Sexta Parte. Punto de contacto

Punto de contacto: Lugar de entrega, escondite. Jerga del oficio para referirse a un emplazamiento físico secreto usado como lugar de comunicaciones entre un agente y un correo, un supervisor del caso u otro agente, en el marco de una operación o red de inteligencia.

Diccionario internacional de inteligencia.


Capítulo 57

Llegué a casa temprano, a las nueve y media, hecho un manojo de nervios; necesitaba tres días de sueño ininterrumpido. Mientras me alejaba de Trion, repasaba una y otra vez la escena con Mordden, tratando de comprenderlo todo. Me pregunté si planeaba contárselo a alguien, si iba a delatarme. Y si no era así, ¿por qué no? ¿Me amenazaría de alguna manera? Lo peor era que no sabía cómo manejarlo.

Y me sorprendí fantaseando acerca de mi nueva cama con el colchón Dux, y pensando en cómo caería en ella tan pronto llegara a casa. ¿En qué se había transformado mi vida? Mi gran fantasía de ese momento era dormir un poco. Patético.

De todas formas no podía irme directamente a la cama, porque todavía tenía trabajo por hacer. Tenía que sacarme de encima los documentos de Camilletti y enviárselos a Meacham y Wyatt. No quería quedarme con esos documentos ni un segundo más de lo estrictamente necesario.

Así que usé el escáner que Meacham me había dado, los convertí en documentos PDF, los codifiqué y los envié por correo electrónico seguro a través del servicio «anonimizador».

Después, saqué el Keyghost, lo conecté a mi ordenador y comencé a bajarme la información. Cuando abrí el primer documento sentí un espasmo de irritación: era un bloque de incoherencias. Era obvio que la había cagado. Pero miré más de cerca y noté que había un cierto patrón; tal vez no lo había hecho mal, después de todo. Distinguí el nombre de Camilletti, una serie de números y letras y luego frases completas.

Páginas y páginas de texto. Todo lo que aquel tío había escrito en su ordenador durante el día, y era mucho.

Primero lo primero: había descubierto su contraseña. Seis números terminados en 82: tal vez era la fecha de nacimiento de uno de sus hijos. O la de su matrimonio. Algo así.

Pero eran mucho más interesantes los correos electrónicos. Había muchos, llenos de información confidencial acerca de la compañía, acerca de la adquisición de otra compañía, que Camilletti supervisaba. Esa compañía, Delphos, la había visto en sus archivos. Era aquélla por la que estaban dispuestos a pagar toneladas de dinero en efectivo y en acciones.

Había un intercambio de correos -marcados con la frase trion, confidencial- acerca de un nuevo método secreto de control de inventarios que habían desarrollado para combatir la falsificación y la piratería, especialmente en Asia. Todo equipo fabricado por Trion, ya fuera un teléfono o un inalámbrico o un escáner médico, llevaba ahora el logo de Trion y un número de serie impresos con láser en alguna de sus partes. Estas marcas de identificación, minúsculas y hechas mecánicamente, sólo podían verse con microscopio: no podían ser falsificadas, y eran la prueba de que el aparato había sido fabricado por Trion.

Había una buena cantidad de información sobre fabricantes de chips de Singapur que Trion había comprado o en los cuales había hecho grandes inversiones. Interesante: Trion se proponía entrar en el mercado de la fabricación de chips, o al menos había comprado un buen trozo del pastel.

Me sentí raro leyendo todo aquello. Era como husmear en un diario ajeno. También me sentí muy culpable, no por ningún tipo de lealtad hacia Camilletti, por supuesto, sino hacia Goddard. Casi podía ver su cabeza de gnomo flotando en una burbuja en el aire, observándome con desaprobación mientras yo revisaba los correos de Camilletti y las notas enviadas al mismo Goddard. Tal vez fuera por lo agotado que estaba, pero me sentí fatal. Suena extraño, lo sé: robar cosas del proyecto Aurora y pasárselas a Wyatt había estado bien, pero darles cosas que no tenía por qué darles me parecía un acto de traición categórica contra mis nuevos jefes.

Las letras WSJ me saltaron a la cara. Tenían que significar Wall Street Journal Quise ver cuál había sido la reacción de Camilletti al artículo del Journal, así que me concentré en la secuencia de palabras y estuve a punto de caerme de la silla.

Por lo que pude ver, Camilletti usaba diversas cuentas de correo fuera de Trion: Hotmail, Yahoo y una compañía local de acceso a Internet. Éstas parecían ser para asuntos personales, como los tratos con su corredor de Bolsa, las notas a su hermano y su hermana y su padre, cosas así.

Pero los mensajes de Hotmail me llamaron la atención. Uno de ellos estaba dirigido a BulkeleyW@WSJ.com. Decía:

Bill,

La mierda empieza a salpicar por aquí. Recibirás muchas presiones para revelar tus fuentes. No cedas. Llámame a casa esta noche, 9:30 h.

Paul

Ahí estaba. Paul Camilletti era -tenía que ser- la filtración. Él le había pasado al Journal la información dañina sobre Trion, sobre Goddard.

Ahora todo cobraba sentido; de manera espeluznante, eso sí. Con la ayuda de Camilletti, el Wall Street Journal infligía daños serios a Goddard, retratándolo como una persona anticuada que ya estaba para el arrastre. Goddard debía dimitir. La junta directiva de Trion, igual que todos los analistas e inversores financieros, lo sabrían por las páginas del Journal. ¿Y a quién nombraría la junta directiva para sustituir a Goddard?

Era obvio, ¿no es cierto?


Aun tan exhausto como estaba, tardé un buen rato en quedarme dormido, y eso después de dar vueltas y más vueltas en la cama. Y fue un sueño irregular, atormentado. Seguí recordando a Augustine Goddard, pequeño y de hombros caídos, sentado en su triste restaurante masticando un pedazo de pastel, o de pie, fuera de la sala de conferencias, con aspecto demacrado y vencido, mientras su personal ejecutivo pasaba caminando a su lado. Soñé con Wyatt y Meacham, que intimidaban, me amenazaban hablando del tiempo que pasaría en la cárcel; en el sueño me enfrentaba a ellos, les insultaba, la emprendía contra ellos, perdía el control. Soñé que entraba en el despacho de Camilletti y era sorprendido por Chad y Nora al mismo tiempo.

Y cuando sonó la alarma de mi reloj, a las seis de la mañana, y levanté de la almohada la cabeza palpitante, supe que debía hablar con Goddard acerca de Camilletti.

Y enseguida me di cuenta de que estaba atrapado. ¿Cómo diablos podía contarle lo de Camilletti a Goddard si había conseguido la evidencia entrando ilegalmente en su despacho?

¿Y ahora qué?

Capítulo 58

El hecho de que Camilletti el Degollador -que había fingido estar tan cabreado con lo del artículo del Wall Street Journal- estuviera en realidad detrás de todo el asunto me tocó los cojones. Ese tío era más que un simple gilipollas: le era desleal a Goddard.

Tal vez fuera un alivio tener una convicción moral sobre algo después de semanas enteras de comportarme como un gusano falso y mentiroso. Tal vez sentir que protegía a Goddard me hacía sentirme mejor conmigo mismo. Tal vez cabrearme por la deslealtad de Camilletti me permitiera, oportunamente, ignorar la mía. O tal vez sentía simple gratitud hacia Goddard por haberme escogido, por hacerme sentir especial de alguna forma, mejor que el resto. Es difícil saber hasta qué punto la ira que sentía hacia Camilletti era realmente altruista. A veces una puñalada de angustia se me clavaba en la espalda, y pensaba que en realidad yo no era mejor que Camilletti. Eso era yo: todo un fraude capaz de fingir que caminaba sobre el agua mientras me metía en despachos ajenos y robaba documentos e intentaba robar hasta el alma de la empresa de Goddard mientras daba vueltas por la ciudad montado en su Buick clásico…

Era demasiado. Estas sesiones de sudor a las cuatro de la madrugada me habían desgastado. Eran dañinas para mi salud mental. Mejor no pensar, operar en piloto automático.

Tal vez era cierto: tenía tanta conciencia como una boa constrictor. Pero aún así quería coger al cabrón de Camilletti.

Al menos, yo no había tenido opción. Me habían puesto contra las cuerdas. Mientras que la traición de Camilletti era de otro orden: él estaba conspirando activamente contra Goddard, el tío que lo había traído a la compañía, que había depositado en él toda su confianza. ¿Y quién sabe qué más estaría haciendo?

Era necesario que Goddard lo supiera. Pero yo, por mi parte, tenía que cubrirme las espaldas, encontrar una forma plausible de saber lo que sabía, una forma distinta de la intrusión en el despacho de Camilletti.

De camino al trabajo, mientras disfrutaba del motor de reacción y el rugido del Porsche, mi mente se esforzaba por resolver este problema, y cuando llegué al despacho ya tenía una idea decente.

Trabajar con el presidente ejecutivo me daba gran influencia. Si llamaba a alguien y me identificaba simplemente como Adam Cassidy, lo más probable era que no me devolvieran la llamada. Pero al Adam Cassidy que llamaba «del despacho del presidente ejecutivo» o «del despacho de Jock Goddard» -como si estuviera sentado junto a él y no veinte metros más allá- le devolvían todas las llamadas, y a la velocidad de la luz.

Así que cuando llamé al Departamento de Tecnologías de la Información de Trion y les dije que «queríamos» copias de todos los correos electrónicos recibidos o enviados desde el despacho del director de servicios financieros en los últimos treinta días, recibí cooperación instantánea. Preferí no señalar con el dedo a Camilletti, así que hice como si Goddard estuviera preocupado por informaciones filtradas desde el despacho del director de servicios financieros.

