19

Dejé a Rita con una apresurada explicación y salí a esperar. Deborah cumplió su palabra, y al cabo de cinco minutos y medio nos dirigíamos al norte por la Dixie Highway.

—Están en Miami Beach —dijo—. Doakes dice que abordó a ese tipo, Oscar, y le contó lo que estaba pasando. Oscar le dice que lo va a pensar, Doakes dice que vale, te llamaré, pero vigila la casa desde la calle, y diez minutos después el tipo sale por la puerta y se mete en el coche con una bolsa de viaje.

—¿Por qué huye?

—¿No huirías tú si te persiguiera Danco?

—No —respondí, y pensé complacido en lo que haría si me encontrara cara a cara con el doctor—. Le tendería una trampa y dejaría que viniera a por mí.

Y después, pensé, pero no lo dije en voz alta.

—Bien, Oscar no es como tú —observó Deborah.

—Pocos lo somos —contesté—. ¿Hacia dónde va?

Deborah frunció el ceño y meneó la cabeza.

—En este momento sin rumbo fijo, y Doakes le pisa los talones.

—¿Adonde crees que nos conducirá?

Deborah sacudió la cabeza y adelantó a un viejo Cadillac lleno de adolescentes vociferantes.

—Da igual —dijo, y subió por la rampa de entrada a la autopista de Palmetto, pisando fuerte el acelerador—. Oscar es nuestra única oportunidad. Si intenta abandonar la zona le detendremos, pero hasta entonces hemos de pegarnos a él, a ver qué pasa.

—Muy bien, una idea increíble, pero… ¿qué creemos que va a pasar?

—¡No lo sé, Dexter! —dijo irritada—. Pero sí sabemos que ese tipo será un objetivo tarde o temprano, ¿no? Y ahora, él también lo sabe, e igual está intentando comprobar si alguien le sigue antes de huir. Mierda —dijo, y adelantó a un viejo camión cargado con cajas de pollos. El camión debía ir a unos cuarenta y cinco kilómetros por hora, no llevaba luces traseras y tres hombres iban sentados encima de la carga, agarrando con una mano los sombreros deshilachados y el cargamento con la otra. Deborah les dedicó un bocinazo cuando adelantó. No surtió el menor efecto. Los hombres ni siquiera parpadearon.

—De todos modos —dijo cuando enderezó el volante y aceleró de nuevo—, Doakes quiere que estemos en la parte de Miami para apoyarle e impedir que Oscar haga de las suyas. Iremos paralelos a Biscayne.

Era sensato. Mientras Oscar estuviera en Miami Beach, no podía escapar en ninguna otra dirección. Si intentaba tomar una carretera elevada o dirigirse al norte hasta el punto más alejado de Haulover Park y atravesarlo, estaríamos allí para detenerle. A menos que tuviera un helicóptero escondido, le tendríamos acorralado. Dejé que Deborah condujera, y se dirigió hacia el norte a toda velocidad sin matar a nadie.

En el aeropuerto nos desviamos hacia el este por la 836. El tráfico era un poco más intenso en esta zona, y Deborah no paraba de cambiar de carril, muy concentrada. Yo me callaba lo que pensaba y ella hacía gala de años de entrenamiento con el tráfico de Miami, ganando lo que equivalía a una carrera de suicidas a máxima velocidad. Atravesamos ilesos el nudo de la I-95 y embocamos Biscayne Boulevard. Respiré hondo y expulsé el aire con cautela, mientras Deborah se internaba entre el tráfico y conducía a una velocidad normal.

La radio crepitó una vez y se oyó la voz de Doakes.

—Morgan, ¿cuál es su veinte?

Deborah alzó el micrófono y se lo dijo.

—Biscayne con MacArthur Causeway.

Siguió una breve pausa.

—Está parado junto al puente levadizo de Venetian Causeway. Cúbralo desde su lado.

—Diez-cuatro —dijo Deborah.

—Suena todo tan oficial cuando dices eso —no pude abstenerme de comentar.

