Fontanería: Jerga del oficio que designa diversos bienes de apoyo tales como pisos francos, lugares para entregas secretas y similares, pertenecientes a una agencia de inteligencia clandestina.
Diccionario internacional del espionaje.
Cuando llegué a casa me sentía completamente destrozado. No estaba hecho para este tipo de trabajos. Quería salir a emborracharme de nuevo, pero tenía que irme a la cama y dormir un poco.
El piso me pareció más pequeño y escuálido que nunca. Ganaba un salario de seis cifras, de manera que podía permitirme uno de esos pisos de los edificios altos y nuevos del muelle. No había razón para que me quedara en esta ratonera, excepto el hecho de que era mi ratonera, el memorando del vago delincuente, del fracasado que era en realidad, y no el impostor bien vestido en que me había convertido. Además, no tenía tiempo de buscar otro sitio.
Le di al interruptor que había junto a la puerta y la habitación siguió a oscuras. Maldita sea. Eso quería decir que la bombilla de la lámpara grande y fea que había junto al sofá, la principal fuente de luz del lugar, se había fundido. Siempre tenía la lámpara conectada para poder encenderla y apagarla desde la puerta. Ahora tendría que atravesar dando traspiés el piso oscuro hasta el pequeño armario donde guardaba las bombillas de repuesto. Por fortuna conocía cada centímetro de mi diminuto piso, y lo podía recorrer literalmente con los ojos cerrados. Tanteé el interior de la caja de cartón ondulado, buscando una bombilla nueva y esperando que fuera una de cien vatios y no de veinticinco o algo así, y luego avancé a través de la habitación hacia el sofá, desatornillé el chisme que mantiene la caperuza en su sitio y puse la bombilla nueva. Seguía sin haber luz. Joder: era el final más apropiado para un día de mierda. Encontré el pequeño interruptor en la base de la lámpara y lo encendí, y la habitación se iluminó.
Estaba de camino al baño cuando caí en la cuenta: ¿cómo se había apagado la lámpara? Yo nunca la apagaba desde ahí, nunca. ¿Me estaba volviendo loco?
¿Había entrado alguien a mi piso?
La sensación era escalofriante, un atisbo de paranoia. Alguien había estado aquí. ¿De qué otra forma se podía haber apagado la lámpara desde la base?
Yo no compartía mi piso con nadie ni tenía novia, y nadie más tenía llave. La sórdida empresa que administraba la finca en nombre del sórdido y ausente propietario de estos tugurios nunca entraba a los pisos. Ni siquiera aunque uno les rogara que mandaran a alguien para arreglar los radiadores. Nadie entraba nunca en mi piso, excepto yo.
Al mirar el teléfono que había justo debajo de la lámpara, uno de esos Panasonic viejos y negros con el contestador automático incorporado (que yo había dejado de usar desde que la compañía telefónica me había proporcionado un buzón de voz), noté que algo más estaba fuera de su sitio. El cable negro del teléfono estaba sobre el teclado, en lugar de enrollado a un lado del aparato como siempre. Cierto, se trataba de detalles sin importancia, pero cuando uno vive solo se da cuenta de estas cosas. Traté de recordar cuándo había llamado por última vez, dónde había estado, lo que hacía en ese momento. ¿Tan distraído estaba que había colgado mal el teléfono? Pero tenía la certeza de que el teléfono no había quedado así cuando salí de casa esa mañana.
Definitivamente, alguien había estado allí.
Volví a mirar el teléfono y me di cuenta de que algo más estaba incuestionablemente fuera de lugar, y esto no era ni siquiera sutil. El contestador que yo nunca usaba tenía uno de esos sistemas de cinta doble, un microcasete para el mensaje de saludo, otro para grabar los mensajes entrantes.
Pero el casete que grababa los mensajes entrantes había desaparecido. Alguien se lo había llevado.
Alguien, presumiblemente, que quería conocer de mis mensajes.
O alguien -la idea me llegó de repente- que quería asegurarse de que yo no utilizara el contestador para grabar llamadas que hubiera recibido. Tenía que ser eso. Me levanté y comencé a buscar la única grabadora que tenía además de aquélla, un aparato de microcasete que había comprado en la universidad por razones que ya había olvidado. Recordaba vagamente haberlo visto en el último cajón de mi escritorio semanas antes, mientras buscaba un encendedor. Saqué el cajón, hurgué en el interior, pero no estaba allí. Ni estaba tampoco en ninguno de los demás cajones. Y mientras más buscaba, más seguro me sentía de que había visto la grabadora en el último cajón. Cuando busqué otra vez, encontré el adaptador de corriente que venía con ella, lo cual confirmó mis sospechas. También la grabadora había desaparecido.
Ahora tenía la certeza: quienquiera que hubiera registrado mi piso buscaba cualquier grabación que yo hubiera podido hacer. Le pregunta era: ¿Quién lo había hecho? Si había sido la gente de Wyatt y Meacham, el asunto resultaba totalmente exasperante, abusivo.
¿Y si no eran ellos? ¿Y si era Trion? Eso era tan terrible que ni siquiera quise considerarlo. Recordé la pregunta que Mordden me había hecho con expresión vacía: «¿En qué van a pillarte?»
La casa de Nick Wyatt estaba en el más pijo de los suburbios, un lugar del que todo el mundo ha oído hablar, tan rico que se hacen bromas sobre él. Era posiblemente el lugar más grande, lujoso y elitista de una ciudad conocida por sus propiedades grandes, lujosas y elitistas. Indudablemente, para Wyatt era importante vivir en la casa de la que todo el mundo hablaba, la casa que había salido en la portada de Architectural Digest, la casa que obligaba a los periodistas locales a inventar continuamente excusas para entrar y escribir sobre ella. Les encantaba asumir poses atemorizadas y boquiabiertas frente a este san Simeón de Silicon Valley. Les encantaba la cosa japonesa: la falsa serenidad, la falsa sencillez y sobriedad Zen que chocaba de forma tan grotesca con la flota de descapotables de Wyatt y su estridencia totalmente anti-Zen.
En el Departamento de Relaciones Públicas de Wyatt Telecommunications había un tío cuyo trabajo consistía exclusivamente en llevar la publicidad personal de Nick Wyatt, colocando artículos en People y en USA Today o donde fuera. Cada cierto tiempo hacía circular historias acerca de la casa de Wyatt, y así es como llegué a saber que había costado cincuenta millones de dólares, que era mucho más grande y elegante que esa casa a orillas del lago que Bill Gates tenía en Seattle, que era una réplica de un palacio japonés del siglo XIV y que Wyatt la había mandado construir en Osaka y la había traído por piezas a Estados Unidos. La rodeaban cuarenta acres de jardines japoneses llenos de especies raras de flores, de jardines rocosos y provistos de una cascada artificial, una laguna artificial y puentes de madera antiguos y traídos desde el Japón. Hasta las piedras irregulares del sendero de entrada habían sido importadas de Japón.
Por supuesto, no vi nada de esto mientras conducía por la interminable entrada de piedra. Vi una especie de caseta de piedra y un alto portón de hierro que se abría automáticamente, vi lo que parecían ser miles de bambúes, un garaje con seis descapotables Bentley de colores distintos (el Bentley era su coche favorito: que no le vinieran con deportivos americanos) y una inmensa casa de madera rodeada por una pared alta de piedra.
Había recibido la orden de presentarme a esta cita a través de un correo electrónico seguro: un mensaje enviado por «Arthur» a mi cuenta privada a través de un «anonimizador» finlandés, un servidor de reenvíos que lo volvía imposible de rastrear. Había toda una codificación del lenguaje que lo hacía parecer la confirmación de un pedido a una tienda on-line, pero que en realidad me indicaba dónde y cuándo y todo eso.
Meacham me había dado instrucciones precisas acerca de cómo y por dónde llegar. Debía ir al parking de un restaurante Denny's y esperar un Lincoln azul oscuro, al cual seguiría a casa de Wyatt. Supongo que el objetivo era asegurarnos de que nadie me siguiera. Eran un poco paranoicos al respecto, pensé, pero ¿quién era yo para discutir? Después de todo, era yo el que estaba en el banquillo.
Tan pronto como salí del coche, el Lincoln se alejó. Un hombre filipino me abrió la puerta y me pidió que me quitara los zapatos. Me condujo a una sala de espera amueblada con biombos shoji, tatamis, una mesa baja y negra y laqueada, y un sillón bajo rectangular con aspecto de futón. Nada demasiado cómodo. Hojeé las revistas artísticamente desplegadas sobre la mesa negra: The Robb Report, Architectural Digest (incluyendo, naturalmente, el número con la casa de Wyatt en portada), un catálogo de Sotheby's.
Finalmente reapareció el mayordomo o lo que fuera y me hizo una señal con la cabeza. Le seguí por un extenso vestíbulo y caminamos hacia otra habitación casi vacía en la cual estaba Wyatt, sentado en la cabecera de una mesa de comedor larga y negra.
Al acercarnos a la entrada del comedor de repente estalló una alarma aguda e increíblemente fuerte. Miré alrededor, perplejo, pero antes de que pudiera darme cuenta de lo que sucedía, el filipino y otro tipo que apareció de la nada me agarraron y me echaron al suelo. «¿Qué coño?», dije, e intenté zafarme, pero estos tíos eran tan fuertes como luchadores de sumo. El segundo tío me sostenía mientras el filipino me registraba. ¿Qué esperaban encontrar, armas? El filipino encontró mi reproductor iPod MP3, y de un tirón me lo sacó de la mochila. Lo miró, dijo algo en cualquiera que sea el idioma que se habla en las Filipinas, se lo entregó al otro, que lo miró, le dio vueltas, y dijo algo brusco e indescifrable. Me incorporé.
– ¿Así es como dais la bienvenida a los huéspedes del señor Wyatt? -dije. El mayordomo se llevó el iPod y, al entrar al comedor, se lo entregó a Wyatt, que observaba la acción. Wyatt se lo devolvió al filipino sin molestarse en mirarlo.
Me puse de pie.
– ¿Acaso sus sirvientes no han visto nunca una cosa de éstas? ¿O es que la música del exterior está prohibida en este lugar?
– Sólo tratan de ser cuidadosos -dijo Wyatt. Llevaba una camisa estrecha y negra de manga larga que parecía hecha de lino, y probablemente costaba más de lo que yo ganaba en un mes, incluso ahora que trabajaba en Trion. Wyatt parecía aún más bronceado que de costumbre. Debe dormir en una cámara de rayos UVA, pensé.
– ¿Tiene miedo de que esté armado?
– No «tengo miedo» de nada, Cassidy. Me gusta que todos cumplan las reglas. Si se comporta con inteligencia y no trata de pasarse de listo, todo saldrá bien. Y ni se le ocurra tratar de conseguir una «póliza de seguros», porque le llevamos mucha ventaja.
Curioso: la idea ni siquiera se me había ocurrido hasta que él la mencionó.
– No le entiendo.
– Le digo que si intenta algo estúpido como grabar nuestras reuniones o cualquier llamada que reciba de mí o algún representante mío, las cosas no le van a salir bien. Usted no necesita seguros, Adam. Yo soy su seguro.
Una bella japonesa en kimono apareció con una bandeja en las manos y con unas pinzas de plata le entregó a Wyatt una toalla enrollada y caliente. Él se limpió las manos y se la devolvió. De cerca se podía ver que Wyatt se había hecho un estiramiento facial. Su piel era demasiado tensa, y le daba a sus ojos un aspecto casi esquimal.
– El teléfono de su casa no es seguro -continuó-. Ni tampoco su buzón de voz, ni su ordenador ni su móvil. Deberá ponerse en contacto con nosotros sólo en caso de emergencia, excepto si responde a una solicitud nuestra. Por lo demás, lo contactaremos mediante correos electrónicos cifrados y protegidos. Ahora sí: ¿puedo ver lo que me ha traído?
Le entregué el CD que había bajado de la página web con las más recientes contrataciones de Trion, y un par de hojas de papel cubiertas de notas mecanografiadas. Mientras las leía, la japonesa regresó con otra bandeja y comenzó a desplegar ante Wyatt una serie de sushis y sashimis perfectos y esculturales sobre cajas de caoba laqueada, con pequeños montículos de arroz blanco y wasabi verde pálido y hojas de jengibre rosa. Wyatt no levantó la cabeza; estaba demasiado absorto en las notas que le había traído. Tras unos minutos levantó un pequeño teléfono negro que había sobre la mesa y del que no me había percatado antes, y dijo algo en voz baja. Me pareció oír la palabra «fax».
Finalmente me miró.
– Buen trabajo -dijo-. Muy interesante.
Apareció otra mujer, de mediana edad y remilgada, de rostro arrugado y pelo gris, con gafas de lectura colgándole del cuello. Sonrió, cogió los papeles de manos de Wyatt y salió sin decir una palabra. ¿Acaso tenía secretarias las veinticuatro horas del día?
