Séptima Parte. Control

Control: Poder ejercido sobre un agente o doble agente para evitar su defección o doble defección (la así llamada «triple actividad»).

Diccionario internacional de inteligencia


Capítulo 66

A la mañana siguiente revisé mi correo electrónico desde casa y encontré un mensaje de «Arthur».

El jefe está muy impresionado por su presentación y quiere ver más de inmediato.

Lo miré durante un minuto y decidí no responder.

Poco después llegué sin anunciarme al piso de mi padre. Llevaba una caja de rosquillas Krispy Kreme. Aparqué en un espacio que había justo enfrente del edificio. Sabía que mi padre se pasaba el día mirando por la ventana (eso cuando no estaba viendo la televisión). No se perdía nada de lo que ocurría en la calle.

Yo venía del tren de lavado, y el Porsche era un luminoso trozo de obsidiana, algo verdaderamente bello. Me sentía avivado: mi padre no lo había visto todavía. Su hijo «fracasado», que ya había dejado de serlo, llegaba a lo grande: en un carruaje de 450 caballos de fuerza.

Mi padre estaba instalado en su lugar habitual frente al televisor, viendo una especie de programa de investigación de bajo presupuesto acerca de los escándalos empresariales. Antwoine estaba sentado a su lado, en la silla más incómoda, leyendo uno de esos coloridos tabloides de supermercado que parecen todos iguales; creo que era el Star.

Mi padre levantó la mirada, vio la caja de rosquillas que yo agitaba en el aire, y sacudió la cabeza.

– No -dijo.

– Estoy seguro de que hay uno cubierto de chocolate -le dije-. Tu favorito.

– Ya no puedo comer esa mierda. Aquí el Africano me tiene amenazado de muerte. ¿Por qué no le ofreces uno a él?

Antwoine también se negó.

– No, gracias, trato de bajar unos kilos. Es usted un verdadero diablo.

– Pero ¿qué es esto -pregunté-, el programa de Jenny Craig?

Puse la caja de rosquillas sobre la mesa de chapa de arce que había junto a Antwoine. Mi padre todavía no había dicho nada acerca del coche, pero supuse que habría estado demasiado absorto en su programa de televisión. Además, su visión ya no era óptima.

– En cuanto te vayas, este tío sacará el látigo y me hará dar vueltas alrededor de la habitación -dijo mi padre.

– No para, ¿no es cierto? -le dije.

En la cara de mi padre había más diversión que enfado.

– Que haga lo que le dé la gana -dijo mi padre-. Aunque parece que nada le gusta tanto como quitarme los cigarrillos.

La tensión entre los dos parecía haber cedido, llegado a la resignación de un punto muerto.

– Estás mucho mejor -le mentí.

– Y una mierda -dijo, los ojos clavados en la historia pseudo-investigativa de la televisión-. ¿Todavía trabajas en el sitio aquel?

– Sí -dije. Sonreí tímidamente, pensé que era el momento de darle las buenas noticias-. De hecho…

– Déjame que te diga algo -dijo, apartando por fin los ojos de la pantalla y dedicándome una mirada legañosa. Señaló la televisión sin mirarla-. Si les dejas, esos desgraciados te robarán hasta el último centavo.

– ¿Quiénes, las empresas?

– Las empresas, los presidentes, con sus opciones de compra de acciones y sus inmensas pensiones y sus acuerdos de enamorados. Todos barren para su propia casa, todos, hasta el último de ellos. Que no se te olvide.

Bajé la mirada, la fijé en la alfombra.

– Bueno -dije en voz baja-, no todos.

– No te engañes, Adam.

– Escucha a tu padre -dijo Antwoine, sin levantar la cara del Star. Casi parecía haber un poco de cariño en su voz-. Este tío es una fuente de sabiduría.

– De hecho, papá, algo sé yo de los presidentes. Me acaban de dar un gran ascenso: me acaban de nombrar asistente ejecutivo del presidente de Trion.

Sólo hubo silencio. Pensé que no me había escuchado. Tenía la mirada fija en la pantalla. Pensaba que podía haber sonado un poco arrogante, así que intenté suavizarlo un poco.

– Para mí es muy importante, papá.

Más silencio. Estaba a punto de repetirlo cuando mi padre dijo:

– ¿Asistente ejecutivo? ¿Y eso qué es, como una secretaria?

– No, no. Es algo de muy alto nivel. Sesiones creativas, cosas así.

– ¿Y qué es lo que haces todo el día, exactamente?

Con enfisema y todo, el viejo aun sabía muy bien cómo desinflarme.

– No importa, papá -dije-. Siento haberlo mencionado. -Y sí que lo sentía: ¿qué coño me importaba su opinión?

– No, de verdad. Tengo curiosidad por saber qué has hecho para conseguir ese coche tan lujoso.

Así que después de todo se había dado cuenta.

– Está bien, ¿no?

– ¿Cuánto te ha costado?

– Pues en realidad…

– Al mes, quiero decir -tomó una bocanada de oxígeno.

– Nada.

– Nada -repitió como si no entendiera.

– Nada. Trion paga el alquiler. Es uno de los incentivos de mi nuevo empleo. Respiró de nuevo.

– Un incentivo.

– Como el piso nuevo.

– ¿Te has mudado?

– Pensé que te lo había dicho. Ciento ochenta metros cuadrados en ese edificio nuevo, Harbor Suites. Y Trion se encarga de la hipoteca.

Otra bocanada de aire.

– ¿Estás orgulloso de todo esto?

Me sorprendió. Nunca antes lo había oído pronunciar esa palabra.

– Sí -dije, ruborizándome.

– ¿Orgulloso de que sean dueños de tu vida?

Debí haberlo visto venir.

– Nadie es dueño de mi vida, papá -dije de manera cortante-. Me parece que se llama «tener éxito». Busca el término. Lo encontrarás en el diccionario de ideas afines, está junto a «la vida en la cumbre», «suite ejecutiva» e «individuos de perfil alto».

No podía creer lo que me salía de la boca. Tanto tiempo quejándome de ser el más sufrido, y ahora estaba haciendo alarde de mi riqueza. «¿Ves lo que me obligas a hacer?»

Antwoine puso el periódico sobre la mesa y se disculpó prudentemente, fingiendo que tenía algo que hacer en la cocina.

Mi padre se rió con fuerza y se giró para mirarme:

– A ver si lo entiendo. -Chupó un poco más de oxígeno-. No eres dueño del coche, no eres dueño del piso. ¿A eso llamas incentivo? -Respiró-. Te diré lo que eso significa. Todo lo que te han dado te lo pueden quitar, y lo harán, ya lo creo que lo harán. Conduces un puto coche de la empresa, vives en una casa de la empresa, llevas el uniforme de la empresa, y nada de esto es tuyo. Tu vida no es tuya.

Me mordí el labio. Perder el control no traería nada bueno. El viejo se estaba muriendo, me dije por millonésima vez. Toma esteroides. Es un hombre infeliz y cáustico. Pero se me escapó, simplemente.

– ¿Sabes, papá? Hay padres que se sienten orgullosos del éxito de sus hijos.

Succionó. Sus diminutos ojos brillaban.

– ¿Eso es todo esto para ti, «éxito»? Cada vez me recuerdas más a tu madre, Adam.

– ¿Ah, sí? -Me dije: guárdatelo, controla tu ira, no pierdas el control. De lo contrario, él gana.

– Sí. Te pareces a ella. Eres igual de sociable que ella. Le caía bien a todo el mundo, encajaba en cualquier parte, habría podido casarse con un ricachón, le habría podido ir mejor en la vida. Y no creas que no me lo dijo. Esas reuniones de padres de familia, en Bartholomew Browning… se hacía la simpática con esos ricos de mierda, se vestía para ellos, prácticamente les ponía las tetas en la cara. ¿Crees que no me daba cuenta?

– Vale, papá. Muy bien, te felicito. Qué pena no ser un poco más como tú, ¿sabes?

Sólo me miró.

– Sí, ya sabes -continué-: amargado, cruel. Enfadado con todo el mundo. Quieres que cuando sea mayor sea como tú, ¿no es eso?

Resopló, la cara se le llenó de rubor.

Yo seguí adelante. El corazón me iba a cien latidos por minuto, mi voz se hacía más y más fuerte, ya estaba casi gritando.

– Cuando estaba sin blanca y me pasaba el día en fiestas me considerabas un fracasado. Ahora soy un triunfador, por lo menos según la definición de casi todo el mundo, y no sientes más que desprecio. Tal vez haya una razón, papá, tal vez hay una razón por la cual no puedes sentirte orgulloso de mí.

Me miró fijamente, resopló.

– ¿Ah, sí?

– Mírate. Mira tu vida. -Dentro de mí había como un tren fugitivo, imparable, fuera de control-. Siempre has dicho que el mundo se divide en fracasados y triunfadores. Déjame que te haga una pregunta, papá. ¿Tú qué eres? ¿Qué eres?

Succionó un poco más de oxígeno; tenía los ojos llenos de sangre como si se le fueran a reventar. Parecía refunfuñar para sí mismo. Oí: «Maldito» y «joder» y «mierda».

– Sí, papá -dije, comenzando a alejarme-. Quiero ser exactamente como tú.

Me dirigí a la puerta deslizándome sobre la estela de mi propia furia acumulada. Las palabras ya estaban en el aire: no podía hacerlas desaparecer, y ahora me sentía peor que nunca. Salí de su piso antes de causar más destrozos. Lo último que vi, la última imagen de mi padre, fue su rostro grande y colorado resoplando y refunfuñando, con los ojos vidriosos y mirándome con incredulidad o rabia o dolor, no supe qué.

Capítulo 67

– Así que de verdad trabajas para el mismísimo Jock Goddard, ¿eh? -dijo Alana-. Espero no haberte hecho comentarios negativos sobre él. No los hice, ¿o sí?

Subíamos en el ascensor a mi piso. Había pasado por su casa para cambiarse después del trabajo, y estaba genial: llevaba un top negro de cuello alto, mallas negras, gruesos zapatos negros. También se había puesto la deliciosa fragancia floral que llevaba el día de nuestra última cita. Su pelo negro era largo y brillante, y contrastaba muy bien con sus luminosos ojos azules.

– Sí, lo pusiste a parir. Y yo pasé el informe de inmediato.

Sonrió: un destello de dientes perfectos.

– Este ascensor es del mismo tamaño que mi piso -dijo. Yo sabía que eso no era verdad, pero reí de todas formas.

– Este ascensor es de verdad más grande que mi última casa -dije yo. Cuando le conté que acababa de mudarme a Harbor Suites, me dijo que había oído hablar de los pisos de aquí, y la vi tan intrigada que la invité a pasar y verlos. Podríamos cenar abajo, en el restaurante del hotel, donde todavía no había tenido la oportunidad de estar.

– Vaya vistas -dijo tan pronto como entró. La música de Alanis Morissette sonaba suavemente-. Es fantástico. -Echó una mirada alrededor, vio el envoltorio de plástico todavía puesto sobre uno de los sofás y una silla, y dijo maliciosamente-: ¿Y cuándo te instalas?

– En cuanto tenga un par de horas libres. ¿Quieres beber algo?

– Hmm. Sí, eso estaría bien.

– ¿Cosmopolitan? También hago un magnífico gintónic.

– Un gintónic, perfecto, gracias. Así que acabas de empezar a trabajar para él, ¿no?

Me había buscado en la red, por supuesto. Me dirigí al recién aprovisionado armario de los licores, en una hornacina que había junto a la cocina, y saqué una botella de ginebra Tanqueray Malacca.

– Sí, esta semana.

Me siguió a la cocina. Cogí un puñado de limas de la nevera casi vacía y comencé a cortarlas por la mitad.