Una de las cosas intrigantes que averigüé fue que Camilletti tenía la costumbre de borrar las copias de algunos correos «delicados», ya fuera él remitente o destinatario. Era obvio que no quería conservar esos correos en su ordenador. Astuto como era, debía saber que en algún lugar de los bancos de datos de la compañía se guardaban copias de todos los mensajes; por eso prefería usar correos externos para la correspondencia más delicada, incluyendo la del Wall Street Journal. Me pregunté si sabía que los ordenadores de Trion capturaban todos los mensajes que pasaban por la red de fibra óptica de la compañía, ya vinieran de Yahoo o de Hotmail o de quien fuera.

Mi nuevo amigo en TI, que parecía convencido de que le estaba haciendo un favor personal al mismísimo Goddard, me consiguió también los registros de llamadas telefónicas hacia y desde el despacho del jefe de servicios financieros. Ningún problema, dijo. Por supuesto que la compañía no grababa las conversaciones, pero sí que conservaban un registro de números entrantes y salientes. Podía incluso conseguirme copias de los correos de voz de cualquiera, dijo. Pero eso podía tomar algo de tiempo.

Los resultados llegaron en cuestión de una hora. Allí estaba todo. Camilletti había recibido un cierto número de llamadas del tío del Journal en los últimos diez días. Pero además -y esto era más incriminatorio- lo había llamado varias veces. Eventualmente podría explicar una o dos, diciendo que había tratado de devolverle la llamada al periodista, aunque antes hubiera insistido en que nunca había llegado a hablar con él.

Pero ¿doce llamadas, y algunas de ellas de cinco a siete minutos? No, eso no sería bien visto.

Y luego me llegaron las copias de los mensajes. «De aquí en adelante», escribió Camilletti, «llámame sólo a casa. no me llames, repito, no me llames a Trion. Y escríbeme sólo a la dirección de Hotmail.»

Explícame esto, Degollador.

No podía esperar a mostrarle mi pequeño dossier a Goddard; pero el jefe tuvo una reunión tras otra desde media mañana hasta el final de la tarde. Reuniones, además, a las que no me había invitado.

Al ver a Camilletti salir del despacho de Goddard, supe que ésa era mi oportunidad.

Capítulo 59

Camilletti me vio al salir pero no pareció notar mi presencia; fue como si yo fuera un mueble más de la oficina. Goddard se fijó en mí y sus cejas se levantaron como interrogándome. Flo comenzó a hablarle y yo hice aquello del índice-en-el-aire que Goddard siempre hacía, indicándole que necesitaba tan sólo un minuto de su tiempo. Goddard le hizo una rápida señal a Flo y me pidió que pasara.

– ¿Qué tal lo he hecho?

– ¿Disculpe?

– Mi pequeño discurso.

¿De verdad le interesaba mi opinión?

– Ha estado magnífico -dije.

Sonrió como aliviado.

– Siempre he estado agradecido con mi viejo profesor de teatro. Me ha ayudado mucho en mi carrera: entrevistas, charlas en público, todo eso. ¿Alguna vez ha actuado, Adam?

La cara se me calentó. Sí, más o menos todos los días. Dios mío, ¿qué insinuaba este hombre?

– La verdad es que no.

– Realmente te relaja. Claro, no es que yo sea Cicerón, ni nada por el estilo, pero… bien, ¿quería decirme algo?

– Es sobre lo del Wall Street Journal -dije.

– Vale… -dijo, perplejo.

– He descubierto quién hizo la filtración.

Me miró como si no me comprendiera, así que continué:

– ¿Lo recuerda? Sabíamos que tenía que haber sido alguien de dentro, alguien que filtraba información al periodista del Wall…

– Sí, sí -dijo impaciente.

– Es… bueno, es Paul Camilletti.

– ¿Qué dice?

– Sé que es difícil de creer. Pero está todo aquí, y no es muy ambiguo que digamos. -Deslicé las copias impresas sobre su escritorio-. Mire la dirección de correo electrónico.

Cogió las gafas que le colgaban del cuello y se las puso. Frunciendo el ceño, inspeccionó los papeles. Cuando levantó la cara, su aspecto se había oscurecido.

– ¿De dónde ha salido esto?

– De TI -dije sonriendo. Maquillando un poco las cosas, continué-. He pedido a los de TI que me mandaran los registros telefónicos de llamadas de cualquier parte de Trion con destino al Wall Street Journal. Luego vi todas estas llamadas del número de Paul, y pensé que sería su asistente o algo así, de manera que pedí copia de sus correos electrónicos.

Goddard no parecía muy contento, lo cual era comprensible. De hecho parecía bastante molesto, así que añadí:

– Lo siento. Sé que debe ser una gran sorpresa. -El tópico me salió disparado por la boca-. Ni yo mismo lo entiendo.

– Ya veo. Dígame, ¿se siente satisfecho?

Negué con la cabeza.

– ¿Satisfecho? No, sólo quería llegar al fondo…

– Porque yo no lo estoy -dijo. Su voz se quebraba-. ¿Qué coño cree que hace? ¿Dónde cree que está? ¿En la maldita Casa Blanca y en época de Nixon? -Ahora casi gritaba, y le salía saliva por la boca.

Las paredes se cerraron a mi alrededor: estábamos solos, él y yo, y entre nosotros sólo había un escritorio de un metro de ancho. La sangre se me agolpó en los oídos. Estaba demasiado sorprendido para hablar.

– Invadir la privacidad de la gente, buscar registros de teléfonos y correos electrónicos privados… Esto es escarbar en la basura de los demás. ¿También se dedica a abrir sobres ajenos con vapor? Ese tipo de métodos truculentos me parecen censurables, y no quiero que esto se repita en el futuro. Ahora lárguese de aquí.

Me puse de pie, vacilante, mareado, sorprendido. En el umbral me detuve y me di la vuelta.

– Le pido disculpas -dije con voz ronca-. Pensé que le sería de ayuda. Recogeré mis cosas inmediatamente.

– Por todos los cielos, Adam, venga, vuelva a sentarse -dijo. La tormenta parecía haber pasado-. No tiene tiempo ni para recoger sus cosas. Tengo mucho que pedirle. -Su voz se hizo más amable-. Entiendo que trataba usted de protegerme. Lo entiendo, Adam, y lo aprecio. Y no niego que lo de Paul me ha dejado estupefacto. Pero hay maneras correctas y maneras incorrectas de hacer las cosas, y yo prefiero las correctas. Uno comienza a monitorear correos y registros telefónicos y de repente se ve pinchando teléfonos y antes de darse cuenta ha convertido la empresa en un estado policial. Y ninguna compañía puede funcionar de esa manera. No sé cómo hacen las cosas en Wyatt, pero aquí no las hacemos así.

– Comprendo -dije-. Lo siento.

Levantó ambas manos.

– Esto no ha sucedido. Olvídese de ello. Y le diré algo más: a fin de cuentas, ninguna compañía ha quebrado porque uno de sus ejecutivos fanfarroneara ante la prensa. Por la razón que sea, tan inimaginable como pueda ser. Ya se me ocurrirá la forma de lidiar con esto. A mi modo.

Juntó las palmas de sus manos, como dando a entender que la entrevista había terminado.

– Ahora mismo no necesito situaciones desagradables. Tenemos algo mucho más importante entre manos. Ahora bien, necesitaré su aportación en un asunto de la mayor confidencialidad. -Se acomodó tras su escritorio, se puso sus gafas de lectura y sacó su libreta de cuero negro y gastado-. Eso sí, nunca le diga a nadie que el fundador y presidente ejecutivo de Trion Systems es incapaz de recordar sus propias contraseñas. Y mucho menos se refiera al sistema portátil que utilizo para almacenarlas.

Miró de cerca su cuadernito y tecleó. En unos minutos su impresora volvió a la vida y escupió unas cuantas páginas. Goddard las cogió y me las entregó.

– Estamos en la etapa final de una adquisición importante, muy importante -dijo-. Probablemente la adquisición más costosa en la historia de Trion. Pero tal vez sea también la mejor inversión que jamás hemos hecho. No puedo darle los detalles todavía, pero si las negociaciones de Paul siguen por buen camino, deberíamos poder anunciar un acuerdo a finales de la próxima semana.

Asentí.

– Quiero que todo salga sin complicaciones. Éstas son las especificaciones principales de la nueva compañía: número de empleados, requerimientos de espacio, etcétera. Se integrará de inmediato a Trion, y quedará ubicada en este mismo edificio. Eso significa, como es obvio, que algo tendrá que irse. Alguna de las divisiones existentes deberá mudarse de las oficinas principales a nuestro campus de Yarborough o al Research Triangle. Necesito que me diga qué división o divisiones pueden trasladarse con el menor trastorno, y así abrir espacio para… para la nueva adquisición. ¿De acuerdo? Revise estas páginas, y, cuando haya terminado, por favor destrúyalas. Y cuénteme su opinión tan pronto como pueda, ¿vale?

Capítulo 60

Jocelyn, gracias a Dios, parecía hacer cada vez más pausas -para tomarse un café o ir al lavabo de las chicas- desde que había comenzado a trabajar para mí. Durante la pausa siguiente, cogí los papeles sobre Delphos que Goddard me había dado -sabía que era Delphos, aunque el nombre de la empresa no estuviera por ninguna parte en esas páginas- e hice una rápida fotocopia en la máquina que había detrás de su escritorio. Luego metí las copias en un sobre de papel manila.

