22

En cuanto Paul Hjelm olfateaba el rastro de la presa, se imponía un ritmo más intenso. Ya no había tiempo para quedarse ante el espejo mirando cuánto había crecido el grano durante la última semana; no había tiempo para contemplarse a sí mismo como un vacío, un agujero en un entorno vital y flexible; no había tiempo para reflexionar sobre la extraña grieta en su matrimonio. Ésta era una de esas ocasiones. El olor del rastro de la cinta resultaba lo suficientemente fuerte como para que todos los demás olores se desvanecieran.

Hjelm se preparó para viajar a Gotemburgo y Malmö con el objetivo de visitar a las otras tres personas que tenían copias de la cinta de Thelonius Monk, con la improvisación de Risky como breve colofón valorado en mil dólares. Hultin había aceptado sin objeciones las conclusiones de Hjelm y Kerstin Holm sobre Rådholm y Palmberg. Ninguno de los dos era el asesino ni había hecho copias de la grabación. En cambio -y en eso estaban bastante de acuerdo- existía la posibilidad de que alguno de los tres que quedaban fuera, incluso, el asesino; la orgullosa aversión por copiar el casete que había mostrado Rådholm era seguramente un rasgo general en este tipo de fanáticos de jazz. Sin duda no habría muchas copias de las copias.

En el despacho contiguo, Kerstin Holm se estaba preparando para acompañar a Hjelm al suroeste del país. Seguro que el campo visual de ella también había empezado a reducirse, pensó Hjelm, que ya creía conocerla bastante; la visión de túnel empezaba a apoderarse de ellos. Habían desconectado de todo lo demás.

Y llegó la llamada de Dalarö.

Hjelm cogió el teléfono y contestó estresado. Chávez, que le observaba desde el otro lado de la mesa, vio cómo la mancha de su mejilla izquierda enrojecía, mientras el resto de la piel de la cara palideció notablemente.

Hjelm no dijo ni una palabra durante toda la conversación. Sólo permaneció allí de pie, inmóvil, poniéndose blanco como la nieve. A Chávez le dio la impresión de que el grano de la mejilla parecía un corazón latiendo. Cuando iba a colgar, Hjelm falló dos veces antes de encajar el auricular en el aparato.

Jorge estaba esperando.

– Cilla me ha dejado -dijo Paul apagado.

Jorge no pronunció palabra. Dejó el bolígrafo en la mesa.

– Me ha llamado desde la casa de campo. No quiere que vaya a verla más este verano. Necesita tiempo para pensar.

Cuando Kerstin Holm abrió la puerta, los dos hombres estaban abrazados.

La volvió a cerrar sigilosamente.


En el taxi al aeropuerto de Arlanda, ella le preguntó sólo una cosa:

– ¿Vas a poder con esto?

Hjelm asintió, decaído.

A ella le pareció que el grano rojo de su mejilla parecía uno de los símbolos secretos que solían emplear los vagabundos, ése que tenía forma de rectángulo un poco sesgado.

No recordaba lo que significaba.


En el avión a Gotemburgo, Hjelm recuperó algo de color. El grano se difuminó un poco y justo cuando el contorno empezaba a desdibujarse, Kerstin Holm se acordó de lo que significaba ese símbolo de los vagabundos. Los vagabundos solían dibujar el rectángulo sesgado como advertencia, en las casas donde vivía gente desconsiderada y despiadada.

Ahora ya casi había desaparecido.

Hjelm había recuperado la visión de túnel, más estrecha que nunca. Había sentido físicamente cómo su campo de visión se reducía de un extremo a otro. Tras la conversación con Cilla, se había ensanchado hasta límites absurdos, de modo que le pareció ver 360 grados en torno a su cabeza, una mirada sin dirección que lo veía todo sin poder enfocar nada. Un estado terrible. El derrumbamiento total. Y luego lo opuesto: la visión de túnel propia de la autodefensa, una visión con una estricta censura.


