Trabajo de bolsa negra: Jerga referida a cualquier tipo de entrada subrepticia a un despacho o domicilio con el fin de obtener archivos o materiales de forma ilegal.
El libro del espía:
Enciclopedia del espionaje
– Más vale que sea importante, viejo -dijo Seth-. Es más de medianoche.
– Lo es. Te lo prometo.
– Sí, ahora sólo llamas cuando necesitas algo. O cuando se te muere un padre, ese tipo de cosas.
Estaba hablando en broma, pero no tanto. La verdad es que tenía todo el derecho de estar cabreado conmigo. Desde mis inicios con Trion, no me había preocupado por mantener el contacto con él; y él, en cambio, me había acompañado tras la muerte de mi padre y durante todo el funeral. Había sido mucho mejor amigo que yo.
Nos vimos una hora después cerca de su piso, en un Dunkin' Donuts abierto veinticuatro horas. El lugar estaba casi desierto salvo por unos cuantos vagabundos. Seth llevaba los mismos vaqueros Diesel viejos y una camiseta de la gira del Dr. Dre.
Me miró fijamente.
– ¿Qué coño te ha pasado?
No le oculté el más mínimo detalle. ¿Qué más daba, a estas alturas?
Al principio pensó que me lo estaba inventando, pero poco a poco vio que todo era verdad, y su expresión cambió de escepticismo divertido a fascinación espantada y luego a franca comprensión.
– Joder, tío -dijo cuando hube terminado el relato-, estás perdido.
Me miró como quien curiosea frente a un accidente de tráfico. Sonreí con tristeza, asentí.
– Estoy jodido -dije.
– No me refiero a eso -dijo-. Aceptaste hacerlo, eso es lo grave.
– No «acepté», Seth.
– No me vengas con eso, cabrón. Tuviste opción, ¿no?
– ¿Opción? -dije-. ¿Cuál, ir a la cárcel?
– Aceptaste el trato que te ofrecían, tío. Te cogieron por las pelotas y te rendiste sin más.
– ¿Qué opción tenía?
– Para eso están los abogados, gilipollas. Podías habérmelo dicho, yo habría podido conseguirte uno de mis jefes. Te habríamos ayudado.
– ¿Ayudarme cómo? Yo cogí ese dinero, comencemos por ahí.
– Habrías podido llevar a uno de los abogados del bufete, amenazarlos con sacarlo todo a la luz, hacer que se cagaran de miedo.
Durante un instante me quedé en silencio. No estaba tan seguro de que hubiera sido así de sencillo.
– Sí, bueno, ya es tarde para eso. De todas maneras lo habrían negado todo. Aunque alguno de tus abogados hubiera aceptado representarme, Wyatt habría puesto al Colegio de Abogados de Estados Unidos en mi contra.
– Tal vez. O tal vez habría preferido mantener la cosa en silencio. Quizá habrías podido detenerlo todo.
– No lo creo.
– Ya veo -dijo Seth, rezumando sarcasmo-. Y en cambio aceptaste la oferta, dejaste que te dieran por el culo. Llevaste adelante el plan ilegal, aceptaste convertirte en espía, te garantizaste una temporada en la cárcel…
– ¿Qué quieres decir con que me «garanticé» una temporada en la cárcel?
– … y luego, sólo para alimentar tu ambición desatada, llegaste a joder al único tío en toda la América empresarial que te ha dado una oportunidad.
– Gracias -dije, resentido. Sabía que tenía razón.
– La verdad, te mereces lo que te pasa.
– Gracias por la ayuda. Gracias por el apoyo moral, amigo.
– Míralo de esta forma, Adam: para ti, yo puedo ser un fracasado patético. Pero al menos he llegado a mi fracaso honestamente. ¿Y tú? Tú eres un completo fraude. ¿Sabes quién eres? Eres Rosie Ruiz, joder.
– ¿Eh?
– La que ganó la maratón de Boston hace como veinte años, la que estableció un nuevo record femenino, ¿lo recuerdas? Y eso sin sudar ni una gota. Resultó que se había metido en la carrera media milla antes de llegar. Había cogido el metro, joder. Ese eres tú, tío. El Rosie Ruiz de la América empresarial.
La cara se me ponía cada vez más roja y caliente, y me sentía cada vez más deprimido. Al final dije:
– ¿Has terminado?
– Por el momento.
– Bien -le dije-. Porque necesito tu ayuda.
Nunca había estado en el bufete de abogados donde Seth trabajaba o fingía trabajar. Ocupaba cuatro plantas de uno de esos rascacielos del centro, y tenía todos los símbolos del éxito que la gente espera de una lujosa firma de abogados: paredes de caoba, caras alfombras orientales, arte moderno en lienzos gigantes, y mucho cristal.
Seth nos consiguió una cita con su jefe a primera hora de la mañana. El jefe era un socio mayoritario del bufete llamado Howard Shapiro, especializado en trabajos de defensa penal, que había sido fiscal general en otra época. Shapiro era un tipo bajito, regordete y calvo; llevaba gafas redondas y negras y tenía una voz aguda. Hablaba a ráfagas, lleno de una energía frenética. Constantemente me interrumpía, picándome para que terminara mi relato y mirándose el reloj. Tomaba notas en un bloc amarillo. De vez en cuando me lanzaba miradas cautelosas, intrigadas, como si tratara de averiguar algo, pero la mayor parte del tiempo no reaccionaba a lo que le decía. Seth, como un preso liberado por buena conducta, simplemente callaba.
– ¿Quién le ha pegado? -dijo Shapiro.
– Los tipos de Seguridad de Wyatt.
Tomó nota.
– ¿Fue cuando le dijo que abandonaría?
– Antes. Dejé de devolverles las llamadas, de contestar a sus mensajes.
– Y quisieron darle una lección, ¿eh?
– Supongo que sí.
– Permítame que le haga una pregunta, y dígame la verdad. Digamos que le consigue a Wyatt lo que quiere, ese chip o como se llame. ¿No cree que le dejará en paz?
– Lo dudo.
– ¿Cree que seguirán presionándolo?
– Es lo más probable.
– ¿Y no teme que todo esto pueda explotarle en la cara?
– Lo he pensado. Sé que los de Trion están realmente cabreados por el fracaso de la adquisición. Es probable que haya alguna especie de investigación, y quién sabe lo que ocurrirá. Además, el director de servicios financieros me vio con Wyatt.
– ¿En casa de Wyatt?
– No. En un restaurante.
– Mala cosa. ¿Y eso ha tenido consecuencias?
– La verdad, no.
– Bien. Tengo malas noticias para usted, Adam. Detesto tener que decírselo, pero usted es una mera herramienta.
Seth sonrió.
– Lo sé.
– Eso significa: o da el primer golpe, o está perdido.
– ¿Cómo?
– Digamos que todo estalla y lo cogen. No es improbable. Si usted queda a merced de un tribunal, pero lo hace sin cooperar, su destino es la cárcel, así de simple. Se lo garantizo.
Me sentí como si me hubieran dado un puñetazo en el estómago. Seth hizo una mueca de dolor.
– En ese caso, cooperaría.
– Demasiado tarde. Nadie va a ponérselo fácil. Además, usted es la única prueba contra Wyatt. En cambio, apuesto que Wyatt tiene miles de pruebas contra usted.
– ¿Qué sugiere?
– O va usted a por ellos, o ellos irán a por usted. Tengo un amigo en la Fiscalía General, un tipo de confianza. Wyatt es un pez gordo. Usted puede servírselo en bandeja de plata. El fiscal estaría muy interesado.
– ¿Cómo sé que su amigo no va a detenerme y encarcelarme a mí también?
– Le haré una oferta. Lo llamaré y le diré: tengo algo que puede interesarte. No te daré nombres. Si no negocias con mi chico, le diré, no le pondrás los ojos encima. Si quieres negociar, será en sesión de Reina por un día.
– ¿Qué es «Reina por un día»?
– Es así: vamos a verlo, nos sentamos con el fiscal y un agente. Nada de lo que se diga en esa sesión puede ser usado en su contra.
Miré a Seth, levanté las cejas y enseguida le dije a Shapiro:
– ¿Me está diciendo que podría quedar libre?
Shapiro negó.
– Gracias a su bromita en Wyatt, la fiesta de jubilación del tío del área de carga, tendremos que pensar en declararnos culpables de algo. Usted es un testigo untado, y el fiscal tendrá que demostrar que no ha salido indemne. No será absuelto completamente.
– ¿Algo más grave que un delito menor?
– Podría ser libertad condicional, o algo entre libertad condicional y delito grave, o entre delito grave y seis meses.
– De cárcel -dije.
Shapiro asintió.
– Y eso si están dispuestos a negociar -dije.
– Correcto. Mire, seamos francos, usted está con la mierda al cuello. La ley de Espionaje Económico de 1996 incluyó el hurto de secretos industriales entre los delitos federales. Podrían caerle diez años de cárcel.
– ¿Y Wyatt?
– ¿Si lo cogen? Bajo los Parámetros Penales Federales, el juez debe tener en cuenta el papel del acusado en el delito. Si uno es el instigador, el nivel del delito se incrementa en dos niveles.
– Así que le darán más duro.
– Exactamente. Además, usted no se benefició materialmente del espionaje, ¿correcto?
– Correcto -dije-. Me pagaron, eso sí.
– El sueldo en Trion, que recibió por el trabajo realizado en Trion.
Tartamudeé.
– Bueno, Wyatt siguió pagándome mediante una cuenta secreta.
Shapiro me miró fijamente.
– Eso es grave, ¿verdad?
– Es grave -dijo.
– Con razón aceptaron tan fácilmente -gruñí, más para mí que para él.
– Sí -dijo Shapiro-. Usted mismo se ha puesto el anzuelo. Bueno, ¿quiere que haga esa llamada o no?
Miré a Seth; él asintió. No parecía haber otra opción.
– ¿Por qué no me esperan fuera? -dijo Shapiro.
Nos sentamos en silencio en la sala de espera del despacho. Yo era un manojo de nervios. Llamé a Trion y le pedí a Jocelyn que aplazara un par de citas.
Después me quedé un rato pensando.
– ¿Sabes? -le dije a Seth-, lo peor de todo esto es que le di a Wyatt las llaves para que nos robara hasta el último centavo. Ya nos ha arruinado la gran adquisición, y ahora nos va a joder completamente, y es culpa mía.
Seth me miró un largo rato.
– ¿Quién es «nos»?
– Trion.
Negó con la cabeza.
– Tú no eres Trion. Constantemente dices «nosotros» cuando te refieres a Trion.
– Son lapsus -dije.
– No lo creo. Quiero que agarres una barra de jabón ahora mismo, una barra de ese jabón francés de diez dólares la unidad que seguramente usas, y escribas en el espejo del lavabo: «Yo no soy Trion, y Trion no soy yo.»
– Basta -dije-. Pareces mi padre.
– ¿Se te ha pasado por la cabeza que tal vez tu padre no estuviera siempre equivocado? Como los relojes estropeados, que dan la hora correcta dos veces al día. ¿No crees?
– Vete a la mierda.
En ese momento se abrió la puerta y Howard Shapiro estaba allí, de pie.
– No se levante -dijo. En su cara se veía que las cosas no habían marchado bien.