– Pero llevas un mes en Trion, más o menos. -Inclinó la cabeza hacia un lado; trataba de comprender lo de mi repentino ascenso-. Bonita cocina. ¿Te gusta cocinar?

– No, los aparatos son sólo para dar el pego -dije. Comencé a presionar las limas contra el exprimidor eléctrico-. En cualquier caso, sí, me contrataron en marketing de nuevos productos, pero luego resultó que Goddard estaba involucrado en un proyecto en el que yo trabajaba, y supongo que le gustó mi enfoque, o mis ideas o algo así.

– Vaya golpe de suerte -dijo, alzando la voz sobre el gemido del exprimidor.

Me encogí de hombros.

– Ya veremos si es buena esa suerte.

Llené con hielo dos vasos franceses estilo bistró, añadí un poco de ginebra, una buena cantidad de tónica fría de la nevera y una ración generosa de zumo de lima. Le di el suyo.

– Tom Lundgren debió de contratarte para el equipo de Nora Sommers. Oye, qué bien sabe. Es distinto con tanta lima.

– Gracias. Así es, Tom Lundgren me contrató -dije, fingiendo sorpresa por el hecho de que ella lo supiera.

– ¿Y sabes que te contrataron para reemplazarme?

– ¿Qué quieres decir?

– Para llenar el puesto que dejé al irme a Aurora.

– No me digas -traté de fingir asombro.

Ella asintió.

– Increíble.

– Qué pequeño es el mundo. Pero ¿qué es «Aurora»?

– Ah, pensé que lo sabrías. -Me miró por encima de la montura de las gafas, una mirada que me pareció demasiado despreocupada. Negué con la cabeza, inocente.

– No…

– Pensé que también me habrías buscado en la red. Me asignaron a marketing del grupo de Tecnologías Disruptivas.

– ¿Eso se llama Aurora?

– No, Aurora es el proyecto específico al cual me han asignado -dudó un instante-. Creí que trabajando para Goddard sabrías un poco de todo.

Error táctico de mi parte. Lo ideal era que pensara que podíamos hablar con libertad de lo que hacía.

– En teoría tengo acceso a todo. Pero todavía estoy tratando de averiguar dónde está la fotocopiadora.

Asintió.

– ¿Te cae bien Goddard?

¿Qué iba a decir, que no?

– Es un tipo impresionante.

– En la barbacoa parecíais muy íntimos. Vi que él te llamó para presentarte a sus amigos, te vi cargando cosas para él, todo eso.

– Sí, íntimos -dije con sarcasmo-. Soy su recadero. Soy su porteador. ¿Lo pasaste bien en la barbacoa?

– Fue un poco raro estar con los altos mandos, pero después de un par de cervezas me fue más fácil. Era la primera vez que iba. -Porque había sido asignada a Aurora, pensé, el proyecto preferido de Goddard. Pero quería ser discreto al respecto, así que por el momento preferí cambiar de tema-. Voy a llamar al restaurante para pedir que preparen nuestra mesa.


– Yo creía que Trion no contrataba gente de fuera -dijo mientras miraba la carta-. Debían quererte mucho para romper las reglas de esta manera.

– Tal vez creyeron que fastidiaban a la competencia. Yo no era nada especial.

Habíamos pasado del gintónic al Sancerre, que pedí porque había visto en sus facturas que era su vino favorito. Alana pareció sorprendida y satisfecha. Era una reacción a la que me estaba acostumbrando.

– Lo dudo -dijo-. ¿Qué hacías en Wyatt?

Le di la versión entrevista que había memorizado, pero eso no le pareció suficiente. Quería detalles del proyecto Lucid.

– La verdad, si no te importa, es que no debo hablar de lo que hacía en Wyatt.

Traté de no parecer demasiado mojigato. Alana parecía avergonzada.

– No, claro que no, lo entiendo perfectamente -dijo.

En ese momento apareció el camarero.

– ¿Ya lo saben?

– Tú primero -me dijo Alana, y siguió estudiando la carta un rato más mientras yo pedía paella.

– Estaba pensando en pedir eso mismo -dijo. Vale, así que no era tan vegetariana.

– No está prohibido pedir lo mismo, ¿sabes? -dije.

– Paella para mí también -le dijo al camarero-. Pero si hay carne o salchichas, ¿puede quitarlas?

– Por supuesto -dijo el camarero, tomando nota.

– Me encanta la paella -dijo Alana-. Casi nunca como pescado o marisco en casa. Esto es una excepción.

– ¿Quieres seguir con el Sancerre?

– Sí.

Cuando el camarero se dio le vuelta para irse, recordé que Alana era alérgica a las gambas.

– Espere -dije-, ¿la paella lleva gambas?

– Eh, sí, sí que lleva.

– Ahí tenemos un problema -dije.

Alana me miró fijamente.

– ¿Cómo sabías…? -comenzó, entrecerrando los ojos.

Hubo un muy largo momento de insoportable tensión mientras me sacudía la cabeza. No podía creer que la hubiera cagado de esa forma. Tragué saliva, el rostro se me vació de sangre. Al final dije:

– ¿Quieres decir que tú también eres alérgica?

Hubo una pausa.

– Sí, lo soy. Lo siento. Qué gracioso. -La nube de sospecha pareció levantarse. Ambos pedimos vieiras asadas en lugar de gambas.

– En fin -dije-, no hablemos más de mí. Quiero que me hables de Aurora.

– Se supone que debemos mantenerlo en secreto -se disculpó.

Le hice una mueca.

– No, esto no es ojo por ojo, te lo juro -dijo-. ¡En serio!

– Vale -dije, incrédulo-. Pero ahora que me has despertado la curiosidad, ¿de verdad vas a obligarme a fisgonear por ahí y averiguar por mi cuenta?

– No es tan interesante.

– No me lo creo. ¿No puedes ni siquiera darme la versión resumida?

Miró hacia arriba, soltó un suspiro.

– Bueno, ahí va. ¿Has oído hablar de Haloid Company?

– No -dije lentamente.

– Claro que no. No tienes por qué. La Haloid era una compañía pequeña de papel fotográfico que a finales de los años cuarenta compró los derechos de una nueva tecnología que había sido rechazada por todas las grandes compañías: IBM, RCA, GE. El invento era algo llamado xerografía, ¿vale? Y en diez o quince años esa compañía se transformó en la Xerox Corporation, y pasó de ser una pequeña empresa familiar a una corporación gigantesca. Todo por haber dado una oportunidad a una tecnología que a nadie más le interesaba.

– Vale.

– O como la Galvin Manufacturing Corporation de Chicago, que hacía radios para coche con la marca Motorola, eventualmente entró en el mercado de los semiconductores y los móviles. O una pequeña empresa de exploración petrolera llamada Geophysical Service, que empezó a diversificarse y se metió en el campo de los transistores y luego en circuitos integrados y se transformó en la Texas Instruments. Ya ves lo que quiero decir. La historia de la tecnología está llena de ejemplos de empresas que se transformaron al hacerse con la tecnología adecuada en el momento adecuado, y así dejaron a sus competidores mordiendo el polvo. Eso es lo que Jock Goddard trata de hacer con Aurora. Jock cree que Aurora va a cambiar el mundo, que cambiará el rostro de los negocios en este país igual que los transistores o los semiconductores o las fotocopias lo hicieron en el pasado.

– Tecnología disruptiva.

– Exactamente.

– Pero el Walll Street Journal parece convencido de que Jock es cosa del pasado.

– Ambos sabemos que no es así. Es un adelantado, eso es todo. Mira la historia de la empresa. Hubo tres o cuatro momentos en que todos pensaban que Trion estaba contra las cuerdas, al borde de la quiebra, y de repente los sorprendió a todos volviendo con más fuerza que nunca.

– Y tú crees que éste es uno de esos momentos fundamentales, ¿no?

– Cuando el Aurora esté listo para ser anunciado, Jock lo anunciará. Y entonces veremos qué dice el Wall Street Journal. El Aurora hace irrelevantes los problemas más recientes.

– Asombroso. -Miré mi copa de vino con aire despreocupado y dije-: ¿Y cuál es la tecnología?

Alana sonrió, sacudió la cabeza.

– Tal vez ya te he dicho demasiado -y luego, inclinando la cabeza hacia un lado, dijo juguetona-: ¿Qué, me estás haciendo un control de seguridad?

Capítulo 68

Desde el momento en que Alana me dijo que le gustaría cenar en el restaurante de Harbor Suites, supe que esa noche nos acostaríamos. He salido con mujeres con las que toda la carga erótica viene del «¿querrá o no querrá?». En este caso era distinto, pero el deseo era aún mayor. Había estado presente de manera constante, esa línea invisible que ambos sabíamos que acabaríamos por cruzar, la línea que nos separaba de la amistad y luego de algo más íntimo; la pregunta era cuándo y cómo la cruzaríamos, quién daría el primer paso, qué sentiríamos al cruzarla. Después de cenar volvimos al piso, ambos algo mareados de tanto vino blanco y tanto gintónic. Mi brazo rodeaba su angosta cintura. Quería sentir la suave piel de su vientre, la piel debajo de sus senos, la piel sobre sus nalgas. Quería ver sus zonas más íntimas. Quería ser testigo del momento en que se quebrara el duro caparazón que rodeaba a Alana, aquella mujer sofisticada y de belleza inverosímil; el momento en que se estremeciera, en que se entregara, en que aquellos ojos azules se perdieran de placer.

Pasamos un rato casi vagabundeando por el piso, disfrutando de la vista del agua, y preparé un par de martinis que definitivamente no necesitábamos. Alana dijo:

– No puedo creer que mañana tenga que ir a Palo Alto.

– ¿Qué tienes que hacer allí?

Negó con la cabeza.

– Nada interesante. -Su brazo también me rodeaba la cintura, pero luego lo deslizó por «accidente» hasta tocarme el culo, apretando rítmicamente, y me preguntó en broma si había terminado de desempaquetar la cama.

Al segundo siguiente la estaba besando, y acariciando suavemente sus pechos con las yemas de los dedos, y ella deslizó una mano muy cálida sobre mi entrepierna. Ambos nos excitamos muy rápido, y a trompicones llegamos al sofá que no estaba cubierto de plástico. Nos besamos, nuestras caderas se apretaron entre sí. Alana me quitó ansiosamente los pantalones. Bajo la camisa negra, llevaba un sujetador de seda blanca. Sus senos eran pequeños y perfectos.

Se corrió ruidosamente, con sorprendente abandono.

Yo tiré de un golpe mi copa de martini. Nos abrimos paso por el largo corredor hacia mi habitación, y allí lo hicimos de nuevo, esta vez más despacio.

– Alana -le dije cuando estábamos ya abrazados.

– ¿Hmm?

– Alana -repetí-. Eso quiere decir «bella» en gaélico o algo así, ¿no?

– En celta, creo -dijo. Ella me arañaba suavemente el pecho mientras yo le acariciaba los senos.

– Alana, debo confesarte algo. Gruñó.

– Estás casado.

– No…

Se dio la vuelta hacia mí. En sus ojos había un resplandor de fastidio.

– Sales con alguien.

– No, definitivamente no. Tengo que confesar que… odio a Ani DiFranco.

– Pero tú la… la citaste… -Alana parecía confundida.

– Una ex novia la oía constantemente, y ahora ha quedado asociada a cosas malas.

– ¿Y por qué tienes uno de sus discos?

Así que había visto el maldito disco junto al equipo de sonido.

– He tratado de obligarme a que me guste.

– ¿Por qué?

– Por ti.

Se quedó pensando un instante, frunció el ceño.

– No tiene que gustarte todo lo que a mí me gusta. A mí no me gustan los Porsches.

– ¿No? -Me giré hacia ella, sorprendido.

– Son como pollas con ruedas.

– Eso es cierto.

– Tal vez haya tíos que los necesiten, pero no es tu caso.