Hjelm llamó a casa desde el aeropuerto de Landvetter para hablar con Tova sobre lo que había ocurrido. Contestó Danne, pero sólo le soltó una brusca insolencia. Al parecer, a los ojos de Danne todo era culpa de su padre, aunque, por otra parte, eso no era nada nuevo; ya sabía que su hijo le hacía personalmente responsable de todos los males por los que pasaba en el infierno de su pubertad. A Tova, Cilla le había dicho que ella y su padre necesitaban pasar algún tiempo separados, nada más; Tova apenas había reconocido la voz de su madre. Hjelm intentó explicárselo lo mejor que pudo; al cabo de un rato, se dio cuenta de que sólo estaba usando tópicos. El lenguaje reparte los papeles, pensó amargamente. Preguntó si se las podrían arreglar solos un par de días, y Tova se rió diciendo que se las habían arreglado solos desde que a su madre se le había ocurrido trasladarse a Dalarö para estar allí toda la semana y su padre había empezado a trabajar día y noche.

Después, con el silencioso auricular en la mano, se percató de que ni siquiera había pensado en eso.

Hjelm y Holm se fueron juntos a ver a los dos poseedores de las cintas. El primero vivía cerca del barrio de Haga, en Olivedal, en Kastellgatan, cerca de la fortaleza Skansen Kronan, sobre la colina Skansberget, en el parque Skansparken, junto a la plaza Skanstorget; había mucho Skans en torno al viejo profesor de música Egon Hasselgren. Los dos tuvieron rápidamente la misma impresión, como en el caso de los dos melómanos de Estocolmo: era una pista falsa.

Llegaron al elegante piso del profesor Hasselgren bien entrada la tarde. El sol seguía calentando y Gotemburgo se hallaba atrapada bajo una terrible capa de contaminación. Hacía bochorno y el corpulento señor Hasselgren abrió la puerta vestido con una clásica camiseta de malla con tirantes. Por su amplio tórax asomaban pelos grises a través de la gruesa malla. Al fondo se oía el piano de Thelonius Monk.

– 52nd Street-theme -dijo Kerstin Holm, con lo cual consiguió que el viejo profesor de música no sólo abriera la puerta sino también su corazón.

Sí, había comprado a White Jim, por correo, una grabación con Monk, que incluía Risky al final. No, era él quien había puesto un anuncio en una revista especializada, de la que salieron sólo un par de números a mediados de los años ochenta, buscando grabaciones raras entre 1957 y 1959, y White Jim le había contestado. Sí, guardaba la cinta. Sí, la había puesto en sus clases. No, a los alumnos no les había gustado. Sí, se había empeñado, año tras año, en poner jazz de finales de los años cincuenta en sus clases. Sí, precisamente el bebop, entre 1957 y 1959, era el invento artístico más singular de todo el siglo XX, ningún alumno debería de pasar por la escuela sin escuchar eso. No, nunca había copiado la cinta ni jamás se le ocurriría hacerlo.

Le dieron las gracias y se marcharon. Ya en la calle, cuando se volvieron, descubrieron que el hombre grueso de la camiseta de malla estaba observándolos desde la ventana con una mirada llena de curiosidad.

La siguiente dirección era un restaurante que además no existía. Se quedaron mirando a los ojos muertos de Arnold Schwarzenegger, que les contemplaba desde el escaparate del videoclub situado donde debería haber estado el Café Ricardo, en Ankargatan, cerca de la plaza de Karl Johan.

– ¿Conoces bien tu ciudad? -preguntó Hjelm.

– Por aquí no mucho -reconoció Kerstin Holm.

Holm llamó a su antigua comisaría en Färgaregatan, cerca de Odinsplatsen.

Permaneció dentro de la cabina telefónica durante mucho tiempo. No se filtró ni una palabra. Hjelm la esperaba, con un aire ligeramente interrogante, mientras toqueteaba el móvil que llevaba en el bolsillo de la cazadora. Vio cómo se le iluminaba la cara, cómo se reía a carcajadas, aunque en silencio, o bajaba la comisura de los labios en un gesto de lamentación y, en general, cómo realizaba todo un repertorio de gestos y muecas que no había visto nunca en ella. Se trataba de una pantomima muy atractiva, pensó Hjelm sintiendo claramente que se encontraba al otro lado del cristal.

