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En circunstancias normales, me siento agradablemente apaciguado durante días después de una de mis Noches de Juerga, pero en la mañana posterior a la apresurada partida del señor MacGregor aún me sentía tembloroso de ansiedad. Ardía en deseos de encontrar al fotógrafo de las botas de vaquero rojas y eliminarlo con pulcritud. Soy un monstruo ordenado, me gusta terminar lo que empiezo, y saber que había alguien suelto por ahí con aquel ridículo calzado, provisto de una cámara que había visto demasiado, me impelía a seguir esas huellas y concluir mi proyecto bipartito.

Tal vez había ido demasiado deprisa con MacGregor. Tendría que haberle concedido un poco más de tiempo y aliento, y me lo habría contado todo. Pero había pensado que se trataba de algo que podía descubrir sin ayuda. Cuando el Oscuro Pasajero conduce, estoy convencido de que puedo hacer cualquier cosa. Hasta el momento no me he equivocado, pero esta vez me había colocado en una situación algo difícil y tendría que encontrar al señor Botas por mis propios medios.

Sabía por mis anteriores investigaciones que la vida social de MacGregor era inexistente, fuera de sus ocasionales cruceros nocturnos. Pertenecía a un par de organizaciones empresariales, algo que cabía esperar de un agente inmobiliario, pero no había descubierto a nadie en particular del que fuera amiguete. También sabía que carecía de antecedentes, de modo que no existía ningún expediente en el que buscar relaciones conocidas. Los documentos de su divorcio sólo aducían «diferencias irreconciliables», y dejaban el resto a mi imaginación.

Ahí es donde me había quedado estancado. MacGregor era el clásico solitario, y en todo el cuidadoso estudio que había llevado a cabo de su persona no había visto la menor indicación de que tuviera amigos, compañeros, ligues, parejas o amigotes. Nada de noche de póquer con los chicos. Nada de chicos, excepto los jovencitos. Nada de grupo parroquial, nada de asociaciones de beneficencia, nada de bar del barrio, nada de pandilla de baile (lo cual habría explicado las botas), nada de nada, excepto las fotografías con aquellas estúpidas punteras rojas que sobresalían.

¿Quién era Cowboy Bob y cómo iba a encontrarle?

Sólo había un sitio en el que podía buscar una respuesta, y tendría que moverme con celeridad, antes de que alguien reparara en que MacGregor había desaparecido. Oí un trueno a lo lejos y miré el reloj de pared, sorprendido. Claro, eran las dos y cuarto, hora de la tormenta de mediodía diaria. Había estado rumiando durante toda mi hora de comer, algo impropio de mí.

De todos modos, la tormenta me proporcionaría de nuevo una pequeña coartada, y ya pararía a comer algo durante el camino de vuelta. Con mi futuro inmediato planificado a pedir de boca, salí al aparcamiento, subí al coche y conduje hacia el sur.

La lluvia ya había empezado cuando llegué a Matheson Hammock, así que me puse de nuevo mi atuendo amarillo del mal tiempo y corrí por el carril bici hasta el barco de MacGregor.

Volví a abrir la cerradura con la misma facilidad de la vez anterior y me deslicé en el interior de la cabina. Durante mi primera visita al barco, busqué indicios de que MacGregor era un pedófilo. Ahora intentaba encontrar algo un poco más sutil, una pequeña pista que identificara al amigo fotógrafo de MacGregor.

Como tenía que empezar por algún sitio, inspeccioné de nuevo la zona del dormitorio. Abrí el cajón del fondo falso y repasé las fotografías otra vez. Esta vez investigué tanto el reverso como el anverso. La fotografía digital ha conseguido que el trabajo detectivesco sea mucho más difícil, y no había señales de ningún tipo en las fotos, ni paquetes de película vacíos con números de serie a los que se pudiera seguir la pista. Cualquier capullo podía descargar sus fotos en su disco duro e imprimirlas a voluntad, incluso alguien con un gusto tan nauseabundo en cuestión de calzado. No me parecía justo. ¿Acaso los ordenadores no debían facilitarnos las cosas?

Cerré el cajón y registré el resto de la zona, pero no había nada que no hubiera visto antes. Algo desalentado, volví a la cabina principal. También había varios cajones, y los registré. Cintas de vídeo, muñequitos, la cinta adhesiva… Todo lo que ya había visto, y ninguno de esos objetos me decía nada. Saqué la montaña de cinta adhesiva, pensando que tal vez sería una pena dejarla abandonada. Di la vuelta al rollo del fondo.

Y allí estaba.

Es mejor tener suerte que ser listo. Ni en un millón de años habría soñado con algo tan bueno. Pegado a la parte inferior del rollo de cinta adhesiva había un pedacito de papel, en el que estaba escrito «Reiker», y debajo un número de teléfono.

Claro que no existían garantías de que Reiker fuera el Llanero Rojo, ni siquiera de que fuera un ser humano. Bien podía ser el nombre de un contratista de fontanería del embarcadero. Pero en cualquier caso, al menos era un lugar por el cual empezar, y tenía que salir del barco antes de que la tormenta amainara. Guardé el papel en mi bolsillo, me abotoné el impermeable, salí del barco y volví al carril bici.