Mandé un mensaje a «Arthur» diciéndole, en lenguaje cifrado, que tenía nuevo material para darle: que deseaba «devolver» las «prendas» que había comprado.

Sabía que era arriesgado mandar un mensaje desde el trabajo. Incluso en lenguaje cifrado, cosa que no había hecho Camilletti. Pero tenía prisa. No quería esperar a llegar a casa, y tal vez tener que salir de nuevo…

La respuesta de Meacham llegó casi de inmediato. Me decía que no enviara la mercancía al apartado postal sino a la dirección indicada. Traducción: no quería que escaneara los documentos y los mandara por correo electrónico, quería ver las copias en papel, aunque no decía por qué. ¿Quería asegurarse de que fueran originales? ¿Significaba eso que ya no confiaban en mí?

Además quería verlas de inmediato, y por alguna razón prefería que no nos viéramos en persona. ¿Por qué? ¿Tenía miedo de que alguien me siguiera? En todo caso, quería que le dejara los documentos en uno de los puntos de contacto que habíamos acordado semanas antes.

Pasadas las seis, salí del trabajo y conduje hasta un McDonald's ubicado a unos cinco kilómetros de las oficinas principales de Trion. El lavabo de hombres era pequeño, para una sola persona, y la puerta podía cerrarse con pestillo. La cerré, encontré el dispensador de toallas de papel y lo abrí, puse dentro el sobre de papel manila y volví a cerrarlo. Hasta que fuera necesario cambiar el rollo de papel, nadie miraría lo que había dentro. Nadie excepto Meacham.

De salida compré una Cuarto de Libra -no es que tuviera hambre, pero lo hice como coartada, tal y como me habían enseñado. Un par de kilómetros más allá había un Seven-Eleven con una pared de hormigón de poca altura alrededor del parking. Aparqué, entré y compré una Pepsi Light, bebí tanto como pude y el resto lo tiré por una alcantarilla del parking. Saqué un plomo de pescar de la guantera y lo metí en la lata vacía, y puse la lata sobre la pared de hormigón.

La lata de Pepsi era una señal para Meacham, que pasaba regularmente por este Seven-Eleven; mediante ella le decía que ya había cargado el punto de contacto número tres, el McDonald's. Esta simple estrategia de espionaje permitiría a Meacham recoger los documentos sin ser visto conmigo.

Hasta donde pude ver, la entrega ocurrió sin complicaciones. No tenía razones para pensar lo contrario.

Vale, todo aquello me hacía sentir ruin. Pero al mismo tiempo, no podía evitar una cierta sensación de orgullo: estaba mejorando en esto del espionaje.

Capítulo 61

Cuando llegué a casa, había en mi cuenta de Hushmail un correo electrónico de «Arthur». Meacham quería que fuera inmediatamente a un restaurante ubicado en mitad de la nada, a más de media hora de allí. Era obvio que les parecía urgente.

El lugar resultó ser un lujoso restaurante-balneario, una famosa meca de sibaritas llamada Auberge. Las paredes del vestíbulo estaban decoradas con artículos sobre el lugar sacados de Gourmet y revistas similares.

Las razones por las que Wyatt me había citado allí resultaban obvias, y no todas tenían que ver con la comida. El restaurante estaba diseñado para ofrecer la mayor discreción posible: para reuniones privadas, relaciones extramatrimoniales, etcétera. Además del comedor principal, había pequeños reservados para cenas privadas a los que podía accederse directamente desde el parking sin tener que pasar por la zona principal del restaurante. Me hizo pensar en un motel de alta categoría.

Wyatt estaba en un reservado con Judith Bolton. Judith se mostró cordial, e incluso Wyatt parecía menos hostil que de costumbre, quizá porque yo había conseguido con éxito lo que él quería. Tal vez iba ya por su segunda copa de vino, o tal vez era Judith, que parecía ejercer un misterioso influjo sobre él. Yo estaba seguro de que no había nada entre Wyatt y Judith, por lo menos a juzgar por su lenguaje corporal; pero su intimidad era evidente, y Wyatt la respetaba como no respetaba a nadie más.

Un camarero me trajo una copa de Sauvignon blanc. Wyatt le dijo que se fuera y regresara en quince minutos, cuando hubiera decidido qué pedir. Ahora estábamos solos: Wyatt, Judith Bolton y yo.

– Adam -dijo Wyatt mientras mascaba un trozo de focaccia-, esos archivos que consiguió en el despacho del jefe de servicios financieros… resultaron muy útiles.

– Bien -dije. ¿Ahora me llamaba Adam? ¿Y me hacía cumplidos de verdad? Aquello me ponía los pelos de punta.

– En particular la lista de requisitos de esa compañía, Delphos -continuó. Despidió al camarero con la mano-. Es obvio que se trata de un factor vital, una adquisición crucial para Trion. No es extraño que estén dispuestos a pagar por ella quinientos millones de dólares en acciones. En fin, eso fue lo que resolvió el misterio. Eso puso la última pieza del puzzle en su sitio. Hemos descubierto de qué se trata Aurora.

Lo miré inexpresivamente, como si en realidad no me importara, y asentí.

– Todo esto valió la pena -dijo-. El enorme esfuerzo que nos costó meterlo en Trion, el entrenamiento, las medidas de seguridad. Los gastos, los riesgos inmensos… todo eso valió la pena. -Levantó la copa hacia Judith, que sonrió con orgullo-. Estoy en deuda contigo -le dijo.

Pensé: ¿Y conmigo qué, estoy pintado en la pared?

– Ahora quiero que me escuche con mucha atención -dijo Wyatt-. Porque lo que está en juego es inmenso, y necesito que comprenda la urgencia. Trion Systems parece haber desarrollado el avance tecnológico más importante desde los circuitos integrados. Han resuelto un problema en el que los demás hemos trabajado durante décadas. Han cambiado la historia.

– ¿Está seguro de que quiere explicarme esto?

– Más aún, quiero que tome notas. Usted es listo, Adam, ponga atención. La era del chip de silicona ha terminado. De alguna manera, Trion ha logrado desarrollar un chip óptico.

– ¿Y qué?

Me miró con infinito desprecio. Judith habló rápidamente y con seriedad, como para cubrir mi metedura de pata.

– Intel se ha gastado miles de millones tratando de lograrlo, y no ha tenido éxito. El Pentágono ha estado trabajando en ello durante más de una década. Saben que esto revolucionaría sus sistemas de navegación aérea y marítima, así que pagarán casi cualquier cosa para poner sus manos sobre un chip óptico que funcione.

– El opto-chip -dijo Wyatt- maneja señales ópticas, es decir, luz, en lugar de electrónicas, usando una sustancia llamada fosfato de indio.

Recordé haber leído algo sobre el fosfato de indio en los archivos de Camilletti.

– Eso es lo que se utiliza para hacer láseres.

– Trion ha acaparado el mercado de este producto. Eso lo dice todo. Necesitan fosfato de indio para el semiconductor del chip, que soporta velocidades de transferencia de datos mucho más altas que el arsénico de galio.

– Me he perdido -dije-. ¿Qué tiene eso de especial?

– El opto-chip tiene un modulador capaz de intercambiar señales a cien gigabytes por segundo.

Parpadeé. Era como si me hablaran en urdu. Judith observaba a Wyatt, embelesada. Me pregunté si ella comprendía algo de lo que estaba diciendo.

– Estamos hablando del puto Santo Grial, Adam. Déjeme que se lo explique en términos más sencillos. Una sola partícula de opto-chip, de una centésima parte del diámetro de un pelo humano, será capaz de manejar el sistema telefónico entero de una compañía, sus ordenadores, su comunicación por satélite y su tráfico televisivo, y todo a la vez. O si lo prefiere, véalo de este modo: con el chip óptico, podrá bajarse una película de dos horas en formato digital en una vigésima parte de segundo, ¿me entiende? Esto es un salto mayúsculo en la industria, en ordenadores y sistemas manuales y satélites y transmisiones de televisión por cable, lo que se le ocurra. El opto-chip hará posible que cosas como ésta -levantó su Wyatt Lucid- reciban imágenes de televisión de óptima calidad. Es tan inmensamente superior a cualquier tecnología existente… Es capaz de velocidades más altas y con menos voltaje, menos pérdida de señal, menos niveles térmicos… Es sorprendente. Es el gran descubrimiento.

– Excelente -dije en voz baja. Comenzaba a comprender la magnitud de lo que había hecho, y ahora me sentía como un traidor contra Trion, como el Benedict Arnold [16] de Goddard. Acababa de entregarle al detestable Wyatt la tecnología más valiosa y revolucionaria desde la televisión en color-. Me alegra haber sido útil.

– Quiero hasta la última especificación -dijo Wyatt-. Quiero el prototipo. Quiero las solicitudes de patente, las notas de laboratorio, todo lo que tengan.

– No sé cuánto más pueda conseguir -dije-. A menos que me meta en el quinto piso…

– Eso también, campeón, eso también. Lo he puesto en la silla del copiloto. Usted trabaja directamente para Goddard, es uno de sus lugartenientes principales, tiene acceso a casi cualquier cosa.

– No es así de simple, y usted lo sabe.

– Usted goza de una incomparable posición de confianza, Adam -intervino Judith-. Puede tener acceso a una amplia gama de proyectos.

Wyatt interrumpió:

– No quiero que se guarde nada.

– No me guardo…

– Ya, y los despidos lo tomaron por sorpresa, ¿no?

– Le dije que anunciarían algo importante. De verdad que no sabía nada más en ese momento.

