Primera Parte. El amañado

Amañado: Término de la CIA originado en la Guerra Fría y referido a una persona que será chantajeada o puesta en entredicho para obligarla a cumplir los deseos de la Agencia.

Diccionario del Espionaje.


Capitulo 1

Hasta que ocurrió todo, yo nunca había creído en la vieja frase de que debes tener cuidado con lo que deseas, porque podrías conseguirlo. Ahora creo en ella.

Ahora creo en todos los proverbios de advertencia. Creo que más dura será la caída. Creo que de tal palo tal astilla, que la mala suerte no viene sola, que no todo lo que brilla es oro, que más rápido se coge al mentiroso que al cojo. Lo que se te ocurra, yo lo creo.

Podría intentar explicar que todo empezó con un acto de generosidad, pero eso no sería muy preciso. Fue más bien un acto de estupidez. Un grito de auxilio, si se prefiere. O más bien un corte de mangas. Como sea, el error fue mío. En parte, pensaba que me saldría con la mía, pero también esperaba que me despidieran. Debo confesarlo: cuando recuerdo la forma en que comenzó todo, me maravillo ante lo gilipollas y arrogante que llegué a ser. No negaré que recibí mi merecido. Es sólo que no fue lo que esperaba. Pero ¿quién hubiera esperado algo así?

Hice un par de llamadas, y eso fue todo. Me hice pasar por el vicepresidente de Eventos Empresariales y llamé al lujoso servicio de catering que se encargaba de todas las fiestas de Wyatt Telecom. Les dije que hicieran exactamente lo mismo que habían hecho para la juerga de la semana anterior, la del premio al Mejor Vendedor del Año. (Obviamente, yo ignoraba el despilfarro que había sido aquello.) Les di los códigos de pago correctos, autoricé las transferencias por anticipado. Todo fue sorprendentemente fácil.

El dueño de Cenas de Esplendor me dijo que nunca había organizado una recepción en el área de carga de una compañía, que el asunto presentaba «dificultades escenográficas», pero yo sabía que no rechazaría un jugoso cheque de Wyatt Telecom.

Por alguna razón, dudo que Cenas de Esplendor hubiera hecho jamás una fiesta de jubilación para un auxiliar de capataz.

Creo que eso fue lo que realmente enfureció a Wyatt. Pagar una fiesta en honor de Jonesie -«¡un mozo de carga, por el amor de Dios!»- era una violación del orden natural. Si me hubiera gastado el dinero en la entrada de un descapotable Ferrari 360 Módena, Nicholas Wyatt casi lo hubiera entendido. Hubiera percibido mi codicia como evidencia de nuestra humanidad compartida, igual que la debilidad por la bebida, o por las «tías», como llamaba a las mujeres.

Si hubiera sabido cómo terminaría todo, ¿volvería a hacerlo? Ni pensarlo.

Sea como sea, debo decir que estuvo muy bien. Yo estaba al tanto de que el dinero para la fiesta de Jonesie salía de un fondo destinado, entre otras cosas, a una «excursión» del presidente ejecutivo y sus vicepresidentes al hotel Guanahani de la isla de St. Barthelemy.

También me gustó que los obreros de carga se hicieran una idea de cómo vivían los ejecutivos. La mayoría de los colegas y sus esposas, gente cuya idea de derroche era el Festival de la Gamba en el Red Lobster o la Barbacoa de Costillas en el Outback Steakhouse, no supieron qué hacer con la comida más rara, el caviar de Osetra o el cuarto trasero de ternero lechal a la Provenzal, pero devoraron el filete de res en croute, el costillar de cordero, la langosta asada con raviolis. Las esculturas de hielo fueron todo un éxito. El Dom Perignon fluyó, aunque no tan rápido como la Budweiser. (Y eso me parecía bien, porque los viernes por la tarde yo solía quedarme a fumar en el área de carga, y alguien, generalmente Jonesie o Jimmy Conolly, el capataz, traía una nevera de latas frías para celebrar el final de otra semana.)

Jonesie, un viejo con una cara desgastada y abatida que lo hacía inmediatamente simpático, estuvo animado toda la noche. Esther, su esposa de cuarenta y dos años de edad, nos pareció estirada al principio, pero al final resultó ser una bailarina increíble. Yo había contratado a un excelente grupo de reggae jamaicano, y todos se unieron a la fiesta, incluso los tíos que nunca hubiéramos esperado ver bailar.

Eso fue después de la gran crisis tecnológica, por supuesto, y en todas partes las compañías estaban haciendo despidos masivos e instaurando políticas de «austeridad», lo cual significaba que uno tenía que pagar por su café y que no habría más Coca-Cola gratis en el salón de descanso, y cosas así. Se suponía que Jonesie debía dejar de trabajar un viernes, pasar unas horas rellenando impresos en Recursos Humanos, y después irse a casa para el resto de su vida, sin fiesta, sin nada. Mientras tanto, el equipo ejecutivo de Wyatt Telecom planeaba dirigirse a St. Bart en sus aviones Lear para revolcarse con sus esposas o novias en sus chalets privados, embadurnarse los michelines con aceite de coco y discutir políticas de austeridad empresarial durante obscenos desayunos de buffet con papayas y lenguas de colibrí. En realidad, Jonesie y sus amigos no se preguntaron demasiado en serio quién estaba pagando todo aquello. Pero a mí me hizo sentir un cierto placer secreto y perverso.

Eso fue hasta la una y media de la mañana, cuando el sonido de las guitarras eléctricas y los gritos de un par de colegas jóvenes, que habían pillado una curda de mil demonios, debió de llamar la atención de un guardia de seguridad, un tipo recién contratado (la paga es pésima, los turnos son increíbles), que no conocía a ninguno de nosotros y no estaba dispuesto a dejar pasar nada por alto.

Era un tío regordete, de cara colorada a lo Porky, que apenas habría cumplido los treinta. Simplemente agarró su walkie-talkie como si fuera una pistola Glock y dijo:

– ¿Qué coño…?

Y mi vida, tal como la conocí, había terminado.

Capítulo 2

El correo de voz me estaba esperando cuando llegué al trabajo, tarde como siempre.

En realidad, más tarde que de costumbre. Me sentía mareado, la cabeza me palpitaba y el corazón me iba demasiado rápido después de la gigantesca taza de café barato que me había bebido de un trago en el metro. Una ola de acidez me salpicaba el estómago. Había llegado a pensar en llamar y decir que estaba enfermo, pero esa pequeña voz de cordura que había en mi cabeza me dijo que lo más sabio, después de los sucesos de la noche anterior, era presentarme a trabajar y afrontar las consecuencias.

Lo cierto es que estaba convencido de que me despedirían: casi me hacía ilusión, de la misma forma que uno teme y a la vez ansía que le limpien con una fresa un diente dolorido. Cuando salí del ascensor y caminé el kilómetro hacia mi terminal de trabajo, pasando entre los primeros cuarenta cubículos de la planta, veía cabezas que se alzaban aquí y allá, como perros en una pradera, para alcanzar a verme. El rumor había corrido; yo era una celebridad. Los correos electrónicos volaban de un lado al otro, de eso no había duda.

Tenía los ojos rojos, mi pelo era un desastre, parecía un anuncio ambulante de no a la droga.

La pantallita de cristal líquido de mi teléfono Internet decía: «Tiene once mensajes.» Conecté el altavoz y los pasé deprisa. Con sólo oír los mensajes, preocupados y sinceros y aduladores, me subió la presión detrás de los ojos. Saqué el frasco de Advil del cajón inferior, cogí dos y me los tragué en seco. Así que esta mañana ya llevaba cuatro, lo cual excedía la dosis máxima recomendada. ¿Y qué podía pasarme? ¿Morir de una sobredosis de ibuprofeno momentos antes de ser despedido?

Yo era subdirector de líneas de producción para routers en nuestra División Empresarial. No preguntéis qué significa eso en cristiano, es lo más aburrido que os podáis imaginar. Me pasaba los días oyendo frases como «servicio dinámico de emulación de circuitos de banda ancha» y «dispositivo de acceso integrado» y «dispositivo IOS» y «ejes ATM» y «protocolo de seguridad para Internet», y os juro que no sabía qué significaba la mitad de esa mierda.

Un mensaje de un tío de Ventas llamado Griffin. Me llamaba «campeón» y se jactaba de que acababa de vender un par de docenas de los routers que yo manejaba asegurándole al cliente que tenían una característica particular -protocolos de capacidad múltiple para transmisión de vídeo en vivo-, aunque él sabía muy bien que no la tenían. Pero estaría muy bien que esa característica le fuera añadida al producto, digamos en las próximas dos semanas, antes de que saliera el envío. Sí, claro. Tranquilo.

Una llamada de seguimiento del jefe de Griffin, sólo «para confirmar el progreso de los protocolos de capacidad múltiple que según se dice estás haciendo», como si me encargara yo mismo del trabajo técnico.

Y la voz cortada, importante, de un hombre llamado Arnold Meacham, que se identificó como director de Seguridad Empresarial y me pidió que por favor me «pasara» por su despacho tan pronto como llegara.

Más allá de su título, no tenía la menor idea de quién era Arnold Meacham. Nunca había oído su nombre. Ni siquiera sabía dónde estaba Seguridad Empresarial.

Es gracioso: cuando oí el mensaje, mi corazón no se aceleró como era de esperar. De hecho, redujo el ritmo, como si mi cuerpo supiera que el concierto se había acabado. Había algo Zen en todo aquello, la serenidad interna del momento en que te das cuenta de que no hay nada que hacer. Casi me deleité con aquel momento.

Durante unos minutos, mientras aspiraba mi Sprite, me puse a mirar fijamente las paredes de mi cubículo, el color carbón del tapizado Avora, que parecía la moqueta que cubría el suelo del piso de mi padre. Siempre mantuve los paneles libres de toda evidencia de presencia humana: nada de fotos de la esposa o los hijos (fácil, pues no tenía), nada de caricaturas de Dilbert, nada irónico ni agudo para decir que me encontraba aquí bajo protesta, pues ya me sentía bastante lejos de todo eso. Tenía un estante en el que había una guía de referencia de protocolos para routers y cuatro carpetas negras y gruesas que contenían el «índice de características» del router MG-50K. No iba a echar de menos ese cubículo.

Quiero decir, no era como si fueran a fusilarme; según pensé, ya me habían fusilado. Ahora sólo era cuestión de ocuparse del cuerpo y de limpiar la sangre. Recuerdo que en la universidad leí una vez acerca de la guillotina en la historia francesa, y de cómo un verdugo que era médico llevó a cabo este espantoso experimento (uno se divierte como puede, supongo): segundos después de que cayera la cabeza observó la forma en que los ojos y los labios temblaban y se contraían hasta que los párpados se cerraban y todo se detenía. Entonces pronunció el nombre del muerto, y los ojos del decapitado se abrieron de golpe y se fijaron en el verdugo. Segundos después los ojos se cerraron, y el doctor llamó al muerto de nuevo y los ojos volvieron a abrirse y lo miraron. Qué simpático. Así que treinta segundos después de quedar separada del cuerpo, la cabeza sigue reaccionando. Así me sentía yo. La cuchilla ha caído ya, pero me siguen llamando.

Levanté el auricular y llamé al despacho de Arnold Meacham, le dije a su asistente que me pondría en camino, y pregunté cómo se llegaba.

Tenía la garganta seca, así que me detuve en el salón de descanso para servirme uno de aquellos refrescos antiguamente-gratuitos-pero-ahora-a-cincuenta-centavos. El salón de descanso estaba al fondo, en medio de la planta, junto a los ascensores, y mientras caminaba en un curioso estado de fuga, un par de colegas me vieron llegar y rápidamente se dieron la vuelta, avergonzados.

Inspeccioné la vitrina de cristal grasiento donde estaban los refrescos, decidí que no tomaría mi acostumbrada Pepsi Light -la verdad era que en ese momento no necesitaba más cafeína- y saqué una Sprite. Sólo por rebeldía, no dejé nada de dinero en el bote. ¡Ja! Así aprenderían. Abrí el refresco y me dirigí al ascensor.

Yo odiaba mi trabajo, lo despreciaba de verdad, así que la idea de perderlo no me parecía nada terrible, ni mucho menos. Pero por otra parte, no es que pudiera vivir de rentas. Necesitaba el dinero, por supuesto. El punto era ése, ¿no? Había regresado básicamente para colaborar con el tratamiento médico de mi padre. Mi padre, que me consideraba un fracasado. En Manhattan, trabajando como camarero, ganaba la mitad del dinero pero vivía mejor. ¡Estamos hablando de Manhattan! Aquí, yo vivía en un deteriorado estudio en la planta baja de un edificio de Pearl Street, un lugar que hedía a tubo de escape y cuyas ventanas se sacudían cuando pasaban los camiones a las cinco de la mañana. Es cierto que un par de noches por semana podía salir con amigos, pero la mayoría de las veces acababa metiendo la mano en la línea de crédito de mi cuenta una semana antes de que mi cheque apareciera, mágicamente, el día quince de cada mes.

Así que la paga no era gran cosa, pero tampoco es que fuera de culo. Trabajaba el mínimo de horas requerido, llegaba tarde y me iba temprano, pero hacía mi trabajo. Mis calificaciones de desempeño no eran demasiado buenas: yo era «contribuyente de base», es decir que estaba en el límite, tan sólo un escalón por encima del «bajo contribuyente», que era donde uno ya podía empezar a hacer las maletas.

