Quinta Parte. Quemado

Quemar: Poner al descubierto a una persona, una instalación (como un piso franco) u otros elementos de una organización o actividad clandestina. Un agente quemado es aquel cuya identidad conoce la oposición.

El libro del espía:

Enciclopedia del espionaje.


Capítulo 46

Me habían jodido. Kevin Griffin sabía que yo no había formado parte del proyecto Lucid en Wyatt, sabía también que yo no era ninguna superestrella. Conocía la verdadera historia. Probablemente ahora mismo estaba de vuelta en su cubículo buscándome en el intranet de Trion, sorprendido de verme aparecer como asistente del presidente ejecutivo. ¿Cuánto tardaría en empezar a hablar, a contar cosas, a hacer preguntas? ¿Cinco minutos? ¿Cinco segundos?

¿Cómo diablos podía haber pasado esto, después de los cuidadosos planes, de todo el trabajo preliminar por parte de la gente de Wyatt? ¿Cómo pudieron permitir que Trion contratara a alguien capaz de sabotear el plan entero?

En el mostrador de la cafetería miré alrededor, aturdido. De repente, había perdido el apetito. Tomé un sándwich de jamón y queso, de todas formas, porque necesitaba proteínas, y una Pepsi Light, y regresé a mi nuevo despacho.

Jock Goddard estaba en el corredor, cerca de mi despacho, hablando con otra persona con pinta de ejecutivo. Me hizo señas, sostuvo en el aire un dedo índice para hacerme saber que quería hablarme, así que me quedé allí, a cierta distancia, sintiéndome incómodo, mientras él terminaba su conversación.

Después de un par de minutos Jock le puso una mano en el hombro al otro tipo, solemnemente, y me condujo a mi propio despacho.

– Usted -dijo, al sentarse en la silla de los visitantes. El otro lugar era detrás de mi escritorio, y me pareció raro, porque después de todo él era el presidente, pero no tuve opción. Me senté y le sonreí, vacilante; no sabía qué esperar de aquella situación-. Creo que ha pasado con matrícula de honor. Enhorabuena.

– ¿En serio? Pensé que había metido la pata -dije-. No me siento demasiado cómodo poniéndome del lado de otro.

– Para eso lo he contratado. No para que se ponga en mi contra, claro. Para que se dirija al poder con la verdad, por así decirlo.

– No ha sido la verdad -dije-. Ha sido la opinión de un tío cualquiera.

Tal vez eso fue ir demasiado lejos. Goddard se frotó los ojos con una mano regordeta.

– Lo más fácil para un presidente -dijo-, y también lo más peligroso, es perder el contacto. Nadie quiere nunca decirme la verdad. Me quieren contar cuentos. Todo el mundo tiene sus propias prioridades. ¿Le gusta la historia?

Nunca se me había ocurrido que a uno le pudiera «gustar» la historia. Me encogí de hombros.

– Un poco -dije.

– Durante la Segunda Guerra Mundial, Winston Churchill puso una oficina fuera de la cadena de mando cuyo trabajo era decirle la verdad, directa y franca. Me parece que la llamó Oficina de Estadística, o algo así. El asunto es que nadie quería darle malas noticias, pero él supo que tenía que recibirlas o no podría hacer su trabajo.

Asentí.

– Fundas una compañía, tienes un par de rachas de suerte y enseguida te conviertes en una especie de figura de culto para quienes no han visto nada mejor en su vida -continuó Goddard-. Pero yo no necesito que me besen el, eh, el anillo. Necesito franqueza. Ahora más que nunca. En este negocio hay un axioma: las compañías tecnológicas crecen más que sus fundadores. Sucedió con Rod Canion en Compaq, Al Shugart en Seagate. Apple Computer llegó a despedir a Steve Jobs, recuérdelo, hasta que él mismo volvió cabalgando su caballo blanco para salvarlos a todos. Lo cierto es que ya no hay fundadores viejos y aguerridos. Mi junta directiva siempre ha tenido toda la fe del mundo en mí, pero sospecho que esos días comienzan a desaparecer.

– ¿Por qué dice eso, señor?

– Eso de «señor» tiene que terminarse -dijo bruscamente Goddard-. El artículo del Journal fue un cañonazo de advertencia. No me sorprendería que viniera de algunos miembros de la junta, gente descontenta para la cual ya es hora de que deje el puesto, de que me retire a mi casa de campo y me dedique solamente a jugar con mis cochecitos.

– Y usted no quiere hacerlo, ¿verdad?

Frunció el ceño.

– Yo haré lo que sea mejor para Trion. Esta maldita empresa es mi vida entera. De todas formas, los coches no son más que un hobby: si uno se dedica al hobby a tiempo completo, el hobby deja de ser divertido. -Me entregó un grueso sobre de papel manila-. En su correo electrónico hay una copia de esto en Adobe PDF. Nuestro plan estratégico para los próximos dieciocho meses: nuevos productos, actualizaciones, el paquete completo. Quiero que me dé su opinión más pura y franca: hágame una presentación, o como quiera llamarla. Una perspectiva general, un paseo en helicóptero.

– ¿Para cuándo lo quiere?

– Tan pronto como sea posible. Y si le interesa involucrarse especialmente en algún proyecto, como emisario mío, por favor hágalo. Verá que hay varias cosas interesantes entre los proyectos. A algunos los llevamos con las riendas muy cortas. Hay algo en curso, por ejemplo, el llamado proyecto Aurora, que puede cambiar completamente nuestra suerte.

– ¿Aurora? -dije, tragando con fuerza-. Me parece que lo ha mencionado antes, en la reunión, ¿no es cierto?

– Le he encargado a Paul que lo lleve. Es algo absolutamente alucinante. Hay algunos problemillas que hay que solucionar en el prototipo, pero ya está casi listo para salir a la luz.

– Suena interesante -dije, tratando de parecer despreocupado-. Me encantaría echar una mano en eso.

– Lo hará, ya lo creo que sí. Pero todo a su debido tiempo. No quiero distraerlo aún de las tareas domésticas, porque una vez se meta en Aurora… bueno, no quiero mandarlo en demasiadas direcciones a la vez, no quiero dispersarlo demasiado. -Se levantó, se frotó las manos-. Ahora debo ir al estudio para grabar el anuncio. No es algo que me entusiasme demasiado, tengo que decirlo.

Sonreí con comprensión.

– En fin -dijo Goddard-, siento haberlo metido tan bruscamente en todo esto, pero tengo la sensación de que le va a ir muy, muy bien.

Capítulo 47

Llegué a casa de Wyatt al mismo tiempo que Meacham, que soltó una broma acerca de mi Porsche. Nos condujeron al completo gimnasio de Wyatt, que estaba al nivel del sótano, pero, debido al diseño del paisaje, no quedaba bajo tierra. Wyatt estaba levantando pesas -setenta kilos- sentado en una silla reclinable. Llevaba sólo un par de brevísimos shorts: no llevaba camiseta, y parecía más fornido que nunca. El tío era un camión.

Terminó la serie sin decir una palabra, se puso de pie y se pasó una toalla por el cuerpo.

– ¿Qué, lo han despedido ya?

– No todavía.

– No, Goddard tiene otras cosas en qué pensar. Como el hecho de que su empresa esté cayéndose a pedazos. -Miró a Meacham, y ambos soltaron una risita-. ¿Qué dijo san Agustín al respecto?

La pregunta no me pareció imprevista, pero me llegó tan abruptamente que no estaba del todo preparado.

– No mucho -dije.

– Y una mierda -dijo Wyatt, acercándose a mí, mirándome fijamente e intentando intimidarme con su presencia física. Un aire cálido y húmedo salía de su cuerpo, maloliente como el amoniaco: el olor de los levantadores de pesas que ingieren demasiadas proteínas.

– No mucho mientras yo estaba presente -corregí-. Creo que el artículo los asustó, porque hubo revoloteos por todas partes. Más actividad que de costumbre.

– ¿Qué sabe usted sobre lo que se acostumbra? -dijo Meacham-. Es su primer día en el séptimo piso.

– Eso fue lo que me pareció -dije sin convicción.

– ¿Cuánto del artículo es cierto?

– ¿Quiere decir que no lo ha colocado usted?

Wyatt me miró.

– ¿Van a tener pérdidas este trimestre o no?

– No tengo ni idea -mentí-. No me paso el día en el despacho de Goddard.

No sé por qué estuve tan reticente a la hora de revelarles las desastrosas cifras trimestrales o las noticias de los despidos inminentes. Tal vez sentí que Goddard me había confiado un secreto y habría estado mal traicionar esa confianza. Por Dios, yo era un topo, un espía, ¿de dónde habían salido mi altivez y mi arrogancia? ¿Por qué estaba de repente marcando fronteras, esto te lo digo, esto no? Al día siguiente, cuando salieran las noticias de los despidos, Wyatt se pondría hecho una furia conmigo por no habérselo dicho. No creería que no me hubiera enterado. Así que empecé a dar rodeos.

– Pero algo sucede -dije-. Algo grande. Van a anunciar algo.

Le entregué a Wyatt una carpeta con una copia del plan estratégico que Wyatt me había pedido revisar.

– ¿Qué es esto? -dijo Wyatt. Lo dejó en el banco, se puso una camiseta sin mangas y comenzó a hojear el documento.

– El plan estratégico de Trion para los próximos dieciocho meses. Incluyendo descripciones detalladas de todos los nuevos productos.

– ¿Incluyendo Aurora?

Negué con la cabeza.

– Sin embargo -dije-, Goddard me lo ha mencionado ya.

– ¿Cómo?

