Compromiso: La detección de un agente, un piso franco o una técnica de inteligencia por parte de alguien del otro bando.
Diccionario internacional del espionaje.
El despacho de Jock Goddard no era más grande que el de Tom Lundgren o el de Nora Sommers. Me impresionó. El despacho del maldito presidente ejecutivo era apenas unos metros más grande que mi patético cubículo. La primera vez seguí recto, convencido de que estaba en el lugar equivocado. Pero ahí estaba el nombre -Augustine Goddard- en una placa de bronce puesta sobre la puerta, y de hecho él mismo estaba fuera, hablando con su asistente. Llevaba uno de sus suéteres de medio cuello, sin chaqueta, y llevaba unas gafas de lectura de montura negra. La mujer a la que le hablaba (asumí que era Florence) era una negra grande vestida con un magnífico traje sastre plateado. El pelo le caía a ambos lados de la cabeza, atravesado por franjas grises como una mofeta, y tenía un aspecto formidable.
Ambos me miraron cuando me acerqué. Ella no tenía idea de quién era yo, y Goddard tardó un minuto reconocerme, pero al fin lo logró -era el día siguiente a la gran reunión- y dijo:
– Ah, Señor Cassidy. Genial, gracias por venir. ¿Puedo ofrecerle algo de beber?
– Estoy bien, gracias -dije. Recordé el consejo de la doctora Bolton y dije-: Tal vez un poco de agua.
De cerca, Goddard se veía más pequeño y sus hombros más caídos. Su famosa cara de duende -los labios delgados, los ojos brillantes- era exactamente como las máscaras con su rostro que una de las unidades comerciales había mandado fabricar para la fiesta de Halloween del año anterior. Yo había visto una de ellas colgada de un alfiler en la pared de algún cubículo. Todos los de la unidad se habían puesto la máscara y habían montado una especie de parodia o algo así.
Flo le alcanzó un sobre de papel manila -era mi expediente de Recursos Humanos- y él le dijo que no le pasara llamadas, y me invitó a su despacho. Yo no sabía qué quería de mí, así que mi sentimiento de culpa se exacerbó: había estado merodeando por la empresa de este tío, jugando a los espías. Había tenido cuidado, por supuesto, pero un par de veces había cometido errores.
Aun así, ¿podía tratarse de algo malo? El presidente nunca levanta el hacha él mismo, deja que lo hagan sus verdugos. Pero no pude evitar preguntármelo. Estaba ridículamente nervioso, y no tenía demasiado éxito a la hora de disimularlo.
Goddard abrió una pequeña nevera escondida en un armario y me alcanzó una botella de Aquafina. Luego se sentó detrás de su escritorio -en realidad, no había otro lugar- y de inmediato se recostó en su silla de cuero. Yo me senté en una de las sillas del otro lado de la mesa. Miré alrededor y vi una foto de una mujer poco atractiva que tomé por su esposa, ya que tenían aproximadamente la misma edad. Tenía el pelo blanco, era simple y estaba sorprendentemente arrugada (Mordden la había llamado shar-pei) y llevaba un collar de perlas de tres vueltas a lo Barbara Bush, probablemente para disimular los pliegues del cuello. Me pregunté si Nick Wyatt, consumido como estaba de envidia por Jock Goddard, tenía la menor idea de la mujer que esperaba al envidiado por las noches. Las bellezas tontas de Wyatt cambiaban o rotaban cada dos noches, y todas tenían las tetas como si fueran modelos de revista; ése era uno de los requisitos del empleo.
Había una estantería llena de reproducciones de latón de coches clásicos, deportivos con grandes alerones y líneas terminadas en punta, y unos cuantos camiones de leche Divco. Eran modelos de los cuarenta o los cincuenta, probablemente de cuando Jock Goddard era un niño o un jovencito.
Me sorprendió mirándolos y dijo:
– ¿Qué coche tiene usted?
– ¿Qué coche tengo? -Por un instante no supe a qué se refería-. Ah, un Audi A6.
– Audi -repitió como si fuera una palabra extranjera. De acuerdo, tal vez lo sea-. ¿Le gusta?
– Está bien.
– Hubiera pensado que sería un Porsche 911, o al menos un Boxster, o algo por el estilo. Un tipo como usted.
– En realidad, no soy un fanático de los coches -dije. Era una respuesta calculada, lo admito, deliberadamente contradictoria. La consigliere de Wyatt, Judith Bolton, había dedicado parte de una sesión a hablar de coches, para que yo pudiera encajar en la cultura empresarial de Trion. Pero el instinto me decía que en un cara a cara no iba a lograrlo. Mejor evitar el tema por completo.
– Yo creía que en Trion todos eran fanáticos de los coches -dijo Goddard. Me hablaba con picardía: con esa frase, lanzaba un derechazo contra el servilismo de sus imitadores. Eso me gustó.
– Los ambiciosos, por lo menos -dije, sonriendo.
– Bueno, usted sabe, los coches son mi única extravagancia, y eso tiene una razón. A principios de los setenta, cuando Trion salió a bolsa y empecé a ganar más dinero del que podía gastar, salí un día y me compré un barco de veinte metros de eslora. Estaba feliz con mi barco, hasta que vi uno de veintitrés metros en el puerto deportivo. Tres metros más largo. Y sentí una punzada, ¿me entiende? Se me despertó el instinto competitivo. Y de repente sentí que sí, que era infantil, pero necesitaba comprarme un barco más grande. ¿Y sabe lo que hice?
– Se compró un barco más grande.
– No. Podría haberme comprado un barco más grande sin el menor esfuerzo, pero siempre habría algún idiota con un barco todavía más grande. ¿Y quién es el idiota entonces? Yo. Así no hay forma de ganar.
Asentí.
– Así que vendí el maldito barco. Al día siguiente. Lo único que mantenía la nave a flote era la fibra de vidrio y la envidia. -Soltó una risita-. Esa es la razón por la que mi despacho es pequeño. Pensé que si el despacho del jefe es del mismo tamaño que el de los demás ejecutivos, al menos en esta compañía no habrá tanta envidia profesional. La gente nunca dejará de competir para ver quién la tiene más grande. Mejor que se concentren en otra cosa. De manera, Elijah, que usted es de contratación reciente.
– En realidad, me llamo Adam.
– Mierda, lo he vuelto a hacer. Lo siento. Adam, Adam. Entendido. -Se inclinó sobre su escritorio, se puso sus gafas de lectura y hojeó mi archivo de Recursos Humanos-. Lo hemos sacado de Wyatt. Usted salvó al Lucid.
– No «salvé» al Lucid, señor.
– Aquí no necesita falsas modestias.
– No es modestia. Es exactitud.
Sonrió, como si le divirtiera.
– ¿Cómo ve a Trion comparada con Wyatt? No, olvide que se lo he preguntado. Prefiero que no me responda.
– No pasa nada, no me importa contestar -dije, con toda franqueza-. Me gusta este lugar. Es emocionante. Me gusta la gente. -Reflexioné un instante, me di cuenta de lo lameculos que sonaba eso-. Bueno, la mayoría.
Sus ojos de duende se arrugaron.
– Aceptó el primer paquete salarial que le ofrecimos -dijo-. Un tipo con sus credenciales podría haber negociado un poco más.
Me encogí de hombros.
– La oportunidad me interesaba.
– Puede ser, pero sugiere que estaba usted ansioso por largarse de allí.
Todo eso me estaba poniendo nervioso, y, de todas formas, sabía que a Goddard le gustaría que fuera discreto.
– Trion es más mi estilo, me parece.
– ¿Le están dando las oportunidades que esperaba?
– Sí.
– Paul, mi jefe de servicios financieros, me habló de su intervención sobre el GoldDust. Es obvio que usted tiene fuentes.
– Me mantengo en contacto con mis amigos.
– Adam, me gusta su idea de reformar el Maestro, pero me preocupa el tiempo que nos tome añadir el protocolo de seguridad. El Pentágono querrá tener prototipos para ayer.
– No es problema -dije. Tenía los detalles tan frescos como si me hubiera preparado para un examen final de química-. Kasten Chase ya ha desarrollado un protocolo de seguridad de acceso protegido a datos. Tienen su tarjeta encriptadora Fortezza, el módem de seguridad Palladium… las soluciones a nivel de hardware y software ya están. Incorporar todo eso al Maestro podría tomarnos dos meses. Estaríamos listos mucho antes de que nos concedan el contrato.
Goddard negó con la cabeza. Parecía aturdido.
– El maldito mercado ha cambiado mucho. Todo es «e-esto», «i-aquello», toda la tecnología converge hacia un mismo punto. Es la era del todo-en-uno. Los consumidores no quieren tener una televisión y un aparato de vídeo y un fax y un ordenador y un equipo de sonido y un teléfono y un largo etcétera -dijo. Me miró con el rabillo del ojo. Era obvio que estaba soltando la idea sólo para ver qué opinaba yo-. El futuro está en la convergencia, ¿no cree usted?
Puse cara de escepticismo, respiré hondo y dije:
– La respuesta larga es… no.
Tras unos segundos de silencio, sonrió. Yo había hecho mis deberes. Había leído la trascripción de unos comentarios informales que Goddard había hecho el año anterior, en Palo Alto, en una de esas conferencias sobre tecnología del futuro. Había soltado una diatriba contra la «fiebre de las prestaciones», como la llamaba, y yo había memorizado sus palabras, pensando que podría usarlas en alguna reunión.
– Explíquese.
– No es más que una inflación de prestaciones. Echar capas de policromado a costa de la facilidad de uso, de la simplicidad, de la elegancia. Creo que todos nos estamos cansando de tener que presionar treinta y seis botones de veintidós mandos a distancia sólo para poder ver las noticias de la tarde. Creo que ahora mismo hay gente que se enfurece cada vez que enciende el coche y sale la señal de revise el motor, porque uno no es capaz de abrir el capó, simplemente, y revisarlo, no, uno tiene que llamar a un mecánico especializado que viene con su ordenador de diagnósticos y su título de ingeniero del MIT.
– Incluso si uno es fanático de los coches -dijo Goddard con sonrisa sarcástica.
– Así es. Además, todo este asunto de la convergencia es un mito, la palabra de moda, muy peligrosa si uno se la toma en serio. Mal negocio. El teléfono-fax de Canon fue un fracaso: un fax mediocre y un teléfono aún peor. Nadie ha visto una lavadora que converja con la secadora, ni un microondas que converja con el horno de gas. Nadie quiere una combinación microondas-nevera-cocina-televisión si lo único que desea es tener frías las Coca-Colas. Cincuenta años después de la invención del ordenador, ¿con qué ha convergido? Con nada. En mi opinión, toda esta basura de la convergencia es una nueva versión de la liebrélope.
– ¿La qué?
– La liebrélope. La creación mítica de un taxidermista chiflado, mezcla de una liebre y un antílope. Hay tarjetas postales por todo el oeste.
– Usted no tiene pelos en la lengua, ¿verdad?
– No cuando creo tener la razón, señor.
Dejó el archivo sobre la mesa y se recostó dé nuevo en su silla.
– ¿Y qué me dice de la vista cenital?
– ¿Señor?
– Trion en conjunto. ¿Tiene alguna otra opinión contundente?
– Varias, seguro.
– Bien, oigámoslas.
Wyatt solía pedir análisis competitivos de Trion, y yo me los había aprendido de memoria.
– Pues bien, Trion Medical Systems es un portafolio bastante robusto, tecnologías de primera clase en resonancia magnética, medicina nuclear y ultrasonidos, pero es un poco débil en servicios, como información para el paciente y gestión de activos.
Sonrió, asintió.
– De acuerdo. Continúe.
– La unidad de Soluciones Empresariales obviamente es una porquería, no tengo que decírselo, pero ahí están las piezas necesarias para una penetración en el mercado en toda regla, especialmente en servicios basados en teléfono Internet, en voz activada por circuito, en ethernet. Sí, soy consciente de que la fibra óptica pasa por un mal momento, pero el futuro está en los servicios de banda ancha, de manera que tenemos que aguantar. La división de Aeroespacio ha tenido un par de años bastante duros, pero sigue siendo un magnífico portafolio de productos informáticos.
– ¿Y la Electrónica de Consumo?
