Segunda Parte. Tácticas de contención

Tácticas de contención: despliegue de identificaciones falsas emitidas a favor de un agente que deberá soportar investigaciones bastante rigurosas.

Diccionario del espionaje.


Capítulo 12

Había puesto un anuncio en tres diarios locales en busca de un asistente médico para mi padre. El anuncio dejaba claro que cualquiera sería bienvenido, los requisitos no eran exactamente estrictos. Dudaba que aún quedara alguien dispuesto a hacerlo: ya lo había intentado en demasiadas ocasiones.

Recibí exactamente siete respuestas. Tres de ellas eran de personas que no habían comprendido el anuncio: eran ellas quienes buscaban alguien a quien contratar. Otros dos mensajes tenían acentos extranjeros tan fuertes que no supe si en realidad era inglés lo que intentaban hablar. Y uno era de un hombre de voz agradable que sonaba perfectamente razonable y dijo llamarse Antwoine Leonard.

No es que tuviera mucho tiempo libre, pero quedé con este Antwoine para tomar un café. No iba a dejar que conociera a mi padre hasta que fuera necesario: quería contratarlo antes de que pudiera ver a qué se estaba enfrentando, para que no pudiera echarse atrás tan fácilmente.

Antwoine resultó ser un negro inmenso, de aspecto amenazador, con tatuajes de ex convicto y pelo estilo rasta. Lo confirmé: tan pronto como pudo, me dijo que acababa de salir de la cárcel por robo de automóviles, y que ése no era su primer paso por la prisión. Me dio el nombre de su supervisor de libertad condicional. Me gustó el hecho de que fuera tan franco al respecto, de que no intentara ocultarlo. En realidad, el tío me gustó, simplemente. Tenía una voz amable, una sonrisa sorprendentemente dulce y maneras prudentes. De acuerdo, estaba desesperado; pero también pensé que si alguien podía controlar a mi padre, era él, y lo contraté de inmediato.

– Escucha, Antwoine -le dije cuando me puse de pie para irme-. Acerca de lo de la cárcel…

– Es un problema, ¿no? -Me miró a los ojos.

– No, no es eso. Me gusta que seas tan sincero conmigo.

Se encogió de hombros.

– Sí, bueno…

– Es sólo que no creo que debas serlo tanto con mi padre.


El día antes de empezar en Trion me fui a la cama temprano. Seth me había dejado un mensaje en el que me invitaba a salir con él y algunos amigos, ya que tenía la noche libre, pero me negué.

La alarma sonó a las cinco y media, y fue como si el reloj no funcionara bien: todavía era de noche. Cuando caí en la cuenta, sentí una inyección de adrenalina, una extraña combinación de terror y excitación. El gran partido iba a comenzar, era la hora de la verdad, el entrenamiento se había acabado. Me di una ducha y me afeité con una cuchilla nueva, despacio, para no cortarme. Había preparado la ropa antes de irme a dormir, había escogido el traje Zegna y la corbata, y había enlustrado a conciencia mis zapatos Cole-Haan. Pensé que el primer día debía presentarme con traje, aunque me sintiera fuera de lugar: siempre podía quitarme la chaqueta y la corbata.

Era raro: por primera vez en mi vida estaba ganando un salario de seis cifras, aunque aún no hubiera recibido talón alguno, y seguía viviendo en la ratonera. Bien, eso iba a cambiar muy pronto.

Cuando me subí al Audi A6 plateado, que tenía todavía ese olor a coche nuevo, me sentí más elegante, y para celebrar mi nueva posición en la vida me detuve en un Starbucks y compré un café con leche triple. Casi cuatro dólares por una maldita taza de café, pero bueno, mi sueldo ahora era de los grandes. Puse Rage Against the Machine a todo volumen en el trayecto hacia el campus de Trion; para cuando llegué, Zack de la Rocha estaba gritando «Bullet in the Head» y yo gritaba con él «No escape from the mass mind rape!», [3] vestido con mi perfecto atuendo empresarial: traje Zegna, zapatos Cole-Haan y corbata. Estaba preparado.

Me sorprendió que a las siete y media hubiera tantos coches en el parking subterráneo. Aparqué dos plantas más abajo.

La recepcionista del vestíbulo del ala B no pudo encontrar mi nombre en ninguna de las listas de empleados nuevos: yo era un don nadie. Le pedí que llamara a Stephanie, la asistente de Tom Lundgren, pero Stephanie no había llegado todavía. Finalmente consiguió hablar con alguien de Recursos Humanos, que le dijo que me enviara al tercer piso del ala E, a una buena caminata de distancia.

Las dos horas siguientes las pasé sentado en la recepción de Recursos Humanos con una carpeta en la mano, llenando un impreso tras otro: W-4, W-9, cuenta de crédito del sindicato, seguro, domiciliación a mi cuenta, opciones sobre acciones, cuentas de jubilación, acuerdos de confidencialidad… Me hicieron una foto y me dieron una tarjeta de identificación y acceso y un par de pequeñas tarjetitas de plástico que se adherían a la tarjeta principal. Decían cosas como Trion: cambia tu mundo y Comunicación abierta y Diversión y austeridad. Era, un poco soviético, pero no me importó.

Una de las personas de Recursos Humanos me llevó de tour rápido por Trion. Fue muy impresionante: un gimnasio magnífico, cajeros automáticos, un lugar donde dejar ropa sucia con lavado en seco, salones de descanso con refrescos gratis, botellas de agua, palomitas de maíz y máquinas de capuchino.

En los salones de descanso había pósteres a todo color, grandes y lustrosos, que mostraban a un grupo de hombres y mujeres de hombros cuadrados (asiáticos, negros, blancos) posando con aire triunfal sobre el planeta Tierra, debajo de las palabras ¡Bebe con responsabilidad! ¡Bebe con Austeridad! «El empleado medio en Trion consume cinco refrescos al día», ponía. «Si bebieran tan sólo un refresco menos, Trion podría ahorrar 2,4 millones al año.»

Podías traer el coche para que te lo lavaran y revisaran; podías comprar entradas con descuento para películas, conciertos y partidos de béisbol; tenían un programa de regalos para recién nacidos («un regalo por hogar y por nacimiento»). Me di cuenta de que el ascensor del ala D no se detenía en el quinto piso.

– Proyectos especiales -me explicó la mujer-. Acceso restringido.

Traté de no demostrar ninguna clase de interés especial. Me pregunté si éstos eran los «trabajos secretos» que tanto interesaban a Nick Wyatt.

Stephanie llegó por fin y me llevó al sexto piso del ala B. Tom estaba hablando por teléfono, pero me hizo señas de que pasara. En su despacho había fotos de sus hijos -cinco niños, según pude ver-, individualmente o en grupo, y dibujos que habían hecho, cosas así. Los libros del estante que tenía detrás eran los sospechosos habituales: ¿Quién se ha llevado mi queso?; Primero, rompe las reglas; Cómo ser presidente ejecutivo. Sus piernas eran pistones enloquecidos, y tenía la cara como si la hubieran restregado con Scotch-Brite.

– Steph -dijo-, ¿puedes pedirle a Nora que venga?

Minutos después, colgó con energía el teléfono, se incorporó de un salto y me estrechó la mano. Llevaba una alianza grande y brillante.

– ¡Hola, Adam, bienvenido al equipo! -dijo-. ¡Me alegro de haberle contratado! Siéntese, siéntese.

Eso hice.

– Lo necesitamos, amigo mío. Lo necesitamos con urgencia. Estamos al límite de nuestras capacidades, de verdad que no llegamos. Cubrimos veintitrés productos, hemos perdido personal importante, y estamos al límite. La chica a la que usted reemplaza ha sido transferida. Va usted a unirse al equipo de Nora, para trabajar en la renovación de la línea Maestro, la cual, como verá, se encuentra en apuros. Hay problemas graves que es preciso solucionar, y… ¡mire, aquí está!

Nora Sommers estaba de pie en el umbral, con una mano en el marco de la puerta, posando como una diva. Me alargó la otra mano con coquetería.

– Hola, Adam. Bienvenido. Me alegro de que esté con nosotros.

– Es un placer estar aquí.

– No fue una contratación fácil, se lo digo con franqueza. Teníamos muchos candidatos, todos muy buenos. Pero es como dicen, los mejores siempre acaban destacando. ¿Qué, nos ponemos manos a la obra?

Su voz, que tenía un timbre casi infantil, pareció volverse más profunda tan pronto como Tom Lundgren salió del despacho. Hablaba rápidamente, casi escupiendo las palabras.

– Su cubículo está allá -dijo, golpeando el aire con el dedo índice-. Aquí usamos teléfonos web. Supongo que sabrá usted utilizarlos.

– No se preocupe.

– Ordenador, teléfono… todo debe estar listo. Para cualquier cosa, sólo llame a Mantenimiento. Muy bien, Adam, déjeme advertirle algo, aquí no vamos cogiditos de la mano. Se trata de un aprendizaje difícil, pero no dudamos de que usted estará a la altura. Acabamos de echarle al agua: ahora, nade o húndase.

Me miró con aire retador.

– Prefiero nadar -dije con una sonrisa.

– Me alegro -dijo ella-. Me gusta su actitud.

Capítulo 13

Tenía un mal presentimiento acerca de Nora. Era el tipo de persona que me pondría un bloque de cemento en los pies, me metería atado en el maletero de un Cadillac y me echaría al fondo de East River. Hundirse o nadar. A mí me lo dices.

Me dejó en mi nuevo cubículo para que terminara de leer los textos de orientación, para que aprendiera los nombres secretos de los proyectos. Todas las compañías de alta tecnología dan nombres secretos a sus productos; los de Trion eran tipos de tormenta: Tornado, Tifón, Tsunami, y así. El nombre secreto de Maestro era Vortex. La existencia de tantos nombres distintos era confusa, y encima tenía que tantear el terreno para Wyatt. A eso del mediodía, cuando ya comenzaba a tener hambre de verdad, un hombre de unos cuarenta años, bajo y fornido, con coleta, camisa hawaiana y gafas redondas de montura gruesa y negra, apareció en mi cubículo.

– Debes de ser la última víctima -me dijo-. La carne fresca arrojada a la jaula del león.

– Y vosotros sois todos muy amables -dije-. Adam Cassidy.

– Lo sé. Noah Mordden. Ingeniero Distinguido en Trion. Es tu primer día, no sabes en quién confiar, de parte de quién ponerte. Quién quiere jugar contigo y quién quiere que te la pegues. Pues bien, estoy aquí para responder a todas tus preguntas. ¿Qué te parece si comemos en la cafetería de empleados?

Un tío raro, pero me despertó la curiosidad. Mientras caminábamos hacía el ascensor, dijo:

– Bueno, y te dieron el trabajo que nadie más quería, ¿no?

– ¿Ah, sí?

Genial.

– Nora quería llenar el puesto con alguien de adentro, pero nadie quería trabajar para ella. Alana, la mujer a la que reemplazas, llegó a implorar que la sacaran de allí, así que la transfirieron a otra parte de la casa. El rumor es que Maestro está a punto de estallar. -Apenas alcanzaba a oírle; el tío susurraba mientras caminábamos hacia los ascensores-. Siempre se apresuran a cargarse lo que no funciona. Aquí, uno coge un resfriado y ya le están preparando el ataúd.

Asentí.

– El producto no aporta nada nuevo -dije.

– Es una mierda. Tiene los días contados. Además, Trion está lanzando un teléfono móvil todo-en-uno que tiene exactamente el mismo sistema inalámbrico de mensajes de texto, así que ¿de qué servirá? Mátalo ya y no dejes que sufra. Y no ayuda que Nora sea una verdadera bruja.

– ¿Lo es?

– Si no te has dado cuenta a los diez segundos de haberla conocido, es que no eres tan inteligente como se dice. Pero no la subestimes: es cinturón negro en políticas empresariales, y además tiene sus lugartenientes, así que cuídate.

– Gracias.

– A Goddard le gustan los coches clásicos americanos, así que a ella también le gustan. Tiene un par de deportivos restaurados, pero no la he visto nunca conducirlos. La idea es que Jock Goddard sepa que ambos están cortados con el mismo patrón. Es hábil.

El ascensor estaba lleno de empleados que bajaban a la cafetería de la tercera planta. Muchos de ellos llevaban camisas de golf o polos con el logo de Trion. El ascensor se detuvo en todas las plantas. Alguien que había detrás de mí bromeó: «Parece que hemos cogido el de cercanías.» Cada día, en cada ascensor empresarial del mundo, hay alguien que hace esa broma.

La cafetería, o comedor de empleados, como lo llamaban, era inmensa, y vibraba con la electricidad de cientos, tal vez miles, de empleados de Trion. Era como el salón comedor de un lujoso centro comercial: una barra de sushi con dos chefs; un mostrador de pizzas gourmet del tipo escoja-su-salsa; una barra de burritos; comida china; carnes y hamburguesas; una impresionante barra de ensaladas; incluso un mostrador vegetariano.

– Dios mío -dije.

– Pan y circo para el pueblo -dijo Noah-. Juvenal. Mantén al campesino bien alimentado, y no notará su esclavitud.

– Supongo que así es.

– Vaca contenta da mejor leche.

