En la segunda semana de mayo, las tres muchachas partieron juntas de Gracechurch Street, en dirección a la ciudad de X, en Hertfordshire. Al llegar cerca de la posada en donde tenía que esperarlas el coche del señor Bennet, vieron en seguida, como una prueba de la puntualidad de cochero, a Catherine y a Lydia que estaban al acecho en el comedor del piso superior. Habían pasado casi una hora en el lugar felizmente ocupadas en visitar la sombrerería de enfrente, en contemplar al centinela de guardia y en aliñar una ensalada de pepino.
Después de dar la bienvenida a sus hermanas les mostraron triunfalmente una mesa dispuesta con todo el fiambre que puede hallarse normalmente en la despensa de una posada y exclamaron:
– ¿No es estupendo? ¿No es una sorpresa agradable?
– Queremos convidaros a todas -añadió Lydia-; pero tendréis que prestarnos el dinero, porque acabamos de gastar el nuestro en la tienda de ahí fuera.
Y, enseñando sus compras, agregó:
– Mirad qué sombrero me he comprado. No creo que sea muy bonito, pero pensé que lo mismo daba comprarlo que no; lo desharé en cuanto lleguemos a casa y veré si puedo mejorarlo algo.
Las hermanas lo encontraron feísimo, pero Lydia, sin darle importancia, respondió:
– Pues en la tienda había dos o tres mucho más feos. Y cuando compre un raso de un color más bonito, lo arreglaré y creo que no quedará mal del todo. Además, poco importa lo que llevemos este verano, porque la guarnición del condado se va de Meryton dentro de quince días.
– ¿Sí, de veras? -exclamó Elizabeth satisfechísima.
– Van a acampar cerca de Brighton. A ver si papá nos lleva allí este verano. Sería un plan estupendo y costaría muy poco. A mamá le apetece ir más que ninguna otra cosa. ¡Imaginad, si no, qué triste verano nos espera!
«Sí -pensó Elizabeth-, sería un plan realmente estupendo y muy propio para nosotras. No nos faltaría más que eso. Brighton y todo un campamento de soldados, con lo trastornadas que ya nos han dejado un mísero regimiento y los bailes mensuales de Meryton.»
– Tengo que daros algunas noticias -dijo Lydia cuando se sentaron a la mesa-. ¿Qué creéis? Es lo más sensacional que podáis imaginaros; una nueva importantísima acerca de cierta persona que a todas nos gusta.
Jane y Elizabeth se miraron y dijeron al criado que ya no lo necesitaban. Lydia se rió y dijo:
– ¡Ah!, eso revela vuestra formalidad y discreción. ¿Creéis que el criado iba a escuchar? ¡Como si le importase! Apostaría a que oye a menudo cosas mucho peores que las que voy a contaros. Pero es un tipo muy feo; me alegro de que se haya ido; nunca he visto una barbilla tan larga. Bien, ahora vamos a las noticias; se refieren a nuestro querido Wickham; son demasiado buenas para el criado, ¿verdad? No hay peligro de que Wickham se case con Mary King. Nos lo reservamos. Mary King se ha marchado a Liverpool, a casa de su tía, y no volverá. ¡Wickham está a salvo!
– Y Mary King está a salvo también -añadió Elizabeth-, a salvo de una boda imprudente para su felicidad.
– Pues es bien tonta yéndose, si le quiere.
– Pero supongo que no habría mucho amor entre ellos -dijo Jane.
– Lo que es por parte de él, estoy segura de que no; Mary nunca le importó tres pitos. ¿Quién podría interesarse por una cosa tan asquerosa y tan llena de pecas?
Elizabeth se escandalizó al pensar que, aunque ella fuese incapaz de expresar semejante ordinariez, el sentimiento no era muy distinto del que ella misma había abrigado en otro tiempo y admitido como liberal.
En cuanto hubieron comido y las mayores hubieron pagado, pidieron el coche y, después de organizarse un poco, todas las muchachas, con sus cajas, sus bolsas de labor, sus paquetes y la mal acogida adición de las compras de Catherine y Lydia, se acomodaron en el vehículo.
