EL DUPONT DORADO

Imagínate, mi madre vestida de luto de la cabeza a los pies -está diciendo Paulino mientras afila la navaja en el cinturón prendido por la hebilla en las raíces de la higuera muerta- y tocando el pito de mi tío Ramón. Y es que los guardias urbanos le tienen robado el corazón, a mi madrecita del alma. El uniforme blanco, el salacot, el correaje, el pito, todo le gusta. Y como es tan llorona… Después de la comida del domingo, en la mesa, su admirado hermano, es decir, el bestia de mi tío, le puso el salacot en la cabeza y el pito en la boca y ella estuvo riéndose y pitando un buen rato, una tabarra de la hostia, chico, y lo hizo por mí, para que viera lo bonito que es ser guardia de tráfico y poder tocar el pito. Mi madre es así de tonta, David. Se empeñó en que yo también lo tocara y le dije que no, le dije que el pito de los urbanos me fastidia los oídos y además me daría mucho asco llevármelo a la boca, y que ella estaba haciendo el ridículo, y entonces ella se echó a llorar y el tío Ramón me atizó una bofetada. Y mi padre allí sentado con su faria y su copita de anís y sin atreverse a abrir la boca, como siempre… ¡Qué mierda más grande, oye!

– Te estás cargando el cinto -dice David.

– Mi padre es un gallina, pero mi madre es otra cosa… ¿Te acuerdas que te dije que el inspector Galván lo paró un día en la calle, a mi padre, y le previno acerca de nosotros, le dijo que nos vigilara y mi padre se asustó como un conejo y se hizo el longuis? Pues has de saber que también fue con el cuento a mi madre.

Había salido el poli de la tienda de flores de la calle Cerdeña y llevaba en la mano ¡agárrate, chico!, exclama Paulino, llevaba una rosa. Bueno, no es ninguna novedad, ya sabemos que le lleva rosas a tu madre, pero tenías que ver cómo la llevaba; no como la llevaríamos tú o yo, bien derechita y procurando que no se rompiera el tallo, no, él la llevaba boca abajo, iba braceando y la balanceaba sin el menor cuidado, como si fuera un palo o una cañita que acabara de encontrarse en la calle, como si la rosa no tuviera nada que ver con él. ¡Hay que ver cómo son algunos hombres! A un poli le da vergüenza ir por la calle con una rosa en la mano, dice David, eso es lo que pasa, porque se cree muy machote. O es que el tío es así de borde, dice Paulino. Eso también. Es un borde y un malparido. El caso es que venía a tu casa con su rosa blanca, pero se ve que al cruzar la plaza Sanllehy decidió acercarse un momento, le cogía de paso y recordaba el número y el piso, segundo primera, sin ascensor, ya sabes, la distinguida mansión de los Bardolet Balbín, afeitadores de viejos tullidos y paralíticos…

Abre la puerta una mujer enlutada, de rostro tan afilado y mirada tan lastimera que el inspector casi no la reconoce -y a veces menda tampoco, pero es la madre de uno y qué le vamos a hacer, madre no hay más que una.

– ¿Está el barbero en casa? -pregunta el inspector.

– Qué quiere.

– ¿Es usted la madre de Paulino Bardolet? -deja entrever la placa, manteniendo a la espalda la otra mano con la rosa, no vaya a creer la señora que es una gentileza para con ella.

– ¡Ay Dios mío! ¿Qué ha pasado?

– Quiero hablar con su marido, señora. Haga el favor.

– No está en casa. -Se trata de su hijo.

– ¿De Paulino? ¡¿Qué ha hecho, por qué lo vienen a buscar?!

– Cálmese, nadie le está buscando. Sólo quiero aconsejarle algo respecto al chico…

– ¿Qué ha pasado? ¡Señor, Señor, si me hicieran caso alguna vez! -la señora Bardolet se echa a llorar de repente-. ¡Si mi marido me escuchara en vez de andar todo el santo día por ahí! Siempre fue muy andarín… Si lo hubiésemos confiado al cuidado de mi hermano, que fue legionario, ¿no le conoce usted?, es el único que se ocupa del chico como es debido y además ahora es guardia urbano…

– Lo sé -corta impaciente el inspector haciendo pendular la rosa a su espalda-. Mire, vengo a advertirla muy seriamente, señora. Su hijo tiene…

– ¿No quiere usted pasar?

– No, es sólo un momento. Su hijo tiene un amigo de su misma edad, seguro que ustedes le conocen, se llama David Bartra y casualmente su madre es amiga mía, y está muy preocupada. Estos dos sinvergüenzas están siempre callejeando y nadie les controla, David ha faltado a su trabajo y por la noche llega tarde a casa, y la señora Bartra se ha quejado.

– A mí no me han dicho nada…

– Además, mire, a su hijo se le ven maneras de invertido, señora, así que…

– ¡Virgen santa, no diga usted eso! -…así que hable usted con su marido y a ver qué se hace… Mire, señora, qué voy a decirle. Sabemos que su marido ha sido desafecto. No se lo tendremos en consideración, pero me vigilan de cerca a su hijo si no quieren que la autoridad tome cartas en el asunto.

– ¡Invertido! ¡Mi pobre niño invertido!

– En resumen, que se aparte del chico de la señora Bartra, ella considera que su amistad no le conviene. No sé si me explico. Que no le vea, porque es una mala influencia para él. ¿Me comprende?

– Sí, señor, sí.