– Lo que sea, siempre que funcione -dije, mirando alrededor-. Y de austeridad más bien poca, ¿eh?

– Ah. Dale una mirada a las máquinas de las salas de descanso: veinticinco centavos por un pollo satay con cacahuetes, pero un dólar por una barra de chocolate; Las bebidas y las sustancias con cafeína son gratis. El año pasado, el director de servicios financieros, un hombre llamado Paul Camilletti, trató de eliminar las fiestas de la cerveza semanales, pero entonces los directivos empezaron a gastar dinero de su bolsillo para comprar cerveza, y alguien hizo circular un correo electrónico que presentaba argumentos financieros para mantener las fiestas. La cerveza cuesta X al año, mientras que contratar y formar nuevos empleados cuesta Y, así que, dado lo que cuesta estimular la moral y conservar a los empleados, el rendimiento de la inversión, bla bla bla, ya me entiendes. Camilletti, que vive para los números, acabó por ceder. De todas formas, su campaña de austeridad está a la orden del día.

– En Wyatt pasaba igual -dije.

– Incluso en vuelos internacionales se nos exige volar en clase turista. El mismo Camilletti se hospeda en Motel 6 cuando viaja dentro de Estados Unidos. Trion no tiene avión empresarial. Pero seamos claros, la esposa de Jock Goddard le regaló uno por su cumpleaños, así que no tenemos que sentir lástima por él.

Pedí una hamburguesa y una Coca-Cola Light, y él pidió una especie de misteriosa fritura asiática. Todo era ridículamente barato. Con las bandejas en la mano, dimos una mirada alrededor, pero Mordden no encontró a nadie con quien quisiera sentarse, así que nos sentamos los dos solos. Yo tenía esa sensación de primer día de colegio, de cuando no conoces a nadie. Aquello me hizo pensar en el día que entré en Bartholomew Browning.

– Goddard no se hospeda también en un Motel 6, ¿o sí?

– Lo dudo mucho. Pero no es demasiado ostentoso con su dinero. No usa limusinas. Conduce su propio coche. De acuerdo, tiene una docena más o menos, todos coches antiguos que él mismo ha restaurado. Además, les regala a sus cincuenta ejecutivos principales el coche de lujo que escojan, y es gente que gana toneladas de dinero, es verdaderamente obsceno. Goddard es astuto: sabe que para poder conservar el talento extraordinario debe pagar bien.

– ¿Qué me dices de vosotros, los Ingenieros Distinguidos?

– Sí, yo mismo he ganado cantidades obscenas de dinero aquí. En teoría, podría mandar a todo el mundo a tomar por culo y aún así tener ahorros para mis hijos, si algún día llego a tenerlos.

– Pero sigues trabajando.

Suspiró.

– Cuando descubrí mi mina de oro, unos pocos años después de comenzar, renuncié y me fui a navegar alrededor del mundo. Sólo cogí ropa y varias maletas muy pesadas con el canon occidental.

– ¿El canon occidental?

Sonrió.

– Los grandes éxitos de la literatura occidental.

– ¿Como Louis L'Amour?

– Más bien como Heródoto, Tucídides, Sófocles, Shakespeare, Cervantes, Montaigne, Kafka, Freud, Dante, Milton, Burke…

– Yo me dormí en esa clase, tío -dije.

Sonrió de nuevo. Obviamente, yo le parecía un imbécil.

– En fin -dijo-, una vez lo hube leído todo, me di cuenta de que soy constitucionalmente incapaz de no trabajar, y regresé a Trion. ¿Has leído el Discurso sobre la servidumbre voluntaria de Étienne de la Boétie?

– ¿Entra en los finales?

– El único poder que tienen los tiranos es el que ha sido cedido por sus víctimas.

– Ése y el de repartir Coca-Cola gratis -dije, inclinando mi lata hacia él-. Así que eres ingeniero.

Me dedicó una sonrisa bien educada que era más bien una mueca.

– No ingeniero a secas, ten eso en cuenta, sino, como he dicho antes, Ingeniero Distinguido. Eso quiere decir que mi número de empleado es de los pequeños y que puedo hacer más o menos lo me que venga en gana. Si eso implica ser la espina en el costado de Nora Sommers, pues que así sea. Ahora, en cuanto al reparto de la sección de marketing de tu unidad, veamos, ya has conocido a Nora la Tóxica. Y a Tom Lundgren, vuestro exaltado vicepresidente. En su caso, no hay más que lo que ya has visto. Vive para la familia, la iglesia y el golf. Y Phil Bohjalian, viejo como Matusalén y, en materia tecnológica, tan puesto al día como él. Comenzó en Lockheed Martin cuando se llamaban de otra forma y los ordenadores eran del tamaño de una casa y funcionaban con tarjetas perforadas IBM. Tiene los días contados, eso es seguro. Y… ¡helo aquí, el mismísimo Elvis, aventurándose entre nosotros!

Me di la vuelta hacia donde estaba mirando. De pie junto a la barra de ensaladas había un tipo de pelo blanco, hombros caídos y rostro arrugado, cejas blancas y pobladas, grandes orejas y una especie de expresión de duendecillo. Llevaba un suéter negro de cuello alto. A medida que la gente lo miraba y susurraba, tratando de fingir indiferencia o ser discreta, la energía del lugar cambió, comenzó a girar en ondas a su alrededor.

Augustine Goddard, fundador de Trion y presidente ejecutivo, en carne y hueso. Parecía más viejo que en las fotos que yo había visto. Un tío mucho más joven y alto estaba de pie junto a él, diciéndole algo. El joven tenía unos cuarenta años, era delgado y parecía estar en forma, y tenía el pelo negro atravesado por líneas grises. Tenía cara de italiano y era apuesto como una estrella de cine, como un héroe de acción que estuviera madurando muy bien, pero con cicatrices profundas en las mejillas. Salvo por la piel picada, me recordó al joven Al Pacino, el de los primeros dos Padrinos. Llevaba un precioso traje gris carbón.

– ¿Camilletti? -pregunté.

– Camilletti el Degollador -dijo Mordden, hundiendo los palillos en la fritura-. Nuestro director financiero. El zar de la austeridad. Esos dos están juntos todo el tiempo -habló con la boca llena de comida-. ¿Ves su cara, esas cicatrices de acné vulgaris? Según dicen, ahí está escrito «come mierda y muérete» en Braille. En fin, Goddard cree que Camilletti es el segundo advenimiento de Nuestro Señor Jesucristo, el hombre que va a poner los costes operacionales por los suelos, a incrementar los márgenes de beneficios, a lanzar las acciones de Trion de vuelta a la estratosfera. Hay quien dice que Camilletti es el doble de Jock Goddard, el Jock malo. Su Yago. El diablo en su hombro. Yo creo que es el poli malo que deja que Jock sea el poli bueno.

Terminé mi hamburguesa. Me di cuenta de que él presidente ejecutivo y su director financiero hacían la fila y pagaban su comida. ¿No podían simplemente irse sin pagar? ¿O colarse al comienzo de la fila, por ejemplo?

– Es muy Camilletti eso de comer en el comedor de los empleados -continuó Mordden-, para demostrar a las masas su compromiso con la reducción drástica de costes. Porque él no reduce los costes: los reduce drásticamente. En Trion no hay comedor ejecutivo. No hay chef personal para los ejecutivos. No hay comidas preparadas a domicilio, de eso nada. Comparte el pan con los campesinos. -Mordden bebió un sorbo de Dr. Pepper-. ¿Dónde estábamos con lo del programita teatral, mi «quién es quién» en el reparto? Ah, sí. Está Chad Pierson, el protegido de Nora, el chico de los rizos de oro, niño maravilla y lameculos profesional. Tiene un máster de Tuck, [4] pasó de Empresariales a Marketing de Productos en Trion, hace poco hizo un Curso Intensivo de Marketing y sin duda te considerará una amenaza que es preciso eliminar. Y luego está Audrey Bethune, la única mujer negra de la…

De repente, Noah quedó en silencio y se metió más fritura en la boca. Vi a un joven rubio y guapo de mi edad que se deslizaba con rapidez hacia nuestra mesa, como un tiburón en el agua. Camisa azul de cuello abotonado, aspecto de pijo deportista. Uno de estos rubios que uno ve en las revistas, en anuncios de varias páginas, confraternizando con otros especímenes de la raza dominante, ya sea en cócteles o sobre el césped de su baronía.

Noah Mordden se bebió un trago apresurado de su Dr. Pepper y se puso de pie. Tenía manchas marrones de fritura sobre la camisa Aloha.

– Disculpa -dijo, incómodo-. Tengo una cita privada.

Dejó los platos desparramados sobre la mesa y se largó en el momento justo en que el rubio llegaba con la mano abierta.

– Hola, ¿qué tal? -dijo-. Chad Pierson.

Quise estrecharle la mano, pero él hizo uno de esos movimientos hip-hop, uno de esos saludos soy-demasiado-guay-para-dar-la-mano-de-forma-normal. Parecía haberse hecho la manicura.

– ¡He oído hablar tanto de ti!

– Todo es mentira -dije-. Puro marketing, ya sabes.

Se rió con complicidad.

– Qué va, se supone que eres nuestro hombre. Voy a quedarme cerca de ti, a ver si aprendo algún truquillo.

– Voy a necesitar toda la ayuda posible. Me han dicho que es un caso de vida o muerte, y parece que estemos más cerca de la segunda.

– ¿Así que Mordden te ha salido con su mierda de intelectual cínico?

Sonreí de manera neutral.

– Me ha dado su punto de vista.

– Todo negativo. El tío piensa que está en no sé qué culebrón, un asunto maquiavélico. Bien, puede que él se lo crea, pero yo no le prestaría demasiada atención.

Me di cuenta de que en el primer día de cole me había sentado con el chico menos popular, pero eso me animó a defender a Mordden.

– Pues a mí me cae bien -dije.

– Es ingeniero. Son todos raros. ¿Juegas a baloncesto?

– Un poco, sí.

– Cada martes y jueves a la hora de la comida hay un partidillo en el gimnasio, a ver si te animas. Además tal vez podamos tomarnos algo alguna vez, ir a un partido, algo así.

– Me encantaría -dije.

– ¿Ya te han hablado de los festivales de la cerveza de Juegos Empresariales?

– Todavía no.

– Supongo que no es el tipo de cosas que le gustan a Mordden. Da igual, es la hostia.

Era hiperactivo, y movía el cuerpo de lado a lado, como un jugador de baloncesto, buscando un pasillo para entrar y clavarla.

– Bueno, té a las dos, ¿no?

– No me lo perdería por nada.

– Guay. Me alegro de tenerte en el equipo. Vamos a destrozarlos, tú y yo.

Sonrió de oreja a oreja.

Capítulo 14

Chad Piersort estaba de pie frente a la pizarra, tomando notas en una agenda de reuniones con rotuladores rojos y azules, cuando entré en Corvette. Era una sala de conferencias como todas las que había visto antes: la mesa grande (salvo que ésta era de color negro, estilo diseño de alta tecnología, en lugar de color caoba), la consola de altavoces Polycom en medio de la mesa como una viuda negra geométrica, una canasta de fruta y una neverita llena de hielo, refrescos y cartones de zumo.

Chad me hizo un guiño cuando me senté frente a uno de los lados largos de la mesa. Ya había un par de personas más. Nora Sommers ocupaba la cabecera; llevaba unas gafas de lectura negras cuya cadena le rodeaba el cuello, y leía una carpeta y de vez en cuando le susurraba algo a Chad, su escriba. No pareció percatarse de mi presencia.

A mi lado había un tío de mediana edad, de pelo gris y vestido con un polo de color azul con el logo de Trion, que tecleaba algo sobre un Maestro, probablemente un correo electrónico. Era delgado pero tenía un poco de tripa; tenía los brazos flacos y los codos huesudos asomando bajo las mangas cortas de su polo, un flequillo de pelo canoso y patillas grises e inesperadamente largas, orejas grandes y coloradas. Llevaba lentes bifocales. Si vistiera otro tipo de camisa, probablemente llevara un protector de plástico para el bolsillo. Parecía uno de esos ingenieros empollones de la vieja escuela, salido de la época de las calculadoras Hewlett-Packard. Tenía los dientes pequeños y marrones, como si mascara tabaco.

Tenía que ser Phil Bohjalian, el viejo, aunque, por la manera en que Mordden me había hablado de él, casi esperaba verlo escribiendo con pluma de ganso en un pergamino o quizás un papiro. Me echaba miradas furtivas y nerviosas una y otra vez.

Noah Mordden entró silenciosamente a la habitación, sin saludarme -en realidad, sin saludar a nadie-, y abrió su ordenador portátil en el otro extremo de la mesa de conferencias. Otras personas llegaron, riendo y hablando. Ahora había tal vez una docena de personas en la habitación. Chad terminó de trabajar en la pizarra y puso sus cosas en el puesto vacío que había a mi lado. Me dio una palmada en el hombro.

– Me alegro de tenerte con nosotros -dijo.

Nora Sommers carraspeó, se puso de pie y caminó hasta la pizarra.

– ¿Por qué no comenzamos? Muy bien, quisiera presentar al nuevo miembro de nuestro equipo a los que no habéis tenido el privilegio de conocerlo. Bienvenido, Adam Cassidy.