– «En ese momento» -repitió Wyatt de manera desagradable-. Usted supo lo de los despidos antes que la CNN, gilipollas. ¿Dónde quedó nuestra inteligencia? ¿Acaso tengo que ver la CNBC para enterarme de los despidos en Trion cuando tengo a un espía en el puto despacho del presidente?

– Yo no…

– ¿Qué pasó con lo que puso en el despacho del director de servicios financieros? -Su rostro demasiado bronceado se había vuelto más oscuro que de costumbre, los ojos se le llenaron de sangre. El rocío de su saliva me llegaba a la cara.

– Tuve que quitarlo.

– ¿Quitarlo? -dijo, incrédulo-. ¿Por qué?

– Seguridad encontró el que puse en Recursos Humanos, y han comenzado a buscar en todas partes. Tengo que ser cuidadoso. Hubiera podido ponerlo todo en peligro.

– ¿Cuánto tiempo estuvo el aparato en el despacho del jefe de servicios financieros?

– Poco más de un día.

– Un día puede darnos toneladas de información.

– No, la cosa… debió de funcionar mal -mentí-. No sé qué ha ocurrido.

Francamente, no sabía muy bien por qué escondía esa información. Pero el aparato revelaba que había sido Camilletti el soplón del Wall Street Journal, y no quería que Wyatt lo supiera todo acerca de los asuntos privados de Goddard. Tal vez era eso. No había reflexionado al respecto, a decir verdad.

– ¿Funcionar mal? No sé por qué, pero tengo mis dudas. Quiero que ese aparato esté sobre el escritorio de Arnie Meacham mañana mismo, antes del final de la tarde. Sus técnicos lo examinarán. Y créame, si trata de dañarlo o de alterarlo, se darán cuenta inmediatamente. O si no lo llegó a poner en el despacho del jefe de servicios financieros. Y si me doy cuenta de que me miente, dese por muerto.

– Adam -dijo Judith-, es esencial que seamos completamente abiertos y honestos entre nosotros. No nos oculte nada. Hay demasiadas cosas que pueden fallar, y usted no puede pensar en todas a la vez.

Negué con la cabeza.

– No lo tengo -dije-. He tenido que deshacerme de él.

– ¿Deshacerse de él? -dijo Wyatt.

– Me vi… me vi en dificultades, los guardias de Seguridad estaban buscando en los despachos, y pensé que sería mejor sacarlo y tirarlo en un contenedor que hay a un par de calles. No quería que la operación entera se estropeara por culpa de un simple aparato.

Wyatt me miró fijamente durante unos segundos.

– Nunca nos oculte nada, ¿comprende? Nunca. Ahora escúcheme. Fuentes muy fiables nos han dicho que la gente de Goddard ha programado una rueda de prensa en las oficinas de Trion para dentro de un par de semanas. Una rueda de prensa importante con noticias importantes. Los intercambios de correos electrónicos que me ha entregado sugieren que Trion está a punto de hacer público lo del chip óptico.

– Pero no lo anunciarán si no han conseguido todas las patentes, ¿correcto? -dije. Había investigado un poco por Internet-. Y supongo que sus subalternos tienen bajo control todas las solicitudes de Trion existentes en la Oficina de Patentes de Estados Unidos -le dije.

– ¿Qué, ha estado estudiando Derecho en su tiempo libre? -dijo Wyatt con una sonrisa leve-. Mire, gilipollas, uno solicita la patente a última hora para evitar revelaciones prematuras o violaciones de los derechos. Trion no hará la solicitud hasta poco antes de la rueda de prensa. Hasta ese momento, la propiedad intelectual se mantiene como secreto comercial. Lo cual quiere decir que hasta que se presente la solicitud, y eso puede ocurrir en cualquier momento de las próximas dos semanas, las especificaciones de diseño son un objetivo legítimo. El tiempo pasa. No quiero que duerma, no quiero que descanse ni un minuto hasta que haya conseguido cada maldito detalle del chip óptico, ¿está claro?

Asentí con resentimiento.

– Ahora, si nos disculpa, nos gustaría pedir nuestra cena.

Me levanté y fui al lavabo antes de irme. Al salir del reservado, me crucé con un tipo que me miró de pasada. Entré en pánico.

Me di media vuelta y volví a pasar por el reservado para salir al parking.

En ese momento no estuve del todo seguro, pero el tipo con el que me había cruzado se parecía mucho a Paul Camilletti.

Capítulo 62

Había gente en mi despacho.

Cuando llegué al trabajo a la mañana siguiente, los vi desde lejos -dos hombres, uno joven, el otro más viejo- y quedé paralizado.

Eran las siete y media de la mañana, y por alguna razón Jocelyn no estaba en su escritorio. En un segundo mi mente repasó un menú de posibilidades, cada una peor que la anterior: los de Seguridad habían encontrado algo en mi despacho. O me habían despedido y estaban limpiando mi escritorio. O iban a detenerme.

Me acerqué al despacho y traté de disimular el pánico. Como si fueran amigos que hubieran pasado de visita, dije en tono jovial:

– ¿Qué sucede?

El mayor tomaba notas sobre una carpeta con sujetapapeles, y el más joven se había inclinado sobre mi ordenador. El mayor (pelo gris, bigote de morsa, gafas sin montura) dijo:

– Seguridad, señor. Su secretaria, la señorita Chang, nos ha hecho pasar.

– ¿Qué ocurre?

– Estamos inspeccionando todos los despachos del séptimo piso, señor. No sé si ha recibido la nota sobre la violación de la seguridad ocurrida en Recursos Humanos.

¿De eso se trataba? Me sentí aliviado. Pero sólo durante un par de segundos. ¿Y si encontraban algo en mi escritorio? ¿Habría dejado parte de mi equipo de espionaje en los cajones del escritorio o del archivador? Me había acostumbrado a no dejar nada allí, pero ¿y si me hubiera olvidado? Había estado tan nervioso en estos últimos días que hubiera podido fácilmente dejar algo por error.

– Genial -dije-. Me alegra que estéis aquí. No habéis encontrado nada, ¿o sí?

Hubo un momento de silencio. El joven levantó la cara pero no respondió. El mayor dijo:

– No, señor, todavía no.

– No es que me considere un blanco potencial -añadí-. No soy tan importante. Quiero decir, ¿no habéis encontrado nada en esta planta, en los despachos de los jefes?

– Se supone que no debemos comentarlo con nadie, pero no, no hemos encontrado nada. Lo cual no quiere decir que no vayamos a hacerlo.

– ¿Y la revisión de mi ordenador? ¿Todo bien? -Me dirigía al joven.

– No han aparecido aparatos ni nada por el estilo -replicó-. Pero tendremos que realizar ciertos diagnósticos. ¿Puede conectarse, por favor?

– Vale -dije. No había enviado correos incriminatorios desde aquí, ¿o sí?

Pues sí que lo había hecho. Le había escrito a Meacham desde mi cuenta de Hotmail. Pero el contenido de ese mensaje no les diría nada. Estaba seguro de que no había dejado en el ordenador archivos que hubiera debido eliminar. Sí, de eso estaba seguro. Rodeé el escritorio y tecleé mi contraseña. Ambos guardias apartaron la mirada prudentemente hasta que pude entrar a la red.

– ¿Quién tiene acceso a su despacho?

– Sólo yo. Y Jocelyn.

– Y el personal de limpieza -insistió.

– Supongo, pero nunca los veo.

– ¿Nunca los ve? -repitió con escepticismo-. Pero usted trabaja hasta tarde, ¿no?

– Ellos trabajan más tarde todavía.

– ¿Qué hay del correo interno? ¿Algún mensajero ha entrado alguna vez mientras usted no estaba?

Negué.

– Todo eso llega al escritorio de Jocelyn. Nunca me lo entregan a mí personalmente.

– ¿Alguna vez ha venido alguien de TI para arreglar su ordenador o su teléfono?

– No que yo sepa.

El más joven preguntó:

– ¿Ha recibido correos electrónicos extraños?

– ¿Extraños?

– De gente que no conozca, con documentos adjuntos, etcétera.

– No que recuerde.

– Pero usa usted otros sistemas de correo, ¿verdad? Distintos del de Trion.

– Sí.

– ¿Alguna vez los ha usado desde este ordenador?

– Sí, supongo que sí.

– ¿Y ha recibido algo raro en cualquiera de esas cuentas?

– Bueno, recibo spam, como todo el mundo. Ya sabéis, Viagra o «Añada cinco centímetros» o los de las chicas campesinas -dije. Pero ninguno de los dos parecía dotado de sentido del humor-. Pero los borro, simplemente.

– Sólo tardaremos entre cinco y diez minutos, señor -dijo el joven, insertando un disco en mi CD-ROM-. Tal vez quiera usted ir a por una taza de café.


En realidad tenía una reunión, así que dejé a los de Seguridad en mi despacho, aunque no me quedé demasiado tranquilo, y me dirigí a Plymouth, una de las salas de conferencia más pequeñas.

No me gustaba el hecho de que hubieran preguntado acerca de las cuentas de correo externas. Eso no estaba bien. La verdad, era para cagarse de miedo. ¿Y si les daba por escarbar en todos mis mensajes? Ya había visto lo fácil que era eso. ¿Y si descubrían que había pedido copias de la correspondencia electrónica de Camilletti? ¿Podría convertirme en sospechoso sólo por eso?

Al pasar por el despacho de Goddard, vi que tanto él como Flo estaban ausentes. Jock -ya lo sabía- habría ido a la reunión. Luego me crucé con Jocelyn, que llevaba una taza de café en la mano. En la taza se leía: no estoy en mis cabales, pero volveré en cinco minutos.

