Medidas activas: Término ruso para operaciones de inteligencia que afectarán las políticas o acciones de otro país. Estas pueden ser clandestinas o abiertas, y pueden incluir una amplia variedad de actividades, incluyendo el asesinato.
El libro del espía:
Enciclopedia del espionaje.
Eran casi las seis de la mañana cuando los guardias de seguridad me encerraron en una sala de conferencias del quinto piso, una sala sin ventanas y con una sola puerta. La mesa estaba cubierta con blocs de notas llenos de garabatos y botellas vacías de Snapple. Había un proyector de techo, una pizarra blanca que no habían borrado y, por fortuna, un ordenador.
Yo no era exactamente un prisionero. Me habían «retenido». Me aclararon que si no cooperaba, me entregarían sin más a la policía, y eso no me parecía muy buena idea.
Me habían dicho que el señor Goddard quería hablar conmigo en cuanto llegara.
Más tarde supe que Seth había logrado salir del edificio, pero sin la furgoneta. Traté de enviarle un correo electrónico a Jock. No sabía qué decir, no sabía cómo explicar lo sucedido, así que sólo escribí:
Jock,
Necesito hablar contigo. Quiero explicarte, Adam
Pero no hubo respuesta.
Recordé, de repente, que aún llevaba mi móvil: me lo había metido en un bolsillo y los guardias no lo habían encontrado. Lo encendí. Había cinco mensajes, pero antes de que pudiera revisar mi buzón de voz, el teléfono sonó.
– Sí -dije.
– Adam. Mierda, tío. -Era Antwoine. Parecía desesperado, casi histérico-. Tío, por favor. Mierda, mierda… no quiero que me metan de nuevo, mierda, no quiero volver allí.
– Antwoine, ¿de qué hablas? Empieza por el principio.
– Trataron de entrar en el piso de tu padre. Tres tíos blancos. Habrán pensado que estaba vacío.
Sentí una oleada de irritación. ¿No se habían percatado ya los chicos del barrio de que en el piso de mi padre no había nada que robar?
– Dios mío, ¿estás bien?
– Sí, yo sí. Dos han escapado, pero al más lento he alcanzado a cogerlo… ¡mierda! No me quiero meter en problemas, ¡tienes que ayudarme!
En ese momento no estaba de ánimo para mantener esa conversación. Al fondo se oía una especie de ruido animal, quejidos, escaramuzas de algún tipo.
– Cálmate, hombre -dije-. Respira hondo y siéntate.
– Estoy sentado. Sobre este hijoputa. Lo que me tiene acojonado es que el tío dice que te conoce.
– ¿Que me conoce? -De repente me sentí raro-. Descríbelo, ¿quieres?
– No lo sé, es blanco…
– Me refiero a su cara.
Antwoine sonaba tímido.
– ¿Ahora mismo? Pues es como roja y blanda. Culpa mía. Creo que le he roto la nariz. Suspiré.
– Joder, Antwoine, pregúntale cómo se llama.
Antwoine dejó el teléfono a un lado. Escuché el grave rugido de su voz, seguido de inmediato por un gritito. Antwoine volvió a ponerse.
– Dice que se llama Meacham.
Me llegó la imagen de Meacham, vencido y ensangrentado, tumbado en el suelo de la cocina de mi padre debajo de los ciento veinte kilos de Antwoine Leonard, y sentí un breve y bendito espasmo de placer. Quizá aquella tarde en que pasé por el piso de mi padre sí me estaban observando. Tal vez Meacham y sus matones creyeron que había escondido algo allí.
– Yo no me preocuparía demasiado, Antwoine -dije-. Te aseguro que ese gilipollas no va a darte más la lata.
Si yo fuera Meacham, pensé, me inscribiría de inmediato en el programa de protección de testigos.
Antwoine habló con alivio.
– Lo siento, tío, lo siento mucho.
– ¿Lo sientes? Oye, no te disculpes. Créeme, es la primera buena noticia que he recibido en mucho tiempo.
Y probablemente sería la última.
Supuse que tendría que matar el tiempo durante varias horas antes de que apareciera Goddard, y no podía quedarme sentado y angustiarme por lo que había hecho o por lo que iban a hacerme. Así que me puse a hacer lo que siempre hacía para pasar el rato: conectarme a Internet.
Así fue cómo empecé a armar las piezas del rompecabezas.
La puerta de la sala de conferencias se abrió. Era uno de los guardias de seguridad de antes.