– Sólo dijo que había un gran proyecto llamado Aurora, y que le daría un vuelco a la compañía. Dijo que se lo había encargado a Camilletti.

– Ajá. Camilletti está a cargo de las adquisiciones, y mis fuentes me han dicho que el Aurora se montó a partir de una serie de compañías que Trion ha comprado en secreto durante los últimos años. ¿No dijo de qué se trataba?

– No.

– ¿Y usted no preguntó?

– Claro que sí. Le dije que me interesaba hacer parte de algo tan importante.

Wyatt hojeó en silencio la totalidad del plan estratégico. Sus ojos recorrían las páginas rápida, excitadamente. Mientras tanto le pasé a Meacham una tira de papel.

– El número del móvil privado de Jock.

– ¿Jock? -dijo Meacham, disgustado.

– Todos lo llaman así. Eso no quiere decir que andemos cogidos de la mano. De todas formas, esto ayudará a que rastreen sus llamadas más importantes.

Meacham lo recibió sin agradecimiento alguno.

– Algo más -le dije a Meacham mientras Wyatt seguía leyendo, fascinado-. Hay un problema.

Meacham me miró fijamente.

– Cuidado. No nos toque los cojones.

– Hay un nuevo empleado en Trion, un tío llamado Kevin Griffin, está en Ventas. Lo contrataron de aquí, de Wyatt.

– ¿Y?

– Éramos amigos.

– ¿Amigos?

– Más o menos. Jugábamos a baloncesto.

– ¿Se conocían de la empresa?

– Sí.

– Mierda -dijo Meacham-. Esto sí que es un problema.

Wyatt levantó la cara del documento.

– Sácalo -dijo.

Meacham asintió.

– ¿Qué quiere decir eso?

– Que nos encargaremos de él -dijo Meacham.

– Esto es información muy valiosa -Wyatt dijo al fin-. Muy útil. ¿Qué se supone que debe usted hacer con esto?

– Goddard quiere mi opinión general sobre el portafolio de productos. Lo que promete, lo que no, lo que puede tener problemas. Todo eso.

– Eso no es muy preciso.

– Me dijo que quería un paseo en helicóptero sobre el terreno.

– Pilotado por Adam Cassidy, genio del marketing -dijo Wyatt, divertido-. Pues bien, saque lápiz y papel y comience a tomar notas. Voy a lanzarlo al estrellato.

Capítulo 48

Estuve despierto la mayor parte de la noche: desafortunadamente, me empezaba a acostumbrar.

El detestable Nick Wyatt se había pasado más de una hora dándome su opinión completa sobre la línea de producción de Trion, incluyendo todo tipo de informaciones confidenciales, cosas que muy pocos podían saber. Era como recibir la opinión de Rommel sobre Montgomery. Obviamente sabía una barbaridad sobre el mercado, dado que él era uno de los principales competidores de Trion, y tenía todo tipo de informaciones valiosas a las que estaba dispuesto a renunciar sólo para tener a Goddard contento conmigo. Su pérdida estratégica a corto plazo sería su ganancia a largo plazo.

Regresé a Harbor Suites a medianoche y me puse a trabajar con el PowerPoint, arreglando mis diapositivas para la presentación frente a Goddard. Para ser honesto, estaba bastante excitado. Sabía que no podía relajarme; que debía mantener mi rendimiento al máximo. Mientras siguiera recibiendo información confidencial de Wyatt, seguiría causándole buena impresión a Goddard, pero ¿qué pasaría cuando eso ya no sucediera? ¿Qué pasaría si me preguntaba mi opinión sobre algo y yo revelaba mi personalidad verdadera, mi personalidad ignorante? ¿Qué ocurriría entonces?

Cuando no pude seguir trabajando en la presentación, me tomé un descanso y revisé mi correo electrónico personal en Yahoo y Hotmail y Hushmail. La basura acostumbrada: «Viagra Online cómprelo aquí, viagra sin prescripción», y «La mejor página xxx» y «Su hipoteca concedida». Nada de parte de «Arthur». Enseguida entré en la página de Trion.

Un correo me llamó la atención: era de KevinGriffin@trionsystems.com. Lo abrí.

Asunto: Tú

De: KevinGríffin

Para: Acassidy


¡Tío! ¡Cómo me alegro de haberte visto! Qué gusto verte tan elegante y que te vaya tan bien, ¡enhorabuena! Muy impresionado por tu carrera aquí. ¿Qué has bebido? ¡Dame un poco! Estoy tratando de conocer a la gente de Trion y me encantaría comer contigo o algo así. ¡Dime algo!


Kev

No contesté: antes tenía que decidir cómo manejar ese asunto. Era obvio que el tío me había buscado, había visto mi nuevo cargo y no lograba entenderlo. Quería que nos viéramos, y ya fuera para pasar un rato juntos o para husmear, el asunto era grave. Meacham y Wyatt habían dicho que lo «sacarían» (yo no sabía qué podía significar eso), pero hasta que hicieran lo que planeaban hacer tendría que ser más cuidadoso que de costumbre. Kevin Griffin era una bomba montada y lista para estallar. Sería mejor que ni siquiera me acercara a él.

Salí de la página y volví a entrar usando la identificación y lo contraseña de Nora. Eran las dos de la madrugada, y supuse que no estaría conectada. Era un buen momento para tratar de entrar en sus correos archivados, revisarlos y bajar cualquier cosa relacionada con el Aurora, si es que había algo.

Pero me salía contraseña inválida, por favor reintente.

Volví a escribir su contraseña, con más cuidado esta vez, pero volvió a salirme contraseña inválida. Esta vez estaba seguro de no haberme equivocado.

Había cambiado su contraseña.

¿Por qué?

Cuando por fin me fui a la cama, mientras repasaba las posibles razones por las que Nora hubiera cambiado su contraseña, la cabeza me iba a mil por hora. Tal vez el vigilante, Luther, había pasado una noche por su despacho; esperaba encontrarse conmigo para hablar de Mustangs, y en cambio se había encontrado con Nora, que se había quedado a trabajar hasta tarde. Se habría preguntado qué hacía ella en ese despacho, e incluso -no era del todo improbable- la habría interrogado. Y luego le habría dado una descripción y ella lo habría comprendido todo; no habría tardado ni dos segundos.

Pero si era eso lo ocurrido, Nora no se habría limitado a cambiar su contraseña, ¿o sí? Habría hecho mucho más. Habría querido saber qué hacía yo en su despacho sin su permiso. No quise imaginar adónde podía llevar todo aquello.

O tal vez no hubiera malicia alguna en ello. Tal vez ella cambiaba su contraseña rutinariamente, como debían hacerlo cada sesenta días todos los empleados de Trion.

Tal vez no fuera más que eso.

No dormí bien, y tras un par de horas de dar vueltas en la cama, decidí levantarme, darme una ducha e irme al trabajo. El asunto Goddard estaba terminado; era el asunto Wyatt, el espionaje, lo que iba muy, pero muy atrasado. Si llegaba al trabajo suficientemente temprano, tal vez podría averiguar algo acerca del Aurora.

Me miré al espejo al salir. Estaba hecho polvo.

– ¿Levantado ya? -dijo Carlos, el conserje, mientras mi Porsche se detenía frente a la acera-. No puede seguir con este horario, señor Cassidy. Va a ponerse malo.

– Qué va -dije-. Me mantiene en forma.

Capítulo 49

Poco después de las cinco, el parking de Trion estaba prácticamente vacío. Era raro estar allí a esas horas en que el lugar estaba poco menos que desierto. Las luces fluorescentes zumbaban y lo bañaban todo con una especie de niebla verdosa, y olía a gasolina y a aceite de motor y a las demás cosas que gotean de los coches: líquido de frenos, anticongelante, acaso un poco de soda, una Mountain Dew derramada. Mis pasos hacían eco.

Cogí el ascensor del fondo para subir a la séptima planta, que también estaba desierta, y caminé hacia mi despacho por la oscuridad del corredor ejecutivo, pasando frente al despacho de Colvin, el de Camilletti, los de otra gente a la que aún no había conocido, hasta llegar al mío. Todos los despachos estaban cerrados, las luces apagadas. No había nadie todavía.

Mi despacho era un mero futurible: por ahora no tenía más que un escritorio desnudo, sillas y un ordenador, una alfombrilla para el ratón con el logo de Trion, un archivador sin nada archivado, una cómoda de oficina con un par de libros. Parecía el despacho de un itinerante, un nómada, alguien que podría levantarse e irse en mitad de la noche. Necesitaba con urgencia un toque de personalidad, fotos enmarcadas, artículos deportivos coleccionables, algo jocoso o gracioso, algo inspirador y serio. Necesitaba una impronta. Tal vez cuando hubiera recuperado un poco de sueño haría algo al respecto.

Escribí mi contraseña, me conecté a la red, abrí el correo por segunda vez. En algún momento de las últimas horas habían enviado un correo general a los empleados de Trion en todo el mundo, pidiéndoles que a las cinco de la tarde, hora Este, se conectaran al sitio web de la empresa, «para ver un anuncio importante del presidente ejecutivo Augustine Goddard». Eso bastaría para poner en marcha la fábrica de rumores. Los correos electrónicos irían de un lado a otro. Me pregunté cuánta de la gente de arriba sabía la verdad (el grupo, curiosamente, me incluía a mí). No mucha, eso seguro.

Goddard había mencionado que Aurora, el proyecto alucinante del que se negaba a hablar, era territorio de Paul Camilletti. Me pregunté si había algo en la biografía oficial de Camilletti que pudiera echar un poco de luz sobre Aurora, así que introduje su hombre en el directorio de la compañía.

