17

A las 12:30, Deb entró en mi modesto refugio del laboratorio forense y arrojó una casete sobre mi escritorio. Levanté la vista. No parecía muy feliz, pero eso no constituía ninguna novedad.

—Del contestador automático de casa —dijo—. Escúchalo.

Levanté la tapa de mi radiocasete y puse la cinta que Deborah me había tirado. Apreté el botón de reproducción. La cinta emitió un pitido agudo, y después una voz desconocida dijo: «Sargento, um, Morgan, ¿verdad? Soy Dan Burnett, de, um… Kyle Chutsky dijo que debía llamarla. Estoy en el aeropuerto, y la llamaré para quedar cuando llegue a mi hotel, que es…». Se oyó un crujido, y debió de apartar el móvil de su boca, porque su voz sonó más lejos. «¿Cómo? Ah, qué amable. De acuerdo, gracias.» Su voz se oyó mejor. «Acabo de encontrarme con su chófer. Gracias por enviar a alguien. Muy bien, la llamaré desde el hotel.»

Deborah extendió la mano y cerró el aparato.

—No envié a nadie al jodido aeropuerto —dijo—. Y el capitán Matthews tampoco. ¿Enviaste tú a alguien al aeropuerto, Dexter?

—Mi limusina se ha quedado sin gasolina —dije.

—¡Bien, pues, MALDITA SEA! —dijo, y no tuve otro remedio que mostrarme de acuerdo con su análisis.

—De todos modos —dije—, ya hemos descubierto lo bueno que era el sustituto de Kyle.

Deborah se dejó caer en la silla plegable que había junto a mi mesa.

—Uno a cero, joder —dijo—. Y Kyle está…

Se mordió el labio y no terminó la frase.

—¿Se lo has dicho ya al capitán Matthews? —le pregunté. Negó con la cabeza—. Bien, él les llamará. Tendrán que enviar a otro.

—Claro, fantástico. Envían a otro, y esta vez tal vez conseguirá llegar al punto de recogida de equipajes. Mierda, Dexter.

—Hemos de decírselo, Debs —insistí—. Por cierto, ¿quiénes son? ¿Te dijo Kyle para quién trabaja exactamente? Deborah suspiró.

—No. Bromeó con que trabajaba para la OGA, pero no explicó por qué era divertido.

—Bien, sean quienes sean, han de saberlo —dije. Saqué la cinta del radiocasete y la dejé sobre la mesa, delante de ella—. Algo tendrán que hacer.

Deborah permaneció inmóvil un momento.

—¿Por qué tengo la sensación de que ya lo han hecho, y de que era Burdett? —dijo. Después, recogió la cinta y salió de mi despacho.

Estaba bebiendo café y digiriendo la comida, con la ayuda de una galleta de chocolate gigantesca, cuando me llamaron para que me presentara en el lugar de un crimen ocurrido en la zona de Miami Shores. Angel-nada-que-ver y yo fuimos en coche hasta el armazón de una pequeña casa sobre el canal que estaban reconstruyendo, el lugar donde habían encontrado el cadáver. La obra estaba parada temporalmente, mientras propietario y contratista se demandaban mutuamente. Dos adolescentes que habían hecho novillos habían entrado en la casa y descubierto el cadáver. Estaba tendido sobre una lámina de plástico grueso, encima de una plancha de madera terciada montada sobre dos caballetes. Alguien había utilizado una sierra eléctrica y cortado limpiamente la cabeza, las piernas y los brazos.

Habían dejado el conjunto así, con el tronco en medio, las piezas cercenadas y alejadas unos centímetros.

Y si bien el Oscuro Pasajero había lanzado una risita y susurrado oscuras naderías en mi oído, lo achaqué a pura envidia y me dediqué a trabajar. Había muchas salpicaduras de sangre, todavía muy fresca, y habría pasado un día jovialmente eficiente de hallazgos y análisis, de no ser porque oí al agente uniformado que había sido el primero en llegar hablando con un detective.

—La cartera estaba al lado del cadáver —estaba diciendo el agente Snyder—. Tenía un permiso de conducir de Virginia a nombre de Daniel Chester Burdett.

Vaya, dije a la voz parlanchina que resonaba en el asiento trasero de mi cerebro. Eso explicaría muchas cosas, ¿verdad? Miré de nuevo el cadáver. Aunque la mutilación de cabeza y extremidades había sido veloz y salvaje, había una pulcritud en la disposición que reconocí como levemente familiar, y el Oscuro Pasajero lanzó una risita alegre en señal de acuerdo. Entre el tronco y cada parte, el hueco era tan preciso como si lo hubieran medido, y la presentación general era digna casi de una lección de anatomía. El hueso de la cadera separado del hueso de la pierna.

—Tengo a los dos chicos que lo descubrieron en el coche patrulla —dijo Snyder al detective. Les miré, mientras me preguntaba cómo comunicarles la noticia. Era posible que estuviera equivocado, por supuesto, pero…

—Hijoputa —oí mascullar a alguien. Miré a Angel-nada-que-ver, acuclillado al otro lado del cadáver. Estaba utilizando de nuevo sus pinzas para levantar un trocito de papel. Me puse detrás de él y miré por encima de su hombro.

