26

Seguimos en silencio hasta los primeros signos de civilización, una urbanización y una hilera de centros comerciales a la derecha, unos kilómetros después de la cabina de peaje. Entonces, Chutsky se enderezó y miró las luces de los edificios.

—He de llamar por teléfono —dijo.

—Puedes utilizar el mío, si pagas los gastos de conexión —dije.

—Necesito una línea terrestre —dijo—. Una cabina telefónica.

—Has perdido el contacto con la realidad —dije—. Costaría un poco encontrar una cabina telefónica. Nadie las utiliza ya.

—Toma esa salida —dijo, y aunque no me estaba acercando a mi merecida noche sueño, bajé por la rampa. Al cabo de unos dos kilómetros encontramos un súper que aún tenía un teléfono fijo a la pared al lado de la puerta del frente. Ayudé a Chutsky a llegar al teléfono, se apoyó contra la placa protectora y levantó el auricular. Me miró y dijo—: Espera allí—, lo cual me pareció un poco chulesco para alguien que ni siquiera podía caminar sin ayuda, pero volví al coche y me senté sobre el capó mientras Chutsky hablaba.

Un Buick antiguo aparcó al lado de mi coche. Un grupo de hombres bajitos y morenos vestidos con ropas sucias bajaron y caminaron hacia el súper. Miraron a Chutsky, que se tenía sobre una única pierna con la cabeza afeitada por completo, pero tuvieron la suficiente educación para no decir nada. Entraron, la puerta emitió un silbido al cerrarse y sentí que el largo día obraba su efecto en mí. Estaba cansado, tenía rígidos los músculos del cuello y no había conseguido matar nada. Me sentía muy raro, y quería ir a casa y meterme en la cama.

Me pregunté adonde habría llevado el doctor Danco a Doakes. No parecía muy importante, sólo pura curiosidad. Pero mientras pensaba sobre el hecho de que se lo había llevado a algún sitio y pronto empezaría a hacerle cosas permanentes, comprendí que era la primera buena noticia que había recibido desde hacía mucho tiempo, y sentí que un agradable calor recorría mi interior. Estaba libre. Doakes había desaparecido. Estaba abandonando mi vida pieza a pieza, y liberándome de la involuntaria servidumbre del sofá de Rita. Podía vivir de nuevo.

—Eh, colega —llamó Chutsky. Movió el muñón del brazo izquierdo en mi dirección, y yo me levanté y caminé hacia él—. Muy bien —dijo—. Vámonos.

—Por supuesto —dije—. ¿Adonde?

Miró hacia la lejanía y vi que los músculos de su mandíbula se tensaban. Las luces de seguridad del aparcamiento del súper iluminaron su mono y se reflejaron en su cabeza. Es asombroso cómo cambia una cara si le afeitas las cejas. Tiene algo de extravagante, como el maquillaje de una película de ciencia ficción de bajo presupuesto, y aunque Chutsky hubiera parecido duro y decidido cuando miraba al horizonte y tensaba la mandíbula, en cambio daba la impresión de estar esperando una orden escalofriante de Ming el Cruel.

—Llévame a mi hotel, colega —se limitó a decir—. Tengo trabajo que hacer.

—¿Qué me dirías de un hospital? —pregunté, pensando en que no se le habría pasado por la cabeza hacerse un bastón de un robusto tejo para bajar cojeando por la carretera, pero negó con la cabeza.

—Estoy bien —dijo—. No pasará nada.

Miré a propósito los dos manchones de gasa blanca donde habían estado su brazo y su pierna, y enarcó una ceja. Al fin y al cabo, las heridas todavía eran lo bastante recientes para necesitar un vendaje y, como mínimo, Chutsky debía sentirse un poco débil.

Miró sus dos muñones, y dio la impresión de que se desmoronaba un momento y se encogía un poco de tamaño.

—No pasará nada —dijo, y se enderezó un poco—. Vámonos.

Parecía tan cansado y triste, que no tuve valor para decir otra cosa que «de acuerdo».

Volvió cojeando a la puerta del pasajero de mi coche, apoyado en mi hombro, y cuando le ayudé a sentarse los pasajeros del Buick antiguo salieron provistos de cervezas y cortezas de cerdo. El conductor sonrió y cabeceó en mi dirección. Yo le devolví la sonrisa y cerré la puerta.