– ¿Siguen los matones de seguridad en mi escritorio? -preguntó.

– Ahora están en mi despacho -le dije y seguí caminando.

Ella se despidió con la mano.

Capítulo 63

Goddard y Camilletti estaban sentados alrededor de una pequeña mesa redonda con el director de operaciones, Jim Colvin, y con otro Jim, Jim Sperling, el director de Recursos Humanos. También estaban presentes un par de mujeres que no reconocí. Sperling, un hombre negro con la barba muy corta y gafas grandes de montura de alambre, hablaba, con su voz resonante de barítono, acerca de «posibilidades objetivas», con lo cual asumí que se refería a gente a la cual pudieran echar. Jim Sperling no imitaba el medio cuello de Goddard, pero no andaba lejos: americana y polo. Sólo Jim Colvin usaba traje y corbata convencionales.

La joven y rubia asistente de Sperling me pasó unos documentos, una lista de departamentos e individuos, pobres desgraciados, que eran candidatos al hacha. La revisé rápidamente y me di cuenta de que el equipo del Maestro no estaba incluido. Así que a fin de cuentas les había salvado el empleo.

Luego vi una lista de nombres de Marketing de Nuevos Productos, entre ellos el de Phil Bohjalian. El viejo iba a ser despedido. Ni Chad ni Nora estaban en la lista, pero Phil había sido señalado. Por Nora, era de suponerse. A cada vicepresidente y director se le había pedido que hiciera una clasificación de sus subordinados y eliminara al menos uno de cada diez. Era obvio que Nora lo había enviado al paredón.

Aquélla parecía ser una sesión de trámite. Sperling había presentado una lista y estaba proponiendo sus «argumentos» para eliminar las «posiciones» que había escogido, y apenas había qué discutir. Goddard se veía apesadumbrado; Camilletti parecía decidido, incluso un poco animado.

Cuando Sperling llegó a Marketing de Nuevos Productos, Goddard se giró hacia mí, pidiendo silenciosamente mi opinión.

– ¿Puedo decir algo? -intervine.

– Eh, sí, claro -dijo Sperling.

– Hay alguien en la lista, Phil Bohjalian… Lleva algo así como trece o catorce años en la empresa.

– Sí, y también está en lo más bajo de la clasificación -dijo Camilletti. Me pregunté si Goddard le habría dicho algo acerca de la filtración al Wall Street Journal. No podía saberlo a partir del comportamiento de Camilletti, que no era más hostil conmigo que de costumbre, pero tampoco menos-. Además, dada su posición en la compañía, sus incentivos nos cuestan un ojo de la cara.

– Bien, pues yo cuestionaría su clasificación -dije-. Conozco su trabajo, y creo que esas cifras pueden deberse a cuestiones de tipo personal.

– ¿Cuestiones de tipo personal? -dijo Camilletti.

– A Nora Sommers no le gusta su personalidad -dije. De acuerdo, Phil no era amigo mío, pero tampoco podía hacerme daño, y ahora me daba lástima.

– Si esto es tan sólo un choque de personalidades, estamos frente a un abuso del sistema de clasificaciones -dijo Jim Sperling-. ¿Sugiere usted que Nora Sommers está abusando del sistema?

Era claro adónde iba aquello. Podría salvar el empleo de Phil Bohjalian y deshacerme de Nora, todo al mismo tiempo. Era muy tentador: pronunciar una palabra y dejar que a Nora le cortaran el pescuezo. A ninguno de los presentes le importaba. La orden llegaría a Tom Lundgren, y no era probable que él se esforzara por salvarla. De hecho, si Goddard no me hubiera rescatado de las garras de Nora, sería mi nombre el que habría ido a parar a la lista, no el de Phil.

Goddard me miraba con atención, igual que Sperling. Los demás tomaban notas.

– No -dije al fin-. No creo que abuse del sistema. Es una cuestión de química. Creo que ambos ponen de su parte.

– Bien -dijo Sperling-. ¿Continuamos?

– Mire -me dijo Camilletti-, vamos a recortar cuatro mil empleos. No podemos revisarlos uno por uno.

Asentí.

– Por supuesto.

– Adam -dijo Goddard-, hágame un favor. Le he dado la mañana libre a Flo, ¿le importaría traerme mi, eh, mi agenda digital del despacho? La he olvidado. -Me pareció que los ojos le brillaban. Se refería a su pequeña libreta de direcciones negra, y supongo que la broma iba dirigida a mí.

– Sí, claro -dije, y tragué con fuerza-. Enseguida vuelvo.

El despacho de Goddard estaba cerrado pero sin llave. La agenda negra estaba sobre su escritorio escueto y ordenado, al lado de su ordenador.

Me senté en su silla y eché una mirada a sus cosas: las fotografías enmarcadas de Margaret, su esposa de pelo canoso y aires de abuela; una foto de su casa del lago. No había fotos de su hijo, Elijah: tal vez era demasiado doloroso recordarlo.

Estaba solo en el despacho de Jock Goddard, y Flo tenía la mañana libre. ¿Cuánto tiempo podía quedarme allí antes de que Goddard comenzara a sospechar? ¿Había tiempo para tratar de meterme en su ordenador? ¿Y si Flo aparecía mientras estaba en ello?

No. Era demasiado arriesgado. Este era el despacho del presidente, y lo más probable era que hubiera gente entrando y saliendo todo el tiempo. Y no podía arriesgarme a tardar más de dos o tres minutos en este recado: Goddard se preguntaría dónde había estado. Tal vez podía decir que había ido al lavabo antes de recoger su agenda: eso explicaría una demora de cinco minutos, pero no más.

Sin embargo, nunca volvería a tener esta oportunidad.

Pasé las hojas del desgastado cuadernito y vi números de teléfono, garabatos en lápiz sobre anotaciones del calendario… y en las guardas traseras, en letra imprenta y muy limpia, esta anotación: Goddard. Y más abajo: 62858.

Tenía que ser su contraseña.

Sobre esos cinco números, tachada, había otra anotación: jun2858. Miré ambas cifras y comprendí que ambas eran fechas, y además que eran la misma fecha: 28 de junio de 1958. Evidentemente una fecha de mucha importancia para Goddard. No sabía de qué se trataba, tal vez la fecha de su boda. Y las dos variantes, evidentemente, eran contraseñas.

Cogí un bolígrafo y un pedazo de papel y copié el nombre de usuario y la contraseña.

¿Y por qué no copiar la libreta entera? Bien podría haber otras informaciones valiosas aquí dentro.

Cerré tras de mí el despacho de Goddard y me dirigí hacia la fotocopiadora que había detrás del escritorio de Flo.

– ¿Trata de hacer mi trabajo, Adam? -me llegó la voz de Flo.

Me di la vuelta y la vi con una bolsa de Saks Fifth Avenue en la mano. Me miraba con expresión feroz.

– Buenos días, Flo -dije con brusquedad-. No, no tema. Sólo estaba haciendo un recado para Jock.

– Me alegro. Porque llevo aquí más tiempo que usted, y no me gustaría tener que abusar de mi autoridad.

Su mirada se hizo más dulce, y una sonrisa amable apareció en su rostro.

Capítulo 64

Al terminar la reunión, Goddard se me acercó sigilosamente y me puso un brazo sobre el hombro.

– Me ha gustado lo que ha hecho -dijo en voz baja.

– ¿A qué se refiere?

Caminamos por el vestíbulo hacia su despacho.

– Me refiero a su contención en el caso de Nora Sommers. Sé bien qué piensa de ella. Sé bien qué piensa ella de usted. Deshacerse de ella hubiera sido lo más fácil del mundo. Y yo, francamente, no hubiera opuesto mucha resistencia.

El afecto de Goddard me incomodaba un poco, pero sonreí y bajé la cabeza.

– Me pareció lo correcto -dije.

– «Quienes tienen el poder de dañar, y no lo ejercen» -dijo Goddard-, heredan con derecho las gracias del cielo.» Shakespeare. En inglés moderno: Cuando tienes el poder de joder a alguien y no lo haces, pues bien, de eso se trata, ¿no es cierto?

– Supongo que sí.

– ¿Y quién es ese hombre mayor cuyo trabajo acaba de salvar?

– Un tipo de marketing.

– ¿Amigo suyo?

– No. Ni siquiera le caigo demasiado bien, creo. Simplemente me parece que es un empleado fiel.

– Enhorabuena. -Goddard me estrechó el hombro, con fuerza. Me condujo a su despacho, se detuvo un instante ante el escritorio de Flo-. Buenos días, querida -dijo-. Bueno, quiero ver ese vestido de confirmación.

A Flo se le iluminó la cara, abrió la bolsa de Saks, sacó un pequeño vestido de seda para niña y lo levantó con orgullo.

– Maravilloso -dijo Goddard-. Simplemente maravilloso.

Luego entró en su despacho y cerró la puerta.

– Todavía no le he dicho ni una palabra a Paul -dijo, acomodándose tras su escritorio-, y no he decidido si lo haré. Usted no se lo ha contado a nadie más, ¿verdad? Lo del Journal.

– A nadie más.

– Pues no lo haga. Verá, Paul y yo tenemos diferencias de opinión, y tal vez ésta era su manera de motivarme. Tal vez creyó que eso ayudaría a la compañía, no lo sé. -Goddard soltó un largo suspiro-. Pero si saco a colación el asunto, bueno, no quiero que corra el rumor. No quiero situaciones desagradables. Por estos días hay cosas mucho, pero mucho más importantes.

– Vale.

Me lanzó una mirada lateral.

