CAPÍTULO XLI

Pasó pronto la primera semana del regreso, y entraron en la segunda, que era la última de la estancia del regimiento en Meryton. Las jóvenes de la localidad languidecían; la tristeza era casi general. Sólo las hijas mayores de los Bennet eran capaces de comer, beber y dormir como si no pasara nada. Catherine y Lydia les reprochaban a menudo su insensibilidad. Estaban muy abatidas y no podían comprender tal dureza de corazón en miembros de su propia familia.

– ¡Dios mío! ¿Qué va a ser de nosotras? ¿Qué vamos a hacer? -exclamaban desoladas-. ¿Cómo puedes sonreír de esa manera, Elizabeth?

Su cariñosa madre compartía su pesar y se acordaba de lo que ella misma había sufrido por una ocasión semejante hacía veinticinco años.

– Recuerdo -decía- que lloré dos días seguidos cuando se fue el regimiento del coronel Miller, creí que se me iba a partir el corazón.

– El mío también se hará pedazos -dijo Lydia.

– ¡Si al menos pudiéramos ir a Brighton! -suspiró la señora Bennet.

– ¡Oh, sí! ¡Si al menos pudiéramos ir a Brighton! ¡Pero papá es tan poco complaciente!

– Unos baños de mar me dejarían como nueva [L38]. -Y tía Philips asegura que a mí también me sentarían muy bien -añadió Catherine.

Estas lamentaciones resonaban de continuo en la casa de Longbourn. Elizabeth trataba de mantenerse aislada, pero no podía evitar la vergüenza. Reconocía de nuevo la justicia de las observaciones de Darcy, y nunca se había sentido tan dispuesta a perdonarle por haberse opuesto a los planes de su amigo.

Pero la melancolía de Lydia no tardó en disiparse, pues recibió una invitación de la señora Forster, la esposa del coronel del regimiento, para que la acompañase a Brighton. Esta inapreciable amiga de Lydia era muy joven y hacía poco que se había casado. Como las dos eran igual de alegres y animadas, congeniaban perfectamente y a los tres meses de conocerse eran ya íntimas.

El entusiasmo de Lydia y la adoración que le entró por la señora Forster, la satisfacción de la señora Bennet, y la mortificación de Catherine, fueron casi indescriptibles. Sin preocuparse lo más mínimo por el disgusto de su hermana, Lydia corrió por la casa completamente extasiada, pidiendo a todas que la felicitaran, riendo y hablando con más ímpetu que nunca, mientras la pobre Catherine continuaba en el salón lamentando su mala suerte en términos poco razonables y con un humor de perros.

– No veo por qué la señora Forster no me invita a mí también -decía-, aunque Lydia sea su amiga particular. Tengo el mismo derecho que ella a que me invite, y más aún, porque yo soy mayor.

En vano procuró Elizabeth que entrase en razón y en vano pretendió Jane que se resignase. La dichosa invitación despertó en Elizabeth sentimientos bien distintos a los de Lydia y su madre; comprendió claramente que ya no había ninguna esperanza de que la señora Bennet diese alguna prueba de sentido común. No pudo menos que pedirle a su padre que no dejase a Lydia ir a Brighton, pues semejante paso podía tener funestas consecuencias. Le hizo ver la inconveniencia de Lydia, las escasas ventajas que podía reportarle su amistad con la señora Forster, y el peligro de que con aquella compañía redoblase la imprudencia de Lydia en Brighton, donde las tentaciones serían mayores. El señor Bennet escuchó con atención a su hija y le dijo:

– Lydia no estará tranquila hasta que haga el ridículo en público en un sitio u otro, y nunca podremos esperar que lo haga con tan poco gasto y sacrificio para su familia como en esta ocasión.

– Si supieras -replicó Elizabeth- los grandes daños que nos puede acarrear a todos lo que diga la gente del proceder inconveniente e indiscreto de Lydia, y los que ya nos ha acarreado, estoy segura de que pensarías de modo muy distinto.

– ¡Que ya nos ha acarreado! -exclamó el señor Bennet-. ¿Ha ahuyentado a alguno de tus pretendientes? ¡Pobre Lizzy! Pero no te aflijas. Esos jóvenes tan delicados que no pueden soportar tales tonterías no valen la pena. Ven, dime cuáles son los remilgados galanes a quienes ha echado atrás la locura de Lydia.