—Crocodilios —dije, y señalé a Chutsky.

—Ah —dijo el conductor—. Lo siento.

Se puso al volante y yo di la vuelta para subir a mi coche.

Chutsky no dijo gran cosa durante el trayecto. Sin embargo, después del paso elevado de la I-95, se puso a temblar como un poseso.

—Oh, joder —dijo. Le miré—. Los calmantes —dijo—. Se está pasando el efecto.

Sus dientes empezaron a castañetear y cerró la boca con fuerza. Su respiración era sibilante, y vi que su rostro empezaba a perlarse de sudor.

—¿Quieres pensarte lo del hospital? —pregunté.

—¿Tienes algo de beber? —preguntó, un cambio de tema bastante brusco, pensé.

—Creo que hay una botella de agua en el asiento trasero —dije.

—Bebida —repitió—. Vodka o whisky.

—No suelo llevar en el coche —dije.

—Joder —dijo—. Déjame en mi hotel.

Lo hice. Por motivos que sólo Chutsky conocía, se alojaba en el Mutiny de Coconut Grove. Había sido uno de los primeros hoteles rascacielos de lujo de la zona, y en otro tiempo lo frecuentaron modelos, directores de cine, traficantes de drogas y otras celebridades. Todavía era muy agradable, pero había perdido algo de su prestigio cuando el Grove, en otro tiempo rústico, había sido invadido por rascacielos de lujo. Tal vez Chutsky lo había conocido en sus tiempos de gloria y se alojaba ahora por motivos sentimentales. Tenías que ser muy suspicaz para creer sentimental a un hombre capaz de llevar un anillo en el meñique.

Salimos por la 95 a Dixie Highway, giré a la izquierda en Unity y descendí hacia Bayshore. El Mutiny estaba un poco más adelante, a la derecha, y frené delante del hotel.

—Déjame aquí —dijo Chutsky.

Le miré. Quizá los calmantes habían afectado su mente.

—¿No quieres que te ayude a subir a tu habitación?

—Ya me las arreglaré —dijo.

Quizá fuera su nuevo mantra, pero no tenía buen aspecto. Estaba sudando mucho, y no conseguí imaginar cómo pensaba que llegaría a su habitación. Pero no soy la clase de persona que brinda ayuda a quien no la quiere.

—De acuerdo —me limité a decir, y le miré mientras abría la puerta y bajaba. Se sujetó al tejado del coche y se apoyó en precario equilibrio sobre una pierna durante un momento, hasta que el portero le vio oscilando. El portero frunció el ceño ante aquella aparición de mono naranja y cráneo reluciente.

—Eh, Benny —dijo Chutsky—. Échame una mano, colega.

—¿Señor Chutsky? —Preguntó el hombre, vacilante, y después se quedó boquiabierto al reparar en las partes ausentes—. Oh, Señor —dijo. Dio tres palmadas y un botones salió corriendo.

Chutsky me miró.

—Ya me las arreglaré —dijo.

Y la verdad, cuando no quieren nada de ti, lo mejor es marcharse, cosa que hice. La última vez que miré a Chutsky estaba apoyado en el portero, mientras el botones empujaba hacia ellos una silla de ruedas desde la puerta del hotel.

Faltaba un poco para la medianoche cuando me dirigí hacia casa por Main Highway, lo cual costaba creer teniendo en cuenta todo lo que había sucedido aquella noche. Tenía la impresión de que la fiesta de Vince había ocurrido varias semanas antes, cuando lo más probable era que todavía no hubiera desenchufado su fuente de ponche de fruta. Entre mi Juicio Ante Strippers y el rescate de Chutsky del criadero de caimanes, me había ganado un merecido descanso, y admito que sólo estaba pensando en meterme en la cama y cubrirme la cabeza con las sábanas.

Pero claro, no hay descanso para los perversos, cosa que sin duda soy. Mi móvil sonó cuando giraba a la izquierda por Douglas. Muy poca gente me llama, sobre todo a estas horas de la noche. Eché un vistazo al teléfono. Era Deborah.

—Saludos, querida hermana —dije.

—¡Dijiste que llamarías, capullo! —protestó.

