Ambos caballeros abandonaron Rosings a la mañana siguiente. Collins estuvo a la espera cerca de los templetes de la entrada [L36] para darles el saludo de despedida, y llevó a casa la grata noticia de que parecían estar bien y con ánimo pasable como era de esperar después de la melancólica escena que debió de haber tenido un lugar en Rosings. Collins voló, pues, a Rosings para consolar a lady Catherine y a su hija, y al volver trajo con gran satisfacción un mensaje de Su Señoría que se hallaba muy triste y deseaba que todos fuesen a comer con ella.
Elizabeth no pudo ver a lady Catherine sin recordar que, si hubiera querido, habría sido presentada a ella como su futura sobrina; ni tampoco podía pensar, sin sonreír, en lo que se habría indignado. ¿Qué habría dicho? ¿Qué habría hecho? Le hacía gracia preguntarse todas estas cosas.
De lo primero que se habló fue de la merma sufrida en las tertulias de Rosings.
– Les aseguro que lo siento mucho -dijo lady Catherine-; creo que nadie lamenta tanto como yo la pérdida de los amigos. Pero, además, ¡quiero tanto a esos muchachos y ellos me quieren tanto a mí! Estaban tristísimos al marcharse, como siempre que nos separamos. El coronel se mantuvo firme hasta el final, pero la pena de Darcy era mucho más aguda, más que el año pasado, a mi juicio. No dudo que su cariño por Rosings va en aumento.
Collins tuvo un cumplido y una alusión al asunto, que madre y hija acogieron con una amable sonrisa. Después de la comida lady Catherine observó que la señorita Bennet parecía estar baja de ánimo. Al punto se lo explicó a su manera suponiendo que no le seducía la idea de volver tan pronto a casa de sus padres, y le dijo:
– Si es así, escriba usted a su madre para que le permita quedarse un poco más. Estoy segura de que la señora Collins se alegrará de tenerla a su lado.
– Agradezco mucho a Su Señoría tan amable invitación -repuso Elizabeth-, pero no puedo aceptarla. Tengo que estar en Londres el próximo sábado.
– ¡Cómo! Entonces no habrá estado usted aquí más que seis semanas. Yo esperaba que estaría dos meses; así se lo dije a la señora Collins antes de que usted llegara. No hay motivo para que se vaya tan pronto. La señora Bennet no tendrá inconveniente en prescindir de usted otra quincena.
– Pero mi padre, sí; me escribió la semana pasada pidiéndome que volviese pronto.
– Si su madre puede pasar sin usted, su padre también podrá. Las hijas nunca son tan necesarias para los padres como para las madres. Y si quisiera usted pasar aquí otro mes, podría llevarla a Londres, porque he de ir a primeros de junio a pasar una semana; y como a Danson no le importará viajar en el pescante, quedará sitio para una de ustedes, y si el tiempo fuese fresco, no me opondría a llevarlas a las dos, ya que ninguna de ustedes es gruesa.
Es usted muy amable, señora; pero creo que no tendremos más remedio que hacer lo que habíamos pensado en un principio.
Lady Catherine pareció resignarse.
– Señora Collins, tendrá usted que mandar a un sirviente con ellas. Ya sabe que siempre digo lo que siento, y no puedo soportar la idea de que dos muchachas viajen solas en la diligencia. No está bien. Busque usted la manera de que alguien las acompañe. No hay nada que me desagrade tanto como eso. Las jóvenes tienen que ser siempre guardadas y atendidas según su posición. Cuando mi sobrina Georgiana fue a Ramsgate el verano pasado, insistí en que fueran con ellas dos criados varones; de otro modo, sería impropio de la señorita Darcy, la hija del señor Darcy de Pemberley y de lady Anne. Pongo mucho cuidado en estas cosas. Mande usted a John con las muchachas, señora Collins. Me alegro de que se me haya ocurrido, pues sería deshonroso para usted enviarlas solas.
– Mi tío nos mandará un criado.