Entré en el ascensor, me fijé en lo que llevaba puesto -vaqueros negros, camiseta gris, zapatillas- y deseé haberme puesto una corbata.

Capítulo 3

Cuando trabajas en una gran empresa, nunca sabes muy bien qué creer. Las charlas están llenas de bravuconadas y amenazas. Todo el tiempo te hablan de «aplastar a la competencia», de «clavarles una estaca en el corazón». Te hablan de «matar o morir», «comer o que te coman», de «quitarles la comida» y «cómete al enemigo» y «cómete a tus hijos».

Eres ingeniero de software o director de producción o encargado de ventas, pero después de un tiempo comienzas a pensar que de alguna forma has acabado mezclado con una de esas tribus aborígenes de Papúa Nueva Guinea que se pintan la cara y se atraviesan la nariz con colmillos de jabalí y se ponen calabazas en la polla. Cuando la realidad es que basta con que le envíes a tu colega de Tecnologías de la Información una broma subida de tono y políticamente incorrecta por correo electrónico, y que tu colega se la mande al tío de unos cubículos más allá, para que acabes encerrado en una sala de conferencias en Recursos Humanos recibiendo Capacitación para la Diversidad durante una semana de espanto. Roba unos clips y acabarán azotándote con la regla astillada de la vida.

Lo que pasa, por supuesto, es que yo había hecho algo un poco más serio que asaltar el armario de materiales de oficina.

Me hicieron esperar en una lejana oficina entre media hora, cuarenta y cinco minutos, pero pareció más tiempo. No había nada que leer, aparte de Gestión de la seguridad y cosas así. La recepcionista llevaba el pelo rubio cenizo metido en un casco, y tenía círculos amarillos de fumadora debajo de los ojos. Contestaba el teléfono, tecleaba en un teclado, me echaba miradas furtivas de vez en cuando, como cuando uno trata de ver un truculento accidente de tránsito mientras mantiene los ojos en la carretera.

Estuve tanto tiempo sentado que la confianza me empezó a fallar. Tal vez el punto era ése. El asunto del cheque mensual comenzaba a parecerme una buena idea. Tal vez una actitud desafiante no era la mejor estrategia. Tal vez me tendría que tragar la mierda. Tal vez la cosa era mucho más grave.

Arnold Meacham no se puso de pie cuando la recepcionista me hizo pasar. Estaba sentado detrás de un gigantesco escritorio negro que parecía de granito pulido. Tenía unos cuarenta años, era delgado y ancho, con cuerpo de Gumby, [1] cabeza larga y cuadrada, nariz larga y delgada, sin labios. Pelo castaño encanecido y con entradas. Llevaba un blazer azul cruzado y una corbata azul a rayas, como el presidente de un club náutico. Me miraba fijamente a través de unas gafas de acero demasiado grandes, estilo aviador. Se podía ver que no tenía el más mínimo sentido del humor. A un lado de su escritorio, sentada en una silla, estaba una mujer algo mayor que yo que parecía tomar notas. El despacho era grande y sobrio, con muchos diplomas colgados de la pared.

– Así que usted es Adam Cassidy -dijo Meacham. Tenía una manera de hablar remilgada y precisa-. ¿Resaca postfiesta, muchacho?

Sus labios se juntaron en una sonrisita.

Dios mío. Esto no pintaba bien.

– ¿En qué le puedo ayudar? -dije. Traté de parecer perplejo, preocupado.

– ¿En qué me puede ayudar? ¿Qué le parece si comienza por decirme la verdad? Así es como me puede ayudar.

Generalmente le caigo bien a la gente. Se me da bien lo de conquistar simpatías: la profesora de matemáticas enfurecida, el cliente de la empresa cuyo pedido lleva seis meses de retraso, lo que sea. Pero de inmediato pude ver que aquél no era uno de esos momentos Dale Carnegie. [2] Las posibilidades de rescatar mi detestable empleo se reducían a cada segundo.

– Por supuesto -dije-. ¿La verdad sobre qué?

Meacham resopló, divertido.

– ¿Qué tal el acontecimiento de anoche?

Hice una pausa, reflexioné.

– ¿Se refiere a nuestra pequeña fiesta de jubilación? -dije. No estaba seguro de cuánto sabían ellos, pues había sido muy cuidadoso con el rastro del dinero. Debía cuidar mis palabras. La mujer del cuaderno, una mujer ligera con pelo rojo y crespo y grandes ojos verdes, estaba probablemente en calidad de testigo.

– Pequeña, sí. Tal vez según los parámetros de Donald Trump. -Meacham tenía un rastro casi imperceptible de acento sureño.

– Era necesaria como estímulo para la moral -dije-. Créame, señor, la fiesta hará maravillas en el campo de la productividad.

Una mueca de desprecio se dibujó en su boca sin labios.

– «Estímulo para la moral.» La financiación de ese «estímulo para la moral» está cubierta con sus huellas.

– ¿La financiación?

– No se haga el tonto, Cassidy.

– No estoy seguro de entender a qué se refiere, señor.

– ¿Me cree usted estúpido? -Había dos metros de falso granito entre ambos, y aun así me llegaban gotas de su saliva.

– Me parece que… que no, señor. -Un esbozo de sonrisa apareció en las comisuras de mi boca. No lo pude evitar: era el orgullo de la labor cumplida. Grave error.

El rostro pálido de Meacham se sonrojó.

– ¿Cree que es gracioso eso de entrar ilegalmente en las bases de datos de la compañía para conseguir códigos de pago confidenciales? ¿Cree acaso que se trata de un juego, que ha hecho algo astuto? ¿Cree que esto no cuenta?

– No, señor.

– ¡Mentiroso de mierda, grandísimo gilipollas! ¡Lo que ha hecho usted es igual que robarle el bolso a una anciana en el metro!

Traté de parecer escarmentado, pero podía ver hacia dónde se dirigía la conversación, y en realidad me parecía inútil.

– Usted ha robado setenta y ocho mil dólares de la cuenta de Eventos Empresariales para hacerle una puta fiesta a sus amiguetes en el área de carga. ¿No es así?

Tragué saliva. ¿Setenta y ocho mil dólares? Sabía que había sido una buena cantidad, pero no imaginé que fuera tanto.

– ¿El tío ese está metido en todo esto?

– ¿A quién se refiere? Tal vez está usted confundido acerca de…

– «Jonesie.» El viejo ese, el nombre que había sobre el pastel.

– Jonesie no ha tenido nada que ver -le espeté.

Meacham se recostó con aire triunfante: finalmente había encontrado un punto débil.

– Si quiere despedirme, hágalo, pero Jonesie es completamente inocente.

– ¿Despedirlo? -Parecía que le hubiera hablado en serbo-croata-. ¿Cree que estoy hablando de despedirlo? Usted es un chico inteligente, bueno para las matemáticas y los ordenadores, capaz de sumar, ¿no es cierto? Bien, pues quizá pueda sumar estos números. Por desfalco, le caerán cinco años de cárcel y una multa de doscientos cincuenta mil dólares. Fraude por telegrama y por correo, otros cinco años de cárcel, pero espere: si el fraude afecta a una institución financiera -y fíjese qué suerte, usted se ha metido con nuestro banco y el banco receptor, es su día de suerte, gilipollas-, en total son más de treinta años de cárcel y una multa de un millón de dólares. ¿Nos entendemos? ¿Me sigue? ¿Treinta y cinco años? Y ni siquiera hemos entrado en el tema de la falsificación y los delitos informáticos, en la obtención de información de un ordenador protegido con el fin de robar datos… eso puede resultar en penas de uno a veinte años y más multas. ¿Cuánto llevamos hasta ahora? ¿Cuarenta, cincuenta, cincuenta y cinco años de cárcel? Usted tiene veintiséis, así que tendrá, veamos, ochenta y un años cuando salga.

Para este momento ya tenía la camiseta empapada en sudor, me sentía frío y pegajoso. Las piernas me temblaban.

– Pero -empecé a decir con voz ronca, y seguí tras carraspear- en una corporación de treinta mil millones de dólares, setenta y ocho mil dólares no son más que un error de cómputo.

– Le sugiero que se calle la boca -dijo Meacham con voz queda-. Hemos consultado a nuestros abogados, y ellos están convencidos de que pueden obtener cargos por desfalco en un tribunal. Además, está claro que usted estaba en posición de sacar más dinero, y sospechamos que esto no fue más que el primer episodio de una conspiración actualmente en curso cuyo fin es defraudar a Wyatt Telecommunications, parte de una estrategia de retiradas y desviaciones de fondos. No es más que la punta del iceberg.

Se dirigió por primera vez a la mujer que tomaba notas.

– Lo que sigue es extraoficial -dijo, y volvió a hablarme-. El fiscal general fue compañero de habitación de nuestro abogado en la universidad, señor Cassidy, y estamos absolutamente seguros de que tiene la intención de castigarlo tan duramente como pueda. Además, la oficina del Fiscal del Distrito, aunque usted tal vez no lo haya notado, está llevando a cabo una campaña contra los delitos empresariales, y están buscando a alguien que sirva para dar el ejemplo. Quieren una cabeza en una estaca, Cassidy.

Me quedé mirándolo. El dolor de cabeza estaba de vuelta. Sentí un hilillo de sudor bajarme por dentro de la camisa, desde la axila hasta la cintura.

– Tenemos tanto a la policía estatal como a los federales de nuestro lado. Es así de simple: está usted en nuestro poder. Ahora se trata simplemente de decidir con qué dureza queremos golpearlo, cuánta destrucción queremos provocar. Y tampoco se imagine que acabará en un club campestre. Los tíos guapos como usted acaban boca abajo sobre alguna litera de la Prisión Federal de Marion. Cuando salga, será un viejo desdentado. Y en caso de que no esté al tanto de nuestro actual sistema de justicia, la fianza ya no existe a nivel federal. En este momento, su vida acaba de cambiar. Está jodido, amigo.

Miró a la mujer del cuaderno.

– De vuelta al acta. Veamos qué tiene que decir, y espero que sea algo bueno.

Tragué, pero la saliva había dejado de fluir en mi boca. Veía fogonazos blancos en los bordes de mi campo visual. Meacham hablaba en serio.

En mis años de instituto y universidad, me llegaron a detener con mucha frecuencia por exceso de velocidad, y adquirí reputación de virtuoso en el arte de evitar las multas. El truco está en hacer que el policía sienta tu dolor. Es guerra psicológica. Es por eso que usan gafas de espejo, para que uno no pueda mirarles a los ojos mientras les ruega. Incluso los policías son seres humanos. Yo solía llevar un par de libros sobre prevención del crimen en el asiento delantero, y les decía que estaba estudiando para ser policía y que esperaba que esta multa no afectara mis posibilidades. O les mostraba una botella con receta y les decía que tenía prisa porque necesitaba llevarle a mamá su medicina contra la epilepsia lo antes posible. Básicamente, aprendí que si uno va a comenzar, tiene que estar dispuesto a ir hasta el final; hay que ponerle todo el corazón al asunto.

La idea de salvar el empleo ya había quedado muy atrás. No me podía sacudir la imagen de la litera en la Prisión Federal de Marion. Estaba cagado de miedo.

Así que no me enorgullezco de lo que hice, pero ya lo veis, no tuve opción. O sacaba de lo más profundo de mí la mejor historia posible para este asqueroso segurata, o acabaría como esclavo de alguien en la cárcel.

Respiré hondo.

– Mire -dije-, le voy a ser sincero.

– Ya era hora.

– El asunto es que… bueno, el asunto es que Jonesie tiene cáncer.

Meacham sonrió y se echó hacia atrás sobre su silla, como diciendo: diviérteme.

Solté un suspiro y me mordí el interior de la mejilla como si estuviera revelando algo que prefería no revelar.

– Cáncer de páncreas. Inoperable.

Meacham me miraba con cara de piedra.

– Recibió el diagnóstico hace tres semanas. No hay nada que puedan hacer, este tío se está muriendo. Y Jonesie, ya sabe… bueno, tal vez no lo sepa, porque usted no lo conoce, pero Jonesie mantiene siempre una actitud de coraje. Va y le dice al oncólogo: «¿Quiere decir que puedo dejar de usar seda dental?» -Puse una sonrisa triste-. Sí, así es Jonesie.

La mujer de las notas se detuvo un instante, de hecho parecía afectada. Enseguida siguió tomando notas.

Meacham se pasó la lengua por los labios. ¿Lo estaba conmoviendo? No podía saberlo. Tenía que aumentar la potencia, buscar la medalla de oro.

– Usted no tiene por qué saber nada de esto -continué-. Quiero decir que Jonesie no es precisamente un tipo importante en este lugar. No es ningún vicepresidente, ni nada por el estilo. No es más que un mozo de carga. Pero es una persona importante para mí, porque… -Cerré los ojos durante unos segundos, respiré hondo-. Nunca quise decírselo a nadie, era un secreto que había entre nosotros, pero el asunto es éste: Jonesie es mi padre.

La silla de Meacham se movió lentamente hacia delante. Ahora sí que estaba atento.