– Nadie «necesita» un Porsche. Me pareció que era guay, eso es todo.

– Me sorprende que no hayas escogido uno rojo.

– No. El rojo es cebo para polis. Un policía ve un Porsche rojo y enciende el radar.

– ¿Tenía un Porsche tu padre? El mío sí. -Puso los ojos en blanco-. Ridículo. Era el coche de su crisis de madurez, ¿sabes? Su coche de menopausia masculina.

– La verdad es que durante la mayor parte de mi niñez no tuvimos coche.

– ¿No teníais coche?

– Usábamos el transporte público.

– Ah -dijo. Ahora parecía incómoda. Después de un minuto, añadió-: Entonces todo esto debe de ser bastante embriagador. -Movió la mano en el aire para indicar el piso y todo lo demás.

– Sí.

– Hmm.

Pasó otro minuto.

– ¿Puedo ir a visitarte en el trabajo?

– No. El acceso a la quinta planta es muy restringido. Y de todas formas, me parece que será mejor que en el trabajo no se enteren, ¿te parece?

– Sí, tienes razón.

Me sorprendió que se acurrucara junto a mí y se quedara dormida; había pensado que preferiría irse de inmediato a casa, despertar en su propia cama, pero parecía decidida a pasar la noche aquí.


El reloj de la mesilla de noche marcaba las tres y treinta y cinco cuando me levanté. Alana seguía dormida, respirando suavemente. Crucé la habitación caminando sobre la alfombra y al salir cerré la puerta sin hacer ruido.

Me conecté a mi correo electrónico y encontré el acostumbrado surtido de spam y basura, un par de cosas del trabajo que no parecían urgentes y un mensaje de «Arthur» en Hushmail con el asunto: «Re: sistemas de consumo.» Meacham parecía realmente cabreado.

El jefe muy contrariado por su falta de respuesta. Quiere más material mañana a las 18 h o el acuerdo peligra.

Le di a «Responder» y escribí «Imposible localizar materiales adicionales, lo siento» y firmé como «Donnie». Volví a leer mi respuesta y la borré. No. No iba a responderles. Eso era lo más sencillo. Ya había hecho suficiente por ellos.

El pequeño bolso cuadrado y negro de Alana seguía sobre la barra de granito, donde lo había dejado. No había traído su ordenador ni su maletín de trabajo, porque había pasado por su casa para cambiarse.

En su bolso encontré su tarjeta de acceso, un pintalabios, caramelos de menta para el aliento, un llavero y su Trion Maestro. Las llaves eran probablemente las de su piso y su coche y acaso su buzón. El Maestro contendría tal vez números de teléfono y direcciones, pero también citas específicas. Eso podría ser de mucha utilidad para Wyatt y Meacham.

Pero ¿acaso trabajaba todavía para ellos?

Tal vez no.

¿Qué ocurriría si simplemente lo dejaba? Había cumplido con mi parte del trato, les había conseguido todo lo que querían sobre el Aurora, o al menos la mayor parte. Era muy probable que dentro de sus cálculos llegaran a la conclusión de que no valía la pena seguir acosándome. Para ellos no era conveniente delatarme; por lo menos no mientras les fuera potencialmente útil. Y no iban a mandar pistas anónimas al FBI, porque lo único que lograrían sería conducir a los agentes hacia ellos mismos.

¿Qué podían hacerme?

En ese instante me di cuenta de que ya no estaba trabajando para ellos. Había tomado la decisión aquella tarde, en el estudio de la casa de campo de Goddard. No iba a seguir traicionándolo. Meacham y Wyatt podían irse a la mierda.

Hubiera sido muy fácil coger la agenda digital de Alana y conectarla a mi ordenador y grabar sus contenidos. Por supuesto, existía el riesgo de que se despertara (ya que estaba en una cama ajena), y, al darse cuenta de mi ausencia, se levantara para dar una vuelta por el piso y ver dónde había ido. En cuyo caso tal vez me sorprendería bajándome el contenido de su Maestro a mi ordenador. Tal vez no se percataría de nada. Pero era una chica inteligente y aguda, y lo más probable era que se diera cuenta de la verdad.

Y en ese momento no importaría cuán rápido pensara, ni con cuánta astucia lo manejara: Alana reconocería mis intenciones. Me pillaría, la relación se acabaría, y de repente me percaté de que eso me importaba. La conciencia me atormentaba frente a ella, y eso tan sólo después de un par de citas y de una noche juntos. Apenas había comenzado a descubrir su lado primitivo, expansivo, en cierta forma salvaje. Me encantaba su risa desmedida y un poco loca, su atrevimiento, su seco sentido del humor. No quería perderla por algo que el detestable Nick Wyatt me estuviera obligando a hacer.

Ya le había entregado a Wyatt todo tipo de información valiosa acerca del proyecto Aurora. Había terminado mi trabajo. Hasta aquí llegaba mi relación con esos gilipollas.

Y no podía dejar de ver a Jock Goddard encorvado sobre sí mismo, sentado en un oscuro rincón de su estudio, sacudiendo los hombros. Ese momento de revelación. La confianza que había puesto en mí. ¿Iba yo a violar esa confianza por Nick Wyatt el Desgraciado?

No. No lo seguiría haciendo.

Así que devolví el Maestro de Alana a su bolso. Me serví un vaso de agua fría del dispensador de la nevera, me lo bebí de un trago y volví a acostarme junto a Alana en la calidez de mi cama. Ella rezongó algo entre sueños, y yo me acurruqué junto a ella y por primera vez en varias semanas me sentí realmente satisfecho conmigo mismo.

Capítulo 69

Goddard caminaba a pasos acelerados hacia el Centro de Reuniones Ejecutivas, y yo trataba de seguirlo sin verme obligado a correr. Joder, sí que se movía rápido el viejo: era como una tortuga con anfetaminas.

– Esta reunión será un circo -refunfuñó-. He convocado al equipo del Guru tan pronto como he sabido que incumplirán la fecha de distribución de Navidad. Saben que estoy muy cabreado, y serán como una troupe de bailarinas rusas haciendo la «Danza de las Hadas Ciruela». Va usted a ver mi lado menos agradable.

No dije nada. ¿Qué podía decir? Ya había visto sus momentos de enfado, y no podían compararse siquiera con lo que había visto en el otro presidente. Al lado de Nick Wyatt, Goddard era Míster Rogers. [17] Y la verdad es que todavía me sentía conmovido por aquella escena íntima en el estudio de la casa del lago: nunca había visto a un ser humano abrirse de esa manera. Hasta ese momento, una parte de mí seguía desconcertada por el hecho de que Goddard me hubiera escogido, ignoraba las razones que había tenido para acercarse a mí. Ahora lo comprendía, y la verdad es que aquello me había sacudido. Ya no quería tan sólo causarle buena impresión; quería su aprobación, y tal vez algo más profundo.

¿Por qué -me pregunté en medio de mi agonía-, por qué tenía Goddard que joderlo todo siendo tan buena persona? Ya era bastante desagradable trabajar para Nick Wyatt como para añadir esta complicación. De repente me vi trabajando contra el padre que nunca tuve. El asunto me iba a volver loco.

– La directora del Guru es una joven muy inteligente, Audrey Bethune, una chica con futuro -murmuró Goddard-. Pero este desastre puede afectar a su carrera. No tengo paciencia con meteduras de pata de estas dimensiones. -Al acercarnos a la habitación disminuyó la velocidad-. Ahora bien, si se le ocurre algo, no dude en hablar. Pero le advierto: son un grupo muy enérgico y aferrado a sus ideas, y no tendrán con usted ninguna deferencia sólo por el hecho de que haya venido conmigo al baile.

El equipo del Guru se había reunido alrededor de la mesa de conferencias y esperaba nerviosamente. Cuando entramos, levantaron la cabeza. Algunos sonrieron diciendo «Hola, Jock», y otros «Buenas tardes, señor Goddard». Parecían conejos asustados. Pensé que yo me había sentado a la misma mesa no mucho tiempo atrás. Hubo algunos que me miraron con perplejidad; hubo susurros. Goddard se sentó en la cabecera de la mesa. Junto a él estaba una mujer negra de poco menos de cuarenta años, la misma que había visto hablando con Tom Lundgren y su esposa en la barbacoa. Goddard dio una palmada sobre la mesa para indicarme que me sentara a su lado. Mi móvil había estado vibrando durante diez minutos; lo saqué furtivamente y le eché un vistazo a la pantalla. Varias llamadas de un número que no reconocí. Apagué el aparato.

– Buenas tardes -dijo Goddard-. Les presento a mi asistente, Adam Cassidy.

Hubo sonrisas educadas, y en ese momento reconocí una de las caras: era Nora Sommers. Mierda, ¿también estaba en el Guru? Llevaba un traje a rayas blancas y negras y se había puesto su maquillaje de combate. Me hizo señas, sonriendo como si yo fuera un amigo de infancia que no hubiera visto en mucho tiempo. Le devolví la sonrisa, saboreando el instante.

Audrey Bethune, la directora del programa, iba elegantemente vestida con un traje azul marino, una blusa blanca y un par de pendientes de oro. Su piel era oscura y llevaba el pelo recogido en un moño perfecto y laqueado. Yo había hecho una breve investigación sobre ella y sabía que venía de una familia de clase media alta. Su padre era médico, igual que su abuelo, y había pasado los veranos en el complejo familiar de Oak Bluffs, en Martha's Vineyard. Al sonreírme reveló un hueco entre los dientes delanteros. Pasó la mano por detrás de Jock para saludarme. La palma de su mano estaba fría y seca. Me impresionó pensar que esa tarde se jugaba su carrera.

El Guru -el nombre secreto del proyecto era TSUNAMI- era un asistente digital portátil superpotente: tecnología de primera línea, además de ser el único sistema de convergencia fabricado por Trion. Era un PDA, un comunicador y un teléfono móvil, todo en uno. Tenía la potencia de un ordenador portátil en una estructura de doscientos gramos. Tenía correo electrónico, mensajes instantáneos, hojas de cálculo, un buscador HTML de Internet y una magnífica pantalla TFT de matriz activa y a todo color.

Goddard se aclaró la voz.

– De manera que nos hemos topado con un pequeño problema -dijo Goddard.

– Es una forma de decirlo, Jock -dijo suavemente Audrey-. Ayer recibimos los resultados de la auditoría interna. Tenemos un componente defectuoso. La LCD está muerta.

– Ajá -dijo Goddard con una calma que yo sabía forzada-. La LCD. No funciona, ¿verdad? ¿Es eso?

Audrey movió la cabeza.

– Al parecer, el driver de la LCD es defectuoso.

– ¿Todos y cada uno de ellos?

– Así es.

– Un cuarto de millón de unidades tienen un driver de LCD que no funciona -dijo Goddard-. Ya veo. La fecha de envío es… ¿dentro de cuánto?… dentro de tres semanas. Mmm. Ahora bien, según recuerdo, y que alguien me corrija si me equivoco, vuestro plan era enviar estos artículos antes del final del trimestre, para así reforzar los ingresos del tercer trimestre y darnos a todos trece semanas del trimestre navideño para recoger unos ingresos muy necesarios -dijo Goddard y ella asintió-. Audrey, me parece haber acordado que el Guru era la gran apuesta de esta división. Y como todos sabemos, Trion pasa por un momento difícil en el mercado. Lo cual significa que hacer estos envíos a tiempo es todavía más crucial para la empresa.

Me percaté de que Goddard hablaba de forma demasiado deliberada; sabía que trataba de contener su inmensa irritación.

El jefe de marketing, el habilidoso Rick Durant, intervino en tono lastimero:

– Todo esto es muy embarazoso. Ya hemos lanzado una inmensa campaña de promoción, hemos puesto anuncios por todas partes. «El asistente digital para la próxima generación» -dijo, poniendo los ojos en blanco.

