacalle que sale de Hornsgatan, por Hornstull. Nos encargaremos de esto nosotros solos. Dirigíos todos hacia allí inmediatamente. A excepción de Arto. Arto, te llamaré dentro de un segundo.

La congelación, que había inmovilizado el Mazda, todavía aparcado indeciso delante del estadio de fútbol de Råsunda, se desvaneció de golpe. Hjelm pisó a fondo y Chávez experimentó cómo una buena parte de su cuerpo era lanzado hacia el asiento de atrás.

Llegaron los primeros al lugar. Estaba desierto. Tantolunden se encontraba en plena ciudad, como un agujero negro de campo en medio de la urbe. De vez en cuando, temblaba una luz en alguna de las casitas de la colonia, en lo alto de la colina.

En algún sitio por allí arriba se escondía Göran Andersson.

Se quedaron quietos en el coche. Ni una palabra, ni un movimiento. Hjelm se fumó un cigarrillo. Chávez parecía no darse cuenta.

Un taxi se acercó al Mazda. Por un breve y terrible momento, Paul Hjelm se imaginó que era Göran Andersson, que llegaba para «eliminarlo», tal y como le había dicho por teléfono. Pero del taxi se bajó Kerstin Holm. Se subió enseguida al asiento de atrás del Mazda.

– Vengo directa de Arlanda -dijo tranquilamente-. Supongo que es mucho pedir que me hagáis un rápido resumen.

– Los padres de Anja Parikka tienen una casita en esta colonia de aquí arriba -dijo Hjelm mientras sentía cómo la mano de Kerstin le tocaba el hombro. Por un breve, muy breve instante, él pasó la mano por encima de la de ella. Acto seguido se separaron.

Un Volvo Turbo irrumpió en esa pequeña callejuela de nombre Lignagatan. Bajaron Hultin y Norlander, y subieron al Mazda. Empezaba a haber poco espacio en el interior del coche.

– Arto llega enseguida con un plano -informó Hultin saludando con un breve movimiento de cabeza a Kerstin Holm-. Y tú has vuelto. Bien. Conseguí dar con un individuo del registro de la propiedad del Ayuntamiento. Arto ha ido a verlo, espero.

– Entonces, ¿no vamos a llamar a los francotiradores de las fuerzas de intervención y gente así? -preguntó Hjelm esperanzado.

– No -dijo Hultin secamente. Un «no» cargado de significado.

Tuvieron que esperar un buen rato antes de que el coche de Söderstedt entrara en Lignagatan. Salió blandiendo el mapa en el aire. Todos bajaron del coche y fueron a su encuentro. Hultin cogió el mapa y estuvo mirándolo un rato.

– ¿Y el hielo se ha roto? -preguntó Söderstedt a Chávez.

– Por fin.

– ¡Atención! -exclamó Hultin al cabo de un rato, y todos se reunieron en torno al mapa-. Aquí está la casa -siguió Hultin señalando con el dedo-. ¿Vale? ¿La veis todos? Se encuentra al otro lado de un pequeño sendero casi en el punto más elevado de la colonia. Si vamos con mucho cuidado, podemos llegar pasando desapercibidos hasta esta casa de aquí, a este lado del sendero. Es la casa más cercana a nuestro objetivo; se halla justo enfrente. La puerta da en esta dirección, o sea, alejada de la casa de Parikka. Será nuestro primer punto. Punto uno. Uno de vosotros subirá hasta allí el primero para ver si hay algún tipo de movimiento en la casa objetivo. Por lo demás, hay un par de casas en los alrededores que podrían ser posibles puntos de vigilancia: las dos al otro lado de la casa objetivo, de modo que vais a tener que ir dando un rodeo por la parte alta, por aquí. Una está situada justo encima de la casa objetivo, en diagonal, en el lado opuesto; es esta de aquí, el punto dos. Y la otra casa está un poco por debajo, en la cuesta que baja hacia el agua de Hornstull Strand; aquí, el punto tres. Con estos tres puntos tendremos cercada la casa objetivo, de modo que nadie pueda entrar o salir sin ser visto. El punto uno cubre toda la parte delantera de la casa objetivo, la que da al sendero. El punto dos cubre la parte de arriba y buena parte de la parte de atrás. El punto tres cubre la parte de abajo y el resto de la parte de atrás. Por lo tanto, en el punto uno ponemos a nuestro primer hombre, que será seguido por otra persona, ya que se trata de nuestro principal punto de vigilancia. Luego un hombre en cada sitio de los puntos dos y tres. ¿Entendido? Fijaremos un lugar de encuentro justo debajo de la cuesta desde donde lo coordinaremos todo. Allí estaremos Norlander y yo para dirigir la operación.