– No pasa nada, pero que se busque otros amigos, ¿entendido, señora?

– Ya sabía yo que pasaría una cosa así. Pero a mí nadie me escucha en esta casa… ¡Qué vergüenza!

– Vamos, vamos, no llore. No es más que una recomendación… Ya previne a su marido no hace mucho.

– ¿Y qué podemos hacer? -se pregunta la mujer sollozando-. Esi neñu no ye malo, no señor, nunca se ha peleado ni ha hecho mal a nadie… Y es cumplidor, le gusta la música, precisamente su padre y yo le hemos llevado muchos domingos a la parroquia de Cristo Rey, hay un organista que enseña música a los guajes, y además su tío quiere que ingrese en la Guardia Urbana cuando tenga la edad…

– Bueno -corta el inspector iniciando la retirada-, supongo que queda claro. Que no vea yo a su hijo con el chico de la señora Bartra, o tendremos problemas.

– Lo que usted diga, sí señor, pierda cuidado. ¡Ay Dios mío, qué disgusto!

– Hable con su marido. Ya están prevenidos, así que buenas tardes.

Balbuceando un adiós con los ojos en el suelo ella empieza a cerrar la puerta despacio, y en este momento, al darse la vuelta, al inspector se le cae la rosa. Se agacha a cogerla y siente en la nuca la mirada fúnebre y llorosa de esta alma cándida, y al incorporarse se vuelve hacia ella empuñando la rosa. Vacila unos instantes, mira la rosa, termina de alargar el brazo y añade: -Tenga, póngala por ahí -y da otra media vuelta y se va.

Madrugadas de David cavilando echado boca arriba en su catre, los ojos abiertos a la oscuridad y el Dupont apretado en el puño, caliente y duro y esquinado, esperando su oportunidad. Enfrente, la oreja del Dr. P. J. Rosón-Ansio parece escuchar atentamente lo que rumia su pensamiento, el canto de los grillos en el barranco y los rumores nocturnos del vecindario que entran por el ventanuco. Insomne y voraz, el gran apéndice sonrosado despliega su laberinto multicolor de membranas, canales y fosas, asaeteado por pequeñas flechas que remiten a nombres, referencias científicas y notas explicativas impresas en los márgenes del cartel David se sabe de memoria alguno de esos textos: Cóclea o caracol. Contiene un líquido llamado endolinfa que recoge y transmite las vibraciones sonoras del mundo exterior y alerta los pelos auditivos que, a su vez, activan los impulsos nerviosos que llegan al cerebro.

Deja resbalar la mirada y recupera la sonrisa amagada del piloto de la RAF, y a su lado la boca abierta, crispada por el grito, del soldado alemán que lo apunta con su metralleta. Éste será el primero en disparar, piensa, y poco después no sabría decir si lee o cavila despierto o dormido cuando, agobiado por el calor de la noche y por un chirrido metálico en los oídos, desnudo sobre la sábana y contemplando todavía al aviador derribado y apresado más allá del tiempo y la leyenda, oye de pronto el trotecillo inconfundible sobre las baldosas, las pezuñas leves de Chispa cruzando el umbral del cuarto y acercándose a la cama. No quiere mirarlo ni tratarlo como si fuera un fantasma, no le da miedo ni dejará entrever la menor señal de sorpresa porque sea un perro muerto.

¿Qué quieres, Chispa?, susurra, y en el acto se figura que está pensando en voz alta. ¿Qué haces aquí?, pregunta incorporándose sobre un codo. ¿No te mandó al otro barrio el hijoputa del poli?

Achacoso y conturbado, pero sin aquella tristeza infinita en los ojos, el perro se para a los pies del catre, se sienta sobre los cuartos traseros y mira a su amo ladeando la cabeza con aire de duda. Una venda ribeteada de hilo rojo y con una mancha rosada en el centro envuelve su frente y le tapa parte de los orejones.

Sí, estoy muerto. Pero esta noche me dejan salir un rato.

¿Eres un ánima en pena, querido amigo?

Nada de eso. Soy un perro pachón y me encuentro la mar de bien.

Pues no lo parece.

Algunas personas no son lo que parecen, ya sabes.

¿Aquí en el coco te clavaron la inyección alemana?, pregunta David, y, alzando los ojos a la omnipotente oreja de Dr. P. J. Rosón-Ansio, añade con rabia contenida: ¿Tan bestial fue el pinchazo que tuvieron que ponerte una venda?

No, hombre, no, dice Chispa, no fue ninguna inyección.

Entonces no me lo digas. Creo que ya lo sé…

Cuidado, que aquí se oye todo.

Al perro no parece gustarle nada que la oreja del otorrino esté escuchándoles desplegada de modo casi obsceno, y la mira con el rabillo del ojo. Ladea la cabeza y con la pata trasera se rasca el vendaje que le ciñe la cabeza y la papada.

Me estoy mareando un poquito, añade.

¿Tienes hambre? ¿Quieres un terrón de azúcar? Azúcar blanco ya no falta nunca en esta casa, ¿sabes?, ni leche en bote ni café… Son obsequios que nos trae el que te mató. Bueno, tampoco creas que es el oro y el moro lo que trae, y además el puta se lo cobra tomando sus cafelitos y soltándole a mi madre cada rollo que no veas.

Le hace compañía, nano.

Sí, compañía, ¿te crees que no sé lo que anda buscando ese hijo de perra…? Bueno, es un modo de hablar, ya sabes.