– El señor Goddard está abajo, en la conferencia de prensa -dijo el guardia. Era alto, de unos cuarenta años, y llevaba gafas de montura de alambre. El uniforme azul de Trion no le quedaba bien-. Dice que debería usted bajar al Centro de Visitantes.
Asentí.
En la recepción principal del edificio A había un frenesí de gente, voces fuertes, fotógrafos y periodistas revoloteando por el lugar. Salí del ascensor y quedé en medio del caos, desorientado. No alcanzaba a adivinar lo que la gente decía en aquel barullo. Una de las puertas que daban al inmenso auditorio futurista se abría y cerraba constantemente. Alcancé a ver imágenes fugaces y gigantescas de Jock Goddard proyectado sobre una pantalla, y alcancé a oír su voz amplificada.
Me abrí paso a codazos a través del público. Me pareció que alguien gritaba mi nombre, pero seguí adelante, moviéndome lentamente como un zombi.
La pendiente del suelo del auditorio bajaba hacia un rutilante escenario cóncavo como una vaina en el cual estaba Goddard, de pie bajo la luz de un reflector, con su suéter de medio cuello y una chaqueta de tweed marrón. Parecía un profesor de clásicas de alguna pequeña universidad de Nueva Inglaterra, salvo por el maquillaje de televisión anaranjado que llevaba en el rostro. Detrás de él había una pantalla gigantesca en la cual aparecía su cabeza parlante, de un metro y medio o dos de altura.
El lugar estaba repleto de periodistas que resplandecían bajo las luces de sus cámaras.
– … Esta adquisición -decía Goddard- doblará nuestra fuerza de venta. Doblará, y en algunos casos triplicará, nuestra penetración en el mercado. -Yo no sabía de qué hablaba. Me quedé en la parte posterior del auditorio, simplemente escuchando-. Al unir dos grandes compañías, dos antiguos competidores, hemos creado un líder de la tecnología a nivel mundial. Trion Systems es ahora, sin lugar a dudas, una de las empresas de electrónica de consumo líderes en el mundo entero.
»Y me gustaría hacer un anuncio más -continuó Goddard, sonriendo como un duendecillo de ojos brillantes-. Siempre he creído en la importancia de retribuir. Así que Trion se complace en anunciar hoy la creación de una nueva y emocionante fundación de caridad. Esta fundación comenzará con un capital de un millón y medio de dólares, y espera, en el curso de los próximos años, llevar un ordenador a los hogares de rentas más bajas de Estados Unidos. Pensamos que ésta es la mejor manera de cerrar la brecha digital. Se trata de una operación que se ha estado planeando durante mucho tiempo en Trion. La llamamos proyecto Aurora, en honor de Aurora, la diosa griega del amanecer. Estamos convencidos de que el proyecto Aurora traerá el amanecer de un futuro nuevo y brillante a todos los habitantes de esta gran nación. -Hubo algunos aplausos-. Finalmente, permitidme dar una calurosa bienvenida a los casi treinta mil talentosos y esforzados trabajadores de Wyatt Telecommunications. Bienvenidos a la familia Trion. Muchas gracias.
Goddard inclinó levemente la cabeza y bajó del escenario. Más aplausos, que poco a poco se transformaron en una ovación entusiasta.
La gigantesca proyección del rostro de Jock Goddard se disolvió y apareció una transmisión de noticias televisivas: el programa financiero matutino de la CNBC, Squawk Box.
En una mitad de la pantalla, Maria Bartiromo transmitía desde la Bolsa de Nueva York. En la otra mitad aparecía el logo de Trion y un gráfico del precio de sus acciones en los últimos minutos: la línea subía sin parar.
– … a medida que la compraventa de acciones de Trion alcanza niveles nunca vistos -decía-. Las acciones de Trion ya casi han duplicado su precio y no dan señales de detenerse, tras el anuncio de primeras horas de esta mañana, en el cual el fundador y presidente ejecutivo de la empresa, Augustine Goddard, confirmaba la adquisición de una de sus principales competidoras, Wyatt Telecommunications, tan aquejada de problemas últimamente.
Sentí un golpecito en el hombro. Era Flo, elegantemente vestida y con una expresión grave en el rostro. Llevaba unos auriculares inalámbricos.
– Adam, ¿puede venir a la Suite Ejecutiva del ático? Jock quiere verlo.
Asentí pero seguí mirando la pantalla. No me sentía capaz de pensar con claridad.