– Sí -refunfuñó Goddard-. Y parece que no se va a distribuir hasta la próxima generación. -Se dirigió al ingeniero jefe, Eddie Cabral, un tipo moreno y de cara redonda con un portátil pasado de moda-. ¿Es problema de la pantalla?

– Ojalá fuera así -replicó Cabral-. No, señor, tendremos que reformar el chip entero.

– ¿Es el fabricante de Malasia?

– Siempre nos ha ido bien con ellos -dijo Cabral-. La calidad y la duración siempre han sido bastante buenas. Pero éste es un ASIC muy complejo. Tiene que controlar nuestras propias pantallas LCD, pantallas patentadas por Trion. Simplemente, las galletas no están quedando como debieran…

– ¿Y si reemplazamos la LCD? -interrumpió Goddard.

– No, señor -dijo Cabral-. Eso es imposible a menos que reformemos toda la estructura, lo cual tomaría fácilmente seis meses.

Algo me sacudió. Las palabras clave me saltaron a la cara. ASIC. LCD patentada por Trion…

– Así son los ASIC -dijo Goddard-. Siempre hay galletas que salen quemadas. ¿Cuál es el índice de rendimiento, cuarenta, cincuenta por ciento?

Cabral estaba abatido.

– Cero. Hay un error en el ensamblaje.

Goddard apretó los dientes. Parecía a punto de estallar.

– ¿Cuánto tardará reformar el ASIC?

Cabral dudó un instante.

– Tres meses. Con suerte.

– Con suerte -repitió Goddard-. Sí, con suerte. -Su voz se levantaba progresivamente-. Tres meses, y el envío se hará en diciembre. Eso no es bueno, ¿o sí?

– No, señor -dijo Cabral.

Le di un golpecito en el brazo a Goddard, pero él no me hizo caso.

– ¿Y México no puede fabricarlos más rápido?

La jefa de producción, una mujer llamada Kathy Gornick, dijo:

– Tal vez una o dos semanas más rápido, pero eso no sería de ninguna ayuda. Además, la calidad no sería estándar, y eso en el mejor de los casos.

– Joder, esto es un verdadero caos -dijo Goddard. Nunca antes lo había oído decir malas palabras.

Cogí una tabla de especificaciones del producto y le di un nuevo golpecito en el brazo a Goddard.

– ¿Me disculpa un instante? -dije.


Salí corriendo de la habitación, pasé a la sala de espera y abrí el móvil.

Noah Mordden no estaba en su escritorio, así que lo llamé al móvil. Contestó al primer timbrazo.

– ¿Qué?

– Soy yo, Adam.

– ¿Acaso no he cogido la llamada?

– ¿Te acuerdas de esa muñeca espantosa que tienes en tu despacho? ¿La que dice «Que te jodan, Goddard»?

– Quiéreme, Lucille. No, no te la regalo. Cómprate una.

– ¿No tiene una pantalla LCD en el estómago?

– ¿Qué estás tramando, Cassidy?

– Necesito hacerte unas preguntas sobre el driver de la LCD. El ASIC.


Minutos después, cuando regresé a la sala de conferencias, ingeniero jefe y el jefe de marketing estaban enzarzados en un acalorado debate acerca de si se podría meter otra pantalla LCD en la pequeña caja del Guru. Me senté en silencio y esperé a que hubiera una pausa en la discusión. Finalmente llegó mi oportunidad.

– Disculpad -dije, pero nadie me hizo caso.

– Ve usted -dijo Cabral-, ésta es precisamente la razón por la cual debemos posponer el lanzamiento.

– Pues no nos lo podemos permitir -repuso Goddard.

Me aclaré la garganta.

– Discúlpenme un segundo.

– Adam -dijo Goddard.

– Sé que esto va a parecer cosa de locos -dije-, pero ¿recuerdan esa muñeca llamada Quiéreme, Lucille?

– ¿Qué es esto? -gruñó Rick Durant-, ¿un paseo por el Bosque de las Cagadas? No me lo recuerdes. Enviamos medio millón de esas horribles muñecas y nos las devolvieron todas.

– Correcto -dije-. Y es por eso que tenemos trescientos mil ASIC, fabricados a medida para la LCD patentada por Trion, y todos guardados en un depósito de Van Nuys.

Alguna que otra risita, algunas francas carcajadas. Uno de los ingenieros le dijo a otro, en voz lo bastante alta como para que todos lo oyeran:

– ¿Sabe qué es un conector?

Otra persona dijo:

– Es para morirse de la risa.

Nora me miró con una mueca de vergüenza ajena y falsa solidaridad, y se encogió de hombros.

Eddie Cabral dijo:

– Ojalá fuera así de fácil, eh, Adam. Pero los ASIC no son intercambiables. Las clavijas tienen que ser compatibles.

Asentí.

– El ASIC de Lucille tiene una clavija SOLC-68. ¿No es la misma que tiene el Guru?

Goddard me miraba fijamente.

Hubo otro momento de silencio, luego revuelo de papeles.

– SOLC-68 -dijo uno de los ingenieros-. Sí, eso debería funcionar.

Goddard barrió la mesa con la mirada y luego dio una palmada sobre la mesa.

– Muy bien -dijo-. ¿A qué estamos esperando?

Nora me sonrió con sus labios húmedos y levantó ambos pulgares en señal de aprobación.

De regreso al despacho saqué de nuevo el móvil. Cinco mensajes, todos del mismo número; uno de ellos decía «Privado». Marqué el número de mi buzón de voz y oí la voz melosa e inconfundible de Meacham.

– Soy Arthur. No he tenido noticias suyas en más de tres días. Esto es inaceptable. Escríbame antes de mediodía o aténgase a las consecuencias.

Sentí un sobresalto. El hecho de que hubiera llegado a llamar, lo cual era un riesgo de seguridad a pesar de que la llamada se desviara, demostraba que la cosa iba en serio.

Tenía razón: había perdido contacto con ellos. Pero no tenía intenciones de recuperarlo. Lo siento, viejo.

El siguiente era de Antwoine. Su voz sonaba aguda y tensa. «Adam, necesito que venga ahora mismo al hospital», decía en el primer mensaje. El segundo, el tercero, el cuarto, el quinto, todos eran de Antwoine. El tono de su voz era cada vez más desesperado. «Adam, ¿dónde se ha metido? Vamos, tío, venga inmediatamente.»

Pasé por el despacho de Goddard -que seguía discutiendo de esto y lo otro con los del Guru- y le dije a Flo:

– ¿Puede decirle a Jock que he tenido una emergencia? Es mi padre.

Capítulo 70

Y a antes de llegar sabía de qué se trataba, pero aun así conduje como un loco. Cada semáforo en rojo, cada vehículo girando a la izquierda, cada señal de cincuenta-kilómetros-por-hora-en-horas-de-escuela, todo conspiraba para retrasarme, para evitar que llegara al hospital y viera a mi padre por última vez antes de que muriera.

Aparqué en zona prohibida porque no tenía tiempo de atravesar el parking del hospital en busca de un espacio, y entré corriendo por la puerta de la sala de urgencias, abriendo las puertas de un golpe igual que los enfermeros de urgencias cuando llevan una camilla, y llegué al mostrador. La encargada, una mujer hosca, estaba hablando por teléfono y riendo. Era evidentemente una llamada personal.

– ¿Frank Cassidy? -dije.

Me miró y siguió charlando.

– ¡Francis Cassidy! -grité-. ¿Dónde está?

Dejó el teléfono a un lado con aire rencoroso y miró la pantalla de su ordenador.

– Habitación número tres.

Atravesé el área de espera corriendo, abrí las pesadas puertas de la sala, y vi a Antwoine sentado junto a una cortina verde. Me miró con rostro inexpresivo, sin decir nada. Tenía los ojos rojos. Cuando me acerqué, sacudió la cabeza y dijo:

– Lo siento, Adam.

Abrí la cortina de un tirón y allí estaba mi padre, sentado en la cama con los ojos abiertos, y pensé: «Ya ves, te equivocas, Antwoine, todavía está con nosotros, qué hijo de puta», hasta que me di cuenta de que la piel de su cara no tenía el color habitual, sino un cierto tono amarillento, como de cera. Tenía la boca abierta, eso fue lo más horrible. Por alguna razón me obsesioné con eso; tenía la boca abierta como nunca está abierta Cuando uno está vivo, congelada en un boqueo agonizante, un último y desesperado aliento, furioso, casi un gruñido.

– No, no -gemí.

Antwoine estaba de pie detrás de mí con la mano sobre mi hombro.

– Lo declararon muerto hace diez minutos.

Le toqué la cara -su mejilla de cera- y estaba fresca. Ni fría ni caliente. Un par de grados por debajo de lo normal, una temperatura que nunca se siente en alguien vivo. La piel, inanimada, parecía arcilla para modelar.

Me quedé sin aliento. No podía respirar; me sentía en el vacío. Me parecía que las luces titilaban. De repente exclamé:

– Papá. No.

Lo miré a través de mis ojos llenos de lágrimas, toqué su frente, su mejilla, la piel roja y áspera de su nariz por cuyos poros asomaban pequeños pelos negros, y me incliné para besar su rostro enfadado. Durante años había besado a mi padre en la frente, y él apenas había respondido, pero siempre estuve seguro de ver un mínimo destello de satisfacción en sus ojos. Ahora no respondía en absoluto. Me quedé atontado.

– Quería que tuviera la oportunidad de despedirse -me dijo Antwoine. Alcanzaba a oír su voz, el rugido, pero no pude darme la vuelta para mirarlo-. Otra vez tuvo problemas para respirar y en esta ocasión no perdí el tiempo discutiendo, simplemente llamé a la ambulancia. Jadeaba mucho. Dijeron que tenía neumonía, tal vez lleva un tiempo así. Se pusieron a discutir sobre si debían ponerle el tubo pero nunca tuvieron la oportunidad. Yo lo llamé, Adam, lo llamaba y volvía a llamarlo.

– Lo sé -dije.

– Había tiempo… quería que le dijera adiós…

– Lo sé. No pasa nada. -Tragué saliva. No quería mirar a Antwoine a la cara, porque parecía estar llorando, y me sabía incapaz de enfrentarme a eso. Y no quería que él me viera llorar, lo cual era bastante estúpido. Quiero decir que si no lloras cuando muere tu padre, algo anda mal contigo.

– ¿Ha dicho… algo?

– Tacos, sobre todo.

– Quiero decir, ha dicho…

– No -dijo Antwoine, muy lentamente-. No ha preguntado por usted. Pero usted sabe, había dejado de hablar, había…

– Lo sé. -Ahora quería que se callara.

– Sobre todo me insultaba, insultaba los médicos…

– Sí -dije, mirando la cara de mi padre-. No me sorprende. -Tenía la frente arrugada, el ceño fruncido y se había quedado así. Levanté la mano y toqué las arrugas, traté de alisarlas pero no lo logré-. Papá -dije-. Lo siento.

No sé qué quise decir con eso. ¿Qué era lo que sentía? Ya le había llegado el momento de morir, y estaba mejor muerto que viviendo en un estado de constante agonía.

La cortina del otro lado de la cama se abrió. Un tipo de piel oscura con guantes y estetoscopio. Lo reconocí: era el doctor Patel el de la otra vez.

– Adam -dijo-. Lo siento mucho.

Su tristeza parecía genuina.

– Contrajo una neumonía crónica -dijo el doctor Patel-. Debía de llevar así mucho tiempo, pero la última vez, para ser honestos, no la detectamos. Supongo que se nos pasó por alto porque su cuenta de glóbulos blancos no mostraba nada anormal.

– De acuerdo -dije.

