Deborah guardó silencio durante casi diez minutos. Se limitó a conducir con la vista clavada en el frente y la mandíbula apretada. Yo veía que los músculos del lado de su cara y del cuello se flexionaban. Conociéndola como la conozco, estaba seguro de que se estaba gestando una explosión, pero como no sabía nada en absoluto de cómo podía comportarse Debs Enamorada, ignoraba cuándo. El objetivo de su inminente estallido, Chutsky, iba sentado a su lado, igualmente en silencio, pero al parecer muy contento de estar callado y contemplar el paisaje.
Casi habíamos llegado a la segunda dirección, a la sombra de Mount Trashmore, cuando Deborah entró en erupción por fin.
—¡Maldita sea, eso es ilegal! —dijo, y golpeó el volante con la palma de la mano para subrayar sus palabras.
Chutsky la miró con moderado afecto.
—Ya lo sé —dijo. —¡Soy una jodida agente de la ley! —Le informó Deborah—. Juré impedir este tipo de mierda…, y tú… Calló, echando espuma por la boca.
—Tenía que asegurarme —repuso él con calma—. Me pareció la mejor manera.
—¡Tendría que esposarte! —dijo ella.
—Podría ser divertido.
—¡Hijoputa!
—Como mínimo.
—¡No me pasaré a tu jodido lado oscuro!
—No, no lo harás —dijo Kyle—. No te dejaré, Deborah.
Ella expulsó el aliento y se volvió a mirarle. Él sostuvo su mirada. Yo nunca había visto una conversación silenciosa, y ésta fue muy larga. Los ojos de Deborah pasearon angustiados desde el lado izquierdo de su cara hasta el derecho, y viceversa. Él se limitó a sostener su mirada, sereno e indiferente. Era elegante y fascinante a la vez, y casi tan interesante como el hecho de que Deborah se había olvidado de que estaba conduciendo.
—Siento interrumpir —dije—, pero creo que tenemos un camión de cervezas delante.
La cabeza de Deborah giró al instante y frenó, justo a tiempo de que nos convirtiéramos en una pegatina de parachoques de un cargamento de Miller Lite.
—Voy a llamar a la brigada antivicio para darles esa dirección. Mañana —dijo ella.
—De acuerdo —dijo Chutsky.
—Y tú vas a tirar esa bolsa.
Él pareció sorprenderse, aunque no demasiado.
—Me costó dos de los grandes —dijo.
—Vas a tirarla —repitió Deborah.
—De acuerdo —dijo Chutsky.
Se miraron de nuevo, y a mí me dejaron la vigilancia de los camiones de cerveza letales. De todos modos, era bonito ver que todo se había arreglado y la armonía había vuelto al universo, de manera que podíamos continuar la búsqueda de nuestro espantoso monstruo inhumano de la semana, confortados con el conocimiento de que el amor siempre vencerá. Por eso supuso una gran satisfacción recorrer South Dixie Highway durante los últimos estertores de la tormenta, y cuando el sol se abrió paso entre las nubes doblamos por una carretera que nos condujo hasta una serie de calles tortuosas, siempre con la panorámica terrorífica de la gigantesca montaña de basura conocida como Mount Trashmore.
La casa que íbamos buscando se hallaba en medio de lo que parecía la última hilera de viviendas, antes de que la civilización terminara y empezara el imperio de la basura. Estaba en la curva de una calle circular, y pasamos dos veces por delante hasta asegurarnos de que la habíamos localizado. Era una modesta vivienda de tres habitaciones y dos hipotecas, pintada de un amarillo claro con adornos blancos, y la hierba estaba pulcramente cortada. No había ningún coche visible en el camino de entrada ni en la cochera abierta por los lados, y el letrero de «SE VENDE» del patio delantero estaba tapado por otro que decía «¡VENDIDA!» en brillantes letras rojas.
—Puede que aún no se haya mudado —dijo Deborah.
—Tiene que estar en algún sitio —dijo Chutsky, y era difícil rebatir su lógica—. Frena. ¿Tienes una tablilla?
Deborah aparcó el coche con el ceño fruncido.
—Debajo del asiento. La necesito para los trámites administrativos.
—No la mancharé —dijo Chutsky, y buscó debajo del asiento un segundo, hasta sacar una sencilla tablilla metálica con un fajo de formularios oficiales sujeto—. Perfecto —dijo—. Dame un boli.
—¿Qué vas a hacer? —preguntó ella, al tiempo que le pasaba un bolígrafo blanco barato.
—Nadie detiene a un tío con una tablilla —dijo Chutsky con una sonrisa. Antes de que alguno de los dos pudiera decir algo, ya estaba fuera del coche y caminando por el corto camino de entrada con paso firme de burócrata. Se detuvo a mitad de camino y echó un vistazo a la tablilla, volvió un par de páginas y leyó algo, antes de mirar la casa y menear la cabeza.