– Obviamente es nuestra principal área, razón por la cual vine a trabajar aquí. Es decir, nuestros reproductores de DVD de gama más alta vencen a los de Sony sin esfuerzo. Los teléfonos inalámbricos son sólidos, siempre lo han sido. Los móviles son los reyes: el mercado nos pertenece. Tenemos la marca, podemos cobrar hasta un treinta por ciento más por nuestros productos sólo por el hecho de que ponga Trion en la etiqueta. Pero lo cierto es que hay demasiados puntos débiles.
– ¿Por ejemplo?
– Por ejemplo, es absurdo que no tengamos una forma de acabar con Blackberry. Los sistemas de comunicación inalámbrica deberían ser terreno nuestro. En cambio, estamos cediendo espacio a RIM y a Handspring y a Palm. Necesitamos un sistema inalámbrico de última generación.
– Estamos trabajando en ello. Hay un producto bastante interesante en la sala de espera.
– Buena noticia -dije-. La verdad, me parece que se nos está escapando el tren en cuanto a tecnología y productos para transmitir música y vídeo digital a través de Internet. Deberíamos concentrarnos en Investigación y Desarrollo, tal vez con empresas asociadas. Veo ahí un inmenso potencial de generación de ingresos.
– Creo que tiene razón.
– Y perdóneme por decirlo, pero me parece casi patético que no tengamos una línea seria de productos para niños. Fíjese en Sony: la consola PlayStation puede hacer la diferencia entre números rojos y números negros en según qué épocas. La demanda de ordenadores y electrodomésticos parece bajar cada dos años, ¿no? Aquí luchamos contra fabricantes de Taiwán y Corea del Sur, libramos guerras de precios en artículos como monitores de cristal líquido, vídeo digital y teléfonos móviles: todo eso es parte de la vida. Así que deberíamos vender para niños, ya que a los niños no les importa la recesión. Sony tiene su PlayStation, Microsoft tiene su Xbox, Nintendo tiene GameCube, pero ¿qué tenemos nosotros en el área de videojuegos? Cero coma cero. En una línea de productos orientada al consumidor, esto es una debilidad de talla mayor.
Otra vez se había erguido sobre su asiento, y había una sonrisa críptica en su cara arrugada.
– ¿Qué le parecería hacerse cargo de la reforma del Maestro?
– Nora manda ahí. Francamente, no me sentiría cómodo.
– Usted estaría a sus órdenes.
– No sé si le gustaría.
Su sonrisa se torció.
– Se le pasaría en un par de días. Nora sabe cuál es la mano que la alimenta.
– Por supuesto que no voy a oponerme, señor, pero creo que sería malo para la moral.
– Bien, y entonces ¿qué le parecería venir a trabajar para mí?
– ¿No es eso lo que hago?
– Quiero decir aquí, en el séptimo piso. Asistente especial del presidente en Estrategias de Nuevos Productos. Responsable con firma ante la unidad de Tecnologías Avanzadas. Le daría una oficina en este corredor. Eso sí, no más grande que la mía. ¿Le interesa?
No podía creer lo que oía. Creí que iba a estallar de excitación nerviosa.
– Claro que sí. ¿Estaría a sus órdenes?
– Así es. ¿Trato hecho?
Sonreí lentamente. Ya que estamos, pensé.
– Creo, señor, que a más responsabilidad, más dinero, ¿no es así?
Soltó una carcajada.
– ¿Ah, sí?
– Me gustaría recibir los cincuenta mil adicionales que debí haber pedido cuando entré a trabajar aquí. Y quisiera recibir cuarenta mil más en opciones de compra de acciones.
Se rió de nuevo: un jo-jo robusto, casi al estilo Papá Noel.
– Qué cojones, jovencito.
– Gracias.
– Le diré lo que haremos. No le voy a dar los cincuenta mil más, porque no creo en los «incrementos». Voy a doblar su sueldo. Más los cuarenta mil en opciones. Así se sentirá obligado a ir de culo por mí.
Me mordí el labio para no soltar un grito. ¡Dios mío!
– ¿Dónde vive? -preguntó.
Se lo dije, y negó con la cabeza.
– No es lo más apropiado para alguien de su nivel. Además, con el tiempo que va a pasar trabajando, no quiero que tenga que conducir cuarenta y cinco minutos por las mañanas y cuarenta y cinco por las noches. Tendrá que trabajar hasta tarde, así que quiero que viva cerca. ¿Por qué no se muda a uno de esos pisos que hay en Harbor Suites? Ahora se lo puede permitir. Tenemos a una señora que trabaja con el personal externo, se especializa en alojamiento empresarial. Ella le conseguirá algo bonito.
Tragué saliva.
– Suena bien -dije, tratando de controlar una risita nerviosa.
– Ahora, ya sé que no es fanático de los coches, pero este Audi… ¿Por qué no se hace con algo más divertido? Yo creo que cada persona debería estar enamorada de su coche. ¿Por qué no lo intenta? Quiero decir, no se compre un jet, pero sí algo divertido. Flo puede encargarse de los detalles.
¿Quería decir que iba a darme un coche? ¡Dios santo!
Se puso de pie.
– ¿Y bien? ¿Está usted conmigo? -Estiró la mano, y yo se la estreché.
– No soy idiota -dije.
– No, eso es evidente. Vale, bienvenido al equipo, Adam. Me encantará trabajar con usted.
Salí dando tumbos de su despacho y seguí hacia los ascensores con la cabeza en las nubes. Apenas podía tenerme en pie.
Y en ese momento me contuve, recordé por qué estaba allí, cuál era mi verdadero trabajo: cómo había llegado allí, incluso cómo había llegado al despacho de Goddard. Me acababan de dar un ascenso que estaba mucho más allá de mis capacidades.
Pero, obviamente, yo ya no recordaba para qué sí estaba capacitado.
No tuve que darle a nadie la noticia: el milagro del correo electrónico y los mensajes instantáneos ya se había hecho cargo de eso. Para cuando regresé a mi cubículo, el rumor se había propagado por todo el departamento. Goddard era obviamente un hombre de acción inmediata.
No había terminado de entrar al servicio para una meada urgente cuando Chad se había desabrochado la bragueta en el urinario de al lado.
– ¿Qué, es cierto lo que se dice, tío?
Yo miraba la pared de baldosas, impaciente. Necesitaba orinar con urgencia.
– ¿Qué se dice?
– Supongo que debo felicitarte.
– Ah, eso. No, felicitarme sería prematuro. Pero gracias de todos modos.
Miré fijamente el chisme de desagüe automático que había sobre el urinario American Standard. Me pregunté quién lo habría inventado, y si se habrían vuelto ricos, y si la familia haría bromitas cursis sobre el hecho de que su fortuna se fuera por el desagüe. Tan sólo quería que Chad se largara.
– Te subestimé -dijo, soltando un chorro poderoso. Mientras tanto, mi río Colorado amenazaba con romper la presa Hoover.
– ¿Ah, sí?
– Sí. Sabía que eras bueno, pero no sabía cuánto. No te di el crédito que merecías.
– He tenido suerte -dije-. O tal vez sólo tengo una boca muy grande, y por alguna razón eso le gusta a Goddard.
– No, no lo creo. Tienes una especie de fusión telepática con el viejo. Es como que sabes dónde hay que darle. Juraría que ni siquiera necesitáis hablar. Así de bueno eres. Estoy impresionado, campeón. No sé cómo lo has hecho, pero me has impresionado de verdad.
Se subió la bragueta y me dio una palmada en el hombro.
– Comparte el secreto, ¿quieres? -dijo, pero no esperó la respuesta.
Cuando volví a mi cubículo, Noah Mordden estaba inspeccionando los libros que había sobre el archivador. Sostenía un paquete envuelto en papel de regalo que parecía ser un libro.
– Cassidy -dijo-, nuestro chico guay, demasiado guay para quedarse entre nosotros.
– ¿Perdón? -Joder, le encantaban las referencias crípticas.
– Quiero regalarte algo -dijo.
Le di las gracias y abrí el paquete. Era un libro, un libro viejo que olía a moho. Sim Tzu y el arte de la guerra eran las palabras estampadas sobre la tapa de tela.
– Es la traducción de Lionel Giles, 1910 -dijo-. La mejor, creo yo. No es una primera edición, que ya son imposibles de encontrar, pero una de las primeras reimpresiones, al menos.
Me conmovió.
– ¿Cuándo tuviste tiempo para comprar esto?
– La semana pasada, en realidad lo pedí por Internet. No esperaba que fuera a ser un regalo de despedida, pero en fin. Al menos ahora no tendrás excusas.
– Gracias -le dije-. Lo leeré.
– Por favor, hazlo. Sospecho que ahora lo necesitarás todavía más. Recuerda el kotowaza japonés, «el clavo que sobresale recibe un martillazo». Tienes suerte de salir de la órbita de Nora, pero subir demasiado rápido es peligroso en cualquier organización. Es cierto que los halcones vuelan, pero las ardillas no se enredan con las hélices.
Asentí.
– Lo tendré en mente -dije.
– La ambición es una cualidad útil, pero siempre debes borrar tu rastro -dijo.
Definitivamente estaba aludiendo a algo -tuvo que haberme visto saliendo de la oficina de Nora- y logró que me cagara de miedo. Estaba jugando conmigo, con sadismo, como un gato con un ratón.
Nora me citó en su despacho por correo electrónico, y yo me preparé para una tormenta de mierda.
– Adam -me dijo, sonriendo, al verme llegar-, me acabo de enterar. Siéntese, siéntese. Me alegro tanto por usted. Y tal vez no debería revelar estas cosas, pero me encanta que se hayan tomado en serio mi entusiasmo por usted. No siempre hacen caso, ¿sabe?
– Lo sé.
– Pero les aseguré: si me escuchan, no se arrepentirán. Adam tiene lo que hace falta, les dije, ese tío llegará hasta el final. Les doy mi palabra. Lo conozco.
Claro, pensé, crees que me conoces. No tienes la menor idea.
– Me di cuenta de que le preocupaba lo de la reubicación, así que hice un par de llamadas -dijo-. Me alegra tanto que las cosas le salgan bien.
No respondí. Estaba demasiado ocupado pensando en lo que diría Wyatt cuando se enterara.
– ¡Mierda! -dijo Nicholas Wyatt.
Su armadura de arrogancia -tan contenida, tan bronceada- se agrietó durante una fracción de segundo. Me lanzó una mirada que casi rozó un cierto respeto. Casi. Sea como sea, me encontré frente a un Wyatt completamente nuevo, y disfruté viéndolo.
– Me está tomando el pelo -dijo y me siguió mirando-. Más le vale que esto no sea una broma. -Acabó por quitarme la mirada de encima, y fue un alivio-. Joder, es increíble.
Estábamos en su avión privado, pero el avión no se movía. Esperábamos a su tontita de turno para que los dos despegaran hacia la isla de Hawái, donde Wyatt tenía una casa en el complejo Hualalai. Los tres: Wyatt, Arnold Meacham y yo. Yo nunca había estado en un avión privado, y éste era hermoso, un Gulfstream G-IV, cabina interior de cuatro metros de ancho, veintitantos metros de envergadura. Nunca había visto tanto espacio libre en un avión. Prácticamente se podía jugar a fútbol allí dentro. No había más de diez asientos, una sala de conferencias separada y dos baños enormes con duchas.
Por supuesto, yo no los acompañaría a la Isla Grande. Aquello no era más que una provocación. Meacham y yo nos bajaríamos antes de que el avión fuera a ninguna parte. Wyatt llevaba una especie de camisa de seda negra. Deseé que tuviera cáncer de piel.
Meacham le sonrió a Wyatt y le dijo en voz baja:
– Brillante idea, Nick.
– Tengo que reconocérselo a Judith -dijo-. Originalmente, la idea fue de ella -sacudió lentamente la cabeza-. Pero dudo que siquiera ella se lo esperara.
Cogió su móvil y oprimió dos teclas.
– Judith -dijo-. Nuestro chico está trabajando para el Señor Don Jefe en persona. El Pez Grande. Asistente ejecutivo especial del señor presidente -hizo una pausa y le sonrió a Meacham-. No, no bromeo -otra pausa-. Judith, querida, quiero que hagas un curso intensivo con nuestro jovencito -pausa-. Ya, vale, obviamente esto es prioridad número uno. Quiero que Adam conozca a ese tío como la palma de su mano. Quiero que sea el mejor asistente especial que ese tío ha contratado en su puta vida. Correcto. -Y terminó la llamada con un bip. Me miró de nuevo y dijo-: Acaba usted de salvar el pellejo, mi amigo. ¿Arnie?
Parecía que Meacham hubiera estado esperando su turno.