Sí, ya sé, un modo de hablar.

Oye, ¿quieres un poco de arroz con garbanzos que ha sobrado? Te daría chocolate, pero luego te duele la barriga.

No, ya no. Ahora puedo comer de todo. ¿Quieres que te lave los ojos con agua de tomillo? No, estoy bien. Sólo he venido para que me rasques un poco la barriga.

Entonces sube a la cama y échate panza arriba. Así. ¿Te gusta?

Me gustaba más cuando estaba vivo y zarrapastroso.

Dime una cosa, Chispa. Te maltrató el inspector Galván, ¿verdad? Y te mató de mala manera en el barranco: nunca llegaste adonde el veterinario, a que no. Dime la verdad.

Las paredes oyen, susurra el animal mirando el remolino central de la oreja del otorrino con el rabillo del ojo apesadumbrado, como si temiera ser absorbido por el gran apéndice de un momento a otro.

Yo creo que te ha hecho algo malo y quiero saberlo, insiste David. Chispa resopla, luego gruñe roncamente y él añade: Más alto, no te oigo. Hoy tengo los oídos llenos de gaseosa.

Digo que tengas cuidado y no te equivoques. Ya me has oído antes: algunas personas no son lo que parecen.

Sí, es verdad, admite David y con las uñas sigue rascando la barriga trémula, despellejada y con grumos de fango seco. Ya sé que hay personas que no son lo que parecen; pero también es cierto, perrito tonto, que hay personas que no parecen lo que son. Por ejemplo, ese cacho cabrón de guripa. Y yo haré que, siquiera por una vez, parezca lo que verdaderamente es, lo que siempre ha sido, lo que no puede dejar de ser… Mira, tú no lo entenderías porque eres un perro muy bueno y estás enfermo y además tienes una bala en la cabeza.

¿Puedo dormir un rato echado a tus pies, como antes? Tu madre no se va a enterar.

Venga. De todos modos, aunque se entere, no se lo va a creer.

Más tarde, el burbujeo de la gaseosa en los oídos deja paso a la mórbida porfía del serrucho, y éste a su vez deja paso a las aguas remotísimas del torrente retumbando como un trueno subterráneo en Dios sabe qué noche de los tiempos. Aun así consigue descender a un estadio más profundo del sueño, siempre con el encendedor Dupont apretado en el puño y ahora viendo a un hombre joven con las solapas de la americana alzadas y el pitillo en los labios, igual al que vio un día en los urinarios del cine Delicias, en el instante en que, con un golpe seco de la palma de la mano, introduce el cargador en la culata de una pistola. Es nuestro hermano Juan con bastantes años más, y ya no huele a pólvora fétida ni hay polvo en sus ropas ni le sale de la pierna cortada ningún hueso astillado. Seguro que lleva una pierna de madera, pero qué elegante con las sienes plateadas y la pistola en la mano, parece un figurín salido de una peli de gángsters.

¿Qué barrabasada estás tramando con la ayuda de este fantástico encendedor? dice Juan al retirarse torvamente del sueño de David. Piénsalo bien antes de atacar, hermano.

A eso de las dos de la tarde, los sábados y los domingos, una muchacha rubia de ojos oscuros y piel aceitunada recorre el sendero paralelo al torrente montada en una bicicleta de hombre. Lleva una falda amarilla con grandes bolsillos verdes, una blusa de color azafrán y una boina roja. La muchacha pedalea en dirección a las cercanas huertas con mucha energía, inclinada sobre el manillar. La calina que desprende el torrente a esa hora emborrona su silueta volcada sobre la bici y la hace flotar en el aire y ondular como si fuera un reflejo en el agua, una temblorosa apariencia. Sujeta a la barra del cuadro con dos correas, la funda negra de un violín asoma entre las oscuras rodillas que suben y bajan alternativamente, al pedalear.

– ¿Has visto eso, gordi?

La bici roja y la melena dorada desaparecen detrás del cañaveral como una llama que parpadea y se apaga en medio de una efusión verde y jaspeada.

– Ye muy guapina -dice Paulino en cuclillas, terminando de sacudirse la arena del pantalón.

David vuelve en sí abriendo el paraguas bajo el sol, y Paulino se incorpora y se queda a su lado estirando los brazos pegados al cuerpo y con la cabeza enhiesta. Durante un buen rato mantienen ambos una rígida inmovilidad de reclutas, desvalidos y tozudos, cobijados bajo el paraguas negro en medio del canto de las chicharras, y mirando al suelo. No llueve, pero sobre la tumba lloverá siempre: la lluvia soñada aquí, en verano, es más pertinente y duradera. Estaría bien que tuviera una lápida en su nombre, piensa David conteniendo las lágrimas, y que la lluvia lavara de vez en cuando el nombre, y en el otoño lo cubriera con un manto de hojas… Como si le adivinara el pensamiento, Paulino dice:

– ¿No quieres ponerle una cruz con una inscripción?

– No -gruñe David-. Sólo es para saber dónde está.

– Entonces, tú crees que está enterrado aquí…

– Cómo quieres que lo sepa.

Paulino se queda pensando bajo la sombra del paraguas que ambos comparten.

– De todos modos estaría bien -dice por fin-. En las tumbas del desierto siempre hay una cruz con una inscripción…

– ¡Pero qué inscripción ni qué cruz ni qué hostias en vinagre, gordi, qué cosas se te ocurren! ¡¿Quieres que el guripa se entere?!