Wyatt levantó un par de palillos y se llevó un bocado de pescado crudo a la boca, mascando, pensativo, mientras me miraba fijamente.
– ¿Entiende la superioridad de la dieta japonesa? -me dijo.
Me encogí de hombros.
– Me gusta la tempura y esas cosas.
Se burló, sacudió la cabeza.
– No estoy hablando de tempura. ¿Por qué cree usted que Japón es líder mundial en expectativa de vida? Una dieta baja en grasas, alta en proteínas, rica en vegetales, alta en antioxidantes. Comen cuarenta veces más soja que nosotros. Durante años se negaron a comer animales de cuatro patas.
– Vale -dije-. Y eso quiere decir que…
Tomó un bocado más.
– Debería pensar seriamente en mejorar su calidad de vida, Adam, de verdad. Usted tiene, qué, ¿veinticinco?
– Veintiséis.
– Tiene décadas enteras por delante. Cuide su cuerpo. El cigarrillo, la bebida, los Big Macs y toda esa mierda… tiene que ponerle punto final a todo eso. Yo duermo tres horas por noche. No necesito más. ¿Se divierte, Adam?
– No.
– Bien. No está allí para divertirse. ¿Está usted cómodo con su nuevo papel en Trion?
– Voy aprendiendo los entresijos. Mi jefa es una zorra de mucho cuidado…
– No hablo de su fachada. Hablo de su verdadero trabajo: la penetración.
– ¿Cómodo? No, todavía no.
– Hay mucho en juego. Lo comprendo muy bien. ¿Sigue viendo a sus viejos amigos?
– Claro que sí.
– No espero que los abandone, eso puede levantar sospechas. Pero más vale que se asegure de mantener la boca callada, o se verá metido en un montón de mierda.
– Entendido.
– Asumo que no necesita que le recuerde las consecuencias de su fracaso.
– No necesito que me las recuerde.
– Muy bien. Su trabajo es difícil, pero el fracaso es mucho peor.
– La verdad es que estar en Trion me empieza a gustar.
Le estaba diciendo la verdad, pero sabía también que lo tomaría como una puñalada. Wyatt levantó la cara, sonrió de medio lado mientras masticaba.
– Es un placer escuchar eso.
– Dentro de poco, mi equipo hará una presentación frente a Augustine Goddard.
– El bueno de Jock Goddard, ¿eh? Bien, se dará usted cuenta de que no es más que una cotorra pedante y sentenciosa. Me parece que de verdad cree lo que dicen esos artículos lameculos, toda esa mierda estilo «la conciencia de la alta tecnología» que aparece constantemente en Fortune. El tío cree de verdad que su mierda es la única que no apesta.
Asentí; ¿qué esperaba que dijera? No conocía a Goddard, así que no podía estar de acuerdo ni en desacuerdo, pero la envidia de Wyatt me parecía transparente.
– ¿Cuándo se presentan ante el viejo pesado?
– En un par de semanas.
– Tal vez pueda ayudarle.
– Cualquier ayuda me sirve.
Sonó el timbre del teléfono y Wyatt contestó.
– ¿Sí? -dijo. Escuchó durante cosa de un minuto-. Muy bien -dijo entonces, y colgó-. Ha encontrado algo valioso, Adam. En una o dos semanas le daremos un informe completo sobre esta Alana Jennings.
– Claro. Como los que recibí sobre Lundgren y Sommers.
– No. Esto tendrá detalles de otra magnitud.
– ¿Por qué?
– Porque va usted a seguirle los pasos. Ella es su entrada. Y ahora que ha encontrado un código, quiero que me traiga los nombres de todos los trabajadores relacionados con Aurora. Todos, desde el director del proyecto hasta el conserje.
– ¿Cómo?
Me arrepentí tan pronto como lo dije.
– Arrégleselas. Ese es su trabajo. Y lo quiero para mañana.
– ¿Mañana?
– Así es.
– Está bien -dije, con un mínimo asomo de desafío en la voz-. Pero entonces tendrá usted lo que estaba buscando, ¿verdad? Y nuestros negocios habrán terminado.
– Nada de eso -dijo Wyatt. Sonrió, deslumbrándome con sus dientes blancos e inmensos-. Esto es tan sólo el comienzo, tío. No hemos hecho más que rasgar la superficie.
En ese momento estaba trabajando como un desquiciado. Estaba hecho polvo. Además de mi jornada normal en Trion, pasaba largas horas, hasta muy tarde por la noche, investigando en Internet, o repasando los archivos de espionaje industrial que Meacham y Wyatt me enviaban, los que me hacían parecer tan inteligente. Un par de veces estuve a punto de quedarme dormido en mitad del largo y atascado trayecto entre la oficina y mi casa. Abría de repente los ojos, me despertaba con una sacudida, y lograba evitar en el último segundo que mi coche invadiera el sentido opuesto o se incrustara en el que había delante. Generalmente era después de comer cuando comenzaba a desvanecerme, y necesitaba infusiones masivas de cafeína para no cruzar los brazos y caer dormido sobre mi escritorio. Mi fantasía era irme temprano a casa y meterme bajo las sábanas en mi tugurio y quedarme profundamente dormido en mitad de la tarde. Me alimentaba a base de café y Coca-Cola Light y Red Bull. Tenía círculos oscuros debajo de los ojos. Los adictos al trabajo, al menos, de todo esto sacan una especie de placer enfermizo; yo me sentía simplemente apaleado, como el caballo azotado de cierta novela rusa.
Pero trabajar como un loco ni siquiera era mi peor problema. Lo grave era que comenzaba a perder la noción de lo que mi trabajo «verdadero» implicaba y lo que implicaba mi trabajo «tapadera». Estaba tan ocupado yendo de reunión en reunión, tratando de cumplir con mi trabajo para que Nora no oliera sangre y se echara sobre mí, que apenas si tenía tiempo de merodear para recoger información acerca de Aurora.
De vez en cuando me encontraba con Mordden, en las reuniones del Maestro o en el comedor de empleados, y él se detenía un instante para conversar conmigo. Pero nunca mencionó esa noche en que me vio (o no me vio) saliendo del despacho de Nora. Tal vez no me había visto. O tal vez sí, y por alguna razón había decidido no decir nada al respecto.
Además comencé a recibir cada dos noches un correo electrónico de «Arthur» preguntando cómo iba la investigación, cómo marchaban las cosas, por qué demonios estaba tardando tanto.
Me quedaba hasta altas horas casi todas las noches, y apenas paraba en casa. Seth dejó varios mensajes para mí en el contestador, y después de una semana se dio por vencido. La mayoría de mis otros amigos también me habían desahuciado. Yo trataba de sacar media hora aquí o allá para pasar por casa de mi padre y ver cómo estaba, pero cada vez que lo hacía, lo encontraba tan cabreado conmigo por el hecho de que lo evitara, que apenas si me miraba. Entre mi padre y Antwoine se había instalado una suerte de tregua, una especie de Guerra Fría. Al menos Antwoine no amenazaba con largarse. No todavía.
Una noche regresé a la oficina de Nora y quité el aparato de las pulsaciones, rápidamente y sin problemas. Mi amigo, el guardia de los Mustang, solía pasar de ronda entre las diez y las diez y veinte, así que lo hice antes de que se presentara. Me tomó menos de un minuto, y Noah Mordden no andaba por allí.
Aquel diminuto cable contenía ahora cientos de miles de pulsaciones hechas por Nora, incluyendo todas sus contraseñas. Sólo era cuestión de conectar el sistema a mi ordenador y bajar el texto. Pero no me atreví a hacerlo allí mismo, en mi cubículo. ¿Quién podía saber qué clase de programas de detección tendrían aquí en Trion? No era un riesgo que valiera la pena correr.
Preferí conectarme una noche, desde casa, al sitio web de la empresa. En la ventanilla de búsqueda tecleé Aurora, pero nada apareció. Qué sorpresa. Pero tenía algo más en mente, y escribí el nombre de Alana Jennings y encontré su página. No había foto -la mayoría tenía su foto colgada, aunque algunos no-, pero había cierta información básica, como su extensión telefónica, el nombre de su puesto (directora de Marketing, Unidad de Investigación de Tecnologías Disruptivas) y el número de su departamento, que era el mismo que el de su correo interno.
Este pequeño número era una información extremadamente útil. En Trion, igual que en Wyatt, a uno le daban el mismo número de departamento que tenían todos los que trabajaban en la misma parte de la compañía. No tenía más que introducir el número en la base de datos para sacar una lista de todos los que trabajaban directamente con Alana Jennings, es decir, que trabajaban en el proyecto Aurora.
Lo cual no significaba que fuera a conseguir la lista completa de empleados de Aurora, que podían formar parte de departamentos distintos dentro de la misma planta, pero al menos conseguí un buen número de nombres relacionados: cuarenta y siete, en total. Imprimí la página de cada persona, metí los papeles en una carpeta y la carpeta en mi maletín. Supuse que eso mantendría a los de Wyatt satisfechos durante un buen rato.
Cuando llegué a casa esa noche, a eso de las diez, pensando en sentarme frente al ordenador para bajar las pulsaciones, algo más me llamó la atención. En mitad de la mesa de la cocina -un chisme recubierto de formica que había comprado por cuarenta y cinco dólares en un almacén de muebles usados- había un sobre de papel manila sellado, grueso y bien lleno.
El sobre no estaba allí por la mañana. Una vez más, alguien de Wyatt se había introducido en mi piso, casi como si intentaran dejar claro que eran capaces de entrar a cualquier parte. Vale, lo habían logrado. Tal vez pensaban que era la forma más fácil de entregarme algo sin ser vistos. Pero a mí me parecía casi una amenaza.
El sobre contenía un grueso dossier sobre Alana Jennings, tal y como me lo había prometido Nick Wyatt. Lo abrí, vi cantidades de fotos de la mujer, y de repente perdí todo interés en las pulsaciones de Nora Sommers. Esta Alana Jennings, hablando claro, estaba buenísima.
Me senté en el sillón de lectura y empecé a revisar el informe.
Era evidente que se había invertido una buena cantidad de tiempo y dinero en él. Alana había sido espiada por detectives privados que habían tomado buena nota de sus idas y venidas, sus costumbres, los recados que hacía. Había fotos de ella entrando en el edificio de Trion, en un restaurante con un par de amigas, en una especie de club de tenis, haciendo ejercicios en uno de esos clubes de fitness sólo para mujeres, saliendo de su Mazda Miata azul. Tenía el pelo negro y lustroso y los ojos azules, un cuerpo esbelto (eso era bastante evidente a juzgar por sus trajes de lycra). Algunas veces usaba gafas de montura negra y gruesa, del estilo que usan algunas mujeres para dar a entender que son inteligentes y serias y, sin embargo, tan bellas que pueden usar gafas feas. Eso, en realidad, la hacía más sexy. Tal vez ésa era su intención.
Después de una hora leyendo el archivo, sabía más sobre ella que sobre cualquier novia que hubiera tenido. No sólo era bella, era rica: doble amenaza. Había crecido en Darien, Connecticut, asistido al Instituto Miss Porter de Farmington, y enseguida a Yale, donde estudió Filología Inglesa y se especializó en Literatura Norteamericana. También había tomado algunas clases de informática e ingeniería eléctrica. Según sus informes universitarios, había obtenido sobresalientes en todo, y en sus primeros años de carrera fue elegida por Phi Beta Kappa. Vale, así que además era inteligente: triple amenaza.
El equipo de Meacham había conseguido todo tipo de información financiera acerca de su familia. Tenía una renta de varios millones de dólares, pero su padre, director ejecutivo de una pequeña compañía manufacturera de Stamford, tenía un portafolio que valía mucho más que eso. Alana tenía dos hermanas menores: una de ellas todavía estaba en la universidad, en Wesleyan, la otra trabajaba en Sotheby's, en Manhattan.
Dado que llamaba a sus padres casi cada día, podía intuirse que tenía una buena relación con ellos. (En el informe se incluía un año entero de recibos telefónicos, pero por fortuna alguien ya los había digerido por mí, y había seleccionado las llamadas más frecuentes.) Alana era soltera, no parecía estar saliendo con nadie actualmente, y era propietaria de su piso en un lugar de muy alto nivel, no muy lejos de los cuarteles generales de Trion.
Todos los domingos hacía la compra en un supermercado naturista; parecía ser vegetariana, porque nunca compraba carne, ni siquiera pollo o pescado. Comía como un pajarito, pero un pajarito de la selva tropical: muchas frutas -fresas, frambuesas, moras- y muchos cereales. No frecuentaba bares ni happy hours, pero sí recibía pedidos ocasionales de una tienda de licores del barrio, así que tenía por lo menos un vicio. Su vodka de todos los días parecía ser Grey Goose; su ginebra era Tanqueray Malacca. Salía a cenar una o dos veces por semana, y no precisamente a Denny's o Applebee's o Hooters; parecía gustarle lo fino, lugares gourmet con nombres como Chakra y Alto y Buzz y Om. También iba con frecuencia a restaurantes Thai.
