Al llegar a Lambton, le disgustó a Elizabeth no encontrar carta de Jane; el disgusto se renovó todas las mañanas, pero a la tercera recibió dos cartas a la vez, en una de las cuales había una nota diciendo que se había extraviado y había sido desviada a otro lugar, cosa que a Elizabeth no le sorprendió, porque Jane había puesto muy mal la dirección.
En el momento en que llegaron las dos cartas, se disponían a salir de paseo, y para dejarla que las disfrutase tranquilamente, sus tíos se marcharon solos. Elizabeth leyó primero la carta extraviada que llevaba un retraso de cinco días. Al principio relataba las pequeñas tertulias e invitaciones, y daba las pocas noticias que el campo permitía; pero la última mitad, fechada un día después y escrita con evidente agitación, decía cosas mucho más importantes:
«Después de haber escrito lo anterior, queridísima Elizabeth, ha ocurrido algo muy serio e inesperado; pero no te alarmes todos estamos bien. Lo que voy a decirte se refiere a la pobre Lydia. Anoche a las once, cuando nos íbamos a acostar, llegó un expreso enviado por el coronel Forster para informarnos de que nuestra hermana se había escapado a Escocia con uno de los oficiales; para no andar con rodeos: con Wickham. Imagínate nuestra sorpresa. Sin embargo, a Catherine no le pareció nada sorprendente. Estoy muy triste. ¡Qué imprudencia por parte de ambos! Pero quiero esperar lo mejor y que Wickham no sea tan malo como se ha creído, que no sea más que ligero e indiscreto; pues lo que ha hecho -alegrémonos de ello- no indica mal corazón. Su elección, al fin y al cabo, es desinteresada, porque sabe que nuestro padre no le puede dar nada a Lydia. Nuestra pobre madre está consternada. Papá lo lleva mejor. ¡Qué bien hicimos en no decirles lo que supimos de Wickham! Nosotras mismas debemos olvidarlo. Se supone que se fugaron el sábado a las doce aproximadamente, pero no se les echó de menos hasta ayer a las ocho de la mañana. Inmediatamente mandaron el expreso. Querida Elizabeth, ¡han debido pasar a menos de diez millas de vosotros! El coronel Forster dice que vendrá en seguida. Lydia dejó escritas algunas líneas para la señora Forster comunicándole sus propósitos. Tengo que acabar, pues no puedo extenderme a causa de mi pobre madre. Temo que no entiendas lo escrito, pues ni siquiera sé lo que he puesto.»
Sin tomar tiempo para meditar y sin saber apenas lo que sentía al acabar la lectura de esta carta, Elizabeth abrió la otra con impaciencia y leyó lo que sigue, escrito un día después:
«A estas horas, queridísima hermana, habrás recibido mi apresurada carta. Ojalá la presente sea más inteligible; pero, aunque dispongo de tiempo, mi cabeza está tan aturdida que no puedo ser coherente. Eliza querida, preferiría no escribirte, pero tengo malas noticias que darte y no puedo aplazarlas. Por muy imprudente que pueda ser la boda de Wickham y nuestra pobre Lydia, estamos ansiosos de saber que ya se ha realizado, pues hay sobradas razones para temer que no hayan ido a Escocia. El coronel Forster llegó ayer; salió de Brighton pocas horas después que el propio. A pesar de que la carta de Lydia a la señora Forster daba a entender que iba a Gretna Green [L41], Denny dijo que él estaba enterado y que Wickham jamás pensó en ir allí ni casarse con Lydia; el coronel Forster, al saberlo, se alarmó y salió al punto de Brighton con la idea de darles alcance. Siguió, en efecto, su rastro con facilidad hasta Clapham [L42], pero no pudo continuar adelante, porque ellos al llegar a dicho punto tomaron un coche de alquiler dejando la silla de postas que los había llevado desde Epsom [L43]. Y ya no se sabe nada más sino que se les vio tomar el camino de Londres. No sé qué pensar. Después de haber hecho todas las investigaciones posibles de allí a Londres, el coronel