– ¡Qué apretaditas vamos! -exclamó Lydia-. ¡Me alegro de haber comprado el sombrero, aunque sólo sea por el gusto de tener otra sombrerera! Bueno, vamos a ponernos cómodas y a charlar y reír todo el camino hasta que lleguemos a casa. Primeramente oigamos lo que os ha pasado a vosotras desde que os fuisteis. ¿Habéis conocido a algún hombre interesante? ¿Habéis tenido algún flirt? Tenía grandes esperanzas de que una de vosotras pescaría marido antes de volver. Jane pronto va a hacerse vieja. ¡Casi tiene veintitrés años! ¡Señor, qué vergüenza me daría a mí, si no me casara antes de los veintitrés…! No os podéis figurar las ganas que tiene la tía Philips de que os caséis. Dice que Lizzy habría hecho mejor en aceptar a Collins; pero yo creo que habría sido muy aburrido. ¡Señor, cómo me gustaría casarme antes que vosotras! Entonces sería yo la que os acompañaría a los bailes [L37]. ¡Lo que nos divertimos el otro día en casa de los Forster! Catherine y yo fuimos a pasar allí el día, y la señora Forster nos prometió que daría un pequeño baile por la noche. ¡Cómo la señora Forster y yo somos tan amigas! Así que invitó a las Harrington, pero como Harriet estaba enferma, Pen tuvo que venir sola; y entonces, ¿qué creeríais que hicimos? Disfrazamos de mujer a Chamberlayne para que pasase por una dama. ¿Os imagináis qué risa? No lo sabía nadie, sólo el coronel, la señora Forster, Catherine y yo, aparte de mi tía, porque nos vimos obligadas a pedirle prestado uno de sus vestidos; no os podéis figurar lo bien que estaba. Cuando llegaron Denny, Wickham, Pratt y dos o tres caballeros más, no lo conocieron ni por lo más remoto. ¡Ay, cómo me reí! ¡Y lo que se rió la señora Forster! Creí que me iba a morir de risa. Y entonces, eso les hizo sospechar algo y en seguida descubrieron la broma.
Con historias parecidas de fiestas y bromas, Lydia trató, con la ayuda de las indicaciones de Catherine, de entretener a sus hermanas y a María durante todo el camino hasta que llegaron a Longbourn. Elizabeth intentó escucharla lo menos posible, pero no se le escaparon las frecuentes alusiones a Wickham.
En casa las recibieron con todo el cariño. La señora Bennet se regocijó al ver a Jane tan guapa como siempre, y el señor Bennet, durante la comida, más de una vez le dijo a Elizabeth de todo corazón:
– Me alegro de que hayas vuelto, Lizzy.
La reunión en el comedor fue numerosa, pues habían ido a recoger a María y a oír las noticias, la mayoría de los Lucas. Se habló de muchas cosas. Lady Lucas interrogaba a María, desde el otro lado de la mesa, sobre el bienestar y el corral de su hija mayor; la señora Bennet estaba doblemente ocupada en averiguar las modas de Londres que su hija Jane le explicaba por un lado, y en transmitir los informes a las más jóvenes de las Lucas, por el otro. Lydia, chillando más que nadie, detallaba lo que habían disfrutado por la mañana a todos los que quisieran escucharla.
– ¡Oh, Mary! -exclamó-. ¡Cuánto me hubiese gustado que hubieras venido con nosotras! ¡Nos hemos divertido de lo lindo! Cuando íbamos Catherine y yo solas, cerramos todas las ventanillas para hacer ver que el coche iba vacío, y habríamos ido así todo el camino, si Catherine no se hubiese mareado. Al llegar al «George» ¡fuimos tan generosas!, obsequiamos a las tres con el aperitivo más estupendo del mundo, y si hubieses venido tú, te habríamos invitado a ti también. ¡Y qué juerga a la vuelta! Pensé que no íbamos a caber en el coche. Estuve a punto de morirme de risa. Y todo el camino lo pasamos bárbaro; hablábamos y reíamos tan alto que se nos habría podido oír a diez millas.
Mary replicó gravemente:
– Lejos de mí, querida hermana, está el despreciar esos placeres. Serán propios, sin duda, de la mayoría de las mujeres. Pero confieso que a mí no me hacen ninguna gracia; habría preferido mil veces antes un libro.
Pero Lydia no oyó una palabra de su observación. Rara vez escuchaba a nadie más de medio minuto, y a Mary nunca le hacía ni caso.
Por la tarde Lydia propuso con insistencia que fuesen todas a Meryton para ver cómo estaban todos; pero Elizabeth se opuso enérgicamente. No quería que se dijera que las señoritas Bennet no podían estarse en casa medio día sin ir detrás de los oficiales. Tenía otra razón para oponerse: temía volver a ver a Wickham, cosa que deseaba evitar en todo lo posible. La satisfacción que sentía por la partida del regimiento era superior a cuanto pueda expresarse. Dentro de quince días ya no estarían allí, y esperaba que así se libraría de Wickham para siempre.
No llevaba muchas horas en casa, cuando se dio cuenta de que el plan de Brighton de que Lydia les había informado en la posada era discutido a menudo por sus padres. Elizabeth comprendió que el señor Bennet no tenía la menor intención de ceder, pero sus contestaciones eran tan vagas y tan equívocas, que la madre, aunque a veces se descorazonaba, no perdía las esperanzas de salirse al fin con la suya.