Su foto estaba allí, severa y adusta y, sin embargo, era más apuesto que en persona. Una pequeña biografía: nacido en Geneseo, Nueva York, educado en escuelas públicas del norte del estado -traducción: probablemente no era de familia adinerada-, Swathmore, Harvard Business School, carrera meteórica en una empresa de electrónica de consumo que en su momento fue rival importante de Trion pero luego fue adquirida por Trion. Vicepresidente sénior de Trion en menos de un año, antes de ser nombrado jefe de servicios financieros. Todo un hombre en alza. Hice clic en los enlaces para ver quiénes eran sus subordinados y apareció un pequeño arbolito que mostraba todas las divisiones y unidades que estaban debajo de él.

Una de las unidades era la de Investigación de Tecnologías Disruptivas, que dependía directamente de él. Alana Jennings era la directora de marketing.

Paul Camilletti supervisaba directamente el proyecto Aurora. De repente, este hombre se había vuelto muy, muy importante.


Pasé por su despacho con el corazón latiéndome a mil por hora y no había, por supuesto, ni rastro de él. No a las cinco y cuarto de la mañana. También me di cuenta de que el personal de limpieza ya había pasado por allí: había una bolsa de basura nueva en la papelera de su asistente, y sobre la alfombra se veían las líneas del aspirado, y el lugar olía todavía a productos de limpieza.

Y no había nadie en el corredor; probablemente no había nadie en toda la planta.

Estaba a punto de cruzar la línea, de tomar un riesgo mucho más elevado.

No me preocupaba tanto que apareciera un guardia de seguridad. Diría que era el nuevo asistente de Camilletti. ¿Qué iban a saber ellos?

Pero ¿qué pasaría si la asistente de Camilletti llegaba temprano para adelantar trabajo? O, lo que era más probable, ¿qué pasaría si el mismo Camilletti decidía comenzar temprano? Después de un anuncio tan importante, era posible que tuviera que empezar a hacer llamadas, escribir correos electrónicos, mandar faxes a las sedes europeas de Trion, que estaban seis o siete horas por delante. A las cinco y media de la mañana, era mediodía en Europa. Cierto, Camilletti podría escribir sus correos desde casa; pero yo no podía desestimar la posibilidad de que hoy llegara a su despacho más temprano que de costumbre.

Me di cuenta de que introducirme en su despacho, hoy, era asumir un riesgo descabellado.

Pero por alguna razón decidí hacerlo de todas formas.

Capítulo 50

Pero la llave del despacho de Camilletti no aparecía por ninguna parte.

Busqué en los lugares habituales: todos los cajones del escritorio de su asistente, dentro de las plantas y el bote de clips, incluso en los archivadores. Su mesa estaba en el pasillo, totalmente desprotegida, y empecé a ponerme nervioso mientras fisgoneaba en un lugar con el que no tenía nada que ver. Miré detrás del teléfono. Bajo el teclado, bajo el ordenador. ¿Estaba escondida en la parte inferior de los cajones? No. ¿Bajo el escritorio? Nuevamente, no. Había una pequeña sala de espera junto al escritorio: en realidad no era más que un sofá, una mesa baja y un par de sillas. Eché una mirada por allí, pero nada. La llave no aparecía.

Tal vez no era demasiado ilógico que el jefe de servicios financieros de la compañía tomara precauciones, tratara de evitar que alguien se introdujera en su despacho. ¿No era algo digno de encomio?

Después de diez minutos de buscar por todas partes, diez minutos que me destrozaron los nervios, decidí que aquello no estaba escrito en mi destino; y en ese momento recordé un detallito curioso de mi nuevo despacho. Como todos los despachos de la planta ejecutiva, estaba equipado con un detector de movimiento, algo menos sofisticado de lo que parece. En realidad es una característica de seguridad muy común en los despachos más importantes: una forma de asegurarse de que nadie se quedará encerrado en su propio despacho. Mientras haya movimiento en un despacho, la puerta no se cierra. (Otra prueba de que los despachos del séptimo piso eran un poco más igualitarios.) Si me apresuraba, podría aprovecharme de aquello…

La puerta del despacho de Camilletti era de caoba sólida, muy pulida, pesada. No había espacio entre la puerta y la alfombra tupida; ni siquiera podía deslizar una hoja de papel por debajo. Eso haría las cosas un poco más difíciles… pero no imposibles.

Necesitaba una silla para encaramarme, pero no la silla de la asistente, que tenía ruedas y no era estable. Encontré una silla plegable en la salita de espera y la puse junto a la pared de vidrio del despacho de Camilletti. Luego regresé a la sala de espera. Dispersos sobre la mesa de centro estaban los diarios y las revistas habituales: Financial Times, Institutional Investor, JSF, Forbes, Fortune, Business 2.0, Barron's…

Barron's. Sí. Eso serviría. La cogí, y tras mirar alrededor -para confirmar que nadie fuera a sorprenderme haciendo algo que sería inútil tratar de explicar- me subí en la silla y empujé uno de los paneles acústicos del techo.

Metí el brazo en el espacio que hay encima del techo falso, ese lugar oscuro y polvoriento atiborrado de alambres y cables y cosas así, y tanteé la zona para encontrar el siguiente panel, el que quedaba justo encima del despacho de Camilletti, y lo levanté también, dejándolo apoyado en la rejilla metálica.

Bajé la mano con el Barron's y empecé a agitarlo al otro lado. Bajé la mano hasta donde alcanzaba, lo agité un poco más, pero nada ocurrió. Tal vez los detectores de movimiento no llegaban tan alto. Finalmente me puse de puntillas, doblé el codo tanto como pude y me las arreglé para bajar el periódico otro par de palmos, agitándolo con fuerza hasta que sentí que me dolían los músculos.

Oí un clic.

Un débil, inconfundible clic.

Saqué el Barron's y devolví el panel a su lugar, lo dejé bien ajustado en su sitio. Luego me bajé de la silla y la puse donde estaba.

Y probé a abrir la puerta de Camilletti.

La puerta se abrió.


En mi mochila había traído un par de herramientas que incluían una linterna. Inmediatamente cerré las persianas y la puerta, y encendí el poderoso rayo de luz.

El despacho de Camilletti era tan carente de personalidad como los demás: la colección genérica de fotografías familiares enmarcadas, las placas y los premios, la misma fila de libros sobre negocios que todos fingían leer. La verdad es que el despacho fue una gran desilusión. No era un despacho esquinero, no tenía ventanas del techo al suelo como en Wyatt Telecom. No había vistas de ningún tipo. Me pregunté si a Camilletti le disgustaría traer invitados importantes a un despacho tan humilde. Éste era el estilo de Goddard, pero no era para nada el de Camilletti. Tacaño o no, Camilletti parecía un tío presuntuoso. Yo había oído decir que en el ático del ala A del edificio había una suite en la que se recibía a los invitados elegantes, pero nadie que yo conociera la había visto nunca. Tal vez era allí donde Camilletti recibía a los gerifaltes.

Había dejado encendido el ordenador, pero cuando le di a la barra de espacio de aquel moderno teclado negro, y se encendió el monitor, apareció la pantalla escriba su contraseña y el cursor titilando. Sin su contraseña, por supuesto, no podría entrar en los archivos de su ordenador.

Si había escrito su contraseña en alguna parte, lo cierto es que yo no logré encontrarla: ni en los cajones, ni bajo el teclado, ni pegada con celo a la parte posterior del gran monitor plano. Nada. Sólo por probar tecleé su nombre de usuario (Camilletti@trionsystems.com) y enseguida la misma contraseña, Camilletti.

Nada. Era demasiado precavido para algo así, y después de unos segundos me di por vencido.

Tendría que conseguir su contraseña a la manera antigua: furtivamente. Pensé que no se daría cuenta si cambiaba el cable que había entre su teclado y su disco duro por un Keyghost. Y eso hice.

Admito que estaba más nervioso allí, en el despacho de Camilletti, que en el de Nora. Se podría pensar que en ese momento yo ya era un completo profesional en eso de meterme en despachos ajenos, pero no era así, y en el de Camilletti había ciertas vibraciones que me dejaron muerto de miedo. El mismo me parecía aterrador, y ni siquiera me atrevía a pensar en las consecuencias de ser sorprendido. Además, tenía que asumir que las precauciones de seguridad de la planta ejecutiva serían más exhaustivas que en el resto de Trion. Tenían que serlo. Cierto, me habían entrenado para vencer la mayoría de medidas de seguridad. Pero siempre había sistemas de detección que no activaban alarmas ni luces. Esa posibilidad me asustaba más que ninguna otra.

Miré alrededor buscando inspiración: por alguna razón, el despacho parecía más ordenado, más espacioso que los otros que había visitado en Trion. Enseguida supe por qué: aquí no había archivadores. Por eso parecía tan despejado. ¿Y bien? ¿Dónde estaban todos los archivos?

Cuando entendí por fin dónde debían estar, me sentí como un idiota. Por supuesto. No estaban aquí porque no había espacio suficiente, y. no estaban en el área de su asistente porque habrían quedado demasiado expuestos al público, demasiado vulnerables.

Tenían que estar en la habitación auxiliar. Al igual que Goddard, cada ejecutivo de alto nivel de Trion tenía un despacho doble, con una sala de conferencias auxiliar del mismo tamaño que la principal. Era así como se manejaba en Trion el asunto de la igualdad de espacio: oye, todo el mundo tiene despachos del mismo tamaño. Simplemente, los de arriba tienen dos.

