5

Si me concedieran el tiempo suficiente, estoy seguro de que podría confeccionar toda una lista de cosas más desagradables que tener al sargento Doakes convertido en mi sombra personal, pero mientras estaba parado allí, con mi indumentaria de mal tiempo tan elegante, y pensaba en Reiker y sus botas rojas alejándose de mí, ya me pareció bastante horrible, y no estaba inspirado para pensar en cosas peores. Me limité a subir al coche, encendí el motor y conduje bajo la lluvia hasta mi apartamento. En circunstancias normales, los caprichos homicidas de los demás conductores me habrían consolado, me habría sentido como en casa, pero por alguna razón, el Taurus marrón tan cerca de mí me había robado la alegría.

Conocía lo bastante bien al sargento Doakes para saber que no se trataba de un simple capricho de día lluvioso. Si me estaba vigilando, seguiría vigilándome hasta que me pillara haciendo algo feo. O hasta que fuera incapaz de vigilarme más. Por supuesto, se me ocurrían algunos métodos sorprendentes de conseguir que perdiera el interés. Pero las consecuencias de todos eran permanentes, y aunque yo carecía de conciencia, tenía muy claras una serie de normas que funcionaban más o menos de la misma manera.

Sabía hacía tiempo que, tarde o temprano, el sargento Doakes haría algo con el fin de desalentar mi afición, y yo me había estrujado las meninges pensando en qué haría cuando le diera por ahí. Lo mejor que se me había ocurrido, ay, era esperar a ver qué pasaba.

«¿Perdón?», podrían decir ustedes, y tendrían toda la razón. «¿Podemos hacer caso omiso de la evidente respuesta?» Al fin y al cabo, Doakes podía ser fuerte y letal, pero el Oscuro Pasajero lo era mucho más, y nadie podía hacerle frente cuando tomaba las riendas. Tal vez sólo en esta ocasión…

No, decía la vocecilla en mi oído.

Hola, Harry. ¿Por qué no? Y mientras hacía la pregunta, pensé en el día que me lo había dicho.

Existen normas, Dexter, había dicho Harry. ¿Normas, papá?

Era mi decimosexto cumpleaños. No hubo fiesta, puesto que yo no había aprendido a ser maravillosamente encantador y cordial, y si no me dedicaba a evitar a mis babosos contemporáneos, lo hacían ellos. Viví mi adolescencia como un perro pastor que se moviera entre un rebaño de ovejas sucias y muy estúpidas. Desde entonces, había aprendido mucho. Por ejemplo, que no estaba tan equivocado a los dieciséis años (¡la gente no tiene remedio!), pero eso no impide que sigas adelante.

De modo que mi decimosexto cumpleaños fue un acontecimiento bastante comedido. Doris, mi madre adoptiva, había muerto de cáncer hacía poco. Pero mi hermanastra, Deborah, me hizo un pastel, y Harry me regaló una caña de pescar nueva. Soplé las velas, comimos el pastel, y después Harry me llevó al patio trasero de nuestra modesta casa de Coconut Grove. Se sentó a la mesa de secoya que había construido junto al fogón de ladrillo para barbacoas y me indicó con un gesto que yo también debía sentarme.

—Bien, Dex —dijo—. Dieciséis. Eres casi un hombre.

Yo no estaba seguro de lo que significaba eso (¿yo? ¿Un hombre? ¿Cómo los humanos?), y no sabía qué clase de respuesta se esperaba de mí. Pero sabía que con Harry era mejor no hacer comentarios ingeniosos, así que me limité a asentir. Harry me radiografió con sus ojos azules.

—¿Te interesan las chicas? —me preguntó.

—Er… ¿En qué sentido? —dije.

—Besarse. Pegarse el lote. Ya sabes. Sexo.

Mi cabeza dio vueltas ante la idea, como si un pie oscuro y frío estuviera pateando el interior de mi frente.

—No, er, no. Yo, er —dije, elocuente ya entonces—. Así no. Harry asintió como si fuera lógico.

—Pero tampoco chicos —dijo, y yo negué con la cabeza. Harry miró la mesa, y después desvió la vista hacia la casa—. Cuando cumplí dieciséis años, mi padre me llevó de putas. —Meneó la cabeza y una sonrisa muy leve se dibujó en su cara—. Me costó diez años superarlo.