– Revisamos todos los nombres de Aurora que nos dio -dijo de forma siniestra-. Ni salió nada de ningún puto nombre.
– ¿Y eso qué quiere decir? -pregunté. Dios mío, cómo odiaba a ese cabrón.
– No tienen números de seguridad social, no tienen nada.
No nos toque los cojones, amigo.
– Pero ¿de qué habla? Los bajé directamente del directorio de Trion en la página web.
– Bueno, pues no son nombres verdaderos, gilipollas. Los nombres de los asistentes son verdaderos, pero los de la división de investigación son falsos. Así de escondidos están: ni siquiera ponen sus nombres reales en la web. Nunca había visto nada parecido.
– Eso no tiene lógica -dije, sacudiendo la cabeza.
– ¿Nos está diciendo la verdad? -dijo Meacham-. Porque si no, le juro que lo aplastaremos -se dirigió a Wyatt-. La cagó completamente con los registros de personal. No sacó ni una mierda de ahí.
– Los registros no estaban, Arnold -le espeté-. Los habían cambiado de sitio. Así de cuidadosos son.
– ¿Qué sabe de la hembra? -interrumpió Wyatt.
– Veré a «la hembra» la semana que viene -dije sonriendo.
– ¿En plan chico-chica?
Me encogí de hombros.
– Le intereso. Ella forma parte de Aurora. Línea directa con los trabajos secretos.
Para mi sorpresa, Wyatt se limitó a asentir.
– Muy bonito.
Meacham pareció comprender de qué lado soplaba el viento. Se había quedado con el error de la operación Recursos Humanos, con el hecho de que los nombres de Aurora que salían en la página de Trion fueran falsos, y mientras tanto su jefe se concentraba en lo que estaba saliendo bien, en el sorprendente giro de los acontecimientos, y Meacham no quería que le pillaran con el pie cambiado.
– Ahora tendrá acceso al despacho de Goddard -dijo-. Hay un sinfín de artefactos que puede poner allí.
– Es que lo veo, coño, y no lo creo -dijo Wyatt.
– No creo que necesitemos seguir pagándole el salario de Wyatt -dijo Meacham-. No con lo que gana ahora en Trion. Mierda, este maldito cometa gana más que yo.
Wyatt parecía divertido.
– No, hicimos un trato.
– ¿Cómo me ha llamado? -le pregunté a Meacham.
– Transferir fondos a la cuenta de este chico implica un riesgo, aunque pase por miles de filtros -le dijo Meacham a Wyatt.
– Me ha llamado «cometa» -insistí-. ¿Qué significa eso?
– Pensé que era imposible de rastrear -le dijo Wyatt a Meacham.
– ¿Qué es un «cometa»? -dije.
Yo era un perro con un hueso: no iba a dejarlo caer, y no me importaba cuánto molestara a Meacham. Pero Meacham ni siquiera me escuchaba; Wyatt me miró y murmuró:
– Es jerga de espionaje empresarial. Un cometa es un «asesor especial» que va y hace labores de inteligencia por los medios que sea, simplemente cumple con su trabajo.
– ¿Cometa? -dije.
– Uno vuela una cometa, y si la cometa se enreda en un árbol, corta la cuerda -dijo Wyatt-. El desmentido plausible, ¿no ha oído hablar de eso?
– Uno corta la cuerda -repetí débilmente. En cierto modo no me importaría, pensé, porque la cuerda era en realidad una cadena. Pero sabía que al hablar de cortar la cuerda se referían a dejarme a mis expensas.
– Eso es si las cosas salen mal -dijo Wyatt-. No deje que salgan mal y nadie tendrá que cortar la cuerda. Y bien, ¿dónde se ha metido esta zorrita? Si no está aquí en dos minutos, me largo sin ella.
Luego hice algo completamente demencial pero que me resultó muy agradable. Salí y me compré un Porsche de ochenta mil dólares.
Hubo un tiempo en que hubiera celebrado una buena noticia emborrachándome, derrochando en champán o en un par de CD. Pero ahora estaba en otro nivel. Me gustaba la idea de cortar lazos con Wyatt cambiando el Audi por un Porsche, y todo por cortesía de Trion.
¿Habéis estado alguna vez en un concesionario Porsche? No es lo mismo que comprarse un Honda Accord, que eso quede claro. No es cuestión de entrar por la puerta y pedir que te dejen dar una vuelta. Hay que pasar por mucho coqueteo: hay que llenar un impreso, luego te preguntan por qué has venido, qué haces, cuál es tu signo del zodiaco.
Además hay tantas opciones que uno podría volverse loco. ¿Quieres faros Bixenón? ¿Panel de instrumentos Arctic Silver? ¿Quieres cuero, o cuero flexible? ¿Quieres ruedas Sport Design o Sport Classic II o Turbo-Look?
Lo que yo quería era un Porsche, y no quería esperar de cuatro a seis meses para que lo construyeran en Stuttgart-Zuffenhausen. Quería coger uno y llevármelo puesto. Lo quería ya. En el almacén sólo tenían dos cupés 911 Carrera, uno color rojo escarlata y otro negro basalto. Todo se reducía al estampado del cuero. El coche rojo tenía cuero negro que parecía de imitación, y además el estampado era rojo, como de película del oeste, era muy desagradable. En cambio, el modelo negro basalto tenía un maravilloso interior de cuero natural, flexible y marrón, con volante y palanca de cambio recubiertos de cuero. Apenas terminé de probarlo, dije: éste es. Tal vez el vendedor me tenía por uno de esos tíos que van sólo mirando, que al final no son capaces de apretar el gatillo, pero lo hice, y me aseguró que tomaba una buena decisión. Incluso ofreció encargarse de devolver el Audi alquilado a su concesionario sin coste alguno.
Era como pilotar un jet; cuando aceleraba a fondo, hasta sonaba como un 767. Trescientos veinte caballos de fuerza, de cero a sesenta en cinco coma cero segundos, una potencia increíble. Palpitaba y rugía. Puse mi CD favorito (uno de los últimos que había pirateado) y le subí el volumen a The Clash, Pearl Jam y Guns N' Roses de camino al trabajo. Por un momento creí que todo estaba sucediendo como tocaba.
Incluso antes de que me mudara a mi nuevo despacho, Goddard quería que encontrara un sitio nuevo donde vivir, algo más próximo al edificio de Trion. Y yo no iba a protestar: hacía mucho tiempo que habría debido hacerlo.
Su gente me ayudó a dejar el basurero en que había vivido durante tanto tiempo y a mudarme a un piso nuevo: planta veintinueve, Torre Sur, Harbor Suites. Cada una de las dos torres tenía como ciento cincuenta apartamentos en treinta y ocho plantas, desde estudios hasta pisos de tres habitaciones. Las torres se alzaban sobre uno de los hoteles más pijos de toda el área, cuyo restaurante aparecía en los primeros puestos de Zagat.
El piso parecía salido de una sesión fotográfica de Architectural Digest. Tenía unos ciento ochenta y cinco metros cuadrados, techos de cuatro metros de alto, parqué de madera noble y suelos de piedra. Había una «suite principal» y una «biblioteca» que también podía ser usada como cuarto de invitados, un comedor formal y un salón gigantesco.
Había ventanas que iban desde el techo hasta el suelo y que daban a las vistas más sorprendentes que jamás hubiera visto. El salón mismo daba por un lado a la ciudad, esparcida allá abajo, y por el otro al agua.
La cocina con comedor incorporado parecía una vitrina de exhibición en una de esas tiendas de cocinas pijas, y tenía todos los nombres que había que tener: nevera Sub-Zero, lavaplatos Miele, horno Viking de doble alimentación, armarios Poggenpohl, encimeras de granito, hasta una «cava» de vino incorporada.
Claro, que no iba a necesitar la cocina. Si querías «cenar en casa», no tenías más que coger el teléfono de la pared y apretar un botón para recibir la cena de manos del servicio de habitaciones del hotel; podías incluso pedir, sin tener que planearlo con anticipación, que un cocinero del restaurante del hotel subiera y cocinara una cena para ti y tus invitados.
Había un inmenso club deportivo con instalaciones de última generación, dos mil metros cuadrados donde muchos ricos que no vivían allí hacían ejercicio o jugaban a squash o hacían Pilates o yoga taoísta y tomaban saunas e ingerían proteínas en forma de exquisiteces en la cafetería.
Ni siquiera tenías que aparcar coche. Lo dejabas a la entrada del edificio, y el mozo se lo llevaba a algún lado y lo aparcaba él mismo, y luego podías llamar para que te lo devolvieran.
Los ascensores viajaban a velocidad supersónica -tan rápido que los oídos se te tapaban-, tenían paredes de caoba y suelos de mármol y eran más o menos del mismo tamaño que mi anterior piso.
La seguridad también era muchísimo mejor aquí. Los matones de Wyatt no podrían entrar tan fácilmente y registrar mis cosas. Eso me gustó.
Ninguno de los pisos de Harbor Suites costaba menos de un millón, y el mío pasaba de los dos millones, pero todo era gratis -muebles incluidos- como cortesía de Trion Systems, una especie de beneficio extra.
La mudanza fue indolora, porque no conservé nada de mi viejo piso. Goodwill y el Ejército de Salvación vinieron y se llevaron el sofá grande y horrible, la mesa de formica de la cocina, la cama y el colchón de muelles y toda esa basura, hasta mi viejo escritorio de mierda. Del sofá cayó toda la basura del mundo cuando lo levantaron para llevárselo: papeles de Zig-Zag, toda la parafernalia del drogadicto. Conservé mi ordenador, mi ropa y la cacerola de hierro negro de mi madre (por razones sentimentales, porque nunca la usaba). Lo metí todo en el Porsche, lo cual da una idea de lo poco que había, porque en el maletero de un Porsche hay cero espacio. Todos los muebles los mandé traer de esa tienda de muebles lujosos, Domicile (fue sugerencia del agente): sofás grandes, acolchonados y demasiado rellenos en los cuales uno podía ahogarse, con sus sillones a juego, y una mesa de comedor con sillas que parecían venir de Versalles, una cama gigantesca con cabecera de hierro, tapetes persas. Colchones Dux, supercaros. Todo. Un ojo de la cara, pero no era yo quien pagaba.
De hecho, los de Domicile estaban trayéndome los muebles cuando el portero, Carlos, me llamó para decirme que abajo me esperaba un visitante, un señor Seth Marcus. Le dije que lo hiciera pasar.
La puerta principal estaba ya abierta para los del almacén, pero Seth llamó al timbre y se quedó parado en el vestíbulo. Llevaba una camiseta de Sonic Youth y vaqueros Diesel rotos. Sus ojos marrones, que normalmente se veían tan llenos de vida, casi maníacos, parecían muertos. Estaba apagado, y no supe si se sentía intimidado o celoso o cabreado -o una combinación de las tres cosas- por el hecho de que yo hubiera desaparecido de su radar.
– Hola, tío -dijo-. Te he encontrado.
– Hola -le dije y le di un abrazo-. Bienvenido a mi humilde morada.
No sabía qué más decir. Por alguna razón me sentía avergonzado. No quería enseñarle el lugar. Él se quedó en el vestíbulo.
– ¿No ibas a decirme que te mudabas?
– Ha sido una cosa repentina -dije-. Iba a llamarte.
Sacó una botella de champán barata de esa mochila de lienzo que llevaba como si fuera un cartero. Me la dio.
– He venido a celebrarlo. He pensado que una caja de cerveza era poco para ti.
– ¡Genial! -dije, recibiendo la botella e ignorando el ataque-. Pasa, pasa.
– Joder, esto es magnífico -dijo con voz plana y poco entusiasta-. Inmenso, ¿no?
– Ciento ochenta y cinco metros. Ven, te lo enseño.
Le hice el tour. Seth dijo cosas graciosas como «Si eso es una biblioteca, ¿no necesitas libros?» y «lo único que te hace falta para amueblar la habitación es una chati». Dijo que mi piso era «una mierda» y «que apestaba», lo cual era su forma falsamente gangsteril de decir que le gustaba.
Me ayudó a quitarle el plástico y la cinta a un sofá para que pudiéramos sentarnos. Lo habían puesto en medio del salón, cómo flotando allí, de cara al océano.
– Guay -dijo, hundiéndose en él. Parecía como si quisiera poner los pies sobre algo, pero todavía no me habían traído la mesa de centro, lo cual estaba bien, porque no quería verle poner sus Doc Martens llenas de barro sobre mi mesa.