– ¿Qué ha dicho su amigo? -pregunté.
– A mi amigo lo han transferido al Departamento de Justicia. Su sustituto es un cabronazo.
– ¿Hasta qué punto? -pregunté.
– Me ha dicho: «¿Por qué no os declaráis culpables, y veremos qué pasa?»
– ¿Y eso qué quiere decir?
– Quiere decir que usted se declara culpable en privado y nadie se entera de ello.
– No comprendo.
– Si usted le da buenas pruebas, él está dispuesto a darle a cambio un Cinco-K. Cinco-K es la carta que escribe el fiscal al juez pidiéndole que se aparte de los Parámetros Penales.
– ¿Y el juez está obligado a hacer lo que el fiscal le pide?
– Por supuesto que no. Además, no hay ninguna garantía de que este cabronazo le escriba una Cinco-K verdaderamente buena. Francamente, no confío en él.
– ¿Cuál es su definición de «buenas pruebas»?
– Quiere que introduzca un agente secreto.
– ¿Un agente secreto? -dije-. ¡Eso es una locura! Wyatt se daría cuenta. Sólo se reúne conmigo. El tío no es idiota.
– ¿Y qué me dices de un micrófono oculto? -preguntó Seth-. ¿Aceptará un micrófono oculto?
– Soy yo quien no lo aceptará -dije-. Cada vez que estoy en presencia de Wyatt tengo que pasar por un detector de aparatos. Me cogerían, tenlo por seguro.
– No pasa nada -dijo Shapiro-. Nuestro amigo de la Fiscalía no estaría de acuerdo, de todas formas. Sólo negociaremos si usted introduce un agente secreto.
– No lo haré -dije-. Wyatt se daría cuenta. ¿Y qué garantía tengo de que aun así no iría a parar a la cárcel?
– Ninguna -admitió Shapiro-. Ningún fiscal federal le hará una promesa cien por cien segura de que el juez le dará libertad bajo fianza. Pero sea como fuere, el fiscal le ha dado setenta y dos horas para tomar una decisión.
– ¿O qué?
– O pasará lo que tenga que pasar. Si usted no juega con sus reglas, no habrá Reina por un día. Mire, no confían en usted. No lo creen capaz de hacerlo sin ayuda. Y aceptémoslo, tienen la sartén por el mango.
– No necesito setenta y dos horas -dije-. Ya lo he decidido. No juego.
Shapiro me miró con aire extrañado.
– Seguirá trabajando para Wyatt.
– No -dije-. Haré esto a mi manera.
Ahora Shapiro sonreía.
– ¿Y cómo, si puede saberse?
– Pongamos que consigo pruebas verdaderamente concretas contra Wyatt -dije-. Pruebas serias y tangibles de su criminalidad. ¿Podríamos llevar eso al FBI y hacer un trato mejor?
– En teoría, sí, claro.
– Bien -dije-. Creo que prefiero hacerlo por mi cuenta. El único que puede sacarme de esto soy yo.
Seth me enseñó media sonrisa y me puso una mano en el hombro.
– ¿Yo? Y cuando dices yo, ¿no querrás decir nosotros?
Recibí un correo electrónico de Alana en el que me decía que estaba de vuelta, que su viaje a Palo Alto había terminado antes de lo previsto -no me explicó por qué, pero yo ya lo sabía- y que le encantaría verme. La llamé a su casa y hablamos un rato del funeral y de cómo me sentía y todo eso. Le dije que no tenía muchas ganas de hablar de mi padre, y en ese momento ella dijo:
– ¿Sabes que tienes un gran problema con Recursos Humanos?
Se me cortó la respiración.
– ¿Ah, sí?
– Sí, señor. El Manual de Directrices de Personal de Trion prohíbe expresamente los romances entre empleados. El comportamiento sexual inapropiado en el lugar de trabajo afecta seriamente a la efectividad organizacional, a través de su impacto en los participantes y colegas.
Exhalé lentamente.
– Tú no estás en mi cadena de mando. Y de todas formas, opino que hemos sido muy efectivos desde un punto de vista organizacional. Y nuestro comportamiento sexual me pareció muy apropiado. Practicamos la integración horizontal. -Alana rió y le dije-: Sé que ni tú ni yo tenemos tiempo, pero ¿no crees que seremos mejores empleados si nos tomamos una noche libre? Hablo de irnos, salir de la ciudad. Ser espontáneos.
– Interesante, muy interesante -dijo ella-. Sí, me parece que eso daría un fuerte impulso a nuestra productividad.
– Bien. Porque he reservado una habitación para mañana.
– ¿Dónde?
– Ya verás.
– Ah, no. Dime dónde.
– Nada de eso. Será una sorpresa. Como dice a veces nuestro intrépido líder, a veces simplemente hay que subirse al autobús.
Me pasó a buscar en su deportivo Mazda Miata azul, y nos dirigimos a las afueras mientras yo le daba instrucciones. En los silencios volvía una y otra vez a lo que estaba a punto de hacer. Alana me gustaba: ése era el problema. Y ahora la iba a utilizar para salvar el pellejo. Sí, por esto sí que iría al infierno.
El trayecto duró cuarenta y cinco minutos por una carretera de tráfico pesado que pasaba entre centros comerciales idénticos entre sí, gasolineras y restaurantes de comida rápida, y luego un camino estrecho que serpenteaba a través de un bosque. De pronto, Alana escudriñó mi cara, vio el moretón alrededor de mi ojo y me dijo:
– ¿Qué te ha pasado? ¿Te has metido en una pelea?
– Baloncesto -dije.
– Pensé que no volverías a jugar con Chad.
Sonreí, no dije nada.
Finalmente, llegamos a un hostal grande y laberíntico, un edificio rural de listones de madera blanca y persianas verde oscuro. El aire era fresco y fragante, se podía oír el canto de los pájaros, pero no el tráfico.
– Oye -dijo, quitándose las gafas-. Qué bien. Se supone que este sitio es excelente. ¿Traes aquí a todas tus chicas?
– Es la primera vez que vengo -dije-. Leí un artículo, y parecía el mejor escondite. -Rodeé con el brazo su angosta cintura y le di un beso-. Te ayudo con las maletas.
– Sólo hay una -dijo-. Viajo ligera de equipaje.
Llevé nuestras maletas a la puerta principal. El interior olía a fuego de leña y a sirope de arce. La pareja de dueños que administraban el lugar nos saludaron como si fuéramos viejos amigos.
Nuestra habitación era muy agradable, muy de hostal de campo. Había una cama enorme con cuatro columnas y un dosel, tapetes trenzados, cortinas de cretona. La cama estaba frente a una inmensa chimenea de ladrillo que evidentemente había sido muy usada. Los muebles eran todos antigüedades desvencijadas que me ponían nervioso. Había un baúl de capitán al pie de la cama. El baño era enorme; en el medio había una vieja bañera de hierro con patas de garra. Era muy bonita, pero si querías ducharte tenías que ponerte de pie y sostener con la mano el teléfono de la ducha y rociarte como si lavaras a un perro, tratando todo el rato de no mojar demasiado el suelo. El baño daba a una pequeña sala de estar que a su vez daba a la habitación; la sala estaba amueblada con un escritorio de roble y una mesa desvencijada sobre la cual había un viejo teléfono.
La cama chirriaba y crujía: de eso nos dimos cuenta cuando nos acostamos, es decir, tan pronto como el hostalero se hubo marchado.
– Dios mío, imagínate lo que esta cama ha llegado a ver -dije.
– Mucha cretona -dijo Alana-. Me recuerda la casa de mi abuela.
– ¿Es tan grande como este lugar?
Asintió sólo una vez.
– Es muy acogedor. Qué gran idea, Adam. -Me metió una mano fría debajo de la camisa, me acarició el vientre y luego la movió un poco más al sur-. ¿Qué me decías sobre integración horizontal?
Cuando bajamos a cenar, un fuego generoso ardía en la chimenea del comedor. Había unas diez o doce parejas ya sentadas, casi todas mayores que nosotros.
Pedí un Burdeos bastante caro, y las palabras de Jock Goddard me resonaron en la cabeza: «Antes bebías Budweiser, ahora tomas sorbos de Pauillac Gran Reserva.»
El servicio era lento: parecía haber un solo camarero para todo el comedor, un tío del Oriente Medio que apenas hablaba inglés, pero eso no me molestó. Ambos, Alana y yo, estábamos en la gloria, flotando en una especie de subidón poscoital.
– Has traído tu ordenador -dije-. Lo he visto en el maletero.
Sonrió tímidamente.
– Lo llevo a todas partes.
– ¿Estás encadenada al trabajo? -pregunté-. ¿Busca, móvil, correo electrónico, esas cosas?
– ¿No lo estás tú también?
– Lo bueno de tener sólo un jefe -dije-, es que reduce un poco todo eso.
– Pues tienes suerte. Yo tengo seis superiores directos y un grupo de ingenieros arrogantes con los que lidiar. Más una fecha límite muy importante.
– ¿Qué fecha límite?
Hizo una pausa.
– La semana que viene se hace la presentación.
– ¿Vais a lanzar un producto?
Negó con la cabeza.
– Es una presentación. Un anuncio público importante, la presentación del prototipo de lo que hemos estado desarrollando últimamente. Quiero decir que es algo grande. ¿Goddard no te ha hablado de esto?
– Puede que sí, no lo sé. Me habla de muchas cosas.
– No es algo que se olvide. De todas formas, está ocupando todo mi tiempo. Una cosa absorbente, la verdad. Noche y día.
– No tanto -dije-. Has tenido tiempo para dos citas conmigo y te has tomado esta noche libre.
– Y pagaré por ello mañana y el domingo.
El atareado camarero se presentó finalmente con una botella de vino blanco. Le señalé su error, se disculpó profusamente y fue a buscar la botella correcta.
– ¿Por qué no quisiste hablar conmigo en la barbacoa de Goddard? -pregunté.
Me miró incrédula, abriendo sus ojos azul zafiro.
– Lo del manual de Recursos Humanos iba en serio, ¿sabes? Las relaciones entre empleados no están bien vistas, así que debemos ser discretos. La gente es muy cotilla. Les encanta hablar, especialmente de quién se tira a quién. Y si después pasa algo…
– Como una ruptura, por ejemplo.
– Como lo que sea. Es una situación incómoda para todo el mundo.
La conversación empezaba a tomar un cariz que no deseaba. Traté de enderezarla.
– Me imagino entonces que no puedo ir a verte por sorpresa un día. Presentarme en la quinta planta sin ser anunciado y con un ramo de azucenas.
– Ya te lo he dicho, no te dejarían pasar.
– Creía que mi tarjeta me daba acceso a todo el edificio.
– Tal vez a la mayor parte, pero no a la quinta planta.
– ¿Quieres decir que tú puedes ir a la planta ejecutiva pero yo no puedo ir a la tuya?
Se encogió de hombros.
– ¿Tienes tu tarjeta aquí? -dije.
– Me han entrenado para no ir al lavabo sin ella.
La sacó de su pequeño bolso negro y me la enseñó rápidamente. Estaba atada a un llavero con un manojo de llaves. La cogí juguetonamente.
– No es tan mala como una foto de pasaporte -dije-. Pero yo no presentaría esta foto a una agencia de modelos.
