Pocos días después de aquella visita, Bingley volvió a Longbourn, solo. Su amigo se había ido a Londres por la mañana, pero iba a regresar dentro de diez días. Pasó con ellas una hora, y estuvo de excelente humor. La señora Bennet le invitó a comer, Bingley dijo que lo sentía, pero que estaba convidado en otro sitio.
– La próxima vez que venga -repuso la señora Bennet- espero que tengamos más suerte.
– Tendré mucho gusto -respondió Bingley. Y añadió que, si se lo permitían, aprovecharía cualquier oportunidad para visitarles.
– ¿Puede usted venir mañana?
Bingley dijo que sí, pues no tenía ningún compromiso para el día siguiente.
Llegó tan temprano que ninguna de las señoras estaba vestida, La señora Bennet corrió al cuarto de sus hijas, en bata y a medio peinar, exclamando:
– ¡Jane, querida, date prisa y ve abajo! ¡Ha venido el señor Bingley! Es él, sin duda. ¡Ven, Sara! Anda en seguida a ayudar a vestirse a la señorita Jane. No te preocupes del peinado de la señorita Elizabeth.
– Bajaremos en cuanto podamos -dijo Jane-, pero me parece que Catherine está más adelantada que nosotras, porque subió hace media hora.
– ¡Mira con lo que sales! ¿Qué tiene que ver en esto Catherine? Tú eres la que debe bajar en seguida. ¿Dónde está tu corsé?
Pero cuando su madre había salido, Jane no quiso bajar sin alguna de sus hermanas.
Por la tarde, la madre volvió a intentar que Bingley se quedara a solas con Jane. Después del té, el señor Bennet se retiró a su biblioteca como de costumbre, y Mary subió a tocar el piano. Habiendo desaparecido dos de los cinco obstáculos, la señora Bennet se puso a mirar y a hacer señas y guiños a Elizabeth y a Catherine sin que ellas lo notaran. Catherine lo advirtió antes que Elizabeth y preguntó con toda inocencia:
– ¿Qué pasa, mamá? ¿Por qué me haces señas? ¿Qué quieres que haga?
– Nada, niña, nada. No te hacía ninguna seña.
Siguió sentada cinco minutos más, pero era incapaz de desperdiciar una ocasión tan preciosa. Se levantó de pronto y le dijo a Catherine:
– Ven, cariño. Tengo que hablar contigo.
Y se la llevó de la habitación. Jane miró al instante a Elizabeth denotando su pesar por aquella salida tan premeditada y pidiéndole que no se fuera.
Pero a los pocos minutos la señora Bennet abrió la puerta y le dijo a Elizabeth:
– Ven, querida. Tengo que hablarte.
Elizabeth no tuvo más remedio que salir.
– Dejémoslos solos, ¿entiendes? -le dijo su madre en el vestíbulo-. Catherine y yo nos vamos arriba a mi cuarto.
Elizabeth no se atrevió a discutir con su madre; pero se quedó en el vestíbulo hasta que la vio desaparecer con Catherine, y entonces volvió al salón.
Los planes de la señora Bennet no se realizaron aquel día. Bingley era un modelo de gentileza, pero no el novio declarado de su hija. Su soltura y su alegría contribuyeron en gran parte a la animación de la reunión de la noche; aguantó toda la indiscreción y las impertinencias de la madre y escuchó todas sus necias advertencias con una paciencia y una serenidad que dejaron muy complacida a Jane.
Apenas necesitó que le invitaran para quedarse a cenar y, antes de que se fuera, la señora Bennet le hizo una nueva invitación para que viniese a la mañana siguiente a cazar con su marido.
Después de este día, Jane ya no dijo que Bingley le fuese indiferente. Las dos hermanas no hablaron una palabra acerca de él, pero Elizabeth se acostó con la feliz convicción de que todo se arreglaría pronto, si Darcy no volvía antes del tiempo indicado. Sin embargo, estaba seriamente convencida de que todo esto habría tenido igualmente lugar sin la ausencia de dicho caballero.
Bingley acudió puntualmente a la cita, y él y el señor Bennet pasaron juntos la mañana del modo convenido. El señor Bennet estuvo mucho más agradable de lo que su compañero esperaba. No había nada en Bingley de presunción o de tontería que el otro pudiese ridiculizar o disgustarle interiormente, por lo que estuvo con él más comunicativo y menos hosco de lo que solía. Naturalmente, Bingley regresó con el señor Bennet a la casa para comer, y por la tarde la señora Bennet volvió a maquinar para dejarle solo con su hija. Elizabeth tenía que escribir una carta, y fue con ese fin al saloncillo poco después del té, pues como los demás se habían sentado a jugar, su presencia ya no era necesaria para estorbar las tramas de su madre.