Forster vino a Hertfordshire para repetirlas en todos los portazgos y hosterías de Barnet y Hatfield [L44], pero sin ningún resultado; nadie ha visto por allí a esas personas. Con el mayor pesar llegó a Longbourn a darnos cuenta de todo, de un modo que le honra. Estoy de veras apenada por él y por su esposa; nadie podrá recriminarles. Nuestra aflicción es muy grande. Papá y mamá esperan lo peor, pero yo no puedo creer que Wickham sea tan malvado. Muchas circunstancias pueden haberles impulsado a casarse en secreto en la capital en vez de seguir su primer plan; y aun en el caso de que él hubiese tramado la perdición de una muchacha de buena familia como Lydia, cosa que no es probable, ¿he de creerla a ella tan perdida? Imposible. Me desola, no obstante, ver que el coronel Forster no confía en que se hayan casado; cuando yo le dije mis esperanzas, sacudió la cabeza y manifestó su temor de que Wickham no sea de fiar. Mi pobre madre está enferma de veras y no sale de su cuarto. En cuanto a mi padre, nunca le he visto tan afectado. La pobre Catherine está desesperada por haber encubierto los amores de Lydia y Wickham, pero no hay que extrañarse de que las niñas se hiciesen confidencias. Queridísima Lizzy, me alegro sinceramente de que te hayas ahorrado estas dolorosas escenas. Pero ahora que el primer golpe ya ha pasado, te confieso que anhelo tu regreso. No soy egoísta, sin embargo, hasta el extremo de rogarte que vuelvas si no puedes. Adiós. Tom o de nuevo la pluma para hacer lo que acabo de decirte que no haría, pero las circunstancias son tales que no puedo menos que suplicaros a los tres que vengáis cuanto antes. Conozco tan bien a nuestros queridos tíos, que no dudo que accederán. A nuestro tío tengo, además, que pedirle otra cosa. Mi padre va a ir a Londres con el coronel Forster para ver si la encuentran. No sé qué piensan hacer, pero está tan abatido que no podrá tomar las medidas mejores y más expeditivas, y el coronel Forster no tiene más remedio que estar en Brighton mañana por la noche. En esta situación, los consejos y la asistencia de nuestro tío serían de gran utilidad. Él se hará cargo de esto; cuento con su bondad.»
– ¿Dónde, dónde está mi tío? -exclamó Elizabeth alzándose de la silla en cuanto terminó de leer y resuelta a no perder un solo instante; pero al llegar a la puerta, un criado la abría y entraba Darcy. El pálido semblante y el ímpetu de Elizabeth le asustaron. Antes de que él se hubiese podido recobrar lo suficiente para dirigirle la palabra, Elizabeth, que no podía pensar más que en la situación de Lydia, exclamó precipitadamente:
– Perdóneme, pero tengo que dejarle; necesito hablar inmediatamente con el señor Gardiner de un asunto que no puede demorarse; no hay tiempo que perder.
– ¡Dios mío! ¿De qué se trata? -preguntó él con más sentimiento que cortesía; después, reponiéndose, dijo-: No quiero detenerla ni un minuto; pero permítame que sea yo el que vaya en busca de los señores Gardiner o mande a un criado. Usted no puede ir en esas condiciones.
Elizabeth dudó; pero le temblaban las rodillas y comprendió que no ganaría nada con tratar de alcanzarlos. Por consiguiente, llamó al criado y le encargó que trajera sin dilación a sus señores, aunque dio la orden con voz tan apagada que casi no se le oía.
Cuando el criado salió de la estancia, Elizabeth se desplomó en una silla, incapaz de sostenerse. Parecía tan descompuesta, que Darcy no pudo dejarla sin decirle en tono afectuoso y compasivo:
– Voy a llamar a su doncella. ¿Qué podría tomar para aliviarse? ¿Un vaso de vino? Voy a traérselo. Usted está enferma.
– No, gracias -contestó Elizabeth tratando de serenarse-. No se trata de nada mío. Yo estoy bien. Lo único que me pasa es que estoy desolada por una horrible noticia que acabo de recibir de Longbourn.