—¿Qué significa eso? —preguntó ella.

—Nada, de veras —dije.

Me miró, una seria mirada de poli, pero su rostro aún era joven y, por un momento, experimenté la sensación de que volvíamos a ser niños, sentados en el coche patrulla de Harry y jugando a policías y ladrones…, sólo que esta vez tenía que hacer de bueno, una sensación muy desazonadora.

—Esto no es un juego, Dexter —dijo, porque ella compartía el mismo recuerdo, por supuesto—. La vida de Kyle está en juego. —Sus facciones adoptaron su Cara Seria de Pez Grande cuando prosiguió—. Sé que para ti no debe significar nada, pero aprecio a ese hombre. Me hace sentir tan… Mierda. Vas a casarte y aún no lo pillas.

Habíamos llegado al semáforo de la calle 15 N.E. y dobló a la derecha. Lo que quedaba del Ovni Malí se cernía a la izquierda, y delante de nosotros estaba Venetian Causeway.

—No soy muy bueno en cuestión de sentimientos, Debs —dije—. Tampoco sé nada de eso del matrimonio. Pero no me gusta verte desdichada.

Deborah paró frente al pequeño embarcadero, al lado del antiguo edificio Herald, y aparcó el coche de cara a Venetian Causeway. Guardó silencio un momento, y después expulsó el aire con un silbido.

—Lo siento.

Eso me pilló desprevenido, pues admito que me había estado preparando para decir algo muy parecido, sólo para mantener engrasadas las ruedas sociales. Estoy casi seguro de que lo habría verbalizado de una manera algo más inteligente, pero la esencia era la misma.

—¿El qué?

—No quería… Sé que eres diferente, Dex. Estoy intentando acostumbrarme a ello y… Pero sigues siendo mi hermano.

—Adoptado —dije.

—Eso es una chorrada y tú lo sabes. Eres mi hermano. Sé que estás aquí sólo por mí.

—De hecho, esperaba decir por la radio «diez-cuatro» más tarde.

Ella resopló.

—Muy bien, pórtate como un capullo. Pero gracias de todos modos.

—De nada.

Levantó la radio.

—Doakes, ¿qué está haciendo?

Doakes contestó al cabo de una breve pausa.

—Parece que está hablando por el móvil.

Deborah frunció el ceño y me miró.

—Si está huyendo, ¿con quién va a hablar por teléfono?

Me encogí de hombros.

—Podría estar buscando una forma de salir del país. O…

Callé. La idea era demasiado estúpida para pensarla, y tendría que haberla borrado de mi cabeza automáticamente, pero seguía allí, dando saltitos en la materia gris y agitando un banderín rojo.

—¿Qué? —preguntó Deborah.

Meneé la cabeza.

—No es posible. Una estupidez. Un pensamiento disparatado que no va a ningún sitio.

—Muy bien. ¿Hasta qué punto disparatado?

—¿Y si…? Ya te he dicho que era una estupidez.

—Es mucho más estúpido dar largas de esta manera —replicó—. ¿Cuál es la idea?

—¿Y si Oscar está llamando al buen doctor para llegar a un trato? —dije. Yo tenía razón. Parecía una estupidez.

Debs resopló.

—¿Qué tipo de trato?

—Bien —dije—, Doakes dice que lleva una bolsa. Podría contener dinero, bonos al portador, una colección de sellos. No lo sé, pero es muy posible que lleve algo incluso más valioso para nuestro amigo cirujano.

—¿Cómo qué?

—Debe saber dónele se esconden los restantes miembros del equipo.

—Mierda —dijo ella—. ¿Vender a los demás a cambio de su vida? —Se mordisqueó el labio y reflexionó. Al cabo de un momento, sacudió la cabeza—. Eso es bastante inverosímil —dijo.

—Inverosímil dista mucho de estúpido.

—Oscar debería saber cómo ponerse en contacto con el doctor.

—Un agente secreto siempre encuentra una forma de localizar a otro. Hay listas, bases de datos y contactos mutuos, ya lo sabes. ¿No viste El caso Bourne?