Agitó sus uñas rojas hacia mí y las cabezas giraron. Sonreí modestamente, bajé la cabeza.

– Tuvimos la buena fortuna de sacar a Adam de Wyatt, donde fue uno de los jugadores estrella del proyecto Lucid. Esperamos que aplique algo de su magia al Maestro.

Sonrió beatíficamente.

Chad habló en voz alta y mirando de un lado al otro, como si estuviera compartiendo un secreto.

– Este chico travieso es un genio. He hablado con él, así que todo lo que habéis oído es cierto.

Se giró hacia mí, con sus ojos azules de bebé bien abiertos, y me dio la mano. Nora continuó:

– Como bien sabemos, el Maestro está recibiendo fuertes ataques. En todo Trion, las espadas se han desenvainado. No tengo que mencionar nombres. -Hubo risitas en voz baja-. Se avecina un acontecimiento de mucha importancia: una presentación ante el señor Goddard en persona, en la cual sostendremos que la línea de producción del Maestro debe mantenerse. Esto es mucho más que una rutinaria reunión informativa, mucho más que una sesión de control. Es un caso de vida o muerte. Nuestros enemigos nos quieren llevar a la silla eléctrica; nosotros solicitaremos una suspensión de la sentencia. ¿Está claro?

Miró alrededor de forma amenazante y vio cabezas que asentían con obediencia. Entonces se dio la vuelta y tachó el primer ítem de la agenda, tal vez con demasiada violencia. Volvió a darse la vuelta, como un latigazo, le entregó a Ghad un fajo de papeles grapados, y él comenzó a repartirlos a izquierda y a derecha. Parecían especificaciones de algún tipo, definiciones de producto o protocolos de producto o algo así, pero el nombre del producto, que presumiblemente estaba en la primera página, había sido arrancado.

– Bien -dijo ella-, ahora quisiera que hiciéramos un ejercicio. O, si lo prefieren, una demostración. Algunos de ustedes pueden reconocer este protocolo; si es así, guarden el secreto. Puesto que trabajamos para renovar el Maestro, me gustaría que por un instante adoptáramos otro punto de vista, y quisiera pedirle a nuestra nueva estrella que le eche un vistazo a esto y nos dé su opinión.

Me estaba mirando de frente.

Me toqué el pecho y dije, estúpidamente:

– ¿Yo?

– Usted.

– ¿Mi… opinión?

– Así es. Funciona/No funciona. Luz verde para el proyecto o no. En este producto, Adam, es usted el guardián junto a la puerta. Díganos qué le parece. ¿Vamos a por ello, o no?

El estómago me dio un vuelco. El corazón me empezó a latir con furia. Traté de controlar la respiración, pero sentía que la cara se me inundaba de sangre mientras pasaba las páginas. Era prácticamente inescrutable. No sabía para qué demonios servía aquello. Alcanzaba a oír risitas nerviosas en medio del silencio, a Nora tapando y destapando el rotulador Expo, haciendo girar la tapa con un crujido. Alguien jugaba con la pajita de plástico de su zumo de manzana en tetra-brick, sacándola y metiéndola y haciéndola chirriar.

Asentí sabia, lentamente, mientras repasaba el documento, tratando de no parecer un ciervo paralizado frente a las luces de un coche, que era como me sentía. Había allí una especie de jerigonza acerca de «análisis del segmento del mercado» y «cálculo aproximado del tamaño del mercado». La música desquiciadora de Jeopardy sonaba en mi cabeza.

Crujido, crujido. Chirrido, chirrido.

– ¿Y bien, Adam? ¿Funciona o no?

Asentí de nuevo, tratando de parecer fascinado y divertido a la vez.

– Me gusta -dije-. Es inteligente.

– Mmm -dijo. Hubo risitas en voz baja. Algo estaba sucediendo. Era la respuesta equivocada, pensé, pero difícilmente podía cambiarla.

– Mire -dije-, basándome solamente en la definición del producto, me resulta, como es obvio, muy difícil…

– Esto es todo lo que tenemos hasta ahora -interrumpió-. ¿Y bien? ¿Funciona o no funciona?

Me puse a parlotear.

– Siempre he creído en el riesgo -dije-. Esto me intriga. Me gusta la configuración física, las especificaciones de reconocimiento de escritura… Dado el modelo de uso y la oportunidad de mercado, yo llevaría esto adelante, por lo menos hasta la próxima reunión de control.

– Ajá -dijo. Un extremo de su boca se alzó en una sonrisa malévola-. Y pensar que nuestros amigos de Cupertino no necesitaron la sabiduría de Adam para dar luz verde a esta bomba fétida. Adam, éstas son las especificaciones para el Apple Newton. Uno de los más grandes fracasos en la historia de Cupertino. Les costó quinientos millones de dólares desarrollarlo, y luego, cuando salió al mercado, perdieron sesenta millones al año -más risas-. Se estuvieron mofando de éste durante un año en todos los programas nocturnos de la tele.

La gente empezó a evitar mi mirada. Chad se mordía el interior de la mejilla con expresión grave. Mordden parecía estar en otro mundo. Yo quería arrancarle la cabeza a Nora Sommers, pero hice como los buenos perdedores.

Nora barrió la mesa con la mirada, pasando de una cara a la siguiente con las cejas arqueadas.

– Que les sirva de lección. Siempre hay que cavar más profundo, ir más allá de las modas del mercado, mirar qué hay bajo el capó. Y créanme, cuando nos presentemos ante Jock Goddard dentro de dos semanas, él va a mirar qué hay bajo el capó. Tengamos eso muy presente.

Sonrisas de cortesía aquí y allá: todo el mundo sabía que Goddard era un fanático de los coches.

– Muy bien -dijo Nora-. Creo que ya saben a qué me refiero. Sigamos.

Sí, pensé: sigamos.

Bienvenido a Trion. Ya sabemos a qué te refieres. Sentí un vacío en el estómago.

¿Dónde demonios me había metido?

Capítulo 15

En la cita entre mi padre y Antwoine no faltaron los contratiempos. Bueno, en realidad fue un desastre total y sin atenuantes. Digámoslo así: Antwoine recibió fuerte oposición. No hubo sinergia. No era una alianza estratégica.

Llegué al piso de mi padre justo después de terminar mi primera jornada de trabajo en Trion. Dejé el Audi a una manzana de distancia, porque sabía que mi padre siempre estaba mirando por la ventana cuando no estaba contemplando la pantalla de su televisor de treinta y seis pulgadas, y no quería que me diera la paliza por mi coche nuevo. Aunque le dijera que había recibido un aumento sustancioso, él le encontraría el lado malo al asunto.

Llegué justo a tiempo para ver a Maureen arrastrando una gran maleta de nailon negro hacia su taxi. Tenía los labios cerrados con fuerza; llevaba su traje «elegante», pantalón y chaqueta de color verde limón cubiertos por todas partes con una profusión de flores y frutas tropicales, y un par de zapatillas deportivas perfectamente blancas. Logré interceptarla justo en el momento en que le gritaba al conductor que metiera su maleta en el maletero y le entregué un último talón (que incluía un extra generoso por sus esfuerzos y sufrimientos), le agradecí prolijamente sus fieles servicios e incluso intenté darle un beso ceremonial en la mejilla, pero ella me apartó la cara. Se metió en el taxi dando un portazo y el taxi arrancó.

Pobre mujer. Nunca me cayó bien, pero era inevitable tenerle lástima por la tortura a la que mi padre la había sometido.

Mi padre estaba viendo a Dan Rather (en realidad le estaba gritando a Dan Rather) cuando llegué. Despreciaba por igual a todos los presentadores de las cadenas, y mejor ni preguntarle acerca de los «fracasados» que había en el cable. Los únicos programas de cable que le gustaban eran aquellos en que un anfitrión dogmático de extrema derecha acosa a sus invitados, trata de sacarles de quicio, de que echen espuma por la boca. Éste era el tipo de deporte que le gustaba por estos días.

Llevaba una de esas camisetas interiores, blancas y sin mangas, que algunos llaman «de paleta» y que siempre me ponían los pelos de punta. Las asociaba con cosas malas, pues me parecía que cada vez que mi padre me «disciplinaba» de niño, llevaba puesta una de ésas. Aún podía recordar como si fuera una fotografía el día en que, con ocho años de edad, accidentalmente derramé Kool-Aid sobre su sillón reclinable, y mi padre me azotó con el cinturón, poniéndome un pie encima -camiseta interior manchada, cara colorada y sudorosa- y gritando: «¿Ves lo que me obligas a hacer?» No es el recuerdo más agradable del mundo.

– ¿Cuándo llega el nuevo? -preguntó-. Ya viene con retraso, ¿no?

– Todavía no.

Maureen se había negado a quedarse un rato para enseñarle cómo funcionaba todo, así que por desgracia no coincidirían.

– ¿Por qué vas tan elegante? Pareces un sepulturero, me pones nervioso.

– Pero si ya te lo he dicho, hoy he comenzado en un nuevo trabajo.

Volvió la cabeza hacia Rather, sacudiéndola con disgusto.

– Te han echado, ¿no?

– ¿De Wyatt? No, me he ido.

– Trataste de esforzarte lo menos posible, y te echaron. Yo sé cómo funcionan estas cosas. Esa gente puede oler a los fracasados a una milla de distancia. -Respiró hondo un par de veces-. Tu madre siempre te malcrió. Como en lo del hockey. Habrías podido ser profesional si te hubieras aplicado.

– No era tan bueno, papá.

– Es fácil decirlo, ¿no? Decirlo lo vuelve todo más fácil. Ahí fue cuando de verdad te eché a perder: te metí en esa universidad tan cara para que pudieras irte de fiesta con tus amigos pijos.

Por supuesto que sólo tenía razón en parte: en esa época yo trabajaba media jornada para pagarme los estudios. Pero que recordara lo que quisiera recordar. Se dio la vuelta hacia mí con ojos sanguíneos, redondos y brillantes como cuentas.

– ¿Y dónde están ahora tus amigos pijos, eh?

– Papá, estoy bien -dije. Había comenzado una de sus pataletas, pero por fortuna sonó el timbre, y casi corrí a abrir la puerta.

Antwoine llegó a la hora exacta. Vestía un uniforme de hospital de color azul pálido, que le hacía parecer un camillero o un enfermero. Me pregunté dónde lo habría conseguido, pues nunca había trabajado en un hospital, que yo supiera.

– ¿Quién es? -gritó mi padre.

– Es Antwoine -dije.

– ¿Antwoine? ¿Qué mierda de nombre es ése, Antwoine? ¿Has contratado a un maricón francés? -dijo. Pero ya se había dado la vuelta para ver a Antwoine, que estaba de pie junto a la puerta, y su cara se había puesto morada. Tenía la mirada perdida y la boca abierta a causa del miedo-. ¡Dios mío! -dijo, resoplando con fuerza.

– ¿Qué tal? -dijo Antwoine mientras me daba un aplastante apretón de manos-. Así que éste es el famoso Francis Cassidy -dijo, acercándose al sillón reclinable-. Soy Antwoine Leonard. Es un placer conocerlo, señor -hablaba en un tono de barítono profundo y agradable.

Mi padre seguía mirándolo fijamente y resoplando. Al final, dijo:

– Adam, quiero hablar contigo ahora mismo.

– Sí, papá.

– No, no. Vas a decirle a Antwoine o como se llame que se largue de aquí y nos deje hablar a solas.

Antwoine me miró, confundido, sin saber qué hacer.

– ¿Por qué no llevas tus cosas a tu habitación? -le dije-. Segunda puerta a la derecha. Puedes deshacer las maletas.

Antwoine levantó sus dos talegos de nailon y desapareció por el corredor. Papá ni siquiera esperó a que hubiera salido del salón para decir:

– En primer lugar, no quiero que me cuide un hombre, ¿me entiendes? Encuéntrame a una mujer. Segundo, no quiero tener aquí a un negro. No se puede confiar en los negros. ¿En qué estabas pensando? ¿Me ibas a dejar aquí solo con este Leroy? Quiero decir, míralo, mira a tu colega, los tatuajes, las trenzas. No quiero una cosa así en casa, ¿es demasiado pedir? -resoplaba más fuerte que nunca-. ¿Cómo puedes traerme a un negro, cuando conoces los problemas que he tenido con los críos de las casas subvencionadas, esos malditos críos que se me meten constantemente en el piso?

– Ya, ya, y siempre acaban por irse cuando se dan cuenta de que aquí no hay nada que valga la pena robar. -Le hablé en voz baja, pero estaba cabreado-. Primero, papá, no es que tengamos mucho de donde escoger, porque después de toda la gente a la que has obligado a largarse, las agencias ni siquiera quieren tratar con nosotros. Segundo, yo no puedo quedarme contigo, porque trabajo durante todo el día, ¿lo recuerdas? Y tercero, ni siquiera le has dado una oportunidad.

Antwoine volvió con nosotros. Se acercó a mi padre, a una distancia casi amenazante, pero le habló con voz suave y amable.