Al decir esto rompió a llorar y estuvo unos minutos sin poder hablar. Darcy, afligido y suspenso, no dijo más que algunas vaguedades sobre su interés por ella, y luego la observó en silencio. Al fin Elizabeth prosiguió:
– He tenido carta de Jane y me da unas noticias espantosas que a nadie pueden ocultarse. Mi hermana menor nos ha abandonado, se ha fugado, se ha entregado a… Wickham. Los dos se han escapado de Brighton. Usted conoce a Wickham demasiado bien para comprender lo que eso significa. Lydia no tiene dinero ni nada que a él le haya podido tentar… Está perdida para siempre.
Darcy se quedó inmóvil de estupor.
– ¡Cuando pienso -añadió Elizabeth aún más agitada- que yo habría podido evitarlo! ¡Yo que sabía quién era Wickham! ¡Si hubiese explicado a mi familia sólo una parte, algo de lo que supe de él! Si le hubiesen conocido, esto no habría pasado. Pero ya es tarde para todo.
– Estoy horrorizado -exclamó Darcy-. ¿Pero es cierto, absolutamente cierto?
– ¡Por desgracia! Se fueron de Brighton el domingo por la noche y les han seguido las huellas hasta cerca de Londres, pero no más allá; es indudable que no han ido a Escocia.
– ¿Y qué se ha hecho, qué han intentado hacer para encontrarla?
– Mi padre ha ido a Londres y Jane escribe solicitando la inmediata ayuda de mi tío; espero que nos iremos dentro de media hora. Pero no se puede hacer nada, sé que no se puede hacer nada. ¿Cómo convencer a un hombre semejante? ¿Cómo descubrirles? No tengo la menor esperanza. Se mire como se mire es horrible.
Darcy asintió con la cabeza en silencio.
– ¡Oh, si cuando abrí los ojos y vi quién era Wickham hubiese hecho lo que debía! Pero no me atreví, temí excederme. ¡Qué desdichado error!
Darcy no contestó. Parecía que ni siquiera la escuchaba; paseaba de un lado a otro de la habitación absorto en sus cavilaciones, con el ceño fruncido y el aire sombrío. Elizabeth le observó, y al instante lo comprendió todo. La atracción que ejercía sobre él se había terminado; todo se había terminado ante aquella prueba de la indignidad de su familia y ante la certeza de tan profunda desgracia. Ni le extrañaba ni podía culparle. Pero la creencia de que Darcy se había recobrado, no consoló su dolor ni atenuó su desesperación. Al contrario, sirvió para que la joven se diese cuenta de sus propios sentimientos, y nunca sintió tan sinceramente como en aquel momento que podía haberle amado, cuando ya todo amor era imposible.
Pero ni esta consideración logró distraerla. No pudo apartar de su pensamiento a Lydia, ni la humillación y el infortunio en que a todos les había sumido. Se cubrió el rostro con un pañuelo y olvidó todo lo demás. Después de un silencio de varios minutos, oyó la voz de Darcy que de manera compasiva, aunque reservada, le decía:
– Me temo que desea que me vaya, y no hay nada que disculpe mi presencia; pero me ha movido un verdadero aunque inútil interés. ¡Ojalá pudiese decirle o hacer algo que la consolase en semejante desgracia! Pero no quiero atormentarla con vanos deseos que parecerían formulados sólo para que me diese usted las gracias. Creo que este desdichado asunto va a privar a mi hermana del gusto de verla a usted hoy en Pemberley.
– ¡Oh, sí! Tenga la bondad de excusarnos ante la señorita Darcy. Dígale que cosas urgentes nos reclaman en casa sin demora. Ocúltele la triste verdad, aunque ya sé que no va a serle muy fácil.
Darcy le prometió ser discreto, se condolió de nuevo por la desgracia, le deseó que el asunto no acabase tan mal como podía esperarse y encargándole que saludase a sus parientes se despidió sólo con una mirada, muy serio.
Cuando Darcy salió de la habitación, Elizabeth comprendió cuán poco probable era que volviesen a verse con la cordialidad que había caracterizado sus encuentros en Derbyshire. Rememoró la historia de sus relaciones con Darcy, tan llena de contradicciones y de cambios, y apreció la perversidad de los sentimientos que ahora le hacían desear que aquellas relaciones continuasen, cuando antes le habían hecho alegrarse de que terminaran.
