Elizabeth no tardó en recobrar su alegría, y quiso que Darcy le contara cómo se había enamorado de ella:
– ¿Cómo empezó todo? -le dijo-. Comprendo que una vez en el camino siguieras adelante, pero ¿cuál fue el primer momento en el que te gusté?
– No puedo concretar la hora, ni el sitio, ni la mirada, ni las palabras que pusieron los cimientos de mi amor. Hace bastante tiempo. Estaba ya medio enamorado de ti antes de saber que te quería.
– Pues mi belleza bien poco te conmovió. Y en lo que se refiere a mis modales contigo, lindaban con la grosería. Nunca te hablaba más que para molestarte. Sé franco: ¿me admiraste por mi impertinencia?
– Por tu vigor y por tu inteligencia.
– Puedes llamarlo impertinencia, pues era poco menos que eso. Lo cierto es que estabas harto de cortesías, de deferencias, de atenciones. Te fastidiaban las mujeres que hablaban sólo para atraerte. Yo te irrité y te interesé porque no me parecía a ellas. Por eso, si no hubieses sido en realidad tan afable, me habrías odiado; pero a pesar del trabajo que te tomabas en disimular, tus sentimientos eran nobles y justos, y desde el fondo de tu corazón despreciabas por completo a las personas que tan asiduamente te cortejaban. Mira cómo te he ahorrado la molestia de explicármelo. Y, la verdad, al fin y al cabo, empiezo a creer que es perfectamente razonable. Estoy segura de que ahora no me encuentras ningún mérito, pero nadie repara en eso cuando se enamora.
– ¿No había ningún mérito en tu cariñosa conducta con Jane cuando cayó enferma en Netherfield?
– ¡Mi querida Jane! Cualquiera habría hecho lo mismo por ella. Pero interprétalo como virtud, si quieres. Mis buenas cualidades te pertenecen ahora, y puedes exagerarlas cuanto se te antoje. En cambio a mí me corresponde el encontrar ocasiones de contrariarte y de discutir contigo tan a menudo como pueda. Así es que voy a empezar ahora mismo. ¿Por qué tardaste tanto en volverme a hablar de tu cariño? ¿Por qué estabas tan tímido cuando viniste la primera vez y luego cuando comiste con nosotros? ¿Por qué, especialmente, mientras estabas en casa, te comportabas como si yo no te importase nada?
– Porque te veía seria y silenciosa y no me animabas.
– Estaba muy violenta.
– Y yo también.
– Podías haberme hablado más cuando venías a comer.
– Si hubiese estado menos conmovido, lo habría hecho.
– ¡Qué lástima que siempre tengas una contestación razonable, y que yo sea también tan razonable que la admita! Pero si tú hubieses tenido que decidirte, todavía estaríamos esperando. ¿Cuándo me habrías dicho algo, si no soy yo la que empieza? Mi decisión de darte las gracias por lo que hiciste por Lydia surtió buen efecto; demasiado: estoy asustada; porque ¿cómo queda la moral si nuestra felicidad brotó de la infracción de una promesa? Yo no debí haber hablado de aquello, no volveré a hacerlo.
– No te atormentes. La moral quedará a salvo por completo. El incalificable proceder de lady Catherine para separarnos fue lo que disipó todas mis dudas. No debo mi dicha actual a tu vehemente deseo de expresarme tu gratitud. No necesitaba que tú me dijeras nada. La narración de mi tía me había dado esperanzas y estaba decidido a saberlo todo de una vez.
– Lady Catherine nos ha sido, pues, infinitamente útil, cosa que debería extasiarla a ella que tanto le gusta ser útil a todo el mundo. Pero dime, ¿por qué volviste a Netherfield? ¿Fue sólo para venir a Longbourn a azorarte, o pensaste en obtener un resultado más serio?
– Mi verdadero propósito era verte y comprobar si podía abrigar aún esperanzas de que me amases. Lo que confesaba o me confesaba a mí mismo era ver si tu hermana quería todavía a Bingley, y, de ser así, reiterarle la confesión que ya otra vez le había hecho.
– ¿Tendrás valor de anunciarle a lady Catherine lo que le espera?
– Puede que más bien me falte tiempo que valor. Vamos a ello ahora mismo. Si me das un pliego de papel, lo hago inmediatamente.
– Y si yo no tuviese que escribir otra carta, podría sentarme a tu lado y admirar la uniformidad de tu letra, como hacía cierta señorita en otra ocasión. Pero yo tengo una tía a la que no quiero dejar olvidada por más tiempo.