Inspeccioné la tarjeta. Tenía los mismos elementos que la mía, el holograma 3-D de Trion que cambiaba de color cuando le daba la luz, el mismo fondo azul pálido con la leyenda trion systems impresa por todas partes en letras diminutas y blancas. La diferencia básica parecía ser que la de ella tenía una franja blanca y roja en el anverso.
– Te muestro la mía si me muestras la tuya -dijo.
Saqué mi tarjeta del bolsillo y se la entregué. La diferencia básica era el pequeño chip que había dentro. El chip contenía información que podía abrir una puerta (o podía no hacerlo). La tarjeta de Alana le permitía entrar en la quinta planta, y además a todas las entradas principales, el parking, por ejemplo.
– Pareces un animal a punto de ser sacrificado -se rió.
– Creo que el primer día me sentía como si lo fuera.
– No sabía que el número de empleados llegaba tan alto.
La franja roja y blanca de su tarjeta debía ser para la identificación visual. Lo cual quería decir que debía de haber por lo menos un puesto de control adicional después de haber pasado la tarjeta por el lector. Alguien tenía que permitirte el paso. Eso lo hacía todo mucho más difícil.
– Debe ser un rollo cada vez que sales para ir a comer, o para ir al gimnasio.
Se encogió de hombros.
– No tanto. Poco a poco te van reconociendo.
Ya, pensé. Ése es el problema. No se puede entrar a menos que el chip contenido en tu tarjeta de acceso haya sido adecuadamente codificado, y después de haber entrado en la planta hay que pasar junto a un guardia para el reconocimiento visual.
– Al menos no te hacen pasar por toda esa mierda biométrica -dije-. En Wyatt teníamos que hacerlo. Ya sabes, el escáner de huellas digitales, ¿no? Un amigo de Intel tenía que pasar por un escáner de retina cada día, y de repente empezó a necesitar gafas.
Esto era una completa mentira, pero llamó su atención. Me miró con una mueca curiosa, sin saber si estaba bromeando.
– No, lo de las gafas es una broma -dije-. Pero mi amigo estaba convencido de que el escáner le iba a echar a perder la vista.
– Hay un área interna con biométrica -dijo Alana-, pero allí sólo entran los ingenieros. Es donde trabajan con el prototipo. Yo sólo tengo que lidiar con Barney y Chet, los pobres guardias que tienen que sentarse en la cabina.
– No puede ser más ridículo de lo que era en Wyatt durante las primeras etapas del Lucid -dije-. Nos obligaban a pasar por una especie de ritual de intercambio en el que le entregabas tu tarjeta al guardia y él te daba otra para moverte por la planta. -Estaba actuando, por supuesto, repitiendo como una cotorra algo que Meacham me había contado una vez-. Y digamos que has dejado los faros del coche encendidos, o que has olvidado algo en el maletero, o que quieres bajar a la cafetería por una pasta o algo así…
Negó con la cabeza, resopló suavemente. Había perdido el poco interés que tenía en las complejidades del sistema de acceso al trabajo. Yo, en cambio, quería sacarle más información. ¿Tienes que entregarle tu identificación al guardia, o sólo mostrársela? Si había que entregársela, el riesgo de que una tarjeta falsa fuera descubierta era mayor. ¿Se hace menos estricto el escrutinio por la noche? ¿A primera hora de la mañana?
– Oye -dijo-. No has tocado el vino. ¿No te ha gustado?
Hundí las yemas de dos dedos en el vaso.
– Exquisito -dije.
Este pequeño acto de tontería masculina adolescente y estúpida la hizo reír a carcajadas. Los ojos se le achicaron hasta volverse meras hendiduras. Algunas mujeres -la mayoría de las mujeres- habrían pedido la cuenta en ese instante. Alana no era una de ellas.
Me gustaba. Ya lo creo que me gustaba.
Después de cenar, ambos nos sentíamos llenos y un poco mareados de tanto vino. La verdad es que Alana parecía más borracha que yo. Se echó de espaldas sobre la cama crujiente, con los brazos abiertos como para abrazar la habitación entera, el hostal, la noche, lo que fuera. Para mí, era el momento de seguirla a la cama. Pero no podía hacerlo, no todavía.
– Oye, ¿quieres que te traiga el portátil del coche?
Alana gruñó.
– Ojalá no lo hubieras mencionado. Hoy has hablado demasiado de trabajo, la verdad.
– ¿Por qué no admites de una vez por todas que tú también eres adicta al trabajo? -Hice mi imitación de las reuniones de Alcohólicos Anónimos-. «Hola, mi nombre es Alana y soy adicta al trabajo.» «¡Hola, Alana!»
Ella sacudió la cabeza y puso los ojos en blanco.
– El primer paso es siempre admitir tu impotencia frente a la adicción. En fin, me he dejado algo en el coche, así que bajaré de todas formas. -Alargué la mano-. ¿Llaves?
Alana estaba recostada en la cama, y parecía demasiado cómoda para moverse.
– Mmm. Vale, vale -dijo con reticencia-. Gracias -dio una vuelta para llegar al borde de la cama, sacó las llaves del bolso y me entregó el llavero pavoneándose con gesto dramático-. No tardes, ¿vale?
En ese momento, el aparcamiento estaba desierto y oscuro. Miré hacia el hotel, a unos treinta metros de donde yo estaba, y confirmé que nuestra habitación no diera al parking. Alana no podía verme.
Abrí el maletero del Miata y encontré la bolsa en que llevaba el ordenador, una mochila de nailon gris y textura entre franela y mohair. No era mentira: me había dejado algo en el coche, una pequeña cartera. No había nada más de particular interés en el maletero, así que me eché la mochila y la cartera al hombro y subí al coche.
Miré otra vez hacia la posada. No venía nadie.
Aun así, dejé la luz del interior apagada y traté de que mis ojos se acostumbraran a la oscuridad. Así llamaría menos la atención.
Me sentía fatal, pero tenía que enfrentarme a mi situación con un poco de realismo. Realmente no tenía opción. Alana era mi mejor manera de entrar en Aurora, y ahora estaba obligado a hacerlo. Era la única forma de salvarme.
Rápidamente abrí la mochila, saqué el portátil y lo encendí. El interior del coche se volvió azul por la luz de la pantalla. Mientras esperaba a que se iniciara, abrí la cartera y saqué un botiquín azul de primeros auxilios.
Dentro, en lugar de tiritas y cosas así, había varias cajitas de plástico. Cada una contenía un poco de cera blanda.
En la luz azul del interior miré las llaves. Algunas parecían prometedoras. Quizás alguna abriera los archivadores del proyecto Aurora.
Presioné las llaves contra la cera, una por una. Había practicado esta técnica varias veces con uno de los chicos de Meacham, y ahora me alegraba de haberlo hecho, porque tardé un rato hasta hacerlo bien. Ahora la ventana de la contraseña parpadeaba desde la pantalla.
Mierda. No todo el mundo protegía con contraseña su ordenador portátil. En fin, al menos no habría perdido el tiempo al bajar: de la cartera saqué el lector pcProx en miniatura que Meacham me había dado y lo conecté a mi agenda digital. Pulsé el botón de encendido y pasé la tarjeta de Alana.
El pequeño aparato acababa de capturar la información de la tarjeta de Alana y la había grabado en mi agenda.
Hasta mejor sería que su ordenador estuviera protegido. El tiempo que podía pasar en el parking, sin que ella se preguntara adónde diablos había ido, tenía un límite. Antes de apagar el ordenador, sólo por divertirme, tecleé algunas de las contraseñas usuales: su fecha de nacimiento, que había memorizado; los primeros seis dígitos de su número de empleado. Nada ocurrió. Tecleé alana y la ventana desapareció, y surgió una pantalla simple y sin adornos.
Joder, qué fácil. Había conseguido entrar. ¿Y ahora qué? ¿Cuánto tiempo más podía arriesgarme? Pero ¿cómo podía dejar pasar esta oportunidad? Tal vez nunca llegaría a repetirse.
Alana era una persona extremadamente organizada. Su ordenador estaba dispuesto con una jerarquía clara y lógica. Un directorio se llamaba Aurora.
Allí estaba todo. Bueno, tal vez no todo, pero aquello era una mina de oro de especificaciones técnicas sobre el chip óptico, memorandos de marketing, copias de todos los correos que había enviado y recibido, calendarios de citas, listas de personal con códigos de acceso, incluso planos de la planta…
Había tanto que ni siquiera tuve tiempo de leer todos los nombres de archivo. El ordenador tenía un dispositivo para CD; yo tenía en la cartera unos cuantos discos vírgenes. Cogí uno y lo metí en el ordenador.
Incluso en un ordenador tan veloz como el de Alana, tardé mis buenos cinco minutos en bajar al CD todos los archivos de Aurora. Eso da una idea de cuánta información había.
– ¿Por qué has tardado tanto? -dijo haciendo un mohín.
Se había metido en la cama. Tenía los senos al aire y se veía adormilada. Una balada de Stevie Wonder -Love's in Need of Love- sonaba desde un aparato de CD que Alana debía haber traído.
– No podía encontrar la llave del maletero.
– ¿Un fanático de los coches como tú? Pensé que te habías ido y me habías dejado aquí.
– ¿Acaso te parezco tan estúpido?
– Las apariencias engañan -dijo-. Ven a la cama.
– Nunca hubiera imaginado que eras fan de Stevie Wonder -dije. Y de verdad no lo hubiera adivinado, a juzgar por su colección de mujeres enojadas cantando folk.
– Todavía no me conoces del todo -replicó.
– No, pero dame tiempo -dije. Lo sé todo de ti, pensé y, sin embargo, no sé nada. Yo no soy el único que tiene secretos. Puse el ordenador sobre el escritorio de roble junto al lavabo.
– Ahí está -dije, regresando a la habitación y desvistiéndome-. Por si te sorprende la inspiración o un ataque de ideas brillantes en medio de la noche.
Me acerqué desnudo a la cama. Allí estaba Alana, aquella hermosa mujer, jugando el papel de seductora, cuando en realidad el seductor era yo. Alana no sospechaba mis intenciones, y sentí una oleada de vergüenza mezclada, curiosamente, con un golpe de deseo.
– Ven aquí -dijo ella con un susurro dramático y mirándome a los ojos-. Acabo de tener una idea brillante.
Nos levantamos después de las ocho: excepcionalmente tarde, al menos en el caso de adictos de clase A, ultra-emprendedores como nosotros. Nos quedamos jugueteando un rato en la cama y luego bajamos para tomar un desayuno campestre. Dudo mucho que la gente del campo coma en realidad de esta manera; serían todos obesos: había tajadas de bacon (sólo en los hoteles rurales sirven el bacon en «tajadas»), montículos de maíz, pastelillos de arándanos recién salidos del horno, huevos, torrijas, café con crema de verdad… Alana devoró con ganas, lo cual me sorprendió en una chica tan delgada. Disfruté viéndola comer con tanta voracidad. Era una mujer de apetitos, y eso me gustaba.
Regresamos a la habitación y jugueteamos un rato más en la cama, y luego nos pusimos a hablar. Me propuse no hablar de procedimientos de seguridad ni de tarjetas de acceso. Ella quería que habláramos de la muerte y el funeral de mi padre, y aunque el tema me deprimiera un poco, hablé un buen rato de él. A eso de las once nos fuimos, con reticencia: la cita había terminado.