La puerta de la sala de conferencias no estaba cerrada con llave. Barrí la habitación con la linterna: había una fotocopiadora pequeña; todas las paredes estaban cubiertas de archivadores de caoba. En el centro de la habitación había una mesa redonda, como la de Goddard, pero más pequeña. Todos los cajones estaban meticulosamente etiquetados con lo que parecía caligrafía de arquitecto. La mayoría parecía contener registros financieros y contables; en ellos encontraría cosas interesantes, pensé. Ojalá supiera por dónde empezar a buscar.

Pero cuando vi los cajones con la etiqueta desarrollo corporativo trion, el resto dejó de interesarme. Desarrollo corporativo no es más que una expresión de la jerga empresarial para referirse a fusiones y adquisiciones. Trion era conocida por absorber nuevas empresas y compañías pequeñas o medianas. Eso era más habitual en los años milagrosos, a finales de los noventa, pero aún adquirían varias compañías al año. Supuse que los archivos estaban allí porque Camilletti supervisaba las adquisiciones concentrándose principalmente en temas de costes, calidad de la inversión, todo eso.

Y si Wyatt tenía razón, y el proyecto Aurora se componía de un grupo de empresas que Trion había adquirido secretamente, la solución al misterio Aurora tenía que estar aquí.

También estos archivos estaban abiertos: otro golpe de suerte. Supongo que la idea era: si no puedes entrar al despacho auxiliar de Camilletti, no podrás tener acceso a los archivos, así que cerrarlos era una molestia sin sentido.

Había muchos archivos: empresas que Trion había adquirido totalmente o de las cuales había comprado un buen trozo, empresas que había examinado de cerca y en las cuales había decidido no involucrarse. Reconocí algunas, pero la mayoría me resultaron desconocidas. Hojeé una carpeta de cada empresa para tratar de descubrir a qué se dedicaban. Era una labor lenta; ni siquiera sabía qué estaba buscando en realidad. ¿Cómo podía saber si una nueva empresa formaba parte de Aurora, si ni siquiera sabía lo que era Aurora? Parecía completamente imposible.

Pero entonces se resolvieron todos mis problemas.

Uno de los cajones de desarrollo corporativo llevaba la etiqueta proyecto Aurora.

Y allí estaba. Así de simple.

Capítulo 51

Abrí el cajón conteniendo la respiración. Casi esperaba encontrar el cajón vacío, como el archivador de Aurora en Recursos Humanos. Pero no estaba vacío. Estaba repleto de carpetas clasificadas por colores según un sistema que no entendí; todas llevaban el sello trion, confidencial. Estaba claro que el material interesante se encontraba allí.

Por lo que pude ver, estas carpetas hablaban de varias nuevas empresas -dos de Silicon Valley, California, y otras dos de Cambridge, Massachusetts- que recientemente habían sido adquiridas por Trion en condiciones de estricta confidencialidad. «Modo furtivo», se leía sobre ellas.

Sabía que aquello era grande, importante, y el pulso se me aceleró. Cada página llevaba el sello de secreto o confidencial. Aun tratándose de archivos secretos que se mantenían en el despacho cerrado del jefe de servicios financieros, el lenguaje era oscuro, velado. Había frases como «Se recomienda adquirir a mayor brevedad» y «Mantener bajo vigilancia».

Así que aquí estaba el secreto de Aurora.

En realidad, por más que pasé y repasé las páginas, no lo comprendí. Una compañía parecía haber desarrollado una forma de combinar componentes ópticos y electrónicos en un circuito integrado. No supe qué quería decir aquello. Una nota decía que la compañía había resuelto el problema del «bajo rendimiento de las láminas».

Otra compañía había encontrado la manera de producir circuitos fotónicos en masa. Vale, pero ¿qué quería decir eso? Otras dos eran firmas de software. ¿Qué hacían? Imposible saberlo.

Una compañía (ésta parecía interesante, de hecho), llamada Delphos Inc., había desarrollado un proceso para refinar y manufacturar un compuesto químico llamado fosfato de indio, hecho de «cristales binarios de elementos metálicos y no metálicos», fuera lo que fuese aquello. Esta sustancia tenía «propiedades de absorción y transmisión ópticas incomparables», según se leía en el documento de descripción. Aparentemente, se utilizaba para construir un cierto tipo de láser. Por lo que pude entender, Delphos Inc. dominaba efectivamente el mercado del fosfato de indio. Seguro que una mente más privilegiada que la mía podría comprender para qué servirían cantidades masivas de fosfato de indio. Quiero decir, ¿cuántos láseres puede necesitar una persona?

Pero aquí estaba lo interesante: el archivo de Delphos llevaba la etiqueta de adquisición pendiente. De manera que Trion estaba en negociaciones para comprar la compañía. El archivo estaba lleno de informes financieros, que para mí eran incomprensibles. Había un documento de diez o doce páginas, una lista de condiciones para la adquisición de Delphos por parte de Trion. Lo primordial era que Trion ofrecía quinientos millones de dólares por la compañía. Parecía que los directivos de la compañía, un grupo de científicos de Palo Alto, al igual que una firma de capital empresarial con sede en Londres que era dueña de la mayor parte de la empresa, se habían mostrado de acuerdo con los términos. Vale, quinientos millones de dólares ayudan a decidirse, ¿no? Sólo estaban terminando de arreglar los detalles. Se había programado tentativamente un anuncio para una semana después.

Pero ¿cómo se suponía que debía copiar esos documentos? Me tomaría todo el tiempo del mundo, horas y horas frente a una fotocopiadora. En ese momento eran las seis de la mañana; si Goddard llegaba a las siete y media, uno podía estar seguro de que Camilletti lo hacía antes. Así que debía largarme de allí. No tenía tiempo de hacer copias.

No se me ocurría otra manera: tenía que llevármelos. Tal vez llenar los espacios con archivos sacados de otra parte, y luego…

Y luego despertar todo tipo de alarmas tan pronto como Camilletti o su asistente trataran de acceder a los archivos de Aurora.

No. Mala idea.

En vez de eso, cogí una o dos páginas de cada uno de los ocho archivos, encendí la fotocopiadora y las fotocopié. En menos de cinco minutos ya había devuelto las páginas a los archivos y puesto las copias en mi cartera.

Asunto terminado: había llegado el momento de largarse. Levantando una sola lámina de las persianas del despacho, eché una mirada para confirmar que no viniera nadie.

A las seis y cuarto de la mañana ya estaba de vuelta en mi despacho. Durante el resto del día debería llevar conmigo las páginas confidenciales del Aurora, pero eso sonaba mejor que dejarlas en el escritorio y correr el riesgo de que Jocelyn las encontrara. Sé que suena a paranoia, pero tuve que actuar sobre la base de que Jocelyn podría registrar los cajones de mi escritorio. Tal vez ella era «mi» asistente administrativo, pero no era yo quien le pagaba, sino Trion.

Jocelyn llegó a las siete en punto. Se asomó a mi despacho con las cejas levantadas y dijo, con cadencia sorprendida y elocuente:

– Buenos días.

– Buenos días, Jocelyn.

– Qué pronto ha llegado.

– Sí -gruñí.

Entrecerró los ojos.

– ¿Lleva mucho rato aquí?

Solté un resoplido.

– Ni me pregunte -dije.

Capítulo 52

Mi gran presentación ante Goddard seguía posponiéndose y posponiéndose. Se suponía que iba a ser a las ocho y media, pero diez minutos antes recibí un correo instantáneo de Flo en el que me decía que la reunión del equipo ejecutivo de Jock se estaba alargando, ¿lo dejábamos para las nueve? Luego, otro correo: la reunión no da señales de terminarse, digamos mejor nueve y media.

Me imaginé que los principales directores habían llegado a las manos mientras decidían quién se llevaría el menor número de recortes. Probablemente todos estaban a favor de los recortes en general, sólo que no en su propia división. Trion no era distinta de las demás corporaciones: cuanta más gente hubiera debajo de ti en el organigrama, tanto más poder tenías. Nadie quería perder soldados.

Me moría de hambre, así que devoré una barra de proteínas. Estaba también exhausto, pero demasiado excitado para hacer otra cosa que trabajar en mi presentación de PowerPoint y tratar así de pulirla un poco más. Incluí un fade animado entre las diapositivas. Metí, sólo para relajar la tensión, ese monigote del tío rascándose la cabeza con un signo de interrogación flotando encima. Recorté el texto una y otra vez. En alguna parte había leído acerca de la Regla de Siete: no más de siete palabras por línea y siete líneas por página. ¿O era la Regla de Cinco? También de eso se hablaba. Supuse que Jock no andaría muy bien de paciencia ni atención, dado el momento por el que atravesaba, así que seguí cortando mi texto, haciéndolo más directo.

Cuanto más esperaba, más nervioso me ponía, y más minimalistas se volvían mis diapositivas PowerPoint. Pero los efectos especiales se volvían más y más guays. Había logrado hacer que las barras de los gráficos se encogieran y crecieran ante el espectador. Goddard quedaría muy impresionado.

Finalmente, a las once y media recibí un mensaje de Flo: me decía que ya podía dirigirme al Centro de Reuniones Ejecutivas, pues la reunión ya estaba tocando a su fin.

Cuando llegué, la gente comenzaba a irse. Reconocí a algunos: Jim Colvin, el director de operaciones; Tom Lundgren; Jim Sperling, el jefe de Recursos Humanos, y un par de mujeres de aspecto imponente. Ninguno se veía muy feliz que digamos. Goddard estaba rodeado por una bandada de gente más alta que él. Hasta ese momento, no me había dado cuenta realmente de lo pequeño que era. Además, tenía un aspecto terrible: tenía los ojos rojos, inyectados en sangre, y las ojeras parecían más grandes que de costumbre. Camilletti estaba de pie, junto a él, y parecían discutir. Yo sólo alcanzaba a oír pedazos.

