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El comisario de la policía criminal Erik Bruun debió de pulsar un botón verde en algún sitio de su escritorio, porque en el pasillo, acompañado de un zumbido, un piloto también verde iluminó la placa con su nombre que había junto a la puerta eternamente cerrada. Acto seguido, Paul Hjelm bajó la manija y entró.

La comisaría daba servicio a una extraña mezcla de poblaciones: estaba situada en Fittja, tenía dirección postal de Norsborg y pertenecía al municipio de Botkyrka, distrito policial de Huddinge. Si uno quería evitar pronunciar el nombre de Fittja, [3] debido a las posibles asociaciones de la palabra, siempre podía decir Botkyrka, [4] que, aparte de la iglesia, comprendía poblaciones tan simpáticas como Vårsta, Grödinge o Norsborg, lugar de residencia del genio del tenis de mesa Jan-Olov Waldner y del equipo de moda de hockey-sala, el Balrog; o se podía recurrir al nombre de Huddinge, que sonaba a ciudad dormitorio. El propio Hjelm vivía en un chalet adosado en Norsborg, a sólo unos metros de la casa natal de Waldner. Aun así, nunca era capaz de decir con exactitud en qué población se encontraba. Y ahora menos que nunca.

El lugar que Dios olvidó, pensó fatídicamente, y entró en lo que se conocía como «La habitación de Bruun», [5] cuyo empapelado había que cambiar todos los años y que aun así se ponía marrón a los pocos días; Erik Bruun siempre inauguraba el nuevo empapelado dejando que sus negros puros e ídem pulmones exhalaran nubes de humo sobre las paredes. Hjelm nunca había estado en casa de Bruun, un apartamento de soltero en Eriksberg cuya reputación empezaba a alcanzar proporciones míticas, pero podía imaginar el aspecto que tendrían las paredes. Hjelm no fumaba, pero de vez en cuando se permitía algún que otro cigarrillo esporádico para no volverse esclavo de la virtud, como cierto hombre sabio [6] dijo una vez.

Hoy se había fumado seis, y sabía que iban a ser más. La nicotina ya circulaba por su cabeza, de modo que, por una vez, no le supuso ningún inmediato shock entrar en el despacho de Bruun, estancia ya descalificada más de una vez por las autoridades sanitarias por ser gravemente perjudicial para la salud. En una ocasión, un funcionario en exceso celoso pegó una pegatina con una calavera en la puerta; luego, Hjelm y Ernstsson se pasaron tres horas de su valiosa jornada laboral intentando eliminar hasta el mínimo resto.

Erik Bruun estaba sentado tras su abarrotado escritorio dando caladas a un puro muy ruso. No se encontraba solo en el despacho. En el sofá, junto a la pared de las ventanas, había dos caballeros muy bien vestidos, más o menos de la misma edad que Hjelm, alrededor de los cuarenta; aunque a nadie se le ocurriría llamar a Hjelm «caballero». En el caso de estas dos personas, no obstante, resultaba perfectamente lógico usar esa palabra. No conocía a esos caballeros, pero sí la rigidez de sus semblantes.

Bueno, al fin y al cabo tampoco se esperaba otra cosa.

Erik Bruun levantó su oronda figura y vino a su encuentro; semejante sesión de footing era más bien poco frecuente en el comisario. Estrechó la mano de Paul Hjelm y se rascó la roja y canosa barba.

– Por lo que a mí respecta, felicidades -dijo subrayando el «por lo que a mí respecta» con mucha claridad-. Un trabajo excelente. ¿Cómo te encuentras? ¿Has hablado con Cecilia?

– Gracias -repuso Hjelm dirigiendo una mirada a los dos señores sentados en el sofá-. Todavía no he podido hablar con ella. Supongo que se enterará de todos modos…

Bruun asintió pensativo y volvió a su silla preferida.

– En fin: yo y todos los de esta casa te felicitamos.

Hjelm se volvió a morder la lengua. Ni una palabra de más por ahora.

Empezó como Hjelm se temía:

– ¿Es o ha sido alguna vez miembro de alguna organización contraria a la inmigración?