—Sí, pero ¿cómo sabemos que Oscar la vio?

—Sólo estoy diciendo que es posible.

—Aja —dijo. Miró por la ventanilla, pensativa, después hizo una mueca y sacudió la cabeza—. Kyle dijo algo…, que al cabo de un tiempo te olvidas del grupo en el que estuviste, como en el béisbol cuando eres un agente independiente. Entonces te haces amigo de tipos del otro bando y… Mierda, eso es una estupidez.

—Sea cual sea el bando de Danco, Oscar podría encontrar una forma de localizarle.

—¿Y qué, joder? Nosotros no.

Guardamos silencio unos minutos. Supongo que Debs estaba pensando en Kyle y preguntándose si le encontraríamos a tiempo. Intenté imaginarme queriendo a Rita de la misma forma y me quedé en blanco. Tal como Deborah había señalado con astucia, estaba comprometido y aún no lo pillaba. Y nunca lo haría, lo que para mí era una bendición. Siempre he pensando que era preferible pensar con mi cerebro que con ciertas partes arrugadas localizadas algo al sur. O sea, en serio, ¿acaso la gente no se ve, dando tumbos por ahí babeante y con el culo al aire, toda ojos llorosos y rodillas débiles, completamente idiota por algo que hasta los animales tienen el sentido común de acabar deprisa con el fin de atender a objetivos más sensatos, como encontrar carne fresca?

Bien, tal como todos aceptamos, no lo pillaba. De modo que miré hacia las luces suaves de las casas que había al otro lado de la carretera elevada. Había varios edificios de apartamentos cercanos a la cabina de peaje, y unas cuantas casas dispersas casi igual de grandes. Tal vez si ganaba la lotería conseguiría que un agente inmobiliario me enseñara algo con un pequeño sótano, lo bastante grande para que un fotógrafo homicida cupiera justito bajo el suelo. Y mientras pensaba en eso, llegó un suave susurro desde mi voz personal del asiento trasero, pero no podía hacer nada al respecto, claro está, salvo tal vez aplaudir a la luna que colgaba sobre el agua. Al otro lado de esa misma agua pintada de luna flotó el sonido de una campana, la señal de que el puente levadizo estaba a punto de levantarse.

La radio crepitó.

—Se está moviendo —dijo Doakes—. Va a cruzar el puente levadizo. Vigílenle: un Toyota 4Runner blanco.

—Le veo —dijo Deborah por la radio—. Le seguimos.

El 4 X 4 blanco atravesó la carretera elevada y salió a la calle 15 justo momentos antes de que el puente se levantara. Al cabo de una breve pausa para dejar que tomara un poco de delantera, Deborah le siguió. El hombre giró a la derecha en Biscayne Boulevard, y un momento después nosotros le imitamos.

—Se dirige al norte por Biscayne —dijo por la radio.

—Recibido —dijo Doakes—. Le seguiré desde aquí.

El 4Runner se movía a una velocidad normal entre el tráfico moderado, tan sólo a unos ocho kilómetros por hora más de la velocidad límite, que en Miami se consideraba velocidad de turista, lo bastante lento para justificar un bocinazo de cada uno de los conductores que le adelantaban. A Oscar no parecía importarle. Obedecía todas las señales de tráfico y no se movía del carril correcto, conduciendo como si no fuera a ningún sitio en particular y sólo estuviera dando un paseo relajante después de cenar.

Cuando enfilamos la carretera elevada de la calle 79, Deborah levantó la radio.

—Estamos pasando por la calle 79 —dijo—. No tiene prisa, va hacia el norte.

—Diez-cuatro —dijo Doakes, y Deborah me miró.

—Yo no he dicho nada —me defendí.

—Has estado a punto —replicó ella.