Con letra clara y fina, alguien había escrito «BULTO», tachado con una sola raya.

—¿Qué es «bulto»? —Preguntó Ángel—. ¿Su nombre?

—Así llaman a los reclutas pardillos cuando llegan al campamento —expliqué.

Me miró.

—¿Cómo sabes toda esta mierda? —preguntó.

—Veo muchas películas —contesté.

Ángel volvió a mirar el papel.

—Creo que es la misma letra —dijo.

—Como el otro —dije.

—El que nunca ocurrió —dijo—. Lo sé, porque estaba allí. Me incorporé y respiré hondo, y pensé en que era estupendo tener razón.

—Éste tampoco ha ocurrido —dije, y me acerqué al agente Snyder y al detective.

El detective en cuestión era un hombre en forma de pera llamado Coulter. Estaba bebiendo a morro de una botella de plástico grande Mountain Dew, mirando el canal que corría junto al patio trasero.

—¿Cuánto cree que cuesta una casa así? —Preguntó a Snyder—. En un canal como ése. A un kilómetro de la bahía, ¿eh? ¿Medio millón? ¿Más?

—Perdone, detective —dije—. Creo que tenemos una situación.

Siempre había querido decir eso, pero no pareció impresionar a Coulter.

—Una situación. ¿Ha estado viendo CSI o algo por el estilo?

—Burdett es un agente federal —dije—. Ha de llamar al capitán Matthews ahora mismo y decírselo.

—He de llamar —dijo Coulter.

—Esto está relacionado con algo que no hemos de tocar —dije—. Vinieron de Washington y dijeron al capitán que lo dejara correr.

Coulter tomó un trago de su botella.

—¿Y el capitán lo dejó correr?

—En un periquete —dije.

Coulter se volvió y miró el cuerpo de Burdett.

—Un federal —dijo. Tomó un sorbo más mientras contemplaba la cabeza y los miembros amputados. Meneó la cabeza—. Esos tipos siempre se derrumban cuando están sometidos a presión.

Miró por la ventana y sacó el móvil.

Deborah llegó al lugar de los hechos justo cuando Angel-nada-que-ver guardaba su estuche en la furgoneta, tres minutos antes que el capitán Matthews. No es mi intención criticar al capitán. Para ser justo, Deb no tuvo que perfumarse con Aramis, y rehacer el nudo de su corbata debió ocuparle cierto tiempo. Momentos después de que Matthews aparcara llegó un coche que yo había llegado a conocer muy bien, un Taurus marrón pilotado por el sargento Doakes.

—Vaya, vaya, ha venido toda la banda —dije alegremente. El agente Snyder me miró como si hubiera insinuado que bailáramos desnudos, pero Coulter metió el dedo índice en su botella de soda y la dejó colgando mientras se acercaba al capitán para saludarle.

Deborah había estado contemplando la escena desde fuera, e indicó al compañero de Snyder que retirara hacia atrás un poco la cinta del perímetro. Cuando por fin se acercó para hablar conmigo, yo había llegado a una conclusión sorprendente. Había empezado como un ejercicio de capricho irónico, pero se convirtió en algo que no tenía vuelta de hoja, por más que me esforzara en refutarlo. Me acerqué a la ventana y miré hacia fuera, apoyado en la pared, dándole vueltas a la idea en mi cabeza. Por algún motivo, el Oscuro Pasajero consideraba la idea muy divertida, y empezó a susurrar aterradores contrapuntos. Por fin, con la sensación de ir a vender secretos nucleares a los taliban, llegué a la conclusión de que era lo único que podíamos hacer.

—Deborah —dije, acercándome a ella—, esta vez la caballería no acudirá al rescate.

—No me jodas, Sherlock —dijo.

—Sólo estamos nosotros, y no es suficiente.

Se apartó un mechón de la cara y expulsó una profunda bocanada de aire.

—¿Qué te decía yo?

—Pero no diste el siguiente paso, hermanita. Como no somos suficientes, necesitamos ayuda, alguien que sepa algo acerca de este…

—¡Por el amor de Dios, Dexter! ¡Así le estamos regalando víctimas a destajo!

—Lo cual significa que el único candidato restante en este momento es el sargento Doakes —dije.

No sería justo decir que se quedó patidifusa, pero me miró con la boca abierta antes de volverse para mirar a Doakes, que estaba junto al cadáver de Burdett, hablando con el capitán Matthews.

—El sargento Doakes —repetí—. El ex sargento Doakes. De las Fuerzas Especiales. Servicio desligado en El Salvador.

Me miró, y luego a Doakes otra vez.

—Deborah —dije—, si queremos encontrar a Kyle, hemos de saber más sobre este asunto. Hemos de saber los nombres de la lista de Kyle, hemos de saber qué clase de grupo era y por qué está ocurriendo todo esto. Y Doakes es la única persona bien informada que me viene a la cabeza.

—Doakes te quiere muerto —dijo.

—Ninguna situación laboral es ideal —dije, con mi mejor sonrisa de perseverancia jubilosa—. Además, creo que quiere acabar con esto tanto como Kyle.