– … necesitamos acelerar el metabolismo de este lugar -estaba diciendo Camilletti.

– … toda clase de resistencia, desmoralización -murmuró Goddard.

– La mejor forma de lidiar con la resistencia es con un hacha ensangrentada -dijo Camilletti.

– Yo suelo preferir el viejo truco de la persuasión -dijo Goddard cansinamente. Los demás formaban un círculo alrededor de ellos y los observaban.

– Es como dijo Al Capone -dijo Camilletti, y sonrió-: se logra más con una palabra amable y una pistola que sólo con una palabra amable.

– Ya. Y ahora vas a decirme que para hacer una tortilla antes hay que romper los huevos.

– Cuando yo voy, tú ya vuelves -dijo Camilletti, dándole una palmadita en la espalda antes de irse.

Mientras tanto conecté mi ordenador portátil al proyector, que estaba incorporado a la mesa de conferencias. Oprimí el botón que bajaba las persianas electrónicamente.

Ahora, en la habitación a oscuras, sólo quedábamos Goddard y yo.

– ¿Qué tenemos aquí? ¿Una matinée?

– No, lo siento. No son más que diapositivas.

– No sé si será una buena idea apagar las luces -dijo Goddard-. Corremos el riesgo de que me quede profundamente dormido. He pasado la noche en blanco, angustiado por estas meteduras de pata profesionales. Estos despidos son para mí un fracaso personal.

– No lo son -dije, y enseguida me avergoncé: ¿quién era yo para reconfortar al presidente ejecutivo?-. De todas formas -añadí rápidamente-, seré breve.

Comencé con un gráfico animado espectacular del Trion Maestro: todas las piezas salían volando de los márgenes de la pantalla y llegaban a encajar perfectamente. A esto seguía el monigote que se rascaba la cabeza con el signo de interrogación notándole encima.

– La única cosa más peligrosa que formar parte del mercado actual de la electrónica de consumo -dije-, es no formar parte del mercado actual de la electrónica de consumo. -Ahora estábamos en un coche de carreras Fórmula Uno, y nos movíamos a la velocidad de la luz-. Porque si no conduces, corres el riesgo de que te atropellen -luego salió una diapositiva que decía: electrónica de consumo trion: lo bueno, lo feo y lo malo.

– Adam.

Me di la vuelta.

– ¿Sí?

– ¿Qué diablos es esto?

La nuca me empezó a sudar.

– Sólo es una introducción -dije. Obviamente había sido demasiado larga-. Ahora entro en materia.

– ¿Le ha dicho a Flo que pensaba hacer una de estas cosas, cómo se llaman, Power… PowerPoint?

– No, pero…

Se puso de pie, se dirigió al interruptor y encendió la luz.

– Ella se lo habría advertido: odio esta basura.

La cara me ardía.

– Lo siento, nadie me dijo nada.

– Por Dios, Adam, usted es un joven inteligente, creativo, original. ¿Cree que me interesa verlo perder el tiempo decidiendo si pone Arial de cuerpo dieciocho o Times New Roman de cuerpo veinticuatro?, ¡por todos los cielos! ¿Por qué no me dice su opinión, simplemente? No soy un crío. No necesito que me dé a cucharaditas esta maldita papilla.

– Lo siento -dije, y empecé de nuevo.

– No, perdone. No quise saltar así. Tal vez tengo bajo el azúcar. Es hora de comer, y me muero de hambre.

– Puedo bajar y conseguir un par de sándwiches.

– Se me ocurre algo mejor -dijo Goddard.

Capítulo 53

El coche de Goddard era un Buick Roadmaster deportivo, modelo 1949, perfectamente restaurado, de color marfil crema, de hermoso diseño aerodinámico, y con una parrilla cromada que parecía la boca de un cocodrilo. Tenía neumáticos blancos y un magnífico interior de cuero rojo y relucía como un coche de película. Goddard bajó la capota de tela antes de que abandonáramos el parking y saliéramos a la luz del sol.

– Esto corre -dije, sorprendido, cuando entramos en la autopista.

– Cinco mil centímetros cúbicos, ocho cilindros en línea -dijo Goddard.

– Qué belleza.

– Lo llamo mi Barco de Teseo.

– Ah -dije, sonriendo como si supiera a qué se refería.

– Tendría que haberlo visto cuando lo compré: era un montón de basura. ¡Dios mío! Mi mujer pensó que había perdido la chaveta. Me habré pasado cinco años en total, cinco años de tardes y fines de semana, reconstruyendo esta cosa desde los puros huesos. Lo cambié todo. Todo es cien por cien auténtico, por supuesto, pero no creo que haya una sola pieza del coche original.

Sonreí, me recosté. El cuero del coche era suave como la mantequilla y tenía un agradable olor a viejo. El sol me daba en la cara, el viento envolvía el coche. Ahí estaba yo, sentado en aquel hermoso deportivo clásico con el presidente ejecutivo de la compañía a la cual espiaba… no supe si la sensación era agradable, como si hubiera alcanzado la cima de la montaña, o repulsiva y sórdida y deshonesta. Ambas, tal vez.

Goddard no era un simple coleccionista adinerado, como lo era Wyatt con sus aviones y sus yates y sus Ferraris. O como Nora, con su Mustang, o como cualquiera de los clones de Goddard que había en Trion y que compraban coches de colección en subastas. Era un fanático genuino y chapado a la antigua, de los que de verdad se manchaban los dedos de grasa.

– ¿Ha leído las Vidas de Plutarco?

– Ni siquiera terminé Matar a un ruiseñor -admití.

– Y no sabe a qué diablos me refiero cuando hablo del Barco de Teseo, ¿no es cierto?

– Es cierto, señor.

– Bien, pues hay un famoso enigma de identidades sobre el cual les encantaba discutir a los griegos. Aparece por primera vez en Plutarco. Tal vez reconozcas el nombre de Teseo, el gran héroe que mató al Minotauro en el Laberinto.

– Claro. -Recordaba algo de un laberinto, eso sí.

– Los atenienses decidieron preservar el barco de Teseo como monumento. Con el paso de los años, por supuesto, comenzó a pudrirse, y los atenienses empezaron a cambiar cada pieza de madera podrida por una nueva, una y después otra y después otra. Hasta que todas las planchas del barco habían sido reemplazadas. Y la pregunta que los griegos se hacían (era una especie de acertijo para filósofos) era ésta: ¿Realmente se trata del Barco de Teseo?

– O simplemente de una actualización -dije.

Pero Goddard no estaba para bromas. Parecía hablar muy en serio.

– Apuesto a que conoces a gente que es exactamente como ese barco, ¿no, Adam? -Me miró, luego volvió a mirar al frente-. Gente que sube de nivel en la vida y comienza a cambiar todo de sí misma hasta que uno ya no puede reconocer el original.

Los intestinos se me cerraron. Dios mío. Ya no estábamos hablando de Buicks.

– Ya sabes, pasas de llevar vaqueros y zapatillas a llevar trajes finos y zapatos elegantes. Te vuelves más refinado, más hábil socialmente, más pulido en tus modales. Cambias la forma de hablar. Consigues nuevos amigos. Antes bebías Budweiser, ahora tomas sorbos de Pauillac Gran Reserva. Antes comprabas Big Mac para llevar, ahora pides la lubina a la sal. Cambia la manera de ver las cosas, cambia lo que piensas -hablaba con terrible intensidad, con la mirada fija en la autopista, y de vez en cuando, al girar la cabeza para mirarme, sus ojos relampagueaban-. Y llega un momento, Adam, en que te preguntas si eres la misma persona. Tu vestuario ha cambiado, han cambiado tus símbolos de estatus, conduces un coche de lujo, vives en una casa grande y elegante, vas a fiestas elegantes, tienes amigos elegantes. Pero si tienes algo de integridad, sabes, en el fondo, que sigues siendo el mismo barco.

Tenía un nudo en el estómago. Goddard hablaba de mí; me embargó una desasosegante sensación de vergüenza, de bochorno, como si me hubieran sorprendido haciendo algo vergonzoso. Goddard me leía como un libro abierto. ¿Lo hacía? ¿Cuánto alcanzaba a ver, en realidad? ¿Cuánto sabía?

– Todo hombre debe respetar la persona que ha sido. No puedes ser prisionero del pasado, pero tampoco deshacerte de él. Es parte de ti.

Estaba buscando cómo responderle cuando anunció con voz alegre:

– Bien, hemos llegado.

Era el coche de comidas de un tren de pasajeros, un vagón antiguo y de líneas finas, hecho de acero inoxidable; tenía un letrero de neón azul en redondilla: la cuchara azul. Debajo, en letras de neón rojo, ponía: aire acondicionado. Otra enseña en neón rojo rezaba abierto y desayuno todo el día.

Aparcó y nos bajamos.

– ¿Nunca ha venido aquí?

– No, nunca.

– Le encantará. Es genuino. No una de esas cosas falsamente retro. -La puerta se cerró con un golpe satisfactorio-. No ha cambiado desde 1942.


Nos sentamos en un banco tapizado con cuero sintético de color rojo. La mesa era de fórmica imitación mármol con el borde en acero inoxidable y tenía su propia máquina de discos. Había un largo mostrador con taburetes giratorios atornillados al suelo y tortas y pasteles debajo de vitrinas de plástico. Nada de objetos de los años cincuenta, por fortuna; no había canciones de los Sha-Na-Na en ningún jukebox. Había una máquina de cigarrillos de esas que tienen palancas y hay que tirar de ellas para que caiga la cajetilla. Servían desayunos todo el día (desayuno campesino: dos huevos, patatas fritas caseras, salchicha o bacon o jamón y además rosquillas, todo por 4,95 dólares), pero Goddard le pidió un sloppy joe [14] sobre pan de hamburguesa a una camarera que lo conocía y lo llamaba Jock. Yo pedí una hamburguesa con patatas fritas y una Coca-Cola.