– ¿Ahora te haces la manicura? -dijo con suspicacia.
– De vez en cuando -admití con voz tímida. No podía creer que se diera cuenta de detalles tan pequeños como mis uñas. Dios mío-. Tengo que tener pinta de ejecutivo, ¿sabes?
– ¿Y qué le pasa a tu pelo?
– ¿Qué le pasa?
– ¿No crees que es, digamos, un poco mariposa?
– ¿Mariposa?
– Como demasiado elegante, ¿sabes? ¿Te pones mierdas en el pelo, gomina o espuma o algo así?
– Un poco de gomina -dije en tono defensivo-. ¿Y qué tiene eso de malo?
Achicó los ojos y sacudió la cabeza.
– ¿Te has puesto colonia?
Quise cambiar de tema.
– Creía que trabajabas hoy por la noche -dije.
– ¿Te refieres a lo del bar? No, lo he dejado. Resultó ser una mierda.
– Parecía un sitio guay.
– No para el que trabaja allí, tío. Te tratan como a un puto camarero.
Solté una carcajada.
– Ahora tengo algo mucho mejor -dijo-. Estoy en el «equipo móvil de energía» de Red Bull. Te dan un coche genial para ir por ahí repartiendo muestras y hablando con gente, cosas así. El horario es totalmente flexible. Puedo hacerlo después de lo del bufete.
– Suena perfecto.
– Completamente. Me deja tiempo libre para trabajar en mi himno empresarial.
– ¿Himno empresarial?
– Todas las grandes compañías tienen uno. Un rock mediocre, o un rap, o algo. «¡Trion! ¡Cambia tu mundo!» -cantó-. Algo así. Si Trion no tiene uno, tal vez puedas hablarle de mí a la persona indicada. Te apuesto a que me pagarán royalties cada vez que uno de vosotros lo cante en un picnic de empresa.
– Veré qué puedo hacer -dije-. Hostia, no tengo copas. Estoy esperando un envío, pero no ha llegado. Dicen que en Italia el vidrio se sopla con la boca, me pregunto si todavía se alcanza a oler el ajo.
– No te preocupes. Lo más probable de todas formas es que el champán sea una mierda.
– ¿Sigues trabajando en el bufete?
Eso pareció avergonzarlo.
– Es mi única paga fija.
– Oye, eso es importante.
– Créeme, tío, hago lo menos posible. Hago justo lo necesario para sacarme a Shapiro de encima: faxes, copias, búsquedas, lo que sea, y me queda tiempo suficiente para navegar por la web.
– Guay.
– Gano veinte dólares a la hora por jugar a videojuegos y piratear CD y hacer como si trabajara.
– Genial -dije-. Los tienes bien engañados.
Pero la verdad es que era patético.
– Ya lo creo.
Y en ese momento, no sé por qué, se me escaparon las palabras.
– ¿Y a quién crees que engañas más, a ellos o a ti mismo?
Seth me miró de un modo extraño.
– ¿De qué hablas?
– Quiero decir que haces el gilipollas, haces trampas trabajando lo menos posible, ¿y alguna vez te has preguntado por qué lo haces? ¿Qué sacas de todo eso?
Sus ojos se encogieron, hostiles.
– ¿De qué vas?
– Llegará un momento en que tengas que comprometerte con algo, ¿sabes?
Se quedó en silencio.
– Lo que tú digas -dijo al fin-. Oye, ¿quieres salir, ir a alguna parte? Esto es demasiado adulto para mí, me pone los pelos de punta.
– Vale.
Había estado pensando en llamar al hotel y pedir que nos mandaran a un cocinero para hacer la cena, porque creí que Seth se sentiría impresionado o le parecería guay, pero de inmediato recapacité. No habría sido buena idea. Habría sacado a Seth de casillas. Aliviado, llamé al mozo y le pedí que trajera mi coche.
Me estaba esperando cuando bajamos.
– ¿Es tuyo? -balbuceó-. ¡No es posible!
– Es posible -dije.
Su compostura cínica y desapegada acabó por descomponerse.
– ¡Esta criatura debe de costar unos cien mil!
– Menos -dije-. Mucho menos. De todas formas, la empresa lo alquila para mí.
Se acercó al Porsche lentamente, sobrecogido, igual que se acercaban los simios al monolito en 2001: Odisea del espacio, y acarició el reluciente negro basalto de la puerta.
– Bueno, tío, ¿cuál es tu chanchullo? -exigió-. Quiero mi tajada.
– Ningún chanchullo -dije, incómodo, mientras subíamos al coche-. Me cayó en las manos.
– Vamos, tío, que soy yo, Seth. ¿Te acuerdas de mí? Qué, ¿vendes drogas? Porque si es eso, más vale que me metas.
Solté una risa hueca. Mientras salíamos vi un coche absurdo que debía de ser el suyo: sobre un cochecito de mala muerte había una gigantesca lata de Red Bull, azul, roja y plateada. Era como de broma.
– ¿Eso es tuyo?
– Sí. Guay, ¿no? -dijo. No sonaba muy entusiasmado.
– Simpático -dije. Era ridículo.
– ¿Sabes cuánto me ha costado? Nada. Sólo tengo que conducirlo por ahí.
– Buen trato.
Se recostó en el asiento de cuero flexible.
– Qué máquina -dijo. Respiró una bocanada del olor a coche nuevo-. Esto es genial, tío. Creo que prefiero tu vida. ¿Cambiamos?
Volver a encontrarme con la doctora Bolton en las oficinas de Wyatt, donde podría ser visto al llegar o al salir, era, por supuesto, impensable. Pero ahora que había entrado en el club de los grandes cazadores, necesitaba una sesión en profundidad. Wyatt insistió, y yo no me mostré en desacuerdo.
Así que el sábado siguiente nos dimos cita en un Marriott, en una suite destinada a reuniones de negocios. Me habían mandado por correo electrónico el número de habitación. Cuando llegué, ella ya estaba allí, con su ordenador conectado a un monitor de vídeo. Qué raro: esta mujer todavía me ponía nervioso. En el camino había parado para darme otro de mis cortes de pelo de cien dólares, y llevaba ropa decente, no mi acostumbrado atuendo de fin de semana.
Había olvidado lo intensa que era -los gélidos ojos azules, el pelo rojo cobrizo, el rojo reluciente de labios y uñas- y al mismo tiempo lo dura que parecía. Le di un firme apretón de manos.
– Llega muy puntual -dijo, sonriendo.
Me encogí de hombros, medio sonriendo para hacerle saber que sí, que entendía el comentario, pero la verdad es que no me pareció divertido.
– Tiene buen aspecto. El éxito le sienta bien.
Nos sentamos frente a una elegante mesa de conferencias que parecía salida del comedor de alguien -del mío, tal vez- y me preguntó cómo iba todo. Le informé de lo bueno y de lo malo, incluyendo a Chad y a Nora.
– Tendrá enemigos -dijo-. Eso es de esperar. Pero esos dos son amenazas: usted ha dejado una colilla en el bosque, y si no la apaga puede encontrarse con un incendio.
– ¿Y cómo la apago?
– Ya hablaremos de eso. Por ahora, quiero que nos concentremos en Jock Goddard. Y aunque acabe por olvidar todo lo que voy a decirle hoy, quiero que recuerde por lo menos esto: Goddard es patológicamente honesto.
No pude evitar una sonrisa. Aquello venía de la consigliere de Nick Wyatt, un hombre tan tramposo que haría trampas en un examen de próstata.
Sus ojos relampaguearon de irritación. Se inclinó hacia mí:
– No es una broma. Goddard no le ha escogido porque le guste su cabeza, sus ideas (que por supuesto no son para nada suyas), sino porque su honestidad le resulta refrescante. Usted dice lo que piensa. Eso le gusta.
– ¿Eso es «patológico»?
– La honestidad es prácticamente un fetiche para él. Cuanto más directo sea usted, cuanto menos calculador parezca, mejor será el resultado. -Me pregunté si Judith veía la ironía de lo que estaba haciendo: aconsejándome sobre cómo engañar a Jock Goddard fingiendo honestidad. Cien por cien honestidad sintética, cero por ciento fibras naturales-. Si llega a detectar algo sospechoso, obsecuente o calculador en su comportamiento, si llega a pensar que trata de lamerle el culo o de seguirle el juego, Goddard se echará atrás. Y una vez perdida, su confianza no es recuperable.
– Entendido -dije, con impaciencia-. De ahora en adelante, nada de seguirle el juego.
– Cariño, ¿en qué planeta vives? -me espetó-. Por supuesto que le seguimos el juego al viejo. Lección número dos del arte del peloteo. Usted lo manipulará, pero tendrá que hacerlo con mucho arte. Nada obvio, nada que pueda olerse. Igual que los perros pueden oler el miedo, Goddard puede oler la mentira. Así que usted se presentará como el tipo más directo del mundo. Las malas noticias que le oculten los demás, se las dará usted. Le mostrará un plan que le guste, pero será usted mismo quien señale los puntos débiles. La integridad es un bien escaso en nuestro mundo: cuando aprenda a fingirla, Adam, irá por buen camino.
– Que es por donde quiero ir -dije con sequedad.
Judith no tenía tiempo para mis sarcasmos.
– La gente siempre dice que a nadie le gustan los lameculos. Pero la verdad es que a la inmensa mayoría de presidentes ejecutivos les encanta que les laman el culo, aun cuando saben que se lo están lamiendo. Se sienten poderosos, confiados, un lameculos reafirma sus frágiles egos. Jock Goddard, en cambio, no tiene esa necesidad. Créame, Goddard tiene una opinión bastante buena de sí mismo. Ni la necesidad ni la vanidad lo han enceguecido. No es un Mussolini que necesite rodearse de hombres que siempre le den la razón.
¿Como alguien a quien conocemos?, pensé.
– Mire el tipo de gente de la que se rodea: gente inteligente, ingeniosa, que pueda ser brusca y franca.
Asentí.
– Quiere decir que no le gustan los halagos.
– No, eso no es para nada lo que quiero decir. A todo el mundo le gustan los halagos. Pero Goddard tiene que sentir que son de verdad. Una vez Napoleón salió a cazar en el Bois de Boulogne con Talleyrand, que quería desesperadamente impresionar al gran general. El bosque estaba repleto de conejos, y Napoleón mató cincuenta. Pero cuando descubrió que no eran conejos salvajes, que Talleyrand había mandado a uno de sus sirvientes a comprar docenas de conejos en el mercado y a soltarlos en el bosque, se enfureció. Nunca volvió a confiar en Talleyrand.
– Lo tendré en mente la próxima vez que Goddard me invite a cazar conejos.
– Lo importante -me ladró- es que cuando halague, lo haga de forma indirecta.
– Pero yo no estoy tratando con conejos, Judith. Más bien con lobos.
– Muy bien. ¿Sabe mucho de lobos?
– Un poco.
– Es muy simple. Siempre hay un macho Alfa, por supuesto, pero lo interesante es que la jerarquía se pone a prueba constantemente. Es muy inestable. A veces un macho Alfa suelta un pedazo de carne justo en frente de los otros y se echa un par de pasos para atrás, y se pone a mirar. Los reta a que se atrevan siquiera a olerlo.
– Y si lo hacen, pueden darse por muertos.
– Error. Por lo general, el Alfa no hace más que mirar. Tal vez posar un poco. Levantar la cola y las orejas, gruñir, verse grande y fiero. Y si estalla una pelea, el Alfa atacará las partes más vulnerables de su agresor. Su intención no es herir de gravedad a un miembro de su propia manada, ni mucho menos matar a alguien, por supuesto. El lobo Alfa necesita a los demás. Los lobos son animales pequeños, y ningún lobo es capaz de matar a un alce, a un caribú, sin la ayuda de la manada. Lo importante es que están constantemente poniéndose a prueba.
– Es decir, que me van a poner a prueba constantemente.
Así era: para entender a Goddard, no necesitaba un máster. Necesitaba un diploma de veterinario. Judith me miró de soslayo.