– En su estado, la neumonía fue demasiado para él. Al final tuvo un paro respiratorio, antes de que tuviéramos tiempo de decidir si lo intubábamos o no. Su cuerpo no pudo tolerar el ataque.

Asentí de nuevo. No me interesaban los detalles: ¿de qué me servían?

– Realmente es lo mejor que podía pasar. Podría haberse quedado meses pegado a una respiradora. Créame, eso no le hubiera gustado.

– Lo sé. Gracias. Sé que hizo todo lo que estaba a su alcance.

– Sólo le quedaba él, ¿no es verdad? ¿Era su único pariente vivo? ¿No tiene usted hermanos?

– No. Era el único.

– Debían estar muy unidos.

Pensé: ¿ah, sí? ¿Y cómo lo sabe usted, exactamente? ¿Es su opinión como médico profesional? Pero me limité a asentir.

– Adam, ¿hay alguna funeraria en particular a la cual le gustaría que llamáramos?

Traté de recordar el nombre de la funeraria que se ocupó de mi madre. Después de unos segundos lo logré.

– Si podemos ayudarle en algo, no dude en llamarnos -dijo el doctor Patel.

Miré el cuerpo de mi padre, sus puños cerrados, su expresión de enfado, sus ojos fijos como canicas, su boca en el acto de respirar. Enseguida miré a doctor Patel y dije:

– ¿Podría cerrarle los ojos?

Capítulo 71

Los tipos de la funeraria llegaron en cosa de una hora, metieron el cuerpo en una bolsa y se lo llevaron en una camilla. Eran un par de tipos agradables y fornidos de pelo muy corto, y ambos dijeron «Mi más sentido pésame». Llamé al director de la funeraria desde el móvil y hablé medio atontado sobre los pasos que debía dar. También él dijo «mi más sentido pésame». Me preguntó si había parientes mayores de fuera de la ciudad, para cuándo quería programar el funeral, si mi padre asistía a alguna iglesia en particular y si yo quería que se hiciera la misa en ella. Me preguntó si teníamos un panteón familiar. Le dije dónde estaba enterrada mi madre y que estaba casi seguro de que mi padre había comprado dos tumbas, una para ella y otra para él. Dijo que lo confirmaría con el cementerio. Me preguntó cuándo me gustaría pasar a verlo para hacer los últimos arreglos.

Me senté en la sala de espera de Urgencias y llamé al despacho. Jocelyn ya se había enterado de que había algún tipo de emergencia con mi padre, y me preguntó:

– ¿Cómo está él?

– Acaba de fallecer -dije. Así hablaba mi padre: la gente «fallecía», no moría.

– Oh -exclamó Jocelyn-. Lo siento mucho, Adam.

Le pedí que cancelara mis citas de los dos días siguientes y que me pasara con Goddard. Flo cogió el teléfono y dijo:

– Hola, ¿qué tal? El jefe no está. Tomará un avión para Tokio esta misma noche -y luego preguntó en voz baja-: ¿Cómo está su padre?

– Acaba de fallecer -dije y rápidamente continué-. Como es obvio, voy a estar un poco ausente durante un par de días, y quería que me disculpara con Jock…

– Por supuesto -dijo ella-. Por supuesto. Mis condolencias. Estoy segura de que pasará por aquí antes de coger el avión, pero lo entenderá, no se preocupe.

Antwoine llegó a la sala de espera; parecía descolocado, perdido.

– ¿Qué quiere que haga ahora? -preguntó amablemente.

– Nada, Antwoine -dije.

Dudó un instante.

– ¿Quiere que recoja mis cosas?

– No, nada de eso. Tómate tu tiempo.

– Es que todo ha sido tan repentino, y no tengo adonde…

– Quédate en el piso el tiempo que quieras.

Antwoine cambió de pie de apoyo.

– Él habló de usted, Adam.

– Sí, claro -dije. Evidentemente se sentía culpable por haberme dicho que mi padre no había preguntado por mí al final-. Ya lo sé.

Soltó una risita suave y dulce.

– No era siempre el hombre más positivo del mundo, pero creo que era así como demostraba su cariño, ¿sabe?

– Lo sé.

– Era un viejo duro de roer, su padre.

– Sí.

– Nos tomó un buen tiempo llegar a un acuerdo.

– Se portó muy mal contigo.

– Así era él, ¿sabe? A mí no me afectaba.

– Lo cuidaste -dije-. Eso significó mucho para él, aunque no te lo haya demostrado.

– Lo sé, lo sé. Hacia el final tuvimos algo… como una relación.

– Le caías bien.

– De eso no estoy tan seguro, pero teníamos una relación.

– No, creo que le caías bien. Sé que era así.

Hizo una pausa.

– Era un buen hombre, ¿sabe?

No supe cómo responder a eso.

– Fuiste muy bueno con él, Antwoine -dije al fin-. Sé que eso significó mucho para él.


Es gracioso: después de ésa primera vez en que rompí a llorar en el hospital, junto a la cama de mi padre, algo en mí se apagó. No volví a llorar en un mucho tiempo. Me sentía como un brazo dormido, con ese cosquilleo y ese cansancio que se siente en el brazo después de pasar la noche sobre él.

Al salir de la funeraria llamé a Alana al trabajo y me respondió su buzón de voz: el mensaje decía que estaba «fuera del despacho» pero que revisaría con frecuencia sus mensajes. Recordé que estaba en Palo Alto. La llamé al móvil y respondió al primer timbrazo.

– Soy Alana -dijo. Me encantaba su voz: era aterciopelada con un leve tono ronco.

– Hola, soy Adam.

– Hola, estúpido.

– ¿Qué he hecho ahora?

– ¿No se supone que debes llamar a la chica después pasar la noche con ella, por lo menos para hacerla sentir menos culpable de haberse dejado?

– Alana, yo…

– Algunos hasta mandan flores -continuó, en tono de negocios-. No es que me haya ocurrido, pero lo he leído en Cosmopolitan.

Tenía razón, por supuesto: no la había llamado, y eso era verdaderamente descortés. Pero ¿qué iba a decirle? ¿La verdad? ¿Que no la había llamado porque me sentía paralizado como un insecto en ámbar y no sabía qué hacer? ¿Que no podía creer la suerte que había sido encontrar a una mujer como ella -Alana era como una comezón que no puedes dejar de rascarte-, y me sentía, sin embargo, como un fraude total y completo y maligno? Sí, pensé, has leído en Cosmopolitan que los hombres utilizan a las mujeres. Pues no tienes ni idea, nena.

– ¿Qué tal Palo Alto?

– Bonito. Pero no me cambiarás de tema tan fácilmente.

– Alana -dije-, escúchame. Quería decirte… tengo malas noticias. Mi padre acaba de morir.

– Oh, Adam. Oh, lo siento tanto. Dios mío. Me gustaría estar contigo.

– A mí también.

– ¿Qué puedo hacer por ti?

– Nada, no te preocupes.

– ¿Sabes cuándo será el funeral?

– En un par de días.

– Estaré aquí hasta el jueves. Adam, lo siento tanto.

Enseguida llamé a Seth, que dijo más o menos lo mismo.

– Tío, lo siento tanto. ¿Qué puedo hacer por ti?

La gente suele decir eso, y es muy amable, pero después empiezas a preguntarte: ¿qué pueden hacer? No es como si tuviera ganas de que me hicieran un estofado. No sabía qué quería.

– La verdad, nada.

– Venga, que puedo salir temprano del bufete. No hay problema.

– No, de verdad. Gracias, tío.

– ¿Habrá entierro y todo?

– Sí, probablemente. Ya te lo diré.

– Cuídate, ¿eh, amigo?

Después, me sonó el teléfono en la mano. Meacham no saludó ni nada por el estilo. Sus primeras palabras fueron:

– ¿Dónde coño se ha metido?

– Mi padre acaba de morir. Hace una hora, más o menos.

Largo silencio.

– Dios mío -dijo. Luego añadió, con prontitud, como idea de último momento-: Lo siento.

– Sí -dije.

– En el peor momento.

– Ya -contesté, a punto de montar en cólera-. Y eso que le pedí que se esperara.

Y colgué.

Capítulo 72

El director de la funeraria era la misma persona que se había encargado de lo de mamá. Era un tipo cálido y amable, de pelo demasiado negro y bigote grande y erizado. Se llamaba Frank, «igual que su padre», según señaló. Me condujo al salón principal, que parecía como una casa suburbana poco amueblada, con alfombras orientales y muebles oscuros, y un pasillo central que daba a un par de habitaciones. Su despacho era pequeño y oscuro; tenía unos cuantos archivadores de acero pasados de moda y algunas copias enmarcadas de pinturas de barcos y paisajes. No había nada exagerado ni falso en el hombre: parecía conectar conmigo de verdad. Me habló un poco de cuando murió su padre, unos seis años atrás, y de lo duro que había sido. Me ofreció una caja de Kleenex, pero yo no la necesitaba. Tomó notas para la esquela del periódico -me pregunté en silencio quién la leería, a quién iba a importarle- y nos pusimos de acuerdo en la redacción. Me esforcé por recordar el nombre de la hermana mayor de papá, que había muerto, y aun de los nombres de sus padres, que yo habría visto menos de diez veces en mi vida y a quienes siempre llamé «abuelo» y «abuela». Mi padre tenía una relación difícil con ellos, así que apenas nos veíamos. Me confundí un poco con la larga y complicada historia laboral de mi padre, y es posible que me olvidara de alguna escuela en la que trabajó, pero recordé las más importantes.

Frank me preguntó por el historial militar de mi padre, y sólo recordé que había recibido entrenamiento básico en una base cualquiera, pero nunca había ido a combatir a ninguna parte y odiaba el ejército con fervor. Me preguntó si quería poner una bandera sobre su ataúd, a lo cual mi padre tenía derecho en tanto que veterano, pero dije que no, que a él no le hubiera gustado tener una bandera sobre su ataúd. Se hubiera quejado, hubiera dicho algo como «¿Quién coño creéis que soy, John F. Kennedy en su puta capilla ardiente?». Me preguntó si quería que el ejército tocara «Taps», [18] a lo cual mi padre también tenía derecho, y explicó que eso ya no lo hacía un trompetista real, sino que ponían un casete junto a la tumba. Dije que no, que mi padre tampoco hubiera querido «Taps». Le dije que me gustaría programar el funeral y lo demás tan pronto como fuera posible. Quería terminar con todo aquello cuanto antes.

Frank llamó a la iglesia católica donde habíamos celebrado el funeral de mamá y programó una ceremonia para dos días después. Hasta donde yo sabía, ningún pariente vendría de fuera de la ciudad; sus únicos familiares vivos eran un par de primos y una tía a la cual mi padre no veía nunca. Había un par de tíos que quizá podían considerarse amigos suyos, aun cuando no se habían hablado en años; todos vivían en la ciudad. Frank me preguntó si mi padre tenía un traje en el cual me gustaría enterrarlo. Dije que era posible, que lo confirmaría.

Enseguida Frank me llevó al sótano, a una serie de habitaciones donde tenían varios ataúdes expuestos. Todos eran grandes y estridentes, exactamente el tipo de cosa de la que mi padre se hubiera burlado. Lo recuerdo despotricando una vez, por la época de la muerte de mi madre, sobre la industria funeraria y cómo era toda una monumental estafa, cómo cobraban precios ridículamente inflados por ataúdes que iban a quedar bajo tierra de todas formas, así que de qué servía aquello, y cómo, según había oído decir, tan pronto como uno se daba la vuelta alguien cambiaba esos ataúdes caros por otros de pino barato. Yo sabía que eso no era así: había visto cómo metían el ataúd de mi madre en el agujero y lo cubrían de tierra, y no creía que esa artimaña fuera posible a menos que regresaran en mitad de la noche para desenterrarlo, lo cual me parecía más bien improbable.