– Apellidos distintos y todo… mamá me cambió el mío por el suyo hace unos veinte años, cuando dejó a mi padre y me llevó con ella. Yo era un niño, ¿qué podía hacer? Pero papá… -Me mordí el labio inferior. Ahora los ojos se me habían llenado de lágrimas-. Papá siguió manteniéndonos, trabajando en dos y a veces tres empleos a la vez. Nunca pidió nada a cambio. Mamá no quería que viniera a verme, pero en Navidades… -Una inhalación brusca, casi como hipo-. Papá venía cada Navidad, y algunas veces llegaba a pasar una hora en el frío, llamando al timbre, antes de que mamá lo dejara entrar. Siempre me traía un regalo, algo grande y caro que no se podía permitir. Después, cuando mamá dijo que no podría mandarme a la universidad, por lo menos no con su salario de enfermera, papá comenzó a mandar dinero. Dijo… dijo que me quería dar la vida que él nunca tuvo. Mamá nunca sintió ningún respeto por él, y siempre me puso en su contra, ¿sabe usted? Así que nunca llegué siquiera a darle las gracias. Ni siquiera lo invité a mi graduación, porque sabía que mamá se sentiría incómoda con él por ahí, pero él asistió de todas maneras, lo vi dando vueltas por el lugar, vestido con un traje horrible y viejo… Nunca antes lo había visto con traje y corbata, debió de haberlo conseguido en el Ejército de Salvación, porque estaba empeñado en verme graduarme en la universidad, y no quería causarme vergüenza.

Meacham parecía tener los ojos llorosos. La mujer había dejado de tomar notas y sólo estaba mirándome, parpadeando para no llorar.

Yo estaba metido en el papel. Meacham merecía mi mejor golpe, y eso era lo que estaba recibiendo.

– Cuando comencé a trabajar aquí en Wyatt, nunca, nunca en mi puta vida, me esperé encontrar a papá trabajando en la zona de carga. Fue algo así como el mejor accidente del mundo. Mamá murió hace un par de años, y aquí estoy yo, relacionándome con mi padre, un tío maravilloso y tierno que nunca me pidió nada, nunca me exigió nada, que se rompía las manos trabajando para mantener a su maldito hijo, un desagradecido al que nunca llegaba a ver. Es como si fuera el destino, ¿sabe? Y entonces, cuando le dan la noticia, lo del cáncer pancreático inoperable, y empieza a hablar de matarse antes de que lo mate el cáncer, pues yo…

La mujer de las notas sacó un kleenex y se sonó. Su mirada fulminó a Arnold Meacham. Meacham se estremeció.

– Sentí simplemente que tenía que demostrarle lo que él significaba para mí -suspiré-. Supongo que quise hacer mi propia Fundación Pide-un-Deseo. Le dije… le dije que me había ganado la tripleta en el hipódromo, no quería que supiera ni fuera a preocuparse. Quiero decir que lo que hice estuvo mal, créame, completamente mal. Estuvo mal por todos los lados posibles, no voy a mentirle. Pero tal vez estuvo bien por un lado pequeñito…

La mujer sacó otro kleenex y miró a Meacham como si fuera la escoria de la sociedad. Meacham tenía la mirada fija en el suelo. Se había ruborizado y era incapaz de mirarme a los ojos. Yo mismo me estaba dando escalofríos.

En ese instante oí que se abría una puerta en el extremo más oscuro del despacho y oí aplausos. Aplausos lentos y sonoros.

Era Nicholas Wyatt, fundador y presidente ejecutivo de Wyatt Telecommunications. Se me acercó mientras aplaudía, sonriendo de oreja a oreja.

– Brillante actuación -dijo-. Absolutamente brillante.

Sorprendido, levanté la mirada, y sacudí la cabeza lamentándome. Wyatt era alto -medía casi dos metros- y tenía complexión de luchador. Fue haciéndose más y más grande a medida que se acercaba, hasta que, de pie a un par de metros de mí, parecía desbordar la realidad. Wyatt tenía reputación de vestir bien, y llevaba, por supuesto, un traje gris de raya diplomática que parecía Armani. No sólo era un hombre poderoso: se veía poderoso.

– Señor Cassidy, permítame que le haga una pregunta.

No supe qué hacer, así que me puse de pie y le alargué la mano para saludarlo. Wyatt no me dio la mano.

– ¿Cómo se llama Jonesie?

Dudé un instante un poco más largo de lo conveniente.

– Al -dije al fin.

– ¿Al? Y el nombre completo es…

– Al… Alan -dije-. Albert. Mierda.

Meacham me miró fijamente.

– Los detalles, Cassidy -dijo Wyatt-. Los detalles son lo que siempre nos jode. Pero tengo que decirle que me ha conmovido, de verdad. La parte del traje conseguido en el Ejército de Salvación me llegó al corazón. -Se dio un golpe en el pecho con el puño cerrado-. Extraordinario.

Sonreí tímidamente, sintiéndome usado.

– Este tío me ha dicho que esperaba algo bueno.

Wyatt sonrió.

– Es usted un joven de un talento extraordinario, Cassidy. Una Sherazade total. Y me parece que tenemos que hablar.

Capítulo 4

Nicholas Wyatt daba miedo. Nunca nos habíamos conocido, pero yo lo había visto en la tele, en CNBC y en el sitio web de la compañía, en los videomensajes que había grabado. En mis tres años trabajando para la compañía que él había fundado, incluso había llegado a verlo alguna que otra vez, en vivo y en directo. De cerca era todavía más intimidante. Tenía un bronceado profundo, un pelo negro como el betún, cubierto de gomina y bien peinado hacia atrás. Sus dientes eran paralelos hasta la perfección y de un blanco cegador.

Tenía cincuenta y seis años, pero no los aparentaba, sea cual sea el aspecto que se aparenta a los cincuenta y seis. Lo seguro es que no se parecía a mi padre a sus cincuenta y seis: un viejo calvo y barrigón incluso en la así llamada flor de la vida. Estos eran unos cincuenta y seis muy diferentes.

No tenía la menor idea de por qué estaba Wyatt aquí. ¿Qué amenaza podía formular el presidente ejecutivo de la compañía que Meacham no hubiera utilizado ya? ¿Condena a morir por miles de cortes de papel? ¿A ser devorado vivo por un jabalí salvaje?

En el fondo tenía la efímera fantasía de que fuera a decirme «choca esos cinco», o a felicitarme por una buena jugada, o a decirme que le gustaba mi temple, mi movida. Pero ese patético fantaseo se marchitó tan pronto como apareció en mi imaginación desesperada. Nicholas Wyatt no era uno de esos curas que juegan a baloncesto con sus discípulos. Era un hijo de puta vengativo.

Yo había oído rumores. Sabía que cualquier persona con dos dedos de frente se esforzaba por evitarlo. Había que bajar la cabeza y no llamar su atención. Wyatt era famoso por sus cóleras, sus berrinches y sus disputas a gritos. Se sabía que era capaz de despedir a alguien en un solo instante, haciendo que los de Seguridad recogieran sus pertenencias y lo acompañaran a la salida. En sus reuniones ejecutivas, siempre escogía alguien a quien humillar durante toda la sesión. No había que darle malas noticias; no había que hacerle perder ni un segundo de su tiempo. Los que tenían la desafortunada obligación de hacer una presentación en Powerpoint para él, la ensayaban y la ensayaban hasta dejarla perfecta, pero al más mínimo problema técnico, Wyatt interrumpía gritando:

– ¡Es que no me lo puedo creer!

La gente decía que se había sosegado mucho desde los primeros años, pero ¿en qué se basaban? Wyatt era un competidor sanguinario, levantador de pesas y triatlonista. Quienes hacían ejercicio en el gimnasio de la compañía decían que siempre estaba retando a los deportistas más serios a competir haciendo flexiones en la barra fija. Nunca perdía, y cuando el otro se había dado por vencido, lo provocaba diciendo: «¿Quieres que siga?» Decían que tenía el cuerpo de Arnold Schwarzenegger, un condón moreno lleno de nueces.

No era sólo que estuviera obsesionado por ganar, sino que la victoria no era dulce si no lograba además ridiculizar al vencido. Una vez, en una fiesta de Navidad para toda la compañía, escribió sobre una botella el nombre de su principal competidora, Trion Systems, y la destrozó contra la pared entre las ovaciones y los silbidos de los borrachos.

Era el líder de un club de alta testosterona. Los de su equipo vestían, como él, trajes de siete mil dólares: Armani o Prada o Brioni o Kiton o cualquier otro diseñador cuyo nombre yo no había escuchado nunca. Y le aguantaban sus gilipolleces porque por ello recibían compensaciones asquerosamente buenas. Todo el mundo conoce la broma que hay sobre él: ¿Cuál es la diferencia entre Dios y Nicholas Wyatt? Que Dios no se cree Nicholas Wyatt.

Nick Wyatt dormía tres horas por noche, parecía no comer más que barras proteínicas durante el desayuno y la comida, era un reactor nuclear de energía nerviosa y transpiraba copiosamente. Lo llamaban «El Exterminador». Su herramienta era el miedo y nunca olvidaba un desaire. Cuando uno de sus ex amigos fue despedido de la presidencia ejecutiva de cierta empresa de alta tecnología, Wyatt le mandó rosas negras. Sus asistentes siempre sabían dónde conseguir rosas negras. La frase por la que es famoso, la única cosa que repetía con tanta frecuencia que debería estar tallada en granito encima de la entrada, o transformada en salvapantallas para todos los ordenadores, era: «Claro que soy paranoico. Quiero que todos mis trabajadores sean paranoicos. El éxito exige paranoia.»


Seguí a Wyatt por el corredor, desde Seguridad Empresarial hasta su suite ejecutiva, y no fue fácil mantener su paso: caminaba muy rápido. Casi tuve que correr. Meacham, detrás de mí, nos seguía, llevando un portafolio de cuero negro que se balanceaba en su mano como un bastón de mando. A medida que nos acercábamos a la zona ejecutiva, las paredes de yeso se transformaron en caoba; el alfombrado se hizo suave y grueso. Estábamos en su despacho, su guarida.

La pareja de asistentes le sonrió cuando nuestra caravana pasó entre ellas. Una rubia, otra negra. Wyatt dijo «Linda, Yvette», como si les pusiera un subtítulo. No me sorprendió que ambas fueran hermosas como maniquíes: aquí, todo era de alto nivel, como las paredes y el alfombrado y los muebles. Me pregunté si su trabajo incluía responsabilidades no administrativas, como mamársela al jefe. Eso era lo que se decía, por lo menos.

El despacho de Wyatt era inmenso. Todo un pueblo bosnio podría vivir allí. Dos de las paredes eran de vidrio, del suelo al techo, y la vista de la ciudad era increíble. Las otras paredes eran de madera oscura y fina, y estaban cubiertas por cosas enmarcadas, portadas de revistas con su careto estampado encima, Fortune, Forbes, Business Week. Yo las miraba con los ojos como platos mientras pasaba medio caminando, medio corriendo. Una foto de Wyatt con otra gente y la difunta princesa Diana. Wyatt con ambos George Bush.

Nos condujo a un «grupo de conversación» constituido por un sofá y dos sillas de cuero negro y mullido que parecían recién salidas del MOMA. Wyatt se hundió en un extremo del enorme sofá.

La cabeza me daba vueltas. Estaba desorientado, estaba en otro mundo. No lograba imaginar por qué me encontraba en la oficina de Nicholas Wyatt. Tal vez Wyatt había sido uno de esos niños a los que les gusta arrancar las patas a los insectos una por una y con pinzas, y enseguida quemarlos con una lente de aumento.

– Ha montado usted una jugada muy elaborada -dijo-. Digna de admiración.

Sonreí, bajé la cabeza con modestia. Negarlo no estaba entre las opciones, «Gracias a Dios», pensé. Parecía que estábamos en la ruta del choque esos cinco, de qué buena mi movida.

– Pero nadie me toca los cojones y se sale con la suya. Ya va siendo hora de que lo sepa. Y cuando digo nadie, quiero decir nadie.

Había sacado las pinzas y la lente de aumento.

– Bueno, ¿quién es usted? Veamos, lleva tres años como subdirector de líneas de producción, sus calificaciones de rendimiento son una mierda, no ha obtenido un aumento ni ha sido promovido en todo el tiempo que ha pasado aquí; cumple con las formalidades, con el día a día. Usted no es precisamente un chico ambicioso, ¿no? -Hablaba con rapidez, lo cual me puso aún más nervioso.

Sonreí de nuevo.

– Supongo que no. Es que tengo otras prioridades.

– ¿Cómo cuáles?

Dudé. No tenía ni idea. Me encogí de hombros.

– Todo el mundo tiene que sentir pasión por algo, o si no, no vale una mierda. Es obvio que a usted no le apasiona su trabajo, así que dígame, ¿qué le apasiona?

Yo no soy de los que se quedan callados, pero esta vez no se me ocurrió nada agudo. También Meacham me observaba, con una sonrisita sádica y repugnante dibujada sobre su cara de cuchilla. Estaba pensando que había gente en la empresa, gente de mi unidad, que se pasaban el día planeando la forma de conseguir treinta segundos con Wyatt, en un ascensor o en el lanzamiento de un producto o donde fuera. Incluso habían preparado una «rutina de ascensor». Y aquí estaba yo, en la oficina del gran jefe y mudo como un tronco.

– ¿Es usted actor o algo así en su tiempo libre?