– No -contestó Hjelm intentando mantener la calma.

– ¿Cómo es su relación con los inmigrantes?

– Ni buena ni mala.

Grundström rebuscó dentro del sobre marrón, sacó algo que parecía el extracto de un expediente y leyó:

– De todas las detenciones que ha realizado durante su estancia aquí, en el distrito, un cuarenta y dos por ciento son de individuos de procedencia extranjera. Y durante el último año la cifra ha aumentado al cincuenta y siete por ciento.

Hjelm carraspeó y se concentró profundamente.

– Según el último censo, el treinta y dos por ciento de los habitantes de Botkgrka es de procedencia extranjera, y el veinte por ciento de éstos siguen siendo ciudadanos extranjeros. Aquí, en el norte del municipio, en Alby, Fittja, Hallunda y Norsborg, el número es bastante más alto, por encima del cincuenta por ciento, concretamente por encima del cincuenta y siete. Un cuarenta y dos por ciento de intervenciones dirigidas contra inmigrantes indica más bien una mayor predisposición delictiva por parte de los ciudadanos de procedencia sueca. De todos modos, la cifra no constituye ninguna prueba de racismo, si eso es lo que buscan.

Hjelm se mostró muy contento con su respuesta; Grundström no tanto.

– ¿Por qué diablos entró y le pegó un tiro a ese hombre como si fuera Harry el Sucio?

– Ese hombre, como dice, se llama Dritëro Frakulla y pertenece a la minoría albanesa de la provincia de Kosovo, al sur de Serbia. Sin duda conocerá la situación de esa zona. Prácticamente todos los kosovares con los que hemos tenido algún contacto en este distrito -gente que se ha aclimatado, ha aprendido sueco y cuyos niños van a un colegio sueco- resulta que de repente van a ser expulsados del país. No va a ser fácil.

– Razón de más para no entrar y dispararle. La unidad especial de la DGP venía de camino, especialistas en la toma de rehenes, auténticos expertos. ¿Por qué diablos del infierno más profundo va y entra allí solo?

A Hjelm no le dio tiempo a morderse la lengua.

– ¡Para salvarle la vida, joder!


Eran casi las ocho de la tarde. Hjelm y Bruun estaban sentados en el despacho de éste; Bruun en su sillón, Hjelm medio tirado en el sofá. Delante de ellos, encima del escritorio, había un magnetofón grande de los antiguos, de bobina abierta. La cinta daba vueltas. Decía:

– ¡Para salvarle la vida, joder!

Bruun estuvo a punto de tragarse el puro. Paró el magnetofón con un gesto brusco.

– Eres… -dijo señalando a Hjelm con el mismo movimiento brusco, como si diera hachazos con la mano- eres un temerario.

– Sí, ya lo sé, ha sido una estupidez… -confirmó Hjelm desde el sofá-. Igual de estúpido que grabar furtivamente un interrogatorio de Asuntos Internos.

Bruun se encogió de hombros y volvió a poner en marcha el magnetofón. Primero hubo una breve pausa, luego se volvió a escuchar la voz de Hjelm:

– Esa unidad especial, y ustedes lo saben muy bien, es experta en una sola cosa: en neutralizar al secuestrador sin hacer daño a los rehenes. Neutralizar en el sentido de eliminar, de matar.

– ¿Realmente pretende que creamos que le disparó para salvarle la vida?

– Pueden creer lo que les salga de los cojones.

Bruun le miró mientras movía adusto la cabeza; ahora quien se encogió de hombros fue Hjelm.

– Eso es precisamente lo que no podemos hacer -dijo Grundström recuperando su voz habitual, que no había conseguido mantener durante un par de intervenciones-. Estamos aquí para separar lo legal de lo ilegal, para asegurarnos de que si ha cometido una falta en el ejercicio de sus funciones no quede sin reprimenda, pues así es como el sistema judicial se corrompe. Si resulta necesario, deberemos abrirle expediente y reprobarle. Eso no tiene nada que ver con lo que creamos o no creamos a título personal.