Por esa sospecha -o ésa, al menos, fue su excusa- mi padre escogió uno de los ataúdes más baratos para mi madre, pino barato pintado para que pareciera caoba.

– Créeme -me dijo en la funeraria después de la muerte de mi madre, en un momento en que yo no era más que un montón de lágrimas-, a tu madre no le gustaba derrochar el dinero.

Pero yo no iba a hacerle lo mismo, aunque él estuviera muerto y no fuera a notar la diferencia. Mi coche era un Porsche, mi piso era inmenso y estaba en Harbor Suites, y podía permitirme comprar un ataúd decente para enterrar a mi padre. Con el dinero que ganaba en el empleo contra el cual él mismo había despotricado tanto. Escogí uno de caoba fina que tenía dentro algo llamado «caja de recuerdos», un cajón donde uno podía guardar cosas que habían pertenecido al muerto.

Un par de horas más tarde me fui a casa, me metí en mi cama siempre deshecha y me quedé dormido. Después fui al piso de mi padre y revisé su armario -el cual, por lo que se veía, no se había abierto en mucho tiempo- y encontré un traje azul barato que nunca le había visto puesto. Había una raya de polvo sobre cada hombro. Encontré una camisa, pero no pude encontrar ninguna corbata -no creo que se hubiera puesto una corbata en su vida- así que decidí usar una de las mías. Busqué en el piso cosas con las que tal vez le hubiera gustado que lo enterráramos. Una caja de cigarrillos, tal vez.

Había temido que entrar en su piso fuera a resultarme demasiado duro; había temido comenzar a llorar de nuevo. Pero sólo me entristeció ver lo poco que el viejo había dejado tras de sí: el leve hedor del cigarrillo, la silla de ruedas, el tubo respiratorio, el sillón reclinable. Después de media hora insoportable de revisar sus pertenencias me di por vencido y decidí que no pondría nada en la «caja de recuerdos». La dejaría simbólicamente vacía, ¿por qué no?

Cuando regresé a casa escogí una de las corbatas que menos me gustaban, una a rayas blancas y azules que me pareció suficientemente lúgubre y que no me importaba perder. No estaba de ánimo para volver a la funeraria, así que la bajé al mostrador del portero y le pedí que la enviara.

El entierro fue al día siguiente. Llegué a la funeraria unos veinte minutos antes de que comenzara la ceremonia. El lugar estaba frío por el aire acondicionado y olía a ambientador. Frank me preguntó si quería «presentarle mis respetos» en privado a mi padre, y dije que sí. Señaló una de las habitaciones a las que daba el pasillo central. Cuando entré y vi el ataúd abierto sentí una descarga eléctrica. Mi padre yacía vestido con el traje azul barato y mi corbata a rayas, con las manos cruzadas sobre el pecho. Sentí que la garganta se me cerraba, pero eso pasó rápidamente, y no tuve ganas de llorar, lo cual me pareció extraño. Sólo me sentía vacío.

Mi padre no parecía real, pero los muertos nunca parecen reales. Frank, o quienquiera que se hubiera encargado de él, había hecho un buen trabajo -no había usado demasiado colorete o como se llamara aquello- pero de todas formas el muerto parecía una de las figuras de cera del museo de Madame Tussaud, una de las mejores, eso sí. El espíritu abandona el cuerpo y no hay nada que un enterrador pueda hacer para traerlo de vuelta. La cara de mi padre tenía un falso «color piel». Sobre su boca parecía haber una capa sutil de pintalabios marrón. Se veía un poco menos enfadado que en el hospital, pero los encargados no habían logrado darle un aspecto pacífico. Supongo que no había mucho qué hacer para suavizar el ceño fruncido. Su piel se había enfriado y parecía más cerosa que en el hospital. Dudé un instante antes de besarle en la mejilla; me pareció extraño, poco natural, impuro.

Allí me quedé un buen rato, mirando esa concha de carne, esa cascara desechada, esa vaina que alguna vez había contenido el alma misteriosa y temible de mi padre. Y me puse a hablarle como supongo que la mayoría de hijos hablan a sus padres muertos.

– Bueno, papá -le dije-, finalmente te has largado. Si hay vida después de la muerte, ojalá seas más feliz que aquí.

Sentí lástima por él, una lástima que nunca fui capaz de sentir mientras vivía. Recordé un par de veces en que realmente me pareció que era feliz. Cuando yo era apenas un niño y él me cargaba en sus hombros. La vez que uno de sus equipos ganó un campeonato. La vez en que lo contrataron en Bartholomew Browning. Unos pocos momentos como éstos. Pero mi padre rara vez sonreía, a menos que estuviera riendo con su risa amargada. Tal vez mi padre era uno de esos hombres que necesitan antidepresivos; tal vez ése había sido su problema, pero me parecía poco probable.

– No te entendí demasiado bien, papá -le dije-. Pero lo intenté, de verdad que sí.

Casi nadie se presentó durante las tres horas siguientes. Hubo amigos míos de la escuela, dos de ellos con sus mujeres, y dos amigos de la universidad. Irene, la anciana tía de mi padre, vino un instante y dijo: «Tu padre fue muy afortunado de tenerte.» Tenía un vago acento irlandés y llevaba un poderoso perfume de señora mayor. Seth llegó temprano y se fue tarde, me hizo compañía. Me contó historias de mi padre para hacerme reír, anécdotas famosas de sus tiempos de entrenador, historias que se habían convertido en leyenda entre mis amigos y en Bartholomew Browning. La vez que mi padre había cogido un rotulador y había pintado una línea por la mitad del casco de un muchacho, un tío grande y torpe llamado Pelly, y luego bajando por su uniforme hasta sus zapatillas, y sobre el césped, trazando una línea recta a través del campo, aunque el rotulador no funcionara sobre el césped, y dijo: «Tú corres por aquí, Pelly, ¿me entiendes? Corres por aquí.»

Hubo la vez que pidió tiempo muerto y se dirigió a un jugador llamado Steve y lo cogió por el casco y le dijo: «¿Eres tonto, Steve?» Y sin esperar a que Steve respondiera, movió el casco de arriba abajo, haciendo que Steve asintiera como una muñeca. «Sí, entrenador, soy tonto», dijo mi padre haciendo una imitación chillona de la voz de Steve. Al resto del equipo le hizo gracia, y la mayoría rió. «Sí, soy tonto.»

Hubo también el día en que pidió tiempo muerto durante un partido de hockey y empezó a gritarle a un chico llamado Resnick por jugar sucio. Cogió el palo de Resnick y le dijo: «Señor Resnick, si vuelvo a verlo arponear» -y lo golpeó con el palo en el estómago, lo cual hizo que Resnick vomitara inmediatamente- «o golpear con el extremo» -y volvió a darle con el palo en el estómago- «lo destrozaré». Y Resnick vomitó sangre y luego siguió con arcadas. Nadie rió.

– Sí -dije-. Qué gracioso era, ¿no?

En ese momento ya quería que Seth dejara de contarme historias, y afortunadamente eso hizo.

A la mañana siguiente, en el funeral, Seth se sentó a mi lado en el banco de la iglesia, y al otro lado se sentó Antwoine. El cura, un hombre distinguido de pelo canoso que parecía un predicador televisivo, se llamaba Joseph Ianucci. Antes de la misa me llevó aparte y me hizo algunas preguntas sobre mi padre: me preguntó sobre su «fe», sobre cómo era, a qué se dedicaba, si tenía pasatiempos, ese tipo de cosas. No supe qué contestarle.

Había alrededor de veinte personas en la iglesia, algunos de ellos parroquianos regulares que habían venido a la misa pero no conocían a mi padre. Los otros eran amigos míos, de la escuela o de la universidad, un par de vecinos, una señora mayor que vivía en el piso de al lado. Estaba presente uno de los «amigos» de mi padre, un tipo que había estado con él en Kiwanis años atrás, antes de que mi padre renunciara a su cargo en un ataque de furia por alguna cuestión menor. Ni siquiera se había enterado de que mi padre estaba enfermo. También estaban presentes un par de primos ya ancianos que vagamente reconocí.

Seth y yo portamos el féretro en compañía de otros hombres de la iglesia y la funeraria. Había flores en la entrada de la iglesia; no tenía idea de cómo habrían llegado allí, si alguien las había enviado o si las había puesto la funeraria.

La misa fue uno de esos oficios increíblemente largos que consisten en mucho ponerse de pie y volver a sentarse y luego arrodillarse, tal vez para que nadie se quede dormido. Me sentía diezmado, atontado, todavía en una especie de trauma. El padre Ianucci llamó a mi padre «Francis» y varias veces dijo su nombre completo, «Francis Xavier», como si eso indicara que mi padre había sido un católico devoto en vez de un tío sin fe cuya única conexión con el Señor era decir Su nombre en vano.

– La partida de Francis nos entristece, lloramos su fallecimiento, pero creemos que está con Dios, que está en un lugar mejor, que comparte la resurrección de Jesús y vive una nueva vida -dijo-. La muerte de Francis no es el fin. Aun podemos unirnos a él. ¿Por qué ha tenido Francis que sufrir tanto en los últimos meses? -preguntó, y respondió algo acerca del sufrimiento de Jesús y dijo que «Jesús no había sido conquistado ni derrotado por su sufrimiento». No entendí muy bien lo que trataba de decir, pero la verdad es que ya no estaba escuchando. Me había ausentado como en un viaje alucinógeno.

Cuando todo hubo terminado, Seth me abrazó, y luego Antwoine me dio un apretón aplastante y un abrazo, y me sorprendió ver una lágrima solitaria deslizándose por la cara del gigante. Yo no había llorado durante el oficio; no había llorado en todo el día. Tal vez ya lo había superado.

La tía Irene se me acercó tambaleándose y sostuvo mi mano entre las suyas, suaves y manchadas por la edad. Una mano temblorosa le había aplicado su pintalabios rojo y brillante; su perfume era tan fuerte que tuve que aguantar la respiración.

– Tu padre era un buen hombre -dijo. Pareció que hubiera leído algo en mi cara, un cierto escepticismo que no había sido mi intención demostrar-. Sí, lo sé, no era un hombre que se sintiera cómodo con sus sentimientos. Pero sé que te quería.

Pensé: vale, si insistes. Sonreí, le di las gracias. El amigo de Kiwanis de papá, un tío corpulento que rondaba su edad pero parecía veinte años más joven, me cogió la mano y dijo: «Mi más sentido pésame.» Incluso Jonesie, el tío de carga de Wyatt Telecom, se presentó con su esposa, Esther. Ambos me dieron sus sentidas condolencias.

Estaba saliendo de la iglesia, a punto de subirme a la limusina para seguir al coche fúnebre hacia al cementerio, cuando vi a un hombre sentado en la última fila de la iglesia. Había entrado poco tiempo después de que empezara la misa, pero allí, en la luz tenue del interior de la iglesia, me había sido imposible distinguir sus facciones.

El hombre se giró y me hizo señas.

Era Goddard.

No lo podía creer. Asombrado y conmovido, me acerqué a él, caminando lentamente. Sonreí, le agradecí que hubiera venido. Negó con la cabeza y movió la mano como para espantar mis agradecimientos.

– Pensé que estaba en Tokio -dije.

– Qué diablos. La división Asia y Pacífico también me ha hecho esperar más de una vez.

– No me diga que… -tartamudeé incrédulo-. ¿Ha aplazado el viaje?

– Una de las pocas cosas que he aprendido en la vida es la importancia de organizar las prioridades.

Me quedé sin habla un instante.

– Volveré al trabajo mañana -dije-. Puede que sea por la tarde, porque tengo que encargarme de unos asuntos, pero…

– No -dijo él-. Tómese su tiempo. Vaya despacio.

– Estaré bien, de verdad.

– Sea bueno con sí mismo, Adam. Nos las arreglaremos sin usted.