Por lo menos una vez por semana iba al cine, y acostumbraba comprar las entradas con anticipación en Fandango; de vez en cuando veía la típica peli de chicas, pero la mayoría eran filmes extranjeros. Aparentemente, era una mujer que prefería ver El árbol de los zuecos que Porky's. Allá ella. Compraba muchos libros por Internet, en Amazon y Barnes and Noble, la mayoría ficción moderna de corte serio, cosas latinoamericanas y una buena cantidad de libros sobre cine. También, más recientemente, algunos libros sobre budismo y sabiduría oriental y mierda así. También había comprado películas en DVD, incluyendo toda la serie de El padrino y clásicos noir de los cuarenta como Perdición. De hecho, había comprado Perdición dos veces, una hace años, en vídeo, y otra, más recientemente, en DVD. Era obvio que había comprado su reproductor de DVD en los últimos dos años; y era obvio que aquella vieja peli de Fred McMurray y Barbara Stanwyck era una de sus favoritas. Parecía haber comprado todos y cada uno de los discos de Ani DiFranco y Alanis Morissette.
Guardé bien estos datos. Comenzaba a hacerme una idea de Alana Jennings. Y comenzaba también a diseñar un plan.
El sábado por la tarde, vestido con ropa deportiva blanca (que había comprado esa misma mañana: normalmente juego a tenis en vaqueros cortados y camiseta) y llevando en la muñeca un reloj de buzo, italiano y ridículamente caro, que había sido uno de mis despilfarros recientes, llegué a un lugar estirado y exclusivo llamado Tennis & Racquet Club. Alana Jennings era socia, y de acuerdo con mi informe, jugaba allí todos los sábados. Confirmé la hora de su pista llamando el día anterior y diciendo que se suponía que debíamos jugar juntos y que había olvidado la hora, no lograba encontrarla, ¿a qué hora era aquello, por favor? Fácil. Tenía un partido de dobles a las cuatro y media.
Media hora antes de su partido tuve una cita con el director de admisiones del club para que me enseñara el lugar. Eso requirió de cierta estrategia, porque se trataba de un club privado y no se podía entrar en él así como así. Le dije a Arnold Meacham que le pidiera a Wyatt mover sus fichas para que algún ricachón -el amigo de un amigo de un amigo, alguien que estuviera a cierta distancia de Wyatt- contactara a los del club y me recomendara. El tío resultó ser parte del comité de admisiones, y era obvio que su nombre tenía peso en el club, porque el director de admisiones, Josh, parecía encantado de enseñarme el lugar. Hasta me dio un pase para que pudiera ver las pistas (eran de tierra batida, las había cubiertas y también al aire libre) y tal vez consiguiera un partido.
El lugar era una extensa mansión estilo «shingle» que parecía una de esas «casitas» de Newport. Se levantaba en medio de un mar esmeralda de césped perfectamente recortado. En el café, finalmente me quité a Josh de encima fingiendo que saludaba con la mano a un conocido. Se ofreció a conseguirme un partido, pero le dije que no se preocupara por mí, yo conocía a muchos de los socios, no tendría problemas.
La vi un par de minutos después. Era imposible no ver a una tía tan buena. Llevaba una camiseta Fred Perry, y tenía (por alguna razón, esto no se veía en las fotos de vigilancia) un magnífico par de tetas. Sus ojos azules eran deslumbrantes. Entró en el café con otra mujer de su edad, y ambas pidieron Pellegrino. Encontré una mesa cerca de la suya, pero no demasiado cerca, y detrás de ella, fuera de su campo visual. La idea era observar, escuchar y, sobre todo, no ser visto. Si me veía, la próxima vez que tratara de merodear a su alrededor lo iba a tener más difícil. No es que yo sea un Brad Pitt, pero tampoco soy el tío más feo del mundo; las mujeres tienden a fijarse en mí. Tendría que ir con cuidado.
No pude saber si la mujer con la que estaba Alana Jennings era una vecina o una amiga de la universidad o qué, pero estaba claro que no hablaban de negocios. Se podía fácilmente concluir que no era una de sus compañeras del proyecto Aurora. Mala suerte: no iba a escuchar nada útil.
Pero entonces sonó su móvil.
– Soy Alana -dijo.
Tenía una voz aterciopelada, como de colegio privado, culta sin resultar afectada.
– ¿Eso hiciste? -dijo-. Pues bien, me parece a mí que lo has resuelto.
Mis oídos se abrieron.
– Keith, acabas de reducir el tiempo de producción a la mitad, es increíble.
Estaba definitivamente hablando de trabajo. Me acerqué un poco para oír mejor. Había risas en el ambiente, y platos chocando, y el top top de las bolas de tenis, todo lo cual hacía más difícil entender lo que Alana decía. Alguien pasó junto a mi mesa, un tipo corpulento con una tripa inmensa que sacudió mi vaso de Coca-Cola. Reía escandalosamente, y su risa cubría la conversación de Alana. Muévete, gilipollas.
Pasó de largo caminando como un pato, y entonces escuché otro fragmento de la conversación. Ahora Alana estaba hablando en voz baja, y tan sólo me llegaban trozos aislados. La oí decir:
– … pues sí, ésa es la pregunta de los sesenta y cuatro mil millones de dólares, ¿no es cierto? Ojalá supiera la respuesta. -Y luego, un poco más fuerte-: Gracias por avisarme. Es genial. -Sonó un pequeño bip y Alana colgó-. Es trabajo -le dijo a la otra mujer en tono de disculpa-. Lo siento, me gustaría apagar este aparato, pero estos días debo estar disponible las veinticuatro horas. ¡Ahí está Drew!
Un tío alto y fornido se acercó a ella -recién entrado en la treintena, bronceado, el cuerpo ancho y liso de un remero- y le dio un beso en la mejilla. No besó a la otra mujer.
– Hola, nena -dijo.
Genial, pensé. Así que los matones de Wyatt ni siquiera se habían dado cuenta de que Alana estaba saliendo con alguien.
– Hola, Drew -dijo ella-. ¿Dónde está George?
– ¿No te llamó? -dijo Drew-. Vive en la luna. Se le olvidó que este fin de semana le tocaba su hija.
– ¿Así que no tenemos cuarto?
– Ya encontraremos a alguien -dijo Drew-. No puedo creer que no te haya llamado. Qué lata.
Una bombilla se encendió en mi cabeza. Echando por la borda mi cuidadoso plan de observación anónima, tomé una decisión más arriesgada en una fracción de segundo. Me puse de pie y dije:
– Disculpad.
Todos me miraron.
– ¿Necesitáis un cuarto?
Me presenté con mi nombre verdadero, les expliqué que estaba viendo el lugar, no mencioné nada de Trion. Mi presencia pareció aliviarlos. Me parece que asumieron, al ver mi raqueta Yonex de titanio, que debía de ser muy bueno, aunque les aseguré que no lo era tanto, que no había jugado en mucho tiempo. Lo cual era cierto.
Nos dieron una de las pistas exteriores. Hacía sol, un poco de calor y mucho viento. Los equipos fueron Alana y Drew contra la otra mujer, cuyo nombre era Jody, y yo. Jody y Alana tenían un juego similar, pero Alana era de lejos la más elegante. No era particularmente agresiva, pero tenía un buen revés cortado, siempre devolvía el servicio, siempre llegaba a la bola, no desperdiciaba ni un movimiento. Su servicio era simple y preciso, y le entraba casi siempre. Jugaba con tanta naturalidad como respiraba.
Desafortunadamente, subestimé al Niño Bonito. Era un jugador serio. Comencé con un juego débil, oxidado, y, para visible disgusto de Jody, hice doble falta en mi primer servicio. Sin embargo, pronto recuperé mi juego; Drew, mientras tanto, jugaba como si estuviera en Wimbledon. Cuanto más mejoraba yo, más agresivo se ponía él, hasta que la cosa se puso ridícula. Empezó a golpear voleas agresivas, cruzando la pista para llegar a bolas que eran de Alana, acaparando las jugadas. Ella le hacía muecas. Comencé a intuir que tenían un pasado en común, y que había entre ellos una tensión bastante importante.
Y al mismo tiempo tenía lugar lo otro: la batalla de los machos Alpha. Drew comenzó a servirme contra el cuerpo; sus servicios eran muy fuertes y a veces demasiado largos. Aunque eran terriblemente rápidos, Drew no lograba controlarlos, así que Alana y él comenzaron a perder. Al mismo tiempo comencé a reconocer su juego, a anticipar cuándo iba a atacar en la red, y, disfrazando mis golpes, comencé a pasarlo. El Niño Bonito había oprimido mi botón de competencia; yo sólo quería ponerlo en su lugar. Yo querer mujer de otro cavernícola. Muy pronto comencé a sudar. Me di cuenta de que me estaba esforzando demasiado, de que estaba siendo demasiado agresivo para este partido que era meramente social; aquello no tenía buen aspecto. Así que me calmé y empecé a jugar puntos más pacientes, manteniendo la bola en juego, dejando que Drew cometiera sus errores.
Al final, Drew subió a la red y me dio la mano. Luego me dio una palmada en la espalda.
– Juegas muy bien -dijo en tono de falsos compinches-. En todos los aspectos.
– Tú también.
Se encogió de hombros.
– Tuve que cubrir mucha pista.
Alana lo oyó, y sus ojos azules relampaguearon de fastidio. Se dio la vuelta hacia mí:
– ¿Quieres tomar algo?
En el «porche», como lo llamaban (era una inmensa plataforma de madera), sólo estábamos Alana y yo: Jody se había excusado y había dicho que debía marcharse, como si hubiera entendido, a partir de no sé qué diálogo en clave, que Alana no quería estar en grupo. Entonces Drew se dio cuenta de lo que ocurría, y también se disculpó, aunque no con la misma elegancia.
La camarera se acercó, y Alana me dijo que pidiera yo primero, porque no se había decidido todavía. Pedí una Tanqueray Malacca G &T. Ella me miró, sobresaltada, apenas una fracción de segundo, y enseguida recuperó la compostura.
– Igual para mí -dijo.
– Veré si nos queda -dijo la camarera, una estudiante de instituto rubia y caballuna. Minutos después regresó con las bebidas.
Hablamos un rato del club, de los socios («estirados», dijo Alana), de las pistas («las mejores de por aquí, de lejos»), pero era demasiado sofisticada para pasar por el aburrido tú-a-qué-te-dedicas. No habló de Trion, así que tampoco lo hice yo. Ese aspecto de la conversación comenzó a darme miedo, porque no estaba seguro de cómo haría pasar el hecho curioso de que ambos trabajáramos en Trion, y qué te parece, ¡eras tú la que tenía mi puesto! Ahora no podía creer que me hubiera presentado para jugar con ellos, que me hubiera catapultado hacia su órbita en lugar de mantener un perfil bajo. Lo bueno era que nunca nos hubiéramos visto en el trabajo. Me pregunté si la gente de Aurora usaba una entrada distinta. De cualquier manera, la ginebra se me había subido rápidamente a la cabeza, y el día era bello y soleado, y la conversación fluía con naturalidad.
– Siento mucho lo de Drew -dijo-, no sabe controlarse.
– Juega bien.
– Puede llegar a ser un gilipollas. Tú representabas una amenaza, debe ser cosa de machos. Batalla con raquetas.
Sonreí.
– Es como esa línea de Ani DiFranco, ¿sabes?: «'Cause every tool is a weapon if you hold it right.» [6]
Sus ojos se iluminaron.
– ¡Exacto! ¿Te gusta Ani?
Me encogí de hombros.
– «Science chases money, and money chases its tail»…
– «And the best minds of my generation can't make baih [7] -completó-. A muy pocos hombres les gusta Ani.
– Supongo que soy un tío sensible -dije de forma inexpresiva.
– Supongo que sí. Deberíamos salir algún día, ¿no? -dijo ella.
¿Había oído bien? ¿Me estaba invitando a salir, ella a mí?
– Buena idea -dije-. ¿Te gusta la comida Thai?
Llegué a casa de mi padre tan estimulado por la minicita con Alana Jennings que me sentía como si llevara puesta una armadura. Ya nada de lo que hiciera o dijera podría afectarme.
Iba subiendo la escalera de madera astillada cuando los oí discutir: el tono agudo de mi padre, ese chillido nasal que sonaba cada vez más como un pájaro, y las respuestas graves de Antwoine, profundas y resonantes. Los encontré en el baño de la planta baja; el lugar estaba lleno del vapor que salía de un vaporizador. Mi padre estaba boca abajo sobre un banco, con la cabeza y el pecho apoyados sobre un montón de almohadas. Antwoine, con su uniforme azul pálido completamente empapado, masajeaba la espalda desnuda de mi padre golpeándole con sus enormes manos. Levantó la cara cuando abrí la puerta.