– Señor Cassidy, si quiere usted que me vaya, me iré. Qué digo, me voy ya mismo, qué más me da. Yo no me quedo donde no me quieren. No necesito este trabajo con tanta urgencia. Mientras que mi oficial de fianza sepa que he hecho un intento serio por conseguir un trabajo, todo está bien.

Mi padre estaba mirando la televisión, anuncios. Bajo su ojo izquierdo latía una vena. Yo conocía esa expresión: mi padre solía ponerla cuando reñía a alguien, y podía hacer que te cagaras de miedo. Hacía correr a sus jugadores hasta que alguno vomitaba, y si alguien se negaba a seguir, mi padre le ponía La Cara. Pero conmigo la había usado tantas veces que había perdido su poder. Ahora se había girado sobre sí mismo y se la estaba poniendo a Antwoine, quien sin duda había visto cosas peores en la cárcel.

– ¿Has dicho «oficial de fianza»?

– Eso mismo.

– ¿Me vas a decir que eres un puto preso?

– Ex preso.

– ¿Qué coño tratas de hacerme? -me dijo mirándome fijamente-. ¿Tratas de matarme antes de que me mate la enfermedad? Mírame, no puedo ni moverme, ¿y me vas a dejar solo en esta casa con un preso de mierda?

Antwoine ni siquiera parecía molesto.

– Es como dice su hijo: usted no tiene nada que valga la pena robar -dijo calmadamente con ojos adormilados-. Por lo menos reconózcame algo. Si ésa fuera mi intención, no habría aceptado un trabajo aquí.

– Pero ¿lo estás oyendo? -resopló mi padre, enfurecido-. Pero ¿lo estás oyendo?

– Además, si me quedo, usted y yo vamos a tener que ponernos de acuerdo sobre un par de cosas, -Antwoine olió el aire-. Aquí huele a cigarrillo. Va usted a cortar con eso ahora mismo, porque ésa es la mierda que lo tiene así. -Alargó una mano inmensa y dio una palmada sobre el brazo del sillón. Un compartimiento que yo nunca había visto se abrió de un salto, y un paquete blanco y rojo de Marlboro surgió como un muñeco de resorte-. Lo que me imaginaba. Ahí es donde mi padre guardaba los suyos.

– ¡Eh! -gritó mi padre-. ¡No me lo puedo creer!

– Y va usted a comenzar una rutina de ejercicios. Los músculos se le están atrofiando. Su problema no son los pulmones, sino los músculos.

– Pero joder, ¿te has vuelto loco? -dijo mi padre.

– Cuando se tiene deficiencia respiratoria, hay que hacer ejercicio. No hay nada que hacer con esos pulmones, con eso ya nada, pero con los músculos se puede hacer algo. Vamos a comenzar con flexiones de piernas en el sillón, que los músculos de las piernas vuelvan a trabajar, y luego vamos a hacer caminatas de un minuto. Mi viejo tenía enfisema, y yo y mi hermano…

– ¡Dile a este grandísimo… dile a este negro tatuado -dijo mi padre entre resoplidos- que saque sus cosas… de la habitación… y se largue de mi casa!

Estuve a punto de estallar. Había tenido un día asqueroso, estaba de mal humor; durante meses y más meses me había roto el culo tratando de encontrar alguien que aguantara al viejo, y había reemplazado a cada uno de los que mi padre obligaba a marcharse. Todo había sido un gran desfile, una pérdida de tiempo. Y aquí estaba mi padre, despidiendo sumariamente al último candidato, el cual, era cierto, podía no ser el ideal, pero era el único que teníamos. Quise desquitarme, emprenderla contra él, pero no pude. No podía gritarle a mi padre, este hombrecito viejo y patético con enfisema crónico. Así que me lo tragué todo, aun a riesgo de explotar.

Antes de que pudiera decir algo, Antwoine se dio la vuelta hacia mí.

– Me parece que fue su hijo quien me contrató. Así que él es el único que puede echarme.

Negué con la cabeza.

– Pues no es tu día, Antwoine. De aquí no sales, no tan fácilmente. ¿Por qué no empiezas?

Capítulo 16

Necesitaba calmarme un poco. Era todo: la forma en que Nora Sommers me había restregado la nariz en el barro, el no poder mandarla a la mierda, la imposibilidad de quedarme en Trion el tiempo suficiente para robar siquiera una taza de café, el sentimiento general de estar metido hasta el cuello y más allá. Y luego, la guinda del pastel: mi padre. La obligación de contener la ira, de no reñirle -desagradecido de mierda, intolerante, ¡muérete de una vez!-, me corroía las entrañas.

Así que me pasé por Alley Cat, pues sabía que Seth estaría trabajando esa noche. Sólo quería sentarme en la barra y quemarme el cerebro con bebida gratis.

– Qué tal, tío -dijo Seth, contento de verme-. Primer día en el sitio nuevo, ¿no?

– Sí…

– ¿Qué? ¿Tan mal va la cosa?

– No quiero hablar de ello.

– Realmente mal. Vaya.

Me sirvió un whisky como si yo fuera un viejo borracho, un cliente habitual. El whisky se me subió de inmediato a la cabeza. No había cenado y estaba agotado. Fue una sensación muy agradable.

– Pero tío, no puede ser tan malo. Es tu primer día, te muestran dónde queda el baño, ¿no es así? -Levantó la cara para mirar el partido de baloncesto que había en la tele y luego volvió a mirarme.

Le hablé de Nora Sommers y de la pequeña jugarreta con lo del Apple Newton.

– ¡Pero qué zorra! ¿Por qué tenía que atacarte de esa manera? ¿Qué esperaba? Eres nuevo, no sabes nada, ¿no es así?

Negué con la cabeza.

– No, ella…

Me di cuenta en ese momento de que había omitido una parte esencial de la historia, la parte en que se suponía que yo era una de las superestrellas de Wyatt. Mierda. La anécdota sólo tenía sentido si uno sabía que la mujer dragón estaba tratando de bajarme del pedestal. Sentía que mi cerebro era un huevo revuelto, queso fundido; tratar de corregir este mínimo error me parecía una tarea insuperable, como escalar el Everest o cruzar el Atlántico a nado. Ya me había dejado coger en la mentira. Me sentía pegajoso y muy cansado. Por fortuna, alguien llamó la atención de Seth y le hizo una seña.

– Lo siento, amigo, hoy es noche de hamburguesas a mitad de precio -dijo al tiempo que llevaba a alguna mesa un par de cervezas.

Me sorprendí pensando en la gente que había conocido durante el día, el «reparto» (como se había referido a ellos el raro de Noah Mordden) que ahora me desfilaba por la cabeza, una serie de personajes cada vez más y más grotescos. Quería informar de mi misión a alguien, pero no podía. Más que nada, quería hacer un download, hablar de Chad y de Phil no sé qué, el viejo aquel. Quería hablarle a alguien sobre Trion y sobre lo que era Trion y sobre mi encuentro con Jock Goddard en la cafetería. Pero no podía hacerlo, porque no estaba seguro de recordar después el trazado de la Gran Muralla, cuál era la parte que nadie debía saber.

El colocón del whisky empezó a desaparecer, y un tarareo de ansiedad, grave como una nota de pedal, empezó a hacerse más fuerte, a volverse poco a poco más agudo, como el acoplamiento de un micrófono, tan agudo como para reventarte los oídos. Para cuando regresó, Seth había olvidado de qué estábamos hablando. Seth, como la mayoría de los tíos, tiende a concentrarse más en sus propias cosas que en las ajenas. Salvado por el narcisismo masculino.

– Joder, a las mujeres les encantan los camareros -dijo-. ¿Por qué será?

– No lo sé, Seth. Tal vez eres tú el que les gusta.

Incliné mi vaso hacia él.

– Sin duda. Sin duda.

Me puso un poco más de whisky y añadió más hielo. En voz baja, voz de confidencia, que apenas se oía en el barullo de las voces alegres y la estridencia del partido de básquet, me dijo:

– Mi jefe dice que no le gusta mi forma de servir. Me obliga a usar uno de esos aparatos para medir la cantidad, a practicar todo el tiempo. Ahora me pone continuamente a prueba. «¡Sírveme! ¡Demasiado! ¡Estás regalando la mercancía!»

– Pues a mí me parece que tu forma de servir es perfecta -dije.

– Y se supone que debo escribir la cuenta.

– Cóbrame. Ahora soy rico.

– Nada, nada. Nos dejan regalar cuatro bebidas por noche, no te preocupes. Así que crees que te va mal en el trabajo. Mi jefe en el bufete no deja de joderme la vida si llego diez minutos tarde.

Moví la cabeza.

– Shapiro no sabe cómo se usa una fotocopiadora. No sabe cómo se manda un fax. No sabe ni siquiera cómo se hace una búsqueda Lexis-Nexis. Sin mí, se hundiría.

– Tal vez quiere que sea otro quien haga el trabajo sucio.

Seth no pareció escucharme.

– ¿Te conté mi último plan?

– Cuéntame.

– ¡Jingles! ¿Qué te parece?

– ¿Eh?

– ¡Jingles! ¡Como ésos! -Señaló el televisor, un anuncio chapucero y barato de una compañía de colchones en el que sonaba una cancioncilla estúpida y molesta-. Conocí a un tío en el bufete, trabaja para una agencia de publicidad y me lo explicó todo. Me dijo que podía conseguirme una prueba con una de esas compañías de jingles, Megamusic o Crushing o Rocket. Dijo que la forma más fácil de entrar es escribir uno.

– Pero tú ni siquiera sabes leer una partitura, Seth.

– ¡No pasa nada! Muchos de los tíos más talentosos no saben leer una partitura. Quiero decir, ¿cuánto tardas en aprender treinta segundos de música? La chica que hace todos los anuncios de JC Penney, según él, apenas si sabe leer una partitura, ¡pero tiene voz!

Una mujer que estaba a mi lado en la barra llamó a Seth diciendo:

– ¿Qué vinos tenéis?

– Rojo, blanco, rosado -dijo él-. ¿Qué le sirvo?

Ella dijo que blanco y él le sirvió una copa, se dio la vuelta y siguió hablándome.

– Sin embargo, el dinero de verdad está en el canto. Sólo tengo que armar una maqueta, un CD, y muy pronto estaré en la lista de los principales. Todo depende de los contactos. ¿Me sigues? ¡Nada de trabajo, mucho dinero!

– Suena genial -dije sin demasiado entusiasmo.

– ¿No te gusta la idea?

– No, suena genial, de verdad -dije, fingiendo algo más de entusiasmo-. Es un gran plan.

En los últimos dos años habíamos hablado a menudo sobre ese tipo de planes: cómo trabajar lo menos posible. Le fascinaba oírme explicar cómo pasaba el tiempo holgazaneando en Wyatt, cómo pasaba horas en Internet mirando la página del Onion, o sitios web como aburridoeneltrabajo.com, megustaelbacon.com o putaempresa.com. Me gustaban particularmente las páginas que contaban con un «botón anti-jefes» sobre el que podías hacer clic cuando pasaba tu superior, de manera que desaparecían de la pantalla las cosas graciosas y aparecía la aburrida página Excel en que estabas trabajando. Ambos nos enorgullecíamos de lo poco que trabajábamos. Por eso le gustaba tanto a Seth trabajar como asistente de un abogado: porque le permitía mantenerse al margen, libre de supervisión, cínico y alejado de todo compromiso con el mundo del laboral.

Me puse de pie para ir a mear y de regreso compré una cajetilla de Camel en la máquina.

– ¿Otra vez con esta mierda? -dijo Seth cuando me sorprendió quitándole el plástico.

– Ya, ya -dije en tono de déjame-en-paz.

– Pues no vengas a pedirme ayuda arrastrando tu bomba de oxígeno. -Sacó del congelador un vaso helado de martini y sirvió un poco de vermouth-. Mira esto -dijo. Tiró el vermouth por encima del hombro y se sirvió un poco de Bombay Sapphire-. Esto es lo que yo llamo un martini perfecto.

Bebí un trago largo de whisky mientras él iba a servir y cobrar el martini, y disfruté el ardor que sentía en el fondo de la garganta. Ahora sí comenzaba a hacer efecto. Me sentía inestable sobre la silla de la barra. Bebía como el consabido jornalero con su cheque en el bolsillo. Nora Sommers y Chad Pierson y los demás habían comenzado a retroceder, a encogerse, a asumir un aura inofensiva y grotesca de personajes de caricatura. Mi primer día había sido una mierda: ¿qué tenía eso de raro? Todo el mundo se sentía fuera de su elemento en el primer día en el trabajo nuevo. Yo era bueno: debía tener eso en mente. Si no fuera tan bueno, Wyatt no me hubiera escogido para esta misión. Evidentemente, ni él ni su consigliere Judith perderían el tiempo conmigo si no consideraran que podía lograrlo. Simplemente me habrían despedido y arrojado al sistema legal para que me defendiera por mí mismo. Y para este momento, ya estaría acostado boca abajo sobre la litera de Marion.

Empecé a sentir una agradable oleada de confianza, alimentada por el alcohol y rayana en la megalomanía. Había aterrizado en paracaídas en medio de la Alemania Nazi, con poco más que mis raciones K y una radio de onda corta, y el éxito de los aliados dependía enteramente de mí, nada más ni nada menos que el destino de la civilización occidental.