– Para las actas -dijo Hjelm-: el disparo se efectuó a las 8.47 horas y la unidad especial llegó a las 9.38. ¿Está diciendo que deberíamos habernos quedado allí fuera, esperando con los brazos cruzados, mientras un hombre armado y desesperado tenía en su poder a unos rehenes aterrorizados y al centro de Hallunda completamente paralizado?

– De acuerdo, dejemos de momento la cuestión del porqué y pasemos a lo que hizo de facto.

Pausa. Grundström y Mårtensson cambiaron de sitio. Hjelm reflexionó sobre qué tipo de persona emplea la expresión «de facto».

La voz pulida fue sustituida por una bastante más tosca.

– Bueno. Hasta ahora no hemos hecho más que tocar el tema por encima. Ya va siendo hora de entrar en materia de verdad.

Bruun apagó el magnetofón, frunció el ceño y se volvió hacia Hjelm con cara de auténtico asombro.

– ¿En serio que esos dos tipos te soltaron el rollo de poli bueno poli malo? ¿A ti, un interrogador experimentado?

Hjelm volvió a encogerse de hombros y sintió que le vencía el sueño. Había sido un día largo y no tenía demasiadas ganas de prolongarlo aún más. Cuando volvió a oírse la voz de Mårtensson, ésta se fue mezclando con palabras e imágenes procedentes de todos los demás estratos que había en el alma de Hjelm y que, durante un breve período de transición entre la vigilia y el sueño, luchaban por el poder. Luego se durmió.

– Paso a paso. Uno: gritó a través de la puerta directamente, sin ningún tipo de aviso previo; eso ya de por sí podría haber sido suficiente para desencadenar una tragedia. Dos: aseguró que no iba armado, aunque la pistola sobresalía muy por encima de la cinturilla; habría bastado con que le hubiera pedido que se diera la vuelta para provocar el desastre. Tres: mintió al malhechor; si él hubiera conocido ciertos datos, habría ocurrido una desgracia. Cuatro: cuando le disparó, lo hizo en un sitio no reglamentario; pudo ser un desastre.

– ¿Qué tal está? -preguntó Hjelm.

– ¿Qué? -dijo Mårtensson.

– ¿Cómo se encuentra?

– ¿De quién coño está hablando?

– Dritëro Frakulla.

– ¿Y qué coño es eso? ¿Una clase de naranjas? ¿Un conde transilvano? Joder, concéntrese en los hechos, por todos los demonios.

– Eso es un hecho. Eso que es un hecho.

La pausa resultó tan larga que Bruun empezó a rebullirse inquieto en su silla y a preguntarse si ya habría acabado el interrogatorio. Hjelm no le pudo sacar de la duda; se había quedado profundamente dormido. En su lugar fue Grundström quien aclaró la duda de Bruun:

– Está ingresado en el hospital de Huddinge, vigilado las veinticuatro horas. Su estado es estable. Algo que no se podría decir de usted. Eso será todo por hoy, Hjelm. Seguiremos mañana a las diez y media.

Se oyó cómo se arrastraban las sillas, la grabadora se apagaba, recogían los papeles y cerraban un maletín y una puerta. El comisario Erik Bruun encendió un puro negro, liado de forma irregular, y se concentró. Acto seguido pudo oír lo que estaba esperando. Salió de Grundström.

– El tipo es muy, pero que muy astuto. ¿Cómo coño has podido dejar que se librara tan fácilmente? «Un conde transilvano», ¡pero joder, Uffe! No podemos permitir que este tío se nos escape. Un Harry el Sucio que se pasea por el sistema sin que nadie le pare los pies abrirá el camino a centenares de pistoleros más o menos racistas en todo el país.

El resto se perdió en la niebla. Mårtensson murmuró algo, Grundström suspiró, las sillas hacían ruido, una puerta se abrió y se cerró. Bruun detuvo la cinta y se quedó un rato sentado.

En los alrededores de la comisaría, el luminoso día primaveral se estaba hundiendo en una gélida oscuridad. Bruun se levantó con esfuerzo de la silla y se acercó a su colega, que seguía durmiendo tranquilamente. Antes de dar una buena calada al puro para echar el humo a la cara de Hjelm, se lo quedó mirando un instante mientras movía la cabeza pensativo.