Resultaba difícil saber si Viggo Norlander estaba aliviado o decepcionado. Hultin se aseguró su adhesión añadiendo:

– El papel de Viggo es el más importante de todos. Es vuestro apoyo de tiro más cercano e inmediato. Ahora: ¿a quién se le da bien forzar una cerradura, rápido y en silencio?

Los integrantes del Grupo A se miraron.

– Yo puedo hacerlo -se ofreció Chávez.

– De acuerdo -dijo Hultin-. Tú serás el primer hombre en subir. Te seguirá Hjelm. Cuando lleguemos al lugar de encuentro al pie de la cuesta, subes tú directamente. Tendrás que escalar un poco al principio, luego se va allanando. La primera casa a la que llegues se ve desde nuestro lugar de encuentro. Es esta de aquí. -Hultin iba señalando todo el tiempo sobre el plano y dibujando líneas naranjas que brillaban tenuemente en la noche.- Pasas esa casa y luego tres más, ¿las ves aquí? El sendero gira un poco por encima del punto uno; deberías verlo una vez que hayas pasado la cuarta casa. Cuando veas el sendero, tendrás el punto uno justo enfrente. Estas instrucciones también van para ti, Paul.

– Sólo una cosa -intervino Hjelm-. ¿Sabemos si las casas de los tres puntos de vigilancia están habitadas?

Hultin le miró.

– No -dijo-. Es un cálculo de probabilidades. La mayoría de los propietarios de estas parcelas sólo están durante el día ocupándose de sus huertos. Pero existe el riesgo de que haya gente. En tal caso, tendríamos que cambiar nuestros planes.

– Además, la ruta que indicas atraviesa bastantes parcelas. Imagina que alguien está en casa y empieza a dar voces porque pisamos sus primorosos tulipanes.

– Ni que decir tiene que hay que desplazarse con la máxima agilidad y discreción -replicó Hultin sin desviar la mirada de Hjelm.

¿Podría ser que Hultin hubiera pasado por alto algunos aspectos de la operación?

– Alejaos lo máximo de las casas -siguió Hultin-. No podemos llevar a cabo una evacuación; eso sin duda alertaría a Andersson. Bueno, punto dos, Kerstin; punto tres, Arto. Os vais al mismo tiempo que Hjelm, una vez que Jorge haya dado luz verde desde el punto uno, aunque tenéis que desviaros un buen trecho hacia la izquierda antes de empezar a subir la cuesta. Enseguida daréis con un camino un poco más ancho por aquí, lo seguiréis dando un rodeo. Cuando el camino se cruza con el sendero, aquí, empezáis a contar, uno, dos, tres, cuatro, cinco, seis, siete, ocho y nueve casas. A la altura de la novena casa, Kerstin gira, entra y avanza tres casas hacia dentro. La tercera casa constituye el punto dos. La puerta da hacia arriba y debe de ser invisible desde la casa objetivo. Arto sigue por el camino y pasa cuatro casas más hasta que el sendero empieza a descender de forma muy acusada. A partir de donde entre Kerstin, cuentas cuatro casas más y te metes. Allí se trata también de ir a la tercera casa. La puerta es un poco más problemática, posiblemente resulta visible desde el objetivo. Se requiere algo de cautela para forzar la cerradura en la oscuridad sin que nadie te oiga ni te vea.

Hultin hizo una pausa. Luego asintió con la cabeza, bajaron corriendo por la pendiente de hierba y entraron en Tantolunden, sumido en una extraña oscuridad, un agujero de negrura silenciosa en medio del ruidoso resplandor de la ciudad.