Ahora la imagen de la pantalla grande mostraba a Nick Wyatt mientras un par de guardias lo sacaban a empujones de las oficinas de Wyatt. El ángulo de la toma era bastante abierto, y se alcanzaba a ver el vidrio reflectante del edificio, el césped color esmeralda del exterior y los rebaños de periodistas pastando en él. Wyatt, caminando a paso de hombre detenido, parecía al mismo tiempo enfurecido y humillado.
– Wyatt Telecommunications era una empresa plagada de deudas. Ya debía cerca de tres mil millones de dólares cuando se filtró, durante la tarde de ayer, la increíble noticia de que el extravagante fundador de la empresa, Nicholas Wyatt, había firmado un acuerdo secreto y no autorizado, sin comunicárselo a los miembros de la junta directiva ni contar siquiera con su voto, para adquirir Delphos, una pequeña nueva empresa con base en California, una empresa sin ingresos de ningún tipo, por el precio de quinientos millones de dólares en efectivo -decía Maria Bartiromo.
La cámara enfocó al hombre más de cerca. Alto y musculoso, el pelo brillante como esmalte negro, el bronceado cobrizo. Nick Wyatt en carne y hueso. La cámara se acercó aún más. Su camisa de seda -color gris paloma y ajustada al cuerpo- estaba empapada en sudor. Lo metían pesadamente en una limosina. En su rostro estaba esa expresión de «¿Qué coño me han hecho?». Sí, la sensación me era familiar.
– La compra dejó a Wyatt sin dinero suficiente para cubrir sus deudas. La junta directiva se reunió ayer por la tarde y anunció el despido del señor Wyatt por violaciones graves de los estatutos empresariales, momentos antes de que los accionistas forzaran la venta de la empresa a Trion Systems por el precio de liquidación de diez centavos al dólar. El señor Wyatt no quiso hacer comentario alguno, pero un portavoz dijo que dimitía para pasar más tiempo con su familia. Nick Wyatt es soltero y no tiene hijos. ¿David?
Otro golpecito en mi hombro.
– Lo siento, Adam, pero quiere verlo ahora mismo -dijo Flo.
Antes de llegar al ático el ascensor se detuvo en la cafetería, y entró un hombre con camisa Aloha y cola de caballo.
– Cassidy -dijo Mordden. Llevaba un rollo de canela en la mano y una taza de café, y no pareció sorprendido de verme-. El Sammy Glick [19] del microchip. Corre el rumor de que a Ícaro se le han quemado las alas. -Asentí y Mordden agachó la cabeza-. Es verdad lo que dicen. La experiencia sólo te llega cuando ya no la necesitas.
– Sí.
Apretó un botón y guardó silencio mientras las puertas se cerraban y la cabina seguía su ascenso. Sólo estábamos él y yo.
– Veo que vas al ático. A la Suite Ejecutiva. Doy por hecho que no es para recibir a los dignatarios japoneses -dijo. Yo me limitaba a mirarle-. Ahora tal vez comprendes la verdad sobre nuestro intrépido líder.
– No, en realidad no. De hecho, ni siquiera te comprendo a ti. Por alguna razón eres la única persona de la empresa que siente un total desprecio por Goddard, todo el mundo lo sabe. Eres rico. No necesitas trabajar. Y sin embargo, aquí estás.
Se encogió de hombros.
– Por mi propio deseo. Te lo he dicho, yo soy a prueba de balas.
– ¿Y eso qué coño quiere decir? Mira, ya nunca volverás a verme la cara, así que ¿por qué no me lo explicas? Me van a echar. Estoy muerto.
– Sí, la muerte accidental es, me temo, el término en boga por estos pagos -dijo parpadeando-. La verdad es que te echaré de menos. Hay millones que no lo harían.
Lo convertía todo en una broma, pero era obvio que trataba de decirme algo con sentido. Por la razón que fuera, yo había llegado a caerle simpático. O tal vez no era más qué lástima. Con un tipo como Mordden era difícil de saber.
– Basta de adivinanzas -dije-. ¿Podrías explicarme de qué diablos estás hablando?
Mordden sonrió con suficiencia e hizo una imitación pasable de Ernst Stavro Blofeld. [20]
– Ya que está usted a punto de morir, señor Bond… -se interrumpió-. Mira, me gustaría explicártelo todo. Pero no puedo violar el acuerdo de confidencialidad que firmé hace dieciocho años.
– ¿Te importa decírmelo en términos que mi lamentable cerebro humano pueda entender?
El ascensor se detuvo, las puertas se abrieron y Mordden salió. Puso una mano sobre una puerta para evitar que se cerrara.
