No esperaba Elizabeth, cuando Darcy le dio la carta, que en ella repitiese su proposición, pero no tenía ni idea de qué podía contener. Al descubrirlo, bien se puede suponer con qué rapidez la leyó y cuán encontradas sensaciones vino a suscitarle. Habría sido difícil definir sus sentimientos. Al principio creyó con asombro que Darcy querría disculparse lo mejor que pudiese, pero en seguida se convenció firmemente de que no podría darle ninguna explicación que el más elemental sentido de la dignidad no aconsejara ocultar. Con gran prejuicio contra todo lo que él pudiera decir, empezó a leer su relato acerca de lo sucedido en Netherfield. Sus ojos recorrían el papel con tal ansiedad que apenas tenía tiempo de comprender, y su impaciencia por saber lo que decía la frase siguiente le impedía entender el sentido de la que estaba leyendo. Al instante dio por hecho que la creencia de Darcy en la indiferencia de su hermana era falsa, y las peores objeciones que ponía a aquel matrimonio la enojaban demasiado para poder hacerle justicia. A ella le satisfacía que no expresase ningún arrepentimiento por lo que había hecho; su estilo no revelaba contrición, sino altanería. En sus líneas no veía más que orgullo e insolencia.
Pero cuando pasó a lo concerniente a Wickham, leyó ya con mayor atención. Ante aquel relato de los hechos que, de ser auténtico, había de destruir toda su buena opinión del joven, y que guardaba una alarmante afinidad con lo que el mismo Wickham había contado, sus sentimientos fueron aún más penosos y más difíciles de definir; el desconcierto, el recelo e incluso el horror la oprimían. Hubiese querido desmentirlo todo y exclamó repetidas veces: «¡Eso tiene que ser falso, eso no puede ser! ¡Debe de ser el mayor de los embustes!» Acabó de leer la carta, y sin haberse enterado apenas de la última o las dos últimas páginas, la guardó rápidamente y quejándose se dijo que no la volvería a mirar, que no quería saber nada de todo aquello.
En semejante estado de perturbación, asaltada por mil confusos pensamientos, siguió paseando; pero no sirvió de nada; al cabo de medio minuto sacó de nuevo la carta y sobreponiéndose lo mejor que pudo, comenzó otra vez la mortificante lectura de lo que a Wickham se refería, dominándose hasta examinar el sentido de cada frase. Lo de su relación con la familia de Pemberley era exactamente lo mismo que él había dicho, y la bondad del viejo señor Darcy, a pesar de que Elizabeth no había sabido hasta ahora hasta dónde había llegado, también coincidían con lo indicado por el propio Wickham. Por lo tanto, un relato confirmaba el otro, pero cuando llegaba al tema del testamento la cosa era muy distinta. Todo lo que éste había dicho acerca de su beneficio eclesiástico estaba fresco en la memoria de la joven, y al recordar sus palabras tuvo que reconocer que había doble intención en uno u otro lado, y por unos instantes creyó que sus deseos no la engañaban. Pero cuando leyó y releyó todo lo sucedido a raíz de haber rehusado Wickham a la rectoría, a cambio de lo cual había recibido una suma tan considerable como tres mil libras, no pudo menos que volver a dudar. Dobló la carta y pesó todas las circunstancias con su pretendida imparcialidad, meditando sobre las probabilidades de sinceridad de cada relato, pero no adelantó nada; de uno y otro lado no encontraba más que afirmaciones. Se puso a leer de nuevo, pero cada línea probaba con mayor claridad que aquel asunto que ella no creyó que pudiese ser explicado más que como una infamia en detrimento del proceder de Darcy, era susceptible de ser expuesto de tal modo que dejaba a Darcy totalmente exento de culpa.
