12

Deborah nos condujo hacia el sur por la Dixie Highway. Sí, he dicho «nos». Ante mi sorpresa me había convertido en un miembro valioso de la Liga de la Justicia, y me informaron de que me concedían el honor de poner mi yo irremplazable en peligro. Aunque lejos de sentirme complacido, un pequeño incidente casi consiguió que valiera la pena.

Cuando estábamos esperando delante del restaurante a que el aparcador trajera el coche de Deborah, Chutsky había mascullado en voz baja, «¿Qué coño…?», y bajó por el camino de acceso. Vi que salía por el portal y hacía un gesto a un Taurus marrón aparcado como si tal cosa al lado de una palmera. Debs me fulminó con la mirada como si todo fuera culpa mía, y los dos vimos que Chutsky hacia un ademán en dirección a la ventanilla del conductor, que al bajar reveló, por supuesto, al siempre vigilante sargento Doakes. Chutsky se apoyó en el portal y dijo algo a Doakes, que me miró, meneó la cabeza, subió la ventanilla y se marchó.

Chutsky no dijo nada cuando volvió con nosotros, pero me miró de una manera diferente cuando subió al asiento delantero del coche.

Era un paseo de veinte minutos hasta donde Quail Roost Drive corre de este a oeste y cruza la Dixie Highway, justo al lado de un centro comercial. Al cabo de dos manzanas, una serie de calles laterales conducen a un barrio tranquilo de clase trabajadora, compuesto por casas pequeñas y pulcras en su mayoría, por lo general con dos coches en el camino de acceso y varias bicicletas esparcidas sobre la hierba.

Una de estas calles giraba a la izquierda y conducía a un callejón sin salida, y fue aquí, al final de la calle, donde encontramos la casa, una vivienda de estuco amarillo claro con el patio invadido por malas hierbas. Había tina furgoneta gris baqueteada en el camino de acceso, que con letras rojo oscuro anunciaba HERMANOS CRUZ LIMPIADORES.

Debs rodeó el callejón sin salida y subió por la calle una media manzana, hasta una casa con media docena de coches aparcados delante y sobre la hierba, dentro de la cual se oía música rap a toda pastilla. Debs dio la vuelta para encarar nuestro objetivo y aparcó debajo de un árbol.

—¿Qué opinas?

Chutsky se encogió de hombros.

—Aja. Podría ser —dijo—. Vigilemos un rato.

Y ésa fue toda nuestra conversación durante una buena media hora. Apenas lo suficiente para mantener con vida a la mente, y me descubrí derivando con mi imaginación hasta el pequeño estante de mi apartamento, donde una cajita de palisandro contiene cierto número de placas, de ésas que se ponen debajo de un microscopio. Cada placa contenía una sola gota de sangre, sangre muy seca, por supuesto. De lo contrario, no guardaría en casa ese material tan desagradable. Cuarenta diminutas ventanas que dan a mi sombrío otro yo. Una gota procedente de cada una de mis aventurillas. Estaba la Primera Enfermera, hacía tanto tiempo, que había matado a sus pacientes con cuidadosas sobredosis, con el pretexto de paliar el dolor. Y en la placa de al lado, el profesor de instituto que estrangulaba enfermeras. Un maravilloso contraste, y me encanta la ironía.

Tantos recuerdos, y mientras los acariciaba de uno en uno aún me venían más ganas de acumular uno nuevo, el número cuarenta y uno, aunque el número cuarenta, MacGregor, aún no estaba seco, pero como estaba relacionado con mi siguiente proyecto, y por lo tanto se me antojaba un trabajo incompleto, estaba ansioso por poner manos a la obra. En cuanto estuviera seguro en lo tocante a Reiker y encontrara una manera…

Me incorporé. Tal vez el apetitoso postre había formado coágulos en mis arterias craneales, pero había olvidado por un momento el soborno de Deborah.

—¿Deborah? —dije.

Me miró, con el ceño fruncido por la concentración.

—¿Qué?

—Aquí estamos —dije.

—Vaya mierda.

—En absoluto. De hecho, nada de mierda, y todo gracias a mis poderosos esfuerzos mentales. ¿No dijiste que ibas a contarme algunas cosas?

Miró a Chutsky. Éste tenía la vista clavada en el frente, con las gafas de sol todavía puestas, que no parpadeaban.

—Sí, de acuerdo —dijo Deborah—. En el ejército, Doakes estuvo en las Fuerzas Especiales.

—Lo sé. Consta en su expediente personal.