Por no querer confesar que habían exagerado su intimidad con Darcy, Elizabeth no había contestado aún a la larga carta de la señora Gardiner. Pero ahora, al poder anunciarles lo que tan bien recibido sería, casi se avergonzaba de que sus tíos se hubieran perdido tres días de disfrutar de aquella noticia. Su carta fue como sigue:
«Querida tía: te habría dado antes, como era mi deber, las gracias por tu extensa, amable y satisfactoria descripción del hecho que tú sabes; pero sabrás que estaba demasiado afligida para hacerlo. Tus suposiciones iban más allá de la realidad. Pero ahora ya puedes suponer lo que te plazca, puedes dar rienda suelta a tu fantasía, puedes permitir a tu imaginación que vuele libremente, y no errarás más que si te figuras que ya estoy casada. Tienes que escribirme pronto y alabar a Darcy mucho más de lo que le alababas en tu última carta. Doy gracias a Dios una y mil veces por no haber ido a los Lagos. ¡Qué necedad la mía al desearlo! Tu idea de las jacas es magnífica; todos los días recorreremos la finca. Soy la criatura más dichosa del mundo. Tal vez otros lo hayan dicho antes, pero nadie con tanta justicia. Soy todavía más feliz que Jane. Ella sólo sonríe. Yo me río del todo. Darcy te envía todo el cariño de que pueda privarme. Vendréis todos a Pemberley para las Navidades.»
La misiva de Darcy a lady Catherine fue diferente. Y todavía más diferente fue la que el señor Bennet le mandó al señor Collins en contestación a su última:
«Querido señor: tengo que molestarle una vez más con la cuestión de las enhorabuenas: Elizabeth será pronto la esposa del señor Darcy. Consuele a lady Catherine lo mejor que pueda; pero yo que usted me quedaría con el sobrino. Tiene más que ofrecer. Le saludo atentamente.»
Los parabienes de la señorita Bingley a su hermano con ocasión de su próxima boda fueron muy cariñosos, pero no sinceros. Escribió también a Jane para expresarle su alegría y repetirle sus antiguas manifestaciones de afecto. Jane no se engañó, pero se sintió conmovida, y aunque no le inspiraba ninguna confianza, no pudo menos que remitirle una contestación mucho más amable de lo que pensaba que merecía. La alegría que le causó a la señorita Darcy la noticia fue tan verdadera como la de su hermano al comunicársela. Mandó una carta de cuatro páginas que todavía le pareció insuficiente para expresar toda su satisfacción y su vivo deseo de obtener el cariño de su hermana.
Antes de que llegara ninguna respuesta de Collins ni felicitación de su esposa a Elizabeth, la familia de Longbourn se enteró de que los Collins iban a venir a casa de los Lucas. Pronto se supo la razón de tan repentino traslado. Lady Catherine se había puesto tan furiosa al recibir la carta de su sobrino, que Charlotte, que de veras se alegraba de la boda, quiso marcharse hasta que la tempestad amainase. La llegada de su amiga en aquellos momentos fue un gran placer para Elizabeth; aunque durante sus encuentros este placer se le venía abajo al ver a Darcy expuesto a la ampulosa cortesía de Collins. Pero Darcy lo soportó todo con admirable serenidad. Incluso atendió a sir William Lucas cuando fue a cumplimentarle por llevarse la más brillante joya del condado y le expresó sus esperanzas de que se encontrasen todos en St. James. Darcy se encogió de hombros, pero cuando ya sir William no podía verle.
La vulgaridad de la señora Philips fue otra y quizá la mayor de las contribuciones impuestas a su paciencia, pues aunque dicha señora, lo mismo que su hermana, le tenía demasiado respeto para hablarle con la familiaridad a que se prestaba el buen humor de Bingley, no podía abrir la boca sin decir una vulgaridad. Ni siquiera aquel respeto que la reportaba un poco consiguió darle alguna elegancia. Elizabeth hacía todo lo que podía para protegerle de todos y siempre procuraba tenerle junto a ella o junto a las personas de su familia cuya conversación no le mortificaba. Las molestias que acarreó todo esto quitaron al noviazgo buena parte de sus placeres, pero añadieron mayores esperanzas al futuro. Elizabeth pensaba con delicia en el porvenir, cuando estuvieran alejados de aquella sociedad tan ingrata para ambos y disfrutando de la comodidad y la elegancia de su tertulia familiar de Pemberley.