Sin otros acontecimientos importantes en la familia de Longbourn, ni más variación que los paseos a Meryton, unas veces con lodo y otras con frío, transcurrieron los meses de enero y febrero. Marzo era el mes en el que Elizabeth iría a Hunsford. Al principio no pensaba en serio ir. Pero vio que Charlotte lo daba por descontado, y poco a poco fue haciéndose gustosamente a la idea hasta decidirse. Con la ausencia, sus deseos de ver a Charlotte se habían acrecentado y la manía que le tenía a Collins había disminuido. El proyecto entrañaba cierta novedad, y como con tal madre y tan insoportables hermanas, su casa no le resultaba un lugar muy agradable, no podía menospreciar ese cambio de aires. El viaje le proporcionaba, además, el placer de ir a dar un abrazo a Jane; de tal manera que cuando se acercó la fecha, hubiese sentido tener que aplazarla.
Pero todo fue sobre ruedas y el viaje se llevó a efecto según las previsiones de Charlotte. Elizabeth acompañaría a sir William y a su segunda hija. Y para colmo, decidieron pasar una noche en Londres; el plan quedó tan perfecto que ya no se podía pedir más.
Lo único que le daba pena a Elizabeth era separarse de su padre, porque sabía que la iba a echar de menos, y cuando llegó el momento de la partida se entristeció tanto que le encargó a su hija que le escribiese e incluso prometió contestar a su carta.
La despedida entre Wickham y Elizabeth fue muy cordial, aún más por parte de Wickham. Aunque en estos momentos estaba ocupado en otras cosas, no podía olvidar que ella fue la primera que excitó y mereció su atención, la primera en escucharle y compadecerle y la primera en agradarle. Y en su manera de decirle adiós, deseándole que lo pasara bien, recordándole lo que le parecía lady Catherine de Bourgh y repitiéndole que sus opiniones sobre la misma y sobre todos los demás coincidirían siempre, hubo tal solicitud y tal interés, que Elizabeth se sintió llena del más sincero afecto hacia él y partió convencida de que siempre consideraría a Wickham, soltero o casado, como un modelo de simpatía y sencillez.
Sus compañeros de viaje del día siguiente no eran los más indicados para que Elizabeth se acordase de Wickham con menos agrado. Sir William y su hija María, una muchacha alegre pero de cabeza tan hueca como la de su padre, no dijeron nada que valiese la pena escuchar; de modo que oírles a ellos era para Elizabeth lo mismo que oír el traqueteo del carruaje. A Elizabeth le divertían los despropósitos, pero hacía ya demasiado tiempo que conocía a sir William y no podía decirle nada nuevo acerca de las maravillas de su presentación en la corte y de su título de «Sir›, y sus cortesías eran tan rancias como sus noticias.
El viaje era sólo de veinticuatro millas y lo emprendieron tan temprano que a mediodía estaban ya en la calle Gracechurch. Cuando se dirigían a la puerta de los Gardiner, Jane estaba en la ventana del salón contemplando su llegada; cuando entraron en el vestíbulo, ya estaba allí para darles la bienvenida. Elizabeth la examinó con ansiedad y se alegró de encontrarla tan sana y encantadora como siempre. En las escaleras había un tropel de niñas y niños demasiado impacientes por ver a su prima como para esperarla en el salón, pero su timidez no les dejaba acabar de bajar e ir a su encuentro, pues hacía más de un año que no la veían. Todo era alegría y atenciones. El día transcurrió agradablemente; por la tarde callejearon y recorrieron las tiendas, y por la noche fueron a un teatro.
Elizabeth logró entonces sentarse al lado de su tía. El primer tema de conversación fue Jane; después de oír las respuestas a las minuciosas preguntas que le hizo sobre su hermana, Elizabeth se quedó más triste que sorprendida al saber que Jane, aunque se esforzaba siempre por mantener alto el ánimo, pasaba por momentos de gran abatimiento. No obstante, era razonable esperar que no durasen mucho tiempo. La señora Gardiner también le contó detalles de la visita de la señorita Bingley a Gracechurch, y le repitió algunas conversaciones que había tenido después con Jane que demostraban que esta última había dado por terminada su amistad.