Paulino se encoge de hombros y guarda silencio. Certeza o quimera, posibilidad o encantamiento, Chispa está aquí, bajo la inocente blancura de la arena removida, no hay más que mirar y creer, y eso es lo que hace Paulino. Al cabo de un rato, sin descomponer su posición de firmes, dice en voz baja:

– ¿Quieres que le recite una poesía?

– No te oigo. Todavía tengo gaseosa en las orejas.

– ¡Podrías darme un traguito!

– No sabes lo que dices, chaval. ¿Alguna vez te has parado a escuchar de cerca el ruido que hacen las burbujas de la gaseosa cuando la echas en un vaso? Hace ¡chssssss…! Pues ese ruido es el que tengo en los oídos, pero multiplicado por mil.

– ¡Ostras!

Permanecen hombro con hombro en medio del lecho pedregoso del torrente, pisando el vértice removido de una lengua de arena y muy tiesos bajo el desbaratado y fúnebre paraguas, protegiéndose ambos, según lo acordado, no del sol implacable sino de una pertinaz lluvia imaginaria, un complemento climático más acorde con el cabreo y la sombría tristeza que el hijo de la costurera sufre desde hace casi un mes. Ha estado bisbiseando una ceniza amarga que le sube a la boca, y ahora prefiere el silencio y poder así escuchar el rumor de la lluvia sobre el paraguas y sobre la tierra, sobre la pequeña tumba improvisada con la ayuda inmediata y esforzada de Paulino, un oscuro montoncito de arena esponjosa y húmeda que acaban de apilar. El espectro del perro amado descansará para siempre bajo ese túmulo ignorado en las afueras de la ciudad.

Con los dedos manchados de sangre, papá se abrocha la bragueta al borde del torrente, mientras contempla con mirada descreída el renovado furor de las aguas muertas tragándose y arrastrando lejos la meada. Esto es lo que hay, hijo.

– Si ahora lloviera mucho, pero mucho mucho -dice David-, por aquí podría bajar otra vez la torrentera y llevárselo todo a su paso igual que hace años, me lo contó mi padre, yo era muy pequeño. Todo lo arrastró la torrentera, todo, hasta un sidecar con dos soldados y un camión que transportaba caballos… Ahora el agua pasaría por encima del esqueleto de Chispa sin tocarlo, todo lo más le quitaría la correa y el collar, que aún debe llevar en el cuello porque el inspector no se lo quitó.

– Un poco más arriba estaría mejor, a la sombra de un árbol

– dice Paulino-. ¿Por qué nunca me haces caso?

– No. Aquí -dice David, justamente aquí mismo, piensa: en la oscura penumbra debajo de mis pies-. Aquí lo mató, lo sé muy bien.

– Pues ahora tendrás que aguantarte, porque le quiero recitar a tu perro una poesía muy bonita que aprendí en segundo de bachillerato -carraspea mirando la tumba y entona-: Si Roma orgullosa, vencida Numancia, juzgó sepultados valor y constancia, los siglos al mundo su error demostraron; los padres murieron, los hijos quedaron.

– Muy bonito, capullo.

Caminando de vuelta a casa, David inquiere:

– Dime una cosa, gordi. ¿Alguna vez has soñado un crimen tuyo?

– ¿Mío? ¿Qué quieres decir?

– Si alguna vez has soñado que matabas a alguien.

– ¿Por qué lo preguntas? ¿Por mi tío?

– ¿Lo has soñado o no?

– Yo nunca sueño nada.

– Algo tienes que soñar, ondia. Todo el mundo sueña cosas.

– No me acuerdo… Bueno, sí, una vez soñé que Errol Flynn me preguntaba si tenía una espada a mano. ¡Rápido, chico, dame una espada!, me dijo plantándose de un salto frente a mí. Y enseguida de eso, me llevaba con él a los Almacenes Jorba y me compraba una bufanda de lana preciosa, y me acuerdo que era por las fiestas de Navidad… ¡Errol Flynn en persona! Qué cosa, ¿verdad? Pero nunca he soñado que mataba a nadie, eso te lo puedo jurar. Lo he pensado, pero soñarlo, nunca.

– Pues yo sí -dice David-. No que mataba, ¿eh? Soñé que alguien me decía que yo había matado a no sé quién, y yo me lo creía, decía: bueno, y qué. Lo daba por hecho. No es lo mismo que matar a alguien, pero casi, y tienes una sensación la mar de rara. ¿Verdad que lo normal sería que pensaras soy un asesino, me he convertido en un asesino?, pues no, resulta que, así de golpe, no te ves como una mala persona, no te sientes extrañado ni arrepentido ni desgraciado ni nada de eso. Te dicen oye, tú, sabemos que has matado a fulano, y te lo crees, te parece normal, y te quedas tan pancho. ¡Eres un asesino y resulta que te importa un bledo!

– No me gusta tener sueños. No me gusta nada -farfulla Paulino afectado por un ataque de hipo, cuando ya David pliega el paraguas y se dispone a entrar en casa-. Adiós, te buscaré en el Delis esta tarde.

Tres horas después, Paulino deposita muy despacio su gordo trasero en una butaca del cine Delicias.

– Por el modo de sentarte, se diría que tienes un cardo en el culo -se burla David-. El día menos pensado este bujarrón te mete un palo de escoba.