Pero al entrar en el salón, después de haber terminado la carta, vio con infinita sorpresa que había razón para temer que su madre se hubiera salido con la suya. En efecto, al abrir la puerta divisó a. su hermana y a Bingley solos, apoyados en la chimenea como abstraídos en la más interesante conversación; y por si esto no hubiese dado lugar a todas las sospechas, los rostros de ambos al volverse rápidamente y separarse lo habrían dicho todo. La situación debió de ser muy embarazosa para ellos, pero Elizabeth iba a marcharse, cuando Bingley, que, como Jane, se había sentado, se levantó de pronto, dijo algunas palabras al oído de Jane y salió de la estancia.
Jane no podía tener secretos para Elizabeth, sobre todo, no podía ocultarle una noticia que sabía que la alegraría. La estrechó entre sus brazos y le confesó con la más viva emoción que era la mujer más dichosa del mundo.
– ¡Es demasiado! -añadió. ¡Es demasiado! No lo merezco. ¡Oh! ¿Por qué no serán todos tan felices como yo?
La enhorabuena de Elizabeth fue tan sincera y tan ardiente y reveló tanto placer que no puede expresarse con palabras. Cada una de sus frases cariñosas fue una fuente de dicha para Jane. Pero no pudo quedarse con Elizabeth ni contarle la mitad de las cosas que tenía que comunicarle todavía.
– Voy a ver al instante a mamá -dijo-. No puedo ignorar su afectuosa solicitud ni permitir que se entere por otra persona. Él acaba de ir a hablar con papá. ¡Oh, Lizzy! Lo que voy a decir llenará de alegría a toda la familia. ¿Cómo podré resistir tanta dicha?
Se fue presurosamente en busca de su madre que había suspendido adrede la partida de cartas y estaba arriba con Catherine.
Elizabeth se quedó sonriendo ante la facilidad y rapidez con que se había resuelto un asunto que había causado tantos meses de incertidumbre y de dolor.
«¡He aquí en qué ha parado -se dijo- la ansiosa circunspección de su amigo y toda la falsedad y las tretas de sus hermanas! No podía darse un desenlace más feliz, más prudente y más razonable.»
A los pocos minutos entró Bingley, que había terminado su corta conferencia con el señor Bennet. -¿Dónde está su hermana? -le dijo al instante de abrir la puerta.
– Arriba, con mamá. Creo que bajará en seguida.
Entonces Bingley cerró la puerta y le pidió su parabién, rogándole que le considerase como un hermano. Elizabeth le dijo de todo corazón lo mucho que se alegraba de aquel futuro parentesco. Se dieron las manos cordialísimamente y hasta que bajó Jane, Bingley estuvo hablando de su felicidad y de las perfecciones de su amada. Elizabeth no creyó exageradas sus esperanzas de dicha, a pesar del amor que cegaba al joven, pues al buen entendimiento y al excelente corazón de Jane se unían la semejanza de sentimientos y gustos con su prometida.
La tarde transcurrió en medio del embeleso general la satisfacción de Jane daba a su rostro una luz y una expresión tan dulce que le hacían parecer más hermosa que nunca. Catherine sonreía pensando que pronto le llegaría su turno. La señora Bennet dio su consentimiento y expresó su aprobación en términos calurosísimos que, no obstante, no alcanzaron a describir el júbilo que sentía, y durante media hora no pudo hablarle a Bingley de otra cosa. Cuando el señor Bennet se reunió con ellos para la cena, su voz y su aspecto revelaban su alegría.
Pero ni una palabra salió de sus labios que aludiese al asunto hasta que el invitado se despidió. Tan pronto como se hubo ido, el señor Bennet se volvió a su hija y le dijo:
– Te felicito, Jane. Serás una mujer muy feliz. Jane corrió hacia su padre, le dio un beso y las gracias por su bondad.
– Eres una buena muchacha -añadió el padre- y mereces la suerte que has tenido. Os llevaréis muy bien. Vuestros caracteres son muy parecidos. Sois tan complacientes el uno con el otro que nunca resolveréis nada, tan confiados que os engañará cualquier criado, y tan generosos que siempre gastaréis más de lo que tengáis.