Negué con la cabeza.

– Pues bien, de todas formas es usted bueno. Todo un Marlon Brando. Puede que sea una mierda para vender routers a clientes empresariales, pero es usted un artista olímpico de la mentira.

– Si lo dice como cumplido, muchas gracias.

– Me dicen que hace una imitación cojonuda de Nick Wyatt. ¿Es cierto? Veámosla.

Me ruboricé, negué la cabeza.

– Como sea, el asunto es que usted me ha timado y ahora cree que se puede salir con la suya.

Puse cara de horror.

– No, señor, no creo que «vaya a salirme con la mía».

– Ahórreme la molestia, no necesito otra demostración. Hace rato que me ha conquistado.

Alargó la mano abierta como un emperador romano y Meacham le alcanzó una carpeta. Wyatt le echó un vistazo.

– Sus niveles de aptitud son muy altos. Estudió ingeniería en la universidad. ¿Qué rama?

– Eléctrica.

– ¿Quería ser ingeniero cuando fuera mayor?

– Mi padre quería un diploma que me permitiera conseguir un trabajo de verdad. Yo quería tocar la guitarra eléctrica con Pearl Jam.

– ¿Y lo hace bien?

– No -admití.

Sonrió a medias.

– Sus estudios universitarios duraban cinco años. ¿Qué sucedió?

– Me echaron. Me prohibieron la entrada durante un año.

– Aprecio su honestidad. Al menos no intenta lo de «año de estudios en el extranjero». ¿Qué sucedió?

– Les jugué una broma tonta. Tuve un semestre muy malo, así que me metí en el sistema de la universidad y cambié mi expediente. Y también el de mi compañero de habitación.

– El viejo truco -dijo. Consultó su reloj, miró a Meacham y luego a mí-. Tengo una idea para usted, Adam. -No me gustó la forma en que pronunció mi nombre; me daba escalofríos-. Una muy buena idea. De hecho, se trata de una oferta muy generosa.

– Gracias, señor.

No tenía la menor idea de a qué se refería, pero sabía que no podía ser ni bueno ni generoso.

– Lo que voy a decirle ahora, lo negaré toda la vida. De hecho, no sólo lo negaré, sino que lo demandaré por difamación si llega a repetirlo, ¿entendido? Lo aplastaré.

No sabía de qué estaba hablando, pero seguro que tenía los medios. Era multimillonario, el tercer o cuarto hombre más rico de Estados Unidos, pero había sido el segundo antes de que la cotización de nuestras acciones se viniera abajo. Quería llegar a ser el más rico -le estaba apuntando a Bill Gates- pero eso no parecía probable.

El corazón me latía con fuerza.

– Claro -dije.

– ¿Es consciente de su situación? En la puerta número uno está la certeza, sí, la puta certeza, de veinte años de cárcel, por lo menos. De manera que así es: o eso, o lo que haya tras la cortina. ¿Quiere jugar a Hagamos un trato?

Tragué saliva.

– Vale -dije.

– Déjeme que le diga qué hay tras la cortina, Adam. Es un futuro muy atractivo para un astuto ingeniero como usted. Pero debe respetar las reglas del juego. Mis reglas.

La cara me ardía.

– Quiero que asuma un proyecto especial. Para mí.

Asentí con la cabeza.

– Quiero que empiece a trabajar para Trion.

– ¿Para… Trion Systems?

No lo entendía.

– En Marketing de Nuevos Productos. Tienen un par de ofertas de empleo en posiciones estratégicas de la empresa.

– Nunca me contratarían.

– Tiene razón. No lo contratarían a usted. No contratarían a un holgazán fracasado como usted. Pero a una superestrella de Wyatt, una joven estrella que está a punto de convertirse en supernova, la contratarían en un nanosegundo.

– No comprendo.

– ¿Un tío avispado como usted? Acaba de perder un par de puntos de su coeficiente intelectual. Venga, capullo. El Lucid: la niña de sus ojos, ¿no?

Se refería al producto bandera de Wyatt Telecommunications, una agenda personal todo-en-uno, una especie de Palm Pilot con esteroides. Un juguete increíble. Yo no tuve nada que ver con eso. Ni siquiera tenía uno.

– No se lo creerían -dije.

– Óigame, Adam. Yo tomo las más grandes decisiones empresariales basándome en el puro instinto, y el instinto me dice que usted tiene los cojones de acero, y la cabeza y el talento para hacerlo. ¿Está conmigo o no?

– Quiere que le traiga datos, ¿no?

Su mirada dura se me vino encima.

– Más que eso. Quiero que consiga información.

– Como un espía. Un topo, como se llame.

Abrió las manos como diciendo: ¿Es usted imbécil?

– Como quiera llamarlo. En Trion hay propiedad intelectual de mucho valor, yo quiero ponerle las manos encima y la seguridad de la empresa es prácticamente impenetrable. Sólo alguien de adentro puede conseguir lo que quiero, y no un empleado cualquiera, sino un jugador de primera división. O se le recluta, o se le compra, o se le mete por la puerta principal. Y aquí tenemos a un joven inteligente, agradable, que viene muy bien recomendado… me parece que nuestras oportunidades son bastante buenas.

– ¿Y si me descubren?

– No lo harán -dijo Wyatt.

– Pero si…

– Si hace su trabajo como es debido -dijo Meacham-, no lo descubrirán. Y si por alguna razón mete la pata y lo descubren, bueno, aquí estaremos para protegerlo.

No sé por qué, pero lo dudaba seriamente.

– Desconfiarán de mí.

– ¿Por qué? -dijo Wyatt-. En este negocio la gente cambia de compañía constantemente. Se rifan a los mejores talentos. Son fruta madura. Usted acaba de lograr un gran éxito en Wyatt, no ha recibido la tajada que cree merecer, quiere puestos de más responsabilidad, mejores oportunidades, más dinero… la misma mentira de siempre.

– Se van a dar cuenta con sólo mirarme.

– No si hace bien su trabajo -dijo Wyatt-. Tendrá que aprender marketing de productos, tendrá que ser brillante, tendrá que trabajar más duro de lo que ha trabajado en toda su patética vida. Perder el culo, de verdad. Sólo un primera división conseguirá lo que necesito. Si intenta aplicar su cumplir-con-lo-mínimo en Trion, o le dejarán de lado o le pegarán un tiro, y entonces nuestro pequeño experimento habrá terminado. Y usted recibirá la puerta número uno.

– Pensaba que los de Nuevos Productos tenían que tener un máster.

– No, para Goddard un máster es pura mierda. Es una de las pocas cosas en que estamos de acuerdo. Él no tiene un máster. Le parece restrictivo. Y hablando de restricciones…

Chasqueó los dedos y Meacham le entregó algo, una pequeña caja metálica que reconocí. Una caja de Altoids. Wyatt la abrió con un pop. Dentro había unas pocas pastillas blancas que parecían aspirinas pero no lo eran. La reconocí perfectamente.

– Tendrá que dejar esta mierda, éxtasis o como se llame.

La caja de Altoids estaba sobre la mesa del salón de mi casa; me pregunté cuándo y cómo la habrían conseguido, pero estaba demasiado aturdido para enfurecerme. Wyatt la dejó caer en una pequeña papelera de cuero negro que había junto al sofá. La caja hizo un ruido hueco.

– Y lo mismo la hierba, el alcohol, toda esa mierda. Tendrá que ponerse serio y volar en línea recta.

Ese parecía ser el menor de mis problemas.

– ¿Y si no me contratan?

– Puerta número uno. -Me regaló una horrible sonrisa-. Y no hará falta que coja sus zapatos de golf. Mejor llévese lubricante.

– ¿Aunque haga mi mejor esfuerzo?

– Su trabajo no es cagarla. Con la preparación que le daremos, y con un entrenador como yo, no tendrá ninguna excusa.

– ¿De qué cantidades estamos hablando?

– ¿De qué cantidades? ¿Cómo coño puedo saberlo? Créame, será mil veces más de lo que gana aquí. Seis cifras, en cualquier caso.

Intenté tragar saliva sin que se notara.

– Además de mi salario de aquí.

Wyatt giró su rostro tenso hacia mí y me lanzó una mirada muerta. En sus ojos no había expresión. «¿Botox?», me pregunté.

– ¿Se está burlando de mí?

– Estoy asumiendo un riesgo enorme.

– Perdone, pero soy yo el que está asumiendo el riesgo. Usted no es más que una puta caja negra, un signo de interrogación así de grande.

– Si de verdad lo creyera, no me habría pedido que lo hiciera.

Se dio la vuelta hacia Meacham.

– No me lo puedo creer.

Meacham se veía como si se hubiera tragado un zurullo.

– Capullo -dijo-. Debería levantar el teléfono ahora mismo y…

Wyatt levantó una mano imperial.

– Déjalo. El chico es valiente. Si lo contratan, si hace bien su trabajo, la paga es doble. Pero si la caga…

– Ya lo sé -dije-. Puerta número uno. Déjeme pensarlo. Le diré algo mañana.

Wyatt quedó boquiabierto y con los ojos en blanco. Hizo una pausa y luego dijo con voz de hielo:

– Le doy hasta las nueve de la mañana. La hora en que el fiscal general llega a su despacho.

– Le aconsejo que no mencione nada de este asunto a sus amigos, ni a su padre, ni a nadie -añadió Meacham-. O no sabrá qué camión le ha pasado por encima.

– Entiendo -respondí-. No es necesario que me amenace.

– No es una amenaza -dijo Nicholas Wyatt-. Es una promesa.

Capítulo 5

No parecía haber ninguna razón para volver al trabajo, así que me fui a casa. Era extraño estar en el Metro a la una del mediodía, con los viejos y los estudiantes, las mamás y los niños. La cabeza todavía me daba vueltas y me sentía mareado.

Mi piso quedaba a unos diez minutos caminando desde la parada del metro. Era un día soleado, estúpidamente alegre.

Mi camisa seguía húmeda y despedía un fuerte olor a sudor. Un par de jovencitas vestidas con mono y con múltiples piercings tiraban de un grupo de niños con una cuerda larga. Los niños chillaban. Unos chicos negros sin camiseta jugaban a baloncesto en un patio asfaltado, detrás de una valla metálica. Los ladrillos de la acera eran desiguales y estuve a punto de tropezarme, y luego sentí ese resbalón repugnante: el momento en que pisas mierda de perro. Un simbolismo perfecto.

La entrada a mi edificio olía fuertemente a orina, de gato o de vagabundo. El correo no había llegado todavía. Mis llaves tintinearon mientras abría los tres cerrojos de mi puerta. La anciana del piso de enfrente entreabrió la puerta tanto como se lo permitía su cadena de seguridad y luego cerró dando un portazo; era tan pequeña que no llegaba a la mirilla. La saludé amistosamente con la mano.

La habitación era oscura aunque las persianas estuvieran abiertas de par en par. El aire era sofocante, olía a cigarrillos rancios. Como el piso quedaba al nivel de la calle, no me era posible dejar las ventanas abiertas durante el día para que se aireara.

Mis muebles eran patéticos: la única habitación estaba dominada por un sofá cama verdoso de tela escocesa, de respaldo alto y cubierto de una costra de cerveza, con hilos dorados entretejidos por toda la tela. Estaba puesto de cara a un televisor Sanyo de diecinueve pulgadas cuyo mando a distancia había desaparecido. Una estantería alta y angosta de pino sin tratar se levantaba, solitaria, en una esquina. Me senté en el sofá, y una nube de polvo se elevó en el aire. La barra de acero debajo del cojín se me clavó en el culo. Pensé en el sofá de cuero negro de Nicholas Wyatt y me pregunté si alguna vez habría vivido en una pocilga semejante. Según el rumor, Wyatt se había hecho a sí mismo, pero yo no lo creía; no lograba verlo viviendo en una ratonera como ésta. Encontré el encendedor Bic debajo de la mesa de vidrio, encendí un cigarrillo y miré la pila de facturas que había sobre la mesa. Ya ni siquiera me molestaba en abrir los sobres. Tenía dos MasterCards y tres Visas, y todas tenían balances de espanto, y apenas si lograba cumplir con los pagos mínimos.

La decisión estaba tomada, por supuesto.

Capítulo 6

– ¿Te han echado?

Seth Marcus, mi mejor amigo desde la época del instituto, trabajaba como camarero tres noches a la semana en una especie de antro yuppie llamado Alley Cat. Durante el día trabajaba como asistente en un bufete de abogados del centro. Decía que necesitaba el dinero, pero yo estaba seguro de que secretamente trabajaba de camarero para conservar un último vestigio de personalidad, para evitar convertirse en el tipo de ganso de empresa del que a ambos nos gustaba burlarnos.

– ¿Por qué iban a echarme?

¿Cuánto había llegado a contarle? ¿Le había hablado de la llamada de Meacham, el director de seguridad? Esperaba que no. Ahora no podía decirle ni una palabra acerca del asunto en que me habían metido.

– Por tu superfiesta. -Había mucho ruido y no alcanzaba a oírlo bien, y desde el otro lado de la barra alguien estaba silbando con dos dedos metidos en la boca, un silbido sonoro y estridente-. ¿Me silba a mí? Qué soy, ¿un puto perro? -dijo Seth. Ignoró al del silbido.

Negué con la cabeza.