La comida era algo grasienta pero bastante buena. Yo había comido cosas mejores, pero hice de todas formas todos los ruidos de placer adecuados. Junto a mí, sobre el asiento de cuero sintético, estaba mi maletín con los archivos hurtados del despacho de Camilletti. Su simple presencia me ponía nervioso, como si a través del cuero salieran rayos gamma.

– Bien, veamos cuáles son sus opiniones -dijo Goddard a través de un bocado de comida-. No me dirá que no es capaz de pensar sin un ordenador y un proyector sobre su cabeza.

Sonreí, bebí un sorbo de Coca-Cola.

– Para comenzar, creo que distribuimos pocos televisores de pantalla plana -dije.

– ¿Pocos? ¿Para una economía como ésta?

– Un amigo mío trabaja en Sony, y me dice que tiene graves problemas. Resulta que NEC, que fabrica el visualizador de plasma para Sony, tiene una especie de problema técnico de producción. Les llevamos una ventaja considerable. De seis a ocho meses, fácilmente.

Puso su sloppy joe sobre el plato y concentró en mí toda su atención.

– ¿Y usted confía en su amigo?

– Completamente.

– Me niego a tomar una decisión de productividad tan importante basándome en rumores.

– Y no lo culpo -dije-. Aunque la noticia se conocerá en cosa de una semana. Pero podría interesarnos cerrar un trato con otro fabricante antes de que se dispare el precio de esos visualizadores de plasma. Y se disparará.

Las cejas de Goddard se levantaron.

– Por otro lado -continué-, lo del Gurú me parece una cosa inmensa.

Sacudió la cabeza, volvió a fijarse en su comida.

– Bueno, no somos los únicos fabricantes de un comunicador nuevo y de moda. Nokia tiene la intención de arrollarnos en este tema.

– Olvídese de Nokia. Nokia no es más que un espejismo. Su diseño está tan enredado en luchas internas de poder que no nos darán nada nuevo en los próximos dieciocho meses o más, y eso si tienen suerte.

– ¿Y esto se lo ha dicho el mismo amigo de antes? ¿O un amigo distinto? -Goddard parecía escéptico.

– Espionaje industrial -mentí. Nick Wyatt, ¿quién si no? Pero él mismo me había dado garantías sobre esa información-. Puedo mostrarle el informe, si quiere.

– Ahora no. Para que lo sepa, el Gurú se ha topado con un problema de producción tan serio que puede que ni siquiera lo despachemos.

– ¿Qué clase de problema?

Suspiró.

– Es demasiado complicado para meternos en eso ahora. Aunque usted podría comenzar a asistir a las reuniones del Gurú. Tal vez pueda ayudar en algo.

– Por supuesto -dije. Pensé en ofrecerme de nuevo para trabajar en el Aurora, pero desistí: demasiado sospechoso.

– Ah, mire, el sábado es la barbacoa anual en mi casa del lago. No está toda la compañía, como es obvio, sólo unas setenta y cinco personas, cien como máximo. En otras épocas solíamos invitar a todo el mundo, pero eso ya no es posible. Así que invitamos a los más veteranos, algunos altos ejecutivos y sus esposas. ¿Cree que pueda alejarse un par de horas de su espionaje industrial?

– Me encantaría. -Traté de parecer despreocupado, pero aquello era un gran paso. La barbacoa de Goddard era de verdad el círculo de los íntimos. Dado el reducido número de invitados, la fiesta en la casa del lago generaba importantes rivalidades en la compañía, según había sabido: «Hostia, Fred, lo siento, no puedo ir el sábado, tengo una… una especie de barbacoa ese día, ya sabes.»

– Nada de lubina a la sal ni de Pauillac, ay de mí -dijo Goddard-. Más bien hamburguesas, frankfurts, ensalada de macarrones: nada elegante. Traiga su traje de baño. Bueno, pasemos a cosas más importantes. Aquí tienen el mejor pastel de pasas que jamás haya usted probado. El de manzana también está muy bien. Todo casero. Pero mi favorito es el pastel de chocolate y merengue -le hizo señas a la camarera, que andaba cerca de la mesa-. Debby -le dijo-, tráele uno de manzana a este chico, y para mí lo de siempre.

Se dirigió a mí.

– Si no le importa, prefiero que no le hable de este sitio a sus amigos. Que sea nuestro secreto. -Arqueó una ceja-. ¿Sabe guardar un secreto?

Capítulo 54

Regresé a Trion excitado por mi comida con Goddard, y no era por la hamburguesa mediocre, ni siquiera por el hecho de que mis ideas hubieran fluido tan bien, sino por el hecho de contar con la atención completa del gran hombre y tal vez con su admiración. Vale, quizás eso fuera exagerar un poco. Pero me tomaba en serio. El desprecio que Nick Wyatt me tenía parecía infinito: me hacía sentir como una ardilla. Con Goddard me parecía que su decisión de escogerme como asistente ejecutivo estaba justificada de verdad, y me daban ganas de trabajar como una mula para él. Era curioso.

Camilletti estaba en su despacho, reunido a puerta cerrada con alguien de aspecto importante. Alcancé a verlo por la ventana: se inclinaba hacia delante, resuelto. Me pregunté si tomaría notas de sus reuniones cuando el visitante se marchara. Cualquier cosa que introdujera en su ordenador sería mía muy pronto, contraseñas incluidas, e incluida cualquier cosa del proyecto Aurora.

Y entonces sentí mi primera punzada de… ¿de qué? De culpa, tal vez. El legendario Jock Goddard, un ser humano bueno, me acababa de llevar a un restaurante de mierda, pequeño y sucio, y había escuchado mis ideas (ya no eran de Wyatt, sino mías, al menos estaban en mi cabeza), y aquí estaba yo, espiando en sus suites ejecutivas y poniendo mecanismos de vigilancia en beneficio de ese mafioso barato que era Nick Wyatt.

Algo andaba mal, muy mal, en todo esto.

Jocelyn levantó la cabeza, dejó de fijarse en lo que hacía.

– ¿Ha comido bien? -preguntó. No había duda de que la red de asistentes cotillas estaba al tanto de mi comida con el presidente.

Asentí.

– Gracias. ¿Y usted?

– Sólo un sándwich en mi escritorio. Mucho trabajo.

Estaba entrando en mi despacho cuando dijo:

– Ah, sí, ha venido alguien a verlo.

– ¿Ha dejado un nombre?

– No. Ha dicho que era amigo suyo. En realidad, ha dicho que era «colega» suyo. Rubio, guapo…

– Creo que sé de quién se trata -dije. ¿Qué podía querer Chad?

– Ha dicho que usted le había dejado algo sobre su escritorio, pero no le he dejado entrar a su despacho, usted no me había avisado nada al respecto. Espero no haberme equivocado. Parecía ofendido.

– Perfecto, Jocelyn. Gracias.

Era Chad, definitivamente, pero ¿por qué trataba de meterse a husmear en mi despacho?

Me conecté, busqué mis correos electrónicos. Uno de ellos me saltó a la cara: una nota que Seguridad Empresarial enviaba a «Nivel C y personal de Trion».

Alerta de seguridad

A finales de la semana pasada, después de un pequeño incendio en el Departamento de Recursos Humanos de Trion, una investigación rutinaria descubrió la presencia de un sistema de vigilancia colocado de manera ilegal.

Un error de seguridad de esta naturaleza en un área sensible es motivo de gran preocupación para todos nosotros. Por ello, Seguridad ha emprendido un rastreo preventivo en todas las áreas sensibles de la empresa, incluyendo despachos y terminales de trabajo, en busca de señales de intrusión o colocación de sistemas. Usted será contactado en breve. Apreciamos su cooperación en esta vital campaña de seguridad.

Inmediatamente empecé a sentir sudor en el cuello y bajo los brazos.

Habían encontrado el aparato que estúpidamente había colocado durante mi abortada intrusión en Recursos Humanos. Dios mío. Ahora los de Seguridad revisarían ordenadores y despachos en las zonas «sensibles» de la compañía, que de seguro incluían el séptimo piso.

¿Y cuánto tardarían en descubrir el aparato que yo había puesto en el ordenador de Camilletti?

De hecho, ¿no era posible que hubiera cámaras de seguridad en el vestíbulo, frente al despacho de Camilletti, y hubieran grabado mi intrusión?

Pero ¿cómo podían haber encontrado el Keyghost?

Algo no andaba bien. Ninguna «investigación rutinaria» habría podido descubrir el cable trucado. Faltaba un dato; había un eslabón de la cadena que no habían hecho público.

Salí del despacho y le dije a Jocelyn:

– ¿Ha visto el mensaje de Seguridad?

– ¿Mmm? -Levantó la vista del ordenador.

– ¿Tendremos que comenzar a cerrar todo con llave? ¿Qué está realmente ocurriendo aquí?

Negó con la cabeza. No parecía demasiado interesada.

– Pensé que tal vez usted conocería a alguien de Seguridad. -Le dije-. ¿No es así?

– Querido -me dijo-, conozco a alguien en cada departamento de esta compañía.

– Pff -dije, me encogí de hombros y me fui al lavabo.

Cuando regresé, Jocelyn estaba hablando por teléfono a través del micro de sus auriculares. Me hizo señas, sonrió y asintió como si quisiera decirme algo.