– No es como… no es como lo de su hijo, Jock. Quiero decir, mi padre estuvo mucho tiempo enfermo de enfisema, y… es mejor así, la verdad. Él quería morir.

– Sé a qué se refiere -dijo en voz baja.

– Es decir, no éramos muy amigos. -Miré alrededor en el oscuro interior de la iglesia, las filas de bancos de madera, la pintura dorada y carmesí en las paredes. Un par de amigos míos estaban en la puerta, esperando para hablar conmigo-. Tal vez no debería decirlo, especialmente aquí, ¿no? -Sonreí con tristeza-. Pero era una persona difícil, un hueso duro de roer, lo cual facilita todo lo de su fallecimiento. No es como si me sintiera destrozado, ni mucho menos.

– Oh, no. Eso lo dificulta aún más, Adam, ya lo verá. Cuando los sentimientos son tan complejos…

Suspiré.

– No creo que mis sentimientos por él sean… hayan sido tan complejos.

– Eso vendrá después. Las oportunidades perdidas. Las cosas que hubieran podido ser. Pero quiero que tenga esto presente: su padre tuvo la suerte de tenerlo.

– No creo que él se considerara…

– De verdad. Era un tipo afortunado, su padre.

– No estoy tan seguro -dije, y entonces, de repente, la válvula estalló, la presa se quebró, y los ojos se me llenaron de lágrimas. Me ruboricé cuando las lágrimas me empezaron a correr por la cara, y espeté-: Lo siento, Jock.

Levantó ambas manos y me las puso sobre los hombros.

– Si no puede llorar, es que no está vivo -dijo Goddard. Tenía los ojos llorosos.

Ahora yo estaba llorando como un bebé, mortificado y aliviado al mismo tiempo. Goddard me rodeó con sus brazos, me abrazó mientras yo lloriqueaba como un idiota.

– Quiero que sepa algo, hijo mío -dijo en voz muy baja-. Usted no está solo.

Capítulo 73

El día siguiente al entierro regresé al trabajo. ¿Qué iba a hacer, quedarme en casa y deprimirme? La verdad es que no estaba tan alicaído, aunque me sentía vulnerable, como si me hubieran arrancado un pedazo de piel. Necesitaba estar con gente. Y tal vez ahora que mi padre había muerto, encontraría algo reconfortante en Goddard, que comenzaba a ser lo más parecido a un padre que yo había tenido nunca. No era cuestión de psicoanalizarme, pero algo cambió para mí cuando él se presentó en el funeral. Ya no había conflicto ni ambivalencia acerca de mi verdadera misión en Trion, la «verdadera razón» de mi presencia: porque ésa ya no era la verdadera razón de mi presencia.

Por lo que a mí respecta, ya había cumplido mi encargo, pagado mi deuda, y me merecía un borrón y cuenta nueva. Ya no trabajaba para Nick Wyatt. Había dejado de devolver las llamadas y de contestar los mensajes de Meacham. Una vez llegué incluso a recibir un mensaje de Judith Bolton en el buzón de mi móvil. No dejó su nombre, pero su voz era inconfundible. «Adam», dijo, «sé que está pasando por un momento difícil. Todos lamentamos mucho la muerte de su padre, y le mandamos nuestras sentidas condolencias.»

Podía imaginar perfectamente la sesión de estrategia entre Judith, Meacham y Wyatt, todos desesperados por la cometa que había roto la cuerda. Judith diría algo acerca de mostrarse suave con el chico, acaba de perder a su padre, pobre, y Wyatt soltaría un taco y diría que le importaba una mierda, que no había tiempo para eso, y Meacham trataría de ser más duro que su jefe diciendo que me iban a quemar vivo y me iban a joder de por vida; y enseguida Judith diría que no, tenemos que adoptar un punto de vista más sensible, dejad que trate de ponerme en contacto con él…

El mensaje seguía: «Pero es muy importante, aun en este momento de agitación, que permanezca en contacto con nosotros. Quiero que todo sea positivo y cordial, Adam, pero necesito que nos contacte hoy mismo.»

Borré su mensaje igual que el de Meacham. Así comprenderían. En unos días enviaría un mensaje a Meacham para terminar oficialmente con nuestra relación, pero por ahora, pensé, los mantendría en el aire, mientras se asentaba la realidad de la situación. Ya había dejado de ser la cometa de Nick Wyatt.

Les había entregado lo que necesitaban. Se darían cuenta de que no valía la pena aferrarse a mí.

Podían amenazarme, pero no podían obligarme a seguir trabajando para ellos. Mientras tuviera presente que no podían hacer nada, podría marcharme.

Tan sólo debía tener eso presente. Podía marcharme en cualquier momento.

Capítulo 74

A la mañana siguiente, mi móvil comenzó a sonar antes de que tuviera tiempo de entrar en el parking de Trion. Era Flo.

– Jock quiere verlo -dijo en tono urgente-. Ahora mismo.


Goddard estaba en su despacho auxiliar con Camilletti, Colvin y Stuart Lurie, el vicepresidente de Desarrollo Empresarial que yo había conocido en la barbacoa de Jock.

Cuando entré, Camilletti estaba hablando.

– … no, no. Por lo que sé, el hijo de puta viajó ayer mismo a Palo Alto con una lista de términos y condiciones ya redactada. Comió con Hulman, el presidente ejecutivo, y a la hora de la cena ya habían firmado el contrato. Igualó nuestra oferta, hasta el último dólar, hasta el último centavo, ¡pero en efectivo!

– ¿Cómo diablos ha podido pasar esto? -explotó Goddard. Nunca lo había visto tan enfadado-. ¡Delphos firmó un compromiso, por todos los cielos!

– El compromiso tiene fecha de mañana. Nosotros no lo hemos firmado todavía. Por eso viajó con tanta urgencia, para cerrar el trato antes de que nosotros lo aseguráramos.

– ¿De quién hablamos? -dije en voz baja mientras me sentaba.

– Nicholas Wyatt -dijo Stuart Lurie-. Acaba de comprar Delphos, nos la ha quitado de las manos. Por quinientos millones en efectivo.

El estómago se me hundió. Reconocí el nombre de Delphos pero recordé que no debía reconocerlo. «¿Wyatt ha comprado Delphos?», pensé sorprendido.

Dirigí a Goddard una mirada interrogante.

– Es la compañía que estábamos en proceso de adquirir. Ya le había hablado de ella -dijo con impaciencia-. Nuestros abogados estaban acabando de redactar el acuerdo de compra definitivo… -Su voz se apagó, luego resurgió más fuerte-. ¡Ni siquiera creí que Wyatt tuviera tanto efectivo en su hoja de balance!

– Tenían poco menos de mil millones -dijo Jim Colvin-. Ochocientos millones, para ser precisos. Así que quinientos millones dejan el cerdito prácticamente vacío, porque tienen deudas por tres mil millones, y los intereses sobre eso son fácilmente de unos doscientos millones al año.

Goddard golpeó la mesa redonda con la mano.

– ¡Maldito sea! -tronó-. ¿De qué diablos le sirve a Wyatt una compañía como Delphos? Él no tiene Aurora… Que Wyatt arriesgue su propia empresa de esta forma no tiene ningún sentido, a menos que sea para tratar de jodernos.

– Lo cual acaba de hacer, y con éxito -dijo Camilletti.

– ¡Por Dios, Delphos no vale nada sin Aurora!

– Pero sin Delphos, Aurora se ha jodido -dijo Camilletti.

– Tal vez Wyatt sepa lo de Aurora -dijo Colvin.

– ¡Imposible! -dijo Goddard-. Y aunque supiera de Aurora, ¡no lo tiene!

– ¿Y si lo tuviera? -sugirió Stuart Lurie.

Hubo un largo silencio. Camilletti habló lenta, intensamente.

– Hemos protegido Aurora con exactamente las mismas medidas de seguridad que el Departamento de Defensa exige a los contratistas del gobierno que tratan con información sensible compartimentada. -Miró fijamente a Goddard-. Control de tráfico, autorizaciones de seguridad, protección en red, acceso seguro de varios niveles… Todos los sistemas de protección informática conocidos por el hombre están ahí. Él Aurora está metido en un cono de silencio. No hay manera, joder.

– Pues bien -dijo Goddard-, Wyatt ha descubierto de alguna manera los detalles de nuestras negociaciones…

– A menos -interrumpió Camilletti- que tuviera un infiltrado. -Pareció que se le hubiera ocurrido algo, y me miró-. Usted trabajaba para Wyatt, ¿no es así?

Sentí que la sangre se me agolpaba en la cara, y, para disimular, fingí sentirme ultrajado.

– Trabajaba en Wyatt -le respondí bruscamente.

– ¿Se mantiene en contacto con él? -me preguntó, perforándome con la mirada.

– ¿Qué sugiere?

– Es una pregunta sencilla, la respuesta es sí o no: ¿se mantiene en contacto con Wyatt? -me atacó Camilletti-. No hace mucho que cenó con él en el Auberge, ¿correcto?

– Suficiente, Paul -dijo Goddard-. Adam, siéntese, siéntese ahora mismo. Adam no tuvo ningún acceso al Aurora. Ni a los detalles de las negociaciones con Delphos. Creo que hoy ha escuchado por primera vez el nombre de esa compañía.

Asentí.

– Continuemos -dijo Goddard. Parecía haberse calmado un poco-. Paul, quiero que hables con nuestros abogados, veamos qué recursos tenemos. Veamos si podemos detener a Wyatt. Ahora bien, el lanzamiento de Aurora está previsto para dentro de cuatro días. Tan pronto como el mundo se entere de lo que estamos haciendo, se armará un barullo de locos para comprar materiales y fabricantes a lo largo de toda la maldita cadena de suministros. O aplazamos el lanzamiento, o… no quiero formar parte de ese barullo. Tendremos que ponernos a pensar en otra adquisición comparable…

– ¡Pero sólo Delphos tiene esa tecnología!

– Todos somos gente inteligente -dijo Goddard-. Siempre hay otras posibilidades. -Se apoyó en los brazos de su silla y se levantó-. Hay una historia que Ronald Reagan solía contar, acerca del chico que encontró un montón de estiércol y dijo: «Debe de haber un poni por aquí cerca.» -Goddard rió y los demás rieron también, educadamente. Parecía que ese débil intento de romper la tensión los había complacido-. Bueno, pues manos a la obra. Encontrad el poni.

Capítulo 75

Yo sabía lo que había ocurrido.

Esa noche, de camino a casa, repasé los acontecimientos, y cuanto más lo hacía más enfadado me sentía, y cuanto más enfadado me sentía más rápida y erráticamente conducía.

Si no hubiera sido por la lista de condiciones que había cogido de los archivos de Camilletti, Wyatt no habría sabido de Delphos, la compañía que Trion estaba a punto de comprar. Cuanto más pensaba en eso, peor me sentía.

Maldita sea, había llegado el momento de explicarle a Wyatt que todo se había acabado. Que ya no trabajaba para ellos.

Abrí la puerta de casa, encendí las luces y me dirigí al ordenador para escribir un correo electrónico.

Pero no.

Arnold Meacham estaba sentado frente a mi ordenador mientras un par de tíos de aspecto agresivo y pelo cortado al rape destrozaban el lugar. Mis cosas estaban desperdigadas por todas partes. Habían tirado todos los libros de las estanterías, habían destrozado los equipos de CD y DVD, incluso la televisión. Parecía como si un desquiciado hubiera arrasado con todo, destruyendo cuanto tuviera a mano, causando el mayor daño posible.

– ¿Qué coño…?

Meacham levantó la mirada calmadamente y dijo:

– Nunca jamás vuelva a ignorarme, gilipollas.