– Te has salido con la tuya, ¿eh? Realmente lo has logrado, es increíble. ¿Qué te pongo para celebrarlo?

– ¿Brooklyn Brown?

Movió la cabeza.

– No.

– ¿Newcastle? ¿Guiness?

– ¿Qué te parece una caña? Ésas no las cuentan.

Me encogí de hombros.

– Vale.

Me sirvió una caña, amarilla y esponjosa: era obvio que era un novato en el tema. El vaso chapoteó sobre la cubierta de madera rasgada de la barra. Seth era alto, moreno, bien parecido -un verdadero donjuán-, y llevaba una ridícula perilla y un pendiente. Era medio judío, pero quería ser negro. Tocaba y cantaba en un grupo llamado Slither que yo había escuchado un par de veces; no eran demasiado buenos, pero Seth hablaba mucho de «firmar con una discográfica». Tenía siempre miles de chanchullos en marcha para no verse obligado a admitir que trabajaba más de la cuenta.

Seth era el único de mis conocidos que me ganaba en cinismo. Probablemente, era por eso que éramos amigos, además del hecho de que no me sermoneaba sobre mi padre a pesar de que había jugado en el instituto en el equipo de fútbol que entrenaba (y tiranizaba) Frank Cassidy. En séptimo curso estuvimos en la misma clase, y de inmediato nos caímos bien, porque ambos éramos los escogidos para ser ridiculizados en público por el profesor de matemáticas, el señor Pasquale. En noveno dejé la escuela pública y entré en Bartholomew Browning & Knightley, el elegante instituto que acababa de contratar a mi padre como entrenador de fútbol americano y hockey y en el que yo recibí matrícula gratuita. Pasaron dos años en los que rara vez vi a Seth, hasta que mi padre fue despedido por romperle a un chico dos huesos del antebrazo derecho y uno del antebrazo izquierdo. La madre del chico era presidenta del consejo de supervisores de Bartholomew Browning. Así que la llave de las matrículas gratuitas se cerró y yo regresé a la escuela pública. Viniendo de Bartholomew Browning, a papá lo contrataron allí también, así que dejé de jugar al fútbol.

Ambos trabajamos en la misma estación de servicio Gulf durante el bachillerato, hasta que Seth se cansó de los asaltos y se fue a Dunkin' Donuts a hacer rosquillas en el turno de noche. Durante un par de veranos trabajamos limpiando ventanas para una compañía que se encargaba de varios rascacielos del centro, hasta que decidimos que colgar de un par de cuerdas a veintisiete pisos de altura sonaba más guay de lo que era en realidad. No sólo era aburrido, sino que al mismo tiempo daba un miedo terrible: una combinación asquerosa. Tal vez haya quien considere que colgar junto a la fachada de un edificio a cien metros del suelo es una especie de deporte de aventura, pero a mí me parecía más bien un intento de suicidio a cámara lenta.

Los silbidos se hicieron más fuertes. La gente miraba al tipo que silbaba, un calvo regordete de traje y corbata, y algunos se reían.

– Me va a sacar de quicio -dijo Seth.

– Que no te saque -dije, pero ya era demasiado tarde. Seth se dirigía al otro extremo de la barra. Saqué un cigarrillo y lo encendí mientras miraba cómo se inclinaba sobre la barra, fulminando con la mirada al tipo de los silbidos, como si fuera a agarrarlo de las solapas pero se estuviera conteniendo. Dijo algo. Hubo risas entre los que rodeaban al que silbaba. Fresco y relajado, Seth empezó a regresar. Se detuvo para hablar con dos mujeres hermosas, una rubia y una morena, y les sonrió.

– Ya está. No me creo que sigas fumando -me dijo-. Bastante estúpido, teniendo en cuenta lo de tu padre.

Sacó un cigarrillo de mi paquete, lo encendió, dio una calada y lo puso sobre el cenicero.

– Te agradezco que no me agradezcas que no fume -dije-. ¿Y tu excusa cuál es?

Exhaló a través de la nariz.

– Me gustan las tareas múltiples, tío. Además, en mi familia no hay cáncer, sólo locura.

– Él no tiene cáncer.

– Bueno, enfisema. Como se llame esa mierda. ¿Cómo está el viejo?

– Bien. -Me encogí de hombros. No quería tocar el tema, y Seth tampoco.

– Una de esas nenas quiere un Cosmopolitan, la otra un granizado. Detesto eso.

– ¿Por qué?

– Demasiado esfuerzo, y me darán veinticinco centavos de propina. Las mujeres no dejan propina, me he dado cuenta de eso. Pero abres un par de cervezas y te dejan dos dólares. ¡Granizados! -Sacudió la cabeza-. Joder…

Se alejó unos minutos, comenzó a mover cosas de aquí para allá entre los gritos de la licuadora. Sirvió las bebidas lanzando a las chicas una de sus sonrisas de conquistador. No le dejarían veinticinco centavos. Se giraron hacia mí, me sonrieron.

Cuando regresó, Seth dijo:

– ¿Tienes planes para más tarde?

– ¿Más tarde? -dije. Ya eran casi las diez, y tenía cita con un ingeniero de Wyatt a las siete y media de la mañana. Un par de días entrenando con él, uno de los responsables del proyecto Lucid, luego un par de días más con el jefe de marketing de Nuevos Productos, y sesiones periódicas con un «entrenador ejecutivo». Me habían armado un calendario agotador. Trabajos forzados para lameculos, así lo veía yo. Se acabó lo de hacer el gilipollas, lo de llegar a las nueve o las diez. Pero no se lo podía contar a Seth; no se lo podía contar a nadie.

– Termino a la una -me dijo-. Esas dos me han preguntado si quiero ir a bailar salsa con ellas. Les he dicho que tenía un amigo. Ya te han visto y les ha gustado la idea.

– No puedo -dije.

– ¿Eh?

– Tengo que llegar temprano al trabajo. Mejor dicho, ser puntual.

Seth parecía preocupado, incrédulo.

– ¿Qué dices? ¿Qué está pasando?

– El trabajo se está poniendo serio. Mañana hay que madrugar. Es un proyecto importante.

– Estás de broma, ¿no?

– Desafortunadamente, no. ¿No tienes tú también que trabajar por la mañana?

– ¿Te estás volviendo uno de ellos? ¿Uno de los muertos vivientes?

Sonreí.

– Ya es hora de crecer. No más juegos de niños.

Seth parecía asqueado.

– Nunca es tarde, tío. Nunca es tarde para una niñez feliz.

Capítulo 7

Después de diez agotadores días de tutoría y adoctrinamiento de parte de ingenieros y gente de marketing, todos los cuales habían estado involucrados en lo del Lucid, la cabeza se me llenó con toda suerte de informaciones inútiles. Me asignaron un diminuto «despacho» en la suite ejecutiva, un lugar que antes era un almacén de suministros, aunque yo nunca lo usaba. Me presentaba diligentemente al trabajo, no causé problemas a nadie. No sabía cuánto tiempo más sería capaz de mantener el ritmo sin perder la chaveta, pero la imagen de la litera de la cárcel en Marion me mantuvo motivado.

Una mañana me convocaron en un despacho del corredor ejecutivo, dos puertas más allá del despacho de Nicholas Wyatt. El nombre que aparecía marcado sobre la placa de cobre de la puerta era Judith Bolton. El despacho era completamente blanco: alfombra blanca, muebles tapizados blancos, un bloque de mármol en vez de escritorio, e incluso flores blancas.

Nicholas Wyatt estaba sentado sobre un sofá de cuero blanco, junto a una mujer atractiva, de unos cuarenta años, que le hablaba con familiaridad, tocándole el brazo y riendo. Pelo rojo cobrizo, piernas largas cruzadas a la altura de la rodilla, y un cuerpo esbelto, para el cual obviamente había trabajado duro, enfundado en un traje azul marino. Tenía los ojos azules, labios lustrosos en forma de corazón, cejas arqueadas de manera provocativa. Era evidente que había tenido éxito en su época, pero sus facciones se habían endurecido.

Me di cuenta de que la había visto antes, durante la última semana, siempre junto a Wyatt, cuando él llegaba de visita rápida a mis sesiones de entrenamiento con los chicos de marketing y los ingenieros. La mujer siempre estaba susurrándole al oído y observándome, pero nunca nos habían presentado, y siempre me había preguntado quién era.

Sin levantarse del sillón, extendió una mano cuando me acerqué -dedos largos, esmalte rojo en las uñas- y me dio un apretón firme y sin ambages.

– Judith Bolton.

– Adam Cassidy.

– Llega tarde -dijo.

– Me he perdido -dije tratando de aligerar la atmósfera.

Movió la cabeza, sonrió, apretó los labios.

– Usted tiene problemas con la puntualidad. No quiero que vuelva a llegar tarde nunca más, ¿está claro?

Le sonreí yo también, con la misma sonrisa que usaba cuando los policías me preguntaban si sabía a qué velocidad iba. La mujer tenía carácter.

– Por supuesto -dije, y me senté en una silla frente a ella.

Wyatt observaba nuestro intercambio, divertido.

– Judith es uno de mis mejores jugadores -dijo-. Mi «entrenador ejecutivo». Mi consigliere y su mentor. Le aconsejo que preste atención a cada puta palabra que le diga. Yo, al menos, lo hago.

Se puso de pie y se excusó. Ella le dijo adiós con la mano.

Nadie me habría reconocido. Yo era otro hombre. Nada de coche de cuarta mano: ahora conducía un Audi A6 plateado, alquilado por la empresa. Tenía, también, un nuevo guardarropa. Una de las asistentes de Wyatt, la negra, que resultó ser una ex maniquí de las Indias Occidentales, me llevó de compras una tarde a un lugar muy caro que yo sólo había visto desde fuera, donde ella, según dijo, compraba la ropa de Nick Wyatt. Escogió algunos trajes, camisas, corbatas y zapatos, y lo cargó todo a una tarjeta empresarial Amex. Incluso compró lo que ella llamaba «calcetines para caballero», es decir, medias. Y no se trataba de la mierda de Structure que yo solía llevar, sino de Armani, Hermenegildo Zegna. Las prendas tenían cierta aura, y uno sabía que habían sido cosidas a mano por viudas italianas que escuchaban a Verdi.

Las patillas -«empuñaduras para sodomitas», las llamaba ella- tendrían que desaparecer. El aspecto peinado-de-almohada tampoco funcionaría. Me llevó a una peluquería lujosa, y cuando salí parecía un modelo de Ralph Lauren, sólo que no tan maricón. Empecé a temerle a la próxima vez que me viera con Seth; sabía que sus burlas durarían para toda la vida.

Inventaron una tapadera. Se les informó a mis colegas y jefes de la división de routers de la empresa de que me habían «reasignado». Circulaba el rumor de que me iban a enviar a Siberia porque el jefe de mi división estaba harto de mi actitud. Según otro rumor, uno de los vicepresidentes de Wyatt había quedado impresionado con un memorando escrito por mí; mi «actitud» le gustaba, de manera que me estaban dando más responsabilidades, no menos. Nadie sabía la verdad. Todo lo que llegaron a saber fue que un día desaparecí de mi cubículo.

Si alguien se hubiera molestado en mirar de cerca el organigrama del sitio web de la empresa, se habría dado cuenta de que ahora mi cargo era director de Proyectos Especiales, Despacho del presidente ejecutivo.

Estaban creando los papeles y los soportes electrónicos necesarios.

Judith se volvió hacia mí y continuó como si Wyatt nunca hubiera estado presente.

– Si Trion lo contrata, debe usted llegar a su cubículo con cuarenta y cinco minutos de anticipación. Bajo ninguna circunstancia beberá durante la comida ni después del trabajo. Nada de happy hours, ni de cócteles, nada de «andar por ahí» con «amigos» del trabajo. Nada de fiestas. Si tiene que ir a una fiesta relacionada con el trabajo, beba agua con gas.

– Habla como si estuviera en Alcohólicos Anónimos.

– Emborracharse es señal de debilidad.

– Asumo entonces que de fumar ni hablar.

– Asume mal -dijo-. Es un hábito sucio y desagradable, e indica falta de autocontrol, pero hay otras consideraciones. Estar en el área de fumadores es una forma excelente de polinizar, conectarse con gente de otras unidades, obtener información útil. Ahora bien, acerca de su manera de saludar… -Negó con la cabeza-. La ha cagado. La decisión de contratar o no se toma en los primeros cinco segundos, durante el apretón de manos, y quien le diga algo distinto le está mintiendo. Uno consigue el empleo con el saludo, y el resto de la entrevista lucha por conservarlo, por no perderlo. Como soy mujer, usted ha ido suave conmigo. No lo haga. Sea firme, hágalo con fuerza, y mantenga.

Sonreí con picardía y la interrumpí:

– La última mujer que me dijo eso… -Noté que se quedaba paralizada a media frase-. Lo siento.

Enseguida, con la cabeza echada hacia un lado como una gatita, sonrió.

– Gracias. -Hizo una pausa-. Mantenga el apretón uno o dos segundos más. Míreme a los ojos y sonría. Ponga todo su empeño en conquistarme. Intentémoslo de nuevo.

Me levanté, le di otra vez la mano a Judith.

– Mejor -dijo-. Usted tiene talento. La gente lo conoce y piensa: hay algo de este tío que me gusta, pero no sé lo que es. Usted tiene el talento necesario.