– El asunto, Adam, es que las pruebas son siempre muy sutiles. Pero al mismo tiempo el líder de una manada quiere que su equipo sea fuerte. Por eso se aceptan ocasionales muestras de agresividad: demuestran la resistencia, la fuerza, la vitalidad de la manada entera. Por eso es importante la honestidad, la franqueza estratégica. Cuando halague, hágalo de manera sutil e indirecta, y asegúrese de que Goddard piensa que de usted siempre recibirá la pura verdad. Jock Goddard sabe lo que muchos otros presidentes ignoran: que la franqueza de sus asistentes es vital a la hora de saber qué ocurre realmente en su empresa. Porque si pierde contacto con lo que realmente ocurre, está muerto. Y déjeme que le diga algo más que necesita saber. En toda relación mentor-protegido entre hombres hay un componente padre-hijo, pero yo tengo la sospecha de que en este caso la relación es aun más cercana. Es probable que usted le recuerde a su hijo Elijah.
Recordé que Goddard me había llamado así un par de veces, por error.
– ¿Tiene mi edad?
– La habría tenido. Murió hace un par de años, a los veintitrés. Hay quienes piensan que desde la tragedia Goddard no ha sido el mismo, que se ha vuelto demasiado blando. El asunto es que igual que usted puede llegar a idealizar a Goddard como el padre que le habría gustado tener -y aquí sonrió: de alguna manera sabía lo de mi padre-, es probable que usted le recuerde al hijo que le gustaría tener todavía. Y usted debería ser consciente de ello, porque es algo que tal vez pueda usar. Y es algo que debe tener en mente, porque Goddard puede mostrarse a veces inmerecidamente laxo con usted, pero otras veces puede ser más exigente de lo normal.
Presionó algunas teclas de su portátil.
– Ahora necesito toda su atención. Vamos a ver algunas entrevistas que a lo largo de los años Goddard ha dado por televisión: una vieja, de Wall Street Week With Louis Rukeyer, varias de CNBC, una que hizo con Katie Couric en The Today Show.
En la pantalla apareció, paralizada, una imagen de un Jock Goddard mucho más joven, aunque ya pícaro y con aires de duende. Judith giró sobre su silla para ponerse de cara a mí.
– Adam, ésta es una excelente oportunidad. Pero es también una situación mucho más peligrosa que la que ha experimentado hasta ahora en Trion, porque se encontrará más constreñido, menos libre de pasar desapercibido por la compañía o simplemente de andar con gente normal y trabajar con ellos. Paradójicamente, su trabajo de inteligencia acaba de volverse mucho más difícil. Necesitará todas las municiones que pueda cargar. Por eso quiero que hoy, cuando terminemos de trabajar, usted conozca a este tipo como la palma de su mano. ¿Me sigue?
– La sigo.
– Bien -dijo, y sonrió con una de sus sonrisitas atemorizadoras-. Sé que es así -luego bajó la voz y habló casi en susurros-. Escuche, Adam, tengo que decírselo por su propio bien: nuestro Nick se está impacientando, quiere resultados. ¿Cuántas semanas lleva usted en Trion? Y todavía no sabemos lo que ocurre con los trabajos secretos.
– La agresividad tiene un límite -dije-, y…
– Adam -me dijo en voz baja y en un inconfundible tono de amenaza-. Con Nick no hay que jugar.
Alana Jennings vivía en un dúplex ubicado en uno de esos edificios de ladrillo rojo, a poca distancia de las oficinas de Trion. Lo reconocí de inmediato gracias a la foto.
Cuando empiezas a salir con una chica y te das cuenta de todo por primera vez, dónde vive y cómo viste y el perfume que usa, todo parece nuevo y distinto, ¿no es así? Pues bien, lo extraño era que yo sabía mucho de ella, más de lo que algunos maridos llegan a saber de sus mujeres, y no había pasado con ella más de un par de horas.
Aparqué el Porsche en la entrada de la casa -¿no es en parte para eso que están los Porsches, para impresionar a las chicas?-, subí la escalera y toqué el timbre. Su voz alegre habló por el interfono: bajaba, dijo.
Llevaba una blusa campesina blanca y bordada y mallas negras, tenía el pelo recogido y no llevaba esas gafas negras que tanto miedo me daban. Me pregunté si los campesinos usaban jamás blusas campesinas, y si había campesinos aún en el mundo, y, en caso de que los hubiera, si se veían a sí mismos como campesinos. Alana iba demasiado bella. Olía muy bien, diferente de las demás chicas con las que acostumbraba salir. Una fragancia floral llamada Fleurissimo; recordé haber leído que la compraba en un lugar llamado Casa del Credo cada vez que iba a París.
– Hola -dije.
– Hola, Adam.
Llevaba pintalabios brillante y cargaba un diminuto bolso negro y cuadrado colgado del hombro.
– Mi coche está aquí -dije, tratando de ser sutil acerca del Porsche recién comprado y negro y reluciente que teníamos enfrente. Alana lo evaluó de una mirada pero no dijo nada. Probablemente su cabeza lo relacionaba con mi americana Zegna y mis pantalones y mi camisa negra de cuello abierto, y tal vez también con el reloj italiano de cinco mil dólares. Llevaba una blusa campesina; yo llevaba Hermenegildo Zegna. Perfecto. Ella fingía ser pobre, mientras yo trataba de parecer rico y tal vez me esforzaba demasiado.
Le abrí la puerta del pasajero. Antes había echado hacia atrás su asiento, para que hubiera suficiente espacio para sus piernas. El aire del interior estaba cargado con el aroma del cuero nuevo. Había una pegatina del parking de Trion en la parte trasera izquierda del coche; ella no la había visto todavía. No la vería tampoco desde dentro del coche, pero quizá lo hiciera en algún momento, y no había problema: tarde o temprano iba a enterarse, de una forma o de otra, de que yo también trabajaba en Trion, y de que me habían contratado para ocupar su puesto. La coincidencia sería un poco rara, dado que nunca nos habíamos visto en el trabajo, y cuanto más pronto saliera a la luz, mejor sería. De hecho, yo había preparado un discursito típico: «¡Estás de broma! ¿En serio? ¡Yo también! ¡Qué increíble!»
Hubo algunos instantes de silencio incómodo en el trayecto hacia su restaurante Thai favorito. Lanzó una mirada al velocímetro y volvió a fijarse en la calle.
– Será mejor que tengas cuidado por aquí -dijo-. Es una trampa para corredores. Los policías esperan a que pases de ochenta y de inmediato te echan el guante.
Sonreí, asentí, y de inmediato recordé una escena de una de sus películas favoritas, Perdición, que yo había alquilado la noche anterior.
– ¿A cuánto iba, oficial? -dije en esa especie de voz plana de cine negro a lo Fred MacMurray.
Lo cogió de inmediato. Qué chica tan lista. Sonrió.
– A unos noventa, diría yo -imitaba perfectamente la voz de vampiresa de Barbara Stanwyck.
– Suponga que se baja de la moto y me pone una multa.
– Suponga que le permito que se vaya con una simple advertencia -respondió, jugando el juego, con ojos traviesos.
Yo tardé unos segundos en recordar la siguiente línea.
– Suponga que la advertencia no hace efecto.
– Suponga que le doy un manotazo en los nudillos.
Sonreí. Alana era buena, y estaba metida en el papel.
– Suponga que me pongo a llorar y me recuesto sobre su hombro.
– Suponga que lo intenta sobre el hombro de mi marido.
– Eso lo estropea todo -dije. Fin de la escena. Corten, grabado. Toma completa.
Alana rió, encantada.
– ¿Cómo es que conoces eso?
– Demasiado tiempo perdido viendo películas en blanco y negro.
– ¡Yo también! Y Perdición es una de mis favoritas.
– Me la sé de memoria, junto a El crepúsculo de los dioses. -Era otra de sus favoritas.
– ¡Exacto! «Yo soy grande. Es el cine el que se ha vuelto pequeño.»
Quise retirarme mientras iba ganando, porque ya se me había agotado mi reserva de datos inútiles sobre cine negro. Llevé la conversación al tema del tenis, que era más seguro. Luego me detuve frente al restaurante, y los ojos de Alana se iluminaron de nuevo.
– ¿Conoces este sitio? ¡Es el mejor!
– En cuanto a comida Thai, no hay otro igual, al menos para mí.
Un mozo aparcó el coche -no podía creer que le estuviera dando las llaves de mi Porsche nuevo a un chico de dieciocho años que probablemente lo sacaría a dar una vuelta cuando no hubiera mucho trabajo-, de manera que Alana nunca llegó a ver la pegatina de Trion. Pronto tendría que sacar a colación el viejo tema de «y tú a qué te dedicas». Mejor que fuera yo, pensé, y no que ella tuviera que sacármelo a la fuerza.
La verdad es que durante un buen rato fue una velada magnifica. Lo de Perdición parecía haberla puesto cómoda, parecía haberle hecho creer que estaba con una alma gemela. Un tío que escuchaba a Ani DiFranco, además: ¿qué más podía pedir? Tal vez un poco de profundidad: a las mujeres les suele gustar la profundidad, o al menos algún que otro momento de reflexión, y yo eso lo tenía bajo control.
Pedimos ensalada de papaya verde y rollitos primavera vegetarianos. Llegué a pensar en decirle que era vegetariano como ella, pero luego pensé que eso sería demasiado, y además no estaba seguro de ser capaz de sostener la farsa durante más de una cena. Así que pedí pollo Masaman al curry y ella pidió un curry vegetariano sin leche de coco -recordé haber leído que era alérgica a las gambas- y ambos bebimos cerveza Thai.
Del tenis pasamos al Tennis & Racquet Club, pero me apresuré a alejarnos de esos peligrosos precipicios que nos llevarían a la pregunta de cómo y por qué me encontraba allí ese día. Luego hablamos de golf y de las vacaciones de verano. Alana usaba «verano» como verbo. Se dio cuenta muy rápidamente de que veníamos de distintos lados del muro, pero eso le pareció bien. No iba a casarse conmigo ni presentarme a su padre, y yo no quería falsear también mi historia familiar, porque eso sería demasiado trabajo. Además no parecía necesario: yo parecía gustarle. Le conté historias de cuando trabajaba en el club de tenis, de los turnos nocturnos en la estación de servicio. En realidad, debió de sentirse un poco incómoda con su educación privilegiada, porque dijo una mentirijilla sobre cómo sus padres la obligaban a pasar parte del verano haciendo trabajos menores «en la empresa donde trabaja papá», evitando mencionar que papá era el presidente ejecutivo. Yo sabía, además, que Alana nunca había trabajado en la empresa de su padre. Sus veranos los había pasado en un rancho de Wyoming, en un safari en Tanzania, viviendo con otro par de chicas en un piso del VI de París (pagado por papá), o de interna en la Peggy Guggenheim, en el Gran Canal de Venecia. No poniendo gasolina, precisamente.
Cuando mencionó la empresa en que «trabajaba» su padre, me preparé para el inevitable tema de «y tú a qué te dedicas, dónde trabajas». Pero no llegó; llegaría más tarde. Me sorprendió cuando lo mencionó de una manera extraña, como armando un juego alrededor del tema. Suspiró.
– Bien, supongo que ahora tendremos que hablar de nuestro trabajo, ¿no?
– Bueno, pues…
– Para poder hablar sin parar de lo que hacemos durante el día, ¿no es cierto? Bueno, pues yo estoy en el área tecnológica, ¿vale? Y tú… espera, no me digas, yo lo sé.
El estómago se me cerró.
– Eres granjero. Tienes pollos.
Reí.
– ¿Cómo lo sabes?
– Sí. Un granjero que conduce un Porsche y lleva ropa Fendi.
– En realidad es Zegna.
– Da igual. Lo siento, tal vez a ti lo único que te interese sea hablar del trabajo, como a todos los tíos.
– La verdad es que no -modulé la voz para lograr un tono de sinceridad avergonzada-. La verdad es que prefiero vivir el presente, ser tan consciente como pueda. En Francia hay un monje budista vietnamita, Thich Nhat Nanh, se llama, y dice…
– Dios mío -dijo ella-, esto es lo más raro del mundo. ¡No puedo creer que conozcas a Thich Nhat Nanh!
En realidad no había leído nada de lo escrito por este monje, pero después de ver cuántos libros suyos había comprado Alana en Amazon, investigué un poco en un par de sitios web budistas.
– Claro que lo conozco -dije, como si todo el mundo hubiera leído las obras completas de Thich Nhat Nanh-. «El milagro no es caminar sobre el agua, el milagro es caminar sobre la verde tierra.»
Estaba bastante seguro de haberla clavado, pero en ese instante el móvil vibró en el bolsillo de mi americana. «Disculpa», dije, sacándolo y mirando el número que llamaba.
– Un segundo -me disculpé y cogí la llamada.