Si la gratitud o la estima son buenas bases para el afecto, la transformación de los sentimientos de Elizabeth no parecerá improbable ni condenable. Pero si no es así, si el interés que nace de esto es menos natural y razonable que el que brota espontáneamente, como a menudo se describe, del primer encuentro y antes de haber cambiado dos palabras con el objeto de dicho interés, no podrá decirse en defensa de Elizabeth más que una cosa: que ensayó con Wickham este sistema y que los malos resultados que le dio la autorizaban quizás a inclinarse por el otro método, aunque fuese menos apasionante. Sea como sea, vio salir a Darcy con gran pesar, y este primer ejemplo de las desgracias que podía ocasionar la infamia de Lydia aumentó la angustia que le causaba el pensar en aquel desastroso asunto.
En cuanto leyó la segunda carta de Jane, no creyó que Wickham quisiese casarse con Lydia. Nadie más que Jane podía tener aquella esperanza. La sorpresa era el último de sus sentimientos. Al leer la primera carta se asombró de que Wickham fuera a casarse con una muchacha que no era un buen partido y no entendía cómo Lydia había podido atraerle. Pero ahora lo veía todo claro. Lydia era bonita, y aunque no suponía que se hubiese comprometido a fugarse sin ninguna intención de matrimonio, Elizabeth sabía que ni su virtud ni su buen juicio podían preservarla de caer como presa fácil.
Mientras el regimiento estuvo en Hertfordshire, jamás notó que Lydia se sintiese atraída por Wickham; pero estaba convencida de que sólo necesitaba que le hicieran un poco de caso para enamorarse de cualquiera. Tan pronto le gustaba un oficial como otro, según las atenciones que éstos le dedicaban. Siempre había mariposeado, sin ningún objeto fijo. ¡Cómo pagaban ahora el abandono y la indulgencia en que habían criado a aquella niña!
No veía la hora de estar en casa para ver, oír y estar allí, y compartir con Jane los cuidados que requería aquella familia tan trastornada, con el padre ausente y la madre incapaz de ningún esfuerzo y a la que había que atender constantemente. Aunque estaba casi convencida de que no se podría hacer nada por Lydia, la ayuda de su tío le parecía de máxima importancia, por lo que hasta que le vio entrar en la habitación padeció el suplicio de una impaciente espera. Los señores Gardiner regresaron presurosos y alarmados, creyendo, por lo que le había contado el criado, que su sobrina se había puesto enferma repentinamente. Elizabeth les tranquilizó sobre este punto y les comunicó en seguida la- causa de su llamada leyéndoles las dos cartas e insistiendo en la posdata con trémula energía. Aunque los señores Gardiner nunca habían querido mucho a Lydia, la noticia les afectó profundamente. La desgracia alcanzaba no sólo a Lydia, sino a todos. Después de las primeras exclamaciones de sorpresa y de horror, el señor Gardiner ofreció toda la ayuda que estuviese en su mano. Elizabeth no esperaba menos y les dio las gracias con lágrimas en los ojos. Movidos los tres por un mismo espíritu dispusieron todo para el viaje rápidamente.
– ¿Y qué haremos con Pemberley? -preguntó la señora Gardiner-. John nos ha dicho que el señor Darcy estaba aquí cuando le mandaste a buscarnos. ¿Es cierto?
– Sí; le dije que no estábamos en disposición de cumplir nuestro compromiso. Eso ya está arreglado. -Eso ya está arreglado -repitió la señora Gardiner mientras corría al otro cuarto a prepararse-. ¿Están en tan estrechas relaciones como para haberle revelado la verdad? ¡Cómo me gustaría descubrir lo que ha pasado!
Pero su curiosidad era inútil. A lo sumo le sirvió para entretenerse en la prisa y la confusión de la hora siguiente. Si Elizabeth se hubiese podido estar con los brazos cruzados, habría creído que una desdichada como ella era incapaz de cualquier trabajo, pero estaba tan ocupada como su tía y, para colmo, había que escribir tarjetas a todos los amigos de Lambton para explicarles con falsas excusas su repentina marcha. En una hora estuvo todo despachado. El señor Gardiner liquidó mientras tanto la cuenta de la fonda y ya no faltó más que partir. Después de la tristeza de la mañana, Elizabeth se encontró en menos tiempo del que había supuesto sentada en el coche y caminó de Longbourn.