—Me pareció que era un poco tarde —argumenté.

—¿De verdad crees que podía dormir? —chilló, en voz lo bastante alta para maltratar los oídos de la gente que pasaba en coche—. ¿Qué ha pasado?

—He rescatado a Chutsky —anuncié—, pero el doctor Danco se fugó. Con Doakes.

—¿Dónde está?

—No lo sé, Debs, se largó en una embarcación y…

—Kyle, idiota. ¿Dónde está Kyle? ¿Se encuentra bien?

—Le dejé en el Mutiny. Está, um… Está casi entero —dije.

—¿Qué coño significa eso? —chilló, y tuve que pasarme el teléfono al otro oído.

—Se pondrá bien, Deborah. Es que… ha perdido la mitad del brazo izquierdo y la mitad de la pierna derecha. Y todo el pelo —repliqué. Ella guardó silencio varios segundos.

—Tráeme ropa —dijo por fin.

—Se siente muy inseguro, Debs. No creo que quiera…

—Ropa, Dexter. Ya —ordenó, y colgó.

Como ya he dicho, no hay descanso para los perversos. Exhalé un profundo suspiro al pensar en la injusticia de todo ello, pero obedecí. Casi había llegado a mi apartamento, y Deborah había dejado en él algunas cosas. Entré corriendo y, si bien me detuve para mirar con nostalgia mi cama, cogí una muda para ella y me fui al hospital.

Deborah estaba sentada en el borde de la cama, dando pataditas de impaciencia en el suelo, cuando entré. Mantenía cerrada la bata de hospital con una mano que sobresalía del yeso, y aferraba la pistola y la placa con la otra. Parecía la Furia Vengadora después de un accidente.

—Joder —dijo—. ¿Dónde coño estabas? Ayúdame a vestirme.

Dejó caer la bata y se puso en pie.

Pasé un polo sobre su cabeza y forcejeé un poco para encajarlo alrededor del yeso. Acabábamos de ponerlo, cuando una mujer corpulenta con uniforme de enfermera entró como una tromba en la habitación.

—¿Qué creen que están haciendo? —dijo, con fuerte acento de las Bahamas.

—Marcharnos —replicó Deborah.

—Vuelva a la cama o llamaré al médico —ordenó la enfermera.

—Llámele —dijo Deborah, saltando sobre un pie mientras se embutía en los pantalones.

—No —dijo la enfermera—. Vuelva a la cama. Deborah alzó su placa.

—Se trata de una emergencia policial —dijo—. Si me pone obstáculos, estoy autorizada a detenerla por obstrucción a la justicia.

La enfermera pensó que iba a decir algo muy severo, pero abrió la boca, miró la placa, miró a Deborah y cambió de opinión.

—Tendré que decírselo al médico —objetó.

—Como quiera —dijo Deborah—. Dexter, ayúdame a cerrar los pantalones.

La enfermera nos miró con aire desaprobador unos segundos más, y después se alejó por el pasillo.

—Caramba, Debs. ¿Obstrucción a la justicia?

—Vamos —dijo, y salió por la puerta. La seguí obediente.

Durante el trayecto hasta el Mutiny, Deborah se mostró alternativamente tensa y airada. Se mordisqueaba el labio inferior, me gritaba que corriera más, y cuando nos acercamos al hotel, calló por completo. Por fin, miró por la ventanilla.

—¿Cómo está, Dex? —preguntó—. ¿Es muy grave?

—El corte de pelo es horroroso, Debs. Le da un aspecto muy raro. En cuanto a lo otro… Parece que se está adaptando. No quiere que sientas pena por él. —Me miró, y volvió a morderse el labio—. Eso me dijo. Quería volver a Washington antes que soportar tu compasión.

—No quiere ser una carga —dijo—. Le conozco. Ha de salir adelante sin ayuda. —Miró por la ventanilla otra vez—. No puedo ni imaginar lo que ha padecido. Un hombre como Kyle, reducido a la indefensión…

Meneó la cabeza poco a poco, y una sola lágrima resbaló sobre su mejilla.