– Adam -dijo la voz profunda de Antwoine-. Venga ahora mismo. Se trata de su padre.
Apenas nos habíamos comido la mitad de nuestros platos. La llevé a su casa, disculpándome profusamente durante todo el trayecto. Alana no hubiera podido ser más comprensiva. Incluso se ofreció a acompañarme al hospital, pero no podía exponerla a mi padre, por lo menos no tan pronto. Eso hubiera sido demasiado truculento.
Después de dejarla, conduje el Porsche a ciento treinta y llegué al hospital en quince minutos, por fortuna sin que me pararan. Llegué a la sala de urgencias corriendo y en un estado de conciencia alterada: hiperalerta, asustado y con la mirada perdida. Tan sólo quería llegar a donde estaba mi padre para verlo antes de que muriera. Estaba convencido de que cada segundo de espera frente al mostrador de urgencias podía ser el segundo en que mi padre muriera, y no había tenido tiempo de decirle adiós. Prácticamente le grité el nombre de mi padre a la enfermera encargada de filtrar a los visitantes, y cuando me dijo dónde estaba, salí disparado. Recuerdo haber pensado que si mi padre estuviera muerto la enfermera me habría dicho algo al respecto, así que debía de seguir vivo.
Primero vi a Antwoine, parado junto a las cortinas verdes. Tenía la cara rasguñada y sucia de sangre y parecía asustado.
– ¿Qué pasa? -grité-. ¿Dónde está?
Antwoine señaló las cortinas verdes tras las cuales se alcanzaban a oír voces.
– De repente empezó a respirar con dificultad, luego la cara se le puso oscura, como azul. Los dedos se le pusieron azules. Y entonces llamé a la ambulancia. Parecía estar a la defensiva.
– ¿Está…?
– Sí, está vivo. Joder, para ser un viejo inválido tiene todavía mucha fuerza.
– ¿Él te ha hecho eso? -dije señalando su cara.
Antwoine asintió, sonriendo con inocencia.
– Se negaba a entrar en la ambulancia. Decía que se encontraba bien. Me estuve peleando con él media hora, cuando debería haberlo levantado simplemente y arrojado dentro del coche. Espero no haber tardado demasiado en llamar a la ambulancia.
Un joven pequeño de piel oscura y guantes verdes se me acercó.
– ¿Es usted el hijo?
– Sí -dije.
– Soy el doctor Patel -dijo el hombre. Tenía mi edad, más o menos, y era un residente o un interno o una cosa de ésas.
– Ah. Hola -dije-. Eh… ¿Va a ponerse bien?
– Parece que sí. Su padre tiene un resfriado, eso es todo. Pero no tiene reservas respiratorias, así que un resfriado menor es una amenaza mortal para él.
– ¿Puedo verlo?
– Claro que sí -dijo, dando un paso hacia la cortina y abriéndola. Una enfermera conectaba una bolsa de suero al brazo de mi padre. Tenía una máscara de plástico traslúcido sobre la nariz y la boca y me miraba fijamente. Básicamente se veía igual, sólo que más pequeño, y su cara estaba más pálida que de costumbre. Lo habían conectado a varios monitores.
Se arrancó la máscara de la cara con una mano.
– Mira este escándalo -dijo. Su voz sonaba débil.
– ¿Cómo se siente, señor Cassidy? -dijo el doctor Patel.
– Oh, de maravilla -dijo mi padre, enfatizando el sarcasmo-. ¿No se nota?
– Me parece que está usted mejor que su enfermero.
Antwoine se había acercado para echar un vistazo. De repente, mi padre parecía sentirse culpable.
– Ah, eso. Siento lo de tu cara, Antwoine.
Antwoine, que debió darse cuenta de que ésta sería la disculpa más elaborada que obtendría de mi padre, pareció de repente más tranquilo.
– He aprendido la lección. La próxima vez pelearé con más fuerza.
Mi padre sonrió como un campeón de pesos pesados.
– Este hombre le ha salvado la vida -dijo el doctor Patel.
– No me diga -dijo mi padre.
– Ya lo creo.
Mi padre movió ligeramente la cabeza para mirar fijamente a Antwoine.
– ¿Para qué tenías que hacer esto? -le dijo.
– Para no tener que buscar otro trabajo -respondió Antwoine.
El doctor Patel me habló en voz baja.
– Las radiografías del pecho salieron normales para alguien en su estado, y sus glóbulos blancos están en ocho coma cinco, lo cual también es normal. Sus gases sanguíneos indican que estuvo en fallo respiratorio inminente, pero ahora parece haberse estabilizado. Lo tenemos en tratamiento de antibióticos intravenosos, algo de oxígeno y esteroides también intravenosos.
– ¿Qué es la máscara? ¿Oxígeno?
– Es un nebulizador. Albuterol y Atrovent, que son broncodilatadores. -Se inclinó sobre mi padre y volvió a ponerle la máscara-. Es usted todo un luchador, señor Cassidy.
Mi padre se limitó a parpadear.
– Eso es quedarse corto -dijo Antwoine, riendo con voz ronca.
– ¿Nos disculpan? -El doctor Patel volvió a cerrar la cortina y dio un par de pasos. Lo seguí, mientras Antwoine se quedaba con mi padre.
– ¿Todavía fuma? -preguntó bruscamente el doctor Patel.
Me encogí de hombros.
– Tiene manchas de nicotina en los dedos. Es una locura, ¿sabe?
– Lo sé.
– Se está matando.
– Se morirá de una u otra forma.
– Ya. Pero está acelerando el proceso.
– Tal vez eso es lo que quiere -dije.
Comencé mi primer día de trabajo para Jock Goddard después de haber pasado la noche en vela.
Me había ido del hospital a mi piso nuevo a eso de las cuatro de la madrugada; pensé en tratar de lograr una hora de sueño y luego rechacé la idea, porque estaba seguro de que me quedaría dormido, y ésa no era la mejor manera de comenzar con Goddard. Así que me di una ducha, me afeité y pasé un rato leyendo en Internet acerca de los competidores de Trion, pasando por News.com y Slashdot para las últimas noticias sobre tecnología. Me vestí con un jersey negro y ligero (lo más parecido que tenía a los medios cuellos negros de marca que usaba Goddard), unos caquis y una americana marrón de pata de gallo, uno de los pocos artículos de vestimenta «informal» que la exótica asistente de Wyatt había escogido para mí. Ahora parecía un miembro de ley del círculo más íntimo de Goddard. Luego llamé al mozo y le pedí que hiciera traer mi Porsche.
El portero que parecía estar de turno en las madrugadas y las tardes, los momentos en que yo solía entrar y salir, era un hispano de unos cuarenta años llamado Carlos Ávila. Tenía una voz extraña y estrangulada, como si se hubiera tragado un objeto punzante y no pudiera terminar de digerirlo. Yo le caía bien, sobre todo, me parece, porque no lo ignoraba como hacía el resto de la gente de aquí.
– ¿Trabajando duro, Carlos? -dije al pasar. Normalmente, éstas eran sus palabras cuando era yo quien llegaba, hecho polvo y a unas horas ridículas.
– A duras penas trabajando, señor Cassidy -dijo con una sonrisa y volvió a fijarse en las noticias de la tele.
Conduje un par de manzanas hasta el Starbucks, que acababa de abrir, y compré un café con leche triple, y mientras esperaba a que el muchacho, ese fracasado proyecto de rockero grunge, esa víctima múltiple del piercing, me pusiera vapor en medio litro de leche al dos por ciento de grasa, cogí un Wall Street Journal y el estómago se me encogió.
Ahí, justo en primera página, había un artículo sobre Trion. O, tal como decían, «las miserias de Trion». Había un dibujo con aspecto de grabado de Goddard, que parecía inopinadamente alegre, como si estuviera fuera de juego, como si no entendiera nada. Uno de los titulares pequeños decía: «¿Están contados los días del fundador Augustine Goddard?» Tuve que leerlo dos veces. El cerebro no me funcionaba a tope, y necesitaba mi café con leche triple, que al parecer le estaba dando problemas al chico grunge. El artículo era un documento implacable y agudo de un colaborador habitual del Journal, William Bulkeley, que evidentemente tenía buenos contactos en Trion. Lo esencial parecía ser que las acciones de Trion estaban bajando, sus productos habían quedado desfasados, la compañía («por lo general considerada líder en la electrónica de consumo del campo de las telecomunicaciones») estaba en problemas, y Jock Goddard, fundador de Trion, parecía no darse cuenta. Ya no le ponía corazón a su empresa. Había toda una parte acerca de la «larga tradición» de fundadores de compañías de alta tecnología que eran reemplazados cuando sus empresas llegaban a un cierto tamaño. Se preguntaba si Goddard era la persona adecuada para liderar el periodo de estabilidad que sigue a un periodo de crecimiento económico explosivo. Había mucho acerca de la filantropía de Goddard, sus esfuerzos caritativos, su afición de coleccionar y reparar coches clásicos americanos, cómo había reconstruido por completo su deportivo Buick Roadmaster modelo 1949. La caída de Goddard, decía el artículo, parecía avecinarse.
Genial, pensé. Si cae Goddard, adivinad quién cae con él.
Enseguida recordé: un momento, Goddard no es mi verdadero jefe. Goddard es el objetivo. Mi verdadero jefe es Nick Wyatt. Con las emociones del primer día, me había olvidado fácilmente de a quién debía lealtad.
Por fin, mi café con leche estuvo listo. Le añadí un par de sobres de azúcar Turbinado, removí, bebí un buen sorbo que me quemó el fondo de la garganta, y le puse la tapa de plástico. Me senté para terminar el resto del artículo. El periodista parecía tener toda la información sobre Goddard. La gente de Trion le había dado información. El viejo estaba entre la espada y la pared.
De camino al despacho traté de escuchar un CD de Ani DiFranco que había conseguido en Tower como parte de mi proyecto Alana, pero lo quité después de unos minutos. No lo soportaba. Dos de las canciones no eran siquiera canciones, sólo trozos hablados. Si de eso se trataba, mejor poner Jay-Z o Eminem. No, gracias.
Pensé en el artículo del Journal y traté de diseñar una opinión en caso de que alguien me preguntara al respecto. ¿Diría que era un pedazo de mierda puesto allí por uno de nuestros competidores para hacernos daño? ¿Diría que el periodista había pasado por alto la verdadera historia (fuera la que fuese)? ¿O que había sacado a colación cuestiones importantes que valía la pena tratar? Decidí ir con una versión modificada de esta última: que poco importaba la verdad de las acusaciones, que lo que contaba era lo que pensaran nuestros accionistas, y todos leían el Wall Street Journal, así que tendríamos que tomarnos el artículo en serio, fuera verdad o mentira.
Y en secreto me pregunté quiénes podrían ser los enemigos de Goddard, los que creaban problemas; me pregunté si Jock Goddard estaba de verdad en problemas y yo estaba a bordo de un barco que se hundía. O, para ser más precisos, si Nick Wyatt me había puesto a bordo de un barco que se hundía. Pensé: Este tío debe de estar muy mal: al fin y al cabo me ha contratado a mí, ¿no es cierto?
Bebí un sorbo de café, pero la tapa no estaba bien cerrada y el cálido líquido marrón y lechoso me cayó sobre el regazo. Parecía como si hubiera tenido un «accidente». Qué manera de comenzar el nuevo trabajo. Debería haberlo tomado como una advertencia.
Al salir del lavabo de hombres, donde hice lo mejor que pude para borrar la mancha de café (mis caquis quedaron empapados y arrugados), pasé por el pequeño quiosco de la recepción del ala A, en el edificio principal, que vendía todos los diarios locales y además el USA Today, The New York Times, el Financial Times -el de color salmón- y el Journal. La pila de Wall Street Journals, que normalmente se alzaba como una torre, ya estaba reducida a la mitad, y eran apenas las siete de la mañana. Era obvio que todos en Trion lo estaban leyendo. Me imaginé que para este momento habría copias del artículo, sacadas del sitio web del Journal, en todos los correos electrónicos de la empresa. Saludé a la recepcionista y tomé el ascensor hacia el séptimo piso.
Flo, la asistente principal de Goddard, ya me había mandado por correo electrónico los detalles de mi nuevo despacho. Así es: no era un cubículo, sino un despacho de verdad, del mismo tamaño que el de Jock (y, ya que estamos, del mismo tamaño que los de Nora y Tom Lundgren). Quedaba a un par de puertas del de Goddard, que estaba a oscuras como los demás despachos del corredor ejecutivo. En el mío, sin embargo, la luz estaba encendida.