«A éste me lo quitarán tarde o temprano», pensó, y le lanzó el humo. De una u otra forma desaparecerá.

Hjelm se despertó tosiendo. Le lloraban los ojos y lo primero que vio a través de la cortina de humo fue una mezcla de barba roja y canosa y los carnosos pliegues de una generosa papada.

– Las diez y media -dijo Bruun cerrando su viejo y destartalado maletín-. No madrugues mañana. Intenta ser claro y conciso en el interrogatorio. Incluso un poco más que hoy, quizá.

Hjelm se dirigió a la puerta tambaleándose. Se dio la vuelta. Bruun le hizo un gesto afable con la cabeza. Era su modo de darle un abrazo.


«¿Qué es lo que se suele decir?», pensó Hjelm mientras abría la nevera y sacaba una cerveza. Hombres heterosexuales de mediana edad con un empleo a jornada completa y piel blanca son la norma de la sociedad. En esa norma están basados todos los estándares habituales. No sabía de dónde, pero le vino a la mente otra frase: ser mujer no es ninguna enfermedad; sin embargo, constituye una desviación. Por no hablar de la homosexualidad, la juventud, la vejez y la piel oscura, o hablar con acento. Ése era el aspecto que tenía su mundo: dentro de las fronteras, todos aquellos policías de mediana edad, blancos y heterosexuales; fuera, todos los demás. Contempló a algunas personas que se desviaban de la norma y que estaban sentados en el sofá: su mujer, Cecilia, de -a ver, ¿cuántos años tenía?- treinta y seis años, y su hija, Tova, de doce. Danne, el Public Enemy, estaba ocupado en otros menesteres, eso se podía escuchar claramente.

– ¡Ya, papá! -gritó Tova-. ¡Ya empieza!

Se acercó al salón, filtrando la cerveza entre los dientes. Cilla observó esa vieja y mala costumbre de su marido con cierta antipatía, pero pronto centró su atención en la tele. La sintonía del informativo «Aktuellt» se fue apagando. La noticia estaba entre los titulares. Las proporciones, pensó él, las proporciones…

– Esta mañana un hombre ha tomado como rehenes a tres empleados de las oficinas de inmigración de Hallunda, al sur de Estocolmo. Un individuo armado entró en el edificio poco después de la hora de apertura y amenazó a tres funcionarios con una escopeta de perdigones recortada. Sin embargo, el suceso ha tenido un desenlace feliz.

«Feliz»… pensó Hjelm.

– Las oficinas de inmigración de Botkyrka -corrigió-, situadas en Hallunda.

Las mujeres de la familia le observaron mientras juzgaban las palabras que acababa de pronunciar, cada una a su manera. Tova pensó: «y eso a quién le importa». Cilla pensó: «como siempre, manifiestas tu general descontento buscando errores en los datos objetivos, transformas tus sentimientos en pensamientos y tus percepciones en datos».

Sonó el teléfono. Hjelm eructó y contestó.

– ¿Oficina de inmigración de Hallunda? -dijo Svante Ernstsson.

– ¿Escopeta recortada? -contestó Paul Hjelm.

Se oyeron risas a ambos lados de la línea telefónica, risas internas.

El necesario infantilismo.

Las distintas formas de risa.

Cómo se percibe en el timbre si la risa sólo se dirige hacia fuera.

Cómo se vuelve más profunda si también se dirige hacia adentro.

– ¿Qué tal estás? -preguntó Ernstsson al final.

– Un poco… dividido.

– Ya sale -dijeron Cilla, Tova y Svante Ernstsson al unísono.

El viejo y curtido reportero estaba en Tomtbergavägen, con la plaza de Hallunda a sus espaldas. Era por la tarde y lucía un espléndido sol primaveral. La plaza estaba llena de gente. Todo tenía un aspecto absolutamente normal y corriente. Una pandilla de chavales envueltos en bufandas del AIK se paró detrás de la entusiasta figura del reportero e hicieron el signo de la victoria con los dedos.