– Pues ese Guido del desaparecido Café Ricardo, al que White Jim no le puso ningún apellido -explicó ella con cara neutra al salir de la cabina; a Hjelm le pareció que la ausencia de expresión iba dirigida personalmente a él-, se llama Guido Cassola y ha abierto un restaurante nuevo y un poco más elegante cerca del centro, en Kyrkogatan. Se llama Il Barone.

– ¿Está lejos?

– ¿No has estado nunca en Gotemburgo?

– No, nunca.

– Esto es Majoma. Kyrkogatan está en el interior del antiguo foso. En la City, si quieres que te lo diga en estocolmiense. Hay un trecho.

– ¿Demasiado para ir andando?

– No. Te puedo enseñar un poco la ciudad por el camino.

Atravesaron la ciudad a la caída de la tarde. A pesar de ser la hora punta de tráfico, en una ciudad que a veces se veía obligada a cerrar las guarderías por alcanzar unos índices de contaminación demasiado altos, fue un paseo agradable. Durante casi una hora, fue como si la visión del túnel de Hjelm se ampliara sin que le doliera demasiado. Que le pasaba lo mismo a Kerstin Holm resultaba obvio; estaba en su salsa, era una brillante guía que amaba su ciudad. Gotemburgo le empezaba a parecer una ciudad más simpática que Estocolmo, a pesar de que esta última era claramente la más bonita de las dos. Se comunicaron a través de la ciudad; el hermetismo que una vez hubo entre ellos empezó a abrirse mientras Kerstin Holm contaba y Paul hacía preguntas: sobre la reserva cultural de Gathenhielm y la iglesia de Masthugget, sobre el barrio de Haga y la plaza Järntorget, sobre el mercado de pescado Feskekyrkan y, al otro lado del foso, la peculiar arquitectura de la Casa Social, sede de la consejería de asuntos sociales. Pasearon por Kungsparken para luego cruzar el foso por el pequeño puente que llevaba a Kungstorget, y cuando Kerstin se puso a hablar de la catedral, entonces de repente habían llegado a su destino. No pronunciaron ni una sola palabra sobre temas personales en todo el camino; sin embargo, algo muy personal había ocurrido entre ellos.

Entraron en Il Barone. Estaba lleno de gente, a pesar de que sólo eran poco más de las seis. Había algo que recordaba al ambiente de un pub inglés dentro del restaurante italiano. Preguntaron por Guido Cassola a una camarera, que les señaló un despacho al fondo del local. Llamaron a la puerta y abrió el propio Cassola.

Tenía pinta de un auténtico jefe mafioso, pero resultó ser muy simpático y servicial. Les escuchó atentamente cuando le explicaron la extraña razón de su visita, y al final dijo:

– Conocí a Jim Barth Richards cuando estuvo tocando por aquí a finales de los setenta. Me contó que tenía una colección de grabaciones raras de Monk y que las vendía, así que empecé a comprarle. No vendía con demasiada frecuencia, creo que más bien lo hacía cuando se encontraba en algún grave apuro económico. En total adquirí cuatro grabaciones. La que estáis buscando es la última cinta que le compré, en el verano del ochenta y cinco. Suelo poner un poco de jazz en torno a la medianoche -en fin, ya saben, Round Midnight- y me gusta seleccionar alguna de las grabaciones más raras para ver si alguien reacciona.

– ¿Y alguien ha reaccionado? -preguntó Holm.

– No, no con Risky, creo. Quizá con alguna de las otras.

– ¿Alguna vez ha hecho copia de la cinta?

Guido Cassola se quedó un rato pensativo. Se rascó debajo de la nariz.

– Cuando regentaba el Café Ricardo éramos dos socios y teníamos cada uno un restaurante gemelo. El otro se llamaba Café Tregua y estaba situado a unas manzanas del Café Ricardo, en Majoma. Los dos lucían exactamente la misma decoración -una especie de detalle identificativo- y poníamos la misma música; estoy bastante seguro de que hice una copia para Roger en el Café Tregua.

– ¿Roger?

– Roger Hackzell. Hacia el final tuvimos algunas dificultades para colaborar y dejamos de ser socios. Él abandonó Gotemburgo a finales de los ochenta para abrir un restaurante en algún lugar del sur de Suecia, en la provincia de Småland, creo. Se llama Hal & Mal. Lo regenta junto con un viejo amigo común, Jari Malinen. Hackzell y Malinen: Hal & Mal; un nombre bastante ingenioso, ¿no? Creo que está en Jönköping, Växjö o Kalmar.