Me miró como evaluándome.

– ¿Se ha roto la nariz en alguna ocasión?

Asentí.

– Déjeme adivinar: jugando al fútbol.

– Hockey, en realidad.

– Qué bonito. ¿Es usted deportista, Adam?

– Lo era. -Volví a sentarme.

Se inclinó hacia mí, con el mentón apoyado en una mano cóncava, observándome.

– Se nota. En su forma de caminar, la forma en que maneja su cuerpo. Me gusta. Pero no está sincronizado.

– ¿Disculpe?

– Tiene que sincronizar. Espejo. Si me inclino hacia delante, usted hace lo mismo. Si me recuesto, usted se recuesta. Si cruzo las piernas, usted cruza las suyas. Observe la inclinación de mi cabeza e imíteme. Sincronice hasta su respiración con la mía. Pero sea sutil, no sea descarado al hacerlo. Es así como uno conecta con los demás a nivel subconsciente, es así como los hace sentirse cómodos con usted. A la gente le gusta la gente que se le parece. ¿Está claro?

Mi sonrisa la desarmó, o pensé que la desarmaría, en cualquier caso.

– Una cosa más -dijo. Se inclinó aún más, hasta que su cara estuvo a pocos palmos de la mía, y susurró-: Usa demasiado aftershave.

La cara me quemaba de vergüenza.

– Déjeme adivinar: Drakkar Noir -dijo, y no esperó mi respuesta, porque sabía que estaba en lo cierto-. Todo un semental de instituto. Apuesto que a las animadoras les temblaban las piernas.

Más tarde supe quién era Judith Bolton. Era vicepresidente senior, y la habían traído a Wyatt Telecom unos años atrás como consultora principal de McKinsey & Cía para aconsejar personalmente a Nicholas Wyatt en ciertas cuestiones personales, «resolución de conflictos» en los niveles más altos de la compañía, ciertos aspectos de estrategia psicológica en los acuerdos, los negocios y las adquisiciones. Tenía un doctorado en psicología del comportamiento, así que todos la llamaban «Doctora Bolton». Ya te refirieras a ella como «entrenadora ejecutiva» o como «estratega de liderazgo», lo cierto es que para Wyatt ella era algo así como su entrenadora olímpica privada o su preparadora personal. Le aconsejaba acerca de quién era material ejecutivo y quién no, quién debía ser despedido, quién conspiraba a sus espaldas. Tenía ojos con rayos X para la deslealtad. Era obvio que Wyatt la había contratado sacándola de McKinsey con un salario absurdo. Aquí, ella tenía el poder y la seguridad suficientes para contradecirlo en su propia cara, decirle cosas que él no aceptaría de nadie más.

– Bueno, nuestra primera misión es aprender a hacer una entrevista de trabajo -dijo.

– Conseguí que me contrataran aquí -dije débilmente.

– Ahora jugaremos a un nivel muy distinto, Adam -dijo ella, sonriendo-. Usted es un as, y tiene que dar la entrevista como un as, alguien que Trion querrá robarnos cueste lo que cueste. ¿Qué le parece el trabajo en Wyatt?

La miré y me sentí estúpido.

– Pues estoy tratando de irme, ¿no es así?

Puso los ojos en blanco, respiró hondo.

– No. Sea siempre positivo. -Giró la cabeza hacia un lado e hizo una sorprendente imitación de mi voz-: ¡Mi trabajo me encanta! ¡Es completamente estimulante! ¡Mis colegas son geniales!

La imitación era tan buena que por un momento me hizo sentirme raro; era como si oyera mi voz en la grabación de un contestador automático.

– Y entonces ¿por qué estoy presentándome en Trion?

– Por las oportunidades, Adam. Su trabajo en Wyatt no tiene nada de malo. No está descontento, tan sólo está tomando el paso más lógico en su carrera, y en Trion hay más oportunidades para hacer cosas aún más grandes, aún mejores. ¿Cuál es su debilidad más grande, Adam?

Pensé un instante.

– No tengo ninguna, en realidad -dije-. Nunca hay que admitir debilidades.

Frunció el ceño.

– Ay, por Dios. Pensarán que está delirando o que es estúpido.

– La pregunta tiene trampa.

– Por supuesto que la pregunta tiene trampa. Las entrevistas de trabajo son campos de minas. Uno tiene que admitir debilidades, pero nunca hay que decir nada peyorativo. Así que diga que es usted un marido demasiado fiel, o un padre demasiado cariñoso -otra vez puso su voz de Adam-. A veces me siento tan cómodo con un programa de software que no llego a explorar otros. O: a veces, cuando me molesto por pequeñas cosas, prefiero no decirlo en voz alta, porque imagino que acabarán por pasar. ¡No se queja lo suficiente! Y qué tal esto: tiendo a involucrarme demasiado con los proyectos, y a veces trabajo demasiadas horas en ellos, porque me encanta llevarlos a cabo, y hacerlo bien. Tal vez trabajo más de lo necesario en cada cosa. ¿Me entiende? Se les hará la boca agua, Adam.

Sonreí, asentí. ¿En qué diablos me había metido?

– ¿Cuál es el error más grande que ha cometido en su trabajo?

– Obviamente tengo que admitir algo -dije nerviosamente.

– Aprende rápido -dijo ella con sequedad.

– Tal vez asumí demasiadas responsabilidades, y…

– ¿Y la cagó? ¿Así que usted no conoce los límites de su propia incompetencia? No, no va por ahí la cosa. Diga: «Nada importante. Una vez, estaba preparando un informe importante para mi jefe y olvidé hacer copia de seguridad, el ordenador se estropeó y lo perdí todo. Tuve que quedarme hasta las tres de la madrugada y rehacer desde cero el trabajo perdido. Vaya si aprendí la lección: siempre hacer copia de seguridad.» ¿Entiende? El error más grande que usted ha cometido no fue su culpa, y además terminó por hacerlo todo bien.

– Entiendo -dije. El cuello de la camisa me apretaba, y quería salir de allí.

– Usted tiene un talento innato, Adam -dijo-. Todo va a salir perfectamente.

Capítulo 8

La víspera de mi primera entrevista en Trion, fui a ver a mi padre. Era algo que hacía por lo menos una vez por semana, a veces más, dependiendo de si él me llamaba para invitarme a pasar por su casa. Me llamaba con frecuencia, en parte porque se sentía solo (mamá había muerto seis años atrás) y en parte porque los esteroides que tomaba lo habían puesto paranoico, y creía que sus enfermeros querían matarlo. Así que sus llamadas nunca eran amistosas, nunca eran para conversar; eran quejas, peroratas, acusaciones. Algunos de sus analgésicos habían desaparecido, me decía, y estaba convencido de que la enfermera Caryn se los robaba. El oxígeno proporcionado por la compañía de oxígeno era una mierda. La enfermera Rhonda tropezaba todo el tiempo con la manguera de aire, tirando de los tubitos que mi padre tenía en la nariz y casi arrancándole las orejas.

Decir que era difícil conservar a la gente que lo cuidaba sería un eufemismo cómico. Rara vez duraban más de unas pocas semanas. Francis X. Cassidy era un hombre malhumorado, lo había sido desde que yo tenía memoria, y su humor había empeorado a medida que se hacía más viejo y se ponía más enfermo. Siempre había fumado un par de cajetillas diarias y tenía una tos sonora y áspera, y siempre estaba con bronquitis. Así que no fue ninguna sorpresa que le diagnosticaran un enfisema. ¿Qué esperaba? Hacía años que no podía soplar ni las velas de su pastel de cumpleaños. Ahora, su enfisema estaba en lo que llaman etapa final, lo cual quiere decir que podía morir en un par de semanas, o meses, o tal vez en diez años. Nadie lo sabía.

Desafortunadamente me tocó a mí, su único vástago, encargarme de su cuidado. Todavía vivía en el piso con sótano del edificio de tres plantas en el que yo había crecido, y no había cambiado absolutamente nada desde la muerte de mi madre: la misma nevera de color dorado que nunca funcionaba bien, el sofá que se hundía de un lado, las cortinas de encaje que se habían vuelto amarillentas con el tiempo. No tenía ahorros, y su pensión era lamentable; apenas tenía lo suficiente para cubrir sus gastos médicos. Eso quería decir que parte de mi sueldo lo destinaba a cubrir su alquiler, el sueldo del asistente médico, lo que fuera. Nunca esperé agradecimiento alguno, y nunca lo recibí. Mi padre no me pediría dinero ni en un millón de años. Ambos fingíamos que vivía de rentas o algo así.

Cuando llegué, estaba sentado en su sillón favorito, frente a un televisor grande que era su principal ocupación. Le permitía quejarse de algo en tiempo real. Con los tubos en la nariz (ahora le ponían oxígeno veinticuatro horas al día), estaba viendo un programa publicitario cualquiera por cable.

– Hola, papá -dije.

Tardó un minuto más o menos en levantar la cabeza: estaba hipnotizado por la publicidad, como si se tratara de la escena de la ducha en Psicosis. Había adelgazado, aunque tenía todavía pecho de nadador, y su pelo, cortado al rape, se había vuelto blanco. Cuando levantó la cara y me vio, dijo:

– La arpía se marcha, ¿sabías?

La «arpía» en cuestión era su última asistente médica, una irlandesa cincuentona, malcarada y temperamental, de llameante pelo rojo teñido, llamada Maureen. Cruzaba el salón cojeando, como si estuviera haciendo una fila -tenía problemas de cadera-, con una cesta de plástico de lavandería llena hasta el tope de las camisetas blancas y los calzoncillos bien doblados que constituían el extenso guardarropa de mi padre. La única sorpresa de su marcha era que hubiera tardado tanto. Mi padre tenía un pequeño timbre inalámbrico sobre la mesa, junto a su sillón, y lo hacía sonar cada vez que necesitaba algo, lo cual parecía ser siempre. El oxígeno no funcionaba, o las cositas de los tubos le secaban la nariz, o necesitaba ayuda para ir a orinar al baño. De vez en cuando, ella lo llevaba a «caminar» en su silla de ruedas motorizada, para que él pudiera pasearse por los centros comerciales y quejarse de los gamberros e insultarla un poco más. La acusaba de robarle sus analgésicos. Era como para enloquecer a una persona normal, y Maureen ya parecía bastante nerviosa.

– ¿Por qué no le cuenta cómo me ha llamado? -dijo ella mientras ponía la ropa limpia sobré el sofá.

– Por todos los cielos -dijo él. Hablaba en frases breves y cortadas, pues siempre le faltaba el aire-. Me pones anticongelante en el café. Me doy cuenta cuando lo pruebo. A esto lo llaman ancianicidio, sabes. Asesinatos con canas.

– Si quisiera matarlo, usaría algo más fuerte que anticongelante -repuso ella bruscamente. Su acento irlandés era todavía marcado, a pesar de llevar más de veinte años viviendo aquí. Mi padre acusaba invariablemente a sus enfermeros de querer matarlo. Si llegaran a hacerlo, ¿quién podría reprochárselo?-. Me ha llamado… una palabra que no puedo repetir.

– Me cago en la leche, la he llamado hija de puta. Algo bastante amable para lo que es. Me ha agredido. Estoy aquí sentado, conectado a estos tubos de mierda, y esta perra se pone a darme bofetadas.

– Le he quitado un cigarrillo de las manos -dijo Maureen-. Estaba tratando de fumar a escondidas mientras yo estaba abajo, lavando la ropa. Como si no pudiera sentir el olor que hay por toda la casa. -Me miró y un ojo se le desvió-. ¡Tiene prohibido fumar! Ni siquiera sé dónde esconde los cigarrillos, pero los tiene en alguna parte, ¡estoy segura!

Mi padre sonrió, triunfante, pero no dijo nada.

– De todas formas, ¿a mí qué me importa? -dijo con amargura-. Éste es mi último día. No puedo soportarlo más.

La audiencia contratada del programa publicitario lanzó un grito de asombro y aplaudió como loca.

– Como si se fuera a notar la diferencia -dijo mi padre-. Esta mujer no hace una mierda. Mira el polvo que hay en esta casa. ¿Qué coño hace todo el día?

Maureen levantó la cesta de ropa.

– Me debería haber ido hace un mes. Nunca debí aceptar este trabajo.

Salió de la habitación con su extraño galope renco.

– Debí despedirla tan pronto como la conocí -refunfuñó él-. Me di cuenta de que era una de esas asesinas de viejos.

Respiró con la boca fruncida, como si inhalara a través de una pajita.

No sabía qué iba hacer ahora. El hombre no podía quedarse solo: no podía llegar al baño sin ayuda. Se negaba a entrar en un asilo; decía que antes se mataría.

Puse la mano sobre su mano izquierda, la que tenía el dedo índice conectado a un indicador rojo y luminoso, el oxímetro, creo que se llamaba. Los números digitales del monitor marcaban 88 por ciento.

– Ya conseguiremos a alguien, papá, no te preocupes -dije.

Levantó la mano y se sacudió la mía de encima.

– ¿Qué clase de enfermera es ésta? -dijo-. Los demás le importamos una mierda. -Entonces le dio un largo ataque de tos, carraspeó y escupió sobre un pañuelo arrugado que sacó de alguna parte del sillón-. No sé por qué diablos no puedes volver a vivir aquí. ¿Qué coño tienes que hacer, además? Un trabajo sin futuro, eso es lo que tienes.

