22

El sargento Doakes me llevó de vuelta a la jefatura de policía. La experiencia de ir sentado a su lado fue extraña e inquietante, y descubrimos que teníamos muy poco que decirnos. Me sorprendí examinando su perfil por el rabillo del ojo. ¿Qué pasaba ahí adentro? ¿Cómo podía ser lo que yo sabía que era sin hacer nada al respecto? Aguantarme las ganas de distraerme con uno de mis compañeros de juegos me estaba poniendo de los nervios, pero por lo visto a Doakes no le costaba nada. Tal vez lo había eliminado todo en El Salvador. ¿Era diferente hacerlo con la bendición oficial del gobierno? ¿O sólo más fácil, al no tener que preocuparse de que te detuvieran?

No podía saberlo, y no me imaginaba preguntándoselo. Para subrayar la idea, paró en un semáforo en rojo y se volvió para mirarme. Fingí no darme cuenta, con la vista clavada en el frente, y él desvió la vista cuando la luz cambió a verde.

Fuimos directos al parque automovilístico y Doakes me puso en el asiento delantero de otro Ford Taurus.

—Dame quince minutos —dijo, y señaló la radio con un cabeceo—. Después, llámame.

Volvió a su coche sin decir nada más y se marchó.

Sin nada mejor que hacer, reflexioné sobre los acontecimientos de las últimas horas, plagadas de sorpresas. Deborah en el hospital, yo conchabado con Doakes, y mi revelación acerca de Cody durante la experiencia que casi me costó la vida. Podía estar totalmente equivocado con el chico, por supuesto. Tal vez existía otra explicación de su comportamiento cuando oyó hablar del perro desaparecido, y la forma en que clavó el cuchillo en el pez con tanto entusiasmo quizá pudiera atribuirse a la típica crueldad infantil. Pero me descubrí deseando que fuera cierto. Quería que, de mayor, fuera como yo, sobre todo, comprendí, porque deseaba moldearle y guiar sus diminutos pies por el Sendero de Harry.

¿Era así el ansia reproductora de los humanos, un deseo absurdo y poderoso de replicar el yo maravilloso e irremplazable, incluso cuando el yo en cuestión era un monstruo que no tenía derecho a vivir entre los humanos? Eso explicaría la creación de la cantidad de cretinos impresentables con que me cruzaba cada día. Sin embargo, al contrario que ellos, yo era muy consciente de que el mundo sería un lugar mejor sin mí. Me importaban más mis sentimientos al respecto de lo que el mundo podría creer. Pero aquí estaba yo, ansioso por engendrar más de mí, como Drácula creando un nuevo vampiro que le hiciera compañía en la oscuridad. Yo sabía que era una equivocación…, ¡pero qué divertido sería!

¡Qué capullo podía llegar a ser! ¿Es que mi intervalo en el sofá de Rita había transformado mi poderoso intelecto en una pila temblorosa de sensiblería? ¿Cómo podía pensar en tales estupideces? ¿Por qué no intentaba trazar un plan para escapar del matrimonio? No era de extrañar que fuera incapaz de escapar a la estrecha vigilancia de Doakes: había utilizado todas mis células cerebrales. Tenía el depósito vacío.

Consulté mi reloj. Catorce minutos de tiempo malgastados en disparates mentales. El plazo estaba a punto de expirar. Levanté el micrófono y llamé a Doakes.

—Sargento Doakes, ¿cuál es su veinte?

Hubo una pausa, y después un chasquido.

—Er, prefiero no decirlo ahora.

—Repita, sargento.

—Estaba siguiendo a un chiflado, pero temo que me ha visto.

—¿Qué clase de chiflado?

Siguió una pausa, como si Doakes estuviera esperando que yo hiciera todo el trabajo y no supiera qué decir.

—Un tipo de mis tiempos del ejército. Le capturaron en El Salvador, y tal vez cree que fue por mi culpa. —Pausa—. El tipo es peligroso —dijo.

—¿Quiere apoyo?

—Aún no. De momento, voy a intentar eludirlo.

—Diez-cuatro —dije, y me sentí un poco emocionado por poderlo decirlo al fin.

Repetimos el mensaje básico unas cuantas veces más, sólo para asegurarnos de que pudiera llegar a los oídos del doctor Danco, y tuve que decir «diez-cuatro» cada vez. Cuando dimos por concluida la jornada, a la una de la madrugada, me sentía pletórico y estimulado. Tal vez mañana intentaría trabajar en «recibido», e incluso «correcto». Por fin algo que anhelar.