– No me entiendes. No me quejo de eso. No denuncio peligros concretos, sino generales. Nuestro prestigio y nuestra respetabilidad ante la gente serán perjudicados por la extrema ligereza, el desdén y el desenfreno de Lydia. Perdona, pero tengo que hablarte claramente. Si tú, querido padre, no quieres tomarte la molestia de reprimir su euforia, de enseñarle que no debe consagrar su vida a sus actuales pasatiempos, dentro de poco será demasiado tarde para que se enmiende. Su carácter se afirmará y a los dieciséis años será una coqueta incorregible que no sólo se pondrá en ridículo a sí misma, sino a toda su familia; coqueta, además, en el peor y más ínfimo grado de coquetería, sin más atractivo que su juventud y sus regulares prendas físicas; ignorante y de cabeza hueca, incapaz de reparar en lo más mínimo el desprecio general que provocará su afán de ser admirada. Catherine se encuentra en el mismo peligro, porque irá donde Lydia la lleve; vana, ignorante, perezosa y absolutamente incontrolada. Padre, ¿puedes creer que no las criticarán y las despreciarán en dondequiera que vayan, y que no envolverán en su desgracia a las demás hermanas?

El señor Bennet se dio cuenta de que Elizabeth hablaba con el corazón. Le tomó la mano afectuosamente y le contestó:

– No te intranquilices, amor mío. Tú y Jane seréis siempre respetadas y queridas en todas partes, y no pareceréis menos aventajadas por tener dos o quizá tres hermanas muy necias. No habrá paz en Longbourn si Lydia no va a Brighton. Déjala que, vaya. El coronel Forster es un hombre sensato y la vigilará. Y ella es por suerte demasiado pobre para ser objeto de la rapiña de nadie. Su coquetería tendrá menos importancia en Brighton que aquí, pues los oficiales encontrarán allí mujeres más atractivas. De modo que le servirá para comprender se propia insignificancia. De todas formas, ya no puede empeorar mucho, y si lo hace, tendríamos entonces suficientes motivos para encerrarla bajo llave el resto de su vida.

Elizabeth tuvo que contentarse con esta respuesta; pero su opinión seguía siendo la misma, y se separó de su padre pesarosa y decepcionada. Pero su carácter le impedía acrecentar sus sinsabores insistiendo en ellos. Creía que había cumplido con su deber y no estaba dispuesta a consumirse pensando en males inevitables o a aumentarlos con su ansiedad.

Si Lydia o su madre hubiesen sabido lo que Elizabeth había estado hablando con su padre, su indignación no habría tenido límites. Una visita a Brighton era para Lydia el dechado de la felicidad terrenal. Con su enorme fantasía veía las calles de aquella alegre ciudad costera plagada de oficiales; se veía a sí misma atrayendo las miradas de docenas y docenas de ellos que aún no conocía. Se imaginaba en mitad del campamento, con sus tiendas tendidas en la hermosa uniformidad de sus líneas, llenas de jóvenes alegres y deslumbrantes con sus trajes de color carmesí; y para completar el cuadro se imaginaba a sí misma sentada junto a una de aquellas tiendas y coqueteando tiernamente con no menos de seis oficiales a la vez.

Si hubiese sabido que su hermana pretendía arrebatarle todos aquellos sueños, todas aquellas realidades, ¿qué habría pasado? Sólo su madre habría sido capaz de comprenderlo, pues casi sentía lo mismo que ella. El viaje de Lydia a Brighton era lo único que la consolaba de su melancólica convicción de que jamás lograría llevar allí a su marido.

Pero ni la una ni la otra sospechaban lo ocurrido, y su entusiasmo continuó hasta el mismo día en que Lydia salió de casa.