Lo de los vicios y la prodigalidad que Darcy no vacilaba en imputarle a Wickham, la indignaba en exceso, tanto más cuanto que no tenía pruebas para rebatir el testimonio de Darcy. Elizabeth no había oído hablar nunca de Wickham antes de su ingreso en la guarnición del condado, a lo cual le había inducido su encuentro casual en Londres con un joven a quien sólo conocía superficialmente. De su antigua vida no se sabía en Hertfordshire más que lo que él mismo había contado. En cuanto a su verdadero carácter, y a pesar de que Elizabeth tuvo ocasión de analizarlo, nunca sintió deseos de hacerlo; su aspecto, su voz y sus modales le dotaron instantáneamente de todas las virtudes. Trató de recordar algún rasgo de nobleza, algún gesto especial de integridad o de bondad que pudiese librarle de los ataques de Darcy, o, por lo menos, que el predominio de buenas cualidades le compensara de aquellos errores casuales, que era como ella se empeñaba en calificar lo que Darcy tildaba de holgazanería e inmoralidad arraigados en él desde siempre. Se imaginó a Wickham delante de ella, y lo recordó con todo el encanto de su trato, pero aparte de la aprobación general de que disfrutaba en la localidad y la consideración que por su simpatía había ganado entre sus camaradas, Elizabeth no pudo hallar nada más en su favor. Después de haber reflexionado largo rato sobre este punto, reanudó la lectura. Pero lo que venía a continuación sobre la aventura con la señorita Darcy fue confirmado en parte por la conversación que Elizabeth había tenido la mañana anterior con el coronel Fitzwilliam; y, al final de la carta, Darcy apelaba, para probar la verdad de todo, al propio coronel, cuya intervención en todos los asuntos de su primo Elizabeth conocía por anticipado, y cuya veracidad no tenía motivos para poner en entredicho. Estuvo a punto de recurrir a él, pero se contuvo al pensar lo violento que sería dar ese paso; desechándolo, al fin, convencida de que Darcy no se habría arriesgado nunca a proponérselo sin tener la absoluta seguridad de que su primo corroboraría sus afirmaciones.
Recordaba perfectamente todo lo que Wickham le dijo cuando hablaron por primera vez en casa del señor Philips; muchas de sus expresiones estaban aún íntegramente en su memoria. Ahora se daba cuenta de lo impropio de tales confidencias a una persona extraña y se admiraba de no haber caído antes en ello. Veía la falta de delicadeza que implicaba el ponerse en evidencia de aquel modo, y la incoherencia de sus declaraciones con su conducta. Se acordaba de que se jactó de no temer ver a Darcy y de que éste tendría que irse, pero que él no se movería, lo que no le impidió evadirse para no asistir al baile de Netherfield a la semana siguiente. También recordaba que hasta que la familia de Netherfield no había abandonado el condado, no contó su historia nada más que a ella, pero desde su marcha, la citada historia corrió de boca en boca, y Wickham no tuvo el menor escrúpulo en hundir la reputación de Darcy, por más que anteriormente le había asegurado a Elizabeth que el respeto al padre le impediría siempre agraviar al hijo.
¡Qué diferente le parecía ahora todo lo que se refería a Wickham! Sus atenciones para con la señorita King eran ahora única y exclusivamente la consecuencia de sus odiosas perspectivas de cazador de dotes, y la mediocridad de la fortuna de la señorita ya no eran la prueba de la moderación de sus ambiciones, sino el afán de agarrarse a cualquier cosa. Su actitud con Elizabeth no podía tener ahora un motivo aceptable: o se había engañado al principio en cuanto a sus bienes, o había tratado de halagar su propia vanidad alimentando la preferencia que ella le demostró incautamente. Todos los esfuerzos que hacía para defenderle se iban debilitando progresivamente. Y para mayor justificación de Darcy, no pudo menos que reconocer que Bingley, al ser interrogado por Jane, proclamó tiempo atrás la inocencia de Darcy en aquel asunto; que por muy orgulloso y repelente que fuese, nunca, en todo el curso de sus relaciones con él -relaciones que últimamente les habían acercado mucho, permitiéndole a ella conocer más a fondo su carácter-, le había visto hacer nada innoble ni injusto, nada por lo que pudiera tachársele de irreligioso o inmoral; que entre sus amigos era apreciado y querido, y que hasta el mismo Wickham había reconocido que era un buen hermano. Ella también le había oído hablar de su hermana con un afecto tal que demostraba que tenía buenos sentimientos. Si hubiese sido como Wickham le pintaba, capaz de tal violación de todos los derechos, habría sido difícil que nadie lo supiera, y la amistad entre un ser semejante y un hombre tan amable como Bingley habría sido incomprensible.