Creo que ambos queríamos que siguiera y siguiera, pero también queríamos volver a casa, a nuestros propios nidos, y trabajar un poco, volver a la mina y compensar con trabajo esta espléndida noche que habíamos pasado lejos de las obligaciones.
Mientras regresábamos me sorprendí contemplando el camino, los árboles veteados por el sol y el hecho de que acababa de pasar la noche con la mujer más hermosa y graciosa y sexy que jamás había conocido.
¿Dónde diablos me había metido?
A mediodía estaba de vuelta en casa, e inmediatamente llamé a Seth.
– Necesitaré más dinero, tío -dijo.
Ya le había dado varios miles de dólares de mi cuenta de Wyatt (o de donde viniera ese dinero). Me sorprendió que ya se lo hubiera gastado.
– No quería perder el tiempo con cosas baratas -dijo-. He conseguido equipos profesionales.
– Supongo que era necesario -dije-, aunque vayamos a usarlos una sola vez.
– ¿Quieres que consiga uniformes?
– Sí.
– ¿Y las tarjetas?
– Estoy en ello -dije.
– ¿Estás nervioso?
Dudé un instante, pensé en mentir para subirle la moral, pero no pude.
– Mucho -dije.
No quería ni pensar en lo que podía ocurrir si las cosas salían mal. Un terreno de primera categoría en medio de mi cerebro estaba ya ocupado por las preocupaciones, obsesionado por volver una y otra vez sobre el plan que se me había ocurrido tras la cita con el jefe de Seth.
Y sin embargo, había otra zona de mi cerebro que simplemente quería fugarse y soñar despierta. Quería pensar en Alana. Pensé en la ironía de la situación entera: la manera en que este calculado plan de seducción me había llevado por un camino inesperado, y la manera en que me sentía recompensado, injustamente, por mi traición.
Oscilaba entre la sensación de mera maldad, de culpa por lo que le estaba haciendo, y la abrumadora sensación de cariño por ella, algo que nunca había sentido. Recordaba pequeños detalles una y otra vez: su manera de cepillarse los dientes, llevándose agua a la boca con la mano en lugar de usar un vaso; la grácil concavidad de su espalda que luego se transformaba en la hendidura del culo, la manera increíblemente sexy que tenía de ponerse pintalabios… Pensaba en su voz aterciopelada, su risa loca, su sentido del humor, su dulzura.
Y pensaba -y esto era de lejos lo más extraño- en nuestro futuro, lo cual normalmente le resulta espantoso a un tío que no ha cumplido los treinta, pero por alguna razón no era ése el caso. No quería perder a esta mujer. Me sentía como si me hubiera detenido en un supermercado para comprar una caja de cervezas y un número de lotería y me hubiera tocado la lotería.
Y por eso no quería que Alana se enterara jamás de lo que estaba haciendo. Eso me aterrorizaba. Esa idea oscura y terrible resurgía en mi cabeza e interrumpía mi tonta fantasía como uno de esos payasos de resorte que vuelven a levantarse cada vez que uno les da un martillazo en la cabeza.
En la cinta a color de mi fantasía se había deslizado un cuadro en blanco y negro: ahí estaba yo, sentado en el coche en el aparcamiento a oscuras, copiando en un CD los contenidos del portátil, presionando las llaves de Alana contra la cera, copiando su tarjeta de acceso.
Entonces le daba un martillazo al payaso malvado, y ahí estábamos Alana y yo, en el día de nuestra boda. Alana caminaba hacia el altar, hermosa y recatada, acompañada por su padre, un tipo de pelo canoso y mandíbula cuadrada vestido con traje de calle.
La ceremonia la lleva a cabo Jock Goddard como juez civil. Toda la familia de Alana ha venido, su madre se parece a Diane Keaton en El padre de la novia, su hermana no es tan bella como Alana pero es una chica dulce, y todos están encantados -recordad que esto es una fantasía- de que Alana se case conmigo.
Nuestra primera casa, una casa de verdad y no un piso, en algún pueblo arbolado del medio oeste; me imaginaba la casa magnífica en que vive la familia de Steve Martin en El padre de la novia. Después de todo, ambos somos ejecutivos ricos y poderosos. Bajo el umbral la levanto en brazos, sin ningún esfuerzo, y ella se burla de lo cursi y lo tópico que soy, y luego, para inaugurar la casa, nos acostamos en todas las habitaciones, incluyendo el baño y el armario de la ropa blanca. Alquilamos películas y las vemos en la cama mientras comemos comida china en cajas de cartón con palillos de madera, y cada cierto tiempo la miro sin que se dé cuenta y no puedo creer que de verdad esté casado con esta nena increíble.
Los matones de Mecham me habían devuelto mis ordenadores. Afortunadamente, porque iba a necesitarlos.
Metí el CD con toda la información que había copiado del portátil de Alana. Buena parte eran correos electrónicos que se referían al inmenso potencial de marketing de Aurora, a la forma en que Trion estaba preparado para adueñarse del «espacio», como se decía en jerga tecnológica. Hablaban de los inmensos incrementos en velocidad informática que Aurora permitía prever, y de cómo ese chip realmente cambiaría el mundo.
Uno de los documentos más interesantes era la programación de la presentación en público de Aurora. Sería el miércoles, dentro de tres días, en el Centro de Visitantes de las oficinas principales de Trion, un auditorio modernista y descomunal. Los correos electrónicos, las llamadas y los faxes se enviarían a la prensa sólo el día antes. Evidentemente aquello sería un evento público de grandes proporciones. Imprimí el programa.
Pero lo que más me intrigó fue el plano de la planta y los procedimientos de seguridad que todos los miembros del equipo Aurora recibían.
Abrí uno de los cajones de basura del mueble de la cocina. Envueltos en bolsas de basura estaban varios objetos que yo había guardado en bolsas con cierre de plástico. Uno era el CD de Ani DiFranco que había dejado en casa con la esperanza de que Alana lo cogiera, como en efecto sucedió. Otro era la copa que había usado cuando estuvo aquí.
Meacham me había dado un equipo de huellas digitales Sirchie; Contenía pequeñas ampollas de polvo para huellas, celo transparente de levantado de huellas y una brocha de fibra de vidrio. Me puse un par de guantes de látex y cubrí tanto el CD como la copa con un poco del polvo de grafito.
La mejor huella, de lejos, estaba en el CD. La levanté cuidadosamente con un trozo de celo y la puse en un estuche de plástico esterilizado.
Enseguida redacté un correo para Nick Wyatt.
Lo dirigí, por supuesto, a «Arthur».
Lunes por la tarde/Martes por la mañana completaré misión y obtendré muestras. Martes a primera hora entregaré en lugar y hora que usted escoja. Tras completar misión cesará todo contacto.
Quería transmitir el grado preciso de resentimiento. No quería que sospecharan nada.
Pero ¿acaso se presentaría Wyatt en persona?
Supongo que era ésa la pregunta del millón. No era crucial que se presentara, pero yo deseaba que así fuera. No había manera de forzarlo a que estuviera allí; de hecho, insistir demasiado en ello probablemente acabaría por disuadirlo. Pero para este momento ya conocía la psicología de Wyatt lo suficiente como para saber que no confiaría el asunto a nadie más.
Veréis, yo iba a darle a Nick Wyatt exactamente lo que quería.
Iba a darle el prototipo mismo del chip Aurora, que robaría, con la ayuda de Seth, de la quinta planta del ala D.
Tenía que darle el objeto real, el verdadero prototipo del Aurora. Por diversas razones, no podía darle uno falso. Wyatt, como ingeniero que era, sabría inmediatamente si se trataba o no del aparato genuino.
Pero la razón principal era ésta: por razones de seguridad, según lo había averiguado por los correos electrónicos de Camilletti y los archivos de Alana, el prototipo Aurora llevaba una marca de identificación microimpresa, un número de serie y el logo de Trion grabado con láser y visible sólo con microscopio.
Por eso quería que Wyatt estuviera en posesión del chip robado. Del objeto genuino.
Porque tan pronto como Wyatt -o Meacham, si ése era el caso- estuviera en posesión del chip robado, caería en la trampa. Yo lo habría notificado al FBI con la antelación necesaria para que coordinaran un equipo SWAT, pero sin darles nombres ni lugares ni nada hasta el último minuto. Yo controlaría completamente el proceso.
Howard Shapiro, el jefe de Seth, había hecho la llamada por mí. «Olvídese de tratar con el jefe de Departamento de la Fiscalía General», me había dicho. «Para algo tan dudoso como esto, se irá a Washington, y eso tardaría siglos. Olvídelo. Iremos directamente al FBI: son los únicos capaces de jugar con nuestras reglas.»
Sin dar nombres, cerró un trato con el FBI. Si todo salía bien, y yo les entregaba a Nick Wyatt, me darían libertad bajo fianza y nada más.
Pues bien, yo les entregaría a Wyatt. Pero lo haría a mi manera.
El lunes, llegué a trabajar a primera hora de la mañana, preguntándome si sería mi último día en Trion.
Por supuesto que si todo salía bien, aquél sería tan sólo un día más, un accidente pasajero en una larga y exitosa carrera.
Pero las posibilidades de que todo saliera bien con este plan increíblemente complejo eran pocas, y yo lo sabía.
El domingo había clonado un par de copias de la tarjeta de acceso de Alana usando los datos que había capturado de su tarjeta y una pequeña máquina que Meacham me había dado llamada ProxProgrammer.
Además había encontrado entre los archivos de Alana un plan de la quinta planta del ala D. Casi la mitad de la planta estaba marcada con sombreado y etiquetada con la leyenda «Centro de Alta Seguridad C».
El Centro de Alta Seguridad C era el lugar donde estaban probando el prototipo.
Desafortunadamente, yo no tenía la menor idea de lo que había dentro del centro de alta seguridad, ni sabía en qué lugar de esa zona se conservaba el prototipo. Después de entrar, tendría que arreglármelas sobre la marcha.
Pasé por casa de mi padre para coger mis guantes de trabajo súper resistentes, los que utilizaba cuando trabajaba limpiando ventanas con Seth. Esperaba encontrarme con Antwoine, pero el hombre debía de haber salido a dar una vuelta. Mientras estaba allí tuve la curiosa sensación de que me estaban observando, pero la deseché y la consideré simple ansiedad.
El resto del domingo me dediqué a investigar en la página web de Trion. Era en verdad sorprendente la cantidad de información disponible para los empleados, desde planos del edificio hasta procedimientos de seguridad, e incluso el inventario de los equipos de seguridad instalados en la quinta planta del ala D. A través de Meacham había conseguido la frecuencia de radio que los guardias de seguridad de Trion usaban para sus radioteléfonos.
No sabía todo lo que necesitaba saber acerca de los procedimientos de seguridad -ni mucho menos- pero sí que llegué a averiguar ciertas cosas importantes que me confirmaban lo que Alana me había dicho durante la cena en el hostal.
Había sólo dos vías de entrada y salida a la quinta planta, ambas vigiladas. Para pasar por las primeras puertas, había que poner la tarjeta frente al lector; pero luego había que presentarse ante un guardia que vigilaba desde detrás de una ventana a prueba de balas y comparaba el nombre y la fotografía con los datos de su ordenador antes de abrir la puerta de entrada a la planta principal.