—Parece muy bueno en este tipo de cosas —dije a Deborah.
—Más le vale —contestó ella. Se mordió otra uña, y la idea de que pronto se iba a quedar sin suministros me preocupó.
Chutsky continuó por el camino, al tiempo que consultaba su tablilla, ignorante al parecer de que estaba provocando un déficit de uñas en el coche. Su aspecto era natural y tranquilo, y era evidente que tenía mucha experiencia en trapacerías o artimañas, según fuera la palabra que más convenía para describir los delitos bendecidos de manera oficial. Por su culpa, Debs se mordía las uñas y casi se llevaba por delante camiones de cerveza. Tal vez no fuera una buena influencia para ella, aunque era agradable que hubiera otro blanco de sus miradas coléricas y pellizcos en los brazos. Siempre estoy dispuesto a que sea otro quien exhiba moratones una temporada.
Chutsky se detuvo ante la puerta y escribió algo. Después, aunque no vi cómo lo hacía, abrió la puerta y entró. La puerta se cerró a su espalda.
—Mierda —dijo Deborah—. Además de posesión de drogas, allanamiento de morada. La próxima vez, secuestrará un avión.
—Siempre he deseado conocer La Habana —dije.
—Dos minutos —dijo ella con voz tensa—. Después, solicito refuerzos y entro a por él.
A juzgar por la forma en que su mano se extendía temblorosa en dirección a la radio, habían pasado un minuto y cincuenta y nueve segundos cuando la puerta se abrió de nuevo y Chutsky salió. Se detuvo en el camino de entrada, anotó algo en la tablilla y regresó hacia el coche.
—Muy bien —dijo cuando se sentó—. Vamos a casa.
—¿La casa está vacía? —preguntó Deborah.
—Como una patena. Ni una toalla ni una lata de sopa.
—Y ahora, ¿qué? —preguntó ella, al tiempo que ponía el coche en marcha.
Chutsky meneó la cabeza. —Volveremos al plan A —dijo. —¿Y cuál es el plan A? —preguntó Deborah. —Paciencia —dijo él.
Por eso, pese a una comida deliciosa y un viajecito de compras muy original a continuación, volvimos a esperar. Transcurrió una semana de la manera aburrida que se había instaurado. No parecía probable que el sargento Doakes se diera por vencido antes de que terminara mi transformación en adorno de sofá con tripa cervecera, y no se me ocurría otra cosa que hacer que jugar al escondite y al ahorcado con Cody y Astor, aparte de escenificar después teatrales besos de despedida con Rita en honor de mi perseguidor.
Después, llegó la llamada telefónica en plena noche. Era el domingo por la noche, y yo tenía que levantarme temprano al día siguiente. Vince Masuoka y yo teníamos un trato, y me tocaba a mí recoger los donuts. Y aquí estaba el teléfono, sonando clamorosamente como si yo no tuviera ninguna preocupación y los donuts se entregaran por sí solos. Eché un vistazo al reloj de la mesita de noche: 2:38. Admito que estaba un poco cabreado cuando levanté el auricular y dije: «Déjame en paz».
—Dexter, Kyle ha desaparecido —dijo Deborah. Sonaba más que agotada, tensa por completo, y sin saber si disparar a alguien o llorar.
Tardé un momento en poner a toda velocidad mi poderoso intelecto.
—Um, bien, Deb —dije—, siendo el tipo como es, tal vez estarás mejor sin…
—Ha desaparecido, Dexter. Secuestrado. El tipo le ha pillado. El tipo que le hizo aquello al tipo —dijo, y si bien me sentía como si me hubieran arrojado en mitad de un episodio de Los sopranos, sabía a qué se refería. Quienquiera que hubiera convertido en una patata aulladora a la cosa de la mesa se había llevado a Kyle, seguramente para hacerle algo similar.
—El doctor Danco —dije.
—Sí.
—¿Cómo lo sabes?
—Dijo que podría pasar. Kyle es el único que conoce su aspecto. Dijo que cuando Danco descubriera que Kyle estaba aquí, lo intentaría. Teníamos una…, habíamos convenido una señal y… Mierda, Dexter, ven hacia aquí. Hemos de encontrarle —dijo, y colgó.
Siempre yo, ¿eh? No soy una persona muy agradable, pero por alguna razón siempre soy yo al que acuden con sus problemas. ¡Oh, Dexter, un monstruo salvaje e inhumano se ha llevado a mi novio! Bien, maldita sea, yo también soy un monstruo salvaje e inhumano. ¿No soy merecedor de un poco de descanso?
Suspiré. Al parecer, no.
Confié en que Vince comprendería lo de los donuts.