Llegó el día de la boda de Lydia, y Jane y Elizabeth se interesaron por ella probablemente más que ella misma. Se envió el coche a buscarlos a X, y volvería con ellos a la hora de comer. Jane y Elizabeth temían su llegada, especialmente Jane, que suponía en Lydia los mismos sentimientos que a ella la habrían embargado si hubiese sido la culpable, y se atormentaba pensando en lo que Lydia debía sufrir.
Llegaron. La familia estaba reunida en el saloncillo esperándolos. La sonrisa adornaba el rostro de la señora Bennet cuando el coche se detuvo frente a la puerta; su marido estaba impenetrablemente serio, y sus hijas, alarmadas, ansiosas e inquietas.
Se oyó la voz de Lydia en el vestíbulo; se abrió la puerta y la recién casada entró en la habitación. Su madre se levantó, la abrazó y le dio con entusiasmo la bienvenida, tendiéndole la mano a Wickham que seguía a su mujer, deseándoles a ambos la mayor felicidad, con una presteza que demostraba su convicción de que sin duda serían felices.
El recibimiento del señor Bennet, hacia quien se dirigieron luego, ya no fue tan cordial. Reafirmó su seriedad y apenas abrió los labios. La tranquilidad de la joven pareja era realmente suficiente para provocarle. A Elizabeth le daban vergüenza e incluso Jane estaba escandalizada. Lydia seguía siendo Lydia: indómita, descarada, insensata, chillona y atrevida. Fue de hermana en hermana pidiéndoles que la felicitaran, y cuando al fin se sentaron todos, miró con avidez por toda la estancia, notando que había habido un pequeño cambio, y, soltando una carcajada, dijo que hacía un montón de tiempo que no estaba allí.
Wickham no parecía menos contento que ella; pero sus modales seguían siendo tan agradables que si su modo de ser y su boda hubieran sido como debían, sus sonrisas y sus desenvueltos ademanes al reclamar el reconocimiento de su parentesco por parte de sus cuñadas, les habrían seducido a todas. Elizabeth nunca creyó que fuese capaz de tanta desfachatez, pero se sentó decidida a no fijar límites en adelante a la desvergüenza de un desvergonzado. Tanto Jane como ella estaban ruborizadas, pero las mejillas de los causantes de su turbación permanecían inmutables.
No faltó la conversación. La novia y la madre hablaban sin respiro, y Wickham, que se sentó al lado de Elizabeth, comenzó a preguntar por sus conocidos de la vecindad con una alegría y buen humor, que ella no habría podido igualar en sus respuestas. Tanto Lydia como Wickham parecían tener unos recuerdos maravillosos. Recordaban todo lo pasado sin ningún pesar, y ella hablaba voluntariamente de cosas a las que sus hermanas no habrían hecho alusión por nada del mundo.
– ¡Ya han pasado tres meses desde que me fui! -exclamó-. ¡Y parece que fue hace sólo quince días! Y, sin embargo, ¡cuántas cosas han ocurrido! ¡Dios mío! Cuando me fui no tenía ni idea de que cuando volviera iba a estar casada; aunque pensaba que sería divertidísimo que así fuese.
Su padre alzó los ojos; Jane estaba angustiada; Elizabeth miró a Lydia significativamente, pero ella, que nunca veía ni oía lo que no le interesaba, continuó alegremente:
– Mamá, ¿sabe la gente de por aquí que me he casado? Me temía que no, y por eso, cuando adelantamos el carruaje de William Goulding, quise que se enterase; bajé el cristal que quedaba a su lado y me quité el guante y apoyé la mano en el marco de la ventanilla para que me viese el anillo. Entonces le saludé y sonreí como si nada.
Elizabeth no lo aguantó más. Se levantó y se fue a su cuarto y no bajó hasta oír que pasaban por el vestíbulo en dirección al comedor. Llegó a tiempo de ver cómo Lydia, pavoneándose, se colocaba en la mesa al lado derecho de su madre y le decía a su hermana mayor:
– Jane, ahora me corresponde a mí tu puesto. Tú pasas a segundo lugar, porque yo soy una señora casada.
No cabía suponer que el tiempo diese a Lydia aquella mesura de la que siempre había carecido. Su tranquilidad de espíritu y su desenfado iban en aumento. Estaba impaciente por ver a la señora Philips, a los Lucas y a todos los demás vecinos, para oír cómo la llamaban «señora Wickham». Mientras tanto, después de comer, fue a enseñar su anillo de boda a la señora Hill y a las dos criadas para presumir de casada.
– Bien, mamá -dijo cuando todos volvieron al saloncillo-, ¿qué te parece mi marido? ¿No es encantador? Estoy segura de que todas mis hermanas me envidian; sólo deseo que tengan la mitad de suerte que yo. Deberían ir a Brighton; es un sitio ideal para conseguir marido. ¡Qué pena que no hayamos ido todos!
– Es verdad. Si yo mandase, habríamos ido. Lydia, querida mía, no me gusta nada que te vayas tan lejos. ¿Tiene que ser así?
– ¡Oh, Señor! Sí, no hay más remedio. Pero me gustará mucho. Tú, papá y mis hermanas tenéis que venir a vernos. Estaremos en Newcastle todo el invierno, y habrá seguramente algunos bailes; procuraré conseguir buenas parejas para todas.
– ¡Eso es lo que más me gustaría! -suspiró su madre.
– Y cuando regreséis, que se queden con nosotros una o dos de mis hermanas, y estoy segura de que les habré encontrado marido antes de que acabe el invierno:
– Te agradezco la intención -repuso Elizabeth-, pero no me gusta mucho que digamos tu manera de conseguir marido.