Y ni siquiera entonces estaba uno cerca del Centro de Alta Seguridad C. Antes de llegar a la entrada del área de alta seguridad había que pasar por pasillos equipados con cámaras de circuito cerrado. Luego se entraba a otra zona, equipada no sólo con cámaras sino con detectores de movimiento. En esta entrada no había vigilantes, pero para abrir la puerta era necesario activar un sensor biométrico.
De manera que llegar donde estaba el prototipo Aurora iba a ser grotescamente difícil, por no decir imposible. Pensé que no lograría siquiera pasar el primer punto de control; no podía usar la tarjeta de Alana, como era obvio: nadie me confundiría con ella. Pero una vez entrara en la quinta planta, su tarjeta podía serme útil de otras formas.
El sensor biométrico era aún más complicado. Trion estaba en la vanguardia en la mayoría de tecnologías, y el reconocimiento biométrico -escáner de huellas digitales, lector de manos, identificación de geometría facial, identificación de voz, escáner de iris y de retina- era el éxito del momento en el negocio de la seguridad. Todos los sistemas tienen sus puntos fuertes y sus puntos débiles, pero el escáner de huellas es generalmente considerado el mejor: fiable, no muy quisquilloso ni delicado, poco proclive a rechazar o aceptar por error.
Sobre la pared, fuera del Centro de Alta Seguridad C, había un escáner de huellas Identix.
A última hora de la tarde llamé desde mi teléfono móvil al director asistente del centro de comandancia de seguridad encargado del ala D.
– Hola, George -dije-. Soy Ken Romero, de Network Design, los del equipo de cableado.
Ken Romero era un nombre de verdad, en caso de que George decidiera buscarme en los directorios.
– ¿En qué puedo ayudarle? -dijo el tío.
– Es sólo una llamada de cortesía. Bob quería que os avisara de que haremos un desvío y una actualización del cableado de fibra en la D cinco. Eso será mañana por la mañana.
– Ajá -dijo. Como si dijera: ¿Y a mí qué me cuentas?
– No sé por qué les parece que necesitan fibra L-1000 o un servidor Ultra Dense, pero oye, no es dinero de mi bolsillo, ¿sabes lo que te digo? Supongo que tendrán unas aplicaciones cojonudas, banda ancha y lo que tú quieras, y…
– ¿En qué puedo ayudarle, señor…?
– Romero. En fin, creo que los tíos de la quinta no querían distracciones durante el día, y han pedido que se hiciera a primera hora de la mañana. No pasa nada, pero queríamos que estuvierais prevenidos, claro, porque los trabajos harán saltar los detectores de acceso y de movimiento y todo eso, como entre las cuatro y las cinco de la madrugada.
El director asistente de seguridad parecía aliviado de que no le tocara hacer nada.
– ¿Se refiere a la planta entera? Joder, no puedo cerrar la planta entera sin…
– No, no, no -dije-. Si tenemos suerte mis chicos harán dos o tres cableados, si vieras las pausas que se toman. No, la idea es hacerlo por áreas, a ver, áreas veintidós A y B, me parece. Sólo las secciones internas. En fin, que los tableros se os van a encender como luces de Navidad, ¿sabes lo que te digo?, y probablemente os vais a volver locos, pero quería avisaros…
George soltó un fuerte suspiro.
– Bueno, si sólo es veintidós A y B… supongo que ésos los puedo desactivar…
– Lo que te vaya mejor. Es decir, no es cuestión de que os volváis locos por esto.
– Le daré tres horas si es necesario.
– No creo que necesitemos tres horas, pero mejor que sobre y no que falte, ¿sabes lo que te quiero decir? De todas formas, gracias por la ayuda, tío.
Aquel día, a eso de las siete de la tarde, salí como de costumbre del edificio de Trion y me fui a casa. Esa noche no dormí muy bien.
Poco antes de las cuatro de la madrugada, regresé y aparqué en la calle y no en el parking para que mi reentrada no quedara registrada.
Diez minutos después llegaba una furgoneta: j. j. rankenberg & cía. herramientas, equipos y químicos para limpieza profesional de ventanas desde 1963. Seth conducía en un uniforme azul con una insignia de J. J. Rankenberg en el bolsillo izquierdo.
– Hola, vaquero -dijo.
– ¿J. J. te ha dejado todo esto?
– El viejo está muerto -dijo Seth. Estaba fumando, y eso me dio la medida de su nerviosismo-. Tuve que tratar con Junior.
Me entregó un mono azul y me lo puse sobre el polo y los pantalones de dril, lo cual no fue fácil en la vieja furgoneta Isuzu. Hedía a gasolina derramada.
– Yo creía que Junior te detestaba.
Seth levantó la mano izquierda y se frotó el pulgar y el índice: todo por la pasta.
– Alquiler de corto plazo para un trabajito en la compañía del padre de mi novia.
– Tú no tienes novia.
– Lo único que le importaba era no tener que registrar el ingreso. Qué, tío, ¿nos vamos de marcha?
– Tú dale a «enviar».
Señalé la entrada de servicio del ala D y Seth llevó la furgoneta. El vigilante nocturno de la cabina miró una hoja de papel, encontró el nombre de la compañía en la lista de admisiones.
Seth aparcó la furgoneta en el muelle de carga del nivel inferior y sacamos las bolsas de nailon llenas de herramientas, las escobillas de goma Ettore y los cubos verdes, las extensiones de cuatro metros, las botellas de plástico llenas de limpiacristales color amarillo orina, las cuerdas y los ganchos y la silla y las poleas Jumar. Había olvidado cuánta basura necesitaba este trabajo.
Le di al gran botón redondo de acero que había junto a la puerta de acero del parking y un par de segundos después la puerta comenzó a abrirse. Un guardia de seguridad panzón, demacrado y bigotudo se acercó con una carpeta con sujetapapeles.
– ¿Necesitáis ayuda? -dijo, aunque en el fondo no quería ayudar a nadie.
– No, todo bien -dije-. ¿Nos puede mostrar cómo se llega al ascensor de carga?
– Ahora mismo -dijo. Se quedó ahí, con su carpeta (no parecía escribir nada en ella, simplemente la sostenía para que supiéramos quién mandaba), viendo cómo forcejeábamos con nuestros equipos-. ¿De verdad limpiáis ventanas de noche? -dijo mientras nos acompañaba al ascensor.
– La mayoría de las veces las limpiamos mejor de noche -dijo Seth.
– No sé por qué la gente se pone tan quisquillosa si los miramos por la ventana mientras trabajan -dije.
– Sí -dijo Seth-, ésa es nuestra principal fuente de entretenimiento. Asustar a la gente. Provocarles infartos a esos oficinistas.
El guardia se rió.
– Dadle a la R -dijo-. Si la puerta de acceso a la azotea no está abierta, arriba debe haber alguien. Se llama Oscar, creo.
– Vale -dije.
Cuando llegamos a la azotea, recordé por qué odiaba tanto limpiar ventanas altas. El edificio de Trion sólo tenía ocho plantas -apenas unos treinta metros de altura-, pero allá arriba, y en medio de la noche, me sentía como si estuviéramos en el Empire State. El viento nos azotaba, el aire era frío y húmedo, y había un ruido de tráfico distante aun a esas horas de la noche.
El guardia de seguridad, Oscar Fernández (según su chapa), era un tipo bajito vestido con un uniforme de seguridad azul marino -Trion tenía su propio personal de seguridad, no traía gente de fuera- con un radioteléfono emisor-receptor que le colgaba del cinturón y emitía graznidos de estática y voces enredadas. Nos recibió en el ascensor de carga, y mientras descargábamos nuestras cosas se quedó allí, de pie, cambiando de pose, y luego nos llevó a la escalera de acceso a la azotea.
Subimos tras él. Mientras abría la puerta de la azotea, dijo:
– Sí, me avisaron de que vendríais, pero me ha sorprendido, no sabía que trabajarais tan temprano.
No parecía sospechar; simplemente estaba conversando.
Seth repitió su línea de «la mayoría de las veces» y enseguida volvimos a representar nuestro numerito acerca de provocar infartos a los oficinistas, y también Fernández rió. Era lógico, dijo, que la gente no quisiera que interrumpiéramos su trabajo durante horas hábiles. La verdad es que parecíamos verdaderos limpiadores de ventanas: teníamos el equipo y los uniformes; además, ¿quién más estaría tan loco como para subir al techo de un edificio alto con toda esta basura?
– Sólo llevo un par de semanas en el turno de la noche -dijo Fernández-. ¿Habéis venido antes? ¿Sabéis dónde está todo?
Le dijimos que era la primera vez que veníamos a Trion, y nos enseñó lo básico: tomas de corriente, grifos, anclajes de seguridad. Ahora es obligatorio que todos los edificios nuevos tengan anclajes de seguridad cada tres a cinco metros, a unos dos metros del borde del edificio y capaces de aguantar pesos de dos mil kilos. Los anclajes suelen parecer conductos de ventilación, pero terminados en un perno en forma de U.
Oscar parecía demasiado interesado en cómo organizábamos los equipos. Se quedó a mirar cómo poníamos los ganchos de acero. Los ganchos iban sujetos a una cuerda de escalada blanca y naranja de alta resistencia de 12,5 milímetros de diámetro, y se colocaban en los anclajes de seguridad.
– Guay -dijo-. Y en vuestro tiempo libre escaláis montañas, ¿no?
Seth me miró y después dijo:
– ¿Y tú eres guardia de seguridad en tu tiempo libre?
– No -dijo Fernández, riendo-. Quiero decir que tiene que gustaros lo de subir a sitios tan altos. Yo me cagaría de miedo.
– Uno se acostumbra -dije.
Cada uno de nosotros tenía dos cuerdas distintas: una para bajar y otra como cuerda de seguridad con un mosquetón por si la primera se rompía. Tenía la intención de hacerlo bien, y no sólo para guardar las apariencias. Ninguno tenía muchas ganas de morir cayendo del edificio Trion. Durante aquellos dos desagradables veranos en que trabajamos para la compañía de limpieza, escuchamos con frecuencia que en la industria había un promedio de diez accidentes fatales al año, pero nunca nos dijeron si eran diez en el mundo o diez en el estado, y nunca nos atrevimos a preguntar.
Sabía que aquello era peligroso; pero ignoraba por dónde llegaría el peligro.
Después de otros cinco minutos, Oscar se aburrió -en buena parte porque habíamos dejado de hablarle-, y volvió a su puesto.
La cuerda se sujeta a una cosa llamada Sky Genie, una especie de largo tubo de metal en el cual se enrolla la cuerda alrededor de un mango de aluminio forjado. El Sky Genie -«Genio del cielo», ¿no es fascinante el nombre?- es un mecanismo de control del descenso que funciona por medio de la fricción y va soltando la cuerda lentamente. Estos Sky Genie tenían rasguños y parecían usados. Levanté uno y dije:
– ¿No has podido comprarnos unos nuevos? Te di cinco mil dólares.
– Oye, venían con la furgoneta, ¿qué quieres que haga? Además, ¿qué te preocupa tanto? Estas bellezas pueden soportar dos toneladas. Pero también es cierto que tú has subido un par de kilillos en estos últimos meses.