Encontré un coche patrulla que se dirigía al sur, y convencí al policía de que me llevara a casa de Rita. Avancé de puntillas hacia mi coche, subí y me fui a casa.

Cuando volví a mi cama individual y la vi en un estado de terrible desorden, recordé que Debs debería estar aquí, pero en cambio se hallaba en el hospital. Iría a verla mañana. Entretanto, había tenido un día agotador pero memorable: había sido empujado a un estanque por un matarife, sobrevivido a un accidente de coche para acabar casi ahogado, perdido un zapato perfecto y, encima, como si todo eso no fuera suficiente, obligado a formar equipo con el sargento Doakes. Pobre y Exhausto Dexter. No me extrañaba que estuviera tan cansado. Caí en la cama y me dormí al instante.

Al día siguiente, temprano, Doakes aparcó su coche junto al mío en el aparcamiento de la jefatura. Salió cargado con una bolsa de gimnasio de nailon, que dejó sobre el capó de mi coche.

—¿Ha traído la colada? —pregunté cortésmente. Una vez más, mi buen humor no hizo mella en él.

—Si esto sale bien, o él me coge o yo a él —dijo. Abrió la cremallera de la bolsa—. Si le cojo, todo habrá terminado. Si me coge… —Sacó un receptor GPS y lo dejó sobre el capó—. Si me coge, tú eres mi apoyo. —Exhibió algunos dientes deslumbrantes—. Piensa en lo bien que me hace sentir eso. —Sacó un móvil y lo dejó junto al receptor—. Éste es mi seguro.

Miré los dos pequeños objetos que descansaban sobre el capó de mi coche. No se me antojaron particularmente amenazadores, pero tal vez podría arrojar uno y golpear a alguien en la cabeza con el otro.

—¿No hay bazuca? —pregunté.

—No es necesario. Sólo esto —dijo. Introdujo de nuevo la mano en la bolsa de gimnasia—. Y esto —dijo, al tiempo que extraía una pequeña libreta de taquigrafía, abierta por la primera página. Daba la impresión de contener una serie de números y letras, y llevaba un bolígrafo encajado dentro de la espiral.

—La pluma es más poderosa que la espada —dije.

—Ésta sí —dijo él—. La línea de arriba es un número de teléfono. La segunda línea es un código de acceso.

—¿A qué voy a acceder?

—No hace falta que lo sepas —dijo—. Llamas, tecleas el código y les das el número de mi móvil. Ellos te darán una posición GPS de mi teléfono, y tú me vendrás a buscar.

—Parece fácil —dije, y me pregunté si lo era en realidad.

—Incluso para ti —dijo.

—¿Con quién hablaré?

Doakes meneó la cabeza.

—Alguien me debe un favor —dijo, y sacó de la bolsa una radio de policía—. Ahora la parte fácil —dijo. Me dio la radio y subió a su coche.

Ahora que habíamos tendido el cebo al doctor Danco, el paso dos consistía en llevarle a un lugar específico en un momento concreto, y la feliz coincidencia de la fiesta que daba Matsuoka en mi honor era demasiado afortunada para pasarla por alto. Durante las siguientes horas fuimos conduciendo por la ciudad en nuestros respectivos coches y repetimos el mismo mensaje un par de veces con sutiles variaciones, sólo para asegurarnos. También habíamos enrolado un par de unidades de patrulla que, según Doakes, era posible que no la cagaran. Atribuí la frase a su ingenio sencillo, pero dio la impresión de que los polis en cuestión no captaban la broma, y aunque no temblaron, me pareció que exageraban un poco cuando aseguraron angustiados al sargento Doakes que no la cagarían. Era maravilloso trabajar con un hombre capaz de inspirar tal lealtad.

Nuestro pequeño equipo pasó el resto del día bombardeando las ondas con una cháchara interminable sobre mi fiesta de compromiso, dando la dirección de la casa de Vince y recordando la hora al personal. Y justo después de comer, nuestro coup de gráce. Sentado en mi coche delante de Wendy’s, utilicé la radio y llamé al sargento Doakes por última vez para entablar una conversación minuciosamente preparada.

—Sargento Doakes, soy Dexter. ¿Me recibe?