– ¿Podría buscarnos la cinta? -preguntó Holm mientras señalaba interrogante el teléfono con el dedo.

Cassola asintió con la cabeza y salió del despacho. Holm llamó de nuevo a su antigua comisaría, al distrito 3. Esta vez se expresó con más brevedad. Hjelm pensó que era porque él estaba presente; pero también es verdad que estaba pasando por una época en la que se imaginaba demasiadas cosas.

– Hola, soy yo de nuevo -dijo ella al teléfono-. Sí, sí, ya lo sé. ¿Pero qué haría la policía criminal nacional sin sus peones locales? Un poco pelota, sí, puede que sí… Sí… Vale… Bueno, se trata de un restaurante que se llama Hal & Mal. En Småland. Probablemente en Jönköping, Växjö o Kalmar. Muy bien. No, ya os llamaré yo. Cómo coño voy a saber yo cómo está. Mal, espero. Déjalo. Hasta luego.

– ¿Así que tu ex es madero? -comentó Hjelm con sagacidad, o eso le pareció.

– Los inconvenientes de la endogamia policial -dijo ella lanzándole una mirada de difícil interpretación.

Guido Cassola volvió con la cinta y la puso para ellos en un pequeño radiocasete que colocó encima del escritorio. Era su cinta.

«They're playing our song» [52] pensó Hjelm, y sintió náuseas.


Cogieron el vuelo de la tarde hacia Malmö. Kerstin Holm llamó desde el aeropuerto a la comisaría del distrito 3 en Färgaregatan y le dieron la dirección del restaurante Hal & Mal. Estaba en el centro de Växjö.

Hjelm durmió profundamente y sin sueños durante el corto trayecto. Aun así, cuando Holm le despertó tuvo la sensación de haber soñado algo importante.

A pesar de que se había hecho bastante tarde, hicieron un intento de dar con el quinto y último comprador de la cinta de White Jim con la música de Monk: un tal Robert Granskog.

La tentativa se les fue al garete. El viaje a Malmö no hizo más que complicarles las cosas. Fueron a parar a un piso en Barkgatan, en el barrio de Möllevången, donde supuestamente vivía Robert Granskog; pero allí no había ninguna placa con ese nombre. Llamaron al timbre de las cuatro puertas que había en esa planta y en la última hubo suerte, es decir, mala suerte. Una chica joven y con el pelo rapado les contó que, en efecto, allí había residido Robert Granskog hasta 1992, año en que ella compró el piso. Granskog había muerto allí mismo, y además de una manera no del todo natural, y por eso se lo habían dejado bastante barato. No tenía miedo a los fantasmas, añadió con un forzado aire de valentía.

De camino al centro de la ciudad hablaron de la posibilidad de localizar la herencia del fallecido Granskog. Las perspectivas eran muy escasas. Aun así, acordaron repartir las tareas la mañana siguiente: Holm se quedaría en Malmö para intentar buscar a los herederos de Robert Granskog y Hjelm seguiría hasta Växjö en tren. Sin embargo, la noche la terminarían juntos en un encantador restaurante francés que había en Stortorget, a sólo un par de manzanas del hotel Savoy, donde se habían permitido el lujo de alojarse.

Hjelm cenó una exquisita y sabrosa boeuf Bourguignon con patatas salteadas a la salvia y Holm pidió un guiso de buey provenzal con aceitunas, igual de sabroso, acompañado de patatas gratinadas rebosantes de ajo. Ninguno de los dos se preocupó de preguntarse si la DGP pondría trabas para correr con los gastos de las dos botellas del excelente Domaine du Vieux Lazaret con las que regaron la cena; un vino con mucho cuerpo y carácter.