– A las ocho y veinte… -empezó el reportero.

– Las ocho y veintiocho -le corrigió Hjelm.

– …un hombre de origen kosovar entró en las oficinas de inmigración en Hallunda armado con una escopeta de perdigones. De los cuatro empleados presentes en ese momento, el hombre retuvo a tres de ellos como rehenes. La cuarta funcionaria consiguió escapar. El hombre se llevó a los rehenes a la segunda planta y los sentó en el suelo. Tras aproximadamente veinte minutos, el policía Paul Hjelm, del distrito de Huddinge…

La vieja fotografía, de más de diez años atrás, cubría toda la pantalla del televisor.

– ¿De dónde diablos han sacado esa foto? -preguntó Hjelm.

– Qué guapetón -exclamó Ernstsson.

– Se presentaron en el hospital -dijo Cilla mirando a su marido-. Por lo visto no te encontraban en ningún archivo de prensa. Es la foto que llevo en la cartera.

– ¿Qué llevas?

– Bueno, que llevaba.

– …entró en el edificio. Subió por la escalera sin ser descubierto y consiguió meterse en el despacho donde estaba atrincherado el malhechor…

– ¿Atrincherado? -repitió Ernstsson al teléfono.

– …y le disparó en el hombro derecho. Según los tres funcionarios presentes, el comportamiento de Hjelm resultó ejemplar. Desgraciadamente, no hemos podido conseguir ningún comentario del propio Paul Hjelm ni de su jefe, el comisario Sven Bruun, de la policía criminal de Huddinge.

– El bueno de Sven -comentó Ernstsson al auricular.

El reportero continuó:

– Bruun se remite al hecho de que se ha puesto en marcha una investigación interna y que se debe respetar el secreto profesional. Pero usted, señor Arvid Svensson, fue uno de los rehenes. Cuéntenos.

Un individuo de mediana edad apareció junto al reportero. Hjelm reconoció al hombre que había apretado la boca de la escopeta contra la cabeza del inconsciente Frakulla. Filtró el último trago de cerveza entre los dientes.

– Luego te llamo -dijo a Ernstsson. Y se fue al baño.

Se miró al espejo. Una cara neutra. Ningún rasgo muy característico. Nariz recta, labios delgados, pelo corto, castaño, camiseta, alianza. Nada más. Ni siquiera entradas. Mediana edad temprana. Dos hijos a punto de entrar en la pubertad. Ningún rasgo particularmente característico.

Ningún rasgo característico en absoluto.

Se reía. Sus carcajadas resonaban vacías. La amarga y unilateral risa de un oficial de policía despedido.


Ulf Mårtensson dijo:

– Tiene dos buenos hematomas en la nuca que sigue sin estar claro cómo se los ha hecho.

Paul Hjelm preguntó:

– ¿No han hablado con los rehenes?

– Nosotros nos encargamos de nuestro trabajo y usted del suyo. Posiblemente. Pero parece que no. Según el médico forense, los daños en la cabeza han sido infligidos por el cañón de la escopeta de perdigones. ¿Cogió la escopeta del hombre al que acababa de disparar para golpearlo en la cabeza?

– O sea, no han hablado con los rehenes…

Mårtensson y Grundström estaban sentados uno al lado del otro en una desnuda y estéril sala de interrogatorios. Tal vez sospecharon de la pequeña maniobra de Bruun con la grabadora. Permanecían callados esperando que Hjelm continuara. Hjelm prosiguió.

– Cuando Frakulla cayó, la escopeta fue a parar al suelo justo al lado del funcionario Arvid Svensson. El funcionario Arvid Svensson la recogió y la apretó contra la cabeza del caído.

– ¿Y usted lo permitió?

– Estaba a cinco metros de distancia.

– Pero permitió que ese funcionario presionara con una escopeta de perdigones cargada y sin seguro la cabeza de un hombre inconsciente.

– Nadie podía saber si estaba inconsciente o no, de modo que el funcionario Arvid Svensson hizo bien en quitarle el arma. Sin embargo, no hizo bien en apuntarle a la cabeza. Por eso le grité que dejara de hacerlo.