– Estoy bien -susurra Paulino, pero le vuelve el hipo y está sorbiéndose algún sollozo-. Esta vez sólo me ha dado en las nalgas con el matamoscas…

– Todo eso se veía de venir. ¿Pero por qué sigues yendo a su casa, gilipollas?

– Me paga bien por afeitarle, me compra pasteles, me deja la pistola para que se la limpie… ¿Qué puedo hacer, David?

– Bueno, pues oye, que te zurzan. Déjame ver la peli.

Al rato Paulino deja de gimotear, aunque no controla el hipo.

– Qué olor más bueno -dice-. Son tus manos. Huelen a panecillo de Viena.

– Es por el revelado de fotos -gruñe David.

Se deja resbalar en la butaca, pone los pies en la fila de delante y entorna los párpados para fijar mejor el gesto felino del joven agricultor al ladearse y desenfundar el revólver.

– ¿Quién hace de Jesse James?

– Tyrone Power -dice Paulino-. Es ese moreno. Tiene la nariz respingona y una sonrisa que ¡buenooo…!

– Demasiado guapo para ser un pistolero del Oeste.

– Nadie es nunca demasiado guapo, ¿no te parece, David?

– No sé. Qué más da.

– ¿No te gusta la peli?

– Sí, no está mal.

– Entonces ¿qué te pasa? ¿Te sientes un poco triste por lo que el tío Ramón me ha hecho…?

– Mira esto. Resulta que Jesse James era un pobre campesino.

– ¿Y eso te extraña? En el Oeste todos eran vaqueros o campesinos.

– Míralo. Demasiado guapo. Está mejor con el pañuelo tapándole la cara, dejando ver solamente los ojos.

– Si tú lo dices. ¿Quieres cacahuetes?

– No.

– ¿Quieres un poco de sidral?

– No.

– ¿Quieres meterme el dedito, por favor?

– ¿Qué has comido?

– Judías con tocino.

– Ni hablar. Luego va uno con el dedo oliendo a pedo todo el día.

– Te regalo un frasco casi entero de loción Varón Dandy que le he birlado al tío.

– ¿Lleno?

– Casi.

– Vale. El Varón Dandy y todo lo que llevas encima ahora mismo.

– Cómo te aprovechas, cabrito. No hay derecho.

– ¿Qué llevas?

– Setenta y cinco céntimos, el cortauñas, el sidral y un plumín nuevo que guardo en la caja de mistos…

– Venga. Pero sólo meter y sacar.

– Dos veces.

– Una sola vez y vas que chutas.

– Ondia, chaval, qué abusón eres.

– Lo tomas o lo dejas.

Primer sábado de mes, cine Delicias, noticiario No-do, una de guerra contra los japoneses y una del oeste, otra vez el No-do y empieza de nuevo la guerra y ellos allí despatarrados en la butaca, esperando. Pero ni rastro de Fermín con el sobre.

Sigúeme, dice David, y salen al vestíbulo, burlan la vigilancia del portero, suben a la primera planta y buscan la cabina de proyección. David golpea con los nudillos una puerta pequeña, que se abre suavemente no más de un palmo. El zumbido del proyector, el traqueteo de las ametralladoras en una playa del Pacífico, los aullidos de los japoneses ensartados en las bayonetas, o cayendo a plomo de las palmeras, ahogan la llamada en la puerta. David se dispone a golpear de nuevo y más fuerte, cuando dentro se oye una voz de mujer, pastosa y dulce, como si hablara comiendo un plátano, se le ocurre decir a Paulino: una voz que parece salida de la película. La novia de un soldado de Guadalcanal, añade en un susurro. Qué dices, no hay mujeres comiendo plátanos en una película de guerra, capullo, dice David. Entonces es la novia del proyeccionista. Escucha. Paulino sujeta su brazo impidiendo que llame. La voz afrutada y glotona se oye de nuevo:

Antes de comerme tu pajarito, enséñame las ocho pelas, cariño. No creerás que con un café con leche y medio bocadillo de sardinas ya me has pagado.

Luego. No seas tan desconfiada.

De eso nada, monada. Encima que te hago rebaja…;

David y Paulino perciben el olor a acetona y, asomando el ojo, ven parte de la cabina, un espacio de apenas tres metros por dos, con la pareja de proyectores marca Erneman y el suelo sembrado de negros tirabuzones, restos de película que ahora aparta con el pie el joven proyeccionista en camiseta, sentado en la saca de las bobinas y trasegando de una botella de cerveza. Lleva un sucio vendaje en la mano y tiene un ojo morado y señales de golpes en los brazos. Frente a él, sentada en una silla baja, una mujer joven y morena de labios muy pintados, con una falda muy ceñida y una blusa abierta que deja ver un sujetador negro, come a dos carrillos media barrita de pan con sardinas y sostiene sobre las rodillas un platillo y una taza. Se ha quitado los zapatos de tacón alto y los tiene a su lado. Tras ella, el ventanuco abierto sobre la Travesera de Gracia deja entrar chirridos de tranvía y alguna bocina.

Acabo de cambiar el rollo, chata, dice Fermín con la voz zalamera, así que tenemos veinte minutos. Venga ya, termina de endrapar, te vas a poner como una vaca…

Sin avasallar, guapo. Y no seas tan roñoso, caray.

¡Pero si cada polvo me cuesta un ojo de la cara!

¿Y la compañía que te hago, rey mío? ¿Qué me dices de la compañía?

Hacía dos meses que no te veía, ladrona. ¡Aggg…!