—Aquí Doakes —dijo, al cabo de una breve pausa.

—Significaría mucho para mí que esta noche pudiera venir a mi fiesta de compromiso.

—No puedo ir a ninguna parte —contestó—. Este tipo es demasiado peligroso.

—Sólo a tomar una copa. Entrar y salir —supliqué.

—Ya viste lo que hizo a Manny, y Manny era un simple soldado raso. Yo soy el que entregué a este tipo a gente mala. Si me pone las manos encima, ¿qué me hará?

—Voy a casarme, Sarge —dije. Me gustaba el sabor a Marvel Comics de llamarle Sarge—. Eso no ocurre cada día. Seguro que no intentará nada con tantos polis por en medio.

Siguió una pausa teatral, y supe que Doakes estaba contando hasta siete, tal como habíamos acordado. Entonces, la radio volvió a crepitar.

—De acuerdo —dijo—. Iré a eso de las nueve.

—Gracias, Sarge —dije, emocionado por poder repetirlo, y para completar mi felicidad, añadí—: Esto significa muchísimo para mí. Diez-cuatro.

—Diez-cuatro —repitió Doakes.

Confiaba en que, en algún lugar de la ciudad, nuestro pequeño drama a través de las ondas de radio hubiera llegado a los oídos de nuestro público elegido. Mientras sacaba brillo a sus instrumentos quirúrgicos, ¿se detendría, ladearía la cabeza y escucharía? Mientras su escáner crepitaba con la dulce voz del sargento Doakes, tal vez dejaría sobre la mesa una sierra de huesos, se secaría las manos y anotaría la dirección en un trozo de papel. Y después, volvería alegremente al trabajo (¿con Kyle Chutsky?), con la serenidad interior de un hombre que tiene un trabajo que hacer y una agenda social muy apretada cuando ha terminado su jornada laboral.

Para asegurarnos del todo, nuestros amigos de los coches patrulla repetirían el mensaje unas cuantas veces, y sin cagarla: el sargento Doakes iría a la fiesta esta noche, en vivo y en directo, a eso de las nueve.

Por mi parte, con los deberes hechos durante las próximas horas, me dirigí al Jackson Memorial Hospital para ver a mi pájaro favorito del ala quebrada.

Deborah estaba envuelta en un yeso que rodeaba su torso, en una habitación de la sexta planta que gozaba de una vista estupenda de la autopista, y aunque estaba seguro de que le habían administrado algún tipo de calmante, no parecía muy feliz cuando entré en la habitación.

—Maldita sea, Dexter —fue su saludo—, diles que me dejen salir ahora mismo, o al menos dame mi ropa para que pueda irme.

—Me alegro de ver que te encuentras mejor, querida hermana —dije—. Dentro de nada podrás levantarte.

—Podré levantarme en cuanto me des mi puta ropa —dijo—. ¿Qué coño está pasando ahí afuera? ¿Qué has estado haciendo?

—Doakes y yo hemos dispuesto una trampa fantástica, y Doakes es el cebo —dije—. Si el doctor Danco muerde el anzuelo, esta noche acudirá a mi, er, fiesta. La fiesta de Vince — añadí, y me di cuenta de que quería distanciarme de la idea de estar comprometido, y de que era una manera estúpida de hacerlo, pero de todos modos me sentí mejor, lo cual no pareció consolar a Debs.

—Tu fiesta de compromiso —dijo, y después rezongó—. Mierda. Has conseguido tender una trampa a Doakes.

Admito que sonó bastante elegante cuando lo dijo, pero no quería que pensara esas cosas: la gente desdichada cura más despacio.

—No, Deborah, en serio —dije, con mi mejor voz tranquilizadora—. Estamos haciendo esto para atrapar a Danco.

Me traspasó con la mirada durante un largo rato, y después, cosa sorprendente, sorbió por la nariz y reprimió una lágrima.

—He de confiar en ti —dijo—, pero odio esto. Sólo puedo pensar en lo que estará haciendo a Kyle.

—Todo saldrá bien, Debs. Recuperaremos a Kyle.

Y como era mi hermana, al fin y al cabo, me abstuve de añadir, «o la mayor parte, al menos».

—Dios, no soporto que me retengan aquí —dijo—. Necesitas mi apoyo.