– Vete a la mierda.
– ¿Has cenado? Espero que no.
– No me hace gracia. ¿Has visto la etiqueta de advertencia que tienen estos chismes?
– Ya lo sé, el uso indebido puede ocasionar daños graves o provocar la muerte. No le hagas caso. Tú debes ser de los que no se atreven a quitarle las etiquetas a un colchón.
– Me gusta el eslogan «Sky Genie: te dejamos caer».
Seth no rió.
– Ocho plantas no es nada, tío. Recuerda cuando estábamos limpiando el Civic…
– No me lo recuerdes -lo interrumpí. No quería portarme como una niña, pero no estaba de ánimo para su humor negro, al menos no mientras estuviéramos en la azotea del edificio Trion.
El Sky Genie se enganchaba a un arnés de seguridad, y éste a un cinturón con asiento almohadillado. En el negocio de limpieza de ventanas, todo nombre incluye palabras como «seguridad» o «protección en caso de caída», lo cual no hace más que recordarte que si algo sale ligeramente mal, estás jodido.
Lo único que habíamos preparado más allá de lo ordinario eran un par de ascensores Jumar, que nos permitirían volver a subir con las cuerdas. Cuando limpias las ventanas de un edificio alto, la mayoría de las veces no tienes por qué volver a subir: simplemente vas bajando a medida que limpias hasta llegar al suelo.
Pero éste sería nuestro medio de escape.
Mientras tanto, Seth montó el torno eléctrico en uno de los anclajes del tejado y lo conectó. Era un modelo de ciento quince voltios con una polea capaz de levantar quinientos kilos. Seth lo conectó a todas nuestras cuerdas, asegurándose de que tuviera juego suficiente y no nos impidiera bajar lo necesario.
Tiré con fuerza de la cuerda para confirmar que todo estaba en su lugar, avanzamos hasta el borde del edificio y miramos hacia abajo. Luego nos miramos el uno al otro y Seth sonrió con su sonrisa de qué-coño-estamos-haciendo.
– Qué, ¿empezamos a divertirnos?
– Ya lo creo.
– ¿Estás preparado, amigo?
– Preparado -dije-. Como Elliot Krause en el Portaváter.
Ninguno rió. Nos subimos lentamente a la barrera de seguridad y pronto estuvimos del otro lado.
Sólo teníamos que bajar dos pisos, pero no era fácil. A ambos nos faltaba práctica, llevábamos herramientas muy pesadas y debíamos tener mucho cuidado de no balancearnos demasiado hacia un lado o el otro.
Sobre la fachada del edificio había cámaras de vigilancia de circuito cerrado, cuya ubicación exacta yo había encontrado en los esquemas. También conocía las especificaciones de cada cámara, el tamaño de los lentes, el alcance focal y todo eso.
En otras palabras, sabía dónde quedaban los puntos ciegos.
Y Seth y yo bajábamos por uno de ellos. No me preocupaba que los de Seguridad nos vieran bajando por el costado del edificio, ya que aquella mañana esperaban la presencia de limpiaventanas. Lo que me preocupaba era que alguien se diera cuenta de que no estábamos limpiando ninguna ventana. Que nos vieran bajando lenta, regularmente, hasta el quinto piso. Que no nos vieran ni siquiera colocándonos frente a una ventana.
Porque colgábamos justo delante de una rejilla metálica de ventilación.
Siempre y cuando no nos balanceáramos demasiado hacia los lados, nos mantendríamos fuera del alcance de las cámaras. Eso era importante.
Apoyamos los pies en una cornisa, sacamos las herramientas y nos pusimos manos a la obra con los pernos hexagonales. Estaban firmemente atornillados a través del acero y del hormigón, y había muchos. Seth y yo trabajábamos en silencio mientras el sudor nos caía por la cara. Era posible que algún transeúnte, un guardia o quien fuera, nos viera quitando los pernos que sostenían la rejilla y se preguntara qué estábamos haciendo. Un limpiacristales trabaja con escobillas de goma y cubos de plástico, no con llaves inalámbricas Milwaukee.
Pero a esta hora de la mañana no pasaba mucha gente por allí. Y si alguien nos veía probablemente imaginaría que estábamos haciendo algún tipo de mantenimiento de rutina.
O eso esperaba yo.
Nos tomó un buen cuarto de hora aflojar y quitar todos los pernos. Algunos de ellos se habían oxidado y necesitaron un poco de lubricante WD-40.
Luego, cuando le di la señal, Seth aflojó el último perno y entre los dos levantamos cuidadosamente la rejilla. Era muy pesada, y levantarla era trabajo para dos hombres por lo menos. Tuvimos que cogerla por los bordes, muy afilados -por suerte había traído guantes, un par en buen estado para cada uno- y la ladeamos de manera que quedara apoyada sobre la cornisa. Enseguida Seth se aferró del marco del conducto para hacer palanca y logró meter los pies en la habitación. Con un gruñido cayó al suelo del cuarto de máquinas.
– Tu turno -dijo-. Ten cuidado.
Me aferré al borde, metí las piernas en el conducto de aire y caí al suelo. Rápidamente miré alrededor.
El cuarto de máquinas estaba atiborrado de equipos inmensos y ruidosos y casi totalmente a oscuras, iluminado sólo por el resplandor distante de los reflectores del techo. Había todo tipo de aparatos de climatización: bombas de calefacción, ventiladores centrífugos, enfriadores y compresores y otros equipos de acondicionamiento y filtraje del aire.
Ahí estábamos, aún enganchados a las cuerdas dobles, que colgaban a través de la rejilla de ventilación. Enseguida nos desabrochamos los arneses y nos soltamos.
Ahora los arneses colgaban en el aire. Obviamente, no podíamos dejarlos allá afuera, pero los habíamos enganchado al cabrestante eléctrico del tejado. Seth sacó un pequeño mando a distancia, como los que abren los parkings, y oprimió el botón. Oímos un zumbido, un chirrido a lo lejos, y el arnés y las cuerdas comenzaron a ascender en el aire, arrastrados por el cabrestante.
– Espero que podamos devolverlas a su sitio cuando las necesitemos -dijo Seth, pero con el intenso ruido de fondo que había en la habitación, apenas si podía oírlo.
No pude evitar pensar que todo aquello era poco más que un juego para Seth. Si lo cogían, no era grave. No tendría problema. Era yo el que estaba arriesgando el cuello.
Enseguida tiramos de la rejilla para que desde afuera pareciera estar en su lugar. Usé un segmento del kermantle para atarla a un tubo vertical y mantenerla firme.
La habitación había quedado nuevamente a oscuras, así que saqué mi Mag-Lite y la encendí. Caminé hacia la puerta de acero -parecía muy pesada- y probé a abrirla.
La puerta se abrió. Yo sabía que, por regla general, las puertas de los cuartos de máquinas no se cerraban nunca desde dentro para evitar que alguien quedara atrapado, pero fue un alivio confirmar que podríamos salir de allí.
Mientras tanto, Seth sacó un par de walkie-talkies Motorola, me pasó uno y luego sacó de su funda una radio compacta de onda corta, un aparato policial capaz de captar trescientos canales.
– ¿Recuerdas la frecuencia de seguridad? Era algo alrededor de los 400 UHF, ¿no es cierto?
Me saqué del bolsillo de la camisa mi pequeño cuaderno de espiral y le di a Seth el número de la frecuencia. Él comenzó a buscarla, y yo desdoblé el mapa de la planta y estudié la ruta a seguir.
En este momento estaba aun más nervioso que mientras bajaba por el costado del edificio. Teníamos un plan bastante sólido, pero había demasiadas cosas que podían salir mal.
Para empezar, podría haber gente, incluso a estas horas. Aurora era el proyecto prioritario de Trion, y la fecha límite para entregarlo era en un par de días. Los ingenieros trabajaban a horas raras. A las cinco de la madrugada, lo más probable era que no hubiera nadie, pero uno nunca sabía. Mejor dejarse puesto el uniforme de limpiaventanas y cargar el cubo y la escobilla: la gente de limpieza era prácticamente invisible. Era poco probable que alguien me detuviera para preguntarme qué hacía allí.
Pero estaba la posibilidad horripilante de que alguien me reconociera. Trion tenía decenas de miles de empleados, y yo había conocido hasta ahora a unos cincuenta, de manera que las probabilidades de no ver a nadie conocido estaban a mi favor, por lo menos a las cinco de la madrugada. Pero aun así… Así que me había traído un casco amarillo, aunque los limpia-ventanas nunca los usan, metí la cabeza en él y luego me puse un par de gafas de seguridad.
Una vez hubiera salido de aquel cuarto oscuro y estrecho, tendría que caminar unos cien metros o más por un corredor atestado de cámaras de seguridad que me seguirían durante todo el camino. Claro, había un par de guardias en el centro de mando en el sótano, pero tenían que mirar docenas de monitores constantemente, y probablemente también estaban viendo la tele y bebiendo café y hablando de sus cosas. No me pareció que nadie fuera a fijarse demasiado en mí.
Hasta que llegara al Centro de Alta Seguridad C, donde la seguridad era definitivamente más estricta.
– La tengo -dijo Seth, mirando fijamente la lectura digital de la radio de la policía-. Acabo de oír «seguridad de Trion» y Trion no sé qué más.
– Vale -dije-. Sigue escuchando y avísame si hay algo que deba saber.
– ¿Cuánto crees que tardarás?
Retuve el aliento.
– Podrían ser diez minutos, podría ser media hora. Depende de cómo vayan las cosas. -Ten cuidado, Cas.
Asentí.
– Espera. Mira, aquí tienes -había encontrado un cubo de limpieza amarillo y con ruedas en un rincón y lo empujó hacia mí-. Llévate esto.
– Buena idea -dije. Miré un instante a mi viejo amigo y quise decirle algo como «deséame suerte», pero decidí que eso sonaba demasiado a nervios y además era cursi. Le mostré las manos con los pulgares alzados, como si en realidad estuviera tranquilo-. Nos vemos en un rato -le dije.
– No te olvides de encender tu aparatito -dijo, señalando mi walkie-talkie.
Negué con la cabeza, como sorprendido de ser tan olvidadizo, y sonreí.
Abrí la puerta lentamente. No vi venir a nadie. Salí al pasillo y cerré la puerta tras de mí.
A menos de veinte metros de allí había una cámara de seguridad, montada en lo alto de la pared, junto al techo. Su pequeña luz roja parpadeaba.
Wyatt me había dicho que yo era un buen actor, y ahora sí que tendría que demostrarlo. Debía parecer despreocupado, un poco aburrido pero atareado, y sobre todo nada nervioso. Eso requeriría una buena actuación.
«Sigue mirando el Canal del Tiempo o lo que estén transmitiendo en este momento -ordené telepáticamente a quienquiera que estuviera en el centro de mando-. Bébete el café, cómete las rosquillas. Habla de baloncesto o de fútbol. No te fijes en el hombre que hay en la pantalla.»
Mis botas de trabajo crujían suavemente mientras caminaba por el corredor alfombrado empujando el cubo de limpieza. No había nadie alrededor. Qué alivio.
«No -pensé-, de hecho sería mejor que hubiera otra gente caminando por aquí. Así dejarías de ser el centro de atención.»