Negué con la cabeza y dije en tono suave:

– No puedo, papá. Hay préstamos estudiantiles que tengo que pagar.

Preferí no mencionar que alguien tenía que ganar dinero para pagar a los enfermeros que siempre acababan por marcharse.

– Valiente provecho le sacaste a la universidad -dijo-. Dinero perdido, eso es lo que fue. No hiciste más que ir de farra con tus amigos finos; no era necesario pagar veinte mil dólares al año para que pudieras pasarte el día follando. Eso lo habrías podido hacer aquí.

Sonreí para demostrarle que no me sentía ofendido. No sabía si eran los esteroides, la prednisona que tomaba para mantener abiertas sus vías respiratorias, lo que lo estaba transformando en semejante capullo, o si era simplemente su dulce naturaleza.

– Tu madre, que en paz descanse, te malcrió terriblemente. Te convirtió en un grandísimo inútil. ¿Cuándo coño vas a conseguir un trabajo de verdad?

Mi padre era hábil a la hora de dar en la tecla. Dejé que la ola de irritación pasara. No podía tomarme en serio a ese tío, me hubiera vuelto loco. Mi padre tenía el temperamento de un perro callejero. Yo siempre había pensado que su malhumor era como la rabia: no era algo que controlara totalmente, así que no se le podía culpar a él. Nunca había sido capaz de controlarse. Cuando yo era niño, un niño pequeño incapaz de defenderse, mi padre se sacaba el cinturón de cuero a la menor provocación y me daba unas palizas que me dejaban muerto. Tan pronto terminaba de azotarme, me decía: «¿Ves lo que me obligas a hacer?»

– Estoy en ello -dije.

– Pueden oler a un fracasado a kilómetros de distancia, ¿sabes?

– ¿Quiénes?

– Estas compañías. Nadie quiere a un fracasado. Todos buscan triunfadores. Tráeme una Coca-Cola, ¿quieres?

Éste era su mantra, y venía desde sus días de entrenador: yo era un fracasado, lo único que importaba era ganar, llegar segundo era fracasar. Hubo un tiempo en que estas cosas me enfurecían. Pero para este momento ya me había acostumbrado; apenas si le prestaba atención.

Fui a la cocina pensando en lo que íbamos a hacer ahora. Mi padre necesitaba ayuda veinticuatro horas al día, eso era seguro. Pero ninguna de las agencias quería enviar a nadie más. Al principio habíamos tenido enfermeras de verdad que hacían trabajos fuera del hospital para ganarse un dinero extra. Cuando mi padre acabó con ellas, nos las arreglamos para encontrar una serie de personas levemente calificadas que hacían aquí dos semanas de prácticas para obtener su certificado de enfermería. Después fue cualquiera que pudiéramos conseguir a través de los anuncios del periódico.

Maureen había organizado la nevera Kenmore de tal manera que podría haber formado parte de un laboratorio gubernamental. Había una fila de Coca-Colas, una detrás de la otra, sobre una balda de alambre que Maureen había ajustado a la altura exacta. Incluso los vasos de los anaqueles, que de costumbre se veían empañados y rayados, ahora brillaban. Llené dos vasos con hielo y vacié en cada uno el contenido de una lata. Tendría que sentarme con Maureen, pedirle disculpas en nombre de mi padre, rogar y suplicar, si era necesario. Por lo menos podría quedarse hasta que encontráramos un sustituto. Quizá podría apelar a su sentido de la responsabilidad con los ancianos, aunque imaginaba que el mal genio de mi padre habría acabado por desgastarlo. La verdad es que estaba desesperado. Si echaba a perder la entrevista de mañana, tendría todo el tiempo del mundo, pero estaría tras las rejas en algún lugar de Illinois. Eso no sería de mucha ayuda.

Regresé con los vasos en la mano y el hielo tintineando mientras caminaba. El programa publicitario no había terminado. ¿Cuánto tiempo duraban estas cosas? Y además, ¿quién los veía? Aparte de mi padre, quiero decir.

– No te preocupes por nada, papá -dije, pero ya se había dormido.

Me quedé a su lado unos segundos para ver si todavía respiraba. Lo hacía. Tenía la quijada sobre el pecho y la cabeza en un ángulo gracioso. El oxígeno emitía un soplido suave. En alguna parte del sótano, Maureen movía cosas de aquí para allá, preparando probablemente su frase de despedida. Puse las Coca-Colas sobre la mesita de mi padre, atiborrada de medicinas y mandos a distancia.

Me incliné y besé la frente manchada y colorada del viejo.

– Ya conseguiremos a alguien -le dije suavemente.

Capítulo 9

Las oficinas centrales de Trion Systems parecían un Pentágono de cromo pulido. Cada uno de los cinco lados era un «ala» de siete plantas. Habían sido diseñadas por algún arquitecto famoso. Debajo había un parking lleno de BMW y Range Rovers y muchos escarabajos Volkswagen y de todo, pero, hasta donde pude ver, no había espacios reservados.

En el ala B, di mi nombre a la «embajadora de lobby», que era como llamaban allí a la recepcionista. Ella imprimió una pegatina de identificación que ponía visitante. Me la pegué en el bolsillo del pecho de mi Armani gris y esperé en la recepción a que viniera a buscarme una mujer llamada Stephanie.

Era la asistente del vicepresidente de contrataciones, Tom Lundgren. Intenté despreocuparme, meditar, relajarme. Me dije que el montaje no podía ser mejor. Trion quería llenar el puesto vacante de director de marketing -alguien se había marchado de repente-, y yo había sido diseñado a medida para el empleo, creado mediante ingeniería genética, remasterizado con tecnología digital. En las últimas semanas, un selecto grupo de empresas de contratación de ejecutivos había recibido noticias acerca de aquel sorprendente muchacho de Wyatt que estaba listo para ser recogido. Fruta madura. El rumor se había hecho correr de manera informal en una convención industrial. Lo decía un pajarito… Empecé a recibir en mi correo de voz todo tipo de mensajes de gente interesada en contratarme.

Además, había hecho mis deberes con respecto a Trion Systems. Me había enterado de que era un gigante de la electrónica de consumo, fundado al principio de los años setenta por el legendario Augustine Goddard, cuyo apodo no era Gus, sino Jock. Era casi una figura de culto. Se había graduado en Cal Tech, había servido en la Marina, trabajado para Fairchild Semiconductor y después para Lockheed, e inventado una especie de tecnología revolucionaria para la fabricación de tubos de televisión en color. La mayoría lo consideraba un genio, pero, al contrario de algunos de los genios tiranos que fundaban multinacionales gigantescas, él no era un gilipollas, aparentemente. La gente lo quería, le era ferozmente fiel. Él era una suerte de presencia distante y paternal. Las raras ocasiones en que se le veía eran llamadas «encuentros», como si se tratara de un ovni.

Aunque Trion ya no fabricaba tubos de color, Sony y Mitsubishi y las demás compañías japonesas que fabricaban los televisores americanos habían adquirido la licencia del tubo Goddard. Después Trion entró en las comunicaciones electrónicas, catapultada por el famoso módem Goddard. Actualmente Trion hacía teléfonos móviles y buscadores, componentes informáticos, impresoras a color, agendas digitales y ese tipo de cosas.

Una mujer enjuta con pelo castaño y crespo surgió de una puerta y entró en la recepción.

– Usted debe de ser Adam.

Le di un firme apretón de manos.

– Mucho gusto.

– Soy Stephanie -me dijo-. La asistente de Tom Lundgren.

Me condujo al ascensor y me llevó al sexto piso. Hablamos de trivialidades. Yo intentaba sonar entusiasmado pero no raro, y ella parecía distraída. El sexto piso era la típica superficie cuadriculada, con cubículos que se extendían hasta donde llegaba el ojo, un ojo alto como el de un elefante. El camino por donde me condujo era un laberinto: no hubiera podido volver al ascensor ni arrojando migas de pan. Todo aquí era de fabricación estándar para la compañía, excepto el monitor que me crucé en el camino, cuyo protector de pantalla era una imagen en tres dimensiones de la cabeza de Jock Goddard sonriendo y girando como la de Linda Blair en El exorcista. Haz algo semejante en Wyatt -con la cabeza de Nick Wyatt, quiero decir- y probablemente los matones de la empresa te romperán las rodillas.

Llegamos a un salón de conferencias con una placa en la puerta que decía: Studebaker.

– Studebaker, ¿eh? -dije.

– Sí, todos los salones de conferencias llevan nombres de coches americanos clásicos. Mustang, Thunderbird, Corvette, Camaro. A Jock le encantan los coches americanos -dijo «Jock» con una cierta entonación, casi entre comillas, indicando al parecer que su trato con el presidente ejecutivo no admitía el uso del nombre de pila, pero así lo llamaba todo el mundo-. ¿Puedo traerle algo de beber?

Judith Bolton me había dicho que siempre respondiera con un sí, porque a la gente le encanta hacer favores, y todos, aun los auxiliares administrativos, darían su opinión acerca de mí.

– Coca-Cola, Pepsi, lo que sea -dije-. Gracias.

No me senté en el cabezal de la mesa sino en el lado que quedaba de cara a la puerta. Un par de minutos después, un tipo compacto, vestido con pantalón caqui y camisa de golfista azul marino con el logotipo de Trion, entró a saltos en la habitación. Tom Lundgren: lo reconocí de inmediato gracias al dossier que la doctora Bolton me había preparado. El vicepresidente de la unidad empresarial del Sector de Comunicaciones Personales. Cuarenta y tres años, cinco hijos, ávido golfista. Lo seguía de cerca Stephanie, que llevaba una lata de Coca-Cola y una botella de agua Aquafina.

Me dio un apretón triturador.

– Adam, soy Tom Lundgren.

– Mucho gusto.

– El gusto es mío. He oído hablar muy bien de usted.

Sonreí, me encogí modestamente de hombros. Lundgren ni siquiera llevaba corbata, pensé, y yo parecía el director de una funeraria. Judith Bolton me había advertido que eso podía pasar, pero dijo que era mejor ir a una entrevista demasiado elegante que vestido de manera informal. Era una señal de respeto, etcétera.

Se sentó a mi lado y se giró hacia mí. Stephanie cerró la puerta suavemente al salir.

– Me imagino que el trabajo en Wyatt es muy intenso, ¿no?

Tenía los labios delgados, muy delgados, y una sonrisa rápida que aparecía y desaparecía constantemente. Tenía la cara irritada, colorada, como si jugara demasiado al golf o tuviera rosácea o algo así. Su pierna derecha se movía como un pistón. Era un atado de energía nerviosa, un ganglio; parecía llevar una sobredosis de cafeína, y me hizo comenzar a hablar rápido. Entonces recordé que era mormón y no bebía cafeína. No me gustaría encontrármelo después de una taza de café, pensé. Una taza de café lo pondría probablemente en órbita.

– Así es como me gusta -dije.

– Me alegro. A nosotros también. -Su sonrisa apareció, desapareció-. Yo creo que aquí hay más gente clase A que en cualquier otra parte. Todos llevamos un ritmo más acelerado. -Destapó la botella de agua y bebió un sorbo-. Siempre digo que Trion es un gran sitio para trabajar si estás de vacaciones. Tienes tiempo para responder los correos electrónicos, los mensajes de voz, terminar mil cosas distintas, pero caramba, si te tomas un descanso, pagas el precio. Después vuelves, te encuentras con el correo lleno, te exprimen como una uva.

Asentí, sonreí con aire conspirador. Incluso a un encargado de marketing en una gran empresa tecnológica le gusta hablar como si fuera ingeniero, así que respondí en esos términos.

– Sé de qué me habla -le dije-. Tienes tantos ciclos, debes decidir en qué los gastas.

Estaba imitando su lenguaje corporal, casi remedándolo, pero él no parecía darse por enterado.

– Exactamente. Bien, ahora mismo no estamos en etapa de contrataciones. Nadie está en etapa de contrataciones. Pero uno de nuestros directores de nuevos productos acaba de ser transferido repentinamente.

Asentí de nuevo.

– Lo del Lucid es genial. De verdad le salvó la vida a Wyatt durante un trimestre más bien pobre. Es invento suyo, ¿no?

– De mi equipo, en cualquier caso.

Eso pareció gustarle.

– Bien, pues debe usted ser bueno, ya que ha logrado pasar de la puerta aquí.

– Eso no lo sé. Trabajo duro y me gusta lo que hago, y me encontré en el lugar adecuado en el momento adecuado.

– Es usted demasiado modesto.

– Tal vez.

Sonreí. Se lo creía todo. Se había tragado la falsa modestia y el tono directo.

– ¿Cómo lo hizo? ¿Cuál es el secreto?

Fruncí los labios y solté un soplo de aire, como si me acordara de una maratón en la que había corrido. Sacudí la cabeza.

– No hay secretos. Trabajo de equipo. Lograr consenso, motivar a la gente.

– Sea más preciso.

– Para ser honesto, la idea básica fue producir algo para eliminar al Palm. -Me refería al PDA inalámbrico de Wyatt, el que enterró a los Palm Pilots-. En las primeras sesiones de planificación conceptual, reunimos un grupo polifuncional: ingenieros, marketing, DI de adentro, DI de afuera -DI es la jerga para referirse a los diseñadores industriales. Estaba de suerte; conocía esta respuesta de memoria-. Miramos el estudio de marketing, los fallos del producto de Trion. Lo mismo hicimos con Palm, Handspring, Blackberry.