– Éste será el lugar de encuentro -susurró Hultin, que desplegó el mapa y se puso a repartir pequeñas linternas y walkie talkies que iba sacando de una bolsa-. Usad los pinganillos. Mantened también los móviles encendidos por si acaso, pero, por el amor de Dios, no hagáis llamadas a menos que sea absolutamente necesario. Y también las linternas se reservan para casos de extrema necesidad. Jorge, Kerstin, Arto, ¿lleváis ganzúas adecuadas? Si no, yo tengo en mi bolsa.

Los tres cogieron un juego de ganzúas.

– Vale. Largaos -dijo Hultin.

Jorge empezó a subir trabajosamente la empinada pendiente y desapareció de la vista. Esperaron durante cinco terribles minutos. Luego todos escucharon la voz de Chávez por los pinganillos.

– De acuerdo -susurró sin aliento-. Punto uno ocupado. La casa está vacía, menos mal. Paul, la segunda casa que vas a pasar, en cambio, está habitada. Hay un hombre sentado en la terraza mirando a la bahía de Årsta. Puedes pasarlo por la parte de atrás de la casa. Por lo demás, no hay nadie. Respecto a la casa objetivo, tiene estores negros bajados en todas las ventanas. Pero hay movimiento por detrás. Da la impresión de que hay luces encendidas allí dentro. Göran Andersson está aquí. Repito: nuestro hombre está aquí. Cambio.

– Mando el resto de las fuerzas ahora mismo. No hagas nada hasta que ellos no estén en sus puestos. Corto y fuera -terminó Hultin.

Holm y Söderstedt se dirigieron hacia la izquierda. Hjelm subió por la pendiente siguiendo las huellas de Chávez. El tipo de la segunda casa ya no estaba sentado en la terraza. Se entretenía con las rosas en plena noche. Hjelm se escondió detrás de unos arbustos y se quedó esperando allí durante unos tres minutos que le parecieron horas. Vio perfilarse en la noche la silueta negra del individuo, que acariciaba sus queridas rosas despacio, ligeramente bebido. Hjelm escuchó por el auricular cómo primero Kerstin y luego Arto ocupaban sus puntos. Sus casas también estaban vacías. Notó la tensa espera en sus voces, pero no podía hacer nada de nada. Por fin el hombre terminó con su nocturna actividad horticultora y regresó a la terraza. Eructó ruidosamente mientras Hjelm le pasaba por la espalda y entraba en la casa donde ya estaba Chávez, quien se le quedó mirando con los ojos como platos en la oscuridad.

– ¿Qué diablos te ha pasado? -dijo.

– A tu amigo se le ocurrió ocuparse de las rosas. Tuve que agacharme detrás de unos arbustos a unos pocos metros de él. ¿Ha ocurrido algo? -preguntó, e informó por walkie talkie de que ya se encontraba en su puesto.

– No -dijo Chávez a la vez que Hultin contestaba por el walkie talkie:

– Bien. ¿Alguien puede ver alguna abertura en esos estores por algún sitio?

– Punto uno -respondió Chávez-. Ninguna abertura desde este lado.

– Punto dos -siguió Holm-. Aquí tampoco. En general, veo el objetivo algo peor de lo que esperaba. Sólo puedo divisar la mitad superior de una de las ventanas.

– Punto tres -dijo Söderstedt-. Veo una rendija de luz al lado del estor, nada más. No hay movimiento. Aviso en cuanto vea algo.

Hjelm se dirigió a Chávez. No era más que una silueta.

– ¿Cómo coño pudiste decir que Andersson estaba aquí? -susurró Hjelm.

– Te juro que he visto algo de movimiento allí detrás -insistió Chávez-. Y Arto vio la luz también. Que sí, joder. Está aquí.

La pequeña casita al otro lado del sendero se hallaba sumida en la más absoluta oscuridad. No había nada que indicara la más mínima presencia de nadie.

La noche era negra y hacía un frío húmedo. De la luna sólo se veía una pequeña y delgada hoz que apenas emitía resplandor. En la lejanía brillaban unas pocas estrellas dispersas. Parecía que estaban en medio del campo. La tierra de Göran Andersson, pensó Hjelm.

Tiritaban de frío a oscuras en sus casitas.