Llegó a avergonzarse de sí misma. No podía pensar en Darcy ni en Wickham sin reconocer que había sido parcial, absurda, que había estado ciega y llena de prejuicios.
«¡De qué modo tan despreciable he obrado -pensó-, yo que me enorgullecía de mi perspicacia! ¡Yo que me he vanagloriado de mi talento, que he desdeñado el generoso candor de mi hermana y he halagado mi vanidad con recelos inútiles o censurables! ¡Qué humillante es todo esto, pero cómo merezco esta humillación! Si hubiese estado enamorada de Wickham, no habría actuado con tan lamentable ceguera. Pero la vanidad, y no el amor, ha sido mi locura. Complacida con la preferencia del uno y ofendida con el desprecio del otro, me he entregado desde el principio a la presunción y a la ignorancia, huyendo de la razón en cuanto se trataba de cualquiera de los dos. Hasta este momento no me conocía a mí misma.»
De sí misma a Jane y de Jane a Bingley, sus pensamientos recorrían un camino que no tardó en conducirla a recordar que la explicación que Darcy había dado del asunto de éstos le había parecido muy insuficiente, y volvió a leerla. El efecto de esta segunda lectura fue muy diferente. ¿Cómo no podía dar crédito a lo que Darcy decía sobre uno de los puntos, si se había visto forzada a dárselo en el otro? Darcy declaraba haber sospechado siempre que Jane no sentía ningún amor por Bingley, y Elizabeth recordó cuál había sido la opinión de Charlotte. Tampoco podía discutir la exactitud de su descripción de Jane; a Elizabeth le constaba que los sentimientos de su hermana, aunque fervientes, habían sido poco exteriorizados; y que la constante complacencia en su aire y maneras a menudo no iba unida a una gran sensibilidad.
Cuando llegó a la parte de la carta donde Darcy mencionaba a su familia en términos de tan humillantes aunque merecidos reproches, Elizabeth sintió verdadera vergüenza. La justicia de sus acusaciones le parecía demasiado evidente para que pudiera negarla, y las circunstancias a las que aludía en particular como ocurridas en el baile de Netherfield, no le podían haber impresionado a él más de lo que le habían abochornado a ella.
El elogio que Darcy les tributaba a ella y a su hermana no le pasó inadvertido. La halagó, pero no pudo consolarse por el desprecio que implicaba para el resto de la familia; y al considerar que los sinsabores de Jane habían sido en realidad obra de su misma familia, y al reflexionar en lo mal parado que había de quedar el crédito de ambas por aquella conducta impropia, sintió un abatimiento que hasta entonces no había conocido.
Después de andar dos horas a lo largo del camino dando vueltas a la diversidad de sus pensamientos, considerando de nuevo los hechos, determinando posibilidades y haciéndose paulatinamente a tan repentino e importante cambio, la fatiga y el acordarse del tiempo que hacía que estaba fuera la hicieron regresar a la casa. Entró en ella con el propósito de aparentar su alegría de siempre y resuelta a reprimir los pensamientos que la asediaban, ya que de otra forma no sería capaz de mantener conversación alguna.
Le dijeron que lo dos caballeros de Rosings habían estado allí durante su ausencia; Darcy sólo por breves instantes, para despedirse; pero que el coronel Fitzwilliam se había quedado una hora por lo menos, para ver si ella llegaba y casi dispuesto a ir en su busca. A Elizabeth apenas le afectaba la partida del coronel; en realidad se alegraba. Sólo podía pensar en la carta de Darcy.