– Hoy he visto a Elliot Krause en el centro -dijo Seth.

Lo miré sin comprender.

– ¿Elliot Krause? ¿Recuerdas? ¿Elliot Portaváter?

Mi capacidad de reacción se había ralentizado; me tomó unos segundos, pero acabé por romper a reír. No había oído el nombre de Elliot Krause en muchos años.

– Es socio de una firma de abogados, por supuesto.

– Especializada en… derecho ambiental, ¿no? -dije, ahogándome de risa y escupiendo un trago de whisky.

– ¿Recuerdas su cara?

– ¿Qué cara? ¿Recuerdas sus pantalones?

Por eso me gustaba estar con Seth. Hablábamos en clave Morse; entendíamos las referencias del otro, las bromas privadas. Nuestra historia compartida nos proporcionaba un lenguaje secreto, como el que tienen los gemelos cuando son bebés. En tiempos del instituto, Seth había trabajado un verano en un estirado club de tenis, haciendo mantenimiento de las pistas durante un importante torneo internacional. Un día me dejó entrar sin cobrarme. Los organizadores habían traído unos de esos «servicios sanitarios portátiles» para hacer frente a la afluencia de espectadores -Una Casa a Mano o Portaváter o Retrete al Instante, no recuerdo cuál era el nombre «ingenioso» que tenían-, esas cosas que parecen neveras gigantes. Para el segundo o tercer día ya se habían llenado, pero el equipo de Una Casa a Mano no se había preocupado por ir a vaciarlos, y apestaban.

Había un chico pijo llamado Elliot Krause que ambos odiábamos, en parte porque le había robado la novia a Seth y en parte porque a los chicos de clase obrera nos miraba con desprecio. Se presentó en el torneo vestido con un suéter de tenis más bien afeminado y con pantalones blancos de dril, llevando del brazo a la novia de Seth, y cometió el error de entrar en uno de los servicios. Seth, que en ese instante estaba recogiendo basura con un punzón, se dio cuenta y me lanzó una sonrisa malvada. Se acercó corriendo a la cabina, aseguró el pestillo con el mango de su recogedor de basura, y nuestro amigo Flash Flaherty y yo comenzamos a sacudir el Orinal de Calle de un lado al otro. Oíamos a Elliot gritando desde dentro «¡Ey! ¿Qué coño pasa?», y oíamos el chapoteo de los inefables contenidos, y acabamos por volcar el aparato con Elliot atrapado en su interior. No quiero imaginar la materia en que flotaba Elliot en esos momentos. Seth fue despedido, pero insistió en que había valido la pena: habría pagado generosamente sólo por tener el privilegio de ver a Elliot Krause salir con su ropa-antiguamente-blanca, haciendo arcadas y cubierto de mierda.

Para ese momento, mientras recordábamos a Elliot Krause poniéndose sus gafas manchadas de mierda sobre su nariz cubierta de mierda para salir a trompicones de Una Casa a Mano, ya me estaba riendo con tanta fuerza que perdí el equilibrio y caí al suelo. Me quedé allí un par de segundos, incapaz de levantarme. La gente se agolpó a mi alrededor inclinando cabezas gigantes y preguntando si me encontraba bien. Había cogido un pedo total. Todo se había vuelto borroso. Por alguna razón se me apareció una imagen de mi padre y Antwoine Leonard; la idea me pareció escandalosamente cómica, y no pude parar de reír.

Sentí que alguien me agarraba del hombro, que alguien más me cogía por el codo, Seth y otro tío me ayudaban a salir del bar. Todo el mundo parecía mirarme.

– Lo siento, tío -dije, sintiendo cómo me sobrevenía una ola de vergüenza-. Gracias. Mi coche está justo ahí.

– Hoy no conduces, amigo.

– Está justo ahí -insistí sin mucha convicción.

– Este no es tu coche. Es un Audi o algo así.

– Es mío -dije con firmeza, y puntué la declaración asintiendo vigorosamente-. Audi… A6, creo.

– ¿Qué le pasó al Bondo?

Sacudí la cabeza.

– Coche nuevo.

– ¡Hombre! Qué, ¿te pagan mucho más en el trabajo de ahora?

– Sí -dije, y enseguida añadí, con lengua enredada-: no mucho más.

Llamó a un taxi de un silbido; él y el otro tío me empujaron dentro.

– ¿Recuerdas dónde vives? -dijo Seth.

– Pero ¿qué te pasa? -dije yo-. Claro que sí.

– ¿Quieres llevarte un café para el camino, algo que te despierte un poco?

– No -dije-. Tengo que irme a dormir. Trabajo mañana.

Seth rió.

– No te envidio, tío -dijo.

Capítulo 17

En mitad de la noche me sonó el móvil y casi me destroza el tímpano, sólo que no era la mitad de la noche. Tras las persianas se alcanzaba a ver un rayo de luz. El reloj marcaba las cinco y media. ¿A.m?, ¿p.m.? Estaba tan desorientado que no tenía la menor idea. Cogí el teléfono y deseé no haberlo dejado encendido.

– ¿Sí?

– ¿Estaba dormido todavía? -dijo una voz incrédula.

– ¿Quién es?

– Dejó el Audi en una zona prohibida. -Era Arnold Meacham. Lo reconocí de inmediato: el nazi de seguridad de Wyatt-. El coche no es suyo, Cassidy. Wyatt Telecommunications lo ha alquilado para usted, y lo mínimo que podría hacer sería cuidarlo un poco, no dejarlo por ahí como un condón desechado.

Todo me llegó de golpe: la noche anterior, la borrachera en Alley Cat, haber llegado de alguna manera a casa, haber olvidado poner la alarma… ¡Trion!

– Mierda -dije, incorporándome de un salto. Mi estómago dio una voltereta. La cabeza me latía, parecía enorme, como la de uno de esos extraterrestres de Star Trek.

– Las reglas fueron muy claras -dijo Meacham-. Nada de juergas. Nada de fiestas. De usted se espera que funcione al máximo de sus capacidades.

¿Hablaba más rápido y más alto de lo normal? En todo caso, eso parecía. Apenas si alcanzaba a seguirle el ritmo.

– Lo sé -dije con voz ronca y poco convencida.

– No es un comienzo demasiado prometedor.

– Ayer fue un día de mucho… de mucho trabajo. Fue mi primer día, y mi padre…

– Sí, sí. Me importa un pimiento, la verdad. Tenemos un acuerdo explícito, y esperamos que usted lo cumpla. ¿Qué ha averiguado sobre los trabajos secretos?

– ¿Trabajos secretos? -Dejé caer los pies sobre el suelo y me senté en el borde de la cama, masajeándome las sienes con la mano libre.

– Proyectos secretos, codificados. ¿Para qué coño cree usted que está allí?

– Es demasiado temprano -dije-. Demasiado pronto, quiero decir. -Poco a poco mi cerebro comenzaba a funcionar-. Ayer me acompañaron en todo momento. No estuve solo ni un minuto. Habría sido demasiado arriesgado intentar escabullirme. No querrán ustedes que eche a perder la misión en el primer día.

Meacham quedó en silencio unos segundos.

– Muy bien -dijo-. Pero pronto habrá una oportunidad, y espero que la aproveche. Quiero un informe hoy a última hora, ¿está claro?

Capítulo 18

A la hora de la comida ya me había pasado un poco la sensación de muerto ambulante, así que decidí subir al gimnasio -perdón, el «complejo deportivo»- para hacer algunos ejercicios rápidos. El complejo deportivo estaba en la azotea del ala E, en una especie de burbuja con pistas de tenis, todo tipo de equipos cardiovasculares, cintas y StairMasters y máquinas elípticas todas equipadas con pantallas individuales de vídeo y televisión. Los vestuarios tenían baño turco y sauna y eran tan espaciosos y elegantes como cualquier club deportivo que yo hubiera visto en mi vida.

Me había cambiado y estaba a punto de comenzar con las máquinas y las pesas cuando Chad Pierson entró, con aire despreocupado, al vestuario.

– Ah, nuestro campeón -dijo Chad-. ¿Qué tal, macho?

Abrió una taquilla vecina de la mía.

– ¿Vienes para el baloncesto?

– En realidad, pensaba…

– Debe de haber comenzado un partido. ¿Quieres jugar?

Dudé un instante.

– Bueno, vale.

No había nadie más en la pista de baloncesto, así que esperamos un par de minutos, driblando y lanzando. Al final, Chad dijo:

– ¿Qué te parece un partidillo uno contra uno?

– Vamos.

– A once. ¿Saca el que anota?

– Vale.

– Escucha, ¿y si hacemos una pequeña apuesta? No soy demasiado competitivo, y esto tal vez lo vuelva más interesante.

Sí, claro. Tú no eres competitivo.

– ¿Unas cervezas o algo así? -pregunté.

– Venga, tío. Un verde tipo C. Cien dólares.

¿Un verde tipo C? ¿Acaso estábamos en Las Vegas con los chicos del Rat Pack? [5]A regañadientes, dije:

– Vale, vale, lo que sea.

Grave error. Chad era bueno, jugaba con agresividad y yo estaba en plena resaca. Desde la línea de tres puntos, Chad lanzaba y encestaba, y luego hacía una pistola con índice y pulgar, soplaba el humo del cañón y decía: «¡Caliente!»

Chad entraba de espaldas al aro, empujándome, y así lanzó unos pocos sostenidos e inmediatamente tomó la delantera. De vez en cuando hacía el gesto de Alonzo Mourning, y movía ambas manos de adelante atrás como un tirador de precisión en medio de un tiroteo. Era terriblemente molesto.

– Parece que no has traído tu equipo titular, ¿eh? -decía. Su expresión parecía benevolente, incluso preocupada, pero sus ojos brillaban de condescendencia.

– Supongo que no -dije. Trataba de ser simpático, de disfrutar el partido, no dejarme provocar como un imbécil, pero Chad estaba comenzando a cabrearme. Cuando atacaba, no me sentía sincronizado, todavía no había desarrollado mi ritmo. Fallé algunos lanzamientos y él bloqueó algunos más. Pero entonces marqué unos cuantos puntos, y en poco tiempo el marcador era seis a tres. Me empecé a dar cuenta de que Chad entraba por la derecha.

Cerró el puño, hizo su pistola estúpida con los dedos. Entró por la derecha y marcó contra el tablero.

– ¡Dinero! -graznó.

Fue entonces cuando le di a una especie de botón mental y dejé que la competitividad comenzara a fluir. Chad siempre entraba con la derecha y lanzaba desde la derecha, noté. Era obvio que no podía entrar por la izquierda, que no tenía una buena mano izquierda. Así que empecé a cubrirle la derecha, obligándolo a ir por la izquierda, y luego metí un gancho.

Estaba en lo cierto. Chad no tenía mano izquierda. Desde ese lado fallaba sus lanzamientos, y un par de veces le quité al balón fácilmente cuando empezaba a driblar hacia dentro. Me ponía frente a él y con un salto le cubría la derecha y le obligaba a cambiar rápidamente de dirección. Mientras entraba en el ritmo del partido, había marcado siempre de cerca, así que Chad debió de pensar que yo no tenía un buen tiro. Cuando mis tiros lejanos comenzaron a entrar, pareció quedarse atónito.

– Me estabas dando ventaja -dijo, apretando los dientes-. Tienes buen tiro. Pero lo voy a anular.

Comencé a jugar con su psicología. Simulé buscar un tiro lejano, obligándolo así a saltar, y después entré por su costado. Funcionó tan bien que lo intenté de nuevo; Chad estaba tan tenso que funcionó aún mejor la segunda vez. Muy pronto estábamos empatados.

Le estaba poniendo nervioso. Empecé a hacer una pequeña finta hacía la izquierda, y él saltaba dándome espacio para entrar por la derecha. A cada canasta se veía que Chad se alteraba más y más.

Entré y lancé un gancho y luego encesté desde fuera. Ahora iba ganando, y Chad se estaba poniendo colorado y se estaba quedando sin aliento. Nada de conversación provocadora.

Iba por delante, diez a nueve. Entré driblando rápido y me detuve en seco. Chad resbaló y cayó de culo. Me tomé mi tiempo, enderecé los pies y lancé: limpia. Hice una pistola con el índice y el pulgar, soplé el humo y dije con una sonrisa:

– ¡Caliente!

Medio retrocediendo, medio cayendo contra la pared acolchada del gimnasio, Chad habló entrecortadamente:

– Me has sorprendido, tío. Juegas mejor de lo que había pensado. -Tragó una bocanada de aire-. Ha estado bien. Muy divertido. Pero la próxima vez te pegaré una paliza, amigo. Ahora sé cómo juegas. -Sonrió como si estuviera bromeando, estiró el brazo y me puso una mano sudorosa en el hombro-. Te debo un Franklin.

– Olvídalo. De todas formas, no me gusta jugar por dinero.

– No, en serio. Insisto. Cómprate una corbata nueva o algo.

– Nada de eso, Chad. No lo aceptaré.

– Te debo…

– No me debes nada, hombre -dije. Pensé un instante. No hay nada que le guste más a la gente que dar consejos-. Excepto tal vez uno o dos consejillos sobre Nora.

Los ojos se le iluminaron. Ahora estábamos jugando en su campo.