– Ey, Adam.
– Este hijo de puta está tratando de matarme -chilló mi padre.
– Así es como se suelta la flema de los pulmones -dijo Antwoine-. Esa mierda se queda pegada allá adentro. Es por las cilias dañadas.
Y volvió a su labor dando un golpe hueco en la espalda. La espalda de mi padre era enfermizamente pálida, blanca como el papel, floja y escurrida. No parecía tener la más mínima tonificación muscular. Recordé el aspecto que tenía la espalda de mi padre cuando yo era niño: tensa, nervuda, casi intimidante. Esta, en cambio, era la piel de un anciano; habría preferido no verla.
– Este hijo de puta me ha mentido -dijo mi padre con la voz ahogada por las almohadas-. Me ha dicho que solamente me iba a poner a respirar vapor. No me ha dicho que me iba a romper las costillas a golpes, coño. Dios mío, estoy tomando esteroides, tengo los huesos frágiles. ¡Negro de mierda!
– ¡Ya basta, papá! -grité.
– ¡Esto no es la cárcel, negro, y yo no soy tu esclavo!
Antwoine no mostró reacción alguna. Siguió palmoteando sobre la espalda de mi padre, continua, rítmicamente.
– Papá -dije-, este hombre es bastante más grande y más fuerte que tú. No creo que insultarle sea una buena idea.
Antwoine levantó la cara y me dijo con ojos adormecidos y hasta divertidos:
– Mire, mientras estaba preso tuve que lidiar cada día con los de Nación Aria. Créame, un inválido un poco bocazas no es gran cosa.
Me estremecí.
– ¡Maldito hijo de puta! -gritó mi padre. Noté que no había usado la palabra «negro».
Más tarde, papá estaba estacionado frente al televisor, conectado al aparato de las burbujas y con el tubo en la nariz.
– Este acuerdo no está funcionando -dijo, frunciendo el ceño hacia la pantalla-. ¿Has visto la mierda para conejos que me da en vez de comida?
– Se llama «frutas y hortalizas» -dijo Antwoine, sentado un paso más allá-. Sí, ya sé que preferiría otra cosa, ya he visto lo que hay en la despensa. En el bote grande, estofado de res. Salchichas, embutidos de hígado. Pues nada de eso mientras yo esté aquí. Uno necesita comida saludable, Frank, para construir defensas. Si llega a coger un resfriado, terminará en el hospital con neumonía, ¿y entonces qué haré yo? A mí no me necesitará cuando esté en el hospital.
– Dios mío.
– Y nada de Coca-Cola, esa mierda se acabó. Necesita líquidos, adelgazar esas mucosidades, nada con cafeína. Necesita potasio, necesita calcio. Por lo de los esteroides.
Al hablar, Antwoine se clavaba el dedo índice en la palma de la mano como si fuera el entrenador del campeón mundial de los pesos pesados.
– Haz toda la mierda para conejos que quieras -dijo mi padre-. No me la comeré.
– Pues se está usted matando. Respirar le cuesta diez veces más energía que a un tío normal, así que necesita alimentarse, mejorar su energía, su masa muscular, todo eso. Si se muere en mi turno, que no sea culpa mía.
– Como si te importara una mierda -dijo mi padre.
– ¿Qué cree, que he venido para ayudarle a morir?
– Pues eso parece.
– Si quisiera matarle, ¿por qué iba a hacerlo tan despacio? -dijo Antwoine-. A no ser que piense que todo esto me divierte. Que disfruto con esta mierda.
– Es que es divertidísimo, ¿o no? -dije.
– Ey, ¡mira el reloj de este tío! -dijo de repente Antwoine. Me había olvidado de quitarme el Panerai. Tal vez creí, inconscientemente, que ni él ni mi padre se fijarían-. Déjeme ver -se acercó y lo inspeccionó, maravillado-. Tío, esto debe costar cinco mil dólares -dijo. Casi adivinó. Me sentí avergonzado: era más de lo que él ganaba en dos meses-. ¿Es uno de esos relojes de buzo italianos?
– Sí -me apresuré a decir.
– No me jodas -dijo mi padre con voz como de gozne oxidado-. No me lo creo. -Ahora también él tenía la mirada fija en mi reloj-. ¿Te has gastado cinco mil dólares en un reloj de mierda? ¡Qué imbécil! ¿Tienes alguna idea de cómo tuve que romperme la espalda trabajando para conseguir cinco mil dólares mientras te pagaba la universidad? ¿Y eso te has gastado en un puto reloj?
– El dinero es mío, papá -dije. Y añadí débilmente-. Es una inversión.
– Por Dios santo, ¿me crees idiota? ¿Una inversión?
– Mira, papá, me acaban de subir el sueldo. Ahora estoy trabajando para Trion Systems, y me están pagando el doble de lo que ganaba en Wyatt, ¿de acuerdo?
Me miró con expresión sagaz.
– ¿Cuánto te pagan, para que puedas tirar cinco mil de esa manera? Dios mío, ni siquiera soy capaz de hacerme una idea.
– Me pagan mucho, papá. Y si quiero tirar mi dinero, puedo hacerlo. Me lo he ganado yo.
– Sí, te lo has ganado -repitió con sarcasmo-. Bueno, cuando quieras devolverme los no sé cuántos miles y miles de dólares que tiré a la basura contigo, bienvenido.
Estuve cerca de explicarle cuánto dinero había tirado a la basura con él, pero me contuve justo a tiempo. Esa victoria momentánea no valía la pena. En vez de hacerlo me dije una y otra vez: éste no es tu padre. Es una mala caricatura de tu padre, animada por Hanna-Barbera, distorsionada por la prednisona y una docena más de sustancias capaces de alterar la mente, desfigurada hasta hacerla irreconocible. Por supuesto, sabía que eso no era cierto: era el mismo gilipollas de siempre, sólo que con el volumen un poco más alto.
– Vives en un mundo de fantasía -continuó mi padre y enseguida respiró hondo-. Te crees que sólo por el hecho de comprar trajes de dos mil dólares y zapatos de quinientos y relojes de cinco mil serás uno de ellos, ¿no es cierto? -respiró-. Pues déjame que te diga algo. Llevas puesto un disfraz de Halloween, eso es todo. Te estás disfrazando. Te lo digo porque eres mi hijo y nadie más te lo va a decir a la cara. No eres más que un mono vestido con un puto esmoquin.
– ¿Y eso qué quiere decir? -murmuré. Antwoine salió prudentemente de la habitación. La cara se me puso colorada.
Es un hombre enfermo, me dije. Tiene enfisema crónico. Se está muriendo. No sabe lo que dice.
– ¿Crees que alguna vez llegarás a ser como ellos? Caramba, te gustaría creértelo, ¿no? Crees que van a darte la bienvenida, que van a dejarte entrar en sus clubes privados y tirarte a sus hijas y jugar a polo con ellos -tomó una pequeña bocanada de aire-. Saben quién eres, hijo, y de dónde vienes. Tal vez te dejen jugar un rato en su cajón de arena, pero tan pronto como comiences a olvidar quién eres en verdad, alguien va a recordártelo.
No pude contenerme más tiempo. Me estaba volviendo loco.
– En el mundo de los negocios no funciona así, papá -dije con paciencia-. No es como un club. Se trata de ganar dinero. Si les ayudas a ganar dinero, estás satisfaciendo una necesidad. Yo estoy donde estoy porque me necesitan.
– Ah, así que te necesitan -repitió él, acentuando la palabra y asintiendo-. Esa sí que es buena. Te necesitan como el que caga necesita papel higiénico, ¿me entiendes? Luego, cuando hayan acabado de limpiarse la mierda, tiran de la cadena. Déjame que te lo diga, a ellos sólo les importan los triunfadores, y saben que tú eres un fracasado y no te dejarán olvidarlo.
Puse los ojos en blanco. Negué con la cabeza, pero no dije nada. Una vena me palpitaba en la sien. Mi padre respiró hondo.
– Y eres tan estúpido y tan prepotente que ni siquiera te das cuenta. Vives en un mundo de fantasía, igual que tu madre. Ella siempre se creyó demasiado para mí, pero no valía una mierda. Soñaba. Y tú tampoco vales una mierda. Fuiste un par de años a un instituto fino, y tienes un diploma que te sirve para cobrar mucho sin hacer nada, pero aún así no vales ni una mierda.
Respiró nuevamente y su voz pareció suavizarse un poco.
– Te lo digo porque no quiero que te jodan como me jodieron a mí, hijo mío. Como ocurrió en ese puto instituto de pijos de mierda, los padres ricos que me miraban por encima de hombro, como si yo no fuera uno de ellos. Pues bien, adivina qué. Me ha tomado un buen rato darme cuenta, pero tenían razón. No era uno de ellos. Ni tú tampoco, y cuanto más pronto te des cuenta, mejor te irá.
– ¿Mejor cómo, como a ti? -dije.
Simplemente se me escapó. Él me miró con ojos llorosos.
– Al menos sé quién soy -dijo-. Tú no tienes ni puta idea de quién eres.
A la mañana siguiente era domingo, mi única oportunidad de dormir hasta tarde, así que, como es evidente, Arnold Meacham insistió en que nos viéramos temprano. Yo había contestado a su correo diario usando el nombre «Donnie», lo cual significaba que tenía algo que entregarle. Me respondió de inmediato diciéndome que estuviera en el aparcamiento de un almacén de materiales a las nueve en punto de la mañana.
Cuando llegué ya había mucha gente allí -no todos dormían hasta tarde los domingos- comprando vigas y tejas y herramientas eléctricas y bolsas de semillas de hierba y fertilizantes. Esperé una media hora metido en el Audi.
Un BMW 745i se estacionó en el espacio a mi lado. Se veía un poco fuera de lugar entre las furgonetas y los pick-ups. Arnold Meacham llevaba un suéter de punto color azul bebé y parecía que estuviera de camino a jugar al golf o algo así. Me hizo señales de que entrara en su coche, obedecí, y le entregué un CD y una carpeta de archivos.
– ¿Y qué tenemos aquí? -preguntó.
– La lista de empleados del proyecto Aurora.
– ¿Todos?
– No lo sé. Al menos unos cuantos.
– ¿Por qué no todos?
– Hay cuarenta y siete nombres ahí. Es un buen comienzo.
– Necesitamos la lista completa.
Suspiré.
– Veré qué puedo hacer -dije. Me detuve un instante, dividido entre el deseo de no decir más de lo necesario (cuanto más dijera, más me presionaría) y el de presumir de lo mucho que había progresado. Finalmente dije-: Tengo las contraseñas de mi jefe.
– ¿Qué jefe? ¿Lundgren?
– Nora Sommers.
Asintió.
– ¿Usó el software?
– No, el Keyghost.
– ¿Y qué hará con ellas?
– Buscar en sus correos archivados. Tal vez entrar en su MeetingMaker y averiguar con quién se reúne.
– Eso es una mierda -dijo Meacham-. Creo que ya es hora de entrar en Aurora.
– Demasiado riesgo todavía -dije.
– ¿Por qué?
Un tío pasó junto a la ventana de Meacham empujando un carro lleno de bolsas verdes de fertilizante Scott. Cuatro o cinco chicos corrían a su alrededor. Meacham lo miró, subió la ventanilla eléctrica y volvió a mirarme.
– ¿Por qué? -repitió.
– Las identificaciones de acceso son distintas.
– Pues siga a alguien, por Dios, robe una identificación, lo que sea. ¿Quiere que lo devuelva a entrenamiento básico?
– Cada acceso queda registrado y todas las entradas tienen sistema giratorio. No se puede entrar allí de hurtadillas.
– ¿Y los encargados de la limpieza?
– También hay un circuito cerrado de televisión que vigila todas las entradas. No es tan fácil. Para ustedes es mejor que no me cojan. No todavía.
Pareció ceder.
– Caramba. El sitio está bien protegido.
– Sí. Ustedes mismos podrían aprender alguna que otra cosilla.
– Váyase a la mierda -ladró-. ¿Y los archivos de Recursos Humanos?
– Recursos Humanos también está muy bien protegido -dije.
– No tanto como Aurora. Eso debería ser relativamente fácil. Consíganos los archivos personales de toda la gente relacionada con Aurora. Al menos los que estén en esta lista -dijo levantando el CD.
– Puedo intentarlo la próxima semana.
– Hágalo esta noche. La noche del domingo es buen momento.
– Mañana tengo un día importante. Tenemos una presentación con Goddard.
Pareció enojado.
– Qué, ¿la tapadera le está quitando demasiado tiempo? Espero que no haya olvidado para quién trabaja realmente.
– Tengo que estar a la altura. Es importante.
– Razón de más para que vaya a trabajar esta noche -dijo, e hizo girar la llave del encendido.