Aguardaron. Oían pensar a Hultin allí abajo, al pie de la cuesta. No tenían ningún plan concreto, eso estaba claro; el plan se iba configurando según actuaban.

– ¿Contactamos? -propuso Hjelm.

Hubo silencio durante un instante.

– Con toda probabilidad se trata de una toma de rehenes -repuso Hultin pensativo-. Seguramente tiene a Alf Ruben Winge y a Anja Parikka. Un contacto demasiado brusco podría matarlos.

– ¿Y por qué iba a tomar rehenes de repente?

– Por la misma razón que decías tú cuando hablaste con él. Dejó vivir a Helena Brandberg, a pesar de que le costó la cinta. Si resulta que Winge apareció en compañía de Anja… No quiere matar a Anja. Tiene su lista y la sigue a rajatabla. Ahora está allí dentro con uno que figura en la lista y con otra persona que no está incluida, y no sabe muy bien qué hacer.

Volvieron a quedarse un momento en silencio. Una fría ráfaga de viento barrió el sendero, levantando en su camino unos hierbajos que rodaban en el aire como a cámara lenta.

– Hay otra posibilidad -dijo Hjelm por el walkie talkie.

– ¿Cuál? -preguntó Hultin.

– Que esté esperando.

– ¿A qué?

– A mí -dijo Paul Hjelm.

Reinó un silencio absoluto. Al fondo, los pequeños puntos ruidosos del lejano tráfico nocturno se colaron en el silencio y se fundieron con él. Un búho ululaba despacio. También eso formaba parte del silencio.

Chávez se movió ligeramente. Había sacado su pistola.

El tiempo se había parado por completo.

Los pinganillos crujieron.

– La he visto -confirmó Arto Söderstedt-. He visto la pistola en la rendija junto al estor. Pude verla pasar durante un instante. Está dando vueltas ahí dentro.

El tiempo se contrajo. Largas y sordas campanadas por cada segundo que les pasaba por el cerebro.

El silencio de Hultin.

La decisión.

La pequeña casita del objetivo seguía sumida en un completo silencio. Pero algo se había encendido dentro, invisible pero concreto.

Una presencia recorrió la casa, quizá varias.

Entonces sonó el móvil de Hjelm.

Al penetrar el silencio, el débil timbre se amplió y se convirtió en un campanilleo que retumbó con un impetuoso eco.

Hjelm contestó lo más rápido que pudo.

– Anda, así que ése es el timbre de tu móvil -dijo Göran Andersson al teléfono-. Se oye bastante bien. Eso quiere decir que estás en la casita de enfrente. Te estaba esperando.

Hjelm fue incapaz de pronunciar palabra durante un largo instante. Luego dijo con una voz que no reconoció:

– ¿Están vivos?

– En uno de los dos casos se trata más bien de una cuestión de definición -reconoció Göran Andersson-. La chica tiene miedo, pero sigue viva; el otro parecía muerto ya cuando llegó.

El silencio se instaló de nuevo por un momento. Chávez acercó el walkie talkie al móvil. La conversación se difundió por las casitas de la colonia.

– ¿Qué quieres hacer? -preguntó Hjelm.

– ¿Que qué quiero hacer? -replicó Andersson con ironía-. ¿Qué quieres hacer tú?

Hjelm respiró hondo.

– Voy a entrar -dijo.

Ahora le tocaba a Andersson permanecer en silencio un instante. Al final dijo:

– Adelante. Pero esta vez sin el arma escondida en la cinturilla de los pantalones. Y sin el walkie talkie encendido.

Andersson cortó la llamada.

– ¿Jan-Olov? -dijo Hjelm por el walkie talkie de Chávez.

– No estás obligado a hacerlo -advirtió Hultin.

– Ya -contestó Hjelm entregando su arma reglamentaria a Chávez. Luego dejó la cazadora, el walkie talkie y el móvil en el suelo.

Jorge le miró a través de la oscuridad, puso la mano en el brazo de su compañero y susurró:

– Haz ruido durante unos segundos cuando entres para que yo pueda acercarme a la ventana izquierda. Y me quedaré apostado allí fuera.

Hjelm asintió con la cabeza y salieron a la noche. Jorge se quedó detrás de la casita mientras Hjelm daba la vuelta a la esquina.