– Nunca he ido al Auberge. Me dicen que es genial, ¿cómo le pareció a usted?

Sentí un tirón en las tripas. La cara se me llenó de rubor. El de la noche anterior había sido Camilletti. Qué mala suerte.

– Sólo… sólo llegué a beber una copa de vino.

– Apuesto a que no se imagina quién estaba cenando allí también -dijo Goddard. Su expresión era indescifrable-. Nicholas Wyatt.

Evidentemente, Camilletti había hecho sus averiguaciones. Intentar siquiera negar que había estado con Wyatt sería suicida.

– Ah, eso -dije, tratando de parecer cansado-. Desde que acepté el empleo en Trion, Wyatt me ha estado persiguiendo, para…

– ¿Ah, sí? -interrumpió Goddard, enfadado-. Así que no tuvo usted más opción que aceptar su invitación a cenar, ¿no?

– No, señor, no ha sido así -dije, tragando saliva.

Pero Goddard ya había comenzado a calmarse.

– Cambiar de trabajo no quiere decir que uno abandone a sus viejos amigos, supongo -dijo.

Negué con la cabeza, fruncí el ceño. Me daba la sensación de que la cara se me enrojecía tanto como a Nora.

– No es cuestión de amistades, la verdad…

– No, si ya sé cómo va la cosa -dijo Goddard-. El otro te hace sentir culpable para obligarte a aceptar una cita, «en honor de los viejos tiempos», y no quieres ser maleducado, y enseguida empieza a cubrirte de elogios…

– Usted sabe que yo no tenía intenciones de…

– Claro que sí, claro que sí -murmuró Goddard-. Usted no es así. Por favor. Yo conozco a la gente. Me gusta pensar que es una de mis virtudes.


Cuando regresé a mi despacho y me senté, me di cuenta de que estaba estremecido.

El hecho de que Camilletti le hubiera informado a Goddard de que me había visto en el Auberge al mismo tiempo que Wyatt significaba que Camilletti, por lo menos, sospechaba de mis motivos. Debió pensar que me dejaba cortejar por mi antiguo jefe. Pero Camilletti era Camilletti, y probablemente se le habían ocurrido ideas más siniestras.

Esto era desastroso. Me pregunté también si Goddard pensaba en realidad que todo el asunto era completamente inocente. «Yo conozco a la gente», había dicho. ¿Acaso era así de cándido? No supe qué pensar. Pero era evidente que a partir de entonces tendría que cubrirme las espaldas.

Respiré hondo, me apreté los ojos con las yemas de los dedos. Tenía que seguir insistiendo e ignorar lo sucedido.

Después de unos minutos hice una búsqueda rápida en el sitio web de Trion y encontré el nombre del encargado de la División de Propiedad Intelectual del Departamento Jurídico de Trion. Era Bob Frankheimer, cincuenta y cuatro años, ocho de ellos como empleado de Trion. Antes había sido abogado general de Oracle, y antes de eso había trabajado en Wilson, Sonsini, un gran bufete de abogados de Silicon Valley. En la foto se veía gravemente obeso; tenía pelo negro y rizado, la cara cubierta por la sombra de una barba incipiente, gafas de lentes gruesos. Era la quintaesencia del empollón.

Lo llamé desde mi escritorio para que viera mi número en su identificador de llamadas, para que supiera que lo llamaba desde el despacho del presidente ejecutivo. Contestó él mismo con voz sorprendentemente dulce, como el DJ de noche en una emisora de rock suave.

– Señor Frankheimer, soy Adam Cassidy, del despacho del presidente.

– ¿En qué puedo ayudarle? -dijo. Su afán de cooperación parecía genuino.

– Quisiéramos revisar todas las solicitudes de patentes del departamento tres veintidós.

Era un movimiento audaz y definitivamente arriesgado. ¿Y si se lo mencionaba a Goddard? Sería casi imposible de explicar.

Hizo una larga pausa.

– ¿El proyecto Aurora?

– Correcto -dije con indiferencia-. Sé que deberíamos tener todas las copias en nuestros archivos, pero acabo de pasar las últimas dos horas buscando, y no consigo encontrarlas, y a Jock le está entrando un ataque -bajé la voz-. Soy nuevo, acabo de empezar. No quiero cagarla con esto.

Otra pausa. La voz de Frankheimer de repente parecía menos calmada, menos cooperativa, como si yo hubiera dicho las palabras equivocadas.

– ¿Por qué me ha llamado a mí?

No supe a qué se refería, pero era claro que había metido la pata.

– Porque he pensado que sólo usted puede salvar mi empleo -dije, con una risita mordaz.

– ¿Cree que tengo copias aquí?

– ¿Sabe dónde puedan estar, entonces?

– Señor Cassidy, tengo un equipo de seis abogados expertos en propiedad intelectual, gente capaz de lidiar con lo que les pongan. Pero ¿las solicitudes del Aurora? No, no. Eso lo tiene que llevar un abogado externo. ¿Por qué? Por supuestas razones de «seguridad empresarial». -Su voz subió de tono, y ahora parecía verdaderamente cabreado-. «Seguridad empresarial», sí, señor. Porque se ve que los abogados externos practican su profesión con más seguridad que la propia gente de Trion. Así que déjeme que le pregunte: ¿Qué mensaje nos transmite una actitud semejante? -Ya no sonaba tan dulce.

– Sí, eso no está bien -dije-. ¿Y entonces quién lleva las solicitudes?

Frankheimer exhaló. Era un hombre enfadado y lleno de amargura, candidato principal al infarto.

– Ojalá lo supiera. Pero parece ser que ni siquiera somos lo bastante fiables como para conocer esa información. ¿Qué es lo que pone en nuestras tarjetas? Comunicación abierta. Ah, me encanta eso. Creo que haré que impriman eso en las camisetas de los próximos Juegos Empresariales.

Después de colgar pasé por el despacho de Camilletti de camino al lavabo. Tuve que volver a pasar.

Sentado en el despacho de Paul Camilletti, con expresión de gravedad, estaba mi viejo amigo.

Chad Pierson.


Apuré el paso, pues no quería ser visto por ninguno de los dos a través de las paredes de vidrio del despacho de Camilletti. Ahora bien, ¿por qué no quería ser visto? No tenía la menor idea. En ese momento ya corría por instinto.

Dios mío. Pero ¿Chad conocía siquiera a Camilletti? Nunca lo había mencionado, y, dada su personalidad modesta y sin pretensiones, aquello parecía exactamente el tipo de cosa de la que se hubiera vanagloriado frente a mí. No se me ocurría ninguna razón legítima o por lo menos inocente por la que ese par se hubiera sentado a conversar. Y lo único seguro era que no se trataba de una charla social: Camilletti nunca desperdiciaría su tiempo con un gusano como Chad.

La única explicación posible era la que yo más temía: que Chad había comunicado sus sospechas sobre mí a los altos mandos, o al mando más alto al que tenía acceso. Pero ¿por qué Camilletti?

Sin duda, Chad me tenía antipatía, y tan pronto como oyó hablar de un nuevo empleado procedente de Trion, asaltó a Kevin Griffin en busca de mierda para echármela encima. Y había estado de suerte.

¿Era así? ¿Había estado de suerte?

En realidad, ¿cuánto podía saber de mí Kevin Griffin? Conocía rumores, cotilleos; podía alegar que conocía algo de mi historia pasada en Wyatt. Sin embargo, se trataba de alguien cuya propia reputación estaba en entredicho. Trion había dado crédito a las acusaciones de Seguridad de Wyatt, fueran las que fuesen; de otra forma, no se hubieran desecho de Griffin con tanta rapidez.

¿Sería capaz Camilletti de creer en acusaciones de terceros, procedentes además de fuentes cuestionables, de un tipo de pasado tan turbio como Kevin Griffin?

Por otra parte… ahora que me había visto cenando con Wyatt, en un restaurante tan apartado, tal vez sí.

Me comenzó a doler el estómago. Me pregunté si estaba teniendo un ataque de úlcera.

Y aunque fuera así, ése sería el menor de mis problemas.

Capítulo 65

Al día siguiente, sábado, era la barbacoa de Jock. Tardé una hora y media en llegar a la casa del lago, buena parte del tiempo conduciendo por estrechas carreteras secundarias. De camino, llamé a mi padre desde el móvil. Fue un grave error. Hablé un segundo con Antwoine, y entonces se puso mi padre, enfadado y quejoso, tan encantador como siempre, y me exigió que pasara a verlo de inmediato.

– No puedo, papá -le dije-. Tengo un asunto de negocios. -No quería decirle que tenía una barbacoa en la casa de campo del presidente: mi mente repasó las posibles respuestas de mi padre y muy pronto saltó la alarma de sobrecarga. Su perorata «Presidentes corruptos», su perorata «Adam, el lameculos patético», su perorata «No sabes quién eres», su perorata «Los ricos te restriegan su riqueza en los morros», su perorata «Qué pasa, no quieres estar con tu padre moribundo»…

– ¿Necesitas algo? -añadí, consciente de que nunca admitiría tener necesidades.

– No necesito nada -dijo con irritación-. No si estás tan ocupado.

– Déjame que vaya a verte mañana por la mañana, ¿vale?

Mi padre se quedó callado para hacerme sentir lo enfadado que estaba, y enseguida se puso Antwoine. El viejo volvía a ser el gilipollas de siempre.