Llegué a las oficinas de Trion a primera hora de la noche. El parking estaba casi completamente vacío; tal vez las únicas personas presentes eran los guardias de seguridad, los que supervisaban los centros operativos las veinticuatro horas y los ocasionales empleados a quienes el trabajo ha vuelto locos: yo fingiría ser uno de éstos. No reconocí a la recepcionista, una mujer latina que no parecía muy contenta de estar allí. Cuando entré, apenas si me miró; pero me obligué a saludarla y a parecer sumiso, o avergonzado, o algo así. Subí a mi cubículo, hice un poco de trabajo de verdad: unas hojas de cálculo para las ventas del Maestro en la zona del mundo que llamaban EMOA, es decir, Europa/Medio Oriente/Asia. Las tendencias no parecían demasiado buenas, pero Nora quería que manipulara los números para sacar cualquier dato que pudiera ser estimulante.
La mayor parte de la planta estaba a oscuras. Hasta tuve que encender las luces de mi área. Era intimidador.
Meacham y Wyatt querían los archivos personales de toda la gente de Aurora. Querían tener la historia laboral de cada uno de los empleados, que les diría de qué compañía venían y qué habían hecho en su anterior trabajo. Era una buena manera de averiguar de qué iba lo de Aurora.
Pero uno no podía entrar en Recursos Humanos como Pedro por su casa y abrir los archivadores y sacar los archivos que quisiera. El Departamento de Recursos Humanos de Trion, a diferencia de otras partes de la compañía, tomaba muchas precauciones de seguridad. Primero, sus ordenadores no eran accesibles a través de la base de datos principal de la empresa; la suya era una red completamente separada. Supongo que eso era razonable: los registros personales contenían todo tipo de información privada, como las evaluaciones del rendimiento de la gente, el valor de sus 401(k) [8] y opciones de compra de acciones, todo eso. Tal vez Recursos Humanos tenía miedo de que los trabajadores se enteraran de la diferencia de salarios entre un alto ejecutivo y cualquier otro empleado de Trion, y hubiera motines en los cubículos.
Recursos Humanos quedaba en la tercera planta del ala E: había que caminar un buen trecho desde Marketing de Nuevos Productos. En el camino había una buena cantidad de puertas cerradas, pero lo más probable era que mi tarjeta de acceso las abriera todas.
En ese momento recordé que en algún lugar quedaba registrado quién pasaba por qué controles y a qué hora. La información quedaba guardada, lo cual no significaba necesariamente que alguien la mirara o hiciera algo con ella. Pero si las cosas llegaban a complicarse más tarde, no se vería bien que yo hubiera estado caminando desde Nuevos Productos hasta Personal un domingo por la noche, dejando por todo el camino migas de pan digital.
Así que salí del edificio: bajé por el ascensor y salí por una de las puertas traseras. Lo curioso de estos sistemas de seguridad es que sólo registraban las entradas, no las salidas. Al salir no había que usar la identificación. Tal vez era disposición del Departamento de Bomberos, no lo sabía. Pero eso quería decir que yo podía salir del edificio sin que nadie lo supiera.
En ese momento, afuera ya estaba oscuro. El edificio de Trion estaba totalmente iluminado, su piel cromada brillaba y las ventanas eran azul medianoche. Allí fuera todo estaba relativamente en silencio, sólo se oía el shush de los coches que pasaban cada cierto tiempo por la autopista.
Rodeé el edificio hasta llegar al ala E, donde parecían ubicarse muchas de las funciones administrativas -Central de Adquisiciones, Dirección de Sistemas, ese tipo de cosas- y vi a alguien saliendo de la entrada de servicio.
– Oye, ¿me puedes tener la puerta? -grité. Le enseñé la tarjeta de acceso de Trion; el tipo parecía parte del personal de limpieza o algo así-. La maldita tarjeta no me funciona bien.
El tío me sostuvo la puerta sin mirarme siquiera, y yo entré apresuradamente. Nada quedó registrado. Hasta donde el sistema central podía saber, yo seguía arriba, en mi cubículo.
Subí por la escalera a la tercera planta. La puerta no estaba cerrada con llave. También esto era norma del Departamento de Bomberos: en edificios de una cierta altura, en caso de emergencia, se tenía que poder ir de una planta a la siguiente por la escalera. Probablemente algunos pisos tenían un puesto de control de identificaciones apenas uno entraba por la puerta de la escalera. Pero la tercera planta no. Entré directo al área de recepción, justo afuera de Recursos Humanos.
El área de espera tenía el perfecto aspecto de Recursos Humanos: mucha caoba muy majestuosa, para decir somos serios y es tu carrera la que está en juego, y sillas acogedoras de apariencia cómoda que te decían: cuando vengas a Recursos Humanos, vas a tener que esperarte durante horas y horas.
Miré alrededor, tratando de encontrar cámaras de circuito cerrado, y no vi ninguna. No esperaba que hubiera; esto no era un banco, ni la sección de trabajos subterráneos, pero simplemente quería asegurarme. En todo caso, asegurarme tanto como fuera posible.
Las luces estaban bajas, lo cual hacía que el lugar pareciera más majestuoso. O espeluznante. No pude decidirme.
Me quedé allí unos segundos, pensando. No había alrededor nadie del personal de limpieza que pudiera abrirme; probablemente venían a últimas horas de la noche o temprano por la mañana. Ésa hubiera sido la mejor forma de entrar. En vez de eso, tendría que volver a usar el viejo truco de mi-tarjeta-no-funciona que me había traído hasta donde estaba. Volví a bajar por la escalera y entré en la recepción por la parte de atrás, donde encontré a una recepcionista de pelo rojo cobrizo que estaba viendo un episodio repetido de Survivor en una de las pantallas de seguridad.
– Y yo que me creía el único obligado a trabajar en domingo -dije.
Levantó la cara, sonrió educadamente y siguió viendo su programa. Yo tenía todo el aspecto de ser de allí, tenía la tarjeta de acceso colgada del cinturón y venía desde dentro, así que era normal que estuviera allí, ¿no? La mujer no era muy conversadora, y tanto mejor: sólo quería que la dejara sola para seguir viendo Survivor. Haría lo que fuera para deshacerse de mí.
– Oiga -le dije-, siento molestarla, pero ¿no tiene una de esas máquinas para arreglar tarjetas? No es que me muera por entrar al despacho, pero tengo que hacerlo o me echarán, y el maldito lector de tarjetas no me deja entrar. Es como si supiera que debería estar en casa, viendo el fútbol, ¿sabe?
Sonrió. Probablemente ni siquiera estaba acostumbrada a que los empleados de Trion se percataran de su existencia.
– Sí, lo entiendo muy bien -dijo-. Pero lo siento, no hay máquina hasta mañana.
– Joder, ¿y cómo voy a entrar? No puedo esperar a mañana. Me han jodido.
Asintió, levantó el teléfono.
– Frank -dijo-, ¿nos puedes echar una mano?
Un par de minutos después llegó Frank, el guardia de seguridad. Era un tipo pequeño, enjuto y moreno de unos cincuenta años, que llevaba un evidente peluquín de pelo negro sobre el pelo de verdad, que estaba echando canas. Nunca he logrado entender por qué alguien se molesta en ponerse un peluquín si no va a actualizarlo cada cierto tiempo para darle un aspecto más o menos convincente. Cogimos el ascensor hasta el tercer piso. Empecé a parlotear acerca de cómo Recursos Humanos tenía un sistema de tarjetas jerárquicamente distinto, pero él no parecía muy interesado. Quería hablar de deportes, y yo eso podía hacerlo, no hay problema. Estaba deprimido por lo de los Broncos de Denver, y yo fingí estarlo también. Cuando llegamos a Recursos Humanos, sacó su tarjeta de acceso, que probablemente le permitía entrar a todas partes en esta zona del edificio. La movió frente al lector.
– No se quede hasta demasiado tarde -dijo.
– Gracias, jefe -dije.
Se dio la vuelta para mirarme.
– Será mejor que se haga ver esa tarjeta -dijo.
Estaba dentro.
Tan pronto como uno pasaba del área de recepción, Recursos Humanos tenía el mismo aspecto que cualquier otro departamento de Trion: el mismo despliegue genérico de cubículos. Sólo las luces de emergencia estaban encendidas, y no los fluorescentes del techo. Por lo que pude ver mientras daba un paseo, todos los cubículos estaban vacíos, al igual que todos los despachos. No me tomó demasiado tiempo descubrir dónde estaban los archivos. En el centro de la planta había una cuadrícula inmensa hecha de largos corredores de archivadores horizontales de color beige.
Había pensado hacer todo el espionaje por medio de la red, pero eso no hubiera funcionado sin una contraseña de Recursos Humanos. Ya que estaba aquí, pensé, podía aprovechar para dejar uno de mis sistemas de almacenamiento de pulsaciones. Después podría volver a por él. Era Wyatt Telecom quien pagaba por estos juguetitos, no yo. Encontré un cubículo e instalé el aparato.
Por ahora, pensé, lo que tenía que hacer era hurgar en los archivadores y encontrar a la gente de Aurora. Y tenía que darme prisa: cuanto más tiempo me quedara, más posibilidades tenía de ser descubierto.
La pregunta era: ¿cómo estaban organizados? ¿Alfabéticamente, por apellido? ¿Por orden del número de empleado? Cuanto más miraba las etiquetas de los archivadores, más desalentado me sentía. Qué, ¿acaso creía que iba a entrar bailando, abrir una puerta y sacar las carpetas que necesitaba? Había filas y filas de cajones con etiquetas como administración de beneficios y pensiones/rentas/jubilaciones y enfermedad, sabáticos y otros permisos; cajones etiquetados como solicitudes, compensación laboral y solicitudes, en litigio; un área llamada registros de inmigración y nacionalización… y así una tras otra. Era abrumador.
Por alguna razón, en mi cabeza estaba sonando una cancioncilla ñoña, un viejo éxito: Band on the run, de la desafortunada época de Paul McCartney con los Wings. Es una canción que de verdad detesto, más que cualquier cosa de Celine Dion. La tonada es molesta pero pegajosa, como una conjuntivitis, y la letra no tiene ningún sentido. «A bell was ringing in the village square for the rabbits on the run.» [9] Eh, si, vale.
Probé con uno de los cajones, y, obviamente, estaba cerrado con llave; todos lo estaban. Cada archivador tenía una cerradura en la parte superior, y todos debían estar igualmente cerrados. Busqué un escritorio de asistente, y mientras tanto la maldita canción me seguía dando vueltas en la cabeza… «The county judge… held a grudge»… [10] también mientras buscaba en el escritorio. Por supuesto, la llave de los archivos estaba allí, en un llavero que había en el cajón superior del centro. Meacham tenía razón: la llave siempre es fácil de encontrar.
Me decidí por el orden alfabético.
Tras escoger un nombre de la lista de Aurora -Yonah Oren-, empecé a mirar por la O. No había nada. Busqué otro nombre -Sanjay Patel- y tampoco encontré nada allí. Lo intenté con Peter Daut: nada. Curioso. Sólo por ser concienzudo, busqué esos nombres en los cajones de pólizas de seguros, accidentes. Nada. Lo mismo con los archivos de pensiones. De hecho, al parecer, no había nada en ninguno de los cajones.
«The jailer man and the Sailor Sam…» [11] Esto era como una de esas torturas chinas con agua. ¿Qué coño significaba esa insípida letra? ¿Alguien lo sabía?
Lo extraño era que en los lugares donde debían estar los registros parecía a veces haber pequeños vacíos, fichas sueltas, como si alguien hubiera retirado las carpetas. ¿O me lo estaba imaginando? Justo cuando estaba a punto de darme por vencido, recorrí de nuevo las filas de archivadores, y en ese momento vi un nicho separado, una habitación separada junto a la cuadrícula de archivadores. En la entrada del nicho había un letrero:
REGISTROS CONFIDENCIALES DE PERSONAL
Acceso permitido sólo bajo autorización
de James Sperling o Lucy Celano
Entré al nicho y sentí un gran alivio al ver que allí las cosas eran simples: los cajones estaban organizados según el número del departamento. James Sperling era él director de Recursos Humanos, y Lucy Celano era su asistente administrativa. Me tomó un par de minutos encontrar el escritorio de Lucy Celano, y unos treinta segundos encontrar su llavero (cajón inferior derecho).
Enseguida regresé a los archivadores restringidos y encontré el cajón que; contenía los números de departamento, incluyendo el proyecto Aurora. Le di la vuelta a la llave y abrí el cajón. Soltó un sonido metálico y hueco, como si alguna rueda de la parte trasera del cajón se hubiese desprendido. Me pregunté con qué frecuencia los empleados abrían estos cajones. ¿Trabajaban básicamente con registros informáticos, y conservaban copias de seguridad tan sólo por razones legales y para las auditorías?
Y en ese momento vi algo verdaderamente raro: todas las carpetas del Departamento Aurora habían desaparecido. Quiero decir que había un vacío de medio metro de largo, tal vez setenta centímetros, entre el número anterior y el siguiente. La mitad del cajón estaba vacía.