Vestido sólo con la camiseta y con las manos encima de la cabeza, cruzó el pequeño sendero. Los pocos metros que había entre las casitas le parecieron una distancia enorme. Pensó que debería tener frío.

Por un momento, imaginó que estaba subiendo las escaleras de la oficina de inmigración en Hallunda.

La puerta se abrió un poco. No se veía a nadie. Sólo una intensa luz.

Subió al pequeño porche y se coló por la ranura abierta de la puerta. Vio un pequeño móvil decorativo colgando del marco y le dio con la cabeza intencionadamente. Mientras el móvil se movía tintineando, le pareció ver a Chávez cruzando el sendero.

La luz que emanaba de la pequeña lámpara del techo era tenue pero le cegaba los ojos, ya habituados a la oscuridad. Le llevó un rato antes de que pudiera distinguir nada.

En el suelo, al fondo de la estancia, en el rincón derecho, había dos figuras atadas y amordazadas. Los ojos azul claro de Anja Parikka se abrían como platos por encima de la cinta adhesiva, los de Alf Ruben Winge estaban cerrados. Ella se encontraba sentada, él tumbado en posición fetal. Sus cuerpos no se tocaban.

A lo largo de la pared izquierda había una cama sin hacer.

El nido de amor, pensó Hjelm sin pensar.

En una silla, justo a la izquierda de la puerta estaba sentado Göran Andersson. Era igual que en las fotografías y le dirigía una tímida sonrisa. En la mano sostenía la pistola con silenciador que había pertenecido a Valerij Trepljov. Apuntaba al cuerpo de Hjelm desde una distancia de dos metros.

– Cierra la puerta -le ordenó Göran Andersson-. Acércate a la cama y siéntate allí.

Hjelm obedeció.

– Bueno -continuó Andersson sin desviar ni por un segundo la pistola de Hjelm-. Los francotiradores estarán repartidos un poco por todas partes por la colonia, supongo.

Hjelm permaneció callado. No sabía qué decir.

– ¿Te acuerdas de lo que te advertí si seguías hostigando a Lena? -preguntó Andersson mostrando una sonrisa torcida-. Acabo de hablar con ella. Desde aquí. No se encuentra muy bien.

– No creo que eso sea culpa nuestra, ¿verdad? -tanteó Hjelm.

– Te he preguntado si te acordabas de lo que te aseguré que haría -insistió Andersson, esta vez con una voz algo más severa.

– Me acuerdo.

– ¿Y aun así has venido?

– Tú no eres ningún asesino.

Göran Andersson soltó una carcajada sonora pero controlada.

– Un comentario un poco extraño viniendo de un hombre al que le apunta un arma que ha matado a cinco personas.

– Venga -dijo Hjelm-. Tú lo que quieres es poner fin a todo esto.

– ¿Ah sí? -replicó Andersson con tranquilidad.

– No sé muy bien cuando empezó todo -dijo Hjelm-. Supongo que hay varios acontecimientos que se pueden considerar como punto de partida. ¿Tú lo sabes?

– No.

– Los dos primeros asesinatos fueron crímenes perfectos. Ni rastro. De una destreza impresionante. Luego de repente, en el salón de Carlberger, cuando estabas sacando las balas de la pared con unas pinzas, como siempre, envuelto en la maravillosa música, algo ocurrió. Dejaste una bala. ¿Fue entonces cuando empezaste a tener dudas?

– Sigue -pidió Göran Andersson sin inmutarse.

– Luego te tomaste un largo descanso que nos hizo sacar un montón de conclusiones erróneas. Podrías haberlo dejado ahí y haber vuelto a casa con tu novia embarazada.

– ¿Es eso realmente lo que piensas?

– La verdad es que no -dijo Hjelm-. El que ha matado a una persona ya no vuelve a ser el mismo jamás. Créeme, yo lo sé. Pero se puede continuar viviendo. Entrégate ahora y podrás ver crecer a tu hijo.

– Déjalo y sigue.