Tal vez me estaba sintiendo agradablemente sosegado como consecuencia de mi escapada nocturna con MacGregor, y me descubrí tatareando una pegadiza melodía de Philip Glass, del disco 1000 Airplanes on the Roof. La clave de una vida feliz es alcanzar metas de las que te sientas orgulloso y un propósito que cumplir, y de momento contaba con ambas cosas. Qué maravilloso era ser yo.

Mi buen humor sólo duró hasta la rotonda en que Old Cutler se junta con Lejeune, y una mirada rutinaria al retrovisor congeló la música en mis labios.

Detrás de mí, casi husmeando mi asiento trasero, había un Ford Taurus marrón. Se parecía mucho al tipo de vehículo que el Departamento de Policía de Miami-Dade tenía a puñados para el uso del personal de paisano.

No veía que esto fuera algo bueno, de ningún modo. Un coche patrulla podía seguirte por ningún motivo en concreto, pero alguien circulando en un coche de la flota de automóviles debía tener algún propósito, y daba la impresión de que tal propósito era advertirme de que me estaba siguiendo. Si era así, le había salido de maravilla. Debido al brillo del parabrisas no podía ver quién conducía, pero de repente se me antojó muy importante saber cuánto rato hacía que me estaba siguiendo el coche, quién iba al volante y cuánto había visto el conductor.

Me desvié por una pequeña calle lateral, frené y aparqué, y el Taurus aparcó justo detrás de mí. Por un momento, no pasó nada. Los dos seguimos sentados en nuestros respectivos coches, a la espera. ¿Me iban a detener? Si alguien me había seguido desde el embarcadero, podía significar algo muy malo para el Apuesto Dexter. Tarde o temprano, alguien se fijaría en la ausencia de MacGregor, y hasta la investigación más rutinaria descubriría la existencia de su barco. Alguien iría a ver si seguía en su sitio, y el hecho de que Dexter hubiera estado a bordo en pleno día podía parecer muy significativo.

Cosas triviales como ésta contribuyen al éxito del trabajo policial. Los polis buscan estas curiosas coincidencias, y cuando las encuentran pueden ponerse muy serios con la persona que se encuentra en demasiados sitios interesantes por pura casualidad. Aunque esa persona tenga una placa de policía y una sonrisa postiza asombrosamente encantadora.

No parecía que tuviera mejor salida que echarme un farol: averiguar quién me estaba siguiendo y por qué, y convencerle a continuación de que era una manera tonta de perder el tiempo. Puse mi mejor cara de Recibimiento Oficial, bajé del coche y me encaminé con paso vivo hacia el Taurus. La ventanilla bajó y la cara siempre irritada del sargento Doakes me miró, como el ídolo de algún dios perverso, tallado en una pieza de madera oscura.

—¿Por qué últimamente abandonas el laboratorio en horario de trabajo con tanta frecuencia? —me preguntó. Su voz era neutra, pero consiguió comunicar la impresión de que, dijera lo que dijera yo, sería una mentira y a él le gustaría castigarme por ello.

—¡Caramba, sargento Doakes! —dije risueño—. Qué asombrosa coincidencia. ¿Qué está haciendo aquí?

—¿Tienes algo más importante que hacer que tu trabajo? —preguntó. No parecía interesado en absoluto en mantener ninguna conversación fluida, de manera que me encogí de hombros. Cuando te topas con gente que carece de toda habilidad para conversar, sin ningún deseo aparente de cultivarla, siempre es más fácil seguirle la corriente.

—Yo, er… Tenía que ocuparme de algunos asuntos personales —dije. Muy flojo, estoy de acuerdo, pero Doakes tenía la irritante costumbre de hacer las preguntas más incómodas, y con su malevolencia soterrada ya me costaba bastante no tartamudear, y mucho más encontrar algo inteligente que contestar.

Me miró durante unos segundos eternos, de la misma forma que un pitbull hambriento contempla carne cruda.

—Asuntos personales —dijo sin parpadear. Aún sonó más estúpido cuando lo repitió.

—Exacto —dije.

—La clínica de tu dentista está en Gables —dijo.

—Bien…

—El consultorio de tu médico en Alameda. No tienes abogado, tu hermana sigue en el curro —dijo—. ¿Qué clase de asuntos personales he pasado por alto?

—La verdad es que, er, yo, yo… —dije, y me quedé asombrado al oírme tartamudear, pero no salió nada más, y Doakes me miró como si me estuviera suplicando que saliera corriendo para poder practicar su puntería.

—Curioso —dijo por fin—, yo también tengo asuntos personales aquí.

—¿De veras? —Pregunté, aliviado al descubrir que mi boca era de nuevo capaz de articular lenguaje humano—. ¿Y cuáles son, sargento?

Era la primera vez que le veía sonreír, y debo decir que habría preferido que saltara del coche como una exhalación y me mordiera.

—Te estoy vigilando —dijo. Me concedió un momento para admirar el brillo de sus dientes, y después la ventanilla subió y él desapareció detrás del cristal tintado como el gato de Cheshire.

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