Al principio hablaron más que nada de trabajo. Sobre Daggfeldt, Strand-Julén y Carlberger. Sobre la especie a la que pertenecía Anna-Clara Hummelstrand. Sobre los familiares, que no parecían demasiado afligidos. Propusieron nombres alternativos a esa extraña creación que era su Grupo A. El Grupo Alienado. La Fuerza de Ataque. Los Niños A. El Equipo A. Las Acciones A. Los Antipatéticos. Hablaron largo y tendido sobre el asalto en solitario al que se había lanzado Norlander en Tallin, y se permitieron cierto grado de humor negro con el héroe clavado al suelo, que regresó como en una especie de Segunda Venida de Cristo. Hablaron del conflicto dirimido entre Norlander y Söderstedt, del gordo de Nyberg, Míster Suecia y cantante del coro de la iglesia, del informatizado Chávez, eminente bajista de jazz, y del estricto Hultin, el despiadado defensor en el equipo de fútbol veterano de la policía de Estocolmo; se lo pasaron en grande recordando la anécdota del cabezazo que dio en la ceja al padre de Chávez. Se preguntaron qué le pudo ocurrir a Arto Söderstedt en Finlandia.

Se atrevieron con temas un poco más personales. Kerstin le habló de su interés por la música, de cómo vivía el canto, constantemente rodeada por la música. Paul le habló de sus hijos; evitó con mucho cuidado el tema de Cilla. Le contó sobre Dritëro Frakulla, la toma de rehenes y el juicio; sobre Grundström, de la Sección de Asuntos Internos, y luego dijo de repente:

– ¿Qué querías decir cuando me preguntaste si estaba felizmente casado? O sea, «felizmente de verdad», me parece que fueron las palabras.

Ella le miró por encima de las copas de vino con sus ojos oscuros como el carbón. Dieron una calada a los cigarrillos que se habían permitido para rematar la ocasión festiva.

– Me dio la impresión de que no lo eras.

– Siempre había pensado que lo era. Relativamente, al menos.

– Había algo que proyectabas en el trabajo, en el propio trabajo policial, no podía poner el dedo en la llaga. Sigo sin poder hacerlo. Me resultaba un poco más claro que con los demás, supongo que por eso me pareció interesante. Era como si todo el tiempo buscaras otra cosa a través del trabajo, como si no estuvieses dedicándote en absoluto a una investigación policial. Tal vez lo reconocí en mí misma…

– ¿Me has observado con tanto detenimiento?

Ella sonrió.

– Observo igual a todos los que me encuentro. Quizá es eso lo que define la mirada policial femenina. No te lo tomes de forma personal.

– Tal vez sea lo que quiero hacer.

Ella se inclinó hacia delante.

– Que no se te olvide que ahora estás un poco confundido. Turbulencias. Se abre el suelo bajo tus pies. No quiero ser ninguna… sustituta…

Hjelm se reclinó en su silla dando una calada al cigarrillo. Apuró el vaso de vino y se quedó mirando al techo y más allá. Mucho más allá.

Mientras bajaban hacia el canal del puerto atravesando la cálida noche de mayo, se rodearon uno al otro con los brazos sin pensárselo. Iban haciendo bromas y riendo distendidamente.

– ¿Lo hiciste? -se le ocurrió decir a Hjelm.

– ¿Hacer qué?

– ¿Lo que Anna-Clara Hummelstrand propuso respecto al órgano galo marrón olivo?

Él cruzó la mirada de ella. ¿Decepción?

Una sombra atravesó a Hjelm.

Pero ella respondió tranquilamente sin soltarlo del brazo.

– El día en que me masturbe fantaseando con los animados miembros viriles de los gigolós franceses de los que disfrutan las ricas damas suecas en la Costa Azul, entonces sabré que estoy realmente mal.

Se rieron y de repente ya habían llegado a Norra Vallgatan. El Savoy estaba a la vuelta de la esquina. Por la ventana del hotel vieron a un grupo de siete personas que se encontraban cenando. Un señor muy bien vestido estaba de pie pronunciando un discurso. Se alegraron de no haber cenado en el hotel. Siguieron andando hasta el canal y se quedaron mirando la sucia agua. No era especialmente interesante. Al cabo de un rato entraron, cogieron sus respectivas llaves y subieron por la escalera hasta la segunda planta. Las habitaciones eran contiguas. Vacilaron un momento en el pasillo. Luego ella metió la llave en la cerradura de su puerta y dijo:

– Creo que es mejor así.