– Vale. Te llevó bastante tiempo planificar los tres primeros asesinatos de una forma tan elegante. Las víctimas debían llegar tarde a casa y solas, y eso dentro de un plazo de tiempo muy corto entre una víctima y otra. En los dos casos, el intervalo fue de dos días. Ahora necesitabas más tiempo para planificar el resto. Aunque me pregunto si en realidad te hacía falta mes y medio, desde la noche del 2 al 3 de abril hasta la noche del 17 al 18 de mayo. ¿Qué has hecho durante todo ese tiempo? ¿Dudaste? ¿Reflexionaste?

– Más que nada lo que hacía era escuchar. Como te dije por teléfono. Viajaba en transporte público de un lado para otro, en el metro, en los autobuses y en los trenes de cercanías. En todas partes donde había gente hablando, me sentaba a escuchar sus teorías, ideas, pensamientos y sentimientos. Quizá tengas razón en lo que decías sobre mis dudas. Pero las reacciones de la gente me hicieron seguir adelante.

– Una pequeña pregunta -dijo Hjelm-. ¿Por qué dos tiros en la cabeza? ¿A qué se debe esa… simetría?

– Pero si tú has estado en mi casa en Fittja, ¿no? -dijo Andersson cansinamente-. ¿No contaste las balas? Diecisiete miembros de la junta, treinta y cuatro balas. Todo ha cuadrado siempre. ¿No entiendes las coincidencias? El toro que entró a robar en el banco me proporcionó no sólo el arma, sino también la cinta con la música que sonaba cuando me dieron la paliza y dos balas por cada miembro de la junta. Exactamente. Y disparar las dos en la cabeza es lo más seguro si uno no dispone de más balas. Así de sencillo.

– Luego no cogiste la cinta. Y no me digas que no te habría dado tiempo a llevártela, incluso sin matar a la hija. Pero la dejaste. ¿Por qué? Pero si era tu gran fuente de inspiración… ¿Y luego qué? ¿Todo se volvió insoportable sin la música? ¿Te obligó a mirar a tu propio corazón? Y después me hiciste esa llamada, dándome todo tipo de pistas de forma muy premeditada. Y ahora esto. Tenías ya estudiadas las costumbres de Winge y sabías que él iba a presentarse aquí con Anja; y también que serías incapaz de matar a Anja. Tal vez salieron un rato a dar una vuelta, tal vez se fueron por ahí a tomar algo; entonces tú te colaste en la casita y te quedaste sentado aquí, igual que siempre, esperando a tu víctima. Pero éste no es un salón como los otros. Además, sabías muy bien que Winge no iba a estar solo. Tú has buscado esta situación en la que nos encontramos ahora mismo; es tu propia creación, quizá inconsciente pero con una intención concreta: me querías a mí aquí. ¿Por qué a mí? ¿Y por qué querías esto?

Göran Andersson le miraba. Hasta ese momento Hjelm no se dio cuenta de lo cansado que estaba el hombre que tenía frente a él. Cansado de todo.

– Hay tantas cosas -empezó-. Tantas misteriosas coincidencias y conexiones que me han llevado a esta situación. La acumulación de casualidades que creí que era el destino. Quizá lo crea todavía. Pero con la música desapareció el misterio. Y tú, Paul Hjelm, precisamente tú, pusiste la puntilla. Ese piso vacío que conseguí resultó estar al lado de la comisaría de Fittja. De acuerdo, era lógico; formaba parte de la poderosa estructura del azar. Y luego esa toma de rehenes que tuvo lugar justo a la vez que mi primer asesinato -robándome todo el protagonismo mediático-, también lo vi como lógico Todo coincidía. Y luego resultó que fuiste precisamente el que estuvo en mi casa en Algotsmåla hablando con Lena, fuiste precisamente el que me andaba persiguiendo, y entonces entendí que nuestros destinos estaban encadenados, el tuyo y el mío. Sé que estuviste a punto de perder el trabajo debido a esa toma de rehenes. Sé que tú, al igual que yo unos meses antes, te miraste al espejo de tu casa en Norsborg sin ver nada reflejado en él. Sé que sentiste como si alguien te apartara el suelo debajo de los pies. Sé que estuviste suspendido en el aire deseando que estuvieran muertos todos los de la dirección de la policía porque no dieron la cara por ti, sino que se quedaron flotando allí arriba en las altas esferas, muy por encima de tu cabeza. Tal vez incluso querías matarlos a todos ellos. ¿No entiendes lo parecidos que somos? Somos unos ciudadanos suecos normales y corrientes a los que el tiempo se les ha escurrido entre las manos. Nada en lo que creímos permanece. Todo ha cambiado y no hemos sabido reaccionar a tiempo, Paul. Nos preparamos para un mundo estático, una característica muy sueca; mamamos la idea de que todo iba a permanecer igual. Somos esas páginas en las que la gente vuelve a escribir porque cree que están en blanco. Y probablemente sea así. Estamos en blanco.