Sentada frente a su escritorio, justo fuera de mi despacho, estaba mi nueva asistente, Jocelyn Chang, una china-americana cuarentona y de aspecto imperial vestida con un inmaculado traje azul. Tenía las cejas perfectamente curvadas, pelo corto y negro y una boca diminuta en forma de arco decorada con pintalabios húmedo de color melocotón. Estaba etiquetando un clasificador de correspondencia. Al oírme llegar, me miró con la boca fruncida y estiró la mano.
– Usted debe de ser el señor Cassidy.
– Adam -dije. ¿Fue aquél mi primer error? No lo sé. ¿Se suponía que debía mantener cierta distancia, ser formal? Me parecía ridículo e innecesario. Después de todo, casi todo el mundo se refería al presidente ejecutivo como «Jock». Y Jocelyn me doblaba la edad.
– Soy Jocelyn -dijo. Tenía un cierto acento plano y nasal, como del área de Boston, que no me esperaba-. Encantada.
– Igualmente. Flo dice que llevas toda la vida aquí. Me alegro de que así sea.
Ups. A las mujeres no les gusta oír eso.
– Quince años -dijo cansinamente-. Los últimos tres con Michael Gilmore, su predecesor inmediato. A él lo reasignaron hace un par de semanas, así que he estado esperando.
– Quince años. Excelente. Necesitaré toda la ayuda posible.
Asintió, sin sonreír, sin decir nada. Entonces vio el Journal que yo llevaba bajo el brazo.
– No irá usted a mencionárselo al señor Goddard, ¿o sí?
– En realidad iba a pedirle a usted que lo enmarcara para regalárselo. Para que lo ponga en su despacho.
Me lanzó una mirada larga y espantada. Luego una lenta sonrisa.
– Es broma -dijo-. ¿No es cierto?
– Cierto.
– Lo siento. El señor Gilmore no era conocido por su sentido del humor.
– No pasa nada. Yo tampoco.
Asintió sin saber cómo reaccionar.
– Ya, ya. -Miró el reloj-. Tiene una reunión a las siete y media con el señor Goddard.
– Pero no ha llegado.
Volvió a mirar el reloj.
– Ya llegará. De hecho, apuesto a que acaba de llegar. Lleva un horario muy metódico. Ah, espere -me entregó un documento muy elegante, de unas cien páginas fácilmente, con tapas azules de cuero sintético en las que decía BAIN & COMPANY-. Flo ha dicho que el señor Goddard esperaba que usted tuviera esto leído antes de la reunión.
– La reunión que hay dentro de dos minutos y medio.
Se encogió de hombros.
¿Era ésta mi primera prueba? No había forma de que pudiera leer una página siquiera de esa basura incomprensible antes de la reunión, y por nada del mundo iba a llegar tarde. Bain & Company es una preciada firma global de consultoría que coge a tíos de mi edad, tíos que saben aun menos de lo que yo sé, y los trabaja hasta transformarlos en idiotas babosos, haciéndolos visitar compañías y escribir informes y cobrar cientos de miles de dólares por su falsa sabiduría. Éste llevaba el sello trion, confidencial. Lo hojeé rápidamente, y todos los clichés y las palabras de moda me saltaron a la cara -«gestión del conocimiento racionalizada», «ventajas competitivas», «excelencia de las operaciones», «ineficacias de costes», «deseconomías de escala», «minimización del trabajo estéril», bla bla bla- y me di cuenta de que no tenía que leerlo para saber de qué trataba.
Despidos. Cosecha de cabezas en la granja de cubículos.
Genial, pensé. Bienvenido a la vida en la cumbre.
Cuando Flo me hizo pasar al despacho auxiliar de Goddard, él ya estaba sentado frente a una mesa redonda con Paul Camilletti y otro tío. El tercer tío tenía unos cincuenta años, era calvo con pelo canoso en las sienes y en la nuca, llevaba un traje gris a cuadros (pasado de moda) y una camisa y una corbata que parecían acabadas de salir de unos grandes almacenes, y en la mano derecha llevaba el voluminoso anillo de su promoción universitaria. Lo reconocí: Jim Colvin, director de operaciones de Trion.
La habitación era del mismo tamaño que el despacho principal de Goddard, tres metros por tres, y sólo con cuatro personas y la gran mesa redonda, el lugar parecía atestado. Me pregunté por qué no nos habríamos reunido en una sala de conferencias, algún sitio un poco más amplio, más acorde con el poder de aquellos ejecutivos. Saludé, sonreí nerviosamente, me senté cerca de Goddard y puse sobre la mesa mi documento de Trion y la taza de café que Flo me había dado. Saqué un bloc amarillo y un bolígrafo y me preparé para tomar notas. Goddard y Camilletti estaban en mangas de camisa, sin chaqueta y sin jerséis de medio cuello negros. Goddard parecía más viejo y más cansado que la última vez que lo vi. Llevaba un par de gafas de medialuna con un cordón negro alrededor del cuello. Sobre la mesa había varias copias del artículo del Wall Street Journal, una de ellas subrayada con rotuladores amarillo y verde.
Camilletti frunció el ceño al verme llegar.
– ¿Y éste quién es? -dijo. No era exactamente un «bienvenido al equipo».
– ¿Recuerdas al señor Cassidy?
– No.
– ¿El de la reunión del Maestro? ¿La cosa militar?
– Tu nuevo asistente -dijo sin entusiasmo-. Ya. Bienvenido a Control de Daños, Cassidy.
– Jim, te presento a Adam Cassidy -dijo Goddard-. Adam, Jim Colvin, director de operaciones.
Colvin saludó con la cabeza.
– Hola, Adam.
– Estábamos hablando de este maldito artículo -dijo Goddard-, y de cómo manejarlo.
– Es sólo un artículo -dije con aire sabihondo-. Lo olvidarán en un par de días.
– Y una mierda -ladró Camilletti, mirándome con una expresión tan terrible que pensé que me iba a quedar de piedra-. Es el Journal. Es primera página. Todo el mundo lo lee. Los miembros de la junta, los inversores oficiales, los analistas, todo el mundo. Esto es una puta catástrofe.
– No son buenas noticias, en efecto -reconocí. Me dije que sería mejor guardar silencio. Goddard exhaló ruidosamente.
– Lo peor que podemos hacer es forzar el swing -dijo Colvin-. No hay que mandar señales de pánico a la industria.
Me gustó lo de «forzar el swing». Jim Colvin era obviamente golfista.
– Quiero ver aquí a los de Relaciones con los Inversores y a los de Comunicaciones Empresariales, quiero que redactemos una carta al director -dijo Camilletti.
– Olvida el Journal -dijo Goddard-. Creo que me gustaría ofrecer un cara-a-cara exclusivo al New York Times. Les hablaré de la oportunidad de referirme a temas de amplio interés para la industria entera. Ellos lo entenderán.
– Lo que tú digas -dijo Camilletti-. En todo caso, no protestemos demasiado fuerte. No hay que obligar al Journal a responder con un artículo de seguimiento, a seguir echando mierda sobre el asunto.
– Me da la impresión de que el periodista del Journal ha debido hablar con gente de dentro -dije, olvidando mi decisión de callarme la boca-. ¿Tenemos alguna idea de quién pudo haberles informado?
– Recibí un correo de voz del periodista hace un par de días, pero estaba de viaje -dijo Goddard-. Así que aparezco como «no desea hacer comentarios».
– Puede que me haya llamado, no lo sé, puedo revisar mi correo de voz -dijo Camilletti-. Pero estoy seguro de que no le devolví la llamada.
– No puedo imaginar que alguien de Trion haya participado conscientemente en una cosa así -dijo Goddard.
– Uno de nuestros competidores -dijo Camilletti-. Wyatt, tal vez.
Nadie me miró. Me pregunté si los otros dos sabían que yo venía de Wyatt.
– Aquí hay muchas declaraciones de nuestros revendedores -continuó Camilletti-. British Tel, Vodafone, DoCoMo… Dicen que los nuevos móviles no funcionan. Los perros no se están comiendo su comida para perros. ¿Y cómo se le ocurre a un periodista, alguien que sólo tiene informaciones de Nueva York, llamar a Japón? Tiene que haber sido Motorola o Wyatt o Nokia, tienen que haberle pasado el dato.
– De cualquier forma -dijo Goddard-, ya todo es cosa del pasado. Mi trabajo no es manejar los medios, sino dirigir esta maldita empresa. Y este artículo necio, por más sesgado e injusto que sea, ¿hasta qué punto es tan terrible, en realidad? Aparte del desalentador titular, ¿qué hay de nuevo en este texto? Antes nuestras cifras daban en el blanco siempre, cada trimestre, nunca fallábamos, tal vez les ganábamos a los demás por un par de centavos. Éramos la niña mimada de Wall Street. Vale, los beneficios se han estancado, pero Dios mío, la industria entera pasa por un mal momento. No lo puedo evitar: detecto en el ambiente algo de alegría por la miseria ajena. Nadie es perfecto.
– ¿Cómo? -dijo Colvin, confundido.
– Pero estas chorradas -dijo Goddard-, lo de que nos enfrentamos al primer trimestre de pérdidas en quince años, todo eso es pura invención…
– No -dijo Camilletti en voz baja y sacudiendo la cabeza-. Es mucho peor que eso.
– ¿De qué hablas? -dijo Goddard-. Acabo de regresar de nuestra conferencia de ventas en Japón, y allá todo era miel sobre hojuelas.
– Anoche, cuando recibí el correo electrónico que me advertía de este artículo -dijo Camilletti-, escribí inmediatamente a los vicepresidentes financieros de Europa y Asia/Pacífico. Les dije que quería ver las cifras de ingresos, actualizadas a esta semana, y también las cifras de ventas de los balances trimestrales, discriminadas por cliente.
– ¿Y? -lo apuró Goddard.
– Covington, de Bruselas, me respondió hace una hora. Brody, de Singapur, me respondió en mitad de la noche. Las cifras son una mierda. Las ventas a distribuidores van bien, pero las ventas a consumidores son terribles. Un sesenta por ciento de nuestros ingresos vienen de Asia/Pacífico y EMOA. Estamos en la cuerda floja. La verdad, Jock, es que este trimestre vamos a perder. Es un verdadero desastre.
Goddard me miró.
– Obviamente todo esto es información confidencial, Adam, seamos claros, ni una palabra…
– Por supuesto.
– Tenemos -comenzó Goddard, luego titubeó, luego siguió-, por Dios, tenemos lo del Aurora…
– Todavía faltan varios trimestres para los ingresos del Aurora -dijo Camilletti-. Tenemos que ocuparnos del ahora. De las operaciones en curso. Y déjame que te lo diga, cuando salgan estas cifras, las acciones en Bolsa van a verse muy dañadas -siguió Camilletti, hablando en voz baja-. Nuestros ingresos para el cuarto trimestre tendrán un desfase del veinticinco por ciento. Tendremos que aceptar descuentos considerables por exceso de inventario.
Camilletti hizo una pausa y le lanzó a Goddard una mirada elocuente.
– Calculo una pérdida de cerca de quinientos millones de dólares antes de impuestos.
Goddard hizo un gesto de dolor.
– Dios mío.
Camilletti continuó.
– Sé por ejemplo que el Credit Suisse First de Boston ya está a punto de bajarnos de categoría. De «sobrepeso» a «peso de mercado». Es decir, de «comprar» a «esperar». Y eso antes de que todo esto salga a la luz.
– Dios santísimo -dijo Goddard, quejándose y sacudiendo la cabeza-. Es tan injusto, si pensamos en lo que estamos desarrollando…
– Y por eso mismo debemos darle otra mirada a esto -dijo Camilletti, golpeando con el índice su copia del documento azul de Bain.
Los dedos de Goddard tamborilearon sobre el documento de Bain. Sus dedos eran regordetes, el dorso de sus manos tenía manchas de vejez.
– Caramba, esto sí que es un informe bien empastado -dijo-. ¿Cuánto nos ha costado esto?
– Ni preguntes -dijo Camilletti.
– ¿Ah, no? -Hizo una mueca, como si su observación hubiera quedado clara-. Paul, yo juré que nunca haría estas cosas. Di mi palabra.
– Por favor, Jock, si se trata de tu ego, tu vanidad…
– Se trata de ser fiel a mi palabra. También se trata de mi credibilidad.