Colgué al llegar a casa de Goddard. Una simple señal de madera sobre un poste señalaba el lugar: ponía Goddard y un número. Después había un sendero de tierra largo y lleno de surcos que atravesaba un bosque y se hacía más ancho hasta convertirse en una gran rotonda cubierta de conchas machacadas. Un muchacho de camisa verde hacía las veces de mozo. Con reticencia, le entregué las llaves del Porsche.

La casa era una construcción desordenada, de piedra gris y aspecto confortable, que parecía construida a finales del siglo XIX, más o menos. Se levantaba en un pequeño risco sobre el lago, y tenía cuatro gruesas chimeneas de piedra y las paredes cubiertas de hiedra. Tenía delante una gran extensión de césped que olía como si acabaran de podarlo, decorada, aquí y allá, por robles viejos y macizos y pinos nudosos.

En el prado había veinte o treinta personas en camiseta y shorts, cada uno con una bebida en la mano. Un grupo de niños corría de aquí para allá, gritando y jugando y arrojándose pelotas. Una bella chica rubia estaba sentada frente a una mesa de juego que había en la galería. Sonrió, buscó la etiqueta con mi nombre y me la entregó.

La acción parecía suceder al otro lado de la casa, en el prado trasero que descendía paulatinamente hacia el muelle de madera del lago. Allí la multitud era más densa. Busqué un rostro conocido y no encontré a nadie. Entonces se me acercó una mujer corpulenta vestida con un caftán color burdeos, de unos sesenta años, rostro muy arrugado y pelo blanco.

– Parece perdido -me dijo amablemente. Tenía la voz ronca y profunda y un rostro tan erosionado y pintoresco como la casa.

Supe de inmediato que era la mujer de Goddard. Era tan hospitalaria como decía su reputación. Mordden tenía razón: en verdad parecía un cachorro shar-pei.

– Soy Margaret Goddard. Y usted debe de ser Adam.

Le di la mano, halagado por el hecho de que me hubiera reconocido, hasta que recordé que llevaba mi nombre pegado en el polo.

– Mucho gusto, señora Goddard -dije.

No me corrigió, no me pidió que la llamara Margaret.

– Jock me ha hablado mucho de usted -dijo. Sostuvo mi mano en la suya durante un largo rato y asintió, abriendo sus pequeños ojos marrones. A menos que fueran imaginaciones mías, parecía haberle causado buena impresión. Se me acercó-. Mi marido es un viejo cínico. Nadie lo impresiona fácilmente. Así que usted debe de ser bueno.

La parte trasera de la casa estaba rodeada por un porche. Pasé junto a un par de parrillas Cajun grandes y negras y llenas de brasas que soltaban columnas de humo. Un par de chicas con delantal blanco se encargaban de las hamburguesas, los filetes y el pollo. Habían puesto una barra cerca de allí, cubierta con un mantel de lino blanco, donde un par de muchachos de edad universitaria servían sodas y cervezas en vasos de plástico. En otra mesa, un chico se dedicaba a abrir ostras y disponerlas sobre un lecho de hielo.

A medida que me acercaba a la veranda comenzaba a reconocer a la gente, la mayoría ejecutivos de alto rango de Trion con sus mujeres y niños. Nancy Schwartz, vicepresidente senior de la Unidad de Soluciones Empresariales, una mujer pequeña, morena, de aspecto preocupado, que llevaba la camiseta fosforescente de los Juegos Empresariales del año pasado, jugaba un partido de croquet con Rick Durant, el jefe de marketing, un tío alto, esbelto y bronceado con el pelo peinado con secador. Ambos parecían tristes. Flo, la asistente de Goddard, vestida con un muumuu hawaiano de seda, floral y dramático, se pavoneaba por allí como si fuese ella la verdadera anfitriona.

En ese momento vi a Alana: piernas largas y bronceadas bajo unos shorts blancos. Ella me vio al mismo tiempo y los ojos se le iluminaron. Pareció sorprendida. Sonrió y me saludó con la mano, furtivamente, y luego se dio la vuelta. ¿Qué quería decir aquello, si es que quería decir algo? Tal vez Alana prefería mantener nuestra relación en la mayor discreción, el viejo mandato de no pescar desde el muelle de la empresa.

Pasé junto a mi antiguo jefe, Tom Lundgren, que vestía una de esas horribles camisetas de golf a rayas grises y rosa claro. Tenía una botella de agua en la mano y le iba quitando la etiqueta nerviosamente, formando una espiral perfecta, mientras escuchaba, con una mueca fija en la cara, lo que decía una atractiva mujer negra que debía de ser Audrey Bethune, vicepresidente y directora del equipo Guru. Detrás de él, a pocos pasos, estaba una mujer que tomé por su esposa, vestida con la misma ropa de golf y con el rostro casi tan rojo e irritado como el de Lundgren. Un niño desgarbado estaba tirándola del codo y pidiéndole algo con una vocecita chillona.

A menos de veinte metros estaba Goddard, riendo en compañía de un pequeño grupo de tíos que me parecieron conocidos. Bebía de una botella de cerveza y llevaba una camisa azul arremangada con botones en el cuello, un par de caquis bien planchados con vuelta, un cinturón de tela azul marino con ballenas y un par de gastados mocasines marrones. El supremo barón de los pijos campestres. Una niña pequeña se le acercó corriendo, y él se inclinó y por arte de magia le sacó una moneda de la oreja. Ella chilló de sorpresa, y él le entregó la moneda; la niña se fue corriendo, lanzando chillidos de entusiasmo.

Goddard dijo algo más, y su audiencia rió como si se tratara de Jay Leno y Richard Pryor y Rodney Dangerfield, todos en uno. A un lado estaba Paul Camilletti, en vaqueros desteñidos y bien planchados y camisa blanca de botones en el cuello, también arremangada. Él sí que había recibido el memorando sobre vestimenta adecuada; a mí, en cambio, no me había llegado: yo llevaba unos shorts caquis y un polo.

Frente a él estaba Jim Colvin, el director de operaciones, con sus blancuzcas piernas bajo un par de bermudas grises. Aquello era un verdadero desfile de modas. Goddard levantó la cara, me hizo una seña y me invitó a acercarme.

Cuando comencé a caminar hacia él, alguien salió de la nada y me agarró por el brazo. Nora Sommers, vestida con una blusa de tejido rosa y cuello levantado y unos shorts caquis demasiado grandes para ella, parecía feliz de verme.

– ¡Adam! -exclamó-. ¡Qué bueno verlo aquí! ¿No es maravilloso este lugar?

Asentí, sonreí educadamente.

– ¿Ha venido su hija? -le pregunté.

Nora se sintió de repente incómoda.

– Megan está pasando por una etapa difícil, pobre chica. Nunca quiere estar conmigo. -Curioso, pensé: yo estoy pasando por la misma etapa-. Prefiere montar a caballo con su padre que perder la tarde con su madre y sus aburridos compañeros de trabajo.

Asentí.

– Discúlpeme…

– ¿Ha tenido oportunidad de ver la colección de coches de Jock? Está allá, en el garaje. -Señaló una construcción parecida a un establo que había al otro lado del prado, a unos cien metros de allí-. Tiene que verlos. ¡Son maravillosos!

– Lo haré, gracias -dije, y di un paso hacia el grupito de Goddard.

Nora se aferró a mi brazo con más fuerza.

– Adam, quería decirle que me ha alegrado mucho su éxito. Habla muy bien de Jock el que haya decidido jugársela con usted, ¿no? Confiar en usted, ¿no? ¡Me alegro tanto por usted! -le di las gracias amablemente y liberé el brazo de su garra.

Llegué a donde estaba Goddard y me quedé educadamente a un lado hasta que él me vio y me pidió que me acercara. Me presentó a Stuart Lurie, ejecutivo a cargo de «Soluciones Empresariales», que me dijo «¿Qué tal, tío?», y me dio un apretón estilo soul. Era un tío muy bien parecido de unos cuarenta años, prematuramente calvo y rasurado a ambos lados de la cabeza de manera que pareciera deliberado y guay.

– Adam es el futuro de Trion -dijo Goddard.

– Ey, ¡qué gusto ver el futuro! -dijo Lurie con un toque leve de sarcasmo-. No irás a sacar una moneda de su oreja, Jock, ¿o sí?

– No es necesario -dijo Jock-. Adam siempre anda sacándose conejos del sombrero, ¿no es verdad, Adam? -Goddard me rodeó con el brazo, un gesto incómodo dado que yo era mucho más alto-. Venga conmigo -dijo en voz baja.

Me guió a través del porche.

– Dentro de un rato haré mi pequeña ceremonia tradicional -dijo mientras subíamos los escalones de madera-. Reparto pequeños regalos, cositas tontas, pequeñas bromas, en realidad.

Sonreí, preguntándome al mismo tiempo por qué me estaba contando todo aquello. Cruzamos el porche entre viejos muebles de mimbre y entramos en una especie de vestíbulo y luego en la parte principal de la casa. Los suelos eran de tablones de pino, y chirriaban bajo nuestros pasos. Las paredes estaban todas pintadas de color crema, y todo parecía luminoso y alegre y hogareño, y tenía el olor indescriptible de las casas viejas. Todo parecía confortable y real, parecía vivido. Esta era la casa de un rico sin pretensiones, pensé. Caminamos por un amplio corredor, pasando una sala de estar con una gran chimenea de piedra, luego doblamos la esquina y entramos en un corredor angosto con suelos de baldosa. A ambos lados del corredor, sobre las estanterías, había trofeos y cosas así. Luego entramos a una pequeña habitación flanqueada por libros con una larga mesa de biblioteca en el medio, y sobre ella un ordenador, una impresora y varias cajas de cartón. Era obviamente el estudio de Goddard.