– Ese acuerdo de confidencialidad supone para mí diez millones de dólares en acciones de Trion. Tal vez el doble de eso, con los precios de hoy. No me resultaría muy beneficioso poner en peligro ese acuerdo rompiendo mi silencio obligatorio.
– ¿Qué tipo de acuerdo de confidencialidad?
– Como decía, no quisiera hacer peligrar mi lucrativo acuerdo con Augustine Goddard diciéndote que el famoso modem Goddard no fue inventado por Jock Goddard, ingeniero mediocre pero brillante estratega empresarial, sino por un servidor. ¿Por qué querría poner en peligro diez millones de dólares revelando que el gran avance tecnológico que transformó esta compañía en el centro neurálgico de la revolución de las comunicaciones no fue obra del estratega empresarial sino de uno de sus primeros empleados, un humilde ingeniero? Goddard lo hubiera podido obtener gratis, tal como se lo permitía mi contrato, pero prefirió apuntarse el tanto. Y eso para él valía una buena cantidad de dinero. ¿Por qué querría yo revelar algo semejante y al hacerlo manchar la leyenda, la prístina reputación del hombre a quien la revista Newsweek llamó, vamos a ver cómo era, «El estadista supremo de la América empresarial»? Ciertamente no sería muy diplomático por mi parte señalarte la falsedad existente tras su imitación de Will Rogers, [21] señalar esa imagen realista y poco sofisticada que esconde tal falta de escrúpulos. Por todos los cielos, eso sería como decirte que Santa Claus no existe. ¿Por qué querría desilusionarte, y además arriesgar mi botín financiero?
– ¿Todo eso es verdad? -fue lo único que se me ocurrió decir.
– No te he dicho nada -dijo Mordden-. No sería beneficioso para mí. Adieu, Cassidy.
Nunca había visto nada parecido al ático del edificio A de Trion.
No se parecía al resto de la empresa: no había despachos asfixiantes ni cubículos apiñados, ni alfombras grises e industriales de pared a pared, ni luces fluorescentes.
Era un espacio inmenso y abierto con ventanas que iban del suelo al techo a través de las cuales destellaba la luz del sol. Los suelos eran de granito negro, había tapetes persas aquí y allá, y las paredes eran de alguna clase de lustrosa madera tropical. El espacio estaba dividido en zonas por lechos de hiedra, grupos de sillas y sofás de diseño, y justo en el centro de la habitación, una cascada gigante en la cual el agua brotaba de una fuente invisible y caía sobre rocas rosadas y rugosas.
La Suite Ejecutiva. Para recibir a visitantes de importancia: secretarios de gabinete, senadores y congresistas, presidentes ejecutivos y jefes de estado. Nunca antes la había visto, ni conocía a nadie que la hubiera visto, y no era para sorprenderse. No parecía muy Trion que digamos. No era muy democrática. Era dramática, intimidante, imponente.
Estaban preparando una pequeña mesa redonda en el área que había entre la cascada interior y una chimenea en la cual llamas de gas rugían sobre troncos de cerámica. Dos jóvenes latinos, un hombre y una mujer de uniforme marrón, hablaban en castellano y en voz baja mientras sacaban tazas de té y café de pura plata, canastas de pastelitos, jarras de zumo de naranja. Había cubiertos para tres comensales.
Miré alrededor, desconcertado, pero no había nadie más. Nadie me esperaba. De repente hubo un bing y las pequeñas puertas de acero pulido de un ascensor se abrieron del otro lado de la habitación.
Jock Goddard y Paul Camilletti.
Se reían a carcajadas, como alocados, más animados que nunca. Goddard me vio de repente, se detuvo a media carcajada y dijo:
– Bien, ahí está. ¿Nos disculpas, Paul? Ya lo entiendes.
Camilletti sonrió, le dio a Goddard una palmada en el hombro y se quedó en el ascensor mientras el viejo salía y las puertas se cerraban tras él. Goddard atravesó el espacio abierto casi trotando.
– Acompáñeme al lavabo, ¿quiere? -dijo-. Tengo que quitarme este maldito maquillaje.
Lo seguí en silencio hacia una reluciente puerta negra marcada con pequeñas siluetas de plata: hombres-mujeres. Las luces se encendieron cuando entramos. Era un lavabo espacioso y elegante, todo de vidrio y mármol negro.
Goddard se miró al espejo. Por alguna razón me parecía más alto. Tal vez era su postura: no iba tan encorvado como siempre.
– Joder, parezco Liberace -dijo mientras se formaba espuma en sus manos y él se salpicaba la cara-. Usted nunca ha estado aquí, ¿no es cierto?