La verdad, podía imaginar muy bien lo que había padecido, porque yo ya lo había hecho muchas veces. Lo que me costaba afrontar era esta nueva faceta de Deborah. Había llorado en el funeral de su madre, y en el de su padre, pero desde entonces no, por lo que yo sabía. Y ahora, estaba inundando prácticamente el coche, por lo que yo había acabado por considerar un capricho por alguien bastante zoquete. Aún peor, era un zoquete inválido, lo cual debería significar que una persona lógica continuaría adelante y buscaría a otra persona con todos los miembros en su sitio. Pero Deborah parecía aún más preocupada por Chutsky, ahora que sufría daños permanentes. ¿Podía ser amor, al fin y al cabo? ¿Deborah enamorada? No parecía posible. Yo sabía que, en teoría, era capaz, por supuesto, pero… Bien, al fin y al cabo era mi hermana.

Era inútil hacerse más preguntas. No sabía nada del amor y nunca lo sabría. No me parecía una terrible carencia, aunque dificulta la comprensión de la música moderna.

Como ya no podía decir nada más al respecto, cambié de tema.

—¿Debería llamar al capitán Matthews y decirle que Doakes ha desaparecido? — pregunté.

Deborah se secó una lágrima de la mejilla con la yema de un dedo y negó con la cabeza.

—Eso ha de decidirlo Kyle —dijo.

—Sí, claro, pero Deborah, dadas las circunstancias…

Dio un puñetazo sobre su pierna, lo cual me pareció tan inútil como doloroso.

—¡Maldita sea, Dexter, no voy a perderle!

De vez en cuando experimento la sensación de que sólo recibo una pista de una grabación en estéreo, y ésta fue una de dichas ocasiones. No tenía ni idea de qué… Bien, para ser sincero, no tenía ni idea de qué debía tener una idea. ¿A qué se refería? ¿Qué relación tenía con lo que yo había dicho, y por qué reaccionaba con tal violencia? Y ya puestos, ¿por qué tantas mujeres gordas creen que les sienta bien enseñar el ombligo?

Supongo que parte de mi confusión debió reflejarse en mi cara, porque Deborah abrió el puño y respiró hondo.

—Será necesario que Kyle siga ocupado, trabajando. Necesita llevar el control, o esto acabará con él.

—¿Cómo lo sabes?

Meneó la cabeza.

—Siempre ha sido el mejor en lo que hace. Eso es todo… Es lo que es. Si empieza a pensar en lo que Danco le hizo… —Se mordió el labio y otra lágrima resbaló sobre su mejilla—. Ha de seguir siendo como antes, Dexter. O le perderé.

—De acuerdo —dije.

—No puedo perderle, Dexter —repitió.

Había un portero diferente en el Mutiny, pero dio la impresión de reconocer a Deborah y saludó con un cabeceo cuando nos abrió la puerta. Caminamos en silencio hacia el ascensor y subimos al piso doce.

Yo había vivido en Coconut Grove toda mi vida, por lo cual sabía muy bien, gracias a las descripciones de los periódicos, que la habitación de Chutsky era de estilo Colonial Inglés de cabo a rabo. Nunca había entendido por qué, pero el hotel había decidido que el Colonial Inglés era el marco perfecto para transmitir el ambiente de Coconut Grove, aunque por lo que yo sabía aquí nunca había existido una colonia inglesa. Por consiguiente, todo el hotel era de estilo Colonial Inglés. De todos modos, me cuesta creer que el interiorista o cualquier inglés colonial hubiera imaginado algo como Chutsky tumbado sobre la inmensa cama doble de la suite a la que Deborah me condujo.

Su pelo no había crecido durante la última hora, pero al menos se había cambiado el mono naranja por un albornoz blanco, y estaba en mitad de la cama afeitado, tembloroso y sudando a base de bien con una botella medio vacía de vodka Skyy a su lado. Deborah ni siquiera aminoró la velocidad en la puerta. Cargó hacia la cama y se sentó a su lado, tomando la única mano de él en su única mano. Amor entre las ruinas.

—¿Debbie? —preguntó él con la voz temblorosa de un anciano.

—Ya estoy aquí —dijo ella—. Ahora duérmete.

—Creo que no soy tan bueno como pensaba —dijo.

—Duerme —dijo ella. Se acomodó a su lado sin soltarle la mano.

Les dejé así.

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