– Le hace lo mismo a todos los nuevos. Es su novatada habitual, no tiene importancia. No es nada personal, créeme. Yo recibí el mismo tratamiento cuando comencé aquí.

Noté el tácito «Y ahora mira dónde estoy». Chad se cuidó mucho de no criticar a Nora; sabía que debía ser cauteloso conmigo, no abrirse demasiado.

– Ya soy mayorcito -dije-. Puedo soportarlo.

– Te digo que no tendrás que hacerlo. Ella ha probado lo que quería probar. Tú ve con cuidado y ella te dejará en paz. No lo habría hecho si no te considerara un AP -alto potencial, quería decir-. Le caes bien. No habría luchado por tenerte en su equipo si no fuera así.

– Vale -dije.

No podía saber si me ocultaba algo.

– Quiero decir, si quieres… Fíjate, es como la reunión de esta tarde. Tom Lundgren estará, repasaremos las especificaciones del producto, ¿no? Y durante semanas hemos estado comiéndonos el coco, atorados en un diálogo de besugos acerca de si debemos ponerle compatibilidad GoldDust al Maestro -puso los ojos en blanco-. No me jodas, tío. Y ni mencionárselo a Nora. Como sea, tal vez sería bueno que tuvieras algo que decir sobre el GoldDust. No tienes que estar de acuerdo con Nora en que es una pura mierda y un inmenso desperdicio de dinero. Lo importante es tener una opinión al respecto. A ella le gustan los debates informados.

GoldDust, según sabía yo, era la última maravilla de la electrónica de consumo. Era el elegante nombre de marketing que un comité de ingeniería le había puesto a cierta tecnología de transmisión inalámbrica de corta distancia y baja potencia que supuestamente te permite conectar tu Palm o Blackberry o Lucid a un teléfono o a un portátil o a una impresora, lo que sea. Todo lo que haya en un radio de unos siete metros, más o menos. Tu ordenador puede hablarle a tu impresora, todo puede hablar con todo, sin antiestéticos cables con los que tropezarse. Iba a liberarnos de nuestras cadenas, de las conexiones y los cables y los traspiés. Por supuesto, lo que no se imaginaron los freaks que inventaron el GoldDust fue la explosión de los WiFi, 802.11 inalámbricos. Ya antes de que Wyatt me pusiera a padecer la Marcha de la Muerte en Bataan, había tenido conocimiento acerca del WiFi. De GoldDust supe por los ingenieros de Wyatt, que lo ridiculizaron hasta cansarse.

– Sí, en Wyatt siempre había alguien tratando de imponernos este asunto. Pero nos mantuvimos firmes.

Chad sacudió la cabeza.

– Los ingenieros quieren meterlo todo, sin importar los costos. ¿Qué les importa si nuestros precios suben a más de quinientos dólares? De todas formas, eso se va a mencionar esta tarde, seguro. Me imagino que en ese tema eres como pez en el agua.

– Sólo sé lo que he leído.

– En la reunión, te colocaré la pelota para un golpe perfecto. Gánate un par de puntos estratégicos con el jefe. Nunca sobra, ¿no?

Chad era como el papel de calcar; era traslúcido; sus motivos eran bien visibles. Era una víbora; nunca podría confiar en él, pero era obvio que intentaba formar una alianza conmigo, quizá con la teoría de que era mejor alinearse con el nuevo talento, ser mi amigo, que dar la apariencia de sentirse amenazado por mí. Que era, por supuesto, como se sentía.

– Muy bien. Gracias, tío -dije.

– Lo menos que puedo hacer.

Para cuando regresé a mi cubículo, quedaba media hora antes de la reunión, así que me conecté a Internet para hacer un poco de investigación de superficie acerca del GoldDust y al menos sonar como si supiera de qué estaba hablando. Estaba pasando a toda prisa por docenas de páginas de diversa calidad, algunas de promoción industrial, otras (como GoldDustparafreaks.com) dirigidas por freaks obsesionados con esta mierda, cuando sentí a alguien parado a mi lado y mirándome. Era Phil Bohjalian.

– El alumno entusiasta, ¿eh? -dijo. Se presentó-. Tu segundo día y mírate -sacudió la cabeza con asombro-. No trabajes demasiado, acabarás quemándote. Y además nos harás quedar mal a los otros.

Soltó una especie de risilla, como si lo dicho fuera una gracia o algo así, y salió por la parte izquierda del escenario.

Capítulo 19

El grupo de marketing del Maestro se reunió de nuevo en Corvette, y cada uno se sentó en su sitio de antes, como si tuviéramos las sillas asignadas.

Pero esta vez Tom Lundgren estaba presente, sentado en una silla que había contra la pared del fondo, no en la mesa de conferencias. Luego, justo antes de que Nora llamara al orden, entró Paul Camilletti, jefe de servicios financieros de Trion. Se veía magnífico, como un ídolo de matiné salido de Amor al estilo italiano; llevaba una chaqueta de pata de gallo color gris oscuro sobre un suéter negro de cuello redondo. Se sentó junto a Tom Lundgren, y toda la habitación quedó paralizada, cargada de electricidad, como si alguien hubiera accionado un interruptor.

Hasta Nora parecía un poco nerviosa.

– Bien -dijo-, ¿por qué no empezamos? Es un placer darle la bienvenida a Paul Camilletti, nuestro jefe de servicios financieros. Bienvenido, Paul.

Paul bajó la cabeza con el tipo de saludo que dice: «No me prestéis atención, me voy a sentar aquí de incógnito, anónimamente, como un elefante.»

– ¿Quién más está hoy con nosotros? ¿Quién está en línea?

Una voz salió del intercomunicador.

– Ken Hsiao, Singapur.

Luego:

– Mike Matera, Bruselas.

– Muy bien -dijo Nora-, está toda la pandilla.

Se veía excitada, estimulada, pero era difícil saber hasta qué punto su actitud no era una demostración de entusiasmo pensada para Tom Lundgren y Paul Camilletti.

– Ahora es un buen momento para echar un vistazo a los pronósticos, revisar las bases, hacernos una idea de dónde estamos. Nadie quiere oír el viejo cliché de «marca en decadencia», ¿no es así? Maestro no es una marca en decadencia. No vamos a torpedear el valor de marca con el que Trion se ha hecho gracias a esta línea sólo por afán de novedad. Creo que todos estamos de acuerdo.

– Nora, soy Ken, desde Singapur.

– Dime, Ken.

– Pues… aquí hemos sentido la presión, tengo que decirlo, de Palm y de Sony y de Blackberry, particularmente en el espacio empresarial. Los pedidos iniciales de Maestro Gold para Asia y Pacífico no han sido demasiado importantes.

– Gracias, Ken -dijo ella presurosamente, interrumpiéndolo-. Kimberly, ¿cuál es tu percepción de los distribuidores?

Kimberly Ziegler, pálida y de aspecto nervioso, levantó su cabeza de rizos salvajes y miró a través de su montura de carey.

– Debo decir que mi opinión es muy distinta de la de Ken.

– ¿Ah, sí? ¿Distinta en qué sentido?

– Veo una diferenciación de productos que en realidad nos beneficia. Tenemos mejores índices de precios que los sistemas de paging textual avanzado de Sony o de Blackberry. Es cierto que la marca ha sufrido un cierto desgaste, pero la mejora del procesador y la memoria flash van a añadirle valor. Así que me parece que lo llevamos bien, especialmente en los mercados verticales.

Lameculos, pensé.

– Excelente -sonrió Nora, encantada-. Buena noticia. Me gustaría también saber qué opiniones se han recibido acerca de GoldDust… -Nora vio que Chad levantaba el dedo índice-. ¿Sí, Chad?

– Estaba pensando que tal vez Adam tenga algo que decir sobre GoldDust.

Nora se giró hacia mí.

– Genial, oigámoslo -dijo, como si yo acabara de ofrecerme para sentarme a tocar el piano.

– ¿GoldDust? -dije con una sonrisa de suficiencia-. Tío, ¿acaso se puede ser más 1999? El betamax de los inalámbricos. Eso pertenece a los tiempos de la Nueva Coca-Cola, la fusión en frío, el fútbol XFL y el Yugo.

Hubo algunas risitas apreciativas. Nora me observaba con fijeza. Continué:

– Los problemas de compatibilidad son tantos que ni siquiera hablemos de ellos. Quiero decir, eso de que los sistemas habilitados para el GoldDust funcionen sólo con productos del mismo fabricante, la falta de un código estándar. Philips repite y repite que van a sacar una versión nueva y estandarizada de GoldDust. Sí, claro: tal vez cuando todos hablemos en esperanto.

Nuevas risas, aunque noté de pasada que la mitad de los presentes habían puesto cara de piedra. Mordden me comía con los ojos, fascinado, igual que los mirones se quedan boquiabiertos frente a un accidente con varias víctimas mortales desparramadas sobre la mediana. Tom Lundgren me miraba con una sonrisa torcida y graciosa. Su pierna derecha se movía como un martillo neumático.

Mientras tanto, yo iba entrando en calor, sintiéndome cómodo.

– Quiero decir, el ritmo de transferencia es cuánto, ¿menos de un megabit por segundo? Patético, la verdad. Menos de la décima parte de un WiFi. Esto es un juego de niños. Y ni hablemos de lo fácil que es interceptar, es que no hay la más mínima seguridad.

– Toda la razón -dijo alguien en voz baja, pero no pude ver quién era. Mordden brillaba de contento. Phil Bohjalian me miraba con ojos entrecerrados: su expresión era críptica, imposible de interpretar. En ese momento levanté la cara y vi a Nora. Tenía la cara roja. Quiero decir que uno podía ver la ola de color subiéndole por el cuello hasta los ojos abiertos.

– ¿Ha terminado? -ladró.

De repente me sentí mareado. Esta no era la reacción que esperaba. Qué, ¿me había enrollado demasiado?

– Sí -dije con recelo.

Un tío de aspecto indio sentado al frente de mí dijo:

– ¿Por qué estamos repasando esto? Nora, pensé que habías tomado una decisión al respecto la semana pasada. Parecías muy convencida de que la funcionalidad añadida bien valía el coste. ¿Por qué volvéis los de marketing a este viejo debate? ¿No estaba decidido el asunto?

Chad, que había estado estudiando la tabla, dijo:

– Venga, tíos, dadle un respiro al nuevo. No podemos esperar que lo sepa todo, el pobre ni siquiera sabe todavía dónde está la máquina del capuchino.

– Creo que no debemos perder más tiempo en esto -dijo Nora-. Está decidido: GoldDust se añade.

Me lanzó una mirada de ira intensa.

Cuando terminó la reunión, después de veinte minutos de nudos en el estómago, y la gente empezó a salir de la habitación, Mordden me dio una palmadita rápida y furtiva en el hombro, lo cual debería habérmelo dicho todo. La había cagado del todo. La gente me lanzaba toda clase de miradas curiosas.

– Nora -dijo Paul Camilletti, levantando un dedo-, ¿te importa quedarte un segundo? Quisiera repasar unas cosillas.

Cuando salí, Chad se me acercó y habló en voz baja.

– Parece que no se lo tomó demasiado bien -dijo-. Pero fue una aportación valiosa, tío.

Sí, claro, hijo de puta.

Capítulo 20

Unos quince minutos después del final de la reunión, Mordden se pasó por mi cubículo.

– Bien, bien, me has impresionado.

– No me digas -dije sin mucho entusiasmo.

– Sí. Tienes más cojones de los que había pensado. Cogerla contra tu jefe, la temible Nora, en su proyecto favorito… -Sacudió la cabeza-. ¡Hablando de tensiones creativas! Pero alguien te debería poner al tanto de las consecuencias de tus acciones. Nora no olvida las afrentas. Ten en mente que los más crueles guardias de los campos nazis eran mujeres.

– Gracias por el consejo -dije.

– Tendrás que mantenerte alerta con respecto a posibles señales de disgusto. Por ejemplo, cajas vacías apiladas junto a tu cubículo. O de repente no lograr entrar en tu ordenador. O que Recursos Humanos te pida el carnet. Pero no te preocupes, te darán una buena recomendación, y en Trion los servicios de colocación externa son gratis.

– Ya. Gracias.

Me di cuenta de que tenía correo de voz. Cuando Mordden se fue, levanté el auricular.

Era un mensaje de Nora Sommers, que me pedía -no, me ordenaba- ir a su despacho de inmediato.

Cuando llegué, estaba azotando el teclado. Me dio una mirada rápida, lateral, reptilesca, y volvió al ordenador. Así me ignoró durante unos dos minutos. Me quedé allí, incómodo. Su rostro comenzó de nuevo a llenarse de rubor. Casi me dio lástima que su propia piel la delatara tan fácilmente.

Al final levantó la cabeza, se giró sobre su silla para mirarme de frente. Los ojos le brillaban, pero no de tristeza. Algo diferente, algo casi salvaje.

– Escuche, Nora, me gustaría disculparme por…

Ella habló en voz tan baja que apenas pude oírla.

– Sugiero que sea usted quien escuche, Adam. Ya ha hablado suficiente por hoy.

– Me he portado como un idiota…

– Y hacer semejante comentario frente a Camilletti, el Señor Tope de Gastos, el Señor Margen de Ganancia… Ahora tengo que llevar a cabo reparaciones urgentes, gracias a usted.