Negué con la cabeza mientras miraba la imagen del espejo inclinarse hacia el lavamanos y levantarse de nuevo. Sentí una extraña mezcla de emociones -miedo, furia, una fuerte impresión-, tan compleja que casi no sabía qué sentir.
– Pues bien, ya conoce usted el mundo de los negocios -continuó. Parecía casi disculparse-. La importancia del aspecto teatral: el fasto, la pompa y circunstancia, toda esa mierda. No hubiera podido recibir al presidente de Rusia o al príncipe heredero de Arabia Saudí en mi cuchitril de abajo, ¿o sí?
– Enhorabuena -dije en voz baja-. Qué mañana.
Se secó la cara con la toalla.
– Más teatro -dijo con desdén.
– Usted sabía que Wyatt compraría Delphos sin importar lo que costara -dije-. Aunque eso lo llevara a la quiebra.
– No podía resistirse -dijo Goddard. Arrojó la toalla, manchada de naranja y marrón, sobre la encimera de mármol.
– No -dije. Me percaté de que el corazón se me aceleraba-. Por lo menos mientras siguiera creyendo que usted iba a anunciar el gran adelanto técnico del chip óptico. Pero ese chip nunca existió, ¿no es cierto?
Goddard sonrió con su sonrisita de duende. Se dio la vuelta y yo salí del lavabo tras él. Seguí hablando:
– Es por eso que no había solicitudes de patentes, ni archivos de Recursos Humanos…
– El chip óptico -dijo, caminando a pasos de gigante hacia la mesa del comedor- existe sólo en las enfebrecidas mentes y los cuadernos emborronados de un puñado de mediocres de una pequeña y fracasada compañía de Palo Alto. Van en busca de una fantasía que puede o no darse en el curso de su vida, Adam, pero seguro que no en el curso de la mía.
Se sentó a la mesa y me invitó con un gesto a que me sentara a su lado.
Eso hice, y los dos camareros uniformados, que habían permanecido de pie junto a la hiedra a una distancia prudente, se acercaron y nos sirvieron café. Me sentía más que asustado y enfurecido y confundido: me sentía exhausto.
– Pueden ser mediocres -dije-, pero usted les compró la empresa hace más de tres años.
Admito que no era más que una especulación informada: el principal inversor de Delphos, según algunos documentos que había encontrado en Internet, era un fondo de inversiones con sede en Londres cuyo dinero se canalizaba a través de las islas Caimán. Lo cual indicaba que Delphos pertenecía a un jugador de peso, aunque hubiera unas cinco empresas que sirvieran como intermediarias y fachadas.
– Es usted muy astuto -dijo Goddard cogiendo un panecillo dulce y metiéndoselo con gula en la boca-. La verdadera cadena de propiedad es muy difícil de descubrir. Sírvase un panecillo, Adam. Estas cositas de frambuesa y queso crema están de muerte.
Ahora entendía por qué Paul Camilletti, un hombre que ponía todos los puntos sobre las íes, había «olvidado» -muy convenientemente- firmar la cláusula de garantía de la lista de condiciones. Tan pronto como Wyatt se dio cuenta de ello supo que tenía menos de veinticuatro horas para «robarle» aquella empresa a Trion: no tenía tiempo de buscar la aprobación de la junta, aunque ésta hubiera aprobado la compra. Lo cual probablemente no habría ocurrido.
Me fijé en el tercer puesto desocupado, y me pregunté quién sería el otro invitado. No tenía hambre, no me apetecía beber café.
– Pero la única forma de que Wyatt mordiera el anzuelo -dije- era que la información le llegara a través un espía que él creyera haber colocado.
La voz me temblaba. Ahora sentía ira, más que nada.
– Nick Wyatt es un hombre muy suspicaz -dijo Goddard-. Lo entiendo: yo soy igual. Él es un poco como la CIA: no creen en el menor descubrimiento de los servicios de inteligencia a menos que lo hayan conseguido por medio de subterfugios.
Tomé un sorbo de agua helada, tan helada que me provocó dolor en la garganta. El único sonido en aquel vasto espacio era el chapoteo y borboteo de la cascada. La luz del lugar me encandilaba. Allí dentro uno se sentía curiosamente alegre. La camarera se acercó con una jarra de cristal llena de agua para llenar mi vaso, pero Goddard agitó una mano.
– Muchas gracias. Pueden irse, creo que ya estamos bien. ¿Pueden pedirle a nuestro otro invitado que pase, por favor?