—Nos ocuparemos de todo, hermanita —dije—. Habrá una docena de polis en la fiesta, todos armados y peligrosos. Y yo también estaré —añadí, algo disgustado por el hecho de que subestimara mi presencia.

Pero continuó haciéndolo.

—Sí, y si Doakes captura a Danco, recuperaremos a Kyle. Si Danco captura a Doakes, tú te lo quitas de encima. Muy listo, Dexter. Sea cual sea el resultado, tú ganas.

—Ni siquiera me había pasado por la cabeza —mentí—. Mi única intención es ser útil. Además, se supone que Doakes tiene mucha experiencia en esta clase de cosas. Y conoce a Danco.

—Maldita sea, Dex, esto me está matando. ¿Y si…? —Se interrumpió y se mordisqueó el labio—. Será mejor que todo salga bien. Kyle lleva demasiado tiempo en su poder.

—Saldrá bien, Deborah —dije, pero ninguno de los dos me creyó.

Los médicos insistieron con firmeza en que Deborah debía permanecer en observación durante veinticuatro horas más. De manera que, con un alegre adiós a mi hermana, salí galopando al crepúsculo, y desde allí a mi apartamento para ducharme y cambiarme. ¿Qué me iba a poner? No se me ocurrían directrices sobre lo que se llevaba esta temporada en fiestas a las que te obligaban a acudir para celebrar un compromiso matrimonial no deseado, que tal vez degenerara en un violento enfrentamiento con un maníaco vengativo. Los zapatos marrones estaban descartados, pero aparte de eso nada parecía de rigueur. Después de una cuidadosa reflexión, me dejé guiar por el buen gusto, y elegí una camisa hawaiana verde lima, estampada con guitarras eléctricas y bólidos rosa. Sencilla pero elegante. Unos pantalones caqui y zapatillas de deporte, y ya estaba preparado para el baile.

Pero aún quedaba una hora para la cita, y descubrí que mis pensamientos volvían a Cody de nuevo. ¿Estaba en lo cierto en lo tocante al crío? En ese caso, ¿cómo se las arreglaría sin ayuda con su Pasajero, que ya se estaba despertando? Necesitaba mi guía, y descubrí que estaba ansioso por prestársela.

Salí de mi apartamento y conduje hacia el sur, en lugar de hacia el norte, la dirección de la casa de Vince. Al cabo de un cuarto de hora estaba llamando a la puerta de la casa de Rita, mientras observaba que el lugar donde Doakes solía aparcar su Taurus marrón estaba vacío. No cabía duda de que esta noche se estaba preparando, aprestándose para la lucha inminente y sacando brillo a sus balas. ¿Intentaría matar al doctor Danco, consciente de que contaba con permiso legal para ello? ¿Cuánto tiempo había pasado desde que había matado a alguien? ¿Lo echaba de menos? ¿La Necesidad se abalanzaba sobre él como un huracán, barriendo todas las barreras y razonamientos?

La puerta se abrió. Rita sonrió, me abrazó y me dio un beso en la mejilla.

—Hola, guapo —dijo—. Entra.

La abracé un momento por aquello de guardar las apariencias, y después me solté.

—No puedo quedarme mucho rato —dije. Su sonrisa se ensanchó todavía más.

—Lo sé —dijo—. Vince llamó para decírmelo. Estuvo super-amable. Me dijo que te vigilaría para que no hicieras locuras. Entra —dijo, y me arrastró por el brazo. Cuando cerró la puerta se volvió hacia mí, seria de repente—. Escucha, Dexter. Quiero que sepas que no soy celosa y que confío en ti. Ve a divertirte.

—Lo haré, gracias —contesté, aunque lo dudaba. Me pregunté qué le habría dicho Vince para que ella sospechara que la fiesta sería una especie de pozo de tentaciones y pecados. Igual podía serlo. Como Vince era muy sintético, podía ser impredecible en situaciones sociales, tal como demostraban los extravagantes duelos de insinuaciones sexuales con mi hermana.

—Ha sido muy amable por tu parte pasar por aquí antes de ir a la fiesta —dijo Rita, y me condujo hasta el sofá donde había pasado tanto tiempo de mi vida reciente—. Los chicos querían saber por qué no podían ir.

—Hablaré con ellos —dije, ansioso por ver a Cody e intentar descubrir si estaba en lo cierto.

Rita sonrió, como si estuviera emocionada al saber que iba a hablar con Cody y Astor.