La señora Gardiner consoló a su sobrina por la traición de Wickham y la felicitó por lo bien que lo había tomado.
– Pero dime, querida Elizabeth -añadió-, ¿qué clase de muchacha es la señorita King? Sentiría mucho tener que pensar que nuestro amigo es un cazador de dotes.
– A ver, querida tía, ¿cuál es la diferencia que hay en cuestiones matrimoniales, entre los móviles egoístas y los prudentes? ¿Dónde acaba la discreción y empieza la avaricia? Las pasadas Navidades temías que se casara conmigo porque habría sido imprudente, y ahora porque él va en busca de una joven con sólo diez mil libras de renta, das por hecho que es un cazador de dotes.
– Dime nada más qué clase de persona es la señorita King, y podré formar juicio.
– Creo que es una buena chica. No he oído decir nada malo de ella.
– Pero él no le dedicó la menor atención hasta que la muerte de su abuelo la hizo dueña de esa fortuna…
– Claro, ¿por qué había de hacerlo? Si no podía permitirse conquistarme a mí porque yo no tenía dinero, ¿qué motivos había de tener para hacerle la corte a una muchacha que nada le importaba y que era tan pobre como yo?
– Pero resulta indecoroso que le dirija sus atenciones tan poco tiempo después de ese suceso.
– Un hombre que está en mala situación, no tiene tiempo, como otros, para observar esas elegantes delicadezas. Además, si ella no se lo reprocha, ¿por qué hemos de reprochárselo nosotros?
– El que a ella no le importe no justifica a Wickham. Sólo demuestra que esa señorita carece de sentido o de sensibilidad.
– Bueno --exclamó Elizabeth-, como tú quieras. Pongamos que él es un cazador de dotes y ella una tonta.
– No, Elizabeth, eso es lo que no quiero. Ya sabes que me dolería pensar mal de un joven que vivió tanto tiempo en Derbyshire.
– ¡Ah!, pues si es por esto, yo tengo muy mal concepto de los jóvenes que viven en Derbyshire, cuyos íntimos amigos, que viven en Hertfordshire, no son mucho mejores. Estoy harta de todos ellos. Gracias a Dios, mañana voy a un sitio en donde encontraré a un hombre que no tiene ninguna cualidad agradable, que no tiene ni modales ni aptitudes para hacerse simpático. Al fin y al cabo, los hombres estúpidos son los únicos que vale la pena conocer.
– ¡Cuidado, Lizzy! Esas palabras suenan demasiado a desengaño.
Antes de separarse por haber terminado la obra, Elizabeth tuvo la inesperada dicha de que sus tíos la invitasen a acompañarlos en un viaje que pensaban emprender en el verano.
– Todavía no sabemos hasta dónde iremos -dijo la señora Gardiner-, pero quizá nos lleguemos hasta los Lagos [L28].
Ningún otro proyecto podía serle a Elizabeth tan agradable. Aceptó la invitación al instante, sumamente agradecida.
– Querida, queridísima tía exclamó con entusiasmo-, ¡qué delicia!, ¡qué felicidad! Me haces revivir, esto me da fuerzas. ¡Adiós al desengaño y al rencor! ¿Qué son los hombres al lado de las rocas y de las montañas? ¡Oh, qué horas de evasión pasaremos! Y al regresar no seremos como esos viajeros que no son capaces de dar una idea exacta de nada. Nosotros sabremos adónde hemos ido, y recordaremos lo que hayamos visto. Los lagos, los ríos y las montañas no estarán confundidos en nuestra memoria, ni cuando queramos describir un paisaje determinado nos pondremos a discutir sobre su relativa situación. ¡Que nuestras primeras efusiones no sean como las de la mayoría de los viajeros!