– Eso sí que no. La imprudencia o el descuido en cuestiones de dinero sería imperdonable para mí. -¡Gastar más de lo tenga! -exclamó la señora Bennet-. ¿Qué estás diciendo? Bingley posee cuatro o cinco mil libras anuales, y puede que más. Después, dirigiéndose a su hija, añadió:
¡Oh, Jane, querida, vida mía, soy tan feliz que no voy a poder cerrar ojo en toda la noche! Ya sabía yo que esto llegaría; siempre dije que al final se arreglaría todo. Estaba segura de que tu hermosura no iba a ser en balde. Recuerdo que en cuanto lo vi la primera vez que llegó a Hertfordshire, pensé que por fuerza teníais que casaros. ¡Es el hombre más guapo que he visto en mi vida!
Wickham y Lydia quedaron olvidados. Jane era ahora su hija favorita, sin ninguna comparación; en aquel momento las demás no le importaban nada. Las hermanas menores pronto empezaron a pedirle a Jane todo lo que deseaban y que ella iba a poder dispensarles en breve.
Mary quería usar la biblioteca de Netherfield, y Catherine le suplicó que organizase allí unos cuantos bailes en invierno.
Bingley, como era natural, iba a Longbourn todos los días. Con frecuencia llegaba antes del almuerzo y se quedaba hasta después de la cena, menos cuando algún bárbaro vecino, nunca detestado lo bastante, le invitaba a comer, y Bingley se creía obligado a aceptar.
Elizabeth tenía pocas oportunidades de conversar con su hermana, pues mientras Bingley estaba presente, Jane no tenía ojos ni oídos para nadie más; pero resultaba muy útil al uno y al otro en las horas de separación que a veces se imponían. En ausencia de Jane, Bingley buscaba siempre a Elizabeth para darse el gusto de hablar de su amada; y cuando Bingley se iba, Jane recurría constantemente al mismo consuelo. -¡No sabes lo feliz que me ha hecho -le dijo una noche a su hermana- al participarme que ignoraba que yo había estado en Londres la pasada primavera! ¡Me parecía imposible!
– Me lo figuraba. Pero ¿cómo se explica?
– Debe de haber sido cosa de sus hermanas. La verdad es que no querían saber nada conmigo, cosa que no me extraña, pues Bingley hubiese podido encontrar algo mejor desde todos los puntos de vista. Pero cuando vean, como supongo que verán, que su hermano es feliz a mi lado, se contentarán y volveremos a ser amigas, aunque nunca como antes.
– Esto es lo más imperdonable que te he oído decir en mi vida -exclamó Elizabeth-. ¡Infeliz! Me irrita de veras que creas en la pretendida amistad de la señorita Bingley.
– ¿Creerás, Elizabeth, que al irse a la capital el pasado noviembre me amaba de veras y sólo la certeza de que me era indiferente le impidió volver?
– Se equivocó un poquito, en realidad; pero esto habla muy en favor de su modestia.
Esto indujo a Jane, naturalmente, a hacer un panegírico de la falta de presunción de su novio y del poco valor que daba a sus propias cualidades.
Elizabeth se alegró de que no hubiese traicionado a su amigo hablándole de la intromisión de éste, pues a pesar de que Jane poseía el corazón más generoso y propenso al perdón del mundo, esto podía haber creado en ella algún prejuicio contra Darcy.
– Soy indudablemente la criatura más afortunada de la tierra exclamó Jane. ¡Oh, Lizzy, qué pena me da ser la más feliz de la casa! ¡Si por lo menos tú también lo fueses! ¡Si hubiera otro hombre como Bingley para ti!
– Aunque me dieras cuarenta como él nunca sería tan dichosa como tú. Mientras no tenga tu carácter, jamás podré disfrutar de tanta felicidad. No, no; déjame como estoy. Si tengo buena suerte, puede que con el tiempo encuentre otro Collins.
El estado de los asuntos de la familia de Longbourn no podía permanecer en secreto. La señora Bennet tuvo el privilegio de comunicarlo a la señora Philips y ésta se lanzó a pregonarlo sin previo permiso por las casas de todos los vecinos de Meryton.
Los Bennet no tardaron en ser proclamados la familia más afortunada del mundo, a pesar de que pocas semanas antes, con ocasión de la fuga de Lydia, se les había considerado como la gente más desgraciada de la tierra.