Sí, podía ser. Acéptalo como venga, pensé. Simplemente espera que nadie te pregunte adónde vas.
Doblé la esquina y entré en una amplia área de cubículos. Todo estaba a oscuras, excepto por unas pocas luces de emergencia.
Mientras avanzaba, empujando el cubo, por un pasillo del centro de la sala, noté que había todavía más cámaras de seguridad. Los letreros de los cubículos, los pósteres raros y para nada graciosos, todo indicaba que allí trabajaban ingenieros. Sobre el estante de uno de los cubículos había una muñeca Quiéreme, Lucille, que me miraba con malevolencia.
«Sólo estoy haciendo mi trabajo», me recordé.
Al otro lado de esta zona abierta, según el mapa, había un corto pasillo que llevaba directamente al área cerrada de la planta. El letrero en la pared (Centro de alta seguridad C. Sólo personal autorizado, y una flecha) me lo confirmaba. Ya casi estaba allí.
Todo marchaba sin problemas, mucho mejor de lo que había esperado. Por supuesto, alrededor de la entrada de centro de alta seguridad había cámaras y detectores de movimiento.
Pero si mi llamada de unas horas antes había funcionado, ya habrían desconectado los detectores de movimiento.
Claro que no podía estar seguro. En unos segundos, cuando estuviera más cerca, podría confirmarlo.
Lo más seguro era que las cámaras estuvieran encendidas, pero para eso tenía un plan.
De repente un sonido brusco me sacudió, una vibración aguda de mi walkie-talkie.
– Dios mío -dije con el corazón acelerado.
– Adam -me llegó la voz de Seth, plana y entrecortada.
Apreté el botón del costado.
– Sí.
– Hay problemas.
– ¿Qué quieres decir?
– Regresa aquí.
– ¿Por qué?
– Te digo que regreses, joder.
Mierda.
Me di media vuelta, dejé el cubo de la limpieza y empecé a correr hasta que recordé que me estaban observando. Me obligué a reducir el paso y caminar. ¿Qué coño podía haber sucedido? ¿Nos habían delatado las cuerdas? ¿Se había caído la rejilla? ¿O habían abierto la puerta del cuarto de máquinas y encontrado a Seth?
La caminata de regreso me pareció interminable. La puerta de un despacho se abrió delante de mí y salió un tipo de mediana edad. Llevaba pantalones de poliéster marrón con pinzas y una camisa amarilla de manga corta, y parecía un ingeniero técnico de la vieja guardia. Tal vez había decidido comenzar temprano; tal vez había pasado la noche trabajando. Me miró y luego bajó los ojos sin decir nada.
Yo era el de la limpieza. Yo era invisible.
Un par de docenas de cámaras de vigilancia habían capturado mi imagen, pero no iba a atraer la atención de nadie: yo era el tío de la limpieza, el de mantenimiento. Debía estar allí. Nadie me miraría más de una vez.
Por fin llegué al cuarto de máquinas. Me detuve frente a la puerta y traté de escuchar por si había voces, preparado para correr si alguien estaba adentro con Seth, aunque tampoco quería dejarlo allí. Lo único que se oía era el débil graznido de la radio policial.
Abrí la puerta. Seth estaba del otro lado de la habitación con la radio pegada al oído.
Estaba asustado.
– Tenemos que salir de aquí -susurró.
– Qué…
– El tío del tejado. El del séptimo, quiero decir. El tío de seguridad que nos llevó al tejado.
– ¿Qué le ha pasado?
– Debe de haber regresado al tejado. Por curiosidad, por lo que fuera. Ha mirado hacia abajo, no nos ha visto, ha visto las cuerdas y los arneses, pero ni rastro de los limpiaventanas, y ha flipado. No sé, tal vez ha creído que nos había pasado algo, quién sabe.
– ¿Qué dices?
– ¡Escucha!
Hubo un chillido en la radio policial, un murmullo de voces. Oí un fragmento: «¡Planta por planta, cambio!»
Y luego:
– Unidad Bravo, adelante.
– Bravo, cambio.
– Bravo, sospecha de entrada ilegal, ala D, David. Parece que unos limpiaventanas han abandonado su equipo en el tejado. No hay señales de ellos. Quiero un registro del edificio planta por planta. Esto es un Código Dos. Unidad Bravo, que sus hombres cubran la primera planta, cambio.
– Entendido.
Miré a Seth.
– Creo que Código Dos quiere decir urgente -le dije.
– Están registrando el edificio -susurró Seth; su voz apenas era audible con el estruendo de la maquinaria-. Tenemos que largarnos de aquí.
– ¿Cómo? -dije entre dientes-. No podemos bajar con las cuerdas, aunque sigan en su sitio. ¡Y lo más seguro es que no podamos salir por esta planta, que es toda ella una trampa!
– ¿Qué coño vamos a hacer?
Respiré profundo, exhalé, traté de pensar con claridad. Quería un cigarrillo.
– Bien. Encuentra un ordenador, cualquier ordenador. Entra en la página de Trion. Busca la página de procedimientos empresariales de seguridad, mira dónde están las salidas de emergencia. Me refiero a ascensores de carga, escaleras de incendios, lo que sea. Cualquier forma de salir, aunque sea saltando.
– ¿Yo? ¿Y tú qué vas a hacer?
– Yo vuelvo allá afuera.
– ¿Qué? ¿Me estás tomando el pelo? El edificio está lleno de guardias de seguridad, no seas imbécil.
– No saben dónde estamos. Sólo saben que estamos en algún lugar del ala, y el ala tiene siete pisos.
– ¡Joder, Adam!
– Esta oportunidad no se repetirá -dije, corriendo hacia la puerta. Le mostré mi walkie-talkie Motorola-. Cuando encuentres una salida, dímelo. Me voy al Centro de Alta Seguridad. Voy a por lo que vinimos.
No corras.
Constantemente tenía que recordármelo. Calma. Caminaba por el corredor intentando parecer despreocupado mientras mi cabeza estaba a punto de estallar. No mires a las cámaras.
Iba por la mitad de la zona abierta de cubículos cuando mi walkie-talkie soltó dos pitidos.
– ¿Sí?
– Escucha, tío, me pide una identificación. La pantalla de entrada.
– Ah, mierda, claro.
– ¿Quieres que entre con tu nombre?
– Por favor no. Usa… -saqué mi cuadernito de espiral-. Usa ChadP -se lo deletreé mientras caminaba.
– ¿Contraseña? ¿Sabes la contraseña?
– MJ veintitrés -leí.
– ¿MJ?
– Seguro que es por Michael Jordan.
– Ah, claro. El veintitrés es el número de Jordan. ¿Quién es este tío, un gran jugador o qué?
¿Por qué me estaba dando conversación? ¿No estaba cagado de miedo?
– No -dije, distraído, al entrar en la zona de cubículos. Me quité el casco amarillo y las gafas, porque ya no los necesitaba, y los dejé bajo un escritorio al pasar-. Sólo un arrogante, igual que Jordan. Ambos se creen el mejor, pero sólo uno está en lo cierto.
– Vale, ya he entrado -dijo-. ¿Página de seguridad, me dices?
– Procedimientos empresariales de seguridad. Mira qué puedes averiguar acerca del muelle de carga, si podemos salir por ahí usando el ascensor. Ésa puede ser nuestra mejor forma de escapar. Tengo que colgar.
– Date prisa -dijo.
Delante de mí había una puerta de acero pintada de gris con una pequeña ventana en forma de diamante reforzada con malla metálica. Sobre la puerta había un letrero que rezaba: sólo personal autorizado.
Me acerqué a la puerta lentamente, desde un ángulo, y miré por la ventana. Al otro lado había una sala de espera pequeña, de aspecto industrial y suelo de hormigón. Conté dos cámaras de circuito cerrado montadas sobre la pared, cerca del techo: sus luces rojas parpadeaban. Estaban encendidas. También alcanzaba a ver las pequeñas vainas blancas en cada esquina de la habitación: los detectores infrarrojos de movimiento.
Pero en los detectores no había luces de encendido. No podía estar seguro de ello, pero parecían apagados. Tal vez los de seguridad los habían apagado por un par de horas, finalmente.
En una mano llevaba una carpeta con sujetapapeles; trataba de parecer «oficial», como si obedeciera unas instrucciones que llevaba escritas. Con la otra mano probé a mover el pomo de la puerta. Estaba cerrada. Montado sobre la pared, a la izquierda del marco de la puerta, había un pequeño sensor de proximidad gris, igual a los que se veían en todo el edificio. ¿Lo abriría la tarjeta de Alana? Saqué mi copia y la moví frente al sensor, deseando con todas mis fuerzas que la luz se pusiera verde.
Y escuché una voz.
– ¡Oiga! ¡Usted!
Me di la vuelta lentamente. Un guardia de seguridad de Trion corría hacia mí, y otro lo seguía.
– ¡Quieto! -gritó el primer hombre.
Mierda. El corazón se me iba a salir.
Cogido.
¿Y ahora qué, Adam?
Miré a los guardias, y mi expresión pasó de la sorpresa a la arrogancia. Respiré hondo. En voz baja, les dije:
– ¿Qué, lo habéis encontrado?
– ¿Eh? -dijo el primer guardia, disminuyendo la marcha hasta detenerse.
– ¡Vuestro maldito intruso! -dije, alzando la voz-. La alarma ha empezado a sonar hace cinco minutos y vosotros seguís corriendo por ahí como idiotas, rascándoos el culo.
Puedes hacerlo, me dije. Esto es lo tuyo.
– ¿Señor? -dijo el segundo guardia. Ambos se habían quedado paralizados, mirándome con sorpresa.
– Pero qué imbéciles. ¿No tenéis idea de por dónde ha entrado? -les gritaba como un sargento de maniobras, como si fuera a colgarlos por las pelotas-. ¿Creéis que habríamos podido poneros las cosas más fáciles? Por Dios, lo primero es hacer una revisión del perímetro. ¡Página veintitrés del puto manual! Si lo hacéis, encontraréis una rejilla de ventilación desmontada.
– ¿Rejilla de ventilación?
– ¿Vamos a tener que señalaros el puto camino con pintura fosforescente? Qué, ¿tendríamos que haberos enviado invitaciones de parte de Bendix para la inspección sorpresa de seguridad? Hemos realizado este simulacro en tres edificios de la zona en esta última semana, y vosotros sois de lejos el peor grupo, parecéis aficionados. -Cogí la carpeta y empecé a escribir-. Bien, quiero nombres y números de carnet. ¡Ey, vosotros! -Los dos guardias habían comenzado a retroceder lentamente. ¡Volved aquí, coño! ¿Os creéis que la Seguridad Empresarial consiste en pasar el rato comiendo Krispy Kremes? Cuando entreguemos nuestro informe, aquí rodarán cabezas, os lo aseguro.
– McNamara -dijo con reticencia el segundo guardia.
– Valenti -dijo el primero.
Anoté sus nombres.
– ¿Números? -dije-. Bueno, bueno, vale… que alguno me abra esta puerta y luego largaos de aquí, los dos.
El primero se acercó al lector óptico y pasó su tarjeta por delante. Sonó un clic y se encendió la luz verde.