– ¿Pero usted no hizo nada físicamente hablando para controlar la situación?

– No. Pero él dejó la escopeta al cabo de un momento.

– Al cabo de un momento… ¿Cuánto duró ese momento?

– El momento duró lo que yo tardé en vomitar todo el jodido desayuno.

Pausa. Al final, Mårtensson dijo lenta y maliciosamente:

– En medio de una inacabada operación por cuenta propia, durante un período de tiempo que debería haber consistido en esperar a los expertos, fue, por tanto, invalidado por sus propias funciones digestivas. Imagine que Svensson hubiese matado al malhechor, imagine que el malhechor no hubiera estado neutralizado: entonces, ¿qué habría pasado? Usted dejó muchos hilos sueltos sin atar.

– Redundancia.

– ¿Qué? -dijo Mårtensson.

– Vomité porque el malhechor ya estaba neutralizado. Porque por primera vez en mi vida había disparado a una persona. Seguro que no es la primera vez que ustedes se enfrentan a algo así.

– Claro que no. Pero no en medio de una operación tan importante, en solitario y llevada a cabo por su propia cuenta e iniciativa.

Mårtensson hojeó sus papeles y al cabo de un rato continuó:

– En fin, un pequeño apéndice para añadir a una larga lista de actuaciones dudosas. La lista completa tiene el siguiente aspecto: uno, entró solo a pesar de que la unidad especial de intervención estaba en camino; dos, gritó a través de la puerta directamente sin previo aviso; tres, afirmó que iba desarmado, aunque la pistola le sobresalía bastante por encima de la cinturilla del pantalón; cuatro, mintió al malhechor en sus intentos de persuadirle; cinco, le disparó en un sitio no reglamentario; seis, no desarmó al malhechor después de alcanzarlo; siete, dejó que una persona desesperada entre los rehenes maltratara y casi matara al malhechor. ¿Se da cuenta de la problemática a la que nos enfrentamos?

Grundström carraspeó y tomó el relevo:

– Aparte de esta lista formal, hay otro par de ingredientes que merecen destacarse. Son igual de importantes y atañen a la política y a la disciplina del cuerpo. En parte conciernen a la desconfianza hacia el cuerpo y en parte al tema de la inmigración. Ambos abren el camino a una indeseada mentalidad rebelde para la que no hay lugar dentro del cuerpo. No digo que sea racista, Hjelm, pero su actuación y los elogios en los medios de comunicación hacen que se corra el riesgo de legitimar unas actitudes que subyacen en gran parte del cuerpo. ¿Entiende lo que le quiero decir?

– Sí, quieren ponerme como ejemplo disuasorio…

– No lo queremos, lo tenemos que hacer. La verdad es que creo que está usted entre los menos corrompidos del cuerpo; se expresa bien, piensa, quizá incluso demasiado. Pero nuestro trabajo está clarísimo: no se trata de eliminar a ciertos policías podridos, eso tiene una importancia menor, sino de que no arraiguen actitudes y ambientes intolerables dentro del cuerpo, pues entonces nos acercaríamos peligrosamente a un estado policial. Y ocurre lo mismo en el resto de la sociedad. El abismo está al acecho dentro de nosotros. Proyecciones de nuestros propios fracasos. La voz del pueblo, la voz de las soluciones sencillas. Y la piel mal cosida de este cuerpo que es la sociedad son las fuerzas del orden. Estamos en primera línea, frente a frente con el horror; somos los más expuestos de todos. Si la piel se rompe por un sitio determinado, las entrañas del cuerpo social salen en tromba. ¿Entiende lo que podría haber puesto en marcha con su pequeña operación solitaria? Realmente quiero que lo entienda.

Hjelm miró a Grundström a los ojos. No sabía muy bien qué estaba viendo. Quizá ambición y afán de gloria en lucha con la fidelidad al deber y la sinceridad. Puede que incluso una auténtica preocupación por aquellos ambientes y actitudes que sin duda hervían bajo la superficie uniformada de la policía. Grundström nunca podría ser un colega entre colegas, su papel siempre sería especial, al margen. Él quería ser el superyó del cuerpo. Hasta ese momento Hjelm no comprendió la categoría de hombre que le habían enviado; y quizá también por qué lo habían hecho.