– Pues bien, nunca debiste haber hecho esa promesa. Nunca digas nunca jamás. En todo caso, estabas hablando de una economía distinta, eran tiempos prehistóricos. La era mesozoica, para hablar claro. La era del cohete Trion, creciendo a máxima velocidad. Somos una de las pocas empresas de alta tecnología que todavía no ha tenido despidos masivos.
– Adam -dijo Goddard, dirigiéndose a mí por encima de sus gafas-, ¿has tenido tiempo de zambullirte en esta verborrea?
Negué con la cabeza.
– Lo recibí hace apenas un par de minutos. Lo he hojeado.
– Quiero que eches un vistazo a las proyecciones para electrónica de consumo. Página ochenta y algo. Tú entiendes un poco de esas cosas.
– ¿Ahora mismo? -pregunté.
– Ahora mismo. Y dime si te parecen realistas.
– Jock -dijo Colvin-, es casi imposible recibir proyecciones honestas de los jefes de división. Todos protegen su personal, su territorio.
– Para eso tenemos a Adam -replicó Goddard-. Él no tiene territorio que proteger.
Repasé frenéticamente el informe Bain, tratando de simular que sabía lo que hacía.
– Paul -dijo Goddard-, ya hemos pasado por esto. Me dirás que tenemos que eliminar ocho mil empleos si queremos conservar la línea.
– No, Jock, si queremos seguir siendo solventes. Y estamos más cerca de los diez mil que de los ocho mil.
– Correcto. Explícame algo, entonces. En ninguna parte de este maldito tratado se dice que una compañía que se reduzca o se recorte o como quieras llamarlo tendrá mejores resultados a largo plazo. Sólo se habla de corto plazo -pareció que Camilletti iba a responder, pero Goddard siguió hablando-. Sí, ya lo sé, todo el mundo lo hace. Es como un acto reflejo. ¿Te van mal los negocios? Pues echa a unos cuantos. Echa los lastres por la borda. Pero ¿es que los despidos llevan realmente a un incremento sostenido en el precio de las acciones, o en el precio de mercado? Demonios, Paul, tú sabes tan bien como yo que apenas vuelva a salir el sol estaremos contratándolos a todos de nuevo. ¿Realmente vale la pena toda esta agitación?
– Jock -dijo Jim Colvin-, es lo que llaman regla de Ochenta-Veinte: el veinte por ciento de la gente hace el ochenta por ciento del trabajo. Tan sólo se trata de quemar la grasa.
– La «grasa» se compone de devotos empleados de Trion -repuso Goddard-. La gente a la que damos esas tarjetitas que hablan de lealtad y dedicación. Y eso también nos afecta a nosotros, ¿no es cierto? En lo que a mí respecta, tomar este camino es perder algo más que personal. Es perder el sentido fundamental de la confianza. Si nuestros empleados han honrado su mitad del acuerdo, ¿cómo es que nosotros no estamos obligados a hacerlo? Eso es abrir una grieta, una maldita grieta en la confianza.
– La realidad, Jock -dijo Colvin-, es que en los últimos diez años tú has hecho muy ricos a muchos empleados de Trion.
Mientras tanto, yo pasaba a la carrera por las tablas de ingresos proyectados y trataba de compararlos con las cifras que había visto en las últimas dos semanas.
– No es momento para altruismos, Jock -dijo Camilletti-. No podemos permitirnos ese lujo.
– Pero no soy altruista -dijo Goddard, tamborileando los dedos sobre la mesa una vez más-. Soy brutalmente práctico. No tengo ningún problema con usar los despidos para librarme de los vagos, los remolones, los gandules de vocación. Que se jodan. Pero los despidos a esta escala sólo conducen a un aumento en el absentismo, a bajas por enfermedad, a gente de pie junto a la fuente de agua comentando el último rumor. Para decirlo de modo que lo puedas entender, Paul, se llama «descenso de productividad».
– Jock -comenzó Colvin.
– Yo os daré una regla de Ochenta-veinte. Si hacemos esto, el ochenta por ciento de mis trabajadores serán incapaces de concentrar más del veinte por ciento de sus facultades mentales en su trabajo. Adam, ¿qué te parecen esas proyecciones?
– Señor Goddard…
– El último que me llamó así acabó despedido.
Sonreí.
– Jock. Mire, no voy a andarme con rodeos. No conozco la mayoría de estas cifras, y en algo tan importante no voy a hablar improvisando. Pero sí que conozco las cifras del Maestro, y puedo decirle que éstas me parecen, francamente, demasiado optimistas. Hasta que comencemos a hacer envíos al Pentágono, y eso asumiendo que cerremos el negocio, estos números son demasiado altos.
– Lo cual quiere decir que la situación puede ser aun peor de lo que nos dicen nuestros consultores de los cien mil dólares.
– Sí, señor. Al menos si partimos de las cifras del Maestro.
Asintió.
– Jock, déjame que te lo ponga en términos humanos -dijo Camilletti-. Mi padre era profesor de escuela, ¿vale? Mandó a sus seis hijos a la universidad con un salario de profesor de escuela, no me preguntes cómo, pero lo hizo. Ahora mi madre y él viven de sus míseros ahorros, sus ahorros de toda la vida, la mayoría de los cuales están invertidos en acciones de Trion, y eso porque yo les dije que ésta era una gran empresa. Según nuestros estándares, no es mucho dinero; pero mi padre ya ha perdido más o menos un veintiséis por ciento de sus ahorrillos, y está a punto de perder mucho más. Olvídate de la fidelidad y de los fondos de pensiones. La inmensa mayoría de nuestros accionistas son Tony Camilletti, ¿y qué coño les vamos a decir a ellos?
Tuve la clara sensación de que Camilletti estaba inventándolo todo, de que en realidad su padre era un inversor bancario y vivía en un complejo de Boca Ratón y jugaba al golf todos los días, pero los ojos de Goddard parecían haber comenzado a brillar.
– Adam -dijo Goddard-, tú entiendes lo que quiero decir, ¿no?
Durante un instante me sentí como un ciervo paralizado frente a un par de faros. Era obvio lo que Goddard quería escuchar. Pero después de unos segundos negué con la cabeza.
– Para mí -dije lentamente-, si no se hace ahora, se tendrán que eliminar aun más empleos dentro de un año. Tengo que decir que estoy de acuerdo con el señor… con Paul.
Camilletti alargó una mano y me dio una palmada en el hombro. Retrocedí un poco. No quería que pareciera que me ponía de lado de nadie, y menos contra mi jefe. No era la mejor forma de comenzar mi nuevo empleo.
– ¿Qué términos propones? -dijo Goddard con un suspiro.
– Cuatro semanas de indemnización.
– ¿Sin importar cuánto tiempo lleven con nosotros? No. Dos semanas de indemnización por cada año que hayan estado con nosotros, más dos semanas adicionales por cada año por encima de diez años.
– Eso es una locura, Jock. En algunos casos pagaremos un año de indemnización, tal vez más.
– Eso no es indemnización -murmuró Jim Colvin-, eso es seguridad social.
Goddard se encogió de hombros.
– O despedimos en estos términos, o no despedimos -dijo, y me miró con expresión acongojada-. Adam, cuando vayas a cenar con Paul, no dejes que escoja el vino. -Luego se dirigió al jefe de servicios financieros-. Quieres que los despidos sean efectivos el 1 de junio, ¿no?
Camilletti asintió con recelo.
– Me parece recordar vagamente -dijo Goddard- que firmamos un contrato de indemnizaciones de un año de duración con la división de CableSign que compramos el año pasado, y ese contrato expira el 31 de mayo. El día antes.
Camilletti se encogió de hombros.
– Pues bien, Paul, estamos hablando de casi mil trabajadores que recibirían un mes de salario más un mes de paga por cada año de trabajo… si los despedimos un día antes. Una indemnización bastante decente. Ese día de diferencia significará mucho para esa gente. Tal como están las cosas, recibirían dos semanas. Una miseria.
– El 1 de junio es el primer día del trimestre…
– No lo admito. Lo siento. Que sea el 30 de mayo. Y en cuanto a los empleados que no hayan ejercido su derecho a comprar acciones, les daré doce meses para hacerlo. Y aceptaré una reducción de mi salario. A un dólar. ¿Y tú, Paul?
Camilletti sonrió nerviosamente.
– Tú tienes más opciones de compra que yo.
– Lo vamos a hacer una sola vez -dijo Goddard-. Lo haremos una sola vez y lo haremos bien. No recortaré dos veces.
– Entendido -dijo Camilletti.
– Bien -dijo Goddard con un suspiro-. Como digo siempre, algunas veces simplemente hay que subirse al autobús, seguir con el programa. Pero quiero discutirlo con todo el equipo de gestión, así que convoca a tantos como sea posible reunir. También quiero ponerme al teléfono y hablar con nuestros inversores. Si se lleva adelante, como me temo que se hará, grabaré un anuncio para que se emita en la web de la empresa -dijo Goddard-, y lo emitiremos mañana, después del cierre de las operaciones. Y haremos el anuncio público al mismo tiempo. No quiero que se escape ni una palabra antes de tiempo, es desmoralizante.
– Si lo prefieres, yo haré el anuncio -dijo Camilletti-. Así tú te lavas las manos.
Goddard lo miró intensamente.
– No voy a achacarte esto a ti. Me niego. Es decisión mía: para mí son el crédito, las portadas de revistas, y también la culpa. Es lo justo.
– Lo digo pensando en que has hecho tantas declaraciones en el pasado. Van a clavarte…
Goddard se encogió de hombros, pero parecía triste.
– Supongo que comenzarán a llamarme La Sierra Goddard o algo así.
– Creo que «Jock de Neutrones» suena mejor -dije, y por primera vez Goddard sonrió de verdad.
Salí del despacho de Goddard sintiéndome a la vez aliviado y oprimido.
Había sobrevivido a mi primera cita con él, había logrado no quedar demasiado como un imbécil. Pero estaba en poder de un secreto industrial serio, información confidencial que cambiaría la vida de mucha gente.
Pero había decidido que no iba a darles esto a Wyatt y compañía. Esto no formaba parte de mis tareas, no estaba en la descripción de mi empleo. No tenía nada que ver con los trabajos secretos. No era mi obligación hablarles de esto a mis adiestradores. Y ellos, de todas formas, no sabían que yo lo sabía. Que se enteraran de los despidos de Trion a la vez que el resto del mundo.
Preocupado, bajé del ascensor en el tercer piso del ala A para comer algo, aunque fuera tarde, cuando vi un rostro familiar que caminaba hacia mí. Un tío alto, delgado, de poco menos de treinta años y pelo mal cortado, gritó «¡Ey, Adam!» al entrar al ascensor.
En esa fracción de segundo que pasó antes de que pudiera ponerle un nombre a la cara, el estómago se me cerró. Mi instinto animal había percibido el peligro antes de que mi cerebro lo comprendiera.
Asentí, seguí caminando. La cara me ardía.
Su nombre era Kevin Griffin, un tío afable aunque de aspecto atontado, y bastante buen jugador de baloncesto. Solíamos hacer unos tiros en Wyatt Telecommunications. Él estaba en la División Empresarial, en routers. Según lo recordaba, había un tío muy astuto y muy ambicioso detrás de ese porte relajado. Siempre obtenía los mejores resultados, y solía bromear conmigo, sin ninguna mala intención, acerca de mi actitud informal frente al trabajo.
En otras palabras, sabía quién era yo en realidad.
– ¡Adam! -insistió-. ¡Adam Cassidy! Oye, ¿qué haces tú aquí?
No podía precisamente seguir ignorándolo, así que me di la vuelta. Kevin tenía una mano sobre las puertas del ascensor para evitar que se cerraran.
– Ah, hola, Kevin -dije-. ¿Ahora trabajas aquí?
– Sí, en Ventas -parecía emocionado, como si esto fuera una reunión de la escuela o algo así. Bajó la voz-: ¿No te despidieron de Wyatt por esa fiesta? -Soltó una risita, no desagradable ni nada parecido, sino conspiradora.
– No, qué dices -dije, titubeando un instante, tratando de sonar desenfadado y divertido-. Fue todo un gran malentendido.
– Ya -dijo con recelo-. ¿Y aquí en qué trabajas?
– En lo mismo de siempre -dije-. Oye, tío, me alegro de verte, pero tengo que irme. Lo siento.
Me miró con curiosidad mientras las puertas del ascensor se cerraban.
Esto no pintaba nada bien.