– He debido quedarme callado…

– Si trata de menoscabar mi autoridad -dijo-, no sabe con quién se ha metido.

– Si hubiera sabido…

– Ni se moleste. Phil Bohjalian me dijo que había pasado por su cubículo y lo había visto investigando apasionadamente acerca de GoldDust antes de la reunión, antes de su rechazo «casual», «improvisado», de esta importante tecnología. Déjeme que le asegure algo, señor Cassidy. Usted puede creerse un geniecillo de mierda por cuenta de su recorrido en Wyatt, pero aquí en Trion yo no me dormiría sobre los laureles. Si no se sube al autobús, el autobús va a arrollarlo. Y óigame bien: seré yo quien esté al volante.

Me quedé allí unos segundos, mientras ella me aniquilaba con esos gigantescos ojos de predador. Miré al suelo, levanté la cabeza.

– La he cagado -dije-, y la verdad es que le debo una disculpa inmensa. Evidentemente juzgué mal la situación, y probablemente me haya traído conmigo los viejos prejuicios de Wyatt, pero eso no es excusa. No volverá a ocurrir.

– No habrá oportunidad de que vuelva a ocurrir -dijo en voz baja. Era más dura que cualquier policía de tráfico que me hubiera obligado a detenerme a un lado de la carretera.

– Comprendo -dije-. Y si alguien me hubiera dicho que la decisión ya se había tomado, seguro que me hubiera callado la bocaza. Supongo que me imaginé que la gente aquí en Trion había oído hablar de lo de Sony. El error es mío.

– ¿Sony? -dijo-. ¿Qué quiere decir con «oído hablar de lo de Sony»?

La gente de espionaje industrial de Wyatt le había vendido esta primicia, y él me la había pasado para que la usara en un momento estratégico. Supuse que salvar mi cabeza contaba como momento estratégico.

– Ya sabe, lo de que están descartando sus planes de incorporar el GoldDust en sus nuevos ordenadores de mano.

– ¿Por qué? -preguntó con aire suspicaz.

– El último modelo de Microsoft Office no va a aceptarlo. Sony cree que si incorporan el GoldDust, perderán millones de dólares en ventas empresariales, así que optarán por Black-Hawk, el protocolo inalámbrico que Office sí aceptará.

– ¿Lo aceptará?

– Absolutamente.

– ¿Y está usted seguro de esto? ¿Sus fuentes son completamente fiables?

– Completamente, cien por cien. Me juego la vida.

– ¿Y la carrera también? -Sus ojos me penetraron como un taladro.

– Creo que acabo de hacerlo.

– Muy interesante -dijo-. Extremadamente interesante, Adam. Se lo agradezco.

Capítulo 21

Ese día me quedé trabajando hasta tarde. A las siete y media el lugar estaba ya vacío. Incluso los más recalcitrantes adictos al trabajo preferían trabajar desde casa de noche, conectándose a la red de Trion, así que ya no era necesario quedarse hasta tarde en la empresa. A las nueve, ya no se veía un alma. Las luces fluorescentes del techo seguían encendidas y titilaban levemente. Desde ciertos ángulos, los ventanales parecían negros; desde otros ángulos se veía la ciudad desplegarse con sus luces centelleando y los faros de los coches pasando en silencio.

Me senté en mi cubículo y empecé a fisgonear en el sitio web interno de Trion.

Si Wyatt quería saber a quién habían contratado para los trabajos secretos que habían comenzado dos años atrás, supuse que debería tratar de averiguar quién había sido contratado en los últimos dos años. Ese comienzo era tan bueno como cualquier otro. Había varias formas de buscar en la base de datos de los empleados, pero el problema era que yo no sabía exactamente qué o a quién estaba buscando.

Después de un rato lo resolví: el número de empleado. Todo empleado de Trion recibe un número. Los números más bajos significan que la contratación se hizo antes. Así que después de pasar por un grupo de biografías distintas y escogidas al azar, comencé a fijarme en el registro de números de la gente que había empezado a trabajar hacía dos años. Por suerte (al menos para mis propósitos), Trion había pasado por una época bastante floja, así que no eran demasiados. Conseguí una lista de unos cientos de nuevos contratados -es decir, los contratados en los últimos dos años- y grabé todos los nombres y sus biografías en un CD. Era un comienzo, por lo menos.

Trion tenía su propio servicio de mensajes instantáneos, llamado InstaMail. Funcionaba igual que Yahoo Messenger o el Instant Messenger de America Online: uno podía tener una «lista de contactos» que le decía cuándo estaban conectados y cuándo no. Me di cuenta de que Nora Sommers estaba conectada. No estaba aquí, pero estaba conectada, lo cual quería decir que estaba trabajando desde casa.

Y eso era bueno: quería decir que ahora yo podría entrar en su despacho sin correr el riesgo de que ella se presentara sin anunciarse.

La idea hizo que el estómago se me cerrara como un puño, pero sabía que no tenía alternativa. Arnold Meacham quería resultados tangibles, y los quería para ayer. Yo sabía que Nora Sommers formaba parte de varios comités de marketing de nuevos productos. Tal vez tuviera información acerca de nuevos productos o tecnologías que Trion estuviera desarrollando en secreto. Al menos valía la pena echarle una mirada al asunto.

El lugar donde con más probabilidad conservaría información semejante era su ordenador, y su ordenador estaba en su despacho.

La placa de la puerta ponía N. Sommers. Hice acopio de coraje para girar el pomo, pero la puerta estaba cerrada. Eso no me sorprendió del todo, ya que ahí dentro Nora guardaba registros confidenciales de Recursos Humanos. A través de la placa de vidrio se veía el interior oscuro del despacho, que no medía más de tres por tres. Adentro no había gran cosa; todo estaba, por supuesto, fanáticamente ordenado.

Sabía que en el escritorio de su asistente debía de haber una llave. Estrictamente hablando, su asistente administrativa -una mujer gruesa, fuerte y ancha de caderas, que tendría unos treinta años y se llamaba Lisa McAuliffe- no era sólo suya. Por lo menos en teoría, Lisa trabajaba para toda la unidad de Nora, incluyéndome a mí. Sólo los vicepresidentes tenían asistentes administrativos: ésa era la política de Trion. Pero aquello era tan sólo una formalidad: me había percatado ya de que Lisa McAuliffe trabaja para Nora, y la contrariaba todo lo que se metiera en su camino.

Lisa llevaba el pelo muy corto, casi como un soldado, y se vestía con monos o pantalones de pintor. Nadie imaginaría que Nora, siempre vestida a la moda, tan femenina, tuviera una asistente como Lisa McAuliffe. Pero Lisa le era ferozmente fiel; a Nora le reservaba sus pocas sonrisas, mientras que le ponía los pelos de punta al resto de la humanidad.

Lisa era una amante de los gatos. Su cubículo estaba atiborrado con cosas de gatos: muñecos de Garfield, estatuillas de Catbert, ese estilo de cosas. Miré a mi alrededor y no vi a nadie, y comencé a abrir los cajones del escritorio. Después de un rato encontré el llavero escondido, dentro de una bolsita de plástico para clips, en la tierra de su planta a prueba de luz de fluorescentes. Respiré hondo, cogí el llavero, que debía tener unas veinte llaves, y comencé a probarlas una por una. La sexta abrió la puerta de Nora.

Le di un golpecito al interruptor de la luz, me senté en el escritorio y encendí el ordenador.

Estaba preparado para el caso de que alguien pasara inesperadamente por aquí. Arnold Meacham me había llenado la cabeza de estrategias -tomar la ofensiva, hacerles preguntas a ellos-, pero ¿qué posibilidad había de que alguien de la limpieza, que hablaba portugués o español y nada de inglés, se diera cuenta de que me encontraba en un despacho ajeno? Así que me concentré en la tarea que tenía pendiente.

La tarea que tenía pendiente, desafortunadamente, no era nada fácil. Sobre la pantalla titilaban las palabras USUARIO/CONTRASEÑA. Mierda. Protegido con contraseña: me lo tenía que haber esperado. Tecleé NSOMMERS; era lo habitual. Entonces tecleé NSOMMERS en la contraseña. El setenta por ciento de la gente, según me habían enseñado, usan como contraseña el mismo nombre de usuario.

Pero Nora no.

Me imaginaba que Nora no era el tipo de persona que escribe su contraseña en un papelito adhesivo y lo pega dentro de un cajón, pero tenía que estar seguro. Busqué en los sitios habituales -bajo el ratón, bajo el teclado, detrás del ordenador, en los cajones-, pero nada. Tendría que arreglármelas sobre la marcha.

Intenté con SOMMERS, simplemente; intenté con su fecha de nacimiento, los primeros siete números de su número de seguridad social y los últimos siete también, su número de empleado. Toda una variedad de combinaciones, denegado; Después del décimo intento, me detuve. Cada intento quedaba registrado, asumí, y diez eran ya demasiados. La gente no suele equivocarse más de dos o tres veces.

La cosa no iba nada bien.

Pero había otras formas de descifrar la contraseña. Yo había recibido horas y horas de entrenamiento al respecto, y además me habían dado algunos artilugios que eran casi a prueba de idiotas. No es que yo fuera un hacker ni nada parecido, pero me las podía arreglar con un ordenador de forma bastante decente -lo suficiente, al menos, como para meterme en un problema de los gordos en Wyatt- y los aparatos que me habían dado eran ridículamente fáciles de instalar.

Básicamente se trataba de un sistema llamado «registro de pulsaciones». Este chisme grababa en secreto cada pulsación que hacía el usuario.

Podía venir en forma de software, como un programa de ordenador, o como dispositivo de hardware. Pero había que tener cuidado al instalar las versiones de software, porque nunca se sabía hasta qué punto se controlaban los sistemas de red de la empresa; tal vez podrían detectarlo. Así que Arnold Meacham me había recomendado que usara el dispositivo.

Me habían dado un surtido de pequeños juguetes. Uno era un diminuto conector de cable que se acoplaba entre el teclado y el ordenador. Era prácticamente invisible. Tenía un chip que grababa y guardaba hasta dos millones de pulsaciones. Después, simplemente, uno regresaba y lo quitaba del ordenador del objetivo, y así quedaba en poder de un registro de todo lo que él (o ella) había tecleado.

En un total de diez segundos, desconecté el teclado de Nora, lo conecté al Keyghost, y conecté el Keyghost al ordenador. Nora no lo vería nunca, y en un par de días yo volvería para recogerlo.

Pero no estaba dispuesto a salir de su despacho con las manos vacías. Repasé lo que había sobre el escritorio. No había gran cosa. Encontré el borrador, sin enviar todavía, de un correo electrónico dirigido al equipo del Maestro. «Mi más reciente investigación de mercado», escribió Nora, «indica que, si bien GoldDust es indudablemente superior, Microsoft Office va a aceptar tecnología inalámbrica BlackHawk. Aunque esto pueda representar un trastorno para nuestros magníficos ingenieros, creo que estamos todos de acuerdo en que lo mejor es no nadar contra la corriente de Microsoft…».

Qué eficiente, Nora, pensé. Deseé con toda el alma que Wyatt estuviera en lo cierto.

También me faltaba revisar los archivos. Incluso en un lugar de alta tecnología como Trion, siempre hay documentos importantes en papel, ya se trate de originales o de copias de seguridad. Esta es la gran verdad de la llamada oficina sin papel: cuanto más utilizamos ordenadores, más papel para copias necesitamos. Abrí el primer archivador que encontré, que resultó no ser un archivador, sino una pequeña biblioteca oculta. ¿Por qué habrían de mantenerse estos libros fuera de la vista de la gente?, me pregunté. Miré los títulos de cerca y solté un grito de alegría.

Nora tenía filas y filas de libros con títulos como Mujeres que corren con lobos y Juego duro para mujeres y Juega como hombre, gana como mujer. Títulos como Por qué las chicas buenas no ganan… pero sí las valientes y Los siete secretos de la mujer exitosa y Los once mandamientos de la mujer (terriblemente) exitosa.

Nora, Nora, me sorprendí pensando. Vaya con Nora.

Cuatro de sus archivadores estaban cerrados sin llave, y comencé por ahí, hojeando sus terriblemente aburridos contenidos: informes de operatividad, especificaciones de productos, carpetas de desarrollo de productos, carpetas financieras… Nora, al parecer, lo documentaba todo, probablemente imprimía una copia de cada correo electrónico que enviaba o recibía. Yo sabía que lo bueno debía estar en los archivadores cerrados bajo llave. ¿Qué otra razón podía haber para ello?

Cogí el llavero de Lisa y rápidamente localicé la pequeña llave de los archivadores. En los cajones encontré varias carpetas de Recursos Humanos acerca de sus subordinados, que, si hubiera tenido tiempo, tal vez habrían resultado de interesante lectura. Los documentos financieros indicaban que Nora llevaba bastante tiempo en Trion, había adquirido muchas de sus opciones sobre acciones y comerciaba activamente con ellas, así que su capital neto ya iba por las siete cifras. Encontré mi carpeta; era muy delgada y no contenía nada como para asustarse. Nada de interés.