– Creo que es hora de que Greg nos diga adiós -dijo por el teléfono-. Querida, tengo que irme. Un placer hablar contigo -me miró-. Típicas tonterías de Seguridad -dijo con gesto de persona curtida-. Se pondrían medallas por el sol y la lluvia si se los permitieran. Es lo que pensé: se están poniendo medallas por un momento de suerte. Después del incendio, uno de los ordenadores de Recursos Humanos dejó de funcionar bien, así que llamaron a Soporte Técnico, y uno de los técnicos vio algo raro conectado al teclado, algo así, un cable extra, no lo sé. Créame, los chicos de Seguridad no son los genios del barrio, ni mucho menos.

– ¿Así que lo del «error de seguridad» es mentira?

– Pues mi amiga Caitlin dice que sí que encontraron una especie de cosilla de espías, pero los Sherlock Holmes de Seguridad no lo hubieran descubierto sin un golpe de suerte.

Resoplé, con aire divertido, y regresé a mi despacho. Los intestinos se me habían congelado. Al menos mis sospechas eran correctas -Seguridad había estado de suerte- pero el asunto era que habían descubierto el Keyghost. Tendría que regresar al despacho de Camilletti para recuperar el cable antes de que lo descubrieran.

En mi ausencia, una ventana de mensaje instantáneo había aparecido en la pantalla de mi ordenador.

Para: Adam Cassidy

De: ChadP


Hola Adam: He tenido una comida muy interesante con un viejo amigo tuyo de WyattTel. Estaría bien que me llamaras.

C.


Ahora me sentía como si las paredes se me vinieran encima. Seguridad estaba haciendo un rastreo, y ahora estaba lo de Chad.

Chad, cuyo tono era definitivamente amenazador, como si acabara de enterarse de lo que yo no quería que se enterara. La parte en que ponía «muy interesante» era preocupante, al igual que la parte del «viejo amigo», pero lo peor de todo era «Estaría bien que me llamaras», que parecía decir: Te tengo en mis manos, gilipollas. No iba a ser él quien llamara; no, quería que yo me retorciera, sudara, lo llamara muerto de pánico… y sin embargo, ¿cómo podía no llamarlo? ¿No lo llamaría por simple curiosidad acerca de un «viejo amigo»? Tenía que llamarlo.


Pero en ese momento necesitaba un poco de ejercicio. No es que tuviera tiempo que perder, pero necesitaba estar despejado para lidiar con los últimos acontecimientos. Cuando salí del despacho, Jocelyn me dijo:

– Me había pedido que le recordara la emisión del anuncio de Goddard. A las cinco.

– Cierto. Gracias. -Miré el reloj: faltaban veinte minutos. No quería perdérmela, pero podía verla, mientras hacía ejercicio, en los pequeños monitores de la zona cardiovascular. Matar dos pájaros, etcétera.

Entonces recordé el maletín y su contenido radioactivo. El maletín estaba en mi despacho, junto a mi escritorio, sin llave. Cualquiera podría abrirlo y ver los documentos que había robado del despacho de Camilletti. ¿Y ahora qué? ¿Meterlos en uno de los cajones de mi escritorio y cerrarlo con llave? Pero Jocelyn tenía una llave de mi escritorio. De hecho, no había un solo lugar donde pudiera guardarlos sin que ella tuviera acceso a ellos si así lo deseaba.

Regresé rápidamente al despacho, cogí los documentos de Camilletti de mi maletín, los puse en un sobre de papel manila y me los llevé al gimnasio. Tendría que llevar estos malditos documentos encima hasta llegar a casa, y sólo entonces podría mandarlos por fax de seguridad y enseguida destruirlos. No le dije a Jocelyn adónde iba; ella tenía acceso a mi Gestor de Citas, y sabía que no tenía ninguna programada.

Pero era demasiado educada para preguntármelo.

Capítulo 55

Pocos minutos antes de las cinco, en el gimnasio de la compañía no había demasiada gente. Me senté en una elíptica y me puse los auriculares. Mientras calentaba, di un repaso por los canales de cable -MSNBC, CSPAN, CNN, CNBC- y alcancé a ver el cierre de mercado. Tanto el NASDAQ como el Dow eran bajos: otro día de perros. A las cinco cambié al canal de Trion, que normalmente pasaba cosas tediosas como presentaciones, publicidad, etcétera.

Apareció el logo de Trion, luego un fotograma de Goddard en el estudio; vestía una camisa azul marino de cuello abierto, y su franja de pelo blanco, tan indisciplinada normalmente, estaba bien peinada esta vez. El fondo era negro con puntos azules y parecía el plato de Larry King en la CNN, salvo por el logo de Trion notoriamente ubicado encima del hombro izquierdo de Goddard. Me di cuenta de que estaba nervioso: ¿por qué? Esto no era en directo, Goddard lo había grabado el día anterior y yo sabía exactamente lo que iba a decir. Pero quería que lo hiciera bien. Quería que presentara el argumento de los despidos de forma convincente y poderosa, porque sabía que la noticia molestaría a mucha gente de la compañía.

No tuve que preocuparme. Su discurso no fue simplemente bueno; fue alucinante. En los cinco minutos no hubo una sola nota en falso. Goddard abrió con sencillez: «Hola. Soy Augustine Goddard, presidente y director ejecutivo de Trion Systems, y hoy me corresponde la difícil labor de transmitirles una mala noticia.» Habló de la industria, de los problemas recientes de Trion. Dijo: «No voy a andarme con rodeos, no voy a llamar estos despidos "desgaste involuntario" ni "cese voluntario".» Dijo: «En este negocio, nadie quiere admitir que las cosas no le van bien, que el líder de una compañía ha juzgado mal, o la ha pifiado, ha cometido errores. Pues bien, estoy aquí para decirles que la hemos pifiado. Hemos cometido errores. Como presidente de la compañía, yo mismo he cometido errores.» Dijo: «Considero la pérdida de empleados valiosos, de miembros de nuestra familia, como un grave fracaso.» Dijo: «Un despido es como una herida terrible: causa dolor en todo el cuerpo.» A uno le daban ganas de abrazar a este tío y decirle tranquilo, no es culpa tuya, te perdonamos. Dijo: «Quiero decirles que acepto la responsabilidad por este contratiempo, y haré todo lo que esté a mi alcance para que esta compañía vuelva al buen camino.» Dijo que a veces veía esta compañía como un trineo gigantesco, pero que él era el perro que va delante, no el hombre que va en el trineo con el látigo en la mano. Dijo que durante años se había opuesto a los despidos masivos, como sabía todo el mundo, pero bueno, algunas veces había que tomar la decisión más difícil, seguir la corriente. Juró que su equipo administrativo cuidaría bien de todas y cada una de las personas afectadas por los despidos; dijo que las indemnizaciones ofrecidas eran las mejores de la industria; que eran lo menos que la empresa podía hacer para echar una mano a empleados leales. Terminó hablando de la manera en que se había fundado Trion, de cómo los veteranos de la industria habían predicho una y otra vez su desaparición y, sin embargo, había salido de cada crisis más fuerte que antes. Cuando terminó, yo tenía los ojos llenos de lágrimas y me había olvidado por completo de mover los pies. Estaba allí, sentado en la máquina elíptica, observando la pantalla como un zombi. Había voces fuertes alrededor, y al mirar vi grupos de gente reunida que hablaban animadamente y con aspecto sorprendido. Entonces me quité los auriculares y seguí con mi rutina de ejercicios mientras el lugar comenzaba a llenarse.

Pocos minutos más tarde, alguien ocupó la máquina que había a mi lado, una mujer con mallas de lycra, muy buen culo. Conectó los auriculares al monitor y estuvo un rato manipulándolos, y luego me dio un golpecito en el hombro.

– ¿Tienes sonido en tu equipo? -preguntó. Reconocí la voz incluso antes de ver la cara de Alana. Sus ojos se abrieron-. ¿Qué haces tú aquí? -dijo, a la vez asombrada y acusadora.

– Dios mío -dije. Estaba de verdad sobresaltado; no tuve que fingir-. Yo trabajo aquí.

– ¿Tú? Yo también, es alucinante.

– ¡Qué dices!

– No me dijiste… bueno, también es cierto que no te pregunté, ¿o sí?

– Es increíble -dije. Ahora sí que fingía, y no con el entusiasmo suficiente. Me había sorprendido con la guardia baja, aunque supiera que esto podía ocurrir; lo irónico era que estaba demasiado nervioso para sonar realmente sorprendido.

– Qué coincidencia -dijo ella-. No me lo puedo creer.

Capítulo 56

– ¿Hace cuánto… hace cuánto que trabajas aquí? -dijo, bajándose del aparato. No pude interpretar su expresión. Parecía divertida pero contenida.

– Acabo de comenzar. Hace un par de semanas. ¿Y tú?

– Hace años. Cinco. ¿Dónde trabajas?

No creí que el estómago se me pudiera cerrar más, pero lo hizo.

– Me contrató la División de Productos de Consumo. Marketing de nuevos productos, ¿te suena?

– Me estás tomando el pelo.

– No me digas que estás en la misma división que yo. Eso lo sabría, te habría visto.

– Pues lo estuve.

– ¿Lo estuviste? ¿Y ahora dónde estás?

– Hago marketing para algo llamado Tecnologías Disruptivas -dijo con reticencia.

– ¿En serio? Qué guay. ¿Y qué es eso?

– Es aburrido -dijo, pero no sonó convincente-. Muy complicado. Asuntos especulativos, cosas así.

– Mmm -dije. No quería sonar demasiado interesado-. ¿Has visto el discurso de Goddard?

Asintió.