No se me ocurrió nada que decir. La idea del sexo me resultaba ajena por completo, y pensar en pagar por ello, sobre todo para tu hijo, y cuando ese hijo era Harry… En fin. Era demasiado. Miré a Harry con una mirada casi de pánico y sonrió.

—No —dijo Harry—. No te lo iba a ofrecer. Supongo que le sacarás más partido a la caña de pescar. —Meneó la cabeza poco a poco y desvió los ojos, hacia el patio, hacia la calle—. O a un cuchillo de carnicero.

—Sí —dije, y procuré no parecer muy ansioso.

—No —repitió—, ambos sabemos lo que quieres. Pero no estás preparado.

Desde la primera vez que Harry me había hablado de lo que yo era, en una memorable excursión de camping dos años antes, habíamos empezado a prepararme. A «reorientarme», en palabras de Harry. Como joven humano artificial corto de entenderás, estaba ansioso por iniciar mi feliz carrera, pero Harry me contenía, porque Harry siempre supo.

—Puedo ser cuidadoso —dije.

—Pero no perfecto —replicó—. Existen normas, Dexter. Es preciso. Eso es lo que te diferencia de los demás.

—Pasar desapercibido —dije—. No dejar rastros, no correr riesgos, er…

Harry meneó la cabeza.

—Lo más importante: antes de empezar, has de estar seguro de que esa persona lo merece de verdad. Ni yo mismo sé el número de veces que, sabiendo que alguien era culpable, he tenido que soltarle. Aguantar la mirada y la sonrisa burlona del bastardo, y tú lo sabes y él lo sabe, pero has de abrirle la puerta y dejarle marchar…

—Apretó la mandíbula y dio un puñetazo sobre la mesa de picnic—. Tú no tendrás que hacerlo. Pero… has de estar seguro. Por completo, Dexter. Y aunque estés completamente seguro… —Alzó una mano en el aire con la palma hacia mí—. Consigue pruebas. No hay que presentarlas ante un tribunal, gracias a Dios. — Lanzó una breve y amarga carcajada—. Nunca llegarías a ningún sitio. Pero necesitas pruebas, Dexter. Eso es lo más importante. —Golpeó la mesa con los nudillos—. Has de conseguir pruebas. Pero incluso entonces…

Calló, una pausa poco habitual en Harry, y yo esperé, sabiendo que se avecinaba algo difícil.

—A veces, incluso entonces, has de soltarles. Da igual lo mucho que se lo merezcan. Si ellos también son… llamativos. Si va a suscitar demasiada atención, déjalo correr.

Bien, eso era. Como siempre, Harry tenía la respuesta para mí. Siempre que me sentía inseguro, oía a Harry susurrando en mi oído. Estaba seguro, pero no tenía pruebas, de que Doakes era algo más que un poli suspicaz y colérico, y trocear a un poli era algo que, sin duda, indignaría a la ciudad. Después de la reciente muerte prematura de la detective LaGuerta, la jerarquía policial se pondría un poco sensible si un segundo poli desaparecía de la misma manera.

Por necesario que pareciera, Doakes me estaba vedado. Podía mirar por la ventana el Taurus marrón apostado bajo un árbol, pero no podía hacer nada al respecto, salvo desear que alguna otra solución se presentara de manera espontánea. Por ejemplo, que le cayera un piano en la cabeza. Por desgracia, sólo me quedaba desear un golpe de suerte.

Pero no había suerte esta noche para el Decepcionado Dexter, y en los últimos tiempos había escasez de pianos que caían por una ventana en la zona de Miami. De modo que aquí estaba yo, en mi pequeño cuchitril, paseando de un lado a otro presa de la frustración, y cada vez que miraba por la ventana, allí estaba el Taurus, aparcado al otro lado de la calle. El recuerdo de lo que había estado imaginando tan feliz sólo una hora antes martilleaba en mi cabeza. ¿Dexter puede salir a jugar? Ay, no, querido Oscuro Pasajero. Dexter está en tiempo muerto.