Despacito, ¿eh?, se ríe la mujer. Vas tan caliente que un día vamos a provocar un incendio, con tanta película como hay aquí.

Tienes esa jodida cicatriz de la rodilla más roja que de costumbre.

¿Sabes por qué, ladrón? Porque nada más verte me enciendo…

Sí, que me lo voy a creer. Es una cicatriz muy fea, la verdad.

¡Pues anda que lo tuyo! ¡Estás hecho un Cristo! ¿Qué te ha pasado en el ojo y en esa mano?

Por meterme donde no me llaman, niña, gruñe Fermín, y su voz queda un instante ahogada por una explosión de varias granadas en un nido de ametralladoras. David y Paulino le ven girarse y se echan atrás evitando ser vistos: el proyeccionista acaba de ver que la puerta está entreabierta, y le da una patada, cerrándola, pero aun así, ya cuando remite en la playa el fragor de la batalla y son más débiles los agónicos espasmos guturales de los soldados japoneses, las voces llegan claras y melosas a través de la puerta:

Pero estás igual de guapo, así que tranquilo, dice ella, y Paulino cree advertir en esa voz, más allá de la masticación y el chupeteo, una pulsión romántica.

– Es su novia -dice.

– Capullo eres -responde David-. Escucha y calla.

Quítate el sostén, anda, paloma…

Antes dime quién te ha puesto este ojo a la funerala.

¿Eso? Por hacerle un favor a un compañero.

Cuéntame.

No serás por casualidad amiga de ningún policía.

¿Por quién me has tomado, rico? Yo no quiero tratos con la bofia.

¿Sigues teniendo un pezón más grande que el otro, chata? Déjame verlo mientras terminas de comer…

¿Qué asunto te traes tú con la autoridad? No me gusta eso, ¿sabes?

¡Una chorrada! El lunes por la mañana me vine a montar la película y se me presentan dos guris con una serie de preguntas sobre el viejo Auge, un acomodador, tú le viste alguna vez. Les dije lo que sabía de él: que se había puesto enfermo, que era un buen hombre. Los tíos van y me trincan y me llevan a Jefatura, en la Vía Layetana, me meten en una especie de sótano y de buenas a primeras me aplican el tercer grado… ¿Sabes qué es eso, muñeca? Un interrogatorio de la hostia. No me enteré de la mitad de las preguntas… Yo siempre me entero de la jodida mitad de las cosas, soy un poco así.

Un poco choricete sí eres, Fermín. Y bastante bruto.

Total. Yo sólo le estaba haciendo un favor a alguien. Un favor algo especial, eso es verdad. Nada malo, pasarle noticias de una persona querida… Oye, deja que te quite el sostén, ratita, así por lo menos me entretengo mirándote…

Quita esas manos tan guarras, chato.

¡Pero bueno, reina mora! ¡¿A ti hay que acariciarte con guantes o qué?!

Pues a lo mejor me daba gusto.

– Se aman apasionadamente -murmura Paulino.

– ¡Y un huevo! ¡Cállate de una vez!

Otra ráfaga de fusilería se lleva la voz encelada del proyeccionista y arrecian los gritos y las órdenes de ataque, y acto seguido un silencio y un rumor de sedas, el siseo de las olas yendo y viniendo en la rompiente de la playa sembrada de cadáveres bajo la luna del Pacífico.

– ¿Qué es eso? Le está quitando las medias -susurra David.

– Si no lleva medias -dice Paulino-, ¿que no lo has visto? Además, las novias no se dejan quitar las medias.

No me toques con esa venda tan gorrina, dice ella. ¿Qué te han hecho en esa mano?

No te lo vas a creer, Merche. Primero aquel par de animales me quiso asustar, eran subinspectores. Sobre la mesa había unos alicates nuevos con los brazos pintados de rojo, pero en ningún momento esgrimieron eso. Uno de ellos, el gordo, me sacudió con una cuerda mojada, aquí y aquí, mira, y luego me dio en el ojo. Estaban los dos muy cabreados, con una idea fija, y es que habían encontrado una llave en mi bolsillo y pensaban que era la llave de un buzón particular donde yo recogía propaganda política y mensajes, lo mismo que había hecho el señor Auge, eso decía aquel hijoputa… Me cansé de decirles que era la llave del botiquín de la cabina de proyección, este botiquín que ves ahí, pero ellos ni caso. Y uno va y me dice oye, cabrón, te conocemos, tú eras el niño bonito de los faieros, tú frecuentabas un bar de la calle de la Cera, un nido de ratas anarquistas, y estás conchabado con otros del Sindicato del Espectáculo que reparten de un cine a otro Solidaridad Obrera en las sacas de las bobinas, lo sabemos. Y yo que le digo pero qué dices, anda vete a tomar por el culo, subinspector de los cojones, eso es agua pasada, tú eres un montón de mierda y yo soy el niño bonito que se folla a tu hermana, así mismo se lo dije… ¡Estás loco, pichuli!

Es que yo, cuando me ponen a parir, no me sé controlar, nena, soy capaz de todo… Entonces el otro subinspector va y saca su pistola, me tenían sentado con las manos esposadas sobre una mesa, la saca y me atiza en esta mano con la culata. Vi las estrellas, Merche. Pero lo que no te vas a creer es lo que pasó luego.

Ay, mira, no me lo cuentes. ¿Ves lo que pasa cuando te engallas con la autoridad y encima mientes?