– La bursitis no se da por vencida -se disculpó, señalando las cajas grandes de la mesa, que estaban llenas de lo que parecía ser regalos ya envueltos-. Usted es un joven robusto, Adam. Si no le importa, podría llevar esto al lugar donde está el podio, allá junto al bar…

– No es molestia -dije, desilusionado pero sin demostrarlo. Levanté una de las cajas, que no sólo era pesada sino difícil de manejar, porque el peso estaba distribuido de forma desigual y era tan voluminosa que yo apenas alcanzaba a ver por dónde caminaba.

– Le mostraré el camino -dijo Goddard. Lo seguí hasta el angosto corredor. La caja rozaba las estanterías por ambos lados, y tuve que girarla hacia un lado y un poco hacia arriba para que pasara. Luego sentí que la caja empujaba algo: hubo un estrépito, el sonido del vidrio al romperse.

– Mierda -exclamé.

Giré la caja para poder ver lo que había sucedido. Me quedé paralizado: debí derribar uno de los trofeos de la estantería, y allí estaba, una docena de fragmentos dorados cubriendo el suelo de baldosas. Era uno de esos trofeos que parecen de oro pero en realidad son de cerámica pintada de color dorado o algo así.

– Lo siento, lo siento -dije, poniendo la caja en el suelo y agachándome para recoger los pedazos. Había tenido cuidado con la caja, pero de alguna manera lo había golpeado, no alcanzaba a imaginar cómo.

Goddard miró lo ocurrido y se puso blanco.

– No se preocupe -dijo con voz esforzada.

Recogí tantos pedazos como pude. Era -había sido- la estatuilla dorada de un jugador de fútbol corriendo. Había un pedazo del casco, de un puño, de la pelota. La base era de madera y llevaba una placa de bronce que ponía: Campeones 1995 -Colegio Lakewood – Elijah Goddard – Quarterback.

Elijah Goddard, según Judith Bolton, era el hijo fallecido de Goddard.

– Jock -dije-. Lo siento mucho.

Me hice un doloroso corte en la mano con uno de los fragmentos.

– He dicho que no se preocupe -dijo Goddard con voz dura-. No es nada. Ahora venga, a lo que íbamos.

No supe qué hacer, tan mal me sentía por haber destruido un objeto de su hijo fallecido. Quise limpiar el desorden, pero tampoco quería ponerlo de peor humor. Hasta aquí llegaba la buena imagen que el viejo tenía de mí. El corte en la palma de mi mano había comenzado a sangrar.

– La señora Walsh limpiará todo esto -dijo con un toque de rudeza en la voz-. Venga, por favor, lleve los regalos afuera.

Caminó por el corredor y desapareció tras alguna puerta. Mientras tanto levanté la caja y la llevé por el corredor, con extremo cuidado, y salí de la casa. Dejé una marca de sangre en el cartón.

Cuando regresé a por la segunda caja, vi a Goddard sentado en una esquina del estudio. Estaba doblado sobre sí mismo, con la cabeza metida en la sombra y la base de madera del trofeo en las manos. Dudé; no estaba seguro de lo que debía hacer, si salir de allí, dejarlo a solas, o seguir sacando las cajas y fingir que no lo había visto.

– Era un muchacho encantador -dijo de repente Goddard, en voz tan suave que en un principio pensé que lo había imaginado. Me detuve. Su voz era ronca y débil, poco más audible que un susurro-. Un deportista, alto y de espaldas anchas, como usted. Y tenía el don de la felicidad. Cuando entraba en algún sitio, los ánimos subían. Hacía que la gente se sintiera bien. Era guapo, era amable, había como una… una chispa en sus ojos. -Goddard levantó lentamente la cara y miró al vacío-. Incluso cuando era un niño. Casi no lloraba, no molestaba ni…

La voz de Goddard se apagó, y yo me quedé allí, paralizado en medio de la habitación, escuchándolo. Había hecho una bola con mi pañuelo y lo sostenía en la mano, para que absorbiera la sangre, y podía sentir cómo se iba humedeciendo.

– A usted le hubiera caído bien -dijo Goddard. Miraba hacia donde yo estaba, pero de alguna manera no me miraba a mí: era como si viera a su hijo en mi lugar-. Sí, así es. Los dos habrían sido amigos.

– Siento mucho no haberlo conocido.

– Todos le querían. Era un chico puesto sobre la tierra para hacer feliz a la gente. Tenía la chispa, tenía la sonrisa más b… -Su voz se quebró-. Más bella…

Goddard bajó la cabeza y sus hombros se sacudieron. Después de un instante, dijo:

– Un día Margaret me llamó al despacho. Gritaba… Lo había encontrado en su habitación. Cogí el coche y vine a casa, no podía pensar con claridad… Nunca olvidaré la fecha, por supuesto. Veintiocho de agosto de mil novecientos noventa y ocho. Elijah había sido expulsado de Haverford en el tercer curso, sí, lo expulsaron, sus calificaciones eran una mierda, había dejado de ir a las clases. Pero no conseguí que hablara conmigo. Claro, ya me imaginaba que se estaba drogando, y traté de hablar con él, pero era como hablarle a una pared de piedra. Volvió a vivir con nosotros, pasaba la mayor parte del tiempo en su habitación o saliendo con chicos que yo no conocía. Más tarde un amigo suyo me dijo que había empezado a meterse heroína al principio del tercer curso. Él no era un delincuente juvenil, era un muchacho con talento, dulce, un buen chico… Pero en algún momento empezó a… ¿cómo se dice, inyectarse? Y la droga lo cambió. La luz se fue de sus ojos. Comenzó a mentir constantemente. Era como si tratara de borrar todo lo que había sido hasta entonces. ¿Entiende lo que quiero decir? -Goddard levantó de nuevo el rostro. Lo tenía cubierto de lágrimas.

Asentí. Pasaron varios y lentos segundos antes de que continuara.

– Buscaba algo, supongo. Necesitaba algo que el mundo no podía darle. O tal vez se preocupaba demasiado por los demás y decidió que necesitaba matar esa parte de sí mismo. -De nuevo, su voz se hizo más gruesa-. Y luego el resto.

– Jock -comencé. Quería que dejara de hablar.

– El médico dijo que había sido una sobredosis. Dijo que no había dudas: era deliberada. Elijah sabía lo que hacía. -Se cubrió la cara con una mano regordeta-. Y me pregunto, ¿qué hubiera debido hacer de otra manera? ¿Cómo lo eché a perder? Una vez, llegué a amenazarle con hacer que lo arrestaran. Tratamos de meterlo en rehabilitación. Yo estuve a punto de hacerle las maletas y mandarlo, obligarlo a ir, pero nunca tuve la oportunidad. Y una y otra vez me pregunto: ¿fui demasiado duro con él, demasiado firme? ¿O no lo suficiente? ¿Acaso estuve demasiado involucrado en mi trabajo? Creo que sí. Por esos días, yo era demasiado ambicioso. Estaba demasiado ocupado en la construcción de Trion para ser un padre de verdad.

Ahora me miraba directamente, y la angustia en sus ojos era visible. La sentí como una daga en mi vientre. Los ojos se me humedecieron.

– Te vas a trabajar, construyes tu pequeño imperio -dijo-, y pierdes la noción de lo que verdaderamente importa. -Parpadeó con fuerza-. No quiero que usted pierda esa noción, Adam. Jamás. -Goddard parecía más pequeño y marchito, como si tuviera cien años-. Estaba acostado en su cama cubierto de saliva y de orines, como un bebé, y lo cogí en brazos como si fuera un niño. ¿Sabe qué se siente al ver a un hijo en un ataúd, Adam? -susurró. Se me puso la piel de gallina y tuve que evitar su mirada-. Creí que nunca iba a volver a trabajar. Creí que no lo superaría nunca. Margaret dice que no lo he hecho. Me quedé casi dos meses en casa. No se me ocurría ninguna razón para seguir viviendo. Cuando pasa algo así, uno se cuestiona el valor de todo.

Pareció recordar que tenía un pañuelo en la mano y se limpió la cara.

– Ah, míreme -dijo con un profundo suspiro, y soltó una risita inesperada-. Fíjese en este viejo tonto. Cuando tenía su edad, pensaba que al llegar a la que tengo ahora habría descubierto el sentido de la vida -sonrió tristemente-. Y no estoy ni un paso más cerca. Claro, sé bien cuál no es el sentido de la vida. Lo sé gracias a un proceso de eliminación. Tuve que perder a un hijo para aprenderlo. Te compras una casa grande y un coche de lujo, sales en la portada de la revista Fortune, y te crees que lo tienes todo dominado, ¿no es así? Hasta que Dios te manda un pequeño telegrama diciendo: «Ah, se me olvidaba, nada de eso importa un bledo. Y todos los seres queridos que tengas sobre la tierra… son prestados, ¿sabes? Así que ámalos mientras puedas.» -Por su mejilla rodó una lágrima-. Todavía hoy me pregunto si llegué a conocer a Eli. Tal vez no. Creí que lo había conocido. Sé que lo amé, más de lo que pensé que llegaría a amar a alguien. Pero ¿conocerlo? No, eso no puedo asegurarlo. -Sacudió la cabeza lentamente y comenzó a recuperar el control sobre sí mismo-. Su padre tiene suerte, quienquiera que sea, tiene tanta suerte, y nunca lo sabrá. Tiene un hijo como usted, un hijo que todavía lo acompaña. Sé que debe sentirse muy orgulloso de usted.

– No estoy tan seguro -dije en voz baja.

– Yo sí -dijo Goddard-. Porque yo lo estaría.

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