—Lo que no sabes, colega —dijo Kyle sin moverse—, es que las Fuerzas Especiales tienen un lado oscuro. Doakes estaba en él. —Una diminuta sonrisa surcó su rostro un segundo, tan leve y repentina que tal vez la había imaginado—. Una vez te pasas al lado oscuro, es para siempre. No puedes regresar.

Vi que Chutsky seguía sentado en una inmovilidad absoluta un momento más largo, y después miré a Debs. Ella se encogió de hombros.

—Doakes era un tirador —dijo—. El ejército lo puso a disposición de los tíos de El Salvador, y mató a gente para ellos.

—Tenía un talento y debía explotarlo —dijo Chutsky.

—Eso explica su personalidad —dije, pensando que también explicaba muchas cosas más, como el eco que oía procedente de su dirección cuando mi Oscuro Pasajero llamaba.

—Has de comprender cómo eran las cosas —dijo Chutsky. Era un poco siniestro escuchar su voz llegar desde un rostro carente por completo de expresión y emociones, como si procediera de una grabadora que alguien hubiera colocado en su cuerpo—. Creíamos que estábamos salvando el mundo. Entregando nuestras vidas y esperanzas por algo normal y decente, por la causa. Resulta que sólo estábamos vendiendo nuestras almas. Yo, Doakes…

—Y el doctor Danco —dije.

—Y el doctor Danco. —Chutsky suspiró y se movió por fin. Volvió la cabeza hacia Deborah, y después clavó de nuevo la vista en el frente. Meneó la cabeza, y el movimiento pareció tan ampuloso y teatral después de su anterior inmovilidad, que me dieron ganas de aplaudir—. El doctor Danco empezó siendo un idealista, como todos los demás. Descubrió en la facultad de medicina que faltaba algo en su interior, y que podía hacer cosas a la gente y no sentir la menor empatía. Nada en absoluto. Es mucho más raro de lo que crees.

—Oh, estoy seguro —dije, y Debs me fulminó con la mirada.

—Danco amaba a su país —continuó Chutsky—. De manera que también se pasó al lado oscuro. A propósito, con el fin de utilizar su talento. Y en El Salvador… floreció. Aceptaba a cualquiera que le traían y… —Hizo una pausa y respiró hondo, para luego expulsar el aire poco a poco—. Mierda. Ya viste lo que hace.

—Muy original —dije—. Creativo.

Chutsky lanzó una breve carcajada carente de todo humor.

—Creativo. Sí, podría decirse así. —Chutsky movió la cabeza lentamente a la izquierda, a la derecha, a la izquierda—. He dicho que no le molestaba hacer esas cosas, y en El Salvador llegó a gustarle. Se sentaba durante los interrogatorios y hacía preguntas personales. Después, cuando empezaba a… Llamaba a la persona por su nombre, como si fuera un dentista o algo por el estilo, y decía, «Probemos el número cinco», o siete, el que fuera. Como si todos fueran pautas diferentes.

—¿Qué clase de pautas? —pregunté. Parecía una pregunta de lo más natural, demostraba un educado interés y agilizaba la conversación, pero Chutsky giró en su asiento y me miró como si yo fuera algo que precisara toda una botella de lejía.

—Te parece divertido —dijo.

—Aún no —contesté.

Me miró durante lo que se me antojó un tiempo larguísimo. Después, meneó la cabeza y miró hacia delante de nuevo.

—No sé qué clase de pauta, colega. Nunca se lo pregunté. Lo siento. Probablemente algo relacionado con lo que cortaba primero. Algo que le mantuviera divertido. Y hablaba con ellos, les llamaba por el nombre, les enseñaba lo que estaba haciendo.

—Chutsky se estremeció—. De alguna forma, eso lo empeoraba. Tendrías que haber visto el efecto que causaba en el otro.

—¿Y a ti qué efecto te causaba? —preguntó Deborah.

Chutsky dejó que la barbilla le cayera sobre el pecho, y después se enderezó de nuevo.

—Eso también —dijo—. De todos modos, algo cambió por fin en casa, la política del Pentágono. Nuevo régimen y todo eso, y no querían saber nada de lo que habíamos estado haciendo allí. Llegó con mucho sigilo la idea de que el doctor Danco podía hacernos un favor político si le entregábamos al otro bando.

—¿Entregasteis a vuestro hombre para que le mataran? —pregunté. No parecía justo. Quiero decir, puede que la moral tradicional no me quite el sueño, pero al menos me ciño a unas normas.

Kyle guardó silencio un largo momento.

—Ya te he dicho que vendimos nuestras almas, colega —dijo por fin. Sonrió de nuevo, esta vez un poco más de tiempo—. Sí, le tendimos una trampa y se lo llevaron.