Yo no mentí, la llave era del botiquín. Quítate la falda, venga, así…

Eh, cuidado, no me escoñes la cremallera… Estás hoy muy excitado, ¿eh, cariñito?

– Es su novia, chaval, seguro. ¿No ves que está colada por él?

– Y tú estás agilipollado, Pauli. ¡Déjame oír, ostras!

Entonces, si no mentías, ¿por qué no les dijiste que vinieran a probar la llave en el botiquín, y habrían visto que eras inocente y no te habrían zurrado?

Merche, mi vida, ¿es que no sabes cómo las gastan? Querían asustarme y que cantara otra cosa. ¿Qué cosa?

Un momento, que no sé cómo se está rebobinando la película… Vale, marcha bien. Pronto se acabará el rollo, así que espabila, bonita.

También podías haberte lavado un poco, niño, que me vas a poner de grasa hasta el coño…

Entonces se abrió la puerta y apareció otro polizonte, un inspector, su cara me sonaba, lo había visto una vez en la puerta del cine hablando con el viejo Auge. Ordenó a aquellos cafres que se apartaran de mí, me saludó amablemente y me ofreció un cigarrillo… ¿Sabes aquello del poli bueno y el poli malo que sale siempre en las películas? Pues él era el bueno. Se sentó a mi lado y dijo: Tú eres amigo de la señora Bartra, ¿verdad? Sólo la he visto una vez, le dije, y es la verdad. Me miraba fijamente, creí que me haría un montón de preguntas, pero no. Se levantó y dijo disculpa a estos subinspectores, son buenos funcionarios que cumplen órdenes de sus superiores, como yo, como todos los que estamos aquí. Que estaba muy ocupado y no podía dedicarle mucho rato a mi asunto, y que lo lamentaba porque conocía bien a esos dos, son muy brutos y no hay quien los sujete, dijo, de modo que si tienes algo que declarar mejor lo haces ahora conmigo… Que no miento, le dije, esta llave es del botiquín de la cabina, yo no hacía más que repetir eso, y el tío se cansó y se fue.

¿Y ya está?

¡Qué va! El gordo y el flaco siguieron jodiéndome media hora más. Y luego me soltaron. Ni un vaso de agua me dieron. Ah, se me olvidaba la cabronada más cabrona que tuve que aguantar… Oye, qué buena estás, ladrona.

¿No tenías tantas ganas? Pues a qué esperas.

Es un minuto, prenda, mientras empalmo este rollo.

¿Qué es esto?

El ojo de gato que abre y cierra el foco de la linterna. No lo toques. Tócame a mí, ricura, agárrame esto… Pero espera, que ahora viene lo mejor. ¡La repanocha! Fíjate, estábamos todavía allí en aquel sótano, yo cagándome en todo y con esta mano hecha polvo, cuando se abre la puerta y entra otra vez el inspector Galván, fumando un cigarrillo, y al verme dice ¿qué hace éste aquí todavía?, he hablado con el Jefe y no interesa, ya lo estáis soltando. Y él mismo me quita las esposas, me acompaña hasta la puerta y me tiende la mano. Adiós, hombre, me dice, un mal día lo tiene cualquiera, pero cuidadito, pórtate bien, y entonces va y me gira esta mano tan machacada, que me dolía la hostia, y fíjate en eso, oye, me gira la palma hacia arriba y la mira atentamente como si leyera las rayas de la vida igual que hacen las gitanas. Eso creí yo, pero no. ¿Sabes lo que hace?

Con la oreja pegada a la puerta, David se figura la mano magullada de Fermín entre las manos del poli: el rabo de una lagartija se agita en la palma encharcada de sangre.

¿Cómo voy a saberlo, pichuli?

No te lo vas a creer. Yo pensé que quería comprobar si me habían roto algún hueso, pero lo que hizo fue quitarse el cigarrillo de los labios y sacudir la ceniza… No tenemos cenicero, dijo sin una sonrisa, como si la jodida broma le disgustara a él más que a nadie. ¡Mi mano le sirvió de cenicero! Y no contento con eso, una vez hubo sacudido toda la ceniza, aplastó la brasa en mi mano. Como lo oyes.

¡Vaya tío mala leche!

Pero no me oyó una queja, no le di ese gusto.

¡Santo cielo, rey mío, ¿cómo pudiste soportar el dolor?! ¿Y por qué te hizo una cosa tan horrible?

La costumbre que tienen de hacer estas animaladas, supongo. Porque son así. Ves a un tío de ésos por la calle y te crees que son personas normales, pero qué va. Bueno, ven aquí, reina mora, arrímate a esta sardina…

Llegan más barcazas de desembarco y rugiendo y chapoteando encallan en la rompiente de Guadalcanal, David ve la escena con todo detalle. El nido de ametralladoras japonés ha enmudecido.

– No soy ningún héroe, tan sólo soy un individuo -dice un soldado de bruces en la playa-. Estoy aquí simplemente porque alguien tenía que venir. No quiero medallas. Únicamente quiero acabar con esto y volver a casa.

Apiñados y cargando con todo el equipo, bajo los cascos de acero las caras asustadas de los infantes de Marina reciben rociadas de espuma de mar y señales de muerte junto con el olor y el sabor del carmín en los labios de la novia o de la puta, la foto en la cartera del soldado muerto, los muslos blancos y liberados ya de la falda y la mano chamuscada por el cigarrillo apretando la nalga… Entonces golpea con los nudillos, y esta vez lo oyen.