—No tanto como Kyle —replicó Deborah—. Ni como yo.

—Bien, pues —dije—, creo que ésa es la mejor solución.

Deborah aún no parecía convencida, por algún motivo.

—El capitán Matthews no querrá perder a Doakes por esto. Tendríamos que explicárselo.

Señalé hacia el lugar donde el mismísimo capitán estaba conferenciando con Doakes.

—Ahí los tienes.

Deborah se mordisqueó el labio un momento.

—Mierda —dijo por fin—. Podría salir bien.

—No se me ocurre ninguna otra alternativa —dije.

Deborah respiró hondo, y después, como si alguien hubiera accionado un interruptor, se encaminó hacia Matthews y Doakes con las mandíbulas apretadas. Yo la seguí, intentando fundirme con las paredes desnudas para que Doakes no saltara y me arrancara el corazón.

—Capitán —dijo Deborah—, hemos de ser proactivos en este caso.

Aunque «proactivo» era una de las palabras favoritas de Matthews, éste la miró como si fuera una cucaracha en la ensalada.

—Lo que necesitamos —contestó —es que esta… gente… de Washington envíe a alguien competente para aclarar esta situación.

Deborah señaló a Burdett.

—Ya lo enviaron —dijo.

Matthews miró a Burdett y frunció los labios con aire pensativo.

—¿Qué sugiere?

—Tenemos un par de pistas —dijo, y cabeceó en mi dirección. Ojalá no lo hubiera hecho, porque Matthews volvió la cabeza en mi dirección y, aún peor, Doakes también. Si su expresión de perro hambriento indicaba algo, sus sentimientos hacia mí todavía no se habían atemperado.

—¿Cuál es su implicación en esto? —me preguntó Matthews.

—Está aportando asistencia forense —dijo Deborah, y yo asentí con modestia.

—Mierda —dijo Doakes.

—Hemos de pensar en el factor tiempo —dijo Deborah—. Hemos de encontrar a este tipo antes de que…, antes de que aparezcan más como éste. No podremos mantenerlo en secreto indefinidamente.

—Creo que la expresión «atención febril por parte de los medios de comunicación» sería la apropiada —ofrecí, siempre colaborador. Matthews me fulminó con la mirada.

—Sé por encima lo que Kyle…, lo que Chutsky intentaba hacer —continuó Deborah—. Pero no puedo proseguir la tarea porque me faltan detalles de los antecedentes. —Adelantó la barbilla en dirección a Doakes—. Pero al sargento Doakes no.

Doakes pareció sorprenderse, una expresión que, evidentemente, no había practicado lo suficiente, pero antes de que pudiera decir algo, Deborah se lanzó de cabeza.

—Creo que entre los tres podemos cazar a ese tipo, antes de que aparezca otro federal y se repita la jugada.

—Mierda —repitió Doakes—. ¿Quiere que trabaje con él?

No necesitaba señalar para que todo el mundo se enterara de que se refería a mí, pero de todos modos lo hizo, apuntando un dedo índice grueso y protuberante hacia mi cara.

—Sí —dijo Deborah. El capitán Matthews se estaba mordisqueando el labio, indeciso.

—Mierda —dijo Doakes una vez más. Confiaba en que su aptitud para la conversación mejoraría si trabajábamos juntos.

—Ha dicho que usted sabe algo sobre esto —dijo Matthews a Doakes, y el sargento dejó de atravesarme con la mirada a regañadientes para desviar la vista hacia el capitán.

—Aja —dijo Doakes.

—De su, er… Del ejército —dijo Matthews. No parecía muy asustado por la expresión de rabia de Doakes, pero tal vez se debía a la costumbre de mandar.

—Aja —repitió Doakes.

El capitán Matthews frunció el ceño, y compuso la mejor expresión que pudo de hombre de acción a punto de tomar una decisión importante. Los demás conseguimos impedir que se nos pusiera la carne de gallina.

—Morgan —dijo por fin el capitán Matthews. Miró a Debs y luego hizo una pausa. Una furgoneta con la inscripción Action News en el costado frenó frente a la casa y empezó a bajar gente—. Maldita sea —dijo. Echó un vistazo al cadáver, y después miró a Doakes—. ¿Podrá hacerlo, sargento?

—A los de Washington no les va a gustar —dijo Doakes—. Y a mí tampoco.

—Empiezo a perder el interés por lo que le gusta a Washington —dijo Matthews—. Tenemos nuestros propios problemas. ¿Puede ocuparse de esto?

Doakes me miró. Intenté aparentar seriedad y dedicación, pero él se limitó a sacudir la cabeza.

—Sí —dijo—. Lo haré.

Matthews le dio una palmada en el hombro.

—Es usted un buen hombre —dijo, y se fue corriendo a hablar con los reporteros.

Doakes aún seguía mirándome. Yo le sostuve la mirada.

—Piense que ahora le será mucho más fácil seguirme —dije.

—Cuando esto termine —dijo—, sólo tú y yo.

—Pero no antes de que termine —dije, y asintió por fin, sólo una vez.

—Hasta entonces —dijo.

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