Luego miré con más atención y encontré unos cuantos folios, impresiones de correos electrónicos que Nora había recibido de alguien de arriba. Por lo que se veía, Alana Jennings, la mujer que había ocupado mi puesto antes que yo, había sido transferida abruptamente a otra parte de la empresa. Y Nora había cogido tal cabreo, que había hecho llegar su queja al mismísimo comienzo de la cadena alimenticia: al vicepresidente senior. Era una jugada atrevida.

Asunto: Re: Transferencia de Alana Jennings

Fecha: Martes, 8 de abril, 8:42:19 horas

De: GAllred

Para: NSommers


Nora:

Acuso recibo de sus varios correos en los cuales protesta usted por la transferencia de Alana Jennings a otra división de la empresa. Comprendo su disgusto, pues Alana es su empleada de más alto ranking, además de un valioso miembro de su equipo.

Lamentablemente, sin embargo, sus objeciones han sido desestimadas por la más alta autoridad. Las habilidades de Alana son requeridas con urgencia en el proyecto Aurora.

Permítame asegurarle que su equipo no se verá reducido. Se le ha concedido una solicitud de reemplazo, de manera que pueda usted cubrir el puesto de Alana con cualquier empleado interesado y calificado de la compañía.

Por favor indíqueme si puedo hacer algo más por usted.

Un saludo,


Greg Allred

Vicepresidente senior

Unidad de Investigaciones Avanzadas

Sistemas Trion


Te ayudamos a cambiar tu futuro

Y luego, dos días después, otro correo electrónico:

Asunto: Re: Re: Transferencia de Alana Jennings

Fecha: Jueves, 10 de abril, 14:13:07 horas

De: GAllred

Para: NSommers


Nora:

En relación con Aurora, mis disculpas más sinceras, pero no estoy en libertad de revelar la naturaleza exacta del proyecto salvo para decir que se trata de algo fundamental para el futuro de Trion. Puesto que Aurora es un proyecto secreto de la mayor confidencialidad, respetuosamente le solicito que no prosiga con este asunto.

Dicho lo cual, comprendo su dificultad a la hora de cubrir internamente la posición de Alana con alguien apropiadamente calificado. Por lo tanto, me alegra transmitirle que está usted autorizada, en esta instancia, para obviar la prohibición general de la compañía en el sentido de contrataciones externas. Este puesto podría ser designado como «bala de plata», lo cual la habilitaría para contratar a alguien de fuera. Espero que esto disipe sus preocupaciones.

No dude en escribir o llamar si tiene alguna pregunta.

Un saludo,


Greg Allred

Vicepresidente senior;

Unidad de Investigaciones Avanzadas

Sistemas Trion


Te ayudamos a cambiar tu futuro

Guau. De repente, todo empezaba a tener sentido. Me habían contratado para reemplazar a esta tal Alana, que había sido transferida a algo llamado Proyecto Aurora.

El Proyecto Aurora era evidentemente una empresa de alta confidencialidad: un trabajo secreto. Lo he encontrado, pensé.

No me pareció buena idea coger los correos y llevarlos a la fotocopiadora, así que saqué un bloc de papel amarillo de una pila alta que había en el armario de Nora y comencé a tomar apuntes.

No sé cuánto tiempo estuve sentado allí, en el suelo alfombrado de su despacho, pero debió de ser unos buenos cuatro o cinco minutos. Y de repente me percaté de algo que se movía en la periferia de mi campo visual. Levanté la cara y vi a un guardia de seguridad de pie en la puerta, observándome.

Trion no contrataba empresas de seguridad; tenía su propio personal, hombres de blazer azul marino y camisa blanca que parecían policías o acomodadores de iglesia. Este tío era un negro alto y fornido con pelo gris y muchos lunares como pecas sobre las mejillas. Tenía los ojos grandes y párpados pesados como los de un basset-hound, y usaba gafas de montura metálica. Estaba allí parado, mirándome.

Tanto tiempo invertido en ensayar lo que diría si me cogían, y en ese momento se me quedó la mente en blanco.

– Ya sé lo que tiene ahí -me dijo. No me estaba mirando; tenía la mirada fija en el escritorio de Nora. En el ordenador. ¿En el Keyghost? Dios mío, no, por favor, no.

– ¿Disculpe? -dije.

– Sé lo que tiene ahí. Ya lo creo que sí. Lo sé.

Entré en pánico. El corazón me latía a mil por hora. Dios santísimo, pensé: me han jodido.

Capítulo 22

Parpadeó, siguió mirando. ¿Me había visto instalar el aparato? Y enseguida me embargó otra idea, igual de escalofriante: ¿había visto el nombre de Nora sobre la puerta? ¿No se preguntaría qué hacía un hombre en el despacho de una mujer, hojeando sus archivos?

Eché una mirada a la placa de la puerta, justo detrás del guardia. Ponía N.SOMMERS. N.SOMMERS podía ser cualquier persona, hombre o mujer. Con todo, era posible que ese hombre llevara toda la vida patrullando por esos pasillos, y que conociera a Nora desde hacía años.

El guardia estaba todavía de pie en el umbral, bloqueando la salida. ¿Qué coño se suponía que debía hacer? Podía intentar salir corriendo, pero primero tendría que superar al hombre, lo cual quería decir echarme sobre él, derribarlo y apartarlo del camino. Era grande pero viejo, probablemente no era muy veloz; aquello podía funcionar. Así que hablábamos de agresión con lesiones. Y contra un anciano. Dios mío.

Pensé con rapidez. ¿Decir que soy nuevo? Repasé una serie de explicaciones mentalmente: yo era el nuevo asistente de Nora Sommers. Era su subordinado directo -lo era, al fin y al cabo- y hoy me encontraba trabajando hasta tarde a instancias suyas. ¿Qué iba a saber este tío? No era más que un guardia de seguridad.

Dio un par de pasos al interior del despacho, sacudió la cabeza.

– Y yo que creía haberlo visto todo, tío.

– Mire, tenemos un gran proyecto que entregar mañana -comencé a decir, indignado.

– Tiene usted un Bullitt. Eso es un Bullitt genuino.

Enseguida vi lo que el hombre miraba con tanta atención mientras avanzaba. Era una fotografía a color, de gran tamaño y marco plateado, que había colgada en la pared. La foto de un deportivo clásico bellamente restaurado. El guardia caminaba hacia ella, aturdido, como si se acercara al Arca de la Alianza.

– Mierda, tío, es un Mustang 1968 GT tres-noventa, y es original. -Exhaló como si hubiera visto el rostro del Señor.

La adrenalina surtió efecto y el alivio empezó a salirme por los poros. Dios mío.

– Sí -dije con orgullo-. Lo felicito.

– Tío, mira este Mustang. ¿Y este pony es GT de fábrica?

¿Qué coño sabía yo? Era incapaz de distinguir un Mustang de un Dodge Dart. Por lo que yo sabía, aquello podía ser la foto de un Gremlin AMC.

– Claro -dije.

– Hay cantidad de falsos por ahí, ¿sabe? ¿Ha levantado el asiento trasero, ha visto si tiene las placas metálicas, los refuerzos del tubo de escape doble?

– Sí, claro -dije con ligereza. Me puse de pie, alargué la mano-. Nick Sommers.

Su apretón era seco, y su mano grande envolvió la mía.

– Luther Stafford -dijo-. Me parece que no lo he visto antes.

– Sí, nunca estoy por las noches. Este maldito proyecto… Siempre lo mismo: «Lo necesitamos para las nueve de la mañana, corre prisa.» Sí, date prisa y luego espérate. -Traté de parecer despreocupado-. Da gusto ver que no soy el único que trabaja hasta tarde.

Pero el guardia no cambiaba de tema.

– Tío, creo que nunca he visto un pony Fastback en Highland Green. Fuera de una peli, quiero decir. Este parece el mismo que usó Steve McQueen para sacar de la carretera al malvado Dodge Charger negro y obligarlo a meterse en la gasolinera. Volaban los tapacubos, tío. -Soltó una risita suave y dulce, una risa de cigarrillos y alcohol-. Bullitt. Mi peli favorita. La he visto mil veces.

– Sí -dije-. El mismo.

Se acercó más. De repente me di cuenta de que había una gigantesca estatuilla dorada sobre el anaquel, junto al marco plateado de la foto. Sobre la base de la estatua, en letras negras e inmensas, se leía: mujer del año, 1999. EN RECONOCIMIENTO A NORA SOMMERS. Rápidamente rodeé el escritorio y me puse frente al premio como si también yo inspeccionara la fotografía.

– Tiene el alerón trasero y todo -siguió el hombre-. Doble tubo de escape, ¿correcto?

– Correcto.

– ¿Con los bordes chapados y todo?

– Por supuesto.

Sacudió de nuevo la cabeza.

– ¿Y lo restauró usted mismo?

– No, no. Ojalá tuviera el tiempo.

Volvió a reír, una risa grave y sorda.

– Sé a qué se refiere.

– Se lo compré a un tío que lo guardaba en su establo.

– ¿Trescientos veinte caballos de fuerza?

– Exacto -dije como si lo supiera.

– Mira la cubierta de los intermitentes de esta criatura. Yo tuve una vez un 68 de cubierta dura, pero tuve que venderlo. Mi mujer me obligó cuando tuvimos nuestro primer hijo. Desde entonces no hago más que soñar con él. Pero a ese Mustang GT Bullitt no lo voy ni a mirar, no señor.

Negué con la cabeza.

– Por nada del mundo.

No tenía la menor idea de a qué se refería. ¿Acaso en esta empresa todos estaban obsesionados con los coches?

– Corríjame si me equivoco, pero parece que sus neumáticos son GR setenta, montados sobre llantas American Torque Thrust de quince por siete. ¿Correcto?

Dios mío, ¿no podíamos cambiar de tema?

– La verdad, Luther, es que no tengo ni puta idea de coches Mustang. Ni siquiera merezco tenerlo. Mi esposa me lo acaba de regalar por mi cumpleaños. Claro que seré yo el que pague el préstamo durante los próximos setenta y cinco años.

Rió de nuevo.

– Le entiendo. He pasado por lo mismo.

Noté que miraba el escritorio, y enseguida me di cuenta de lo que estaba observando.

Era un gran sobre de papel manila con el nombre de Nora escrito con rotulador rojo en letras mayúsculas grandes y gruesas, NORA SOMMERS. Busqué en el escritorio algo para que poner encima, algo con qué cubrirlo, por si el guardia no había alcanzado a leer el nombre, pero el escritorio de Nora era impecable. Tratando de disimular, cogí una página del bloc de notas y la arranqué suavemente, la dejé caer sobre el escritorio y la deslicé encima del sobre con la mano izquierda. Qué sangre fría, Adam. Sobre el papel amarillo había unas cuantas notas con mi letra, pero nada que tuviera sentido para nadie.

– ¿Quién es Nora Sommers? -dijo.

– Ah, es mi mujer.

– Nick y Nora, ¿eh?

– Se rió.

– Sí, así nos llaman. -Sonreí de oreja a oreja-. Por eso me casé con ella. Bien, mejor vuelvo a mis ficheros. Si no, voy a quedarme aquí toda la noche. Encantado de conocerle, Luther.

– Igualmente, Nick.

Para cuando se fue el guardia, estaba tan nervioso que no pude hacer mucho más que terminar de copiar los correos electrónicos, apagar las luces y volver a cerrar con llave la puerta de Nora. Al regresar al cubículo de Lisa McAuliffe para devolver el llavero, noté que alguien caminaba no muy lejos de allí. Otra vez Luther, pensé. ¿Qué quería? ¿Más charla sobre los Mustang? Yo sólo quería dejar las llaves sin ser visto y después largarme de allí.

Pero no era Luther; era un tío barrigón con gafas de carey y cola de caballo.

La última persona que hubiera esperado encontrar en la oficina a las diez de la noche, pero también era cierto que los ingenieros trabajaban a horas extrañas.

Noah Mordden.

¿Me había visto cerrando el despacho de Nora, me había visto dentro del despacho? ¿O acaso la vista no le alcanzaba para verme? Tal vez ni siquiera estaba atento; tal vez estaba en otro mundo. Pero ¿qué estaba haciendo allí?

No dijo nada, no me saludó. Ni siquiera estaba seguro de que me hubiera visto. Pero yo era la única persona presente, y él no era ciego.

Giró por el siguiente pasillo y dejó una carpeta en el cubículo de alguien. Disimulando, me acerqué al cubículo de Lisa y deposité el llavero en la planta, en la tierra donde lo había encontrado: un movimiento ágil antes de seguir mi camino.

Estaba a medio camino entre el cubículo y los ascensores cuando oí:

– Cassidy.

Me di la vuelta.

– Y yo que pensaba que sólo los ingenieros eran animales nocturnos.

– Sólo trato de ponerme al día. Antes de que me pillen -dije de manera poco convincente.

– Ya veo -dijo. Y la forma en que lo dijo me causó escalofríos. Enseguida preguntó-: ¿Haciendo qué?

– ¿Perdona?

– ¿En qué van a pillarte?

– No estoy seguro de entender -dije. El corazón se me iba a salir.

– Trata de recordarlo.

– ¿Cómo dices?

Pero Mordden ya estaba de camino al ascensor, y no respondió.

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