Los invitados iban a estar en Longbourn diez días solamente. Wickham había recibido su destino antes de salir de Londres y tenía que incorporarse a su regimiento dentro de una quincena.
Nadie, excepto la señora Bennet, sentía que su estancia fuese tan corta. La mayor parte del tiempo se lo pasó en hacer visitas acompañada de su hija y en organizar fiestas en la casa. Las fiestas eran gratas a todos; evitar el círculo familiar era aún más deseable para los que pensaban que para los que no pensaban.
El cariño de Wickham por Lydia era exactamente tal como Elizabeth se lo había imaginado, y muy distinto que el de Lydia por él. No necesitó Elizabeth más que observar un poco a su hermana para darse cuenta de que la fuga había obedecido más al amor de ella por él que al de él por ella. Se habría extrañado de que Wickham se hubiera fugado con una mujer hacia la que no sentía ninguna atracción especial, si no hubiese tenido por cierto que la mala situación en que se encontraba le había impuesto aquella acción, y no era él hombre, en semejante caso, para rehuir la oportunidad de tener una compañera.
Lydia estaba loca por él; su «querido Wickham» no se la caía de la boca, era el hombre más perfecto del mundo y todo lo que hacía estaba bien hecho. Aseguraba que a primeros de septiembre Wickham mataría más pájaros que nadie de la comarca.
Una mañana, poco después de su llegada, mientras estaba sentada con sus hermanas mayores, Lydia le dijo a Elizabeth:
– Creo que todavía no te he contado cómo fue mi boda. No estabas presente cuando se la expliqué a mamá y a las otras. ¿No te interesa saberlo?
– Realmente, no -contestó Elizabeth-; no deberías hablar mucho de ese asunto.
– ¡Ay, qué rara eres! Pero quiero contártelo. Ya sabes que nos casamos en San Clemente, porque el alojamiento de Wickham pertenecía a esa parroquia. Habíamos acordado estar todos allí a las once. Mis tíos y yo teníamos que ir juntos y reunirnos con los demás en la iglesia. Bueno; llegó la mañana del lunes y yo estaba que no veía. ¿Sabes? ¡Tenía un miedo de que pasara algo que lo echase todo a perder, me habría vuelto loca! Mientras me vestí, mi tía me estuvo predicando dale que dale como si me estuviera leyendo un sermón. Pero yo no escuché ni la décima parte de sus palabras porque, como puedes suponer, pensaba en mi querido Wickham, y en si se pondría su traje azul para la boda.
»Bueno; desayunamos a las diez, como de costumbre. Yo creí que aquello no acabaría nunca, porque has de saber que los tíos estuvieron pesadísimos conmigo durante todo el tiempo que pasé con ellos. Créeme, no puse los pies fuera de casa en los quince días; ni una fiesta, ninguna excursión, ¡nada! La verdad es que Londres no estaba muy animado; pero el Little Theatre estaba abierto. En cuanto llegó el coche a la puerta, mi tío tuvo que atender a aquel horrible señor Stone para cierto asunto. Y ya sabes que en cuanto se encuentran, la cosa va para largo. Bueno, yo tenía tanto miedo que no sabía qué hacer, porque mi tío iba a ser el padrino, y si llegábamos después de la hora, ya no podríamos casarnos aquel día. Pero, afortunadamente, mi tío estuvo listo a los dos minutos y salimos para la iglesia. Pero después me acordé de que si tío Gardiner no hubiese podido ir a la boda, de todos modos no se habría suspendido, porque el señor Darcy podía haber ocupado su lugar.
¡El señor Darcy! -repitió Elizabeth con total asombro.
¡Claro! Acompañaba a Wickham, ya sabes. Pero ¡ay de mí, se me había olvidado! No debí decirlo. Se lo prometí fielmente. ¿Qué dirá Wickham? ¡Era un secreto!
– Si era un secreto -dijo Jane- no digas ni una palabra más. Yo no quiero saberlo.
– Naturalmente -añadió Elizabeth, a pesar de que se moría de curiosidad-, no te preguntaremos nada.
– Gracias -dijo Lydia-, porque si me preguntáis, os lo contaría todo y Wickham se enfadaría.
Con semejante incentivo para sonsacarle, Elizabeth se abstuvo de hacerlo y para huir de la tentación se marchó.
Pero ignorar aquello era imposible o, por lo menos, lo era no tratar de informarse. Darcy había asistido a la boda de Lydia. Tanto el hecho como sus protagonistas parecían precisamente los menos indicados para que Darcy se mezclase con ellos. Por su cabeza cruzaron rápidas y confusas conjeturas sobre lo que aquello significaba, pero ninguna le pareció aceptable. Las que más le complacían, porque enaltecían a Darcy, eran aparentemente improbables. No podía soportar tal incertidumbre, por lo que se apresuró y cogió una hoja de papel para escribir una breve carta a su tía pidiéndole le aclarase lo que a Lydia se le había escapado, si era compatible con el secreto del asunto.
«Ya comprenderás -añadía- que necesito saber por qué una persona que no tiene nada que ver con nosotros y que propiamente hablando es un extraño para nuestra familia, ha estado con vosotros en ese momento. Te suplico que me contestes a vuelta de correo y me lo expliques, a no ser que haya poderosas razones que impongan el secreto que Lydia dice, en cuyo caso tendré que tratar de resignarme con la ignorancia.»
«Pero no lo haré», se dijo a sí misma al acabar la carta; «y querida tía, si no me lo cuentas, me veré obligada a recurrir a tretas y estratagemas para averiguarlo».
El delicado sentido del honor de Jane le impidió hablar a solas con Elizabeth de lo que a Lydia se le había escapado. Elizabeth se alegró, aunque de esta manera, si sus pesquisas daban resultado, no podría tener un confidente.