Elizabeth iba a ver ahora a Wickham por última vez. Había estado con frecuencia en su compañía desde que regresó de Hunsford, y su agitación se había calmado mucho; su antiguo interés por él había desaparecido por completo. Había aprendido a descubrir en aquella amabilidad que al principio le atraía una cierta afectación que ahora le repugnaba. Por otra parte, la actitud de Wickham para con ella acababa de disgustarla, pues el joven manifestaba deseos de renovar su galanteo, y después de todo lo ocurrido Elizabeth no podía menos que sublevarse. Refrenó con firmeza sus vanas y frívolas atenciones, sin dejar de sentir la ofensa que implicaba la creencia de Wickham de que por más tiempo que la hubiese tenido abandonada y cualquiera que fuese la causa de su abandono, la halagaría y conquistaría de nuevo sólo con volver a solicitarla.

El último día de la estancia del regimiento en Meryton, Wickham cenó en Longbourn con otros oficiales. Elizabeth estaba tan poco dispuesta a soportarle que cuando Wickham le preguntó qué tal lo había pasado en Hunsford, le respondió que el coronel Fitzwilliam y Darcy habían pasado tres semanas en Rosings, y quiso saber si conocía al primero.

Wickham pareció sorprendido, molesto y alarmado; pero se repuso en seguida y con una sonrisa contestó que en otro tiempo le veía a menudo. Dijo que era todo un caballero y le preguntó si le había gustado. Elizabeth respondió que sí con entusiasmo. Pero después Wickham añadió, con aire indiferente:

– ¿Cuánto tiempo dice que estuvo el coronel en Rosings?

– Cerca de tres semanas.

– ¿Y le veía con frecuencia?

– Casi todos los días.

– Es muy diferente de su primo.

– Sí, en efecto. Pero creo que el señor Darcy gana mucho en cuanto se le trata.

– ¡Vaya! -exclamó Wickham con una mirada que a Elizabeth no le pasó inadvertida-. ¿En qué? -pero, reprimiéndose, continuó en tono más jovial-: ¿En los modales? ¿Se ha dignado portarse más correctamente que de costumbre? Porque no puedo creer -continuó en voz más baja y seria- que haya mejorado en lo esencial.

– ¡Oh, no! En lo esencial sigue siendo el de siempre.

Wickham no sabía si alegrarse con sus palabras o desconfiar de su significado. Había un algo en el aire de Elizabeth que le hizo escuchar con ansiosa atención y con recelo lo que la joven dijo a continuación:

– Al decir que gana con el trato, no quiero dar a entender que su modo de ser o sus maneras hayan mejorado, sino que al conocerle mejor, más fácilmente se comprende su actitud.

La alarma de Wickham se delató entonces por su rubor y la agitación de su mirada; se quedó callado unos instantes hasta que logró vencer su embarazo y dirigiéndose de nuevo a Elizabeth dijo en el tono más amable:

– Usted que conoce tan bien mi resentimiento contra el señor Darcy, comprenderá cuán sinceramente me he de alegrar de que sea lo bastante astuto para asumir al menos una corrección exterior. Con ese sistema su orgullo puede ser útil, si no a él; a muchos otros, pues le apartará del mal comportamiento del que yo fui víctima. Pero mucho me temo que esa especie de prudencia a que usted parece aludir la emplee únicamente en sus visitas a su tía, pues no le conviene conducirse mal en su presencia. Sé muy bien que siempre ha cuidado las apariencias delante de ella con el deseo de llevar a buen fin su boda con la señorita de Bourgh, en la que pone todo su empeño.

Elizabeth no pudo reprimir una sonrisa al oír esto; pero no contestó más que con una ligera inclinación de cabeza. Advirtió que Wickham iba a volver a hablar del antiguo tema de sus desgracias, y no estaba de humor para permitírselo. Durante el resto de la velada Wickham fingió su acostumbrada alegría, pero ya no intentó cortejar a Elizabeth. Al fin se separaron con mutua cortesía y también probablemente con el mutuo deseo de no volver a verse nunca.

Al terminar la tertulia, Lydia se fue a Meryton con la señora Forster, de donde iban a partir temprano a la mañana siguiente. Su despedida de la familia fue más ruidosa que patética. Catherine fue la única que lloró, aunque de humillación y de envidia. La señora Bennet le deseó a su hija que se divirtiera tanto como pudiese, consejo que la muchacha estaba dispuesta a seguir al pie de la letra. Y su alboroto al despedirse fue tan clamoroso, que ni siquiera oyó el gentil adiós de sus hermanas.

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