Continuamos hacia el norte, y paramos en dos semáforos. Deborah había tomado la precaución de mantenerse a varios coches de distancia, algo meritorio en el tráfico de Miami, donde casi todos los coches intentan adelantar, pasar por encima o a través de todos los demás. Un camión de bomberos pasó con la sirena en dirección contraria, dando bocinazos en los cruces. A juzgar por el efecto que causaba en los demás conductores, bien habrían podido ser balidos de ovejas. Hicieron caso omiso de la sirena y se aferraron a sus puestos conquistados con tanto esfuerzo en la saturada cola de tráfico. El hombre que iba al volante del camión, al ser un conductor de Miami, se limitaba a ir cambiando de carril mientras hacía sonar la sirena y la bocina: Dúo para Tráfico.

Llegamos a la calle 123, el último lugar donde podías regresar a Miami Beach antes de que la 826 se encontrara con North Miami Beach, y Oscar seguía en dirección norte. Deborah se lo comunicó a Doakes por radio cuando pasamos por aquel punto.

—¿Adonde coño irá? —masculló Deborah mientras bajaba la radio.

—A lo mejor sólo está dando una vuelta —dije—. Hace una noche muy bonita.

—Aja. ¿Quieres escribir un soneto?

En circunstancias normales, habría contraatacado con una magnífica réplica, pero tal vez debido a la naturaleza emocionante de nuestra persecución, no se me ocurrió nada. De todos modos, Debs tenía aspecto de necesitar una victoria, por pequeña que fuera.

Unas manzanas después, Oscar aceleró de repente por el tercer carril y giró a la izquierda, cruzándose en el camino de los coches que venían en dirección contraria, lo cual provocó un concierto de airados bocinazos de los conductores que circulaban en ambas direcciones.

—Se ha desviado al oeste por la calle 135 —informó Deborah a Doakes.

—Voy detrás de ustedes —dijo Doakes—. En Broad Causeway. —¿Qué hay en la calle 135? —preguntó Deborah en voz alta. —El aeropuerto de Opa-Locka —dije—. A unos tres kilómetros en línea recta. —Mierda —dijo ella, y levantó la radio—. Doakes, el aeropuerto de Opa-Locka está por aquí.

—Voy hacia ahí —dijo, y oímos que su sirena se conectaba antes de que cortara la comunicación.

Hacía mucho tiempo que el aeropuerto de Opa-Locka gozaba de popularidad entre la gente que se dedicaba al tráfico de drogas, así como entre la que participaba en operaciones encubiertas. Se trataba de un acuerdo práctico, considerando que, con frecuencia, la línea que separaba a ambas era muy difusa. Era muy posible que Oscar tuviera un pequeño avión esperándole, preparado para sacarle de matute del país y transportarle a casi cualquier sitio del Caribe o de Centro o Suramérica, conectado con el resto del mundo, por supuesto, aunque dudaba de que se dirigiera a Sudán, o incluso Beirut. Lo más probable era algún lugar del Caribe, pero en cualquier caso huir del país parecía una opción razonable teniendo en cuenta las circunstancias, y el aeropuerto de Opa-Locka era el lugar lógico donde empezar.

Oscar iba ahora un poco más deprisa, aunque la calle 135 no era tan ancha ni frecuentada como Biscayne Boulevard. Cruzamos un canal por un pequeño puente, y cuando Oscar llegó al otro lado aceleró de repente, abriéndose paso entre el tráfico.

—Maldita sea, algo le ha asustado —dijo Deborah—. Nos habrá visto.

Aceleró para no rezagarse, manteniendo todavía dos o tres coches entre nosotros y la presa, aunque parecía un poco tonto ahora fingir que no le seguíamos.

Algo le había asustado de verdad, porque Oscar conducía como un loco, peligrosamente con riesgo de chocar contra otros coches o subirse a la acera, y por supuesto, Deborah no iba a perderse aquella especie de competición de mala leche. Se pegó a él, adelantando a coches que todavía estaban intentando recuperarse de su encuentro con Oscar. Se desplazó al último carril de la izquierda, lo cual obligó a un Buick antiguo a apartarse, subirse al bordillo y meterse en el jardín delantero de una casa azul claro después de romper la valla de tela metálica.