No obstante, podía hacer algo constructivo, aún acorralado en mi apartamento. Saqué del bolsillo el trozo de papel arrugado que me había llevado del barco de MacGregor y lo alisé, lo cual dejó mis dedos pegajosos a causa de la porquería de la cinta adhesiva a la que se había pegado el papel. «Reiker» y un número de teléfono. Más que suficiente para introducir los datos en uno de los listines telefónicos a los que podía acceder desde mi ordenador, y al cabo de pocos minutos ya lo había hecho.

El número pertenecía a un teléfono móvil, que estaba registrado a nombre de un tal Steve Reiker, de Tigertail Avenue en Coconut Grove. Un poco más de investigación reveló que el señor Reiker era fotógrafo profesional. Estoy seguro de que en el mundo hay muchas personas llamadas Reiker que son fotógrafos. Miré en las páginas amarillas y descubrí que este Reiker en particular estaba especializado en algo. Había puesto un anuncio de un cuarto de página que rezaba: «Recuérdalos Tal Como Son Ahora».

Reiker estaba especializado en fotos de niños.

La teoría de la coincidencia podía descartarse.

El Oscuro Pasajero se removió y lanzó una risita y yo me descubrí planeando un desplazamiento a Tigertail para echar un veloz vistazo. De hecho, no estaba tan lejos. Podía acercarme en coche ahora y…

Y dejar que el sargento Doakes continuara pisándole los talones a Dexter. Espléndida idea, viejo amigo. Eso ahorraría a Doakes un montón de aburrido trabajo de investigación cuando Reiker desapareciera por fin algún día. Podría pasar de toda la rutina habitual y venir a por mí.

Y a este paso, ¿cuándo desaparecería Reiker? Era muy frustrante tener un buen objetivo a la vista y no poder hacer nada. No obstante, al cabo de unas horas Doakes seguía aparcado al otro lado de la calle y yo seguía en casa. ¿Qué hacer? Además, parecía evidente que Doakes no había visto lo suficiente para emprender otra acción que no fuera seguirme. Lo peor era que, si perseveraba en su vigilancia, me vería obligado a continuar personificando a la rata de laboratorio de buenos modales, evitando cualquier cosa más letal que la hora punta en la autopista de Palmetto. Eso no podía ser. Sentía cierta presión, no sólo del Pasajero, sino del reloj. Antes de que pasara mucho tiempo, necesitaba encontrar alguna prueba de que Reiker era el fotógrafo que tomaba las fotos de MacGregor, y si lo era, entablar una aguda y puntiaguda conversación con él. Si se enteraba de que MacGregor había pasado a mejor vida, saldría pitando. Y si mis colegas de la comisaría se daban cuenta, las cosas podrían ponerse muy feas para el Apuesto Dexter.

Pero, al parecer, Doakes se había instalado para una larga estancia, y de momento no podía hacer nada al respecto. Era de lo más frustrante pensar que Reiker podía andar por ahí a sus anchas, en lugar de estar maniatado de pies y manos con cinta aislante. Homicidus interruptus. El Oscuro Pasajero emitió un leve gemido y rechinó sus dientes mentales, y aunque yo comprendía cómo se sentía, no podía hacer otra cosa que pasear de un lado a otro. Ni siquiera eso me servía de consuelo. Si continuaba así, abriría un agujero en la alfombra y nunca recuperaría la fianza del alquiler del apartamento.

Mi instinto era hacer algo que desviara a Doakes de la pista, pero no era un sabueso normal. Sólo se me ocurría una cosa capaz de alejar el olor de su hocico tembloroso y ansioso. Cabía alguna posibilidad de que pudiera agotarle, aceptar el juego de la espera, ser normal durante tanto tiempo que se viera obligado a tirar la toalla y volver a su verdadero trabajo de capturar a los auténticos residentes horribles de nuestra bonita ciudad. En este mismo momento iban por ahí aparcando en doble fila, tirando basura a la calle y amenazando con votar a los demócratas en las próximas elecciones. ¿Cómo podía perder el tiempo con el querido Dexter y su inofensivo pasatiempo?

Muy bien: sería normal hasta que le dolieran los dientes. Tal vez me costaría semanas en lugar de días, pero lo haría. Viviría a tope la vida sintética que había creado con el fin de parecer humano. Y como es el sexo lo que gobierna por lo general a los humanos, empezaría con una visita a mi novia Rita.