—Están en la parte de atrás —dijo—. Iré a buscarles.

—No, quédate aquí —dije—. Saldré a verles.

Cody y Astor estaban en el patio con Nicle, el vecinito cretino que había querido ver desnuda a Astor. Levantaron la vista cuando abrí la puerta, y Nick salió disparado hacia su patio. Astor corrió hacia mí y me dio un abrazo, seguida de Cody, que contempló la escena sin expresar la menor emoción en su rostro.

—Hola —dijo, sin alzar la voz.

—Saludos y abrazos, jóvenes ciudadanos —dije—. ¿Nos ceñimos nuestras togas oficiales? César nos llama al senado.

Astor ladeó la cabeza y me miró como si acabara de verme comer un gato vivo.

—¿Qué? —se limitó a decir Cody, en voz muy baja.

—Dexter —dijo Astor—, ¿por qué no podemos ir a la fiesta contigo?

—En primer lugar —contesté—, mañana tenéis que ir a clase. En segundo, temo que sea una fiesta para adultos.

—¿Eso significa que habrá chicas desnudas? —preguntó la niña.

—¿Qué clase de persona crees que soy? —pregunté, con expresión malhumorada—. ¿Crees que iría a una fiesta en la que no hubiera chicas desnudas? —Eh —dijo ella. —Ja —susurró Cody.

—Pero lo más importante es que también habrá bailes estúpidos y camisas feas, cosa que no debéis ver. Perderíais todo el respeto por vuestros mayores.

—¿Qué respeto? —dijo Cody, y yo le estreché la mano.

—Bien dicho —dije—. Id a vuestra habitación.

Astor lanzó una risita.

—Pero es que queremos ir a la fiesta —dijo.

—Temo que no —contesté—. Pero os he traído un tesoro para que no tengáis que huir. — Le di un paquete de galletas Neceo, nuestra moneda de curso legal secreta. Más tarde se la repartiría con Cody, cuando nadie les viera—. Bien, jovencitos —dije. Me miraron expectantes, pero me quedé como atascado, ansioso por saber la respuesta pero sin saber cómo preguntarlo. No podía decir, «Por cierto, Cody, ¿te gusta matar cosas?» Eso era justo lo que deseaba saber, pero no me parecía que pudiera preguntarlo a un niño, sobre todo a Cody, quien era tan locuaz como un coco.

Sin embargo, daba la impresión de que Astor hablaba a menudo con él. La presión de pasar juntos la infancia con un ogro violento como padre había creado una relación simbiótica tan íntima, que cuando él bebía soda ella eructaba. Astor sería capaz de explicar lo que ocurría en el interior de Cody.

—¿Puedo hacer una pregunta muy seria? —dije, y ambos niños intercambiaron una mirada que contenía toda una conversación, pero que no comunicaba nada a alguien de fuera. Asintieron, casi como si sus cabezas estuvieran montadas juntas sobre una barra de futbolín—. El perro del vecino.

—Ya te lo dijimos —dijo Cody.

—Siempre estaba tirando la basura —dijo Astor—. Y cagando en nuestro patio. Nicky intentó que nos mordiera.

—¿Y Cody se hizo cargo de él? —pregunté.

—Él es el chico —contestó Astor—. Le gustan esas cosas. Yo sólo miro. ¿Se lo dirás a mamá?

Ya estaba. Le gustan esas cosas. Miré a los dos, que me observaban como si acabaran de decir que les gustaba el helado de vainilla más que el de fresa.

—No se lo diré a vuestra mamá —dije—, pero no se lo podéis contar a nadie más, nunca. Sólo nosotros tres, nadie más, ¿entendido?

—Vale —dijo Astor, al tiempo que miraba a su hermano—. Pero ¿por qué, Dexter?

—Casi nadie lo entendería —dije—. Ni siquiera vuestra mamá.

—Tú sí —dijo Cody casi en un susurro.

—Sí —dije—, y puedo ayudaros. —Respiré hondo y sentí que un eco resonaba en mis huesos, desde los lejanos años con Harry hasta este preciso momento, bajo el mismo paisaje nocturno de Florida que nos había arropado cuando Harry me dijo lo mismo—. Tenéis que prepararos —dije, y Cody me miró con sus grandes ojos y asintió sin pestañear.

—Vale —dijo.

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