– No es la primera vez que hace esto, ¿no es cierto? -dije. ¿Quién me había dicho que cada vez que Trion estaba al borde de la quiebra, algún competidor cometía un atroz error de cálculo, y Trion se recuperaba con más fuerza que nunca?
Goddard me miró de soslayo.
– La práctica hace al maestro.
La cabeza me daba vueltas. El currículum y la biografía de Paul Camilletti lo delataban todo: Goddard se lo había llevado de una compañía llamada Celadon Data, que en ese momento constituía la más grave amenaza para la existencia de Trion. Poco después, Celadon cometió un error tecnológico ya legendario -una movida del tipo Betamax-y-no-VHS- y estuvo al borde de la quiebra hasta que Trion la rescató.
– Antes que yo estuvo Camilletti -dije.
– Y otros antes que él. -Goddard tomó un sorbo de café-. No, usted no fue el primero. Pero me atrevo a decir que fue el mejor.
El cumplido me dolió.
– No comprendo cómo convenció a Wyatt de que la idea del topo funcionaría -dije.
Goddard levantó la mirada cuando se abrió el ascensor, el mismo en el que él había llegado.
Judith Bolton. Me quedé sin aliento.
Llevaba un traje azul marino y una blusa blanca y parecía muy fresca y ejecutiva. Tenía los labios y las uñas pintados de color coral. Se acercó a Goddard y le dio un breve beso en los labios. Enseguida se inclinó hacia mí y tomó mi mano entre las suyas. Sus manos despedían un débil aroma de hierbas y estaban frías.
Se sentó al otro lado de Goddard, desdobló una servilleta de lino y se la puso sobre las piernas.
– Adam quiere saber cómo convenciste a Wyatt -dijo Goddard.
– No es que tuviera que retorcerle el brazo -dijo ella con una risa ronca.
– Eres demasiado sutil para eso -dijo Goddard.
Miré a Judith.
– ¿Por qué yo? -dije al fin.
– Me sorprende que lo pregunte -dijo ella-. Mire lo que ha llegado a hacer. Usted tiene un talento innato.
– Eso y el hecho de que me tuvieran cogido por los cojones por lo del dinero.
– En las empresas hay mucha gente que se sale de la línea recta, Adam -dijo, inclinándose hacia mí-. Teníamos muchas opciones. Pero usted sobresalía. Usted era de lejos el más calificado. Un regalo del dios de la labia. Y con problemas paternales, además.
Sentí que me invadía la furia hasta que ya no pude seguir allí. Me levanté, me paré junto a Goddard y le dije:
– Déjeme que le haga una pregunta. ¿Qué opinión cree que tendría Eli de usted, si lo viera en este momento?
Goddard me miró con expresión vacía.
– ¿Eli?
– Elijah…
– Ah, sí, eso. Elijah -dijo Goddard, y su desconcierto se convirtió en regocijo sardónico-. Sí, eso. Bueno, eso fue idea de Judith -y soltó una risita.
La habitación parecía dar vueltas lentamente y hacerse cada vez más luminosa, más pálida. Goddard me miró con ojos brillantes.
– Adam -dijo Judith, toda interés y simpatía-. Siéntese, por favor.
Me quedé de pie, mirándolos.
– Nos preocupaba -continuó Judith- que empezara a sospechar algo si todo le parecía demasiado fácil. Es usted un joven extremadamente astuto e intuitivo. Todo debía tener sentido; de lo contrario, comenzaría a desarmarse. No podíamos correr ese riesgo.
– Ya sabe -dijo Goddard-. «El viejo me tiene cariño, le recuerdo a su hijo muerto», toda esa mierda. Tiene sentido, ¿verdad que sí?
– Estas cosas no se dejan al azar -dije con sarcasmo.
– Exacto -dijo Goddard.
– Muy poca gente, pero muy poca, hubiera podido hacer lo que hizo usted -dijo Judith. Sonrió-. La mayoría hubiera sido incapaz de soportar la doble personalidad, vivir a caballo como lo hizo usted. Es usted una persona extraordinaria, espero que sea consciente de ello. Por eso lo escogimos. Y usted nos dio la razón, y con creces.
– No me lo puedo creer -susurré. Las piernas me temblaban; me parecía que los pies me iban a fallar. Tenía que largarme de allí-. No me lo creo, joder.
– Adam, sé lo difícil que esto debe ser para usted -dijo Judith amablemente.
La cabeza me latía como una herida abierta.
– Iré a recoger mis cosas.
– Nada de eso -gritó Goddard-. Usted no se marchará, no lo permitiré. Los jóvenes tan astutos como usted son demasiado infrecuentes. Lo necesito en el séptimo piso.