Alguien se había llevado los archivos de Aurora.
Durante un instante me pareció que se me había parado el corazón. Me sentía mareado.
Por el rabillo del ojo vi una luz blanca que comenzaba a lanzar destellos. Era una de esas luces estroboscópicas de emergencia, y estaba montada en lo alto de la pared, cerca del techo, justo fuera del nicho. ¿Para qué diablos servía? Y unos segundos después comenzó el ruido increíblemente ronco y sonoro de una sirena: uh-ah, uh-ah.
De alguna manera había disparado el sistema de detección de intrusos que probablemente protegía los archivos confidenciales.
La sirena era tan fuerte que seguramente se podía oír a lo largo de toda el ala.
Los de Seguridad llegarían en cualquier momento. Tal vez la única razón por la cual no se habían presentado todavía era que los domingos había menos guardias trabajando.
Corrí a la puerta, me lancé con todo mi peso contra la barra, y la puerta no se movió. El impacto me dolió horriblemente.
Lo intenté de nuevo; el cerrojo estaba echado. Dios mío. Lo intenté con otra puerta, y también ésta estaba cerrada por dentro.
En ese momento entendí lo que había sido aquel sonido hueco y metálico de hacía un rato: al abrir el cajón del archivador, debí accionar algún mecanismo que cerraba automáticamente todas las puertas de la zona. Corrí al otro lado de la planta, donde había otro grupo de puertas de salida, pero tampoco pude abrirlas. Incluso la pequeña puerta de emergencia para casos de incendio estaba cerrada con llave: eso tenía que ir contra las regulaciones.
Estaba atrapado como un ratón en un laberinto. Los de Seguridad llegarían en cualquier momento, y registrarían el lugar entero.
La cabeza me iba a mil por hora. ¿Podría tal vez engañarles, fingir ser un empleado que «por accidente» había abierto el cajón equivocado? Frank, el guardia de seguridad, me había permitido la entrada: tal vez podría convencerle de que había entrado accidentalmente en el área equivocada, había abierto el cajón equivocado. Me había parecido caerle bien, así que eso podría funcionar. Pero ¿qué pasaría si llegaba a hacer su trabajo como era debido, me pedía que le enseñara mi identificación y veía que no pertenecía a ningún lugar ni remotamente cerca de allí?
No, no podía arriesgarme. No tenía opción: debía esconderme. Estaba encerrado.
«Encerrado entre cuatro paredes», me gimieron los Wings empalagosamente. ¡Dios mío!
La luz estroboscópica seguía palpitando, luminosa, cegadora, y la alarma sonaba uh-ah, uh-ah, como si aquello fuera un reactor nuclear durante una fusión accidental.
Pero ¿dónde podía esconderme? Supuse que lo primero que debía hacer era crear alguna forma de distracción, una explicación inocente y plausible para el estallido de la alarma. ¡Mierda, se acababa el tiempo!
Si me cogían allí, todo habría terminado. Todo. No sólo perdería mi empleo en Trion: sería mucho peor. Era un desastre, una completa pesadilla.
Agarré el cubo metálico más próximo. Estaba vacío, así que cogí un pedazo de papel de un escritorio vecino, lo arrugué, saqué mi encendedor y lo encendí. Regresé corriendo al nicho de los registros confidenciales y lo recosté contra la pared. Luego saqué un cigarrillo de mi cajetilla y lo arrojé también dentro del cubo. El papel se quemó en una llamarada y despidió una gran nube de humo. Tal vez, si llegaban a encontrar parte del cigarrillo, le echarían la culpa a la vieja colilla. Tal vez.
Oí pasos sonoros, voces que parecían venir de la escalera trasera.
Dios mío, no, por favor. Todo ha terminado. Todo ha terminado.
Vi lo que parecía ser una puerta de armario. No tenía seguro. Era un armario de materiales de oficina; no era demasiado ancho, pero tendría unos cuatro metros de profundidad, y estaba atiborrado por filas altas de estanterías llenas de resmas de papel y cosas así.
No me atreví a encender la luz, así que no se veía gran cosa; pero pude distinguir un espacio entre dos estanterías en la parte de atrás, un espacio en el cual quizá podría deslizarme.
Tan pronto como cerré la puerta tras de mí, escuché otra puerta que se abría, y luego gritos ahogados.
Me quedé inmóvil. La alarma seguía chillando. La gente corría de un lado al otro, gritando más y más fuerte, más y más cerca.
– ¡Aquí! -bramó alguien.
El corazón me tronaba en el pecho. Contuve la respiración. Cada vez que me movía, aunque sólo fuera levemente, el estante que tenía detrás soltaba un chirrido. Al girarme un poco, toqué con el hombro una caja, y sonó un crujido de papel. No creí que alguien que pasara por allí pudiera oír los pequeños ruidos que estaba haciendo, tanto era el escándalo que había allá afuera, los gritos y las sirenas y todo lo demás. Pero me obligué de todas formas a permanecer completamente quieto.
– ¡Maldito cigarrillo! -escuché con gran alivio.
– ¡Extintor! -replicó alguien.
Durante un largo rato -pudieron ser diez minutos, media hora, no tenía ni idea, porque no podía mover el brazo para ver el reloj- me quedé allí, retorciéndome incómodamente, acalorado y sudoroso, en un estado de inmovilidad total y con los pies dormidos por la graciosa posición en que estaba.
Esperé a que se abriera la puerta del armario, a que me invadiera un chorro de luz, a que se acabara el espectáculo.
No sabía qué podría decir entonces. En realidad, nada. Me habrían cogido, y no tenía la menor idea de cómo podría salirme de ésa. Tendría mucha suerte si tan sólo me despedían. Lo más probable era que me esperara una demanda de Trion: simplemente, no había explicación satisfactoria para mi presencia en ese lugar. Y no quería ni pensar en lo que me haría Wyatt.
¿Y qué había conseguido a cambio de todo ese esfuerzo? Nada. Todos los registros de Aurora habían desaparecido.
Oía el ruido de una especie de manguera, el sonido de un chorro, evidentemente el chorro de un extintor, y para ese momento los gritos habían cesado. Me pregunté si los de Seguridad habían llamado a los bomberos de la empresa o a los del cuerpo oficial de bomberos. Y si el incendio del cubo de basura había explicado suficientemente la alarma. ¿O seguirían registrando el lugar?
Así que me quedé allí, con los pies transformados en bloques de hielo hormigueante, mientras el sudor me corría por la cara y los hombros y la espalda se me cubrían de calambres. Y esperé.
De vez en cuando oía voces, pero parecían más tranquilas, para nada alteradas. Oía pasos, pero ya no eran frenéticos.
Tras un tiempo interminable, todo quedó en silencio. Traté de levantar el brazo izquierdo para ver la hora, pero se me había dormido. Lo retorcí, moví el brazo derecho para pellizcarme el izquierdo hasta que pude acercármelo a la cara y mirar el dial iluminado. Eran poco más de las diez, aunque había pasado allí tanto tiempo que hubiera asegurado que era más de medianoche.
Lentamente abandoné mi posición de contorsionista, me acerqué en silencio a la puerta del armario. Allí me quedé unos instantes escuchando atentamente. No se oía ni un solo ruido. Lo más probable era que se hubieran ido: habrían apagado el fuego, se habrían asegurado de que no había entrado nadie. Los seres humanos, y en especial los guardias de seguridad que deben sentir rencor contra aquellos ordenadores que los han dejado sin trabajo, no confían demasiado en las máquinas. Le echarían la culpa de todo a un error del sistema de alarmas. Tal vez, con mucha suerte, nadie se preguntaría por qué la alarma de detección de intrusos había sonado antes que la alarma de humos.
Respiré hondo y abrí la puerta.
Miré a ambos lados, miré al frente, y el área parecía vacía. No había nadie. Di un par de pasos, me detuve, miré alrededor de nuevo.
Nadie.
El lugar olía fuertemente a humo, y también a algún químico, probablemente por la espuma del extintor.
Avancé en silencio a lo largo de la pared, lejos de las ventanas y las puertas de cristal, hasta que llegué a uno de los conjuntos de puertas de salida. No eran las puertas principales de la recepción, ni tampoco las puertas de la escalera trasera por donde habían entrado los tíos de seguridad.
Y estaban cerradas con llave.
Todavía estaban cerradas con llave.
Dios mío, no.
No habían desactivado el cierre automático. Moviéndome un poco más rápido ahora, con la adrenalina volviendo a fluir, regresé a las puertas del área de recepción y presioné las barras, pero también estas puertas estaban cerradas.
Todavía estaba encerrado.
¿Y ahora qué?
No tenía opción. No había manera de quitar el cierre desde dentro, o al menos no me la habían enseñado. Y no podía precisamente pedir ayuda a los de Seguridad, en especial después de lo que acababa de ocurrir.
No. Tendría que quedarme allí dentro hasta que alguien me dejara salir. Lo cual podría no ocurrir hasta la mañana siguiente, cuando llegara el personal de limpieza. Peor aún: cuando llegara el personal de Recursos Humanos. Y entonces tendría que dar muchas explicaciones.
Además estaba exhausto. Encontré un cubículo lejos de las puertas y ventanas y me senté. Estaba hecho polvo. Necesitaba dormir con urgencia. Así que doblé los brazos, y, como un estudiante reventado en la biblioteca de la universidad, me quedé dormido.
A eso de las cinco de la mañana me despertó un ruido metálico. Me incorporé de un salto. El personal de limpieza había llegado, llevando grandes cubos de plástico amarillo y fregonas y esas aspiradoras que uno puede echarse al hombro con una cinta. Había dos hombres y una mujer que conversaban rápidamente en lo que parecía ser portugués. Yo había dejado una minúscula piscina de saliva sobre el escritorio de quien fuera. Lo limpié con la manga, y enseguida me puse en pie y caminé despreocupadamente hacia las puertas de salida, que se mantenían abiertas con una cuña.
– Bom dia, come vai? -dije. Moví la cabeza con aire avergonzado, me miré el reloj ostentosamente.
– Bem, obrigado, e o senhor? -replicó la mujer. Al sonreír, me enseñó un par de dientes de oro. Pareció comprenderlo: un pobre oficinista, ha pasado la noche trabajando, o tal vez ha llegado ridículamente temprano: ella no lo sabía y no le importaba.
Uno de los hombres estaba mirando el cubo de basura de metal chamuscado y diciéndole algo al otro. ¿Qué coño ha pasado aquí?, o algo por el estilo.
– Cançado -le dije a la señora: estoy cansado, así es como me siento-. Bom, até logo. -Hasta luego.
– Até logo, senhor -dijo la mujer mientras yo salía por la puerta.
Pensé por un instante en ir a casa, cambiarme de ropa y regresar de inmediato. Pero no iba a ser capaz de aguantarlo, así que preferí salir del ala E -en ese momento la gente comenzaba a llegar-, volví a entrar por el ala B y subí a mi cubículo. Muy bien: si alguien revisaba los registros de entradas, vería que había entrado al edificio el domingo, a eso de las siete de la noche, para regresar el lunes a eso de las cinco y media de la mañana. Un trabajador entusiasta. Tan sólo esperaba, con el aspecto que debía de tener, no encontrarme a nadie conocido: tenía toda la pinta de haber dormido vestido… lo cual, por supuesto, era lo que había hecho. Por fortuna, no vi a nadie. En la sala de descanso cogí una Coca-Cola de vainilla y bebí un buen sorbo. A esas horas de la mañana me supo bastante mal, así que me hice una taza de café y fui a lavarme al baño de hombres. Tenía la camisa un poco arrugada, pero en términos generales iba presentable a pesar de estar hecho una mierda. Hoy era un gran día y tendría que dar lo mejor de mí.
Una hora antes de la gran reunión con Augustine Goddard, nos reunimos en Packard, una de las salas de conferencias más grandes, para el ensayo general. Nora llevaba un bello vestido azul y parecía haberse hecho algo especial en el pelo para la ocasión. Tenía los nervios de punta; crepitaba como un cable de energía. Sonreía con los ojos bien abiertos.
Chad y ella ensayaban en la sala mientras los demás nos acomodábamos. Chad representaba a Jock. Repetían lo mismo una y otra vez, como un matrimonio que reconstruye una vez más una vieja disputa, y en ese momento sonó el móvil de Chad. Tenía uno de esos Motorola de tapa; yo estaba convencido de que los prefería porque con ellos podía terminar una conversación cerrándolo con un movimiento brusco.
– Sí, soy Chad -dijo. Su tono se hizo abruptamente más dócil-. Hola, Tony.
Levantó el dedo índice para pedirle a Nora que esperara, y se fue a una esquina de la habitación.
– ¡Chad! -lo llamó Nora, molesta. Él se dio la vuelta, asintió y levantó el dedo otra vez. Un minuto después lo escuché cerrar la tapa del teléfono y acercarse a Nora hablando rápido y en voz baja. Todos los observábamos; estaban en el centro del ring.