– Qué fuerte, ¿no? -dijo-. Yo no sabía que estábamos tan mal. Es que despidos masivos… siempre piensas que los despidos masivos son para los demás, nunca para Trion.

– ¿Cómo te parece que lo ha hecho?

Quería prepararla para el momento inevitable en que me buscara en el Intranet y descubriera cuál era mi verdadero trabajo. Al menos podría decir después que no le había ocultado nada; simplemente había tanteado el terreno en nombre de mi jefe. Como si yo hubiera tenido algo que ver con el discurso de Goddard.

– Me ha sorprendido, por supuesto. Pero la forma en que lo ha presentado tenía sentido. Claro, para mí es fácil decirlo, porque tengo ciertas garantías por mi trabajo. Pero tú, como contratación reciente…

– No creo que vaya a tener ningún problema, pero quién sabe. -De verdad quería que nos saliéramos del tema de mi trabajo actual-. Goddard ha sido bastante directo.

– Así es él. Un tío genial.

– Sí, su talento es innato -dije. Hice una pausa-. Oye, siento mucho la forma en que terminó nuestra cita.

– ¿Lo sientes? No, no hay nada que sentir -su voz se hizo más dulce-. ¿Y cómo está tu padre?

A la mañana siguiente, le había dejado un mensaje en el contestador, diciendo que mi padre había sobrevivido.

– Ahí, tirando. En el hospital tiene un nuevo elenco de personas a las que amenazar e intimidar, así que tiene nuevas razones para vivir.

Sonrió educadamente, como si no quisiera reírse a expensas de un hombre moribundo.

– Pero si te parece, me gustaría tener una segunda oportunidad.

– Sí, a mí también. -Volvió a la máquina y comenzó a mover los pies mientras le daba a los números de la consola-. ¿Todavía tienes mi número? -Enseguida sonrió de forma genuina y su rostro se transformó. Era hermosa, de verdad, sorprendentemente hermosa-. Pero ¿qué digo? Me puedes buscar en la web de Trion.


Aun después de las siete Camilletti seguía en su despacho. Estaba claro que era un momento de mucho trabajo, pero quería que el tío se fuera a casa para poder entrar en su despacho antes de que lo hicieran los de Seguridad. También quería llegar a casa y dormir un poco, porque estaba a punto de irme a pique.

Estaba intentando imaginar la forma de meter a Camilletti en mi «lista de contactos» sin que él se diera cuenta, para así saber cuándo estaba conectado y cuándo no, y de repente apareció en la pantalla de mi ordenador una ventana de mensaje instantáneo. Era Chad.

ChadP: No llamas, no escribes. L No me digas que te has vuelto demasiado importante para tus viejos amigos.

Escribí:

Lo siento, Chad, ha sido un día de locos.

Hubo una pausa de medio minuto, más o menos. Enseguida:

Seguro que sabías lo de los despidos desde antes, ¿eh? Qué suerte tienes de ser inmune.

No supe cómo responder, así que durante uno o dos minutos dejé de escribir, y luego sonó el teléfono. Jocelyn se había ido a casa, así que todas las llamadas me llegaban a mí.

– Cassidy -contesté.

– Ya lo sé -dijo la voz de Chad, llena de sarcasmo-. Sólo que no sabía si estabas en casa o en el despacho. Pero me imaginé que un tío tan ambicioso como tú llega temprano y se va tarde, tal como aconsejan los libros de autoayuda.

– ¿Qué tal, Chad?

– Aquí, lleno de admiración por ti, Adam. Más que nunca, de hecho.

– Eres muy amable.

– Especialmente después de comer con tu viejo amigo Kevin Griffin.

– En realidad, apenas si nos conocíamos.

– Pues él tiene una idea bien distinta. Es muy interesante, ¿sabes? El tío no estaba demasiado impresionado por tu trayectoria en Wyatt. Me ha dicho que eras un juerguista de cuidado.

– Cuando era joven e irresponsable, fui joven e irresponsable -dije, tratando de imitar lo mejor posible a George Bush júnior.

– Tampoco recordaba que hubieras formado parte del Lucid.

– Está en… en Ventas, ¿no es así? -dije, pensando: si vas a sugerir que Kevin no era importante, al menos hazlo sutilmente.

– Estaba. Hoy fue su último día. Por si no te has enterado.

– ¿Qué, no ha ido bien? -Había en mi voz un pequeño temblor, y lo disimulé carraspeando y luego tosiendo.

– Tres días enteros en Trion. Luego Seguridad recibió una llamada de alguien de Wyatt, diciendo que el pobre Kevin tenía la mala costumbre de hacer trampa en sus informes de Pruebas y Evaluaciones. Tenían todo tipo de evidencias y las mandaron por fax inmediatamente. Les parecía que era su deber comunicárselo a Trion. Y claro, Trion se lo quitó de encima como una patata caliente. Él lo negó hasta el final, pero ya sabes cómo funcionan estas cosas. No es exactamente un tribunal de justicia, ¿no?

– Dios mío -dije-. Increíble. No tenía la menor idea.

– ¿No sabías que iban a hacer esa llamada?

– No sabía lo de Kevin. Quiero decir que apenas lo conocía, como te digo, pero parecía un buen tío. Joder. Bueno, pues supongo que nadie puede hacer ese tipo de cosas y salirse siempre con la suya.

Se rió con tanta fuerza que tuve que alejar el teléfono de mi oreja.

– Esa sí que es buena. Eres bueno, campeón -y siguió riendo, una risa sonora y desbordante, corno si yo fuera el mejor comediante que hubiera visto-. Tienes razón. Nadie puede hacer esas cosas y salirse con la suya. -Y entonces colgó.

Cinco minutos antes hubiera querido recostarme en la silla y dormitar un poco, pero ahora no podía, estaba demasiado asustado. Tenía la boca seca, así que fui a la sala de descanso a por una botella de Aquafina. Escogí la ruta más larga, la que pasaba frente al despacho de Camilletti. Se había ido, su despacho estaba a oscuras, pero su asistente seguía allí. Cuando regresé, media hora más tarde, ambos se habían ido.

Eran poco más de las ocho. Esta vez entré en el despacho de Camilletti fácilmente; ya dominaba la técnica. No parecía haber nadie alrededor. Cerré las persianas, recuperé el Keyghost y levanté una tablilla para mirar alrededor. No vi a nadie, aunque supongo que no fui tan cuidadoso como debí ser. Levanté las persianas y abrí la puerta lentamente, mirando primero a la derecha, luego a la izquierda.

Recostado en la pared del área de recepción de Camilletti, con los brazos cruzados, había un hombre corpulento con una camisa hawaiana y gafas de carey.

Noah Mordden.

En su rostro había una sonrisa peculiar.

– Cassidy -dijo-. Nuestro Phineas Finn, [15] genio y figura.

– Ah, hola, Noah -dije. El pánico me inundó el cuerpo, pero mantuve una expresión indiferente. No tenía la menor idea de a qué se refería, pero supuse que se trataba de una pulla literaria de algún tipo-. ¿Qué haces?

– Podría hacerte la misma pregunta.

– ¿Vienes de visita?

– Debo de haberte buscado en el despacho equivocado. He ido a uno que ponía «Adam Cassidy». Qué tonto soy.

– Me tienen trabajando para todo el mundo -dije. Fue la mejor excusa que pude encontrar, y era patética. ¿De verdad me pareció posible que me creyera? ¿Que creyera que era parte de mis obligaciones estar en el despacho de Camilletti a las ocho de la noche? Mordden era demasiado astuto y suspicaz para eso.

– Tienes muchos dueños -dijo-. Debes perder la noción de para quién trabajas.

Se me heló la sonrisa. Por dentro, me estaba muriendo. Mordden lo sabía. Me había visto en el despacho de Nora, ahora en el de Camilletti, y lo sabía.

Todo se ha terminado, pensé. Mordden me ha descubierto. ¿Y ahora qué? ¿A quién se lo contaría? Tan pronto como Camilletti se enterara de que había estado en su despacho, me despediría, y no iba a ser Goddard quien se lo impidiera.

– Noah -dije. Respiré hondo, pero mi mente seguía en blanco.

– Quería felicitarte por tus trajes -dijo-. Estás moviéndote mucho estos días, y siempre para arriba.

– Gracias, supongo.

– La camisa de punto negro y la chaqueta de tweed… muy Goddard. Cada día te pareces más a nuestro intrépido líder. Una versión Beta, más rápida, más estilizada. Con muchas nuevas prestaciones que no acaban de marchar bien -sonrió-. He visto que tienes un nuevo Porsche.

– Sí.

– Es difícil escapar de la cultura automovilística de este lugar, ¿no es cierto? Pero tal vez quieras hacer una pausa, Adam, salirte por un instante de la autopista de la vida, y reflexionar. Cuando todo viene directo hacia ti, tal vez sea porque vas contra dirección.

– Lo tendré en mente.

– Interesante lo de los despidos.

– Sí, bueno, pero tú estás a salvo.

– ¿Es una pregunta o una proposición? -Había algo de mi persona que parecía divertirlo mucho-. No te preocupes. Tengo criptonita.

– ¿Qué quieres decir?

– Digamos que no me han nombrado Ingeniero Distinguido sólo por mi distinguida carrera.

– ¿De qué criptonita hablamos? ¿Dorada? ¿Verde? ¿Roja?

– Por fin, un tema del que sabes algo. Pero si te la muestro, Cassidy, perderá su poder, ¿no es así?

– ¿Eso crees?

– Sólo te digo una cosa: oculta tus huellas y cúbrete la espalda, Cassidy -dijo, y desapareció por el corredor.

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