¿Ver nuestro pequeño coche camuflado había sido suficiente para que Oscar se comportara así? Era agradable pensarlo y me sentí importante, pero no me lo creí. Hasta el momento, había actuado de manera fría y controlada. De haber querido deshacerse de nosotros, habría efectuado un movimiento repentino y difícil, como subir por el puente levadizo cuando se alzó. Entonces, ¿por qué le había entrado el pánico de repente? Sólo por hacer algo, me incliné hacia delante y miré por el retrovisor lateral. Las letras mayúsculas en la superficie del espejo me revelaron que los objetos estaban más cercanos de lo que aparentaban. Tal como estaban las cosas, este pensamiento era muy deprimente, porque en aquel momento sólo aparecía un objeto en el espejo.

Una furgoneta blanca baqueteada.

Y nos estaba siguiendo a nosotros, y siguiendo a Oscar. A nuestra misma velocidad, adelantando a todo bicho viviente.

—Bien —dije—, no era una estupidez, a fin de cuentas.

Alcé la voz para hacerme oír por encima del chirrido de los neumáticos y las bocinas de los demás conductores.

—Ah, Deborah —dije—, no quiero distraerte de tus deberes de conductora, pero si tienes un momento, ¿te importaría mirar por el retrovisor?

—¿Qué coño quieres decir? —rugió, antes de desviar los ojos hacia el espejo. Fue una suerte que estuviéramos en un tramo recto, porque por un segundo casi se olvidó del volante—. Oh, mierda —susurró.

—Eso mismo pensaba yo —dije.

El paso elevado de la I-95 se ensanchaba al otro lado de la carretera que había justo enfrente, y antes de pasar por debajo Oscar giró violentamente a la derecha, atravesando tres carriles, y se desvió por una calle lateral que corría paralela a la autovía. Deborah blasfemó y dio un volantazo para seguirle.

—¡Díselo a Doakes! —ordenó, y levanté la radio, obediente. —Sargento Doakes —dije—, no estamos solos. La radio silbó una vez.

—¿Qué coño significa eso? —preguntó Doakes, casi como si hubiera oído la respuesta de Deborah y la admirara tanto que se hubiera visto obligado a repetirla.

—Acabamos de girar a la derecha por la avenida 6, y nos sigue una furgoneta blanca. — No hubo respuesta, así que repetí la información—. ¿He dicho que la furgoneta es blanca?

Esta vez, tuve la satisfacción de oír el gruñido de Doakes.

—Cabronazo.

—Eso mismo pensábamos nosotros —dije.

—Dejen pasar la furgoneta y péguense a ella —dijo.

—No me jodas —masculló Deborah con los dientes apretados, y luego dijo algo mucho peor. Yo estuve tentado de decir algo similar, porque cuando Doakes apagó la radio, Oscar subió por la rampa de comunicación con la I-95 seguido de nosotros, y en el último segundo giró en redondo y volvió a la avenida 6. El 4Runner rebotó cuando tocó la carretera y osciló hacia la derecha un momento, y después aceleró y se estabilizó. Deborah pisó el freno y dimos media vuelta. La furgoneta blanca nos llevaba ventaja. Bajó por la pendiente y redujo distancias con el 4Runner. Al cabo de medio segundo, Deborah les seguía por la calle.

La calle lateral era estrecha, con una hilera de casas a la derecha y un terraplén alto de cemento pintado de amarillo a la izquierda, con la I-95 arriba. Recorrimos varias manzanas, cada vez más deprisa. Una diminuta pareja de ancianos cogidos de las manos se detuvo en la acera a contemplar nuestro extraño desfile. Tal vez fueron imaginaciones mías, pero me dio la impresión de que aleteaban a causa del viento levantado por el coche de Oscar y la furgoneta al pasar.