Sacudí la cabeza con disgusto mientras abría la puerta. Los dos guardias se dieron la vuelta y comenzaron a trotar por el corredor. El primero le dijo al segundo:
– Lo confirmaré ahora mismo con los de Despachos. Esto no me gusta nada.
El corazón me latía tan fuerte que debía oírse. Me había escapado de aquélla a punta de sandeces, pero lo único que había conseguido, bien lo sabía, eran un par de minutos de margen. Los guardias hablarían con su supervisor y de inmediato descubrirían la verdad: que no se trataba de ninguna «inspección sorpresa». Y regresarían con más ganas.
Observé el detector de movimiento, montado en lo alto de la pared de aquella pequeña recepción, para ver si alguna luz se encendía. Nada ocurrió.
Cuando los detectores de movimiento estaban encendidos, se disparaban las cámaras, que giraban en dirección al objeto móvil.
Pero los detectores de movimiento estaban apagados. Eso quería decir que las cámaras estaban fijas, no podían moverse.
Era muy gracioso: Meacham y su tipo me habían entrenado para burlar sistemas de seguridad más sofisticados que éste. Tal vez Meacham tenía razón: olvida lo que has visto en las películas, porque los sistemas de seguridad del mundo real siempre son más primitivos.
Ahora podía entrar en la pequeña recepción sin ser visto por las cámaras, que apuntaban a la puerta del Centro de Alta Seguridad C. Di un par de pasos tentativos hacia la habitación, siempre con la espalda contra la pared. Me acerqué desde atrás a una de las cámaras, con sigilo. Sabía que me encontraba en el punto ciego. La cámara no podía verme.
Y en ese momento el walkie-talkie revivió con un pitido.
– ¡Sal de ahí, joder! -gritó la voz de Seth-. ¡Acabo de oírlo! ¡Han ordenado a todos dirigirse a la quinta planta!
– ¡No puedo, ya casi he llegado! -respondí.
– ¡Date prisa! ¡Joder, sal de ahí!
– ¡No! ¡No puedo irme todavía!
– Cassidy…
– Seth, escúchame bien: eres tú el que va a salir, por la escalera, por el ascensor de carga, como sea. Espérame fuera, en la furgoneta.
– Cassidy…
– ¡Hazlo! -grité, y apagué el aparato. Un estallido sonoro me sacudió: el uh-ah ronco y mecánico de una alarma que debía de estar muy cerca de mí.
¿Y ahora qué? ¡No podía detenerme allí, a unos metros apenas de la entrada al proyecto Aurora! ¡No podía retroceder estando tan cerca!
Tenía que seguir adelante.
La alarma seguía aullando, uh-ah, uh-ah, ensordecedora como una sirena antiaérea.
Me saqué del bolsillo la lata de Pam, ese aceite de cocina en aerosol, me estiré hasta alcanzar la cámara y rocié el objetivo. Sobre el ojo de vidrio quedó una capa de aceite. Hecho.
La sirena aullaba.
Ahora la cámara estaba ciega y su visión derrotada, pero no de una manera que llamara necesariamente la atención. Quien estuviera observando el monitor vería de repente la imagen un poco borrosa, y tal vez lo atribuiría a aquella actualización del cableado de la cual les habían avisado ya. Era probable que una imagen borrosa en medio de tantos monitores no llamara la atención. Esa era la idea, en cualquier caso.
Pero ahora aquellos cuidadosos planes parecían casi inútiles, porque los guardias ya se acercaban, ya estaban en camino. ¿Serían los mismos que yo acababa de engatusar? ¿Serían otros? Imposible saberlo, por supuesto; lo único cierto era que se acercaban.
Había pasos, gritos, pero se oían lejanos, como parloteos de fondo, bajo la sirena estridente.
Tal vez todavía estuviera a tiempo.
Si me daba prisa. Una vez entrara al laboratorio Aurora, lo más probable era que no siguieran tras de mí; al menos, no fácilmente. No lo harían a no ser que contaran con algún tipo de autorización para hacer caso omiso de las prohibiciones, lo cual era improbable.
Y quizá no llegaran siquiera a saber que yo estaba dentro.
Eso si lograba entrar.
Rodeé la habitación, manteniéndome fuera del alcance de la cámara hasta que llegué a la siguiente. En el punto ciego, me estiré y accioné el aerosol, y le di al objetivo en todo el centro.
Ahora Seguridad no podía verme por los monitores. No podía ser testigo de lo que iba a intentar.
Estaba a punto de entrar. Sólo un par de segundos -esperaba yo- y habría entrado en Aurora.
Salir de allí… bueno, eso era otro asunto. Sabía que había un ascensor de carga al cual no podía accederse desde el exterior. ¿Lo activaría la tarjeta de Alana? Eso esperaba; era mi única oportunidad.
Maldita sea: con los estallidos de la sirena, las voces que se hacían cada vez más fuertes y los pasos que sonaban cada vez más cerca, apenas si podía pensar con sangre fría. La cabeza me iba a mil por hora. ¿Sabrían los guardias de seguridad de la existencia de Aurora? ¿Hasta qué punto estaba protegido el secreto? Si no sabían nada de Aurora, tal vez no lograran imaginar hacia dónde me dirigía. Tal vez simplemente recorrían los corredores de todas las plantas en medio de la búsqueda descoordinada y azarosa del segundo intruso.
Montada en la pared, inmediatamente a la izquierda de una lustrosa puerta de acero, había una pequeña caja beige: un escáner de huellas digitales Identix.
Del bolsillo delantero de mi mono saqué el estuche de plástico traslúcido. Con dedos temblorosos, retiré la tira de celo que tenía la huella del pulgar de Alana, todas sus espirales capturadas gracias al polvo de grafito.
Presioné el celo suavemente sobre el escáner, justo donde habitualmente se ponía el dedo pulgar, y esperé a que la luz del piloto cambiara de rojo a verde.
Nada ocurrió.
«No, Dios mío, por favor -pensé desesperadamente, con la cabeza destrozada por el miedo y el insoportable uh-ah de la alarma-. Haz que funcione. Por favor, Dios mío.»
La luz permaneció roja, tercamente roja.
Nada ocurría aún.
Meacham me había dado una larga sesión acerca de cómo burlar un escáner biométrico; yo, por mi parte, había practicado incontables veces hasta que creí que lo tenía dominado. Algunos lectores de huellas eran más difíciles de burlar que otros, dependiendo de la tecnología que usaran. Ésta era una de las más comunes, con sensor óptico en el interior. Y se suponía que lo que acababa de hacer funcionaba el noventa por ciento de las veces. El noventa por ciento de las veces el maldito truco funcionaba.
«Claro, también está el otro diez por ciento», pensé mientras oía pasos que se me aproximaban con gran estruendo. Eso por lo menos lo sabía: ya estaban cerca. Tal vez a unos pocos metros, en la zona de los cubículos.
¡Mierda, no me funcionaba!
«¿Cuáles eran los otros trucos que me habían enseñado?»
Algo sobre una bolsa de plástico llena de agua… pero yo no tenía bolsas de plástico en ese momento… ¿Cómo era? Las huellas viejas se quedan sobre la superficie del sensor como sobre un espejo. Eran el residuo graso de la gente que había sido admitida. Las viejas huellas podían reactivarse mediante la humedad…
Sí, parece cosa de locos, pero no más que usar un trozo de cinta con una huella levantada. Me incliné, puse las manos ahuecadas sobre el pequeño sensor y exhalé. Mi aliento golpeó el cristal y se condensó de inmediato. Desapareció en un segundo, pero fue tiempo suficiente.
Sonó un pitido, casi como un gorjeo. Un sonido de felicidad.
En la caja se encendió una luz verde.
Había entrado. La humedad de mi aliento había activado la vieja huella.
Había engañado al sensor.
La lustrosa puerta de acero que daba al Centro de Alta Seguridad C se abrió lentamente sobre sus rieles al mismo tiempo que la otra puerta, a mi espalda, se abría y yo oía decir:
– ¡Deténgase ahora mismo!
Y también:
– ¡Quieto!
Miré fijamente el inmenso espacio abierto que era el Centro de Alta Seguridad C, y no podía creer lo que veían mis ojos. No lograba encontrarle un sentido a aquello.
Tenía que haberme equivocado.
Éste no podía ser el lugar correcto.
Porque lo que había frente a mí no tenía sentido. Yo estaba mirando el área señalada como Centro de Alta Seguridad C.
Había esperado encontrarme con equipos de laboratorio y bancos de microscopios electrónicos, habitaciones esterilizadas, superordenadores y rollos de fibra óptica…
En cambio, lo que había eran vigas de acero, suelos de hormigón desnudo y sin pintar, polvo de yeso y desechos de construcción.
Un espacio inmenso y destruido.
No había nada.
¿Dónde estaba el proyecto Aurora? Me encontraba en el lugar correcto, pero allí no había nada.
Y entonces llegó el sorprendente momento en que lo comprendí todo, y el suelo se abrió y se sacudió bajo mis pies. ¿Acaso el proyecto Aurora no existía?
– ¡No mueva un puto dedo! -me gritó alguien desde atrás.
Obedecí.
No me di la vuelta para dar la cara a los guardias. Estaba petrificado.
No hubiera podido moverme ni aunque hubiera querido.
Boquiabierto, mareado, me di la vuelta y vi un grupo de guardias, cinco o seis, y entre ellos un par de rostros familiares. Dos de ellos eran los tíos a los que había asustado, y estaban de regreso, y muy cabreados.
El guardia de seguridad, el tío que me había sorprendido en el despacho de Nora. ¿Cómo se llamaba? Era el del Mustang… pues bien, él me apuntaba con su pistola.
– Señor… ¿señor Sommers? -balbuceó.
A su lado, vestido con unos vaqueros y una camiseta que parecía haberse puesto hacía poco y con el pelo rubio desgreñado, estaba Chad. Tenía su móvil en la mano. Supe de inmediato por qué estaba allí: debió de intentar conectarse a la página, se dio cuenta de que ya estaba conectado, y decidió hacer una llamada…
– Es Cassidy. ¡Llamad a Goddard! -le gritaba Chad al guardia-. ¡Llamad al presidente, joder!
– No, hombre. Nosotros no lo hacemos así -dijo el guardia, mirándome fijamente y apuntándome con la pistola-. ¡Retroceda! -gritó. Un par de guardias se abrían en abanico a ambos lados. Le dijo a Chad-: No llamamos al presidente, llamamos al director de seguridad. Y luego esperamos a los policías. Y esto es una orden.
– ¡Joder, os digo que llaméis al presidente! -gritaba Chad, agitando su móvil-. Tengo el número de la casa de Goddard. No me importa la hora que sea. ¡Quiero que sepa lo que ha hecho su jodido asistente ejecutivo, su maldito estafador!
Apretó un par de botones y se puso el teléfono al oído.
– Qué gilipollas -me dijo-. Estás jodido.
Pasó un buen rato antes de que alguien contestara.
– Señor Goddard -dijo Chad en voz baja y respetuosa-. Siento llamar a estas horas de la madrugada, pero se trata de algo muy importante. Mi nombre es Chad Pierson, y trabajo en Trion. -Habló unos minutos más, y luego su malévola sonrisa comenzó a desvanecerse-. Sí, señor -dijo. Me tendió el teléfono con agresividad. Parecía abatido-. Dice que quiere hablar contigo.