– Era un amigo que tengo en la oficina del director financiero -dijo suavemente, con expresión amarga-. Ya han tomado la decisión sobre el Maestro.
– ¿Cómo lo sabes?
– El director financiero acaba de ordenar la cancelación definitiva del Maestro y de su deuda de cincuenta millones de dólares. La decisión se ha tomado desde arriba. La reunión con Goddard no es más que una formalidad.
La cara de Nora se llenó de un rubor escarlata. Se dio la vuelta y caminó hacia la ventana, y se quedó allí, mirando hacia fuera y sin decir nada, durante un minuto entero.
El Centro de Reuniones Ejecutivas quedaba en el séptimo piso del ala A, a pocos pasos del despacho de Goddard. Llegamos en grupo y con el ánimo bastante bajo. Nora dijo que se nos uniría en unos minutos.
– ¡Hombres, al patíbulo! -cantaba Chad mientras caminábamos-. ¡Hombres, al patíbulo!
Asentí. Mordden miraba cómo Chad caminaba a mi lado y mantenía la distancia, pensando, sin duda, toda clase de cosas malvadas acerca de mí, e intentando imaginar por qué no le hacía el vacío a Chad, qué estaba yo tramando. Desde la noche en que entré a la oficina de Nora, había dejado de pasar por mi cubículo con tanta frecuencia. Era difícil saber si se estaba comportando de un modo raro, porque raro era la opción que escogía por defecto. Además, no quería sucumbir a la paranoia circunstancial: me está mirando mal, ese tipo de cosas. Pero no podía dejar de preguntarme si no habría echado a perder la misión entera con un simple acto de descuido, si Mordden me causaría serios problemas en el futuro.
– Bien, campeón -murmuró Chad-, la manera de sentarnos es crucial. Goddard siempre ocupa la silla del centro del lado de la mesa que da a la puerta. Si quieres ser invisible, lo mejor es sentarse a su derecha. Si quieres que te preste atención, o te sientas a su izquierda o frente a él.
– ¿Y quiero que me preste atención?
– Eso no lo sé. El jefe es él.
– ¿Has estado en muchas reuniones con él?
– No muchas. -Se encogió de hombros-. Un par.
Tomé nota mentalmente: me sentaría en cualquier lugar que según Chad no fuera recomendable, como a la derecha de Goddard. Si me engañas una vez, la culpa es tuya; si me engañas dos, etcétera.
El CRE era impresionante. Una gigantesca mesa de conferencias, hecha de una madera de aspecto tropical, ocupaba la mayor parte de la habitación. Un extremo de la sala estaba totalmente cubierto por una pantalla para presentaciones. Había pesadas persianas acústicas que, según se veía, bajaban eléctricamente del techo, probablemente no sólo para bloquear la luz sino para impedir que alguien oyera desde fuera lo que se hablaba dentro. Había pequeños altavoces incorporados a la mesa, y frente a cada silla pantallas que se levantaban cuando uno oprimía un botón en alguna parte.
Había muchos susurros, risas nerviosas, bromas dichas en voz baja. Me sentía impaciente por ver al famoso Jock Goddard en vivo y en directo, aunque nunca llegara a estrecharle la mano. No tenía que hablar ni encargarme de ninguna parte de la presentación, pero me sentía un poco nervioso, de todas formas.
A las diez menos cinco, Nora no se había presentado todavía. ¿Se habría tirado por una ventana? ¿Estaría llamando aquí y allá, tratando de presionar, haciendo esfuerzos de última hora para salvar su precioso producto, moviendo todas las palancas que tenía?
– ¿Se habrá perdido? -bromeó Phil.
A las diez menos dos minutos, Nora entró en la habitación. Se veía calmada, radiante, de alguna manera más atractiva. Parecía que se hubiera puesto maquillaje nuevo, delineador de labios y todo eso. Tal vez hasta había estado meditando, porque se veía transformada.
Enseguida, a las diez en punto, entraron Jock Goddard y Paul Camilletti, y todos se callaron. Camilletti el Degollador, vestido con blazer negro y una camiseta de seda color aceituna, se había peinado hacia atrás y se parecía a Gordon Gekko en Wall Street. Tomó asiento muy lejos, en una esquina de la mesa inmensa. Goddard, con su acostumbrado suéter de medio cuello debajo de un abrigo marrón de tweed, se acercó a Nora y le susurró algo que la hizo reír. Nora le puso una mano en el hombro y la otra encima de la mano, y la dejó allí unos segundos. Actuaba como una niña, con coquetería; era un lado de Nora que yo no había visto nunca.
Goddard se sentó en la cabecera de la mesa, frente a la pantalla. Gracias, Chad. Yo estaba a su derecha, al otro lado de la mesa. Lo podía ver, y me sentía de todo menos invisible. Tenía los hombros redondos y un poco caídos. Tenía el pelo blanco y rebelde y lo llevaba peinado con la raya a un lado. Sus cejas eran tupidas y blancas, y parecían la cumbre de una montaña nevada. Su frente tenía marcas profundas y en sus ojos había una mirada pícara.
Hubo unos instantes de silencio incómodo, y luego Goddard miró alrededor de la mesa.
– Parecéis nerviosos -dijo-. Tranquilos, que no muerdo.
Su voz era agradable y un poco quebrada, un barítono dulce. Miró a Nora y le guiñó un ojo.
– Por lo menos, no con frecuencia.
Ella rió; otras dos personas soltaron risitas educadas. Yo sonreí, como diciendo: gracias por intentar hacernos sentir cómodos.
– Sólo cuando te sientes amenazado -dijo Nora, y él sonrió, y sus labios formaron una «V»-. Jock, ¿te importa que empiece?
– Por favor.
– Jock, hemos estado trabajando tan duro en la remodelación del Maestro que a veces nos cuesta simplemente dar un par de pasos atrás y tomar cierta perspectiva. Durante las últimas treinta y seis horas, no he hecho otra cosa que pensar en eso. Y me resulta muy claro que hay varias formas en las que el Maestro se podría actualizar, mejorar, hacerlo más atractivo, incrementar la franja de mercado, tal vez de manera significativa.
Goddard asintió, juntó los dedos formando una «V» invertida y miró sus notas. Nora le dio un golpecito al cuaderno laminado.
– Se nos ha ocurrido una estrategia, una muy buena estrategia, que añade doce nuevas funciones al Maestro y lo pone al día. Pero tengo que decirte, con toda honestidad, que si estuviera sentada donde tú estás, no dudaría en matar el proyecto.
Goddard se giró repentinamente para mirarla con sus grandes cejas blancas levantadas. Todos la mirábamos, escandalizados. Yo no podía creer lo que escuchaba. Nora estaba prendiendo fuego a su propio equipo.
– Jock -continuó-, si hay algo que me hayas enseñado es que a veces un líder debe sacrificar lo que más quiere. Me duele mucho decirlo. Pero no puedo simplemente ignorar los hechos. Maestro fue muy importante en su momento. Pero su tiempo ha llegado y ha pasado. Es la Regla de Goddard: si tu producto no tiene potencial para ser el primero o el segundo del mercado, mejor abandona.
Goddard se quedó callado unos instantes. Parecía sorprendido, impresionado, y después de unos segundos asintió con una sonrisa tipo me-gusta-lo-que-veo.
– ¿Estamos… estamos todos de acuerdo en esto? -dijo arrastrando las palabras.
Poco a poco la gente comenzó a asentir, subiéndose al tren mientras éste salía de la estación. Chad asentía mordiéndose el labio como solía mordérselo Bill Clinton; Mordden asentía vigorosamente, como si por fin pudiera expresar lo que siempre había opinado. Los otros ingenieros soltaban gruñidos: «Sí», y «De acuerdo».
– Debo decir que me sorprende escuchar esto -dijo Goddard-. Definitivamente, no es lo que esperaba escuchar esta mañana. Esperaba encontrarme con una habitación llena de resistencia. Me habéis impresionado.
– Lo que es bueno a corto plazo para nosotros como individuos -añadió Nora- no necesariamente es lo mejor para Trion.
No podía creer la forma en que Nora lideraba esta inmolación, pero tenía que admirar su astucia, su talento maquiavélico.
– Muy bien -dijo Goddard-, pero espera, antes de que apretemos el gatillo. Usted. No lo he visto asentir.
Parecía mirarme directamente.
Miré alrededor, luego volví a mirarlo. Definitivamente me estaba mirando a mí.
– Usted -dijo-. Joven, no le he visto asentir como los demás.
– Es nuevo -se apresuró a intervenir Nora-. Acaba de comenzar.
– ¿Cuál es su nombre, joven?
– Adam -dije-. Adam Cassidy.
El corazón me empezó a latir con fuerza. Mierda. Era como salir a la pizarra. Me sentía como si estuviera en la escuela primaria.
– ¿Tiene algún problema con la decisión que estamos tomando, Adam? -dijo Goddard.
– ¿Eh? No.
– ¿Está de acuerdo en matar el proyecto?
Me encogí de hombros.
– ¿Lo está o no lo está? ¿Qué?
– Puedo entender la opinión de Nora -dije.
– ¿Y si estuviera sentado donde estoy yo? -me animó Goddard.
Respiré hondo.
– Si estuviera en su lugar, no mataría el proyecto.
– ¿No?
– Y tampoco añadiría esas doce funciones nuevas.
– ¿No lo haría?
– No. Sólo una.
– ¿Y cuál sería, si puede saberse?
Miré a Nora de pasada, y tenía la cara del color de la remolacha. Me miraba como si un extraterrestre me estuviera saliendo del pecho. Los ojos le brillaban. Me giré hacia Goddard.
– Un protocolo de seguridad de datos.
Goddard, de repente, bajó las cejas.
– ¿Seguridad? ¿Por qué diablos iba a atraer a los consumidores?
Chad se aclaró la voz y dijo:
– Vamos, Adam, mira las investigaciones de mercado. La seguridad de datos está en el puesto setenta y cinco de la lista de prioridades de los consumidores -sonrió-. A menos que pienses que el consumidor promedio es Austin Powers, Hombre Internacional del Misterio.
Hubo risillas en el extremo lejano de la mesa. Sonreí con amabilidad.
– No, Chad, tienes razón: al consumidor medio no le interesa la seguridad de datos. Pero no hablo del consumidor medio. Hablo de los militares.
– Los militares -Goddard ladeó una ceja.
– Adam -interrumpió Nora con voz plana, de advertencia.
Goddard movió una mano hacia ella.
– No, quiero oír esto. ¿Los militares, dices?
Respiré hondo, traté de no parecer tan asustado como estaba.
– Mire, el Ejército, la Fuerza Aérea, los canadienses, los ingleses, todas las instalaciones de defensa de Estados Unidos, el Reino Unido y Canadá, acaban de revisar su sistema de comunicaciones, ¿no es cierto?
Saqué recortes de Defense News, Federal Computer Week -esas revistas que siempre tengo a mano en mi piso, ¿no?- y las sostuve en el aire. Sentía que me temblaba la mano y esperé que nadie lo notara. Wyatt me había preparado para esto, y esperé tener detalles correctos.
– Se llama Sistema de Mensajes de Defensa, SMD. El sistema de mensajes de alta seguridad para millones de funcionarios de defensa de todo el mundo. Todo se hace vía ordenadores personales, y el Pentágono está desesperado por algo inalámbrico. Imagínese la diferencia que eso haría: acceso inalámbrico, remoto y seguro a datos confidenciales y a comunicaciones, con autentificación de remitentes y destinatarios, cifrado de principio a fin, protección de la información, integridad de los mensajes. ¡Nadie posee todavía este mercado!
Goddard inclinó la cabeza, escuchando con atención.
– Y el Maestro es el producto perfecto para este espacio. Es pequeño, robusto, prácticamente indestructible y totalmente fiable. De esta forma tomamos algo negativo y lo convertimos en positivo: el hecho de que el Maestro sea tecnología anticuada, heredada, es un plus para los militares, pues es totalmente compatible con esos protocolos de transferencia inalámbrica suyos, que tienen ya cinco años. Sólo necesitamos añadir seguridad de datos. El costo es mínimo, y el mercado potencial es inmenso, realmente gigantesco.
Goddard me miraba fijamente, aunque yo no lograba saber si le había causado buena impresión o si pensaba que me había vuelto loco. Continué:
– Así que en lugar de intentar maquillar este producto viejo y francamente inferior, le cambiamos el mercado. Le ponemos encima una cubierta rígida, le metemos cifrados de seguridad, y nos hacemos de oro. Si nos movemos con rapidez, seremos los dueños de este nicho del mercado. Olvídense de la cancelación de cincuenta millones. Ahora estamos hablando de cientos de millones en ingresos adicionales al año.
– Dios mío -dijo Camilletti desde su extremo de la mesa. Estaba garabateando notas sobre un bloc.