Acortamos distancias un poco, y la furgoneta blanca se acercó aún más al 4Runner, pero Oscar aceleró. Se saltó un stop, y tuvimos que adelantar a un camión de mudanzas que estaba dando vueltas en círculo para intentar esquivar al 4Runner y a la furgoneta. El camión se tambaleó al girar y se estrelló contra una boca de incendios, pero Debs apretó la mandíbula, esquivó al camión y atravesó el cruce, sin hacer caso de los bocinazos y la fuente del agua que brotaba de la boca de incendios destrozada, y acortó distancias de nuevo en la siguiente manzana.

Varias manzanas delante de Oscar vi el semáforo en rojo de un cruce con una calle ancha. Incluso desde esta distancia podía distinguir un continuo torrente de tráfico que atravesaba el cruce. Nadie vive eternamente, por supuesto, pero si me hubieran dejado votar no habría elegido morir de esta manera. De repente, ver la tele con Rita se me antojó muchísimo más atractivo. Intenté pensar en una forma educada y muy convincente de persuadir a Deborah de que parara y oliera las rosas un momento, pero justo cuando más lo necesitaba mi poderoso cerebro se desconectó, y antes de que pudiera activarlo de nuevo Oscar se estaba acercando al semáforo.

Es muy posible que Oscar hubiera ido a la iglesia aquella semana, porque el semáforo se puso en verde cuando atravesó como un cohete el cruce. La furgoneta blanca le pisaba los talones, tuvo que frenar para no empotrarse contra un pequeño coche azul que intentaba saltarse el semáforo, y después llegó nuestro turno, con el semáforo completamente en verde. Adelantamos a la furgoneta, y casi lo conseguimos, pero al fin y al cabo estábamos en Miami, y un camión hormigonera se saltó el rojo detrás del coche azul, justo delante de nosotros. Tragué saliva cuando Deborah pisó el freno y dio la vuelta alrededor del camión. Nos estrellamos contra el bordillo, con las dos ruedas de la izquierda encima de la acera un momento, antes de volver a la carretera de nuevo.

—Muy bonito —dije cuando Deborah aceleró de nuevo. Es muy posible que se hubiera tomado el tiempo de darme las gracias por el cumplido, si la furgoneta blanca no hubiera decidido aprovecharse de nuestra breve disminución de velocidad para colocarse a nuestro lado y embestirnos. El extremo posterior de nuestro coche se torció a la izquierda, pero Deborah lo enderezó de nuevo.

La furgoneta nos embistió con renovados bríos, justo detrás de mi puerta, y cuando me aparté, la puerta se abrió. Nuestro coche viró bruscamente y Deborah frenó. Tal vez no fue la mejor estrategia, porque la furgoneta aceleró en el mismo momento y esta vez golpeó mi puerta con tal fuerza que la arrancó de cuajo, se estrelló cerca de la rueda trasera de la furgoneta y salió girando como una rueda deforme, levantando chispas.

Vi que la furgoneta oscilaba un poco, y oí el estallido de un neumático al reventarse. Entonces, la muralla blanca se estrelló contra nosotros una vez más. Nuestro coche experimentó una violenta sacudida, dio un bandazo a la izquierda, se subió al bordillo y atravesó la valla de tela metálica que separaba la carretera lateral de la rampa que descendía desde la I-95. Dimos vueltas como si los neumáticos fueran de mantequilla. Deborah luchaba con el volante enseñando los dientes, y casi conseguimos pegarnos a la rampa, pero yo no había ido a la iglesia aquella semana, y cuando nuestras dos ruedas delanteras golpearon el bordillo del otro lado de la rampa, un enorme 4 x 4 rojo se incrustó en nuestro parachoques posterior. Saltamos sobre la zona herbosa del cruce de la autovía que rodeaba un estanque de buen tamaño. Sólo tuve un momento para observar que la hierba podada parecía cambiar de sitio con el cielo nocturno. Entonces, el coche rebotó con fuerza y el airbag del asiento del pasajero me estalló en la cara. Fue como si me hubiera enzarzado en una pelea de almohadas con Mike Tyson. Aún estaba aturdido cuando el coche dio una voltereta, se precipitó al estanque y empezó a llenarse de agua.

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