—Pero no está muerto —dijo Deborah, siempre práctica.

—Nos engañaron —dijo Chutsky—. Se lo llevaron los cubanos.

—¿Qué cubanos? —Preguntó Deborah—. Has dicho El Salvador.

—En aquellos tiempos, siempre que había problemas en Latinoamérica estaban metidos los cubanos. Apoyaban a un bando, de la misma forma que nosotros apoyábamos al otro. Querían a nuestro doctor. Ya te he dicho que era especial. Así que le cogieron y trataron de que se uniera a su causa. Le encerraron en la isla de Pinos.

— ¿Es un centro de vacaciones? —pregunté.

Chutsky lanzó una breve carcajada.

—El último centro, tal vez. La isla de Pinos es una de las prisiones más duras del mundo. El doctor Danco pasó allí una temporada de auténtica calidad. Le informaron de que su propio bando le había vendido, y se las hicieron pasar canutas. Unos años después, capturan a uno de los nuestros y aparece así. Sin brazos ni piernas, todo el lote. Danco está trabajando para ellos. Y ahora…

—Se encogió de hombros—. O le dejaron en libertad o se escapó. Da igual. Sabe quién le traicionó, y tiene una lista.

—¿Tu nombre está en la lista? —preguntó Deborah.

—Tal vez —dijo Chutsky.

—¿Y el de Doakes? —pregunté. Al fin y al cabo, yo también puedo ser práctico.

—Tal vez —repitió, lo cual no me pareció muy útil. Toda la historia de Danco era interesante, por supuesto, pero yo estaba aquí por un único motivo—. En cualquier caso, es a eso a lo que nos enfrentamos.

Nadie parecía tener mucho más que decir, incluido yo. Di vueltas a las cosas que había oído, por si podían ayudarme de alguna manera a quitarme de encima a Doakes. Admito que no vi nada en aquel momento, lo cual resultó humillante. No obstante, tuve la impresión de que comprendía mejor al querido doctor Danco. Así que él también estaba vacío por dentro, ¿eh? Un velocirraptor con piel de cordero. Y él también había encontrado una forma de utilizar su talento para un bien superior, una vez más como el querido Dexter. Pero ahora había perdido los pedales, y empezaba a parecer un simple depredador más, con independencia de la inquietante dirección que tomara su técnica.

Y cosa rara, con aquella perspectiva, otra idea cayó en el caldero burbujeante del subcerebro oscuro de Dexter. Antes había sido una fantasía pasajera, y ahora empezaba a parecer una buena idea. ¿Por qué no localizar al doctor Danco y bailar con él la Oscura Danza? Era un depredador que se había vuelto malo, como los demás de mi lista. Nadie, ni siquiera Doakes, podría poner objeciones a su fallecimiento. Si antes me había planteado de una manera vaga ir en busca del doctor, ahora se empezó a gestar una urgencia que sustituyó a la frustración que sentía por no poder salir a la caza de Reiker. Así que era como yo, ¿eh? Ya lo veríamos. Algo frío ascendió por mi columna vertebral, y descubrí que me moría de ganas de conocer al doctor y hablar de su trabajo en profundidad.

A lo lejos se oyó el primer retumbar de un trueno cuando la tormenta de la tarde se acercó.

—Mierda —dijo Chutsky—. ¿Va a llover?

—Como cada día a esta hora —dije.

—Mal rollo —dijo—. Hemos de hacer algo antes de que llueva. Te toca a ti, Dexter.

—¿A mí? —dije, expulsado de mis meditaciones sobre la negligencia profesional. Me había apuntado a la excursión, pero tener que hacer algo era más de lo que me había planteado. Quiero decir, con dos endurecidos guerreros tocándose las pelotas, ¿para qué enviar al peligro al Delicado y Risueño Dexter? ¿Qué sentido tenía?

—Tú —dijo Chutsky—. Tengo que quedarme a ver qué pasa. Si es él, tengo mayores posibilidades de sacarle de ahí. Y Debbie… —Le dedicó una sonrisa, aunque ella le estaba mirando con el ceño fruncido—. Es una policía demasiado evidente. Anda como una policía, mira como una policía, y podría intentar ponerle una multa. Él la olería a un kilómetro de distancia. De modo que sólo quedas tú, Dex.

—¿Y qué debo hacer? —pregunté, y admito que todavía sentía una santa indignación.

—Pasar por delante de la casa una vez, rodear el callejón sin salida y volver. Mantener los ojos y los oídos abiertos, pero con discreción.