Le tiró un beso y lo dejó solo con sus fantasmas.

Las Erinias, pensó Hjelm, confuso al entrar en la oscura habitación, cuya decoración pretendía conseguir un ambiente acogedor.

¿Puede el espíritu de una mujer, a la que han lesionado de muerte el alma y el corazón, perseguirle a uno, a pesar de que ella siga con vida?

Aunque no sabía muy bien qué culpa tenía para que le persiguiera.

Consiguió quitarse la cazadora vaquera y los pantalones, luego cayó en la cama con la camisa todavía puesta. En su nebulosa mente, vio a Cilla y a sí mismo haciendo el amor en el muelle de Dalarö al anochecer, con una botella de vino vacía rodando por sus muslos. La mirada de Cilla le resultaba lejana, hundida en el rojo del anochecer. Justo al lado estaba Kerstin Holm, sentada con las piernas abiertas encima de su escritorio, contemplándolos mientras hacían el amor. Sus oscuros ojos no se desviaban del miembro de Hjelm, que se deslizaba dentro y fuera del coño de Cilla. Holm se había bajado un poco los negros pantalones y movía tranquila y metódicamente la mano arriba y abajo por dentro de la cinturilla de las bragas. Luego dejó el escritorio y salió al muelle. Se inclinó sobre ellos y acarició levemente sus desnudos cuerpos. Al mismo tiempo, se quitó el jersey, despacio, dejando al descubierto un par de pequeños y preciosos pechos; con la misma lentitud, salió deslizándose de los pantalones y se sentó al lado de ellos con las piernas cruzadas. Extendió la mano y formó un círculo con el pulgar y el índice alrededor del terso miembro de Paul, mientras éste entraba y salía de Cilla. Paul salió de Cilla y se tendió boca arriba. Cilla le agarró el miembro, se lo llevó dentro y le montó. Kerstin colocó las manos cuidadosamente sobre las nalgas de Cilla mientras ésta seguía revolviéndose. Luego se tumbó al lado de Paul y empezó a besarle con excitantes movimientos de lengua. Acercó un dedo a su coño y luego dejó que él lo lamiera. Al final se sentó sobre su cara mirando a Cilla. Paul oyó cómo ellas se besaban fogosamente mientras su miembro entraba y salía de Cilla y su lengua entraba y salía de Kerstin. Se sintió completamente colmado. Todo era sexo. Y de repente ella estaba allí. No, no estaba allí. Notó cómo ella le quitaba la camisa. ¿O lo hacía él mismo? Seguía todavía en el muelle. Le bajó los calzoncillos. ¿O lo hacía él mismo? La vio a su lado en la cama. Estaba desnuda, tendida junto a él, mirando su enorme erección. Hacía mucho que no había sentido nada parecido. Ella se masturbaba. ¿Había adivinado los deseos de él? ¿Quería ella hacer realidad las fantasías de él? ¿O las de ella? ¿Pero estaba ella realmente allí? Él la agarró de los muslos y la giró un cuarto para poder admirar su hermoso sexo, coronado por el negro vello, mientras ella se tocaba. Ella apretó los labios de la vulva con los dedos índice y corazón, y fue subiendo hacia el clítoris, que despuntaba, duro como una piedra. Se lo estuvo frotando con una mano durante mucho tiempo con placenteros movimiento circulares mientras los dedos de la otra mano entraban y salían de la vagina. Él permaneció quieto, con el aliento contenido, contemplando el largo procedimiento. Sus oscuros ojos quedaron velados del todo hasta que por fin los abrió como platos y echó la cabeza hacia atrás emitiendo un sonido gutural medio sofocado. Acto seguido, se quedó absolutamente quieta durante un instante. Luego se acercó a él y empezó a lamerle el miembro durante mucho, mucho tiempo, dejando que se deslizara entre sus afilados dientes y provocándole un dulce dolor. Después ella se abrió y él se corrió dentro de ella, en lo más profundo. Ella gozó con el calor que se extendió por dentro. Entonces él la lamió para que pudiera alcanzar un segundo orgasmo. Los sabores se mezclaron en su lengua.

Y todo se desvaneció.

Al día siguiente no sabía si realmente había pasado o lo había soñado.

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