Tenía que salir de allí. Me di la vuelta y traté de llegar a la puerta justo cuando uno de los matones rapados la cerraba de un golpe y se ponía de pie frente a ella, mirándome con recelo.

No había otra salida, a menos que se contaran las ventanas, una caída de veintisiete pisos que no parecía muy buena idea.

– ¿Qué quiere? -le dije a Meacham, paseando la mirada entre la puerta y él.

– ¿Cree que me puede esconder cosas? -dijo Meacham-. No es así. No hay caja fuerte ni cuchitril alguno que esté a salvo de nosotros. Veo que ha estado guardando todos mis correos. No sabía que le importaran tanto.

– Claro que sí -dije indignado-. Hago copias de todo.

– El programa de cifrado que ha estado usando para sus notas de citas conmigo, con Wyatt, con Judith… no sé si lo sabe, pero ese programa fue descifrado hace más de un año. Hay otros mucho más fuertes en el mercado.

– Es bueno saberlo, gracias -dije con sarcasmo. Traté de parecer impertérrito-. Ahora, ¿por qué no se largan de aquí usted y sus chicos, antes de que llame a la policía?

Meacham soltó un bufido y me hizo una señal para que me acercara.

– No -dije-. He dicho que usted y sus amigos…

Hubo un movimiento repentino que alcancé a ver por el rabillo del ojo, un movimiento relámpago, y algo me golpeó en la nuca. Caí de rodillas. La boca me sabía a sangre. Todo se tiñó de rojo oscuro. Alargué el brazo para coger a mi atacante, pero mientras mi mano se agitaba detrás de mí, un pie se me clavó en el riñón derecho. Un dolor agudo me recorrió el torso y me dejó tendido sobre la alfombra persa.

– No… -dije con la respiración entrecortada.

Otra patada, esta vez sobre mi nuca, increíblemente dolorosa. Ante mis ojos titilaban pequeños puntos de luz.

– Quítemelos de encima -gemí-. Dígale que se detenga. Si me deja atontado, puede que comience a hablar…

No se me ocurrió mejor amenaza que ésa. Probablemente, los cómplices de Meacham sabían poco o nada del asunto que teníamos entre manos. Sólo eran el brazo fuerte. Meacham no les habría explicado nada, pensé, habría preferido que no supieran. O tal vez sabían un poco, lo suficiente para saber qué buscar. Pero Meacham querría mantenerlos del otro lado tanto como fuera posible.

Me encogí, me preparé para otra patada en la nuca; todo era blanco y chispeante; tenía en la boca un sabor metálico. Durante un instante hubo silencio; parecía que Meacham les había indicado que se detuvieran.

– ¿Qué coño quiere de mí? -pregunté.

– Vamos a dar un paseo -dijo Meacham.

Capítulo 76

A empujones, Meacham y sus matones me sacaron de casa, me bajaron por el ascensor al parking y me sacaron a la calle por una puerta de servicio. Estaba aterrorizado. Un Suburban negro con ventanas tintadas estaba estacionado junto a la salida. Meacham caminaba delante, pero los tres se mantenían muy cerca de mí, encerrándome, tal vez para asegurarse de que no arrancaba a correr o trataba de atacar a Meacham o algo así. Uno de los tíos llevaba mi ordenador portátil; el otro llevaba el de sobremesa.

La cabeza me palpitaba; la espalda y el pecho me estaban matando. Debía verme espantoso, lleno de moretones y magulladuras.

«Vamos a dar un paseo» significaba, al menos en la jerga de la mafia, bloques de cemento en los pies y un chapuzón en el East River. Pero si querían matarme, ¿por qué no lo habían hecho en el piso?

Los matones eran ex policías, según intuí poco después, empleados de Seguridad Empresarial de Wyatt. Parecía que los hubieran contratado sin más razón que la fuerza bruta: no eran los más brillantes del curso. En realidad, eran más bien limitados.

Uno de ellos conducía, y Meacham iba en el asiento delantero, separado de mí por un vidrio a prueba de balas. Habló por teléfono durante todo el trayecto.

Aparentemente, había cumplido con su misión. Me había hecho cagar de miedo, y él y sus chicos habían encontrado la prueba que yo guardaba contra Wyatt.

Veinte minutos después, el Suburban entró por la larga entrada de piedra de Nick Wyatt.

Dos de los tipos me registraron, buscando armas o cualquier cosa, como si en algún momento del trayecto entre mi piso y aquel lugar hubiera podido hacerme con una Glock. Me quitaron el móvil y me metieron de un empujón en la casa. Pasé por el detector de metales y sonó la sirena. Me quitaron el reloj, el cinturón y las llaves.

Wyatt estaba sentado en frente de una inmensa televisión de pantalla plana en una habitación espaciosa y con pocos muebles, viendo la CNBC sin volumen y hablando por el móvil. Me miré en un espejo al entrar con mis escoltas rapados. Tenía bastante mal aspecto.

Todos esperábamos.

Después de unos minutos, Wyatt colgó, dejó el móvil a un lado y me echó una mirada.

– Cuánto tiempo sin verlo -dijo.

– Ya -dije.

– Por Dios, mírese. ¿Se ha estrellado contra una puerta? ¿Se ha caído por la escalera?

– Algo así.

– Siento mucho lo de su padre. Pero Dios mío, respirando por un tubo, tanques de oxígeno, todo eso… A mí que me maten si alguna vez llego a estar así.

– Será un placer -dije, pero no creo que me oyera.

– Mejor muerto, ¿o no? Mejor que haya dejado de sufrir.

Quería arrojarme sobre él y estrangularlo.

– Gracias por preocuparse -dije.

– Gracias a usted -dijo-, por la información sobre Delphos.

– Ha debido vaciar el cerdito para comprarla.

– Siempre hay que pensar tres jugadas por delante. ¿Cómo cree que he llegado dónde estoy? Cuando anunciemos que somos nosotros los que tenemos el chip óptico, nuestras acciones se dispararán.

– Muy bien -dije-. Bueno, ya lo tiene todo resuelto, ¿no? Ya no me necesita.

– Al contrario, amigo mío. Usted está lejos de haber terminado. Ahora me conseguirá las especificaciones del chip. Y el prototipo.

– No -dije en voz baja-. Ya he hecho lo que tenía que hacer.

– ¿Eso cree? -rió-. Está alucinando, Adam.

Respiré hondo. Podía sentir el pulso de mi propia sangre en la base del cuello. Me dolía la cabeza.

– La ley es muy clara -dije, aclarándome la voz. Había repasado algunas páginas legales en la web-. La verdad es que usted está mucho más pringado que yo, porque fue usted quien supervisó todo este asunto. Yo he sido sólo una ficha. Usted ha controlado la operación.

– La ley, la ley -dijo Wyatt con una sonrisa incrédula-. ¿A mí me habla de la jodida ley? ¿Es por eso que ha estado guardando correos y memorandos y toda esa mierda, para tratar de acumular pruebas legales contra mí? Casi me da lástima. No lo entiende, ¿verdad? ¿Cree que voy a dejar que se marche antes de terminar con el asunto?

– Ya le he dado todo tipo de información valiosa -le dije-. Su plan ha funcionado. Fin de la historia. De ahora en adelante, no volverá a contactarme. Transacción terminada. Por lo que respecta a todo el mundo, esto nunca ha ocurrido.

El terror puro había cedido su lugar a una cierta seguridad delirante. Yo había cruzado la línea: había saltado al precipicio y mi cuerpo planeaba en el aire. Por lo menos disfrutaría de la caída hasta el momento en que llegara al suelo.

– Piénselo -dije.

– ¿Ah, sí?

– Usted tiene mucho más que perder. Su empresa. Su fortuna. Yo no soy nadie. Soy el pez pequeño. No, ni siquiera eso. Soy plancton.

Sonrió de oreja a oreja.

– ¿Y qué hará? ¿Decirle a «Jock» Goddard que usted no es más que un pequeño capullo de mierda que recibía sus «brillantes» ideas de mano de su principal competidora? ¿Y qué cree que hará él en ese momento? ¿Darle las gracias, llevarlo a comer a su vagoncito y brindar por usted con un cóctel sin alcohol? No, no lo creo.

Negué con la cabeza. El corazón me latía con fuerza.

– Para usted es mejor que Goddard no sepa cómo se enteró de las negociaciones con Delphos.

– ¿O tal vez cree que puede ir al FBI? Y decirles «yo fui espía, me contrató Wyatt», ¿no es así? Ah, eso les encantará. Usted sabe lo comprensivo que es el FBI, ¿no es cierto? Lo aplastarán como a una cucaracha, una cucaracha de mierda, y yo lo negaré todo y no tendrán más opción que creerme, ¿sabe por qué? Porque usted no es más que un timador de medio pelo. Usted tiene todo un historial como estafador, mi amigo. Un estafador de pacotilla. Usted me desfalcó y yo lo despedí, y todo eso está muy bien documentado.

– Si es así, no le va a resultar muy fácil explicar por qué Wyatt Telecom me recomendó con tanto entusiasmo.

– Si alguien lo hubiera hecho. Pero nadie lo hizo, ¿no lo entiende? Nunca recomendaríamos a un timador como usted. Usted, como el mentiroso compulsivo que ha sido siempre, falsificó nuestro membrete, falsificó sus propias recomendaciones cuando pidió empleo en Trion. Esas cartas no vinieron de nosotros. El análisis del papel y el examen forense de los documentos lo probarán sin lugar a dudas. Usted usó una impresora distinta, cartuchos de tinta diferentes. Usted llegó a falsificar firmas, gilipollas -Wyatt hizo una pausa-. ¿De verdad creyó que no íbamos a cubrirnos las espaldas?

Traté de sonreír también, pero no logré que los músculos temblorosos de mi boca cooperaran.

– Lo siento, pero eso no explica las llamadas de ejecutivos de Wyatt a Trion -dije-. De cualquier forma, Goddard verá que es cierto. Él me conoce.

La risa de Wyatt fue más como un ladrido.

– ¡Lo conoce! ¡Eso sí que es gracioso! Joder, tío, de verdad no sabe usted con quién se ha metido, ¿verdad? Está de mierda hasta el cuello y no lo sabe todavía. ¿Piensa que alguien creerá que nuestro Departamento de Recursos Humanos llamó a Trion con elogiosas recomendaciones después de haberle echado a la calle de una patada en el culo? Pues bien, investigue un poco, cerdo, y verá que absolutamente todas las llamadas de Recursos Humanos fueron redirigidas. Los registros muestran que todas venían de su propio piso, Adam. Fue usted quien hizo todas las llamadas, gilipollas, haciéndose pasar por los supervisores de Recursos Humanos, falsificando cada una de esas recomendaciones tan entusiastas. Usted no es más que un fracasado, un asqueroso fracasado. Su caso es patológico. Por eso inventó toda esa historia según la cual había sido uno de los mandamases del proyecto Lucid, lo cual es falso. Y eso es fácil de probar. Verá, gilipollas, la gente de seguridad de aquí se reunirá con la de allá y compararán notas, es así de simple.

La cabeza me daba vueltas lentamente. Sentí náuseas.

– Y tal vez -siguió diciendo- quiera usted revisar esa cuenta secreta que tanto lo enorgullece. En la que está tan seguro de haber recibido fondos de alguna cuenta extranjera. ¿Por qué no rastrea el verdadero origen de esos fondos?

Lo miré fijamente.

– Ese dinero -explicó Wyatt- llegó directamente de varias cuentas de Trion. Y sus huellas digitales, querido amigo, están por todas partes. Usted robó ese dinero igual que antes nos robó a nosotros -los ojos se le iban a salir-. Tiene usted la cabeza en la guillotina, capullo. Para la próxima vez que nos veamos, usted habrá conseguido las especificaciones técnicas del chip óptico. De lo contrario, puede darse por muerto. Ahora lárguese de mi casa.

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