Goddard comenzó a asentir, primero despacio, luego con más fuerza.
– Muy intrigante -dijo. Se dirigió a Nora-. ¿Cómo dices que se llama? ¿Elijah?
– Adam -dijo Nora con brusquedad.
– Gracias, Adam -dijo-. Eso no ha estado nada mal.
No me lo agradezcas, pensé. Dale las gracias a Nick Wyatt.
Y entonces sorprendí a Nora mirándome con expresión de puro y manifiesto odio.
La decisión oficial nos llegó por correo electrónico antes de la comida: Goddard había ordenado una suspensión de la sentencia contra el Maestro. Se le ordenaba al equipo del Maestro que presentara una propuesta de reforma y reembalaje que cumpliera los requerimientos del Ejército. Mientras tanto, Relaciones Gubernamentales de Trion comenzaría a negociar un contrato con el Departamento de Adquisición y Logística de Sistemas de Información para la Defensa del Pentágono.
Traducción: la habíamos clavado. No sólo habían sacado el producto de Cuidados Intensivos, sino que le habían hecho un trasplante de corazón y una completa transfusión sanguínea.
Y la mierda había llegado hasta el techo.
Estaba en el baño de hombres, parado frente al urinario y bajándome la bragueta, cuando entró Chad, caminando con desparpajo. Me había dado cuenta de que Chad parecía entender, por una especie de sexto sentido, que yo era un orinador tímido. Siempre me seguía al baño para hablar del trabajo o de deportes, y efectivamente se me cerraba el chorro. Esta vez llegó hasta el urinario de al lado con la cara iluminada, como si le diera gusto verme. Oí cómo se bajaba la bragueta y la vejiga se me quedó atornillada. Volví a poner la mirada sobre los azulejos que había encima del urinario.
– Buen trabajo, campeón -dijo-. ¡Así se suben puestos! -Sacudió lentamente la cabeza, hizo un ruido como de escupitajo. Su orina salpicó ruidosamente el pequeño rombo del fondo del urinario-. Dios mío.
Rezumaba sarcasmo. Había cruzado una línea invisible: ni siquiera se molestaba en disimular.
Pensé: ¿Podrías irte ya, para que pueda hacer mis necesidades?
– He salvado el producto -señalé.
– Sí, y al hacerlo has quemado a Nora. ¿Valía la pena, a cambio de marcarte unos cuantos puntos ante el presidente, a cambio de un poco de protagonismo? Aquí no funciona así, tío. Acabas de cagarla.
Se sacudió, se subió la bragueta y salió del lugar sin lavarse las manos.
Cuando regresé a mi cubículo, me había llegado un mensaje de Nora.
– Nora -dije al entrar a su oficina.
– Adam -dijo suavemente-. Siéntese, por favor.
Estaba sonriente: una sonrisa triste, amable. Era un mal presagio.
– Nora, ¿puedo decir…?
– Adam, como usted sabe, una de las cosas que nos enorgullece en Trion es tratar de adecuar el trabajador a su trabajo: asegurarnos de que nuestra gente de más alto potencial siempre reciba las responsabilidades que mejor le convengan. -Sonrió de nuevo y sus ojos brillaron-. Es por eso que acabo de solicitar una transferencia, y le he pedido a Tom que le dé prioridad.
– ¿Una transferencia?
– Estamos muy impresionados con su talento, su inventiva, la profundidad de sus conocimientos. La reunión de esta mañana lo ilustró todo muy bien. Creemos que alguien de su calibre podría hacer mucho bien en nuestro complejo RTP. Allí, un jugador como usted, un jugador con espíritu de equipo, le sería muy útil a la unidad de administración de suministros.
– ¿RTP?
– Nuestra oficina satélite en el Research Triangle Park. [12] En Raleigh-Durham, Carolina del Norte.
– ¿Carolina del Norte? -¿Era posible lo que estaba oyendo?-. ¿Está usted hablando de transferirme a Carolina del Norte?
– Adam, lo dice como si fuera Siberia. ¿Ha estado alguna vez en Raleigh-Durham? Es una zona bellísima, de verdad.
– Yo… Pero no me puedo mudar, tengo responsabilidades aquí, tengo…
– Reubicación Laboral lo coordinará todo por usted. Cubrirán todos los gastos de la mudanza, dentro de límites razonables, claro. Ya he puesto el asunto en marcha con los de Recursos Humanos. Toda mudanza es un poco problemática, por supuesto, pero ellos lo hacen de forma sorprendentemente indolora. -Sonrió de oreja a oreja-. ¡Le va a encantar ese sitio, y usted les va a encantar a ellos!
– Nora -dije-, Goddard me pidió mi más honesta opinión, y a mí me gusta mucho todo lo que usted ha hecho con la línea Maestro, no iba a negarlo. Lo último que quería era contrariarla.
– ¿Contrariarme? -dijo-. Al contrario, Adam: agradecí mucho su intervención. Sólo que hubiera preferido que compartiera sus ideas conmigo antes de la reunión. Pero todo eso es cosa del pasado. Se nos aproximan cosas mejores y más grandes. ¡Y a usted también!
La mudanza debería tener lugar dentro de las tres semanas siguientes. Yo estaba en completo pánico. Las instalaciones de Carolina del Norte se destinaban estrictamente a asuntos menores, y quedaban a millones de kilómetros de Investigación y Desarrollo. Yo dejaría de ser útil para Wyatt, y Wyatt me culparía por el error. Prácticamente alcanzaba a oír la hoja de la guillotina bajando deprisa sobre sus rieles.
Es gracioso: sólo cuando hube salido del despacho de Nora pensé en mi padre, y entonces sí que lo entendí. No podía mudarme. No podía dejar al viejo aquí. Pero ¿cómo podía negarme a ir adonde Nora me enviaba? Aparte de «escalar» -pasarle por encima, o al menos tratar de hacerlo; pero seguro que me saldría el tiro por la culata-, ¿qué opción tenía? Si me negaba a ir a Carolina del Norte, tendría que renunciar a Trion, y entonces la tierra se abriría bajo mis pies.
Me parecía como si el edificio entero estuviera dando vueltas lentamente; tuve que sentarme, tuve que ponerme a reflexionar. Al pasar junto a su despacho, Noah Mordden me llamó agitando un dedo en el aire.
– Ah, Cassidy -dijo-. Nuestro propio Julien Sorel. Trata bien a Madame de Renal, por favor.
– ¿Disculpa? -dije. No tenía la menor idea de a qué se refería.
Vestido con su camisa hawaiana de marca y sus gafas de montura negra, gruesa y redonda, Mordden parecía cada vez más una caricatura de sí mismo. Sonó su teléfono interno, pero, como es natural, no era un timbre ordinario. Era un archivo de sonido sacado de «Suffragette City», de David Bowie: «Oh! wham bam thank you ma'aval.»
– Sospecho que has causado buena impresión a Goddard -dijo-. Pero al mismo tiempo debes intentar no fastidiar a tu superior inmediato. Olvida a Stendhal. Deberías leer a Sun Tzu -dijo y frunció el ceño.
La oficina de Mordden estaba decorada con todo tipo de cosas raras. Había un tablero de ajedrez abandonado con gran esfuerzo en mitad del juego, un póster de H. P. Lovecraft, una muñeca grande de pelo rubio y rizado. Apunté al tablero de manera inquisitiva.
– Tal-Botvinnik, 1960 -dijo, como si eso quisiera decir algo para mí-. Una de las grandes jugadas de todos los tiempos. Sea como sea, lo que quiero decir es que uno no debe sitiar ciudades amuralladas si puede evitarlo. Además, y esto es sabiduría no de Sun Tzu sino del emperador romano Domiciano, si atacas al rey, debes matarlo. Tú, en cambio, lanzaste un ataque contra Nora sin preparar un colchón de seguridad.
– No era mi intención atacarla.
– Fuera cual fuese tu intención, calculaste muy mal, mi amigo. Te destruirá, puedes estar seguro.
– Me va a transferir al Research Triangle Park.
Levantó una ceja.
– Podía haber sido peor, ¿no crees? ¿Has estado alguna vez en Jackson, Mississippi?
Sí que había estado, y el sitio me agradaba; pero estaba deprimido y no me sentía con ánimos para una larga conversación con este tío tan raro. Me ponía nervioso. Señalé la muñeca fea de la pared y pregunté:
– ¿Es tuya?
– Quiéreme, Lucille -dijo-. Un fracaso, pero un fracaso que, debo decirlo, fue iniciativa mía.
– ¿Eras ingeniero de… muñecas?
Alargó un brazo y apretó la mano de la muñeca, y la muñeca cobró vida: sus ojos espantosamente verosímiles se abrieron y enseguida se entrecerraron con la animación de un ser humano. Su boca en forma de arco de Cupido se abrió y luego hizo una mueca aterradora.
– A que nunca has visto a una muñeca hacer eso.
– Y no creo que quiera volver a verlo.
Mordden se permitió una leve sonrisa.
– Lucille tiene una completa gama de expresiones humanas. Es completamente robótica, muy impresionante, la verdad. Se queja, se pone exigente y molesta, como un bebé de verdad. Necesita eructar de vez en cuando, gorjea, susurra, hasta se hace pis en los pañales. Exhibe alarmantes síntomas de cólico. Le da de todo salvo alergia a los pañales. Tiene localizador de voz, lo que significa que mira a quien le esté hablando. Puedes enseñarle a hablar.
– No sabía que hicieras muñecas.
– Oye, aquí hago lo que me da la gana. Soy Ingeniero Distinguido. La inventé para mi sobrina menor, que luego se negó a jugar con ella. Le pareció escalofriante.
– Es un poco fea, la verdad.
– El esculpido quedó mal. Pero ahora puedes comprarla por diecinueve noventa y nueve en KB Toys y Toys 'R' Us.
Se dirigió a la muñeca.
– ¿Lucille? Saluda a nuestro presidente.
Lucille giró la cabeza hacia Mordden. Se oía un leve zumbido mecánico. Parpadeó, frunció el ceño y empezó a hablar en la voz profunda de James Earl Jones, formando cada palabra con los labios:
– Que te joroben, Goddard.
– Dios mío -espeté.
Lucille se giró hacia mí, parpadeó de nuevo y sonrió con dulzura.
– Los intestinos tecnológicos de este espantoso trol eran demasiado avanzados para su tiempo -dijo Mordden-. Desarrollé un sistema operativo de trama múltiple que funciona con un procesador de ocho bits. Inteligencia artificial de última generación sobre un código muy apretado. La arquitectura es muy astuta. Hay tres ASIC separados en su panza, y yo los diseñé.
ASIC era como se llamaba en jerga de freak un chip de ordenador diseñado a medida y capaz de hacer varias cosas distintas.
– ¿Lucille? -dijo Mordden, y la muñeca se giró parpadeando-. Vete a la mierda, Lucille.
Lucille entrecerró lentamente los ojos, su boca se estiró hacia abajo y emitió un angustioso buuu. Una lágrima solitaria le bajó por la mejilla. Mordden le levantó la parte superior del pijama, dejando al aire una pequeña pantalla de cristal líquido.
– Papá y mamá pueden programarla y ver la programación en esta pantallita patentada por Trion. Uno de los ASIC controla esta pantalla, otro controla los motores, otro controla el habla.
– Increíble -dije-. Y todo esto para una muñeca.
– Correcto. Y luego la compañía de juguetes con la que nos asociamos echó a perder el lanzamiento. Que te sirva de lección. El embalaje era terrible. La distribución no se hizo hasta la última semana de noviembre, es decir, unas ocho semanas demasiado tarde, porque para entonces mamá y papá ya han hecho sus listas de Navidad. Además, el precio era una mierda. En esta economía, a mamá y papá no les gusta gastar más de cien dólares en un juguetito. Y por supuesto, los genios de marketing de Consumo Educativo Trion creyeron que yo había inventado el próximo Beanie Baby [13] así que acumulamos una reserva de varios cientos de miles de chips hechos a medida, manufacturados en China a un costo enorme e inútiles para cualquier otra cosa. O sea que Trion quedó en poder de casi medio millón de muñecas feas que nadie quería, además de trescientos mil componentes de repuesto que no llegaron a ensamblarse y que a día de hoy descansan en un depósito de Van Nuys.
– Ay.
– No pasa nada. Nadie puede tocarme. Tengo criptonita.
No dijo a qué se refería, pero así era Mordden, siempre al filo de la locura, de manera que no seguí adelante con la conversación. Regresé a mi cubículo, donde encontré que tenía varios mensajes de voz. Cuando escuché el segundo, reconocí la voz, con sobresalto, aun antes de que se identificara.
– Señor Cassidy -dijo la voz áspera-, yo quisiera… Ah, sí, soy Jock Goddard. Me gustaron mucho sus comentarios de la reunión de esta mañana, y me gustaría saber si puede usted pasar por mi oficina. ¿Podría llamar a Flo, mi asistente, y arreglar una cita?