– ¡Ah! ¡Un tío de ustedes! ¿Conque tiene criado? Celebro que tengan a alguien que piense en estas cosas. ¿Dónde cambiarán los caballos? ¡Oh! En Bromley, desde luego. Si cita mi nombre en «La Campana» la atenderán muy bien.
Lady Catherine tenía otras muchas preguntas que hacer sobre el viaje y como no todas las contestaba ella, Elizabeth tuvo que prestarle atención; fue una suerte, pues de otro modo, con lo ocupada que tenía la cabeza, habría llegado a olvidar en dónde estaba. Tenía que reservar sus meditaciones para sus horas de soledad; cuando estaba sola se entregaba a ellas como su mayor alivio; no pasaba un día sin que fuese a dar un paseo para poder sumirse en la delicia de sus desagradables recuerdos.
Ya casi sabía de memoria la carta de Darcy. Estudiaba sus frases una por una, y los sentimientos hacia su autor eran a veces sumamente encontrados. Al fijarse en el tono en que se dirigía a ella, se llenaba de indignación, pero cuando consideraba con cuánta injusticia le había condenado y vituperado, volvía su ira contra sí misma y se compadecía del desengaño de Darcy. Su amor por ella excitaba su gratitud, y su modo de ser en general, su respeto; pero no podía aceptarlo y ni por un momento se arrepintió de haberle rechazado ni experimentó el menor deseo de volver a verle. El modo en que ella se había comportado la llenaba de vergüenza y de pesar constantemente, y los desdichados defectos de su familia le causaban una desazón horrible. No tenían remedio. Su padre se limitaba a burlarse de sus hermanas menores, pero nunca intentaba contener su impetuoso desenfreno; y su madre, cuyos modales estaban tan lejos de toda corrección, era completamente insensible al peligro. Elizabeth se había puesto muchas veces de acuerdo con Jane para reprimir la imprudencia de Catherine y Lydia, pero mientras las apoyase la indulgencia de su madre, ¿qué esperanzas había de que se corrigiesen? Catherine, de carácter débil e irritable y absolutamente sometida a la dirección de Lydia, se había sublevado siempre contra sus advertencias; y Lydia, caprichosa y desenfadada, no les hacía el menor caso. Las dos eran ignorantes, perezosas y vanas. Mientras quedara un oficial en Meryton, coquetearían con él, y mientras Meryton estuviese a tan poca distancia de Longbourn nada podía impedir que siguieran yendo allí toda su vida.
La ansiedad por la suerte de Jane era otra de sus preocupaciones predominantes. La explicación de Darcy, al restablecer a Bingley en el buen concepto que de él tenía previamente, le hacía darse mejor cuenta de lo que Jane había perdido. El cariño de Bingley era sincero y su conducta había sido intachable si se exceptuaba la ciega confianza en su amigo. ¡Qué triste, pues, era pensar que Jane se había visto privada de una posición tan deseable en todos los sentidos, tan llena de ventajas y tan prometedora en dichas, por la insensatez y la falta de decoro de su propia familia!
Cuando a todo esto se añadía el descubrimiento de la verdadera personalidad de Wickham, se comprendía fácilmente que el espíritu jovial de Elizabeth, que raras veces se había sentido deprimido, hubiese decaído ahora de tal modo que casi se le hacía imposible aparentar un poco de alegría.
Las invitaciones a Rosings fueron tan frecuentes durante la última semana de su estancia en Hunsford, como al principio. La última velada la pasaron allí, y Su Señoría volvió a hacer minuciosas preguntas sobre los detalles del viaje, les dio instrucciones sobre el mejor modo de arreglar los baúles, e insistió tanto en la necesidad de colocar los vestidos del único modo que tenía por bueno, que cuando volvieron a la casa, María se creyó obligada a deshacer todo su trabajo de la mañana y tuvo que hacer de nuevo el equipaje.
Cuando se fueron, lady Catherine se dignó desearles feliz viaje y las invitó a volver a Hunsford el año entrante. La señorita de Bourgh llevó su esfuerzo hasta la cortesía de tenderles la mano a las dos.