– ¡¿Quién puñeta es?!

– ¡Soy yo!

– ¿Quién es yo, coño?

– ¡Soy el hijo de la señora Bartra!

El zumbido del proyector y voces de mando, maldiciones y otra vez tiros y una risa femenina que no es de la película. Se abre la puerta y asoma la cabeza despeinada del proyeccionista.

– ¿Cómo te han dejado subir, chaval? ¿No sabes que está prohibido?

– Mi madre quiere saber qué pasa con el sobre de este mes

– susurra David.

– Se acabó. No habrá más entregas. Al menos no por mediación mía. Díselo a tu madre.

– ¿Qué ha pasado?

– Nada que a ti te importe -gruñe Fermín-. Dile que si recibe más noticias, ya no será por el mismo sistema. Y no hace falta que vengas.

– Pero nos dejará usted entrar gratis en el cine, como siempre…

– Sí, está bien. Ahora largaos. ¡Fuera, deprisa!

Bajan corriendo a la calle y luego, chino chano Escorial arriba, los ojos en el suelo y las manos en los bolsillos, Paulino todavía duda.

– Pues yo creo que es su novia.

Sintiéndose mareada y con fuertes punzadas en las sienes, se levanta de la Nogma después de pedalear dos horas y se echa un rato en la cama. Poco después llega David, se sienta a su lado y le coge la mano. Repite lo que le ha dicho el proyeccionista del Delicias y añade el episodio del interrogatorio y maltrato de los policías y la intervención final del inspector Galván, pero se reserva mencionar el ritual gratuito, de pura mala leche, del cigarrillo apagado en la mano de Fermín.

– Ya suponía yo que algo había pasado -dice mamá.

– ¿Y ahora qué vamos a hacer? -pregunta David.

– Esperar -suspira ella y añade-: Menos mal que el inspector estaba allí.

– ¿Por qué menos mal?

– Creo que él siempre supo cómo llegaba ese poquito de dinero que nos enviaba papá, cuándo y por mediación de quién. Aunque tampoco habríamos podido decirle de dónde proviene, porque no lo sé, él hizo la vista gorda. Una forma de ayudarnos, ¿comprendes? Y por eso mismo dejó marchar a Fermín.

– ¿Por qué habría de ayudarnos el poli ese?

– Pues porque en el fondo no es mala persona…

– Sí que lo es. Le damos un poco de pena, eso es lo que pasa, sobre todo tú, porque estás enferma y embarazada y trabajas mucho; nada más que por eso -masculla David bajando los ojos, y con la voz melosa añade muy despacio-: ¿Quieres saber lo que le hizo a Fermín, antes de dejarle marchar? Apagó una colilla en su mano.

– ¡Qué dices! Te han gastado una broma, hijo. No puede ser.

– Que sí, que oí como Fermín se lo contaba a su novia.

– ¿Su novia?

– Estaba con él en la cabina del cine.

– Ah, entonces es que presumía un poco delante de la novia… Seguro. Quería impresionarla. No puedo creer que el inspector hiciera una cosa así… Sin duda es una fanfarronada de Fermín. Tu padre podría hablarte de esos chicos de las Juventudes Libertarias, son muy entusiastas y generosos, pero algo alocados y paveros. Bueno, más o menos como tu padre. Así que invita a su novia a la cabina de proyección. Mira qué listo, el Fermín. ¿Cómo es ella?

David piensa la respuesta unos segundos. Pero antes de darla plantea otra cuestión.

– ¿Por qué no quieres creerme, madre?

– ¡Si te creo, hijo! Al que no puedo creer es a Fermín… Bueno, a ver, cómo es su novia.

– Una rubia de ojos azules, muy fina y muy dulce, muy panfila… Paulino está colado por ella. Dice que tiene una voz de plátano.

– ¿Ah, sí? Qué cosas dice tu amigo.

– Sí. Qué cosas. El muy capullo.

– David, oye.

– Qué pasa, gordi.

– ¿Alguna vez has soñado que volabas con los brazos abiertos?

– Pues claro. La tira de veces.

– Estaba pensando una cosa. Imagínate que tú y yo llevamos mucho tiempo sin vernos, y que un día nos volvemos a encontrar mientras volamos y nos abrazamos con los ojos cerrados…

– ¿Cerrados? ¿Por qué?

– Porque sí, no me interrumpas. Con los ojos cerrados, al abrazarnos, ¿qué cosa, qué recuerdo de mí te vendría primero a la cabeza? ¿Un olor, una canción, una peli, una flor, una picha tiesa, un sueño, una poesía…?

– ¡Yo qué sé! ¡Vaya chorradas se te ocurren!

– Venga, hombre. ¡Piensa un poco!

– No empieces con tus pendejadas, Pauli.

– ¡Por favor!

– ¿Oyes silbar el viento en los cables de la electricidad? Pues es el mismo silbido que tengo ahora en los oídos. Así que olvídame, chaval.

– Por favor.

Después de un silencio, David se da por vencido y gruñe:

– Una flor.

– ¿De qué color?

– Blanca. Una rosa blanca. ¡¿Te parece bien, tontolhaba?!

– Sí, está bien. -Paulino cambia la navaja de mano y añade-: Estos cables no llevan electricidad, son los hilos del teléfono, y no es el viento que los hace silbar, son voces de gente que tiene miedo y se llama desde muy lejos y se busca… ¡Escucha!

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