Göran Andersson se levantó y continuó:

– Cuando te mires en el espejo la próxima vez, va a ser a mí a quien veas, Paul. Yo seguiré viviendo en ti.

Paul Hjelm estaba sentado en la cama, mudo. No tenía nada que decir. No había nada que él pudiera añadir.

– Si me disculpas -dijo Göran Andersson-, tengo una sesión de dardos que terminar.

Sacó del bolsillo un metro y un dardo. Puso el dardo en la mesa delante de él y se acercó a cuatro patas hasta las dos figuras del rincón, sin desviar el arma de Hjelm en ningún momento. Desde el cuerpo corpulento y pasivo de Alf Ruben Winge, midió una distancia, hizo una marca en el suelo cerca de la silla y volvió a ella. Se sentó, dejó el metro en la mesa, sacó el dardo y lo pesó en la mano.

– ¿Sabes cómo se juega al 501? -preguntó-. Hay que ir hacia atrás, desde 501 hasta cero. En el banco del pueblo, cuando hice blanco en el bull's eye, el mismísimo ojo del toro, sólo me quedaba el cierre de la partida. Me queda todavía. Y nunca he dejado un juego sin terminar. ¿Sabes lo que es el cierre?

Hjelm no contestó. Sólo se le quedó mirando.

Andersson levantó el dardo.

– Hay que acertar en la cifra exacta del doble anillo para llegar al punto cero. Es allí donde voy ahora. Pero normalmente el juego se prolonga menos de cuatro meses.

Se levantó y se acercó a la marca en el suelo.

– 237 centímetros. La misma distancia que medí en todos esos salones.

Levantó el dardo apuntando a Hjelm; éste se le quedó mirando, paralizado. Anja Parikka les observaba con ojos aterrorizados. Incluso Winge había abierto los ojos. Los tenía puestos en el dardo.

– El mismo dardo que saqué del ojo del toro en mi banco de Algotsmåla, el 15 de febrero -dijo-. Es el momento de cerrar la partida.

Levantó el dardo, apuntó y tiró a los michelines del estómago de Alf Ruben Winge. El dardo se le quedó pegado. Los ojos de Winge se abrieron con desesperación pero no se le escapó ni un solo sonido a través de la cinta adhesiva.

– El doble anillo -anunció Göran Andersson-. Cierre. El juego ha terminado. Una partida bastante larga.

Se acercó a Hjelm y se agachó a poca distancia de la cama. La pistola seguía apuntándole.

– Cuando juego -continuó Göran Andersson despreocupadamente- me concentro mucho. Cuando el juego ha terminado soy muy normal. La tensión se relaja y puedo enfrentarme a la rutina diaria con renovadas fuerzas.

Hjelm seguía sin ser capaz de pronunciar palabra.

– Y la rutina de todos los días es morir. Me gustaría que recibieras mi cuerpo al caer.

Se metió el silenciador en la boca. Hjelm era incapaz de moverse. «El héroe de la toma de rehenes petrificado», le dio tiempo a pensar.

– Cierre de la partida -dijo Göran Andersson con voz áspera.

Sonó un disparo.

El estallido fue mucho más fuerte de lo que debería haber sido.


Andersson se le cayó encima. Hjelm recogió el cuerpo. Le pareció que la sangre que fluía sobre él era la suya propia.

Levantó la vista hacia la ventana justo encima de Anja y Winge. Había cristales rotos por todas partes. Alguien había arrancado el estor. Jorge Chávez asomó su cabeza morena por la ventana.

– En el hombro -dijo.

– Ay -se quejó Göran Andersson.

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