– ¿Y cuál era el error de nuestro producto?

– La velocidad. El inalámbrico es una porquería. Pero eso usted lo sabe.

Era una pulla cuidadosamente planeada: Judith se había bajado de la web unas declaraciones demasiado sinceras que Lundgren había hecho en conferencias industriales, en las cuales confesaba esas cosas. Lundgren criticaba con virulencia los esfuerzos de Trion cuando no llegaban a su objetivo. Mi franqueza era un riesgo calculado de parte de Judith. A partir del estudio del estilo ejecutivo de Lundgren, Judith había concluido que este hombre despreciaba a los aduladores, le gustaba la conversación directa.

– Correcto -dijo. Me sonrió durante un milisegundo.

– La cuestión es que contemplamos toda una serie de posibilidades. Qué buscaría realmente una madre que va a ver los partidos de sus hijos, un ejecutivo de una compañía, un capataz de construcción. Hablamos de características, configuración física, todo eso. Las discusiones eran bastante informales. Mi gran aportación fue la elegancia del diseño unida a la simplicidad.

– Me pregunto si no se habrán escorado demasiado hacia el lado del diseño, sacrificando funcionalidad -dijo Lundgren.

– ¿Qué quiere decir?

– Falta de un puerto para flash. Desde mi punto de vista, es la única carencia importante del producto.

Era un buen lanzamiento. Valía la pena batearlo.

– Estoy totalmente de acuerdo. -Me había preparado perfectamente con historias acerca de «mis» éxitos y mis falsos fracasos, que manejaba tan bien que parecían batallas victoriosas-. Una metedura de pata. Definitivamente, ésa fue la característica más importante que acabó sacrificada. Estaba en el proyecto general, pero hacía que la configuración física se saliera de nuestras intenciones, así que acabó echada por la borda en mitad del proceso.

Toma ya.

– ¿Y se va a hacer algo en la siguiente generación?

Negué la cabeza.

– Lo siento, no puedo hablar de ello. No es un capricho jurídico; conmigo, es cuestión de moral. Cuando uno da su palabra, tiene que significar algo. Si para usted es problema…

Me sonrió con una sonrisa que parecía genuina y apreciativa. Pensé: la he clavado.

– Ningún problema. Yo eso lo respeto. Alguien que filtrara información propiedad de su última empresa, me haría lo mismo después.

Noté las palabras «última empresa». Lundgren acababa de firmar; se había delatado.

Sacó el buscador y lo consultó rápidamente. Había recibido varias llamadas -lo tenía en modo silencioso, con vibrador-, mientras hablábamos.

– No necesito quitarle más tiempo, Adam. Quiero presentarle a Nora.

Capítulo 10

Nora Sommers era rubia, rozaba los cincuenta años, y tenía los ojos muy abiertos y observadores. Tenía el aspecto carnívoro de un animal de manada salvaje. Tal vez me influenciaba su expediente, que la describía como implacable y tiránica. Era directora, líder del equipo del proyecto Maestro, una especie de imitación del Blackberry que estaba a punto de irse al traste. Tenía fama de convocar reuniones a las siete de la mañana. Nadie quería estar en su equipo, razón por la cual les costaba trabajo llenar la vacante con alguien de adentro.

– No debe de ser muy agradable trabajar para Nick Wyatt -comenzó.

No era necesario que Judith Bolton me dijera que uno nunca se queja de su anterior jefe.

– La verdad -dije- es que es muy exigente, pero me hizo sacar lo mejor que había en mí. Es un perfeccionista. No tengo más que admiración por él.

Asintió con prudencia, sonrió como si yo hubiera escogido la respuesta correcta de una pregunta tipo test.

– Alimenta la ambición, ¿eh?

¿Qué esperaba, que dijera la verdad sobre Nick Wyatt? ¿Que era un zafio y un gilipollas? De ninguna manera. Me extendí un poco más:

– Trabajar en Wyatt es como ganar diez años de experiencia en un año de trabajo. En lugar de un año de experiencia en diez años de trabajo.

– Buena respuesta -dijo-. Me gusta que mi gente de marketing trate de convencerme. Es un componente clave en la lista de talentos. Si me pueden convencer a mí, pueden convencer al Journal.

Houston, tenemos un problema. Ahí yo no iba a entrar: a aquella trampa se le veían los dientes. Así que me limité a mirarla con expresión vacía.

– Pues bien -continuó-, hemos oído hablar mucho de usted. ¿Cuál fue la batalla más difícil que tuvo que librar en el proyecto Lucid?

Le di un refrito de la historia que le había contado a Tom Lundgren, pero no pareció muy impresionada.

– No me parece una batalla -respondió-. A eso, yo lo llamaría concesión.

– Tendría que haber estado presente -dije. Respuesta pobre. Avancé en mi CD-ROM mental en busca de anécdotas acerca del desarrollo del Lucid-. Hubo también una buena pelea alrededor del diseño del tablero. Era un tablero de cinco direcciones con altavoz incorporado.

– Lo conozco. ¿Cuál fue la controversia?

– Bueno, para nuestros DI era un asunto clave, el punto central del producto: llamaba mucho la atención. Pero los ingenieros me lo rechazaban, decían que era casi imposible y demasiado arriesgado. Querían separar el altavoz del tablero multidireccional. Los de DI estaban convencidos de que al separarlos, el diseño se vería atiborrado y asimétrico. Fue un momento de tensión. Tuve que tomar una decisión, dije que se trataba de una de las piedras angulares del producto. El diseño no sólo expresaba algo desde un punto de vista visual, sino que expresaba algo importante a nivel tecnológico: le decía al mercado que nosotros podíamos hacer cosas que nuestros competidores no.

Ella me diseccionaba con sus ojos abiertos como si yo fuera un pollo lisiado.

– Ah, los ingenieros -dijo estremeciéndose-. Pueden llegar a ser insoportables. No tienen ningún sentido comercial.

Sobre los dientes metálicos de la trampa relucía la sangre.

– La verdad es que nunca he tenido problemas con los ingenieros -dije-. Creo que son el corazón de la empresa, de verdad. Nunca me enfrento a ellos; los animo, o al menos trato de hacerlo. Liderazgo intelectual, ideas compartidas, ésas son las claves. Es una de las cosas que más me gusta de Trion: aquí reinan los ingenieros, que es como debe ser. Es una verdadera cultura de la innovación.

Sí, lo confieso: no hacía más que repetir como un loro la entrevista que Jock Goddard había dado una vez en Fast Company, pero pensé que funcionaría. Los ingenieros de Trion eran célebres por lo mucho que querían a Goddard, pues él era uno de los suyos. Les parecía un gran lugar de trabajo, ya que buena parte de los recursos de Trion se destinaban a Investigación y Desarrollo.

Nora se quedó sin habla un instante. Luego dijo:

– A fin de cuentas, la innovación es definitiva para el éxito.

Dios mío, yo me creía malo, pero esta mujer usaba los clichés empresariales como segundo idioma. Era como si los hubiera aprendido de un libro de Berlitz.

– Por supuesto -dije.

– Y dígame, Adam, ¿cuál es su mayor debilidad?

Sonreí, asentí, y en silencio murmuré una oración de gracias para Judith Bolton. Punto a favor.

Casi parecía demasiado fácil.

Capítulo 11

Fue Nick Wyatt en persona quien me dio la noticia. Cuando Yvette me condujo a su despacho, lo encontré en una esquina, montado sobre su Precor elíptica. Llevaba una camiseta sin mangas empapada en sudor y shorts deportivos rojos, y se veía corpulento. Me pregunté si usaría esteroides. En la cabeza llevaba el casco inalámbrico de su teléfono y estaba gritando órdenes.

Había pasado más de una semana desde, las entrevistas en Trion, y no había habido más respuesta que un silencio sepulcral. Sabía que habían ido bien, y no tenía duda de que mis referencias eran espectaculares, pero quién sabe, cualquier cosa podía pasar.

Imaginé, equivocadamente, que tan pronto como pasaran las entrevistas, la escuela KGB me daría un respiro. No hubo tal suerte. El entrenamiento continuó, incluyendo lo que llamaban «artimañas del oficio», es decir, cómo robar sin ser descubierto, cómo copiar documentos y archivos informáticos, cómo buscar en las bases de datos de Trion, cómo contactar a los de Wyatt si surgía algo que no pudiera esperar a una cita programada. Meacham y otro veterano del equipo de seguridad de Wyatt, que había pasado dos décadas en el FBI, me enseñaron a contactarlos por correo electrónico usando un «anonimizador», un servidor con base en Finlandia que suprime el nombre y la dirección verdaderos; cómo codificar mis correos electrónicos con un software superfuerte de 1024 bits desarrollado, al margen de las leyes de Estados Unidos, en alguna parte del exterior. Me enseñaron cosas tradicionales de espionaje, como entregas secretas y señales, cómo hacerles saber que tenía documentos para entregarles. Me enseñaron cómo hacer copias de las tarjetas de acceso que la mayoría de empresas usa hoy en día, las que abren la puerta cuando uno las mueve sobre un sensor. Parte de esto era genial. Comenzaba a sentirme como un verdadero espía. En esa época, por lo menos, todo eso me interesaba mucho. No conocía nada más.

Pero después de unos días de esperar y seguir esperando a tener noticias de Trion, estaba cagado de miedo. Meacham y Wyatt habían sido muy claros respecto a lo que sucedería si Trion no me contrataba.

Nick Wyatt ni siquiera me miró.

– Enhorabuena -dijo-. El cazatalentos me lo acaba de decir. Tiene usted libertad condicional.

– ¿Me hicieron una oferta?

– Ciento setenta y cinco mil dólares para comenzar, opción de comprar acciones, el paquete entero. Lo contratarán como colaborador individual a nivel de director pero sin superior directo, calificación diez.

Me sentí aliviado y sorprendido por la cantidad. Era cerca del triple de lo que ganaba en ese momento. Sumándole mi salario en Wyatt, me quedaban doscientos treinta y cinco mil. Dios mío.

– Fantástico -dije-. ¿Y ahora qué hacemos, negociar?

– ¿De qué coño habla? Entrevistaron a otros ocho tíos para el empleo. Quién sabe quién tendrá un candidato favorito, un colega, lo que sea. No asuma riesgos, al menos no todavía. Métase allá, muéstreles de lo que es capaz.

– De lo que soy…

– Muéstreles lo increíble que es usted. Ya les abrió el apetito con un par de entremeses. Ahora vaya y vuélvales locos. Si no les puede volver locos después de graduarse en nuestra escuelita-del-encanto, con Judith y conmigo soplándole al oído, es usted un fracasado aún más grande de lo que me había imaginado.

– Ya.

Me di cuenta de que mentalmente estaba ensayando una fantasía en la que mandaba a Wyatt a la mierda y me iba para ir a trabajar con Trion, hasta que recordé que no sólo seguía siendo mi jefe, sino que a todos los efectos me tenía cogido por las pelotas.

Wyatt se bajó de la máquina, empapado en sudor, cogió una toalla blanca del manillar y se la pasó por la cara, los brazos, las axilas. Estaba tan cerca de mí que podía oler el almizcle de su sudor, su aliento amargo.

– Ahora escúcheme bien -dijo con ese inconfundible tono de amenaza-. Hace unos dieciséis meses, la junta directiva de Trion aprobó un gasto extraordinario de casi quinientos millones de dólares para financiar un trabajito secreto.

– ¿Un qué?

– Un proyecto interno y ultrasecreto. La cuestión es que es muy raro que una junta directiva apruebe un gasto tan grande sin tener una buena cantidad de información. En este caso, lo aprobaron a ciegas, solamente a partir de las garantías del presidente ejecutivo. Goddard es el fundador, así que confían en él. Además, les aseguró que la tecnología que estaban desarrollando, sea lo que sea, era un progreso monumental. Es decir, algo inmenso, un cambio de paradigma, un salto cuántico. Revolucionario más allá de lo revolucionario. Les aseguró que se trata de lo más grande que ha sucedido desde la radio de transistores, y que el que no participe en esto se quedará atrás.

– ¿Y qué es?

– Si lo supiera, usted no estaría aquí, imbécil. Mis fuentes me aseguran que va a cambiar la industria de las telecomunicaciones, a ponerlo todo patas arriba. Y no tengo intención de quedarme atrás, ¿me sigue?

No lo seguía, pero asentí.

– He invertido demasiado en esta empresa para que le suceda lo mismo que a los mastodontes y los pájaros dodó. Así que su misión, amigo mío, es averiguar todo lo que pueda acerca de estos trabajos secretos, qué son, qué están desarrollando. No me importa si están desarrollando unos putos zancos electrónicos, el hecho es que no voy a asumir riesgos. ¿Está claro?

– ¿Cómo lo hago?

– Ese es su trabajo.

Se dio la vuelta y cruzó la vasta extensión de su despacho hacia una salida que yo no había visto nunca. Abrió la puerta, enseñándome un reluciente baño de marfil con una ducha. Me quedé allí, incómodo, sin saber si debía esperarlo, o irme, o qué.

– Lo llamarán al final de la mañana -dijo Wyatt sin darse la vuelta-. Hágase el sorprendido.

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