«Novia» es un término curioso, sobre todo en personas adultas. En la práctica, es un término aún más curioso. Por lo general, en el caso de los adultos, describía a una mujer, no a una chica, dispuesta a proporcionar sexo, no amistad. De hecho, a juzgar por lo que había observado, era muy posible que a uno le desagradara en extremo su novia, aunque el verdadero odio está reservado al matrimonio, por supuesto. Hasta el momento, había sido incapaz de decidir que esperan a cambio las mujeres de un novio, pero al parecer, en lo concerniente a Rita, yo lo había conseguido hasta el momento. Desde luego que no era sexo, algo que para mí era tan interesante como calcular el déficit del comercio exterior.

Por suerte, Rita tampoco estaba muy interesada en el sexo. Era el producto de un desastroso matrimonio precoz con un hombre cuya idea de pasarlo bien era fumar crack y darle de hostias. Más adelante, se decantó por contagiarle varias enfermedades enigmáticas. Pero cuando pegó a los niños una noche, la maravillosa lealtad de Rita, digna de las canciones country, se quebró y expulsó al muy puerco de su vida, hasta que por suerte terminó en la cárcel.

Como resultado de toda esta confusión, se había puesto a buscar a un caballero que estuviera interesado en compañía y conversación, alguien que no necesitara abandonarse a los groseros instintos animales de las bajas pasiones. Un hombre, en otras palabras, que la valorara por sus buenas cualidades, y no por su predisposición a las acrobacias en cueros. Ecce, Dexter. Durante casi dos años había sido mi disfraz ideal, un ingrediente fundamental del Dexter que el mundo conocía. A cambio, no le había dado de hostias, no le había contagiado nada, no la había obligado a padecer mi lujuria animal, y daba la impresión de que disfrutaba de mi compañía.

Como premio, sus hijos, Astor y Cody, habían llegado a caerme muy bien. Tal vez sea extraño, pero no obstante cierto, se lo aseguro. Si todos los demás habitantes del mundo desaparecieran de manera misteriosa, sólo me sentiría irritado porque nadie podría hacerme donuts. Pero los niños me interesan y, de hecho, me gustan. Los dos chavales de Rita habían padecido una infancia traumática, y quizá porque a mí me había pasado lo mismo sentía un apego especial por ellos, un interés que trascendía la necesidad de mantener mi disfraz con Rita.

Aparte del regalo extra de sus hijos, Rita era muy presentable. Tenía el pelo corto y rubio, un cuerpo esbelto y atlético, y casi nunca decía estupideces. Podía ir a lugares públicos con ella y saber que hacíamos una buena pareja, que era lo fundamental del caso. La gente decía que formábamos una pareja atractiva, aunque nunca estuve muy seguro de a qué se referían. Supongo que Rita debía encontrarme atractivo también, aunque su historial con los hombres no permitía que eso fuera halagador. De todos modos, siempre es estupendo estar con alguien que me considera maravilloso. Confirma mi pobre opinión de la gente.

Eché un vistazo al reloj de mi escritorio. Las cinco y treinta y dos minutos. Dentro de un cuarto de hora, Rita volvería a casa de su trabajo en la Fairchild Tide Agency, donde hacía algo muy complicado que incluía calcular fracciones de puntos porcentuales. Cuando llegara a su casa, ya estaría allí.

Salí por la puerta con una alegre sonrisa sintética, saludé con la mano a Doakes y conduje hasta la modesta casa de Rita en South Miami. El tráfico no era muy intenso, lo cual quiere decir que no hubo accidentes fatales ni tiroteos, y en menos de veinte minutos aparqué mi coche delante del bungalow de Rita. El sargento Doa-kes pasó de largo hasta el final de la calle y, cuando yo llamé con los nudillos en la puerta, aparcó al otro lado de la calle.

La puerta se abrió y Rita me miró.

—¡Oh! —dijo—. Dexter.

—En persona —contesté—. Pasaba por aquí y me dije, vamos a ver si ha llegado ya.

—Bien, yo… acabo de entrar. Debo tener un aspecto horrible… Er…, entra. ¿Te apetece una cerveza?

Cerveza. Menuda idea. Nunca bebo, y no obstante, era tan normal, tan perfecto lo de visitar-a-tu-chica-después-del-trabajo, que hasta Doakes debía de estar impresionado. Era el toque maestro.