Un rayo de sol me cegó; no podía verles las caras.
– ¿Y confiaría en mí? -dije con amargura, moviéndome hacia un lado para quitarme el sol de la cara.
Goddard exhaló.
– El espionaje empresarial, hijo mío, es tan estadounidense como el pastel de manzana y el Chevrolet. Joder, ¿cómo cree que llegamos a ser una superpotencia económica? En 1811, un yanqui llamado Francis Lowell Cabot navegó hasta Inglaterra y robó el más precioso secreto de los ingleses: el telar Cartwright, piedra angular de la industria textil. Eso trajo la revolución industrial a Estados Unidos, nos transformó en colosos. Y todo gracias a un único acto de espionaje.
Me di la vuelta y empecé a caminar. Las suelas de caucho de mis botas chirriaban en el suelo de granito.
– No dejaré que sigan jugando conmigo -dije.
– Adam -dijo Goddard-. Habla usted como un fracasado lleno de amargura. Como su padre. Y yo sé que usted no es así, usted es un triunfador, Adam. Una persona brillante. Usted tiene lo necesario para triunfar.
Sonreí. Comencé a reír suavemente.
– Es decir que soy un mentiroso de mierda. Un embustero. Un estafador de primera clase.
– Créame, usted no hizo nada que no se haga todos los días en empresas de todo el mundo. Mire, hay una copia de Sun Tzu en su despacho. ¿Ha leído ese libro? Toda guerra se basa en el engaño, dice. Y los negocios son la guerra, todo el mundo lo sabe. Los negocios, en los más altos niveles, se basan en el engaño. Nadie lo admitirá en público, pero así es -su voz se suavizó-. El juego es el mismo en todas partes. Es sólo que usted lo juega mejor que nadie. No, Adam, usted no es un mentiroso. Usted es un estratega magistral.
Puse los ojos en blanco, sacudí la cabeza con disgusto y seguí caminando hacia el ascensor.
En voz muy baja, Goddard dijo:
– ¿Sabe usted cuánto dinero ganó Paul Camilletti el año pasado?
Sin mirarle, dije:
– Veintiocho millones.
– En pocos años usted podría estar ganando esa cantidad. Para mí, eso es lo que usted vale, Adam. Usted es tenaz y tiene recursos, joder, es un tipo brillante.
Solté un bufido, pero no creo que Goddard lo escuchara.
– ¿No le he dicho lo agradecido que estoy con usted por habernos salvado la vida en el proyecto Guru? -continuó-. Eso y otra docena de cosas. Permítame que le demuestre mi gratitud de forma más específica. Le ofrezco un aumento de sueldo: a un millón de dólares anuales. Añadiéndole a eso opciones de compra. Tal y como van nuestras acciones, el año que viene podría ganar cinco o seis millones netos. Y doblar eso al año siguiente. Será multimillonario, joder.
Quedé paralizado. No sabía qué hacer, cómo reaccionar. Si me daba la vuelta, creerían que estaba aceptando la oferta. Si seguía caminando, creerían que la estaba rechazando.
– Éste es el círculo de los íntimos, Adam -dijo Judith-. Cualquiera mataría por lo que le estamos ofreciendo. Pero recuerde: no es un regalo. Usted lo ha merecido, nació para este trabajo. Usted es tan bueno como cualquiera que yo haya conocido jamás. Durante estos últimos dos meses, ¿sabe usted lo que ha estado vendiendo? No agendas digitales ni teléfonos móviles ni aparatos de MP3, sino a usted mismo. Ha estado vendiendo a Adam Cassidy. Y nosotros queremos comprar.
– No estoy a la venta -me escuché decir, y me sentí avergonzado de inmediato.
– Adam, dese la vuelta -dijo Goddard irritado-. Dese la vuelta ahora mismo.
Obedecí con expresión resentida.
– ¿Tiene claro lo que pasará si se va de aquí? -dijo Goddard.
Sonreí.
– Por supuesto. Me entregará. A la policía, al FBI, a los que sea.
– No haré nada semejante -dijo Goddard-. No quiero que una sola palabra de todo esto salga a la luz pública. Pero sin su coche, sin su piso, sin su salario, usted no tendrá ningún activo. No tendrá nada. ¿Qué clase de vida es ésa para un muchacho con su talento?
«Son dueños de tu vida… Conduces un coche de la empresa, vives en una casa de la empresa… Tu vida no es tuya…» Mi padre, el reloj estropeado que era mi padre, tenía razón.
Judith se levantó de la mesa y se acercó a mí.