—No sé ser discreto —dije.

—Estupendo. Esto debería ser pan comido.

Estaba claro que ni la lógica ni la irritación completamente justificada iban a servir de nada, así que abrí la puerta y bajé, pero no pude reprimir un comentario de despedida. Me apoyé en la ventanilla de Deborah y dije:

—Espero vivir para arrepentirme de esto.

Y justo a tiempo, un trueno retumbó más cerca.

Caminé por la acera en dirección a la casa. Había hojas en el suelo, un par de cartones de zumo de fruta aplastados, de la fiambrera de algún chico. Un gato saltó sobre un jardín cuando pasé y se sentó de repente para lamerse las patas y mirarme desde una distancia segura.

En la casa de los coches aparcados delante la música cambió y alguien gritó: «¡Dale!» Era agradable saber que alguien se lo estaba pasando bomba mientras yo caminaba hacia un peligro mortal.

Giré a la izquierda y empecé a recorrer la curva que rodeaba el callejón sin salida. Eché un vistazo a la casa con la furgoneta aparcada delante, y me sentí muy orgulloso de la discreción con que actuaba. La hierba estaba descuidada, y había varios periódicos mojados en el camino de entrada. No me pareció ver ninguna pila de partes corporales desmembradas, y nadie salió corriendo con la intención de matarme, pero cuando pasé oí una televisión que transmitía un concurso a toda pastilla en español. Una voz masculina se alzó sobre la voz histérica del presentador y se oyó el ruido de un plato al caer. Y cuando una ráfaga de viento trajo las primeras gotas de lluvia, grandes y duras, también transportó desde la casa un olor a amoníaco.

Pasé de largo y regresé al coche. Cayeron unas cuantas gotas más y sonó un trueno, pero el chubasco aún no descargó. Subí al coche.

—Nada terriblemente siniestro —informé—. Hace falta cortar la hierba del jardín y huele a amoníaco. Voces en la casa. O habla consigo mismo, o hay alguien con él.

—Amoníaco —dijo Kyle.

—Sí, eso creo —dije—. Productos de limpieza, lo más seguro. Kyle negó con la cabeza.

—Los servicios de limpieza no utilizan amoníaco, huele demasiado fuerte. Pero sé quién lo hace. —¿Quién? —preguntó Deborah.

Kyle sonrió.

—Vuelvo enseguida —dijo, y bajó del coche.

—¡Kyle! —Dijo Deborah, pero él se limitó a saludar con la mano y caminó hacia la puerta de la casa—. Mierda —masculló Deborah, mientras él llamaba con los nudillos y contemplaba las nubes oscuras de la tormenta inminente.

La puerta de la calle se abrió. Un hombre bajo y corpulento de tez oscura y pelo negro que le caía sobre la frente se asomó. Chutsky le dijo algo, y por un momento ninguno de los dos se movió. El hombre bajo miró hacia la calle, y después a Kyle. Este sacó poco a poco la mano del bolsillo y enseñó algo al hombre de tez morena. ¿Dinero? El hombre lo miró, volvió a mirar a Chutsky, y después abrió la puerta. Chutsky entró. La puerta se cerró con estrépito.

—Mierda —repitió Deborah. Se mordisqueó una uña, una costumbre que no le había visto desde la adolescencia. Por lo visto sabía bien, porque cuando acabó con ella atacó otra. Iba por la tercera uña cuando la puerta se abrió y Chutsky salió, sonriente. Saludó con la mano. La puerta se cerró y desapareció tras una muralla de lluvia, cuando las nubes se abrieron por fin. Corrió hacia el coche y se deslizó en el asiento delantero, mojado por completo.

—¡Maldita SEA! —dijo—. ¡Estoy empapado!

—¿Qué coño has ido a hacer? —preguntó Deborah.

Chutsky enarcó una ceja en mi dirección y se apartó el pelo de la frente.

—Qué bien habla, ¿eh? —dijo.

—Kyle, maldita sea —dijo ella.

—Olor a amoníaco —dijo Kyle—. Sin utilidad médica, y ninguna cuadrilla de limpieza comercial lo usaría.

—Ya lo sabemos —dijo con brusquedad Deborah. Él sonrió.

—Pero el amoníaco 57 se utiliza para preparar metanfetamina —dijo—. Y eso es lo que están haciendo esos tíos.

—¿Te encontraste con una fábrica de anfetas? —Preguntó Deb—. ¿Qué coño hiciste ahí dentro?

Kyle sonrió y sacó una bolsa del bolsillo.

—Compré una onza de anfetas —dijo.

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