—Me encantaría —dije, y la seguí hasta el relativo frescor de la sala de estar.

—Siéntate —dijo—. Voy a refrescarme un poco. —Me sonrió—. Los chicos están detrás, pero estoy segura de que vendrán a verte en cuanto descubran que has llegado. —Se alejó por el pasillo y regresó un momento después con una lata de cerveza—. Vuelvo enseguida —dijo, y se encaminó a su dormitorio, que se hallaba en la parte posterior de la casa.

Me senté en el sofá y miré la cerveza que sostenía en la mano. No soy bebedor. De hecho, beber no es una costumbre recomendable para los depredadores. Entorpece los reflejos, embota las percepciones y deshace la enmarañada trama de la cautela, lo cual siempre me ha sonado como algo muy malo. Pero aquí estaba yo, un diablo en vacaciones, a punto de cometer el sacrificio definitivo, al desprenderme de mis poderes y convertirme en humano. Por eso una cerveza era lo más adecuado para el Dipsofóbico Dexter.

Tomé un sorbo. El sabor era amargo y flojo, como acabaría yo ■ tenía que mantener al Oscuro Pasajero sujeto a su asiento con el cinturón de seguridad durante mucho tiempo. De todos modos, supongo que la cerveza es un gusto adquirido. Tomé otro sorbo. Sentí que resbalaba garganta abajo y se depositaba en mi estómago, y pensé que con todos los nervios y frustraciones del día no había comido nada. Pero qué demonios, sólo era una cerveza sin alcohol, o como proclamaba con orgullo: cerveza «ligera». Supongo que debería sentirme muy agradecido por el hecho de que no hubieran pensado en una forma más ladina de anunciar cerveza.

Tomé un gran sorbo. No era tan mala cuando te acostumbrabas. Caramba, era muy relajante. Yo, en cualquier caso, me sentía más relajado a cada sorbo que daba. Otro trago refrescante. No recordaba que hubiera sabido tan bien cuando la probé en la universidad. Entonces era un crío, por supuesto, no el maduro, trabajador y honrado ciudadano que era ahora. Incliné la lata, pero no salió nada.

Bien… La lata estaba vacía. Pero yo seguía sediento. ¿Podía tolerarse esta situación tan desagradable? Decidí que no. Absolutamente intolerable. De hecho, no pensaba tolerarla. Me levanté y me dirigí a la cocina con firmeza y determinación. Había varias latas más de cerveza «ligera» en la nevera, y me llevé una al sofá.

Me senté. Abrí la cerveza. Tomé un sorbo. Mucho mejor. Que le den a ese Doakes. Tal vez debería llevarle una cerveza. Tal vez le relajaría, le tranquilizaría y daría por concluido el asunto. Al fin y al cabo, estábamos en el mismo bando, ¿verdad?

Bebí. Rita volvió con unos pantalones vaqueros cortos y un top blanco con un diminuto lazo de raso en el escote. Tuve que admitir que estaba muy guapa. Yo era muy bueno a la hora de elegir disfraces.

—Bien —dijo, mientras se sentaba en el sofá a mi lado—, me alegro de verte, así como caído del cielo.

—No me cabe duda —dije.

Ladeó la cabeza y me miró de una forma rara.

—¿Has tenido un mal día en el trabajo?

—Un día espantoso —dije, y tomé un sorbo—. Tuve que soltar a un chico malo. Un chico muy malo.

—Oh. —Frunció el ceño—. ¿Por qué…? Quiero decir, ¿no pudiste…?

—No fue por falta de ganas —dije—. Pero no pude. —Alcé la cerveza hacia ella—. Política. Tomé un sorbo. Rita meneó la cabeza.

—Aún no me he acostumbrado a la idea de que, de que… O sea, desde fuera todo parece dicho y hecho. Encuentras al malo, lo encarcelas. Pero ¿política? O sea, con… ¿Qué hizo?

—Contribuyó a matar algunos niños —dije.

—Oh —exclamó ella, con aspecto impresionado—. Dios mío, algo podrás hacer.

Le sonreí. Caramba, lo había captado a la primera. Menuda chavala. ¿No les he dicho que sabía elegir?

—Has puesto el dedo en la llaga —dije, y tomé su mano para echar un vistazo al dedo—. Sí hay algo que puedo hacer. Y muy bien, además. —Palmeé su mano y derramé un poco de cerveza—. Sabía que lo entenderías.