– Adam, comprendo lo que siente -dijo en susurros. Sus ojos se habían humedecido-. Se siente herido, enojado. Se siente traicionado, manipulado, quiere regresar a la rabia reconfortante, segura y protectora de un niño pequeño. Es completamente comprensible: todos nos sentimos así alguna vez. Pero es hora de que deje de lado los comportamientos infantiles. Verá, esto no es un desencuentro, al contrario: usted se ha encontrado a sí mismo. Todo es para bien, Adam. Todo es para bien.
Goddard estaba recostado en su silla con los brazos cruzados. Reflejados en la cafetera y en la azucarera había fragmentos de su rostro. Sonrió con benevolencia.
– No lo tire todo a la basura, hijo mío. Sé que hará lo correcto.
Como era de esperar, una grúa se había llevado mi Porsche. La noche anterior lo había aparcado en un lugar prohibido: ¿qué esperaba que sucediera?
De manera que salí del edificio de Trion y busqué un taxi, pero no pasaba ninguno. Supongo que podría haber usado un teléfono de la recepción para pedir uno, pero sentía una necesidad abrumadora, casi física, de largarme de allí. Empecé a caminar por el arcén de la autopista cargando una caja blanca de cartón con las pocas cosas de mi despacho.
Minutos después, un coche rojo y reluciente se acercó al arcén y redujo la velocidad junto a mí. Era un Austin Mini Cooper, del tamaño de una tostadora. La ventanilla del pasajero se abrió y me llegó el exuberante perfume floral de Alana a través del aire de la ciudad.
Me llamó.
– ¿Te gusta? Acabo de comprarlo, ¿no es fabuloso?
Asentí e intenté una sonrisa críptica.
– El rojo es cebo para los polis -dije.
– Nunca conduzco a mayor velocidad de la permitida.
Me limité a asentir.
Ella dijo:
– Suponga que se baja de la moto y me pone una multa.
Volví a asentir. No estaba dispuesto a seguirle el juego.
Alana avanzaba lentamente a mi lado.
– Oye, ¿qué le ha pasado a tu Porsche?
– Se lo ha llevado la grúa.
– Qué rollo. ¿Dónde vas?
– A casa. Harbor Suites.
Me percaté de repente de que Harbor Suites no seguiría siendo mi casa durante mucho tiempo más. El piso no era de mi propiedad.
– Bueno, pues no vas a caminar hasta allí. No con esa caja en las manos. Venga, sube, te llevo.
– No, gracias.
Siguió a mi lado, conduciendo lentamente sobre el arcén.
– Vamos, Adam, no estés enfadado.
Me detuve, me acerqué al coche, solté la caja y me apoyé en el techo. ¿No estés enfadado?
Todo este tiempo me había torturado creyendo que la estaba manipulando, y ella simplemente había cumplido con su trabajo.
– Tú… Te dijeron que te acostaras conmigo, ¿no?
– Adam -dijo con sensatez-, sé serio. Eso no era parte de la misión. Es tan sólo lo que en Recursos Humanos se conoce como beneficio extra, ¿no es cierto? -Alana rió, y su risa abrupta me heló la sangre-. Sólo querían que te guiara, que te ayudara a transmitir ciertas pistas, ese tipo de cosas. Pero luego tú viniste a por mí…
– Sólo querían que te guiara -repetí-. Joder, joder. Me pone enfermo.
Levanté la caja y seguí caminando.
– Adam, sólo hice lo que me ordenaron. Si hay alguien capaz de entender eso, eres tú.
– ¿Crees que alguna vez podríamos llegar a tenernos confianza? ¿Y ahora qué? Ahora sólo haces lo que te han pedido, ¿no?
– Ay, por favor -dijo Alana-. Adam, querido, no seas tan paranoico.
– Y yo que llegué a pensar que teníamos una bonita relación -dije.
– Fue divertido. Yo me divertí mucho.
– No me digas.
– Por favor, Adam, no te lo tomes tan en serio. Es sexo y nada más. Y negocios. ¿Qué hay de malo en eso? ¡Créeme, los orgasmos no fueron fingidos!
Seguí caminando y buscando un taxi, pero no había ninguno a la vista. Ni siquiera conocía esta zona de la ciudad. Estaba perdido.
– Vamos, Adam -dijo, avanzando en el Mini lentamente-. Sube al coche.
Seguí caminando.
– Oh, vamos -dijo con su voz aterciopelada, su voz que lo sugería todo, que no prometía nada-. ¿Quieres hacer el favor de subirte al coche?