Bajó la mirada a la mesa y dijo en voz baja:

– Sólo quería resolver una situación complicada de la manera más rápida, sencilla y adecuada posible.

– No existen acciones aisladas -replicó Grundström cruzando su mirada con la de Hjelm. Su voz sonó casi personal-. Cada acto siempre conlleva un sinfín de actos más.

– Sabía que le podía salvar. Eso era todo lo que pretendía.

Grundström lo penetró con la mirada.

– ¿De verdad fue así? -añadió-. Mire dentro de su corazón, Hjelm.

Permanecieron un rato examinándose uno al otro. El tiempo se desvaneció. Algo ocurrió, se produjo un intercambio.

Al final, Grundström se levantó suspirando. Mårtensson siguió su ejemplo. Mientras Niklas Grundström guardaba los documentos en su maletín, Hjelm observó lo joven que era todavía. Y aun así tenían la misma edad.

Mårtensson dijo:

– Para empezar, queremos su placa y su arma reglamentaria. De momento queda apartado del servicio. Pero el interrogatorio continuará mañana. No hemos terminado aún, Hjelm.

Hjelm colocó la placa y el arma reglamentaria encima de la mesa y abandonó la sala. Dejó la puerta un poco entreabierta, «el cierre de la escucha furtiva», y acercó la oreja a la estrecha rendija.

Puede que escuchara una voz que dijera: «Ya lo tenemos».

Puede que no escuchara nada.


Estuvo meando en la oscuridad durante mucho tiempo. Cinco cervezas nocturnas tenían que salir una tras otra. Mientras permanecía allí y el olor a orina ascendía desde el inodoro, los contornos del cuarto de baño empezaron a perfilarse a su alrededor. Había suficiente luz para que la oscuridad se hiciera visible. Hacía medio minuto estaba tan oscuro que la oscuridad no existía; hasta que se sacudió las últimas gotas no apareció.

Al tirar de la cadena pensó que la única orina que no huele mal es la de uno mismo.

Volvió a asomarse al espejo, un marco tenuemente luminoso alrededor de una zona oscura. En esa oscuridad que era su propia cara vio a Grundström. Decía: mire dentro de su corazón, Hjelm. Acto seguido llegó Mårtensson: no hemos terminado, Hjelm. Y Svante Ernstsson: espera, Palle, no hagas una estupidez. Y luego apareció dentro del marco luminoso Danne, su hijo, con una mirada llena de terror adolescente clavada en su padre. Surgió Frakulla apaciblemente: me sacrifico por ellos. Y Cilla estaba allí, Cilla también cabía en esa oscuridad sin rostro. ¿Cómo coño es posible que te sigan dando asco las funciones corporales femeninas?

Mire dentro de su corazón, Hjelm.

Vacío, terriblemente vacío.

Todo se desintegraba. Suspendido, despedido. Ni siquiera cobraría el paro. Tendría que acudir a los servicios sociales. ¿A quién le interesaría un policía acabado?

Le vino a la mente la zona de descanso de la comisaría, el odio a los que vivían de la ayuda social, la cruda jerga al hablar de los inmigrantes. Claro que había formado parte de eso, claro que había despreciado a los que cobraban la prestación social, esa chusma parásita que vivía a costa de los demás. Y ahora él mismo estaba allí. No había suelo bajo sus pies. Flotaba en un vacío aterrador.

¿Dónde estaba la dirección de la policía? Todos le habían abandonado. Sería capaz de matarlos a todos.

Grundström: entonces nos acercaríamos peligrosamente a un estado policial.

Los detalles del cuarto de baño se elevaron sobre sus contornos, adquirieron relieve adoptando sus posiciones. La luz salió de la noche; sus ojos la sacaron de allí. A esas alturas, su rostro también debería haber aparecido.

Pero no lo había hecho. Permanecía en la oscuridad.

Una silueta.

Mire dentro de su corazón, Hjelm.

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