Ella parecía confusa.

—Oh —dijo—. ¿Qué clase de…? O sea, ¿qué harás?

Tomé un sorbo. ¿Por qué no decírselo? Me daba cuenta de que había captado la idea. ¿Por qué no? Abrí la boca, pero antes de que pudiera susurrar una sílaba sobre el Oscuro Pasajero y mi inofensiva afición, Cody y Astor entraron corriendo en la sala, pararon en seco cuando me vieron y pasearon la vista entre su madre y yo.

—Hola, Dexter —dijo Astor. Dio un codazo a su hermano.

—Hola —dijo en voz baja. No hablaba mucho. De hecho, casi nunca decía nada. Pobre chico. Todo el rollo de su padre le había sentado muy mal—. ¿Estás borracho? —me preguntó. Para él, era como un gran discurso.

—¡Cody! —dijo Rita. La tranquilicé con un gesto y me volví hacia él.

—¿Borracho? —dije—. ¿Yo?

El chaval asintió.

—Sí.

—Por supuesto que no —dije con firmeza, y le dediqué mi fruncimiento de ceño más digno—. Tal vez un poco achispado, pero no es lo mismo.

—Ah —dijo.

—¿Vas a quedarte a cenar? —gorjeó su hermana.

—Creo que debería marcharme —dije, pero Rita apoyó una mano en mi hombro con una firmeza sorprendente.

—No vas a conducir así —dijo. —¿Cómo?

—Achispado —dijo Cody.

—Yo no estoy achispado —contesté.

—Has dicho que sí —repuso Cody. No podía recordar la última vez que le había oído decir cuatro palabras seguidas, y me sentí muy orgulloso de él.

—Tiene razón —añadió Astor—. Dijiste que no estabas borracho, sino sólo un poco achispado.

—¿Yo dije eso? —Ambos asintieron—. Vaya, pues…

—Vaya, pues —gorjeó Rita—. Creo que vas a quedarte a cenar.

Vaya pues. Creo que lo hice. Estoy muy seguro, en cualquier caso. Sé que en algún momento fui a la nevera en busca de una cerveza «ligera» y descubrí que habían desaparecido todas. Y un rato después volvía a estar sentado en el sofá. La televisión estaba encendida y yo intentaba dilucidar qué estaban diciendo los actores y por qué una multitud invisible pensaba que eran los diálogos más hilarantes de todos los tiempos. Rita se sentó en el sofá a mi lado.

—Los niños están acostados —dijo—. ¿Cómo te encuentras?

—Maravillosamente —contesté—. Ojalá supiera de qué se ríen. Rita apoyó una mano en mi hombro.

—Te molesta de verdad, ¿eh? Dejar en libertad al malo. Niños… —se acercó más y me rodeó con su brazo, para luego apoyar la cabeza sobre mi hombro—. Eres un tipo estupendo, Dexter.

—No, no lo soy —dije, y me pregunté por qué decía ella algo tan extraño.

Rita se incorporó y paseó la vista entre mi ojo derecho y mi ojo izquierdo, y luego al revés.

—Pero es que lo eres, y tú lo SABES. —Sonrió y volvió a apoyar su cabeza en mi hombro—. Creo que es… estupendo que vinieras. A verme. Cuando te sentías tan mal.

Empecé a decirle que eso no era cierto, pero entonces me asaltó la idea: había venido aquí cuando me sentía mal. Sí, sólo había sido para que Doakes se aburriera y se largara, después de la terrible frustración de perderme mi cita con Reiker. Pero al final había resultado que, después de todo, era una buena idea, ¿verdad? La buena de Rita. Era muy cariñosa y olía de maravilla.

—La buena de Rita —dije. La apreté contra mí con fuerza y apoyé la mejilla sobre su cabeza.

Estuvimos así unos minutos, y después Rita se puso en pie y me ayudó a levantar.

—Vamos —dijo—. Te llevaré a la cama.

Así lo hicimos, y cuando me deslicé bajo las sábanas y ella se enroscó a mi lado, se mostró tan agradable y olía tan bien y se me antojó tan tierna y confortable que